Imagen: Alexey Stiop. Fuente: PhotoXpress.
El concepto de investigación es enormemente amplio, ya que se trata de una característica fundamental inherente a la propia condición humana. Si el universo entero está transido de la capacidad de invención, el hombre mucho más. El hombre es ese ser en perpetua búsqueda de su humanidad y del secreto que ella encubre, pero eso será siempre un enigma que forma parte de nuestra vida y con el que tendremos que aprender a convivir en nosotros, en los demás, en el mundo y respecto a Dios.
En este último sentido, es importante subrayar que Dios es un Dios que tiene algo que decir al hombre o sobre el hombre; que tiene algo que pedirle que haga y que espera algo de él. Dios es ante todo Padre. Y esa cualidad paternal de Dios es lo que sirve de fundamento a su acción creadora, lo cual significa que la creación es ante todo la expresión de un amor gratuito del Creador y no un alarde exhibicionista.
¿Qué se entiende por crear?
Durante mucho tiempo, el concepto de creación fue interpretado como producción de algo a partir de la nada, en el marco de una cosmovisión estática. La llegada de la teoría de la evolución representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Sin embargo, como señala Ruiz de la Peña, (“Teología de la creación”, Sal Terrae, Santander, 1988), “con el evolucionismo, el mundo y los seres en él contenidos se ponen en movimiento; ya no es posible pensar el universo como una magnitud estática que, construida una vez, persiste en la existencia sin que nada nuevo ocurra”.
¿Cómo concebir hoy la creación en un mundo en evolución? ¿Y cual es el papel de Dios y del hombre? En este sentido, se suelen distinguir varios niveles de creación que, en resumen, son los siguientes.
La “creatio ex nihilo”
El Diccionario Ideológico de la Lengua Española define el término creación como “acto de crear o sacar Dios una cosa de la nada”, considerando a Dios como el Creador por antonomasia. De acuerdo con esta definición se considera creación a la llamada comúnmente “creatio ex nihilo”, expresada en la Biblia con el término hebreo bará. Crear (bará) es ante todo constituir algo distinto de Dios. Pero también es hacer algo enteramente separado y distinto de todo lo anterior.
Ese es uno de los sentidos de la “creatio ex nihilo”: la realidad creada no viene precedida por un modelo del que lo creado sería una copia. La creación no se hace mediante un dictado en el que nosotros seríamos meros repetidores. Por otra parte, al hablar del mundo como creación de Dios, estamos considerando mundo a todo lo que existe fuera de Dios. Según la Escritura, la idea de Dios como Creador tiene que extenderse a todos los seres distintos del propio Dios y existentes en la realidad.
En 1929, E. Huble observó que las galaxias distantes se están alejando de nosotros, lo cual fue interpretado como que el universo entero se encuentra en fase de expansión. Estas observaciones sugerían que hubo un momento, el llamado big bang, en que el universo era infinitesimalmente pequeño e infinitamente denso y caliente.
Fue el momento del inicio del universo: una gran explosión o explosión inicial, así como el inicio del tiempo hace unos quince mil millones de años. ¿Cómo relacionar estas dos visiones de la creación? Esta pregunta forma parte de otra mucho más amplia: ¿Cómo relacionar la teología con la ciencia?
Por mencionar sólo un ejemplo de oposición a la idea del origen divino de la creación podemos citar al científico S. Hawking que, en su reciente obra “El gran diseño” (Crítica, Barcelona, 2010), escribía: “Mucha gente a lo largo de los siglos ha atribuido a Dios la belleza y la complejidad de la naturaleza que, en su tiempo, parecían no tener explicación científica.
Pero así como Darwin y Wallace explicaron cómo el diseño aparentemente milagroso de las formas vivas podía aparecer sin la intervención de un Ser Supremo, el concepto de multiverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo para nuestro provecho… No hace falta invocar a Dios para entender las ecuaciones y poner el universo en marcha”.
