En este artículo y uno o dos posteriores voy a comentar algunos escritos de un par de autores del New Age o de la “nueva conciencia” muy conocidos. Empezaré con Sabiduría insólita, de Fritjof Capra, cuya traducción al castellano acaba de ser reeditada por Kairós. Y se diría que los veinte años transcurridos desde la aparición de la primera edición en lengua inglesa no han hecho mella en él...
De hecho, las ideas que fluyeron en las conversaciones que Capra mantuvo con casi todos los “personajes notables” con los que se encontró a lo largo de dos décadas, conservan una vigencia tan insólita como la sabiduría del título. Valgan como botón de muestra un par de temas, de entre los muchos que se tratan. El primero surgió en las entrevistas del autor con Gregory Bateson: se trata de la estrecha conexión que este investigador inclasificable establecía entre alta complejidad y mente.
Lo mejor es dar la palabra a Capra:
La materia, para Bateson, está siempre organizada –“no sé nada sobre materia desorganizada, si es que tal cosa existe”, escribió en Mind and Nature– y sus pautas de organización son, para él, cada vez más hermosas a medida que aumenta su complejidad. Siempre insistió en que era monista, en que desarrollaba una cosmovisión científica que no dividía de forma dualista el mundo en mente y materia ni en ningún otro tipo de realidades independientes. Señalaba a menudo que la tradición judeocristiana, aun presumiendo de monista, era esencialmente dualista al separar a Dios de su creación. Asimismo insistía en la necesidad de excluir toda explicación sobrenatural, ya que destruiría el monismo de su concepción. (...)”.
“En mi opinión, la contribución más destacable de Bateson al pensamiento científico fueron sus ideas sobre la naturaleza de la mente. Desarrolló al respecto un concepto radicalmente nuevo, que para mí representa el primer intento acertado de superar la división cartesiana, que tantos problemas ha causado en el pensamiento y la cultura de Occidente”.
“Bateson propuso definir la mente como un fenómeno de los sistemas, característico de los seres vivos (subrayado en cursiva por el autor del presente artículo). Enumeró una serie de criterios que los sistemas deberían satisfacer. Todo sistema que los satisfaga será capaz de procesar información y desarrollar los fenómenos asociados con la mente: pensar, aprender, recordar, etc. De acuerdo al punto de vista de Bateson, la mente es la consecuencia necesaria e inevitable de una cierta complejidad, que empieza mucho antes de que los organismos desarrollen un cerebro y un sistema nervioso de tipo superior. Hizo hincapié también en que los rasgos mentales no sólo se manifiestan en organismos individuales, sino también en sistemas sociales y ecosistemas, y en que la mente no es sólo inherente al cuerpo, sino también a los canales y mensajes exteriores (pp. 94 y 95).
Estructuras disipativas
La concepción de la mente que tenía Bateson es aclarada por Capra haciendo intervenir la teoría de Ilya Prigogine acerca de las estructuras disipativas y los fenómenos de autoorganización que surgen cuando un sistema es llevado lejos del equilibrio por la incidencia de un flujo energético. Va estando cada vez más claro que la vida, el ámbito entero de lo biológico, no es otra cosa que un vasto dominio de la autoorganización sistémica, el dominio, precisamente, en el que ésta se manifiesta del modo más nítido y extremo, pero no el único en el que se manifiesta. La reducción local de la entropía –o lo que es lo mismo, el aumento de neguentropía– que es el rasgo clave que define a las nuevas entidades que emergen en los procesos de autoorganización, no sólo se observa en los seres vivos, sino –en mayor o menor medida– en toda el proceso de ontogénesis que, desde el big bang y empezando por los quarks, llega hasta el hombre y sus sistemas culturales y civilizatorios.
Aunque sin decirlo de manera explícita, Capra sugiere claramente que tanto el élan vital bergsoniano como la complejificación-espiritualización de la materia en la visión teilhardiana de la evolución cósmica, pueden explicarse científicamente a partir de la nueva termodinámica “lejos del equilibrio” de Prigogine. La “exploración” de alternativas de mucha menor entropía que los sistemas de partida, en los puntos de bifurcación estudiados por el premio Nobel de Bruselas, hace surgir una teleonomía (apariencia de finalidad) orientada a la complejidad creciente y a la individualización de entidades definidas globalmente (ontogénesis) que, según yo mismo he declarado en alguna ocasión anterior, y lo mantengo, es indistinguible de una orientación teleológica genuina. Pues ¿por qué la existencia de una explicación del orden de la causalidad eficiente tiene que impedir asumir que el resultado apunta claramente hacia la finalización y que de hecho la establece? ¿O es que a esta última sólo puede sustentarla “lo milagroso”? En lugar de “diseño inteligente” previo, inteligencia inherente al proceso evolutivo continuo de la energía, la materia y la vida, así como a cada una de sus fases, ”saltos” y entidades-sucesos (Whitehead). Inteligencia, mente en suma, que se evidencia y se despliega en el curso del proceso mismo, partiendo de un potencial que está presente ya en el origen.
