¿Qué significado puede tener el concepto de “libertad” para la neurociencia? ¿De qué manera es necesario reinterpretar las nociones tradicionalmente albergadas por la filosofía en torno a la libertad para armonizarlas con los hallazgos neurocientíficos y con la visión del mundo que de ellos dimana?
El problema de la libertad es inseparable de un correcto entendimiento de la relación entre el cerebro y la mente. Es precisamente en este punto, donde afloran las dificultades más profundas para comprender la libertad fuera de un marco dualista.
Si nos convencemos de que la mente no existe hipostasiada como sustancia independiente de la materia, sino que constituye un pináculo de complejidad en las sendas evolutivas atravesadas por un determinado tipo de organismos biológicos, la naturaleza de la libertad deberá abordarse desde una perspectiva acorde con la finitud intrínseca a la condición humana.
Además, la teoría de la evolución de las especies nos proporciona el marco conceptual y panorámico para encuadrar la mente humana en el seno de las fuerzas de la naturaleza viva. Si la especie humana ha surgido evolutivamente, ¿quién osaría hoy desligar el desarrollo de las capacidades mentales del hombre de este complejo sendero histórico?
Mente y cerebro
La conciencia de una asimetría inocultable entre las esferas de la materia y de la mente ha alimentado la reflexión filosófica desde sus albores más lejanos. Casi todos los grandes filósofos se han visto obligados a efectuar distinciones que, en último término, remitían a una dualidad fundamental entre el mundo de la materia, de la naturaleza, de lo tangible, de lo sensible, de lo empírico, y ese arcano cosmos circunscrito a la mente, a las ideas, a las intuiciones, a los propósitos, al “yo”.
Numerosas escuelas filosóficas de la Antigüedad consagraron la mente, el espíritu, el alma, como la verdadera realidad, como el principio, de reminiscencias divinas, que subyace a todo cambio y participa de los dones de la eternidad. Otros filósofos, en sintonía con las tesis atomistas de Demócrito y Leucipo, auténticos pioneros de una visión científica del mundo, sospecharon que tras la hipotética inmaterialidad de los actos de la mente humana sólo existían procesos materiales, colisiones de átomos que, por irritación de determinados tejidos del organismo, suscitaban experiencias que hoy denominaríamos “subjetivas”.
La división del pensamiento filosófico en dos grandes tendencias, una de corte espiritualista y otra de tintes materialistas, se remonta así a los orígenes mismos de esta apasionante búsqueda del saber que la cultura occidental heredó de los griegos. Sin embargo, conforme avanzó el conocimiento estrictamente científico del cuerpo humano y colonizó esferas intelectuales antes monopolizadas por la reflexión especulativa, se puso de relieve que el cerebro, esa plástica y gelatinosa masa húmeda custodiada en la cavidad del encéfalo, constituía la sede de las funciones psíquicas más complejas que realiza el hombre.
Si muchas civilizaciones antiguas habían creído que el punto neurálgico de la vida anímica residía en el corazón, la primitiva medicina griega descubrió que era el cerebro el órgano que desempeñaba ese rol tan importante. Los modernos hallazgos neurocientíficos, que encadenan trofeos constantes desde el Renacimiento en su elucidación de los entresijos del sistema nervioso, desvelan hoy los niveles más profundos de organización del cerebro, y paulatinamente desentrañan la interrelación entre sus diferentes regiones para producir objetos psíquicos como pensamientos, deseos y palabras.
Sin embargo, un problema filosófico perdura: ¿cómo opera la mente en el plano material? O, en otras palabras, ¿cómo se unen la mente y el cuerpo? ¿Es legítima esta distinción que ha surcado siglos, tendencias y escuelas en la larga trama de la filosofía? ¿Puede la materia evolucionada genera conciencia? Si sabemos que la mente emana, en último término, de procesos materiales, y hemos constatado que una lesión en ciertas áreas cerebrales (como las de Broca o Wernicke) le prohíbe al sujeto ejecutar de funciones mentales estrechamente ligadas a esas regiones, ¿de qué manera exacta esos mecanismos fisicoquímicos, esas comunicaciones eléctricas y químicas entre neuronas, dan lugar a percepciones subjetivas?
Puedo examinar meticulosamente el cerebro; armado con un bisturí, puedo diseccionar sus capas y, mediante ingeniosos métodos de tinción, llegar, como Ramón y Cajal, hasta las células nerviosas, hasta las neuronas; puedo reconstruir la maquinaria cerebral y estudiar con un perfeccionismo cada vez más asombroso cómo el cerebro aprehende los estímulos sensoriales que recibe y los procesa con una finura superior a los computadores más potentes diseñados por el hombre; puedo, gracias a las técnicas de neuroimagen, elucidar qué regiones del cerebro se activan cuando el sujeto piensa, desea o siente…
El elenco de posibilidades que ofrece la moderna ciencia del cerebro es conmovedor, pero la pregunta sigue en pie: ¿puedo penetrar en la mente de otro sujeto? ¿Puedo yo sentir lo que siente? ¿Puedo palpar las emociones que se ciernen sobre su subjetividad cuando, por ejemplo, contempla el color azul? ¿Qué es el azul? ¿Cómo definirlo sin apelar a valoraciones subjetivas? ¿Cómo puedo propiciar que alguien entienda lo que yo digo? ¿Se reduce el acto de comprender a un caudal creciente de estímulos que milagrosamente detonan la magia de la asimilación intelectual? Puedo percatarme de que las áreas del cerebro se han especializado en la realización de determinadas tareas, pero ¿me atreveré a sostener, por ejemplo, que cuando una persona escoge leer un libro, es una región concreta la responsable de tomar esta decisión? ¿Existe entonces un “yo”, un polo subjetivo, libre, capaz de autodeterminarse más allá de la interminable cascada de estímulos sensoriales que asaltan su mente?
Una cuestión todavía abierta
En los interrogantes que acabamos de reseñar se perfila una cuestión que aún hoy permanece abierta, aunque los extraordinarios progresos que ha protagonizado la investigación científica sobre el cerebro alimenten la esperanza de una resolución futura, quizás muy próxima. Además, la teoría de la evolución de las especies nos proporciona el marco conceptual y panorámico para encuadrar la mente humana en el seno de las fuerzas de la naturaleza viva.
Si la especie humana ha surgido evolutivamente, ¿quién osaría hoy desligar el desarrollo de las capacidades mentales del hombre de este complejo sendero histórico? ¿Por qué admitir que nuestra forma corporal nace en virtud de millones de años de lenta evolución, no siempre ascendente, sometida a toda clase de altibajos, de inmisericordes catástrofes naturales y de intempestivas variaciones genéticas, mientras que nuestra mente proviene de un universo suprasensible cuyas únicas noticias nos llegan a través de nuestras propias intuiciones psicológicas?
No conviene olvidar, en todo caso, que la evolución explica el origen, no necesariamente el modo como ahora funciona esa capacidad eclosionada gracias a millones de años de alteraciones genéticas y selecciones naturales. Sostener lo contrario significaría incurrir en una versión de la falacia genética: la creencia engañosa de que esclarecer el origen de cualquier objeto (ideal o material) implica descifrar su estatus presente y elucidar su valor de verdad.
Puedo descubrir cómo gestó la imaginación humana el concepto de una divinidad, motivada por temores, esperanzas o aspiraciones, pero este hallazgo no resolverá el problema de su verdad, no despejará la incógnita de si realmente existe Dios. Puedo trazar los finísimos pormenores de la historia del teorema de Pitágoras, e incluso percatarme de que, con anterioridad a los griegos, otras culturas (egipcia, babilonia…) gozaban de cierto grado de familiaridad con este importante enunciado geométrico, pero semejante esfuerzo no dirimirá el interrogante sobre la verdad o falsedad del teorema de Pitágoras.