Otros autores defienden la independencia de la ciencia y la teología como dos ámbitos de investigación separados. Así, la Academia Nacional de Ciencias de USA publicó un folleto en 1984 resaltando que “la religión y la ciencia son ámbitos separados y mutuamente excluyentes del pensamiento humano; su presentación conjunta en un mismo contexto conduce a una comprensión equivocada tanto de las teorías científicas como de las creencias religiosas”.
El paleontólogo S. J. Gould describe la ciencia y la religión como ámbitos independientes con el término “magisterios no solapables”. Para Gould, el magisterio de la ciencia abarca el ámbito de lo empírico: de qué se compone el universo (hechos) y por qué funciona de la manera que lo hace (teoría), mientras que el magisterio de la religión abarca las cuestiones del sentido último y de valoración moral. Se trata, pues, de dos magisterios que no se solapan ni se superponen.
Algunos autores (A. Peacocke y J. Polkinghorne) defienden un diálogo en el que la ciencia y la teología tienen algo que decirse una a otra sobre aquellos fenómenos en que ambas están interesadas, fundamentalmente sobre la inteligibilidad y la contingencia del universo.
Sin embargo, ninguna de las posibles relaciones entre la ciencia y la religión nos sirven para demostrar inexorablemente que Dios es el autor de la “creatio ex nihilo” del universo… pero tampoco nos sirve para lo contrario. Dios no entra propiamente en el horizonte de la ciencia y, por eso, la ciencia no puede pronunciarse al respecto. Dios no sirve para “explicar” científicamente nada en el orden de lo material, ni el origen del universo, ni el calentamiento global, etc. Pero tampoco la ciencia puede “explicar” por qué existe lo que hay y si tiene algún sentido para nosotros. Dios seguirá siendo siempre un misterio.
La “creatio continua”
La publicación en 1859 del libro de Darwin “El origen de las especies” representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Darwin propuso que también la vida biológica se rige por unas normas naturales, por lo que el origen de las especies e incluso el origen del ser humano podían comenzar a ser explicados por un proceso ordenado de cambio regido por leyes que la ciencia puede formular y describir. Había nacido la teoría de la evolución.
Las Iglesias tardaron bastante tiempo en dejar de luchar contra la evolución o en ignorarla. Según la mayoría de sus antiguos puntos doctrinales, la creación fue un acto momentáneo de Dios en el principio, que originó el universo entero y todo cuanto hay en él. Sin embargo, el descanso del séptimo día de la creación no puede significar que Dios ya no sigue activo sino únicamente que no sigue creando nuevas especies de criaturas. Pero su obra necesita claramente una continuación en la medida en que las criaturas están dependiendo de que Dios las conserve y las gobierne.
La doctrina del concurso divino en las actividades de las criaturas supone, por una parte, que las criaturas no dependen sólo de sí mismas en sus actividades y, por otra, que el influjo de Dios en ellas no excluye su autonomía. La existencia autónoma de las criaturas responde a la actuación conservadora de Dios. Pero el concurso de Dios en la actuación de las criaturas no ha de implicar la supresión de su autonomía como principio de sus actos.
La evidencia científica del proceso evolutivo hizo que muchas creencias, tanto científicas como teológicas, tuvieran que revisarse profundamente. Así, el discurso cristiano sobre la creación se ha enriquecido con el concepto de “creatio continua”, una creación que se va desplegando a lo largo de la historia cósmica. Se trata de otra modalidad de creación, de otro modo divino de dar el ser a las cosas. La Escritura atestigua ampliamente que Dios quiere conservar el mundo que ha creado, incluyendo sobre todo el cuidado que a cada una de las criaturas le dispensa en el tiempo oportuno.
Nuestro universo evolutivo está marcado por la lenta pero constante emergencia de nuevas realidades. Lo nuevo no se puede deducir de lo antiguo. Lo inicial no contiene necesariamente lo más reciente. La creación evolutiva no está terminada desde el principio; está aun emergiendo.
