Alma conducida al paraíso. Adolphe-William Bouguereau (1825-1905).
En 1996 tuvo lugar en Roma una conferencia científica organizada por el Observatorio Vaticano sobre biología evolutiva y molecular, cuyas contribuciones dieron lugar a uno de los cinco volúmenes de las CTNS-Vatican Observatory Series on Science and Religion.
En una reunión cordial con los participantes, Juan Pablo II leyó un Mensaje al Observatorio Vaticano sobre biología evolutiva y molecular. Este mensaje fue publicado en el volumen correspondiente a la mencionada conferencia.
Muy poco después, en el octubre siguiente de 1996, dirigió también un significativo mensaje a la Sesión Plenaria de la Academia Pontifica de las Ciencias sobre la misma temática.
George V. Coyne, director del Observatorio Vaticano, publicó en el mismo volumen de la CTNS un ensayo comentando el pensamiento de Juan Pablo II.
En el encuentro de la conferencia romana Juan Pablo II insistió en que la iglesia apoya enteramente el esfuerzo de la ciencia, de la filosofía y de la teología por conocer plenamente la vida en el universo y el papel de la humanidad.
Fundamento de verdad
Ciencia, filosofía y teología, sin embargo, beneficiarán a la humanidad sólo si están fundadas en la verdad que se halla en las obras del Creador y en particular en la persona humana, creada a imagen de Dios. Deberán, pues, clarificar una visión de la humanidad como objetivo del dinamismo de la creación y objeto supremo de la acción divina.
Sin embargo, ¿cómo entender la persona humana? ¿Qué es el hombre para la ciencia y qué es para la teología? ¿Son ambas visiones armonizables y congruentes? ¿Qué es el “alma” de que se habla secularmente en la teología cristiana?
La persuasión de Juan Pablo II de que la autonomía metodológica de la ciencia y la lógica propia del razonamiento teológico conducen a una misma verdad que se persigue se expresó en explicaciones más precisas en el mensaje dirigido muy poco después a la Academia Pontifica de las Ciencias.
Este mensaje tiene para George V. Coyne una importancia cualitativa extraordinaria para matizar la forma en que cabe entender hoy al hombre desde una perspectiva teológica que armonice con la actual imagen del hombre en la ciencia.
La teoría de la evolución
Juan Pablo II habla en su mensaje de “la necesidad de una hermenéutica rigurosa para la interpretación correcta de la Palabra inspirada. Conviene delimitar bien el sentido de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir. Para delimitar bien el campo de su objeto propio, el exegeta y el teólogo deben mantenerse informados de los resultados a los que llegan las ciencias de la naturaleza”.
Refiriéndose a su predecesor Pio XII en la encíclica Humani Generis (1950), recuerda que “ya había afirmado que no había oposición entre la evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre”. “Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época (la de Pio XII) y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani Generis consideraba la doctrina del “evolucionismo” como una hipótesis seria”.
Con Juan Pablo II, sin embargo, van a borrarse definitivamente las ciertas reservas todavía presentes en el magisterio de Pio XII.
“Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica,” continua diciendo Juan Pablo II, “nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber”.
Juan Pablo II recuerda también que en realidad hay diversas teorías de la evolución que discuten los mecanismos de la evolución y que, además, más allá de la pura teoría científica, hay lecturas materialistas, reduccionistas y espiritualistas que ya no son ciencia, sino filosofía, y que deben ser consideradas por la teología.
Evolución y alma humana en la teología
“El Magisterio de la Iglesia”, dice Juan Pablo II, “está interesado directamente en la cuestión de la evolución, porque influye en la concepción del hombre, acerca del cual la Revelación nos enseña que fue creado a imagen y semejanza de Dios”.
La Iglesia ha pensado siempre que la dignidad humana se deriva de su alma espiritual. De ella “Pio XII había destacado este punto esencial: el cuerpo humano tiene su origen en la materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios”.
“En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre”.
El tránsito, pues, del hombre a su condición espiritual, es decir, la constitución terminal del “alma espiritual”, no se produce por las mismas fuerzas de una evolución natural continua, sino por una intervención especial creativa de Dios en todo hombre.