Sin embargo, y más allá de este matiz impostergable, si somos coherentes con el cuadro que pincela la teoría de la evolución, el hombre no puede disponer de una prerrogativa que exonere ciertas habilidades que él posee de la obediencia a las leyes del universo. Como una unidad, como especie biológica dueña de unas facultades mentales verdaderamente sublimes, pero animal, al fin y al cabo, cuyas estructuras materiales y cuyas funciones biológicas básicas guardan una profundísima relación con el resto de los mamíferos, el hombre responde a las mismas leyes físicas, químicas y biológicas que imperan sobre las demás criaturas.
El vigor de la mente, sus virtualidades más desconcertantes y embriagadoras, tiene que explicarse desde los cánones que la ciencia descubre en el acontecer de la naturaleza. Ninguna estrella, por lejana, vive eximida de cumplir las leyes de la termodinámica que el hombre ha desentrañado con un esfuerzo admirable. Atribuir a la mente una autonomía causal, un fuero que nos impediría estudiarla objetivamente y relegaría nuestras indagaciones a la esfera de la pura subjetividad, entraría en contradicción con la visión científica del mundo. Pero exponer las líneas maestras del problema y la ventana a su solución no conculca una evidencia: cuando nos disponemos a examinar los detalles, el misterio exhibe una complejidad extrema.
Aunque la mente, como actividad de un órgano biológico, tiene que haber experimentado el mismo proceso de desarrollo evolutivo que moldea otras estructuras humanas, en cuanto pretendemos despejar la incógnita de su funcionamiento, los interrogantes arrecian, y sería iluso minimizar su hondura.
En cualquier caso, el problema mente-cerebro se enfrenta a dificultades insalvables si nos adherimos a una concepción dualista, como la defendida por Descartes en su célebre distinción entre la res cogitans (la cosa pensante, el alma, el espíritu, esa instancia inmaterial, irreducible, infinitésimamente inasible que aletearía en regiones recónditas del cerebro) y la res extensa (la materia).
Para el filósofo francés, lo inextenso, la mente, excede de manera inconmensurable toda potencia natural, incluso la que revelan sentidos como la vista y el tacto. Pero un pensamiento, un deseo, una intención, una especie de imagen etérea y no siempre fácilmente vinculable a algo tangible, ¿cómo puede ordenarle al cuerpo que realice una determinada acción? Si es en el alma donde reside la libertad, y el cuerpo constituye un mero ejecutor que obedece ciegamente a ese piloto invisible (caricaturizado por Gilbert Ryle como “el fantasma dentro de la máquina”) [1] tendrá que ofrecerse una explicación adecuada de cómo es posible que un ente inmaterial determine el funcionamiento de una realidad material, objetivo que el dualismo no ha logrado cumplir.
El problema de la libertad es inseparable de un correcto entendimiento de la relación entre el cerebro y la mente. Es precisamente en este punto, donde afloran las dificultades más profundas para comprender la libertad fuera de un marco dualista.
Si nos convencemos de que la mente no existe hipostasiada como sustancia independiente de la materia, sino que constituye un pináculo de complejidad en las sendas evolutivas atravesadas por un determinado tipo de organismos biológicos, la naturaleza de la libertad deberá abordarse desde una perspectiva acorde con la finitud intrínseca a la condición humana.
Además, la teoría de la evolución de las especies nos proporciona el marco conceptual y panorámico para encuadrar la mente humana en el seno de las fuerzas de la naturaleza viva. Si la especie humana ha surgido evolutivamente, ¿quién osaría hoy desligar el desarrollo de las capacidades mentales del hombre de este complejo sendero histórico?
Mente y cerebro
La conciencia de una asimetría inocultable entre las esferas de la materia y de la mente ha alimentado la reflexión filosófica desde sus albores más lejanos. Casi todos los grandes filósofos se han visto obligados a efectuar distinciones que, en último término, remitían a una dualidad fundamental entre el mundo de la materia, de la naturaleza, de lo tangible, de lo sensible, de lo empírico, y ese arcano cosmos circunscrito a la mente, a las ideas, a las intuiciones, a los propósitos, al “yo”.
Numerosas escuelas filosóficas de la Antigüedad consagraron la mente, el espíritu, el alma, como la verdadera realidad, como el principio, de reminiscencias divinas, que subyace a todo cambio y participa de los dones de la eternidad. Otros filósofos, en sintonía con las tesis atomistas de Demócrito y Leucipo, auténticos pioneros de una visión científica del mundo, sospecharon que tras la hipotética inmaterialidad de los actos de la mente humana sólo existían procesos materiales, colisiones de átomos que, por irritación de determinados tejidos del organismo, suscitaban experiencias que hoy denominaríamos “subjetivas”.
La división del pensamiento filosófico en dos grandes tendencias, una de corte espiritualista y otra de tintes materialistas, se remonta así a los orígenes mismos de esta apasionante búsqueda del saber que la cultura occidental heredó de los griegos. Sin embargo, conforme avanzó el conocimiento estrictamente científico del cuerpo humano y colonizó esferas intelectuales antes monopolizadas por la reflexión especulativa, se puso de relieve que el cerebro, esa plástica y gelatinosa masa húmeda custodiada en la cavidad del encéfalo, constituía la sede de las funciones psíquicas más complejas que realiza el hombre.
Si muchas civilizaciones antiguas habían creído que el punto neurálgico de la vida anímica residía en el corazón, la primitiva medicina griega descubrió que era el cerebro el órgano que desempeñaba ese rol tan importante. Los modernos hallazgos neurocientíficos, que encadenan trofeos constantes desde el Renacimiento en su elucidación de los entresijos del sistema nervioso, desvelan hoy los niveles más profundos de organización del cerebro, y paulatinamente desentrañan la interrelación entre sus diferentes regiones para producir objetos psíquicos como pensamientos, deseos y palabras.
Sin embargo, un problema filosófico perdura: ¿cómo opera la mente en el plano material? O, en otras palabras, ¿cómo se unen la mente y el cuerpo? ¿Es legítima esta distinción que ha surcado siglos, tendencias y escuelas en la larga trama de la filosofía? ¿Puede la materia evolucionada genera conciencia? Si sabemos que la mente emana, en último término, de procesos materiales, y hemos constatado que una lesión en ciertas áreas cerebrales (como las de Broca o Wernicke) le prohíbe al sujeto ejecutar de funciones mentales estrechamente ligadas a esas regiones, ¿de qué manera exacta esos mecanismos fisicoquímicos, esas comunicaciones eléctricas y químicas entre neuronas, dan lugar a percepciones subjetivas?
Puedo examinar meticulosamente el cerebro; armado con un bisturí, puedo diseccionar sus capas y, mediante ingeniosos métodos de tinción, llegar, como Ramón y Cajal, hasta las células nerviosas, hasta las neuronas; puedo reconstruir la maquinaria cerebral y estudiar con un perfeccionismo cada vez más asombroso cómo el cerebro aprehende los estímulos sensoriales que recibe y los procesa con una finura superior a los computadores más potentes diseñados por el hombre; puedo, gracias a las técnicas de neuroimagen, elucidar qué regiones del cerebro se activan cuando el sujeto piensa, desea o siente…
El elenco de posibilidades que ofrece la moderna ciencia del cerebro es conmovedor, pero la pregunta sigue en pie: ¿puedo penetrar en la mente de otro sujeto? ¿Puedo yo sentir lo que siente? ¿Puedo palpar las emociones que se ciernen sobre su subjetividad cuando, por ejemplo, contempla el color azul? ¿Qué es el azul? ¿Cómo definirlo sin apelar a valoraciones subjetivas? ¿Cómo puedo propiciar que alguien entienda lo que yo digo? ¿Se reduce el acto de comprender a un caudal creciente de estímulos que milagrosamente detonan la magia de la asimilación intelectual? Puedo percatarme de que las áreas del cerebro se han especializado en la realización de determinadas tareas, pero ¿me atreveré a sostener, por ejemplo, que cuando una persona escoge leer un libro, es una región concreta la responsable de tomar esta decisión? ¿Existe entonces un “yo”, un polo subjetivo, libre, capaz de autodeterminarse más allá de la interminable cascada de estímulos sensoriales que asaltan su mente?