Como muy bien ha señalado I. Barbour en su obra “El encuentro entre religión y ciencia. ¿Rivales, desconocidas o compañeras de viaje?” (Sal Terrae, Santander, 2004), “Dios ha dotado a las cosas del mundo con potencialidades creadoras que se van revelando sucesivamente, aunque sólo se actualizan cuando se dan las condiciones adecuadas. Los sucesos no acontecen según un plan predeterminado, sino con impredecible novedad. Dios experimenta e improvisa, en un proceso siempre abierto de creación continua”.
Lógicamente, este modo de pensar tiene fuertes detractores como el biólogo R. Dawking y el filósofo D. Dennet. Para el primero, el darwinismo puede explicar perfectamente cómo ha surgido la complejidad en el mundo biológico (uno de los argumentos teístas); por tanto, Dios es una hipótesis innecesaria: el mundo de explica por sí mismo y Dios no existe (Cf. “El espejismo de Dios”, Espasa, Pozuelo de Alarcón, 2007).
Dennet, en una entrevista publicada en “Der Spiegel” en 2005, consideraba que Darwin impugnó la necesidad de Dios con su teoría de la selección natural y que el papel de Dios ha quedado empequeñecido a lo largo de la historia de manera que “ya no tenemos a Dios como creador ni como legislador, sino a un Dios reducido al papel deslucido de un maestro de ceremonias. Cuando Dios es el maestro de ceremonias y no desempeña ningún papel más en el universo, se convierte en una suerte de disminuido, incapaz de intervenir en nada”.
En resumen, cualquiera que sea la relación entre la evolución y la religión, dejando aparte lógicamente al conflicto, lo que parece claramente aceptable es que Dios no ha creado desde el principio un mundo perfecto y acabado, sino que la idea actual es que el mundo se ha transformado de un mundo del ser a un mundo del llegar a ser. En esa transformación, Dios no se autoimpuso sino que, más que como hacer, parece actuar permitiendo que las cosas ocurran, mediante un proceso de unión.
La “creatio appellata”
La relación entre invención y libertad creadora nos lleva a una tercera consideración acerca de la creación. Como hemos visto, la dependencia del Creador no significa la alienación de la criatura sino su liberación. Las acciones de la criatura no son atentados contra la obra del Creador, sino que pueden ser consideradas como prolongaciones de dicha obra, previstas y queridas por el propio Creador. Como escribe Ruiz de la Peña, (“Creación, gracia y salvación”, Sal Terrae, Santader, 1993), “Dios entrega al hombre el mundo recién surgido a la existencia para que aquel, en su calidad de «imagen» lo conduzca a su consumación”.
Pero esta consumación tiene un sentido: lo que Schmitz-Moormann (“Teología de la creación en un mundo en evolución”, Verbo Divino, Estella, 2005) ha llamado la “creatio apellata”, es decir, la creación llamada a acercarse. Para este autor, la idea básica es que el universo es llamado por Dios a salir de la nada hacia Él. El proceso del llegar a ser es la respuesta de la creación.
Sólo de un Dios cuyo ser es pura y simplemente amor, puede predicarse la creación, la puesta en existencia de lo distinto de sí como algo querido libremente y, por lo tanto, digno de ser amado por ser distinto. Descubrir el amor como la fuerza creativa fundamental abre una nueva visión que podría considerarse como una forma muy adecuada para explicar la actuación de Dios.
Citando de nuevo a Schmitz-Moormann, “la amorosa llamada de Dios se podría considerar, teológicamente hablando, como la fuerza conductora de la creación y, por lo tanto, de la evolución”.