Pero esta intervención que hace pasar del “hombre natural” al “hombre espiritual”, ¿es la creación de algo así como la “forma” del hilemorfismo aristotélico y escolástico? Así se pensó en otros tiempos y así se expresó también el Magisterio de la Iglesia. El mismo Pio XII se movía todavía en esta perspectiva.
Juan Pablo II elude toda mención del hilemorfismo y explica la intervención divina con otros conceptos: “Así pues, refiriéndonos al hombre, podríamos decir que nos encontramos ante una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico”.
Ontológico quiere decir aquí que la intervención de Dios produce un efecto real, físico, en el hombre que lo sitúa en un modo de ser real distinto que no hubiera podido producirse por la pura evolución natural (lo “espiritual” no se ha producido por emergencia o por epifenómeno de la materia). Esta nueva condición ontológica es el ser espiritual. Es lo que designa la expresión “alma humana o espiritual”.
El hombre para la ciencia, ¿en contradicción con la teología?
Ahora bien, esta discontinuidad ontológica (al intervenir Dios, digamos, desde afuera para crear al “hombre espiritual”), ¿no rompe la continuidad del proceso evolutivo descrita por la ciencia, incluyendo la aparición del hombre?
“Las ciencias de la observación”, dice Juan Pablo II, “describen y miden cada vez con mayor precisión las múltiples manifestaciones de la vida y las inscriben en la línea del tiempo. El momento del paso a lo espiritual no es objeto de una observación de este tipo”.
Sin embargo, la filosofía puede ir más allá de la ciencia para entender la naturaleza humana y la teología, desde la fe cristiana, puede también descubrir aspectos de la ontología humana no cognoscibles por la ciencia, aunque tampoco contradictorios con sus resultados.
Por tanto, Juan Pablo II admite que la ciencia, desde su autonomía metodológica, describe al hombre en continuidad evolutiva: su materia viva, su psiquismo, su neurología, la conducta humana derivada de su constitución corporal; es decir, el hombre natural entero.
Esta aparición del hombre natural en la evolución puede haberse producido por emergencia, o por otros factores que la ciencia legítimamente deba considerar con autonomía (lo que no “emerge”, recordemos, es la condición “espiritual” del hombre que se deriva de una intervención divina especial y constituye finalmente el “alma humana” en sentido cristiano).
El conocimiento, pues, de la dimensión espiritual (que ese mismo hombre ha sido objeto de una intervención divina que lo hace “espiritual”, interpelado y abierto a la relación con Dios, con la dignidad que eso supone) no se alcanza por la ciencia, ni siquiera por la filosofía, aunque puedan aparecer indicios. Es la teología, desde la fe cristiana, la que aporta el conocimiento de que estamos (cada uno y la especie humana) en una ontología superior creada por la intervención directa de Dios en cada hombre.
Coyne destaca la novedad del enfoque de Juan Pablo II
En su artículo en el volumen de la CTNS/Vatican Observatory Series, titulado Evolutionary and Molecular Biology, Coyne comenta las ideas de Juan Pablo II que para él representan un avance sustancial importantísimo en el magisterio de la Iglesia sobre el hombre.
Para Coyne, la Iglesia tuvo tres aproximaciones en el diálogo ciencia-religión. En los siglos XVII-XVIII intentó apropiarse los resultados de la ciencia para establecer un fundamento racional de la fe.
La fundación del Observatorio Vaticano en 1891 significó el segundo enfoque: combatir el anticlericalismo por una agenda de trabajo científico deslumbrante.
El tercer enfoque respondió a la época de Pio XII en que se buscaba en la ciencia un cierto soporte que confirmara la teología (por ejemplo, cuando Pio XII relacionó el big bang con el momento de la creación).
Sin embargo, para Coyne, Juan Pablo II ha introducido un nuevo enfoque caracterizado por delimitar la autonomía e independencia de la ciencia y de la teología: la ciencia puede conocer cosas no accesibles a la teología, pero la teología (desde su lógica creyente) puede también conocer cosas que, naturalmente, no son accesibles a la ciencia y que los no creyentes no tienen por qué admitir.
El cristianismo es para Coyne anterior a la ciencia. Pero debe estar abierto a la ciencia para reinterpretarse si nuestro conocimiento del mundo parece aconsejarlo.