Una cuestión todavía abierta
En los interrogantes que acabamos de reseñar se perfila una cuestión que aún hoy permanece abierta, aunque los extraordinarios progresos que ha protagonizado la investigación científica sobre el cerebro alimenten la esperanza de una resolución futura, quizás muy próxima. Además, la teoría de la evolución de las especies nos proporciona el marco conceptual y panorámico para encuadrar la mente humana en el seno de las fuerzas de la naturaleza viva.
Si la especie humana ha surgido evolutivamente, ¿quién osaría hoy desligar el desarrollo de las capacidades mentales del hombre de este complejo sendero histórico? ¿Por qué admitir que nuestra forma corporal nace en virtud de millones de años de lenta evolución, no siempre ascendente, sometida a toda clase de altibajos, de inmisericordes catástrofes naturales y de intempestivas variaciones genéticas, mientras que nuestra mente proviene de un universo suprasensible cuyas únicas noticias nos llegan a través de nuestras propias intuiciones psicológicas?
No conviene olvidar, en todo caso, que la evolución explica el origen, no necesariamente el modo como ahora funciona esa capacidad eclosionada gracias a millones de años de alteraciones genéticas y selecciones naturales. Sostener lo contrario significaría incurrir en una versión de la falacia genética: la creencia engañosa de que esclarecer el origen de cualquier objeto (ideal o material) implica descifrar su estatus presente y elucidar su valor de verdad.
Puedo descubrir cómo gestó la imaginación humana el concepto de una divinidad, motivada por temores, esperanzas o aspiraciones, pero este hallazgo no resolverá el problema de su verdad, no despejará la incógnita de si realmente existe Dios. Puedo trazar los finísimos pormenores de la historia del teorema de Pitágoras, e incluso percatarme de que, con anterioridad a los griegos, otras culturas (egipcia, babilonia…) gozaban de cierto grado de familiaridad con este importante enunciado geométrico, pero semejante esfuerzo no dirimirá el interrogante sobre la verdad o falsedad del teorema de Pitágoras.
Sin embargo, y más allá de este matiz impostergable, si somos coherentes con el cuadro que pincela la teoría de la evolución, el hombre no puede disponer de una prerrogativa que exonere ciertas habilidades que él posee de la obediencia a las leyes del universo. Como una unidad, como especie biológica dueña de unas facultades mentales verdaderamente sublimes, pero animal, al fin y al cabo, cuyas estructuras materiales y cuyas funciones biológicas básicas guardan una profundísima relación con el resto de los mamíferos, el hombre responde a las mismas leyes físicas, químicas y biológicas que imperan sobre las demás criaturas.
El vigor de la mente, sus virtualidades más desconcertantes y embriagadoras, tiene que explicarse desde los cánones que la ciencia descubre en el acontecer de la naturaleza. Ninguna estrella, por lejana, vive eximida de cumplir las leyes de la termodinámica que el hombre ha desentrañado con un esfuerzo admirable. Atribuir a la mente una autonomía causal, un fuero que nos impediría estudiarla objetivamente y relegaría nuestras indagaciones a la esfera de la pura subjetividad, entraría en contradicción con la visión científica del mundo. Pero exponer las líneas maestras del problema y la ventana a su solución no conculca una evidencia: cuando nos disponemos a examinar los detalles, el misterio exhibe una complejidad extrema.
Aunque la mente, como actividad de un órgano biológico, tiene que haber experimentado el mismo proceso de desarrollo evolutivo que moldea otras estructuras humanas, en cuanto pretendemos despejar la incógnita de su funcionamiento, los interrogantes arrecian, y sería iluso minimizar su hondura.
En cualquier caso, el problema mente-cerebro se enfrenta a dificultades insalvables si nos adherimos a una concepción dualista, como la defendida por Descartes en su célebre distinción entre la res cogitans (la cosa pensante, el alma, el espíritu, esa instancia inmaterial, irreducible, infinitésimamente inasible que aletearía en regiones recónditas del cerebro) y la res extensa (la materia).
Para el filósofo francés, lo inextenso, la mente, excede de manera inconmensurable toda potencia natural, incluso la que revelan sentidos como la vista y el tacto. Pero un pensamiento, un deseo, una intención, una especie de imagen etérea y no siempre fácilmente vinculable a algo tangible, ¿cómo puede ordenarle al cuerpo que realice una determinada acción? Si es en el alma donde reside la libertad, y el cuerpo constituye un mero ejecutor que obedece ciegamente a ese piloto invisible (caricaturizado por Gilbert Ryle como “el fantasma dentro de la máquina”) [1] tendrá que ofrecerse una explicación adecuada de cómo es posible que un ente inmaterial determine el funcionamiento de una realidad material, objetivo que el dualismo no ha logrado cumplir.
Un concepto plausible de libertad
En toda discusión sobre el libre albedrío, la alusión al experimento de Libet es obligada. El estadounidense Benjamin Libet fue pionero en el estudio científico de la conciencia. En 1965, los alemanes Hans Helmut Kornhuber y Lüder Deecke descubrieron el denominado “potencial de disposición” (Bereitschaftspotential en alemán, readiness potential en inglés), alteración eléctrica en algunas regiones del cerebro que antecede a la realización de una tarea concreta.
Este umbral anticipatorio de la decisión futura suscitaba numerosos interrogantes neurocientíficos y filosóficos, por ejemplo su nexo con la conciencia: ¿es el sujeto consciente antes de tomar una decisión, o su conciencia le adviene con posterioridad, de manera que la elección se desarrolla por cauces inconscientes y sólo después se asimila conscientemente? ¿En qué momento, en definitiva, surge la intención del sujeto que le hace decantarse por una posibilidad u otra?
Podemos percatarnos de la relevancia de esta pregunta, porque incide en el núcleo del problema de la libertad: si yo no soy consciente de mis decisiones, no es legítimo que me considere libre; el conjunto de mis acciones, la trama de mi vida, el producto más egregio de mi subjetividad, será entonces el fruto de procesos inconscientes sobre los que no poseo un control definido. No será mi arbitrio, sino el de fuerzas ajenas a mí el que rija mis destinos.
En los años ’70, Libet diseñó un ingenioso experimento para medir la génesis de ese potencial de disposición. Si existe la conciencia, debe haber una demora entre la toma de la decisión y su ejecución física, motora. A los sujetos involucrados en el experimento se les pedía que moviesen la muñeca y que indicasen, en un reloj, el instante en que habían optado por ejecutar esa acción motora. El experimento satisfacía las más altas exigencias de control y precisión, pues a los participantes también se les había examinado sin llevar a cabo movimientos voluntarios pero sometidos a tenues estímulos en una de sus manos.
Un electroencefalograma, cuyo electrodo se ubicaba sobre las cortezas motora y premotora del hemisferio cerebral opuesto a la mano accionada, registraba las señales eléctricas neuronales; un electromiograma detectaba los músculos activados durante el desempeño de esa tarea. Se comprobó que el potencial de disposición se alcanzaba aproximadamente 550 milisegundos antes de activarse el músculo. La conciencia de albergar una intención se manifestaba unos 200 milisegundos antes del movimiento del músculo [2].
Incluso si tenemos en cuenta los errores de medida, el experimento de Libet muestra que el proceso de toma de decisiones comienza antes de que seamos conscientes de haberlo iniciado: en una fracción de segundo previa a mi conciencia del deseo de ejecutar este u otro movimiento, algo ha sucedido ya en mi cerebro; una señal se ha activado sin mi aparente aquiescencia.
Para autores como Patricia Churchland, el experimento de Libet ha puesto de relieve que la toma de decisiones se realiza con anterioridad a que el sujeto adquiera conciencia de su elección específica [3]. Cabe, sin duda, interpretarlo como una negación del libre albedrío, pero también cunde la sospecha de que la demora detectada únicamente se refiere al tiempo que el sujeto tarda en verbalizar su decisión: nuestro cerebro no puede atrapar el tiempo que media entre la articulación lingüística de su percepción y la conciencia real de querer una cosa [4].