En este último sentido, es importante subrayar que Dios es un Dios que tiene algo que decir al hombre o sobre el hombre; que tiene algo que pedirle que haga y que espera algo de él. Dios es ante todo Padre. Y esa cualidad paternal de Dios es lo que sirve de fundamento a su acción creadora, lo cual significa que la creación es ante todo la expresión de un amor gratuito del Creador y no un alarde exhibicionista.
¿Qué se entiende por crear?
Durante mucho tiempo, el concepto de creación fue interpretado como producción de algo a partir de la nada, en el marco de una cosmovisión estática. La llegada de la teoría de la evolución representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Sin embargo, como señala Ruiz de la Peña, (“Teología de la creación”, Sal Terrae, Santander, 1988), “con el evolucionismo, el mundo y los seres en él contenidos se ponen en movimiento; ya no es posible pensar el universo como una magnitud estática que, construida una vez, persiste en la existencia sin que nada nuevo ocurra”.
¿Cómo concebir hoy la creación en un mundo en evolución? ¿Y cual es el papel de Dios y del hombre? En este sentido, se suelen distinguir varios niveles de creación que, en resumen, son los siguientes.
La “creatio ex nihilo”
El Diccionario Ideológico de la Lengua Española define el término creación como “acto de crear o sacar Dios una cosa de la nada”, considerando a Dios como el Creador por antonomasia. De acuerdo con esta definición se considera creación a la llamada comúnmente “creatio ex nihilo”, expresada en la Biblia con el término hebreo bará. Crear (bará) es ante todo constituir algo distinto de Dios. Pero también es hacer algo enteramente separado y distinto de todo lo anterior.
Ese es uno de los sentidos de la “creatio ex nihilo”: la realidad creada no viene precedida por un modelo del que lo creado sería una copia. La creación no se hace mediante un dictado en el que nosotros seríamos meros repetidores. Por otra parte, al hablar del mundo como creación de Dios, estamos considerando mundo a todo lo que existe fuera de Dios. Según la Escritura, la idea de Dios como Creador tiene que extenderse a todos los seres distintos del propio Dios y existentes en la realidad.
En 1929, E. Huble observó que las galaxias distantes se están alejando de nosotros, lo cual fue interpretado como que el universo entero se encuentra en fase de expansión. Estas observaciones sugerían que hubo un momento, el llamado big bang, en que el universo era infinitesimalmente pequeño e infinitamente denso y caliente.
Fue el momento del inicio del universo: una gran explosión o explosión inicial, así como el inicio del tiempo hace unos quince mil millones de años. ¿Cómo relacionar estas dos visiones de la creación? Esta pregunta forma parte de otra mucho más amplia: ¿Cómo relacionar la teología con la ciencia?
Por mencionar sólo un ejemplo de oposición a la idea del origen divino de la creación podemos citar al científico S. Hawking que, en su reciente obra “El gran diseño” (Crítica, Barcelona, 2010), escribía: “Mucha gente a lo largo de los siglos ha atribuido a Dios la belleza y la complejidad de la naturaleza que, en su tiempo, parecían no tener explicación científica.
Pero así como Darwin y Wallace explicaron cómo el diseño aparentemente milagroso de las formas vivas podía aparecer sin la intervención de un Ser Supremo, el concepto de multiverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo para nuestro provecho… No hace falta invocar a Dios para entender las ecuaciones y poner el universo en marcha”.
Otros autores defienden la independencia de la ciencia y la teología como dos ámbitos de investigación separados. Así, la Academia Nacional de Ciencias de USA publicó un folleto en 1984 resaltando que “la religión y la ciencia son ámbitos separados y mutuamente excluyentes del pensamiento humano; su presentación conjunta en un mismo contexto conduce a una comprensión equivocada tanto de las teorías científicas como de las creencias religiosas”.
El paleontólogo S. J. Gould describe la ciencia y la religión como ámbitos independientes con el término “magisterios no solapables”. Para Gould, el magisterio de la ciencia abarca el ámbito de lo empírico: de qué se compone el universo (hechos) y por qué funciona de la manera que lo hace (teoría), mientras que el magisterio de la religión abarca las cuestiones del sentido último y de valoración moral. Se trata, pues, de dos magisterios que no se solapan ni se superponen.