Pero hablar de mente –y de inteligencia– es lo mismo que referirse a manejo de información para adaptarse mejor al medio (e incluso para modificarlo en beneficio propio). Ahora bien, lo que vehicula la información es lo improbable, lo heterogéneo... Es la neguentropía lo que permite que exista la información, hasta el punto de que muchos las identifican. Teniendo esto en cuenta, es posible desde luego concebir una mente totalmente inconsciente, una mente reguladora capaz de tomar decisiones “inteligentes” sin estar al servicio de ningún foco consciente. Por ahí van, de hecho, los teóricos de la inteligencia artificial, que ni siquiera se plantean en serio el problema de la consciencia (el término consciencia no acaba de ser admitido por la Real Academia. Se utiliza aquí –y se reivindica–, no obstante, puesto que “conciencia” posee un significado equívoco, lo que en este caso es bastante grave).
Mente y consciencia
Pero Capra, claro está, sí que se lo plantea. Acierta, de entrada, a distinguir con claridad entre mente y consciencia, algo que tanto esfuerzo cuesta a los pensadores de Occidente y que tan claro han visto siempre los orientales. La razón de ello parece clara: para ver tal cosa es imprescindible parar conscientemente la “máquina de pensar”, la mente, un ejercicio básico de meditación oriental que es, sin embargo, ajeno a las tradiciones de Occidente, pero que Capra conoce.
Una situación vivida por Capra ilustra a las mil maravillas, y permite hasta cierto punto vivenciar, el problema de la consciencia tal como en el libro se plantea, es decir, de un modo mucho menos teórico y mucho más directo que las demás cuestiones evocadas. Refiere Capra cómo se desarrolló una reunión de pensadores alternativos celebrada en 1980 en el Monasterio de Piedra (Zaragoza, España), reunión en la que participaban Ronald D. Laing, Stanislas Grof y Gregory Bateson, junto a él mismo, entre otros...
(Fritjof Capra interviniendo en la reunión) -- Si examinamos las teorías de la con(s)ciencia, vemos que todas son variaciones de dos puntos de vista aparentemente opuestos. A uno de ellos le denominaré “la visión científica occidental”. Esta considera la materia como primordial y la con(s)ciencia como una propiedad de complejas pautas físicas, que emerge en un cierto nivel de la evolución biológica. La mayoría de los neurocientíficos comparten hoy en día este punto de vista. (...)
El otro punto de vista acerca de la con(s)ciencia puede denominarse “visión mística”, ya que generalmente es propio de las tradiciones místicas. Éste considera la con(s)ciencia como realidad primaria, como esencia del universo, (el) campo de todo ser y de todo lo demás, de todas las formas de la materia y de todos los seres vivos, manifestaciones todos ellos de esa conciencia pura. Esta visión mística de la con(s)ciencia se basa en la experiencia de la realidad en modos no ordinarios de con(s)ciencia y, según se dice, dicha experiencia mística es indescriptible. Es...
--¡Cualquier experiencia! –exclamó Laing, interrumpiendo decididamente mi discurso–. ¡Cualquier experiencia! –repitió al ver que le miraba desconcertado. ¡Cualquier experiencia consciente de la realidad es indescriptible! Mira simplemente a tu alrededor un momento, y observa, escucha, huele y siente dónde estás.
Seguí su consejo y pasé a hacerme plenamente consciente, experimentando una sinfonía de sombras, sonidos, olores y sensaciones.
--Tu con(s)ciencia puede participar de todo cuanto existe a tu alrededor –prosiguió Laing– pero nunca lograrás describir tu experiencia. No ocurre sólo con la experiencia mística sino con cualquier experiencia.