En cualquier caso, y más allá de las interminables discusiones hermenéuticas sobre las conclusiones que hemos de extraer del experimento de Libet, lo cierto es que la ciencia ha atesorado evidencias incontestables de que muchas acciones relevantes para la vida del individuo pertenecen a la esfera de lo inconsciente.
Podría ocurrir que la decisión inconsciente se escogiese de antemano y luego se asumiera conscientemente. Las aportaciones de Freud son, a estos efectos, esenciales, y aunque la investigación contemporánea en el ámbito de las neurociencias se sienta liberada de muchos postulados psicoanalíticos inverificables, desde que Freud destronara la conciencia del pedestal hierático al que la habían elevado filósofos como Descartes y Kant, todo análisis sobre la conciencia humana debe conjugarse con el examen de su inconsciente.
El estudio de lo inconsciente puede ahora conducirse desde una perspectiva estrictamente neurobiológica, y muchas de las intuiciones alumbradas por Freud y expresadas con brillantez en sus escritos más influyentes quizás encuentren acomodo en el marco neurocientífico del futuro, tal y como ha señalado Eric Kandel, galardonado con el premio Nobel de medicina por sus investigaciones en torno a las bases neurobiológicas de la memoria y el aprendizaje [5].
Perfiles filosóficos del concepto de libertad
No hemos de olvidar que las discusiones sobre la relación entre la materia y el espíritu se han visto muchas veces contaminadas por el espectro de una falacia de tintes dualistas: la de atribuir a cualquier facultad elevada de la mente características que, en la práctica, la identifican con las propiedades de un ser divino. Por ejemplo, en numerosas ocasiones, al hablar de "libertad", muchos filósofos se han adherido -velada o explícitamente- a una idea de reminiscencias deíficas.
La rígida contraposición kantiana entre naturaleza y libertad en realidad remitía a la diferencia entre el mundo y un Dios trascendente, dotado de omnipotencia y omnisciencia. Ese poder absoluto, que el metafísico debería circunscribir a Dios, lo extrapola a todo bípedo implume que camina sobre la faz de esta anécdota cósmica que es nuestro planeta, elevada a semejante privilegio filosófico por el simple hecho de que en su seno hayan despuntado las semillas de la vida y del pensamiento. Llega a creer que en la frágil libertad del hombre resuenan los ecos de la auténtica e irrestricta libertad, cuando sólo un ser infinito podría ostentarla.
Las argucias cuasi sofísticas que impregnan muchas de estas discusiones emergen con nitidez, pues nunca soy absolutamente libre. La libertad entraña un límite cognoscitivo, una asíntota hacia una supuesta autonomía divina que sí cabría calificar de verdaderamente libre, pues podría autodeterminarse ante cualquier estímulo, podría exonerarse del cumplimiento de las leyes de la naturaleza y en ningún momento se encontraría condicionada por el pasado, el presente y el futuro.
Sin embargo, el hombre no es libre en el sentido metafísico, "absoluto". No es un Dios encerrado en un cuerpo perecedero, en cuya interioridad sí subsiste una libertad verdadera, enclaustrada, eso sí, en una cárcel de materia que le impide desplegar la totalidad de sus virtualidades. No ha caído de ningún carro alado que surque cielos de perfección.
La pujanza del imaginario órfico-pitagórico y platónico es enormemente tentadora. Como me juzgo dueño de mí mismo y de mis actos mentales, creo que ese poder sobre mí mismo goza de una realidad tan vigorosa que me desata de las cadenas de la necesidad natural. Pero nunca soy absolutamente libre. No soy libre en la acepción metafísica que tantas dificultades ha generado. Ni siquiera podría entender el significado de la expresión "libertad absoluta", esto es, la idea de una indeterminación absoluta que me facultara para escoger arbitrariamente cualquier cosa y en cualquier instante.
Las constricciones espacio-temporales, así como la propia imposibilidad de comprender nociones como "infinito" e "ilimitado", meras extrapolaciones que efectúa la mente humana pero en torno a las que siempre navega en mares de oscuridad e ignorancia, deberían hacernos sospechar que la noción de un "sujeto libre", opuesto a la naturaleza pero enigmáticamente dependiente de ella en todos sus resortes, nace de la propia mente, y carece de correlato real.
No tenemos evidencia alguna de lo infinito. Una esfera es epistemológicamente infinita: puedo recorrerla infinitamente, aunque no sea materialmente –ontológicamente- infinita. No consta de una infinitud de materia. Sólo mediante el pensamiento (que no es infinito, pues jamás se prolonga infinitamente en el tiempo) camino irrestrictamente sobre su superficie sin toparme nunca con un confín.
Si por "infinito" convenimos en designar lo que desborda todo límite, de inmediato nos percataremos de que esta noción consiste en una imagen evanescente, inspirada en las entidades finitas que capta el hombre.
Como siempre puedo imaginar un "más", un objeto ulterior, extiendo esta habilidad a la realidad y, antropomorfizándola, llego a creer que ese arcano infinito concebido por la mente existe en la realidad. Sin embargo, imagino un "más" porque, en el transcurso de una vida, siempre puedo figurarme ese espacio que rebasa toda frontera dada, pero si no existiera el hombre, ¿cómo podría saber que existe lo infinito? ¿No es más verosímil conjeturar que nociones como las de infinito, vacío y negación emergen de la actividad creadora de la mente, mas no subsisten por sí solas en una especie de mundo platónico de ideas?
Las impenetrables ambigüedades de éstas y de otras categorías, útiles, ciertamente, en los dominios de la lógica y de la matemática, pero fuentes de perplejidad y desconcierto cuando las aplicamos al cosmos físico, deberían sembrar en nosotros un recelo fecundo ante su supuesta realidad metafísica, porque siempre que nos afanamos en diseccionar los entresijos que esconden estas ideas, nos topamos con dificultades insolubles. Como ponen de relieve las paradojas de Zenón de Elea, todo, incluso la porción más minúscula de la materia, es susceptible de considerarse infinito.
Claro, potencialmente infinito, como adujo Aristóteles, pero la palabra "potencial" es un artificio de la mente, una concesión a la psicología humana. En la naturaleza sólo veo realidades, "actualidades" que fluyen en el espacio y en el tiempo. Es la mente, incapaz de percibir el cuadro completo del universo, desprovista de una inteligencia suprema que agote detalles y totalidades, la que requiere de esas construcciones conceptuales para representarse lo que en el mundo siempre constituye un acto sumido en el espacio y en el tiempo.
Libertad en el marco de constricciones naturales
En definitiva, nunca soy absolutamente libre, por lo que la noción de libertad heredada de las grandes tradiciones filosóficas flaquea irremisiblemente. El conjunto de mis elecciones discurre siempre entre opciones de probabilidad disímil, pero equipotenciales en términos físicos: podría escoger cualquiera de ellas sin violar los principios fundamentales de la termodinámica, como el de conservación de la energía [6]. No me impongo entonces sobre el mundo. No decreto un acontecer de la naturaleza que conculque las leyes más profundas descifradas por la ciencia.
Condicionado por estímulos y memorias, por una biografía, por una genética, por un entorno, por una emotividad insoslayable, por un aprendizaje que ha modelado, en gran medida, mi visión del mundo (aunque nunca de manera irreversible, pues siempre puedo modificar mis opiniones y cribarlas con el filtro de la racionalidad), decido hacer esto o aquello, opto por tal o cual objeto, emprendo una u otra tarea.
Para la naturaleza es indiferente qué elección asuma: todas son equipotenciales energéticamente, por todas podrían deslizarse los senderos del mundo sin violentar las leyes de la física y de la química.
De hecho, puedo imaginar una quiebra en el seno de esas leyes, pero sólo porque las parcelas de mi fantasía operan mediante imágenes fácilmente yuxtapuestas, accesibles a toda clase de combinaciones (aunque también proliferen los impedimentos lógicos, pues no puedo imaginar un círculo cuadrado, o cualquier otra idea contradictoria).