Una posibilidad interpretativa antigua fue el dualismo alma-cuerpo de la escolástica (Pio XII), pero Juan Pablo II ha orientado el magisterio hacia la posibilidad de una interpretación epistemológica y ontológica, en el marco de la idea “espiritual” del hombre ya comentada.
Hombre natural y hombre espiritual
Para la teología cristiana el hombre ha sido visto como un ser único en la naturaleza que ha sido llamado a una relación de apelación-respuesta ante Dios, mediante una intervención creadora del mismo Dios. Esto dio lugar a la idea del alma humana en conformidad con el marco filosófico y cultural de tiempos pasados.
Sin embargo, si hoy preguntáramos: ¿está la teología cristiana esencial y necesariamente identificada con el dualismo (platónico, aristotélico o escolástico)? La respuesta sería en un 99% de los teólogos (incluso en aquellos que defienden alguna forma de dualismo): en absoluto.
Juan Pablo II ha orientado el magisterio hacia una nueva perspectiva, como comenta Coyne. Veamos el hombre que describe la ciencia: la evolución del cosmos y de la vida, la emergencia del psiquismo y la configuración del hombre con todas sus facultades racionales. Pero ese hombre sería sólo el “hombre natural”.
Pero veamos qué nos dice la teología, desde la fe, sin contradecir a la ciencia. En un momento de la historia (no sabemos si en el homo erectus, heidelbergensis, neanderthal u homo sapiens sapiens) la especie humana, el hombre natural, ya preparado por su psiquismo superior emergido en el proceso evolutivo, fue objeto de una especial intervención creativa divina que trasformó su ontología profunda, aún sin alterar su naturaleza producida por evolución.
Con esta presencia trasformadora de Dios en la ontología humana (que la tradición cristiana ha considerado siempre real pero mística, sobrenatural, misteriosa) el hombre natural comenzó a ser ya el hombre espiritual.
El término “alma humana”, usado desde la tradición más antigua, podría entenderse así como la condición humana en que el hombre natural ha sido completado por esa presencia de Dios que lo hace “espiritual”.
El hombre tendría así una condición o “alma espiritual” que le hace imago Dei y es fuente de su dignidad más alta.
Guillermo Armengol es miembro de la Cátedra CTR. Artículo elaborado a partir del mensaje de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de las Ciencias comentado por George V. Coyne.
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En una reunión cordial con los participantes, Juan Pablo II leyó un Mensaje al Observatorio Vaticano sobre biología evolutiva y molecular. Este mensaje fue publicado en el volumen correspondiente a la mencionada conferencia.
Muy poco después, en el octubre siguiente de 1996, dirigió también un significativo mensaje a la Sesión Plenaria de la Academia Pontifica de las Ciencias sobre la misma temática.
George V. Coyne, director del Observatorio Vaticano, publicó en el mismo volumen de la CTNS un ensayo comentando el pensamiento de Juan Pablo II.
En el encuentro de la conferencia romana Juan Pablo II insistió en que la iglesia apoya enteramente el esfuerzo de la ciencia, de la filosofía y de la teología por conocer plenamente la vida en el universo y el papel de la humanidad.
Fundamento de verdad
Ciencia, filosofía y teología, sin embargo, beneficiarán a la humanidad sólo si están fundadas en la verdad que se halla en las obras del Creador y en particular en la persona humana, creada a imagen de Dios. Deberán, pues, clarificar una visión de la humanidad como objetivo del dinamismo de la creación y objeto supremo de la acción divina.
Sin embargo, ¿cómo entender la persona humana? ¿Qué es el hombre para la ciencia y qué es para la teología? ¿Son ambas visiones armonizables y congruentes? ¿Qué es el “alma” de que se habla secularmente en la teología cristiana?
La persuasión de Juan Pablo II de que la autonomía metodológica de la ciencia y la lógica propia del razonamiento teológico conducen a una misma verdad que se persigue se expresó en explicaciones más precisas en el mensaje dirigido muy poco después a la Academia Pontifica de las Ciencias.
Este mensaje tiene para George V. Coyne una importancia cualitativa extraordinaria para matizar la forma en que cabe entender hoy al hombre desde una perspectiva teológica que armonice con la actual imagen del hombre en la ciencia.