Algunos autores (A. Peacocke y J. Polkinghorne) defienden un diálogo en el que la ciencia y la teología tienen algo que decirse una a otra sobre aquellos fenómenos en que ambas están interesadas, fundamentalmente sobre la inteligibilidad y la contingencia del universo.
Sin embargo, ninguna de las posibles relaciones entre la ciencia y la religión nos sirven para demostrar inexorablemente que Dios es el autor de la “creatio ex nihilo” del universo… pero tampoco nos sirve para lo contrario. Dios no entra propiamente en el horizonte de la ciencia y, por eso, la ciencia no puede pronunciarse al respecto. Dios no sirve para “explicar” científicamente nada en el orden de lo material, ni el origen del universo, ni el calentamiento global, etc. Pero tampoco la ciencia puede “explicar” por qué existe lo que hay y si tiene algún sentido para nosotros. Dios seguirá siendo siempre un misterio.
La “creatio continua”
La publicación en 1859 del libro de Darwin “El origen de las especies” representó el comienzo de una nueva era en la comprensión del universo y de nuestro propio ser. Darwin propuso que también la vida biológica se rige por unas normas naturales, por lo que el origen de las especies e incluso el origen del ser humano podían comenzar a ser explicados por un proceso ordenado de cambio regido por leyes que la ciencia puede formular y describir. Había nacido la teoría de la evolución.
Las Iglesias tardaron bastante tiempo en dejar de luchar contra la evolución o en ignorarla. Según la mayoría de sus antiguos puntos doctrinales, la creación fue un acto momentáneo de Dios en el principio, que originó el universo entero y todo cuanto hay en él. Sin embargo, el descanso del séptimo día de la creación no puede significar que Dios ya no sigue activo sino únicamente que no sigue creando nuevas especies de criaturas. Pero su obra necesita claramente una continuación en la medida en que las criaturas están dependiendo de que Dios las conserve y las gobierne.
La doctrina del concurso divino en las actividades de las criaturas supone, por una parte, que las criaturas no dependen sólo de sí mismas en sus actividades y, por otra, que el influjo de Dios en ellas no excluye su autonomía. La existencia autónoma de las criaturas responde a la actuación conservadora de Dios. Pero el concurso de Dios en la actuación de las criaturas no ha de implicar la supresión de su autonomía como principio de sus actos.
La evidencia científica del proceso evolutivo hizo que muchas creencias, tanto científicas como teológicas, tuvieran que revisarse profundamente. Así, el discurso cristiano sobre la creación se ha enriquecido con el concepto de “creatio continua”, una creación que se va desplegando a lo largo de la historia cósmica. Se trata de otra modalidad de creación, de otro modo divino de dar el ser a las cosas. La Escritura atestigua ampliamente que Dios quiere conservar el mundo que ha creado, incluyendo sobre todo el cuidado que a cada una de las criaturas le dispensa en el tiempo oportuno.
Nuestro universo evolutivo está marcado por la lenta pero constante emergencia de nuevas realidades. Lo nuevo no se puede deducir de lo antiguo. Lo inicial no contiene necesariamente lo más reciente. La creación evolutiva no está terminada desde el principio; está aun emergiendo.
Como muy bien ha señalado I. Barbour en su obra “El encuentro entre religión y ciencia. ¿Rivales, desconocidas o compañeras de viaje?” (Sal Terrae, Santander, 2004), “Dios ha dotado a las cosas del mundo con potencialidades creadoras que se van revelando sucesivamente, aunque sólo se actualizan cuando se dan las condiciones adecuadas. Los sucesos no acontecen según un plan predeterminado, sino con impredecible novedad. Dios experimenta e improvisa, en un proceso siempre abierto de creación continua”.