Soy libre, por tanto, dentro de las constricciones que permite la naturaleza: es una libertad que, dada su finitud, no es una auténtica libertad metafísica, y no presenta mayores problemas para el entendimiento científico. Mis elecciones, más allá de sus condicionamientos, no nacen entonces de un sujeto libre, desasido del mundo, que en cada momento promulga las direcciones por las que ha de transitar la naturaleza, sino de un cerebro capaz de sincronizar las actividades de múltiples regiones, jerárquicamente organizadas y en constante retroalimentación.
El cerebro, sede de la subjetividad (sobre todo el córtex prefrontal, como advirtió lúcidamente Sir Charles Sherrington) [7], jamás vive aislado del mundo. No se enfrenta al mundo: es parte del mundo, una cúspide de complejidad evolutiva, pero un elemento del mundo.
Todas las evidencias científicas apuntan a un hecho: quien decide es la corteza prefrontal retroalimentada por percepciones y memorias [8]. En ningún instante se detiene la gigantesca maquinaria del mundo y de la vida como para verme legitimado a sostener que el yo se enfrenta al mundo: el yo es mundo, es una síntesis conceptual que la mente humana elabora para aislar sus notas específicas de otras propiedades que también integran el funcionamiento del mundo.
El sujeto consciente puede pugnar contra el mundo y enajenarse de la naturaleza, pero sólo en el seno de su imaginación. Como no se produce una paralización física del mundo, del espacio y del tiempo, no cabe apelar a una instancia subjetiva que realmente tome decisiones. Incluso en las elecciones más meditadas, allí donde la reflexividad brilla con una luz más pura y exuberante y crece la impresión de que podemos despojarnos de las sujeciones mundanas, cuando las analizamos con mayor cautela, advertimos que nunca desembocan en una alternativa binaria irreducible, como si nada de lo que he escogido hundiera sus raíces en el acontecer del mundo.
En toda discusión sobre el libre albedrío, la alusión al experimento de Libet es obligada. El estadounidense Benjamin Libet fue pionero en el estudio científico de la conciencia. En 1965, los alemanes Hans Helmut Kornhuber y Lüder Deecke descubrieron el denominado “potencial de disposición” (Bereitschaftspotential en alemán, readiness potential en inglés), alteración eléctrica en algunas regiones del cerebro que antecede a la realización de una tarea concreta.
Este umbral anticipatorio de la decisión futura suscitaba numerosos interrogantes neurocientíficos y filosóficos, por ejemplo su nexo con la conciencia: ¿es el sujeto consciente antes de tomar una decisión, o su conciencia le adviene con posterioridad, de manera que la elección se desarrolla por cauces inconscientes y sólo después se asimila conscientemente? ¿En qué momento, en definitiva, surge la intención del sujeto que le hace decantarse por una posibilidad u otra?
Podemos percatarnos de la relevancia de esta pregunta, porque incide en el núcleo del problema de la libertad: si yo no soy consciente de mis decisiones, no es legítimo que me considere libre; el conjunto de mis acciones, la trama de mi vida, el producto más egregio de mi subjetividad, será entonces el fruto de procesos inconscientes sobre los que no poseo un control definido. No será mi arbitrio, sino el de fuerzas ajenas a mí el que rija mis destinos.
En los años ’70, Libet diseñó un ingenioso experimento para medir la génesis de ese potencial de disposición. Si existe la conciencia, debe haber una demora entre la toma de la decisión y su ejecución física, motora. A los sujetos involucrados en el experimento se les pedía que moviesen la muñeca y que indicasen, en un reloj, el instante en que habían optado por ejecutar esa acción motora. El experimento satisfacía las más altas exigencias de control y precisión, pues a los participantes también se les había examinado sin llevar a cabo movimientos voluntarios pero sometidos a tenues estímulos en una de sus manos.
Un electroencefalograma, cuyo electrodo se ubicaba sobre las cortezas motora y premotora del hemisferio cerebral opuesto a la mano accionada, registraba las señales eléctricas neuronales; un electromiograma detectaba los músculos activados durante el desempeño de esa tarea. Se comprobó que el potencial de disposición se alcanzaba aproximadamente 550 milisegundos antes de activarse el músculo. La conciencia de albergar una intención se manifestaba unos 200 milisegundos antes del movimiento del músculo [2].
Incluso si tenemos en cuenta los errores de medida, el experimento de Libet muestra que el proceso de toma de decisiones comienza antes de que seamos conscientes de haberlo iniciado: en una fracción de segundo previa a mi conciencia del deseo de ejecutar este u otro movimiento, algo ha sucedido ya en mi cerebro; una señal se ha activado sin mi aparente aquiescencia.
Para autores como Patricia Churchland, el experimento de Libet ha puesto de relieve que la toma de decisiones se realiza con anterioridad a que el sujeto adquiera conciencia de su elección específica [3]. Cabe, sin duda, interpretarlo como una negación del libre albedrío, pero también cunde la sospecha de que la demora detectada únicamente se refiere al tiempo que el sujeto tarda en verbalizar su decisión: nuestro cerebro no puede atrapar el tiempo que media entre la articulación lingüística de su percepción y la conciencia real de querer una cosa [4].
En cualquier caso, y más allá de las interminables discusiones hermenéuticas sobre las conclusiones que hemos de extraer del experimento de Libet, lo cierto es que la ciencia ha atesorado evidencias incontestables de que muchas acciones relevantes para la vida del individuo pertenecen a la esfera de lo inconsciente.
Podría ocurrir que la decisión inconsciente se escogiese de antemano y luego se asumiera conscientemente. Las aportaciones de Freud son, a estos efectos, esenciales, y aunque la investigación contemporánea en el ámbito de las neurociencias se sienta liberada de muchos postulados psicoanalíticos inverificables, desde que Freud destronara la conciencia del pedestal hierático al que la habían elevado filósofos como Descartes y Kant, todo análisis sobre la conciencia humana debe conjugarse con el examen de su inconsciente.
El estudio de lo inconsciente puede ahora conducirse desde una perspectiva estrictamente neurobiológica, y muchas de las intuiciones alumbradas por Freud y expresadas con brillantez en sus escritos más influyentes quizás encuentren acomodo en el marco neurocientífico del futuro, tal y como ha señalado Eric Kandel, galardonado con el premio Nobel de medicina por sus investigaciones en torno a las bases neurobiológicas de la memoria y el aprendizaje [5].
Perfiles filosóficos del concepto de libertad
No hemos de olvidar que las discusiones sobre la relación entre la materia y el espíritu se han visto muchas veces contaminadas por el espectro de una falacia de tintes dualistas: la de atribuir a cualquier facultad elevada de la mente características que, en la práctica, la identifican con las propiedades de un ser divino. Por ejemplo, en numerosas ocasiones, al hablar de "libertad", muchos filósofos se han adherido -velada o explícitamente- a una idea de reminiscencias deíficas.
La rígida contraposición kantiana entre naturaleza y libertad en realidad remitía a la diferencia entre el mundo y un Dios trascendente, dotado de omnipotencia y omnisciencia. Ese poder absoluto, que el metafísico debería circunscribir a Dios, lo extrapola a todo bípedo implume que camina sobre la faz de esta anécdota cósmica que es nuestro planeta, elevada a semejante privilegio filosófico por el simple hecho de que en su seno hayan despuntado las semillas de la vida y del pensamiento. Llega a creer que en la frágil libertad del hombre resuenan los ecos de la auténtica e irrestricta libertad, cuando sólo un ser infinito podría ostentarla.
Las argucias cuasi sofísticas que impregnan muchas de estas discusiones emergen con nitidez, pues nunca soy absolutamente libre. La libertad entraña un límite cognoscitivo, una asíntota hacia una supuesta autonomía divina que sí cabría calificar de verdaderamente libre, pues podría autodeterminarse ante cualquier estímulo, podría exonerarse del cumplimiento de las leyes de la naturaleza y en ningún momento se encontraría condicionada por el pasado, el presente y el futuro.