La teoría de la evolución
Juan Pablo II habla en su mensaje de “la necesidad de una hermenéutica rigurosa para la interpretación correcta de la Palabra inspirada. Conviene delimitar bien el sentido de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir. Para delimitar bien el campo de su objeto propio, el exegeta y el teólogo deben mantenerse informados de los resultados a los que llegan las ciencias de la naturaleza”.
Refiriéndose a su predecesor Pio XII en la encíclica Humani Generis (1950), recuerda que “ya había afirmado que no había oposición entre la evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre”. “Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época (la de Pio XII) y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani Generis consideraba la doctrina del “evolucionismo” como una hipótesis seria”.
Con Juan Pablo II, sin embargo, van a borrarse definitivamente las ciertas reservas todavía presentes en el magisterio de Pio XII.
“Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica,” continua diciendo Juan Pablo II, “nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber”.
Juan Pablo II recuerda también que en realidad hay diversas teorías de la evolución que discuten los mecanismos de la evolución y que, además, más allá de la pura teoría científica, hay lecturas materialistas, reduccionistas y espiritualistas que ya no son ciencia, sino filosofía, y que deben ser consideradas por la teología.
Evolución y alma humana en la teología
“El Magisterio de la Iglesia”, dice Juan Pablo II, “está interesado directamente en la cuestión de la evolución, porque influye en la concepción del hombre, acerca del cual la Revelación nos enseña que fue creado a imagen y semejanza de Dios”.
La Iglesia ha pensado siempre que la dignidad humana se deriva de su alma espiritual. De ella “Pio XII había destacado este punto esencial: el cuerpo humano tiene su origen en la materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios”.
“En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre”.
El tránsito, pues, del hombre a su condición espiritual, es decir, la constitución terminal del “alma espiritual”, no se produce por las mismas fuerzas de una evolución natural continua, sino por una intervención especial creativa de Dios en todo hombre.
Pero esta intervención que hace pasar del “hombre natural” al “hombre espiritual”, ¿es la creación de algo así como la “forma” del hilemorfismo aristotélico y escolástico? Así se pensó en otros tiempos y así se expresó también el Magisterio de la Iglesia. El mismo Pio XII se movía todavía en esta perspectiva.
Juan Pablo II elude toda mención del hilemorfismo y explica la intervención divina con otros conceptos: “Así pues, refiriéndonos al hombre, podríamos decir que nos encontramos ante una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico”.
Ontológico quiere decir aquí que la intervención de Dios produce un efecto real, físico, en el hombre que lo sitúa en un modo de ser real distinto que no hubiera podido producirse por la pura evolución natural (lo “espiritual” no se ha producido por emergencia o por epifenómeno de la materia). Esta nueva condición ontológica es el ser espiritual. Es lo que designa la expresión “alma humana o espiritual”.
El hombre para la ciencia, ¿en contradicción con la teología?
Ahora bien, esta discontinuidad ontológica (al intervenir Dios, digamos, desde afuera para crear al “hombre espiritual”), ¿no rompe la continuidad del proceso evolutivo descrita por la ciencia, incluyendo la aparición del hombre?
“Las ciencias de la observación”, dice Juan Pablo II, “describen y miden cada vez con mayor precisión las múltiples manifestaciones de la vida y las inscriben en la línea del tiempo. El momento del paso a lo espiritual no es objeto de una observación de este tipo”.
Sin embargo, la filosofía puede ir más allá de la ciencia para entender la naturaleza humana y la teología, desde la fe cristiana, puede también descubrir aspectos de la ontología humana no cognoscibles por la ciencia, aunque tampoco contradictorios con sus resultados.
Por tanto, Juan Pablo II admite que la ciencia, desde su autonomía metodológica, describe al hombre en continuidad evolutiva: su materia viva, su psiquismo, su neurología, la conducta humana derivada de su constitución corporal; es decir, el hombre natural entero.
Esta aparición del hombre natural en la evolución puede haberse producido por emergencia, o por otros factores que la ciencia legítimamente deba considerar con autonomía (lo que no “emerge”, recordemos, es la condición “espiritual” del hombre que se deriva de una intervención divina especial y constituye finalmente el “alma humana” en sentido cristiano).