Lógicamente, este modo de pensar tiene fuertes detractores como el biólogo R. Dawking y el filósofo D. Dennet. Para el primero, el darwinismo puede explicar perfectamente cómo ha surgido la complejidad en el mundo biológico (uno de los argumentos teístas); por tanto, Dios es una hipótesis innecesaria: el mundo de explica por sí mismo y Dios no existe (Cf. “El espejismo de Dios”, Espasa, Pozuelo de Alarcón, 2007).
Dennet, en una entrevista publicada en “Der Spiegel” en 2005, consideraba que Darwin impugnó la necesidad de Dios con su teoría de la selección natural y que el papel de Dios ha quedado empequeñecido a lo largo de la historia de manera que “ya no tenemos a Dios como creador ni como legislador, sino a un Dios reducido al papel deslucido de un maestro de ceremonias. Cuando Dios es el maestro de ceremonias y no desempeña ningún papel más en el universo, se convierte en una suerte de disminuido, incapaz de intervenir en nada”.
En resumen, cualquiera que sea la relación entre la evolución y la religión, dejando aparte lógicamente al conflicto, lo que parece claramente aceptable es que Dios no ha creado desde el principio un mundo perfecto y acabado, sino que la idea actual es que el mundo se ha transformado de un mundo del ser a un mundo del llegar a ser. En esa transformación, Dios no se autoimpuso sino que, más que como hacer, parece actuar permitiendo que las cosas ocurran, mediante un proceso de unión.
La “creatio appellata”
La relación entre invención y libertad creadora nos lleva a una tercera consideración acerca de la creación. Como hemos visto, la dependencia del Creador no significa la alienación de la criatura sino su liberación. Las acciones de la criatura no son atentados contra la obra del Creador, sino que pueden ser consideradas como prolongaciones de dicha obra, previstas y queridas por el propio Creador. Como escribe Ruiz de la Peña, (“Creación, gracia y salvación”, Sal Terrae, Santader, 1993), “Dios entrega al hombre el mundo recién surgido a la existencia para que aquel, en su calidad de «imagen» lo conduzca a su consumación”.
Pero esta consumación tiene un sentido: lo que Schmitz-Moormann (“Teología de la creación en un mundo en evolución”, Verbo Divino, Estella, 2005) ha llamado la “creatio apellata”, es decir, la creación llamada a acercarse. Para este autor, la idea básica es que el universo es llamado por Dios a salir de la nada hacia Él. El proceso del llegar a ser es la respuesta de la creación.
Sólo de un Dios cuyo ser es pura y simplemente amor, puede predicarse la creación, la puesta en existencia de lo distinto de sí como algo querido libremente y, por lo tanto, digno de ser amado por ser distinto. Descubrir el amor como la fuerza creativa fundamental abre una nueva visión que podría considerarse como una forma muy adecuada para explicar la actuación de Dios.
Citando de nuevo a Schmitz-Moormann, “la amorosa llamada de Dios se podría considerar, teológicamente hablando, como la fuerza conductora de la creación y, por lo tanto, de la evolución”.
La “creatio libera”
Siguiendo una vez más a Schmitz-Moormann, podemos decir que “la historia de la evolución es la historia del llegar a ser de la libertad, que se hace cada vez más prevalente en la historia del universo”. La libertad no es un don que Dios ha dado únicamente al hombre, sino que ha ido evolucionando hasta que, con su capacidad de reflexión, el ser humano sabe que es libre y que decide por sí mismo lo que quiere hacer o no, de una manera responsable. La creación alcanza en el ser humano la capacidad de responder o rechazar libremente el ofrecimiento divino del amor: nace así lo que se ha llamado “creatio libera”.