Sin embargo, el hombre no es libre en el sentido metafísico, "absoluto". No es un Dios encerrado en un cuerpo perecedero, en cuya interioridad sí subsiste una libertad verdadera, enclaustrada, eso sí, en una cárcel de materia que le impide desplegar la totalidad de sus virtualidades. No ha caído de ningún carro alado que surque cielos de perfección.
La pujanza del imaginario órfico-pitagórico y platónico es enormemente tentadora. Como me juzgo dueño de mí mismo y de mis actos mentales, creo que ese poder sobre mí mismo goza de una realidad tan vigorosa que me desata de las cadenas de la necesidad natural. Pero nunca soy absolutamente libre. No soy libre en la acepción metafísica que tantas dificultades ha generado. Ni siquiera podría entender el significado de la expresión "libertad absoluta", esto es, la idea de una indeterminación absoluta que me facultara para escoger arbitrariamente cualquier cosa y en cualquier instante.
Las constricciones espacio-temporales, así como la propia imposibilidad de comprender nociones como "infinito" e "ilimitado", meras extrapolaciones que efectúa la mente humana pero en torno a las que siempre navega en mares de oscuridad e ignorancia, deberían hacernos sospechar que la noción de un "sujeto libre", opuesto a la naturaleza pero enigmáticamente dependiente de ella en todos sus resortes, nace de la propia mente, y carece de correlato real.
No tenemos evidencia alguna de lo infinito. Una esfera es epistemológicamente infinita: puedo recorrerla infinitamente, aunque no sea materialmente –ontológicamente- infinita. No consta de una infinitud de materia. Sólo mediante el pensamiento (que no es infinito, pues jamás se prolonga infinitamente en el tiempo) camino irrestrictamente sobre su superficie sin toparme nunca con un confín.
Si por "infinito" convenimos en designar lo que desborda todo límite, de inmediato nos percataremos de que esta noción consiste en una imagen evanescente, inspirada en las entidades finitas que capta el hombre.
Como siempre puedo imaginar un "más", un objeto ulterior, extiendo esta habilidad a la realidad y, antropomorfizándola, llego a creer que ese arcano infinito concebido por la mente existe en la realidad. Sin embargo, imagino un "más" porque, en el transcurso de una vida, siempre puedo figurarme ese espacio que rebasa toda frontera dada, pero si no existiera el hombre, ¿cómo podría saber que existe lo infinito? ¿No es más verosímil conjeturar que nociones como las de infinito, vacío y negación emergen de la actividad creadora de la mente, mas no subsisten por sí solas en una especie de mundo platónico de ideas?
Las impenetrables ambigüedades de éstas y de otras categorías, útiles, ciertamente, en los dominios de la lógica y de la matemática, pero fuentes de perplejidad y desconcierto cuando las aplicamos al cosmos físico, deberían sembrar en nosotros un recelo fecundo ante su supuesta realidad metafísica, porque siempre que nos afanamos en diseccionar los entresijos que esconden estas ideas, nos topamos con dificultades insolubles. Como ponen de relieve las paradojas de Zenón de Elea, todo, incluso la porción más minúscula de la materia, es susceptible de considerarse infinito.
Claro, potencialmente infinito, como adujo Aristóteles, pero la palabra "potencial" es un artificio de la mente, una concesión a la psicología humana. En la naturaleza sólo veo realidades, "actualidades" que fluyen en el espacio y en el tiempo. Es la mente, incapaz de percibir el cuadro completo del universo, desprovista de una inteligencia suprema que agote detalles y totalidades, la que requiere de esas construcciones conceptuales para representarse lo que en el mundo siempre constituye un acto sumido en el espacio y en el tiempo.
Libertad en el marco de constricciones naturales
En definitiva, nunca soy absolutamente libre, por lo que la noción de libertad heredada de las grandes tradiciones filosóficas flaquea irremisiblemente. El conjunto de mis elecciones discurre siempre entre opciones de probabilidad disímil, pero equipotenciales en términos físicos: podría escoger cualquiera de ellas sin violar los principios fundamentales de la termodinámica, como el de conservación de la energía [6]. No me impongo entonces sobre el mundo. No decreto un acontecer de la naturaleza que conculque las leyes más profundas descifradas por la ciencia.
Condicionado por estímulos y memorias, por una biografía, por una genética, por un entorno, por una emotividad insoslayable, por un aprendizaje que ha modelado, en gran medida, mi visión del mundo (aunque nunca de manera irreversible, pues siempre puedo modificar mis opiniones y cribarlas con el filtro de la racionalidad), decido hacer esto o aquello, opto por tal o cual objeto, emprendo una u otra tarea.
Para la naturaleza es indiferente qué elección asuma: todas son equipotenciales energéticamente, por todas podrían deslizarse los senderos del mundo sin violentar las leyes de la física y de la química.
De hecho, puedo imaginar una quiebra en el seno de esas leyes, pero sólo porque las parcelas de mi fantasía operan mediante imágenes fácilmente yuxtapuestas, accesibles a toda clase de combinaciones (aunque también proliferen los impedimentos lógicos, pues no puedo imaginar un círculo cuadrado, o cualquier otra idea contradictoria).
Soy libre, por tanto, dentro de las constricciones que permite la naturaleza: es una libertad que, dada su finitud, no es una auténtica libertad metafísica, y no presenta mayores problemas para el entendimiento científico. Mis elecciones, más allá de sus condicionamientos, no nacen entonces de un sujeto libre, desasido del mundo, que en cada momento promulga las direcciones por las que ha de transitar la naturaleza, sino de un cerebro capaz de sincronizar las actividades de múltiples regiones, jerárquicamente organizadas y en constante retroalimentación.
El cerebro, sede de la subjetividad (sobre todo el córtex prefrontal, como advirtió lúcidamente Sir Charles Sherrington) [7], jamás vive aislado del mundo. No se enfrenta al mundo: es parte del mundo, una cúspide de complejidad evolutiva, pero un elemento del mundo.
Todas las evidencias científicas apuntan a un hecho: quien decide es la corteza prefrontal retroalimentada por percepciones y memorias [8]. En ningún instante se detiene la gigantesca maquinaria del mundo y de la vida como para verme legitimado a sostener que el yo se enfrenta al mundo: el yo es mundo, es una síntesis conceptual que la mente humana elabora para aislar sus notas específicas de otras propiedades que también integran el funcionamiento del mundo.
El sujeto consciente puede pugnar contra el mundo y enajenarse de la naturaleza, pero sólo en el seno de su imaginación. Como no se produce una paralización física del mundo, del espacio y del tiempo, no cabe apelar a una instancia subjetiva que realmente tome decisiones. Incluso en las elecciones más meditadas, allí donde la reflexividad brilla con una luz más pura y exuberante y crece la impresión de que podemos despojarnos de las sujeciones mundanas, cuando las analizamos con mayor cautela, advertimos que nunca desembocan en una alternativa binaria irreducible, como si nada de lo que he escogido hundiera sus raíces en el acontecer del mundo.
El sujeto que ejerce la libertad
En definitiva, ¿quién toma las decisiones? ¿Un yo hipotético que vaga por cielos inasibles, una estructura concreta de la corteza cerebral, una columna de neuronas, la conjunción de potenciales de acción de distintas neuronas, una neurona individual, una red de neuronas, el cerebro como un todo, la totalidad del cuerpo, la conjunción del organismo y del ambiente…?
De acuerdo con el enfoque que acabamos de desarrollar, parece sensato argüir que el análisis de este problema exige considerar dos factores fundamentales: la cantidad de información acumulada por el sujeto y la naturaleza del estímulo que, por causas próximas o remotas, provoca esa disyuntiva y conduce a la necesidad de escoger, de deliberar, de decidir.
En algunos casos, la respuesta ante el estímulo será inmediata, como en las acciones reflejas, pero la organización jerárquica de la corteza cerebral (que culmina en el neocórtex, verdadero pináculo de la evolución biológica) genera que, según la complejidad del contexto y de la decisión a la que nos enfrentemos, el peso de la elección se desplace a áreas superiores del cerebro, a zonas que se retroalimentan constantemente y controlan el funcionamiento de las regiones encargadas de encarar tareas de menor sofisticación [9].
