La popular historiadora y antigua monja, Karen Armstrong, autora de libros como “Una historia de Dios: 4.000 años de búsqueda en el judaísmo, el cristianismo y el Islam” o “La gran transformación”, acaba de publicar una nueva obra, “The Case for God”, en la que defiende que la búsqueda de una deidad desconocida es compatible con una sociedad científica y tecnológicamente avanzada.
Según publica The New York Times, Armstrong argumenta que el conservadurismo y los rígidos preceptos del judaísmo, del Islam y, especialmente, del cristianismo, han provocado que muchos occidentales renieguen de la idea de Dios.
Sin embargo, los pensadores religiosos pre-modernos, incluidos entre ellos algunas eminencias cristianas del medievo, como Tomás de Aquino, entendieron la fe como algo distinto: como una práctica más que como un sistema; y como una realidad última a la que había que aproximarse a través del mito, del ritual y de la teología negativa (que defiende que para el intelecto humano sólo es posible aprender lo que Dios no es, mientras que la comprensión real de la divinidad es imposible, aún de manera fragmentaria).
Envidia y confusión
Este tipo de práctica de la religión ha permanecido en el olvido en Occidente durante largo tiempo, a raíz del desarrollo de la ciencia moderna, señala la autora. Y no porque ciencia y religión sean invariablemente opuestas, sino porque los pensadores religiosos han sucumbido a la envidia, ante las verdades propuestas por la ciencia.
Así, en lugar de aprovechar el triunfo del empirismo sobre las supersticiones, los guías religiosos sedujeron a los creyentes para que aceptaran la “teología natural” de Isaac Newton y William Paley, que parecía la garantía científica de la existencia de un Dios creador.
Convencidos de que “las leyes naturales que los científicos habían descubierto en el universo eran demostraciones tangibles del cuidado providencial de Dios”, los cristianos occidentales abandonaron la teología negativa y el acercamiento mítico a la fe, en favor de un rigor pseudo-científico.
Pero, cuando la teoría de la evolución de Darwin entró en escena, los creyentes se encontraron con que no sabían hacia donde mirar. Sin duda, ni Tomás de Aquino ni San Agustín se habrían sorprendido ante la idea de la evolución, pero sus sucesores modernos quisieron convencerse de que la verdad religiosa era literal, de que las doctrinas religiosas debían ser el equivalente a los preceptos científicos, y de que los textos sagrados debían coincidir exactamente con las ciencias naturales.
Situación de crisis
El resultado ha sido la confusión actual, una situación de crisis en la que se sigue intentando reconciliar las palabras del Génesis con la existencia de los dinosaurios o en la que los ateístas radicales siguen ridiculizando las Escrituras porque éstas no consiguen parecerse a un libro científico.
Para escapar de este debate sin sentido, Armstrong aconseja a los ateos que reconozcan que el teísmo no rivaliza con las teorías científicas, y que las enseñanzas religiosas no pueden comprenderse por medio de juicios sobre su verdad o su falsedad, sino sólo si son traducidas a acciones éticas o a rituales.
Los creyentes, por su parte, han de recuperar la sabiduría de sus antepasados, aquéllos que comprendieron que la verdad revelada era simbólica, y que las Escrituras no pueden interpretarse de manera literal.
Asimismo, deben saber que “la revelación no fue un hecho que sucedió una vez, en el pasado distante, sino que es un proceso actual, creativo, que requiere de la ingenuidad humana”.
Cierto es que los dogmas soportan las prácticas religiosas, y viceversa. Pero la autora señala que es posible ganar cierta destreza religiosa, sin necesidad de creer que todos los dogmas de las religiones son literalmente verdad.
Además, el literalismo de dichos dogmas puede ser llevado demasiado lejos, y actualmente debe coexistir con formas de fe más míticas, más místicas y más filosóficas, afirma Armstrong en “The Case for God”.
Según publica The New York Times, Armstrong argumenta que el conservadurismo y los rígidos preceptos del judaísmo, del Islam y, especialmente, del cristianismo, han provocado que muchos occidentales renieguen de la idea de Dios.
Sin embargo, los pensadores religiosos pre-modernos, incluidos entre ellos algunas eminencias cristianas del medievo, como Tomás de Aquino, entendieron la fe como algo distinto: como una práctica más que como un sistema; y como una realidad última a la que había que aproximarse a través del mito, del ritual y de la teología negativa (que defiende que para el intelecto humano sólo es posible aprender lo que Dios no es, mientras que la comprensión real de la divinidad es imposible, aún de manera fragmentaria).
Envidia y confusión
Este tipo de práctica de la religión ha permanecido en el olvido en Occidente durante largo tiempo, a raíz del desarrollo de la ciencia moderna, señala la autora. Y no porque ciencia y religión sean invariablemente opuestas, sino porque los pensadores religiosos han sucumbido a la envidia, ante las verdades propuestas por la ciencia.
Así, en lugar de aprovechar el triunfo del empirismo sobre las supersticiones, los guías religiosos sedujeron a los creyentes para que aceptaran la “teología natural” de Isaac Newton y William Paley, que parecía la garantía científica de la existencia de un Dios creador.
Convencidos de que “las leyes naturales que los científicos habían descubierto en el universo eran demostraciones tangibles del cuidado providencial de Dios”, los cristianos occidentales abandonaron la teología negativa y el acercamiento mítico a la fe, en favor de un rigor pseudo-científico.
Pero, cuando la teoría de la evolución de Darwin entró en escena, los creyentes se encontraron con que no sabían hacia donde mirar. Sin duda, ni Tomás de Aquino ni San Agustín se habrían sorprendido ante la idea de la evolución, pero sus sucesores modernos quisieron convencerse de que la verdad religiosa era literal, de que las doctrinas religiosas debían ser el equivalente a los preceptos científicos, y de que los textos sagrados debían coincidir exactamente con las ciencias naturales.
Situación de crisis
El resultado ha sido la confusión actual, una situación de crisis en la que se sigue intentando reconciliar las palabras del Génesis con la existencia de los dinosaurios o en la que los ateístas radicales siguen ridiculizando las Escrituras porque éstas no consiguen parecerse a un libro científico.
Para escapar de este debate sin sentido, Armstrong aconseja a los ateos que reconozcan que el teísmo no rivaliza con las teorías científicas, y que las enseñanzas religiosas no pueden comprenderse por medio de juicios sobre su verdad o su falsedad, sino sólo si son traducidas a acciones éticas o a rituales.
Los creyentes, por su parte, han de recuperar la sabiduría de sus antepasados, aquéllos que comprendieron que la verdad revelada era simbólica, y que las Escrituras no pueden interpretarse de manera literal.
Asimismo, deben saber que “la revelación no fue un hecho que sucedió una vez, en el pasado distante, sino que es un proceso actual, creativo, que requiere de la ingenuidad humana”.
Cierto es que los dogmas soportan las prácticas religiosas, y viceversa. Pero la autora señala que es posible ganar cierta destreza religiosa, sin necesidad de creer que todos los dogmas de las religiones son literalmente verdad.
Además, el literalismo de dichos dogmas puede ser llevado demasiado lejos, y actualmente debe coexistir con formas de fe más míticas, más místicas y más filosóficas, afirma Armstrong en “The Case for God”.