El dilema entre predestinación y libertad no se ha llegado a resolver racionalmente. Quizás no sea esta la ocasión para profundizar en el sentido teológico de la libertad y de su relación con la providencia divina, pero sí de resaltar que parece absurdo que Dios haga existir criaturas distintas de Él para después anularlas por reabsorción, o que las hiciera activas para después eliminar su actividad.
Como ha escrito recientemente A. Torres Queiruga (“La providencia hoy: autonomía humana y creación por amor”, Iglesia Viva, 254 (2013) 25-48) “tomar en serio la creación, como acción libre y amorosa de Dios, significa comprender que sólo tiene sentido para que la creatura sea ella misma… La experiencia y la convicción de la creación-continua-por-amor deben mantenerse siempre como guía última de la reflexión teológica”. Son los mismos conceptos de que hemos hablado hasta ahora: “creatio”, “continua”, “apellata” y “libera”.
Actuación del hombre en la continuación de la creación
La investigación, en general, ha tenido siempre una difícil relación con el hombre que es su creador. Por una parte, el hombre se sirve de la investigación y la utiliza para su progreso, pero eso conlleva una dependencia cada vez mayor de ella y de su propio avance. Por otra parte, la misma investigación pone de manifiesto de forma clara los graves daños que se pueden derivar de ella, tanto para el propio hombre como para su entorno.
El que predomine un punto de vista o el contrario va a condicionar la posición que la humanidad o parte de ella tome frente a esta investigación. Desde siempre se ha aceptado el hecho de que la tendencia a la investigación es una característica innata del hombre; el hombre se ha distinguido de los animales por su capacidad de creación y de comunicación derivados del poder de su consciencia y de su imaginación. Veamos ahora como podemos relacionar esta tendencia innata a la investigación con la colaboración en la obra del Creador bajo sus diferentes aspectos.
La investigación y la “creatio continua”
Si consideramos este universo como un proceso de llegar a ser mediante la unión, hay que tener presente que los niveles más elevados del ser no se alcanzan a medida que la cantidad de materia es mayor, sino que, de hecho, la evolución ha tenido lugar contra todas las probabilidades aparentes, de manera que la materia realmente importante presenta rasgos de una cierta rareza.
Este es el caso de la conciencia, que aparece como algo insólito en el universo. Pues bien, el ser humano dotado de esa conciencia es el punto más alto del proceso evolutivo o, si lo queremos expresar con otras palabras, de la “creatio continua”.
Somos los únicos seres vivos que conocemos los motivos de nuestras acciones, por lo que la supervivencia del planeta vivo dependerá de las decisiones de los hombres. Por lo que hasta ahora conocemos, ninguna otra especie de ser vivo puede asumir esa responsabilidad.
Desde una visión antropológica de la creación, si toda ella está llena de una capacidad para la invención, el hombre lo está mucho más. Por eso cada ser humano se convierte en lo que Hefner ha llamado “creado co-creador” junto a Dios, desde su condición de creatura.
Como muy bien lo expresa A. Gesché, (“El hombre”, Sígueme, Salamanca, 2002) “creado creador, el hombre tiene la misión de culminar el anhelo de la creación entera. Tal es su estatuto. El derecho y el deber de una libertad de invención, él los va a ejercer en una triple dirección: con respecto al cosmos, a sí mismo y a Dios”.
a) Respecto al cosmos
El descanso de Dios en el séptimo día de la creación sugiere que, en adelante, otro toma su relevo como creador. Dios le pasa el relevo a Adán cuando le encarga que le ponga el nombre a todas las cosas. Por otra parte, Dios puso a Adán en el jardín para que lo trabajara y no sólo para que lo contemplara, lo cual sugiere que la creación es inmediatamente confiada al hombre.