Pero la decisión concreta, incluso la más ardua y aparentemente impredecible, depende de la información amasada por el sujeto, de la suma de sus experiencias, recuerdos y miscelánea de elecciones previas. No resulta descabellado suponer que el cerebro, ante un dilema cualquiera que requiere de una decisión, se mueve guiado por la información disponible.
En ella se condensan las elecciones previas, las preferencias, los gustos, el modo en que se ha comportado ante situaciones análogas…, de manera que si un estímulo determinado coincide sustancialmente con esos datos ya almacenados, lo más probable es que se produzca un acoplamiento entre el objeto (el mundo, el estímulo, el ambiente…: lo externo) y el sujeto (su mundo interno, las peculiaridades de su psicología), porque sus patrones de información se ajustan armoniosamente.
Así, la decisión final se emitirá automáticamente cuando ambos patrones de información converjan con nitidez. Por supuesto, podrán interferir otras vías según la intensidad del estímulo y cómo afecte a otras dimensiones de la mente, por lo que no es correcto concebir la toma de decisiones como un proceso intrínsecamente determinista.
La mente posee grados de libertad que aumentan según sus propias capacidades internas y la naturaleza de los estímulos que se ciernan sobre ella. Goza, por tanto, de una cierta indeterminación, y su decisión de ejecutar una acción u otra de las permitidas por esos grados de libertad (una especie de estados degenerados y equipotenciales, pues decantarse por uno u otro no viola leyes fundamentales de la naturaleza, como el principio de conservación de la energía) obedece más bien al hecho de que la información suministrada por el estímulo se ensamble oportunamente con los datos ya presentes en el cerebro, referidos a experiencias pasadas, a predilecciones, a aspectos emocionales, a traumas y alegrías pretéritas, a convicciones fuertemente implantadas y difícilmente prescindibles (valores estéticos, religiosos, morales, ideológicos…), etc.
Si la adecuación entre un patrón de información y el otro es alta y fina, si la correspondencia alcanza niveles muy elevados, tendrá lugar un disparo casi automático de señales neuronales que propiciarán una toma de decisión rápida y previsible; de lo contrario, el proceso se revelará más laborioso e intrincado.
Conclusión
Creo, en resumen, que existe una correlación, rayana en lo causal, entre el tipo de estímulo (es decir, la clase de decisión que afrontamos) y la información apilada en nuestro cerebro sobre las preferencias, gustos y expectativas que más nos embargan. Si ese estímulo supera un umbral de información, desencadenará una respuesta específica en la que se integrarán diversas vías, muchas veces antitéticas e incluso irreconciliables: emociones, racionalidad, compromisos previamente adquiridos con unas ideas u otras… ¿Lograremos predecir las decisiones individuales?
No hemos de descartar que, conforme incrementemos el poder de resolución de las técnicas de neuroimagen y perfeccionemos nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales, del genoma de cada uno de nosotros, de nuestro conectoma (las conexiones interneuronales configuradas a lo largo de nuestra biografía) y del ambiente al que nos vemos expuestos, la habilidad para presagiar las elecciones de los individuos corone cimas hoy inimaginables.
Esta conquista debería enorgullecernos, pero también inundarnos de temor; de un miedo llamado a espolear nuestra creatividad ética, para que, sin renunciar al progreso científico y a la meta de descifrar el lenguaje de la naturaleza con todos sus misterios (lo que incluye el enigma de la libertad del individuo y su autoconciencia), nos proponga una senda enriquecedora en la que se articulen el conocimiento y la responsabilidad: saber más sobre el mundo no tiene por qué condenarnos a convertirnos en meros autómatas, vaciados de vida interior y de deber moral.
Con la tecnología, la creatividad y la confianza en nosotros mismos podemos conseguir que las victorias incesantes del anhelo humano por conocer no ahoguen nuestra existencia individual, sino que amplíen la esfera de nuestra autonomía y podamos sentirnos libres en reinos con los que nunca habíamos soñado.
El deber que incumbe tanto a las ciencias particulares como a la filosofía consiste en superar gradualmente la enorme, la tajante y abrumadora escisión que ha cavado una falla casi irreparable entre dos enfoques: el infraestructural, material, metódicamente dirigido por una conjunción de razón y experiencia (la óptica científica), y el que se recrea en la amplitud y grata libertad que respira la mente cuando se atreve a esbozar las preguntas más profundas y universales (la reflexión filosófica).
Escrutar la estructura y el funcionamiento del mundo es tarea de la ciencia, porque sólo su método armoniza adecuadamente lo racional y lo empírico. Sin embargo, siempre cabe formular más preguntas que las hoy vislumbradas por nuestra imaginación, y como toda respuesta desencadena un nuevo misterio, la llama de la filosofía no se extinguirá mientras dure la epopeya humana.
Hermanar a Demócrito con Platón no representa un sueño vano: es el destino del pensamiento, es la responsabilidad de quien anhela comprender el mundo y entender sus propias capacidades. Del polvo de la tierra brota el hombre, pero con su mente y su sensibilidad asciende a cielos insospechados que aún hoy nos deslumbran por su grandeza, fervor y creatividad.
Quienes se encuentran imbuidos del espíritu de la ciencia se afanan, como Demócrito, en perforar el cosmos hasta sus elementos más recónditos e ínfimos, hasta el núcleo de lo real. Por el contrario, almas como las de Platón encuentran la fuente nutricia de su apasionamiento intelectual en la exploración del mundo como un todo, en la elucubración sobre el sentido pleno de lo que nos rodea, en la búsqueda desaforada de la verdad absoluta.
La filosofía sin la ciencia flota en el vacío, sobrevuela cielos desconectados de la verdad sobre el hombre y el universo en cuyo seno habita, por lo que a la larga deviene en una labor fútil. La ciencia sin la filosofía se ofusca y reprime sus energías más íntimas; al reducir el alcance de sus reflexiones, inhibe preguntas y se despoja de un estímulo inmensamente fructífero para espolear sus fuerzas latentes.
En definitiva, ¿quién toma las decisiones? ¿Un yo hipotético que vaga por cielos inasibles, una estructura concreta de la corteza cerebral, una columna de neuronas, la conjunción de potenciales de acción de distintas neuronas, una neurona individual, una red de neuronas, el cerebro como un todo, la totalidad del cuerpo, la conjunción del organismo y del ambiente…?
De acuerdo con el enfoque que acabamos de desarrollar, parece sensato argüir que el análisis de este problema exige considerar dos factores fundamentales: la cantidad de información acumulada por el sujeto y la naturaleza del estímulo que, por causas próximas o remotas, provoca esa disyuntiva y conduce a la necesidad de escoger, de deliberar, de decidir.
En algunos casos, la respuesta ante el estímulo será inmediata, como en las acciones reflejas, pero la organización jerárquica de la corteza cerebral (que culmina en el neocórtex, verdadero pináculo de la evolución biológica) genera que, según la complejidad del contexto y de la decisión a la que nos enfrentemos, el peso de la elección se desplace a áreas superiores del cerebro, a zonas que se retroalimentan constantemente y controlan el funcionamiento de las regiones encargadas de encarar tareas de menor sofisticación [9].
Pero la decisión concreta, incluso la más ardua y aparentemente impredecible, depende de la información amasada por el sujeto, de la suma de sus experiencias, recuerdos y miscelánea de elecciones previas. No resulta descabellado suponer que el cerebro, ante un dilema cualquiera que requiere de una decisión, se mueve guiado por la información disponible.
En ella se condensan las elecciones previas, las preferencias, los gustos, el modo en que se ha comportado ante situaciones análogas…, de manera que si un estímulo determinado coincide sustancialmente con esos datos ya almacenados, lo más probable es que se produzca un acoplamiento entre el objeto (el mundo, el estímulo, el ambiente…: lo externo) y el sujeto (su mundo interno, las peculiaridades de su psicología), porque sus patrones de información se ajustan armoniosamente.