Comprendí de inmediato que Laing tenía razón. (...). (pp. 159-160)
Búsqueda sincera
La sincera búsqueda, a la par científica y espiritual, racional e intuitiva, que reflejan los libros de Fritjof Capra, siempre me ha conmovido. Pero es que además, en esta ocasión, el relato de lo que presenta como un episodio autobiográfico relevante, con un maestro de la psiquiatría, como Laing, cumpliendo el papel de instructor zen, ha venido a confirmarme en una vieja idea, de esas que cuesta un poco comunicar en público por miedo a la incomprensión bienpensante: la de que darse cuenta plenamente de lo que es la experiencia consciente no es cosa trivial; y que cuando esa percatación tiene efectivamente lugar, no se diferencia gran cosa de una experiencia mística.
Lo cual implica, de paso, constatar que la transición entre un estado común de conciencia y uno próximo a “lo místico” es mucho más tenue de lo que se suele admitir. Claro que alguien podrá objetar: ¿acaso no tiene todo el mundo conciencia plena de su propia consciencia? Bien, sé que cuesta un poco reconocerlo, pero yo diría que no, puesto que dicho insight es, sin ir más lejos, radicalmente incompatible con las posturas “negacionistas” que, acerca de la consciencia, manifiestan (¡harto paradójicamente!) algunos teóricos de la consciencia misma.
Y es que una pesada carcasa de prejuicios teoricistas e ideológicos puede bloquear esa sencilla experiencia que Laing contribuyó a hacer brotar en Capra: la de maravillarse por la realidad indescriptible –y como tal partícipe, de hecho, de la inefabilidad de todo lo sagrado– de la consciencia propia. Es evidente también que para poder disfrutar de esta tan simple como fundamental experiencia hay que dejar de lado toda la parafernalia de ideas y prejuicios de la más variada índole (confesional, magnificadora, escéptico-racionalista, “psiquiatrista”, etc.) que suele llevar adherida la etiqueta de “experiencia mística”...
Por cierto que, en orden a ello, se puede considerar también, si se prefiere y resulta tranquilizador, que la captación en cuestión no es semejante cosa (pues ¿qué más da realmente cómo lo llamemos?). Yo diría, para terminar, que en vez de teorizar, quizá en exceso, sobre la naturaleza “objetual” de la consciencia, llegando a perder de vista su ineludible esencia experiencial que no admite trueques objetualistas, ¿no sería mejor favorecer la restauración del papel epistémico de la vivencia inmediata?
José Luis San Miguel de Pablos es miembro de la Cátedra CTR Universidad Comillas, Madrid
De hecho, las ideas que fluyeron en las conversaciones que Capra mantuvo con casi todos los “personajes notables” con los que se encontró a lo largo de dos décadas, conservan una vigencia tan insólita como la sabiduría del título. Valgan como botón de muestra un par de temas, de entre los muchos que se tratan. El primero surgió en las entrevistas del autor con Gregory Bateson: se trata de la estrecha conexión que este investigador inclasificable establecía entre alta complejidad y mente.
Lo mejor es dar la palabra a Capra:
La materia, para Bateson, está siempre organizada –“no sé nada sobre materia desorganizada, si es que tal cosa existe”, escribió en Mind and Nature– y sus pautas de organización son, para él, cada vez más hermosas a medida que aumenta su complejidad. Siempre insistió en que era monista, en que desarrollaba una cosmovisión científica que no dividía de forma dualista el mundo en mente y materia ni en ningún otro tipo de realidades independientes. Señalaba a menudo que la tradición judeocristiana, aun presumiendo de monista, era esencialmente dualista al separar a Dios de su creación. Asimismo insistía en la necesidad de excluir toda explicación sobrenatural, ya que destruiría el monismo de su concepción. (...)”.
“En mi opinión, la contribución más destacable de Bateson al pensamiento científico fueron sus ideas sobre la naturaleza de la mente. Desarrolló al respecto un concepto radicalmente nuevo, que para mí representa el primer intento acertado de superar la división cartesiana, que tantos problemas ha causado en el pensamiento y la cultura de Occidente”.
“Bateson propuso definir la mente como un fenómeno de los sistemas, característico de los seres vivos (subrayado en cursiva por el autor del presente artículo). Enumeró una serie de criterios que los sistemas deberían satisfacer. Todo sistema que los satisfaga será capaz de procesar información y desarrollar los fenómenos asociados con la mente: pensar, aprender, recordar, etc. De acuerdo al punto de vista de Bateson, la mente es la consecuencia necesaria e inevitable de una cierta complejidad, que empieza mucho antes de que los organismos desarrollen un cerebro y un sistema nervioso de tipo superior. Hizo hincapié también en que los rasgos mentales no sólo se manifiestan en organismos individuales, sino también en sistemas sociales y ecosistemas, y en que la mente no es sólo inherente al cuerpo, sino también a los canales y mensajes exteriores (pp. 94 y 95).