El conocimiento, pues, de la dimensión espiritual (que ese mismo hombre ha sido objeto de una intervención divina que lo hace “espiritual”, interpelado y abierto a la relación con Dios, con la dignidad que eso supone) no se alcanza por la ciencia, ni siquiera por la filosofía, aunque puedan aparecer indicios. Es la teología, desde la fe cristiana, la que aporta el conocimiento de que estamos (cada uno y la especie humana) en una ontología superior creada por la intervención directa de Dios en cada hombre.
Coyne destaca la novedad del enfoque de Juan Pablo II
En su artículo en el volumen de la CTNS/Vatican Observatory Series, titulado Evolutionary and Molecular Biology, Coyne comenta las ideas de Juan Pablo II que para él representan un avance sustancial importantísimo en el magisterio de la Iglesia sobre el hombre.
Para Coyne, la Iglesia tuvo tres aproximaciones en el diálogo ciencia-religión. En los siglos XVII-XVIII intentó apropiarse los resultados de la ciencia para establecer un fundamento racional de la fe.
La fundación del Observatorio Vaticano en 1891 significó el segundo enfoque: combatir el anticlericalismo por una agenda de trabajo científico deslumbrante.
El tercer enfoque respondió a la época de Pio XII en que se buscaba en la ciencia un cierto soporte que confirmara la teología (por ejemplo, cuando Pio XII relacionó el big bang con el momento de la creación).
Sin embargo, para Coyne, Juan Pablo II ha introducido un nuevo enfoque caracterizado por delimitar la autonomía e independencia de la ciencia y de la teología: la ciencia puede conocer cosas no accesibles a la teología, pero la teología (desde su lógica creyente) puede también conocer cosas que, naturalmente, no son accesibles a la ciencia y que los no creyentes no tienen por qué admitir.
El cristianismo es para Coyne anterior a la ciencia. Pero debe estar abierto a la ciencia para reinterpretarse si nuestro conocimiento del mundo parece aconsejarlo.
Una posibilidad interpretativa antigua fue el dualismo alma-cuerpo de la escolástica (Pio XII), pero Juan Pablo II ha orientado el magisterio hacia la posibilidad de una interpretación epistemológica y ontológica, en el marco de la idea “espiritual” del hombre ya comentada.
Hombre natural y hombre espiritual
Para la teología cristiana el hombre ha sido visto como un ser único en la naturaleza que ha sido llamado a una relación de apelación-respuesta ante Dios, mediante una intervención creadora del mismo Dios. Esto dio lugar a la idea del alma humana en conformidad con el marco filosófico y cultural de tiempos pasados.
Sin embargo, si hoy preguntáramos: ¿está la teología cristiana esencial y necesariamente identificada con el dualismo (platónico, aristotélico o escolástico)? La respuesta sería en un 99% de los teólogos (incluso en aquellos que defienden alguna forma de dualismo): en absoluto.
Juan Pablo II ha orientado el magisterio hacia una nueva perspectiva, como comenta Coyne. Veamos el hombre que describe la ciencia: la evolución del cosmos y de la vida, la emergencia del psiquismo y la configuración del hombre con todas sus facultades racionales. Pero ese hombre sería sólo el “hombre natural”.
Pero veamos qué nos dice la teología, desde la fe, sin contradecir a la ciencia. En un momento de la historia (no sabemos si en el homo erectus, heidelbergensis, neanderthal u homo sapiens sapiens) la especie humana, el hombre natural, ya preparado por su psiquismo superior emergido en el proceso evolutivo, fue objeto de una especial intervención creativa divina que trasformó su ontología profunda, aún sin alterar su naturaleza producida por evolución.
Con esta presencia trasformadora de Dios en la ontología humana (que la tradición cristiana ha considerado siempre real pero mística, sobrenatural, misteriosa) el hombre natural comenzó a ser ya el hombre espiritual.
El término “alma humana”, usado desde la tradición más antigua, podría entenderse así como la condición humana en que el hombre natural ha sido completado por esa presencia de Dios que lo hace “espiritual”.
El hombre tendría así una condición o “alma espiritual” que le hace imago Dei y es fuente de su dignidad más alta.
Guillermo Armengol es miembro de la Cátedra CTR. Artículo elaborado a partir del mensaje de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de las Ciencias comentado por George V. Coyne.
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