Así, la decisión final se emitirá automáticamente cuando ambos patrones de información converjan con nitidez. Por supuesto, podrán interferir otras vías según la intensidad del estímulo y cómo afecte a otras dimensiones de la mente, por lo que no es correcto concebir la toma de decisiones como un proceso intrínsecamente determinista.
La mente posee grados de libertad que aumentan según sus propias capacidades internas y la naturaleza de los estímulos que se ciernan sobre ella. Goza, por tanto, de una cierta indeterminación, y su decisión de ejecutar una acción u otra de las permitidas por esos grados de libertad (una especie de estados degenerados y equipotenciales, pues decantarse por uno u otro no viola leyes fundamentales de la naturaleza, como el principio de conservación de la energía) obedece más bien al hecho de que la información suministrada por el estímulo se ensamble oportunamente con los datos ya presentes en el cerebro, referidos a experiencias pasadas, a predilecciones, a aspectos emocionales, a traumas y alegrías pretéritas, a convicciones fuertemente implantadas y difícilmente prescindibles (valores estéticos, religiosos, morales, ideológicos…), etc.
Si la adecuación entre un patrón de información y el otro es alta y fina, si la correspondencia alcanza niveles muy elevados, tendrá lugar un disparo casi automático de señales neuronales que propiciarán una toma de decisión rápida y previsible; de lo contrario, el proceso se revelará más laborioso e intrincado.
Conclusión
Creo, en resumen, que existe una correlación, rayana en lo causal, entre el tipo de estímulo (es decir, la clase de decisión que afrontamos) y la información apilada en nuestro cerebro sobre las preferencias, gustos y expectativas que más nos embargan. Si ese estímulo supera un umbral de información, desencadenará una respuesta específica en la que se integrarán diversas vías, muchas veces antitéticas e incluso irreconciliables: emociones, racionalidad, compromisos previamente adquiridos con unas ideas u otras… ¿Lograremos predecir las decisiones individuales?
No hemos de descartar que, conforme incrementemos el poder de resolución de las técnicas de neuroimagen y perfeccionemos nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales, del genoma de cada uno de nosotros, de nuestro conectoma (las conexiones interneuronales configuradas a lo largo de nuestra biografía) y del ambiente al que nos vemos expuestos, la habilidad para presagiar las elecciones de los individuos corone cimas hoy inimaginables.
Esta conquista debería enorgullecernos, pero también inundarnos de temor; de un miedo llamado a espolear nuestra creatividad ética, para que, sin renunciar al progreso científico y a la meta de descifrar el lenguaje de la naturaleza con todos sus misterios (lo que incluye el enigma de la libertad del individuo y su autoconciencia), nos proponga una senda enriquecedora en la que se articulen el conocimiento y la responsabilidad: saber más sobre el mundo no tiene por qué condenarnos a convertirnos en meros autómatas, vaciados de vida interior y de deber moral.
Con la tecnología, la creatividad y la confianza en nosotros mismos podemos conseguir que las victorias incesantes del anhelo humano por conocer no ahoguen nuestra existencia individual, sino que amplíen la esfera de nuestra autonomía y podamos sentirnos libres en reinos con los que nunca habíamos soñado.
El deber que incumbe tanto a las ciencias particulares como a la filosofía consiste en superar gradualmente la enorme, la tajante y abrumadora escisión que ha cavado una falla casi irreparable entre dos enfoques: el infraestructural, material, metódicamente dirigido por una conjunción de razón y experiencia (la óptica científica), y el que se recrea en la amplitud y grata libertad que respira la mente cuando se atreve a esbozar las preguntas más profundas y universales (la reflexión filosófica).
Escrutar la estructura y el funcionamiento del mundo es tarea de la ciencia, porque sólo su método armoniza adecuadamente lo racional y lo empírico. Sin embargo, siempre cabe formular más preguntas que las hoy vislumbradas por nuestra imaginación, y como toda respuesta desencadena un nuevo misterio, la llama de la filosofía no se extinguirá mientras dure la epopeya humana.
Hermanar a Demócrito con Platón no representa un sueño vano: es el destino del pensamiento, es la responsabilidad de quien anhela comprender el mundo y entender sus propias capacidades. Del polvo de la tierra brota el hombre, pero con su mente y su sensibilidad asciende a cielos insospechados que aún hoy nos deslumbran por su grandeza, fervor y creatividad.
Quienes se encuentran imbuidos del espíritu de la ciencia se afanan, como Demócrito, en perforar el cosmos hasta sus elementos más recónditos e ínfimos, hasta el núcleo de lo real. Por el contrario, almas como las de Platón encuentran la fuente nutricia de su apasionamiento intelectual en la exploración del mundo como un todo, en la elucubración sobre el sentido pleno de lo que nos rodea, en la búsqueda desaforada de la verdad absoluta.
La filosofía sin la ciencia flota en el vacío, sobrevuela cielos desconectados de la verdad sobre el hombre y el universo en cuyo seno habita, por lo que a la larga deviene en una labor fútil. La ciencia sin la filosofía se ofusca y reprime sus energías más íntimas; al reducir el alcance de sus reflexiones, inhibe preguntas y se despoja de un estímulo inmensamente fructífero para espolear sus fuerzas latentes.
Notas:
[1] G. Ryle, The Concept of Mind, Banres & Noble, Nueva York 1949.
[2] Cf. B. Libet – E.W. Wright – C.A. Gleason, “Readiness potentials preceding unrestricted spontaneous pre-planned voluntary acts”, Electroencephalography & Clinical Neurophysiology 54 (1982), 322-325.
[3] Cf. P. Churchland, entrevista en S. Blackmore (ed.), Conversations on Consciousness: What the Best Minds Think about the Brain, Free Will, and What it Means to Be Human, Oxford University Press, Oxford 2005.
[4] El propio Libet parece inclinarse por esta opción en su libro Mind Time: The Temporal Factor in Consciousness, Harvard University Press, Cambridge MA 2009.
[5] E. Kandel, Psiquiatría, Psicoanálisis, y la Nueva Biología de la Mente, Ars Médica, Barcelona 2006, 68. [1] G. Ryle, The Concept of Mind, Banres & Noble, Nueva York 1949.
[2] Cf. B. Libet – E.W. Wright – C.A. Gleason, “Readiness potentials preceding unrestricted spontaneous pre-planned voluntary acts”, Electroencephalography & Clinical Neurophysiology 54 (1982), 322-325.
[3] Cf. P. Churchland, entrevista en S. Blackmore (ed.), Conversations on Consciousness: What the Best Minds Think about the Brain, Free Will, and What it Means to Be Human, Oxford University Press, Oxford 2005.
[4] El propio Libet parece inclinarse por esta opción en su libro Mind Time: The Temporal Factor in Consciousness, Harvard University Press, Cambridge MA 2009.
[6] El profesor Joaquín Fuster insiste clarificadoramente en este punto en su libro The Neuroscience of Freedom and Creativity, Cambridge University Press, Cambridge 2013.
[7] Ch. S. Sherrington, “Some aspects of animal mechanisms”, en J.C. Eccles – W.C. Gibson, Sherrington. His Life and Thought, Springer Verlag, Berlín 1979, 216.
[8] Cf. J. Fuster, The Neuroscience of Freedom and Creativity, Cambridge University Press, Cambridge 2013, 33ss.
[9] Para un esquema desarrollado de esta perspectiva remitimos al trabajo de A. Clark, “Whatever next? Predictive brains, situated agents, and the future of cognitive science”, Behavioral and Brain Sciences (2012), 1-86.
Artículo elaborado por Carlos Blanco, Profesor de la filosofía en la Universidad Pontificia de Comilla y colaborador de Tendencias21 de las Religiones; es doctor en filosofía, doctor en teología y licenciado en química, es autor de Conciencia y Mismidad (Dykinson 2013) e Historia de la neurociencia. El conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar (Biblioteca Nueva, 2014).