Estructuras disipativas
La concepción de la mente que tenía Bateson es aclarada por Capra haciendo intervenir la teoría de Ilya Prigogine acerca de las estructuras disipativas y los fenómenos de autoorganización que surgen cuando un sistema es llevado lejos del equilibrio por la incidencia de un flujo energético. Va estando cada vez más claro que la vida, el ámbito entero de lo biológico, no es otra cosa que un vasto dominio de la autoorganización sistémica, el dominio, precisamente, en el que ésta se manifiesta del modo más nítido y extremo, pero no el único en el que se manifiesta. La reducción local de la entropía –o lo que es lo mismo, el aumento de neguentropía– que es el rasgo clave que define a las nuevas entidades que emergen en los procesos de autoorganización, no sólo se observa en los seres vivos, sino –en mayor o menor medida– en toda el proceso de ontogénesis que, desde el big bang y empezando por los quarks, llega hasta el hombre y sus sistemas culturales y civilizatorios.
Aunque sin decirlo de manera explícita, Capra sugiere claramente que tanto el élan vital bergsoniano como la complejificación-espiritualización de la materia en la visión teilhardiana de la evolución cósmica, pueden explicarse científicamente a partir de la nueva termodinámica “lejos del equilibrio” de Prigogine. La “exploración” de alternativas de mucha menor entropía que los sistemas de partida, en los puntos de bifurcación estudiados por el premio Nobel de Bruselas, hace surgir una teleonomía (apariencia de finalidad) orientada a la complejidad creciente y a la individualización de entidades definidas globalmente (ontogénesis) que, según yo mismo he declarado en alguna ocasión anterior, y lo mantengo, es indistinguible de una orientación teleológica genuina. Pues ¿por qué la existencia de una explicación del orden de la causalidad eficiente tiene que impedir asumir que el resultado apunta claramente hacia la finalización y que de hecho la establece? ¿O es que a esta última sólo puede sustentarla “lo milagroso”? En lugar de “diseño inteligente” previo, inteligencia inherente al proceso evolutivo continuo de la energía, la materia y la vida, así como a cada una de sus fases, ”saltos” y entidades-sucesos (Whitehead). Inteligencia, mente en suma, que se evidencia y se despliega en el curso del proceso mismo, partiendo de un potencial que está presente ya en el origen.
Pero hablar de mente –y de inteligencia– es lo mismo que referirse a manejo de información para adaptarse mejor al medio (e incluso para modificarlo en beneficio propio). Ahora bien, lo que vehicula la información es lo improbable, lo heterogéneo... Es la neguentropía lo que permite que exista la información, hasta el punto de que muchos las identifican. Teniendo esto en cuenta, es posible desde luego concebir una mente totalmente inconsciente, una mente reguladora capaz de tomar decisiones “inteligentes” sin estar al servicio de ningún foco consciente. Por ahí van, de hecho, los teóricos de la inteligencia artificial, que ni siquiera se plantean en serio el problema de la consciencia (el término consciencia no acaba de ser admitido por la Real Academia. Se utiliza aquí –y se reivindica–, no obstante, puesto que “conciencia” posee un significado equívoco, lo que en este caso es bastante grave).
Mente y consciencia
Pero Capra, claro está, sí que se lo plantea. Acierta, de entrada, a distinguir con claridad entre mente y consciencia, algo que tanto esfuerzo cuesta a los pensadores de Occidente y que tan claro han visto siempre los orientales. La razón de ello parece clara: para ver tal cosa es imprescindible parar conscientemente la “máquina de pensar”, la mente, un ejercicio básico de meditación oriental que es, sin embargo, ajeno a las tradiciones de Occidente, pero que Capra conoce.
Una situación vivida por Capra ilustra a las mil maravillas, y permite hasta cierto punto vivenciar, el problema de la consciencia tal como en el libro se plantea, es decir, de un modo mucho menos teórico y mucho más directo que las demás cuestiones evocadas. Refiere Capra cómo se desarrolló una reunión de pensadores alternativos celebrada en 1980 en el Monasterio de Piedra (Zaragoza, España), reunión en la que participaban Ronald D. Laing, Stanislas Grof y Gregory Bateson, junto a él mismo, entre otros...
(Fritjof Capra interviniendo en la reunión) -- Si examinamos las teorías de la con(s)ciencia, vemos que todas son variaciones de dos puntos de vista aparentemente opuestos. A uno de ellos le denominaré “la visión científica occidental”. Esta considera la materia como primordial y la con(s)ciencia como una propiedad de complejas pautas físicas, que emerge en un cierto nivel de la evolución biológica. La mayoría de los neurocientíficos comparten hoy en día este punto de vista. (...)
El otro punto de vista acerca de la con(s)ciencia puede denominarse “visión mística”, ya que generalmente es propio de las tradiciones místicas. Éste considera la con(s)ciencia como realidad primaria, como esencia del universo, (el) campo de todo ser y de todo lo demás, de todas las formas de la materia y de todos los seres vivos, manifestaciones todos ellos de esa conciencia pura. Esta visión mística de la con(s)ciencia se basa en la experiencia de la realidad en modos no ordinarios de con(s)ciencia y, según se dice, dicha experiencia mística es indescriptible. Es...
--¡Cualquier experiencia! –exclamó Laing, interrumpiendo decididamente mi discurso–. ¡Cualquier experiencia! –repitió al ver que le miraba desconcertado. ¡Cualquier experiencia consciente de la realidad es indescriptible! Mira simplemente a tu alrededor un momento, y observa, escucha, huele y siente dónde estás.
Seguí su consejo y pasé a hacerme plenamente consciente, experimentando una sinfonía de sombras, sonidos, olores y sensaciones.
--Tu con(s)ciencia puede participar de todo cuanto existe a tu alrededor –prosiguió Laing– pero nunca lograrás describir tu experiencia. No ocurre sólo con la experiencia mística sino con cualquier experiencia.
Comprendí de inmediato que Laing tenía razón. (...). (pp. 159-160)
Búsqueda sincera
La sincera búsqueda, a la par científica y espiritual, racional e intuitiva, que reflejan los libros de Fritjof Capra, siempre me ha conmovido. Pero es que además, en esta ocasión, el relato de lo que presenta como un episodio autobiográfico relevante, con un maestro de la psiquiatría, como Laing, cumpliendo el papel de instructor zen, ha venido a confirmarme en una vieja idea, de esas que cuesta un poco comunicar en público por miedo a la incomprensión bienpensante: la de que darse cuenta plenamente de lo que es la experiencia consciente no es cosa trivial; y que cuando esa percatación tiene efectivamente lugar, no se diferencia gran cosa de una experiencia mística.
Lo cual implica, de paso, constatar que la transición entre un estado común de conciencia y uno próximo a “lo místico” es mucho más tenue de lo que se suele admitir. Claro que alguien podrá objetar: ¿acaso no tiene todo el mundo conciencia plena de su propia consciencia? Bien, sé que cuesta un poco reconocerlo, pero yo diría que no, puesto que dicho insight es, sin ir más lejos, radicalmente incompatible con las posturas “negacionistas” que, acerca de la consciencia, manifiestan (¡harto paradójicamente!) algunos teóricos de la consciencia misma.
Y es que una pesada carcasa de prejuicios teoricistas e ideológicos puede bloquear esa sencilla experiencia que Laing contribuyó a hacer brotar en Capra: la de maravillarse por la realidad indescriptible –y como tal partícipe, de hecho, de la inefabilidad de todo lo sagrado– de la consciencia propia. Es evidente también que para poder disfrutar de esta tan simple como fundamental experiencia hay que dejar de lado toda la parafernalia de ideas y prejuicios de la más variada índole (confesional, magnificadora, escéptico-racionalista, “psiquiatrista”, etc.) que suele llevar adherida la etiqueta de “experiencia mística”...
Por cierto que, en orden a ello, se puede considerar también, si se prefiere y resulta tranquilizador, que la captación en cuestión no es semejante cosa (pues ¿qué más da realmente cómo lo llamemos?). Yo diría, para terminar, que en vez de teorizar, quizá en exceso, sobre la naturaleza “objetual” de la consciencia, llegando a perder de vista su ineludible esencia experiencial que no admite trueques objetualistas, ¿no sería mejor favorecer la restauración del papel epistémico de la vivencia inmediata?
José Luis San Miguel de Pablos es miembro de la Cátedra CTR Universidad Comillas, Madrid