Y la idea de trabajo indica invención, no sólo gestión de algo ya acabado. La creación no estaba acabada, sino que necesitaba que otro actuara como co-creador. El mundo no está totalmente hecho. Dios nos deja la responsabilidad de acabarlo. Dios creó la creación como algo que tiene que seguir siendo inventado, y donde el hombre tiene que desempeñar su misión de co-creador, dándole todo su sentido.
b) Respecto a sí mismo
Nosotros hemos sido puestos en el ser por Dios para llegar a ser lo que somos. Esta es la importancia del haber sido hechos así. Hemos recibido una propuesta divina. La libertad creadora de Dios llega hasta a confiarnos a nosotros mismos en nuestras manos. Por eso, el hombre es un ser moral.
Su libertad no la ejerce sólo frente al universo y a las cosas, sino también en su propio universo. Puesto que esta libertad le ha sido dada por Dios, el hombre no debe tener miedo a ella. Al contrario, como es un don dado sin condiciones, constituye una vocación a ser creadora e inventiva. El hombre ha sido creado autónomo, no autómata. Por eso podemos decir que tenemos la vocación de ser creados co-creadores, hemos de co-engendrarnos.
c) Respecto a Dios
Esto parece más fuerte, pero es así como el hombre adquiere su auténtica medida. Para Levinas, “es ciertamente una gran gloria para el Creador haber puesto en pie a un ser capaz del ateismo”. A. Peacocke habla, en este sentido, de la autolimitación de un Dios que sufre con el mundo. En una obra coordinada por J. Polkinghorne, (“La obra del amor. La creación como kénosis”, Verbo Divino, Estella, 2008), se destaca cómo Dios no ha querido imponerse, sino que ha aceptado la kénosis de sí mismo en la creación, creando un universo ambiguo en el que el hombre deberá construir su vida libre y creativamente.
En el mismo libro, G. Ellis considera que el diseño del universo es kenótico: Dios ha renunciado a imponer su presencia ocultándose, pero no de una manera absoluta ya que hay un equilibrio entre ocultamiento y manifestación que hace posible que los seres humanos puedan acceder a Dios. Eso significa que el hombre tiene una libertad creadora y no sólo una capacidad para imitar, que el hombre ha sido pensado para ejercer su vocación de libertad como el sentido y el objetivo de su existencia.
En resumen, el hombre no ha sido simplemente causado sino que ha sido creado causa. El hombre ha sido creado para crear, con el deber de cumplir así su función de criatura. Podemos decir que la evolución espera al hombre creado creador para que le de todo su sentido.
Esta es su grandeza. Este es el sentido y la vocación de la investigación para Teilhard de Chardin (“Ciencia y Cristo”, Taurus, Madrid, 1968): “Hemos de decidirnos a admitir, por la presión de los hechos, que el Hombre no está todavía terminado en la Naturaleza, no está todavía completamente creado, sino que, en nosotros y en torno a nosotros, sigue todavía en plena evolución… El hecho de que la Investigación invada cada vez más la actividad humana no es fantasía, ni moda, ni azar: se trata rotundamente de que el Hombre, al hacerse adulto, se ve irresistiblemente impulsado a tomar las riendas de la evolución de la Vida sobre la Tierra, y la Investigación es la expresión misma (en estado reflexivo) de ese esfuerzo evolutivo, no solamente para subsistir, sino también para ser más; no solamente para sobrevivir, sino para supervivir irreversiblemente”.
O como también podemos decir siguiendo a Gesché (o. c.): “Está claro que el secreto bíblico y teológico de este término consiste en que el hombre ha sido creado creador, provisto de derechos y de deberes de invención y de libertad. Y de invención y libertad creadoras, en las que no hay nada que temer de un Dios que, por el contrario, prescribe, por así decir, el ejercicio de esa invención creadora”.
Siguiendo una vez más a Schmitz-Moormann, podemos decir que “la historia de la evolución es la historia del llegar a ser de la libertad, que se hace cada vez más prevalente en la historia del universo”. La libertad no es un don que Dios ha dado únicamente al hombre, sino que ha ido evolucionando hasta que, con su capacidad de reflexión, el ser humano sabe que es libre y que decide por sí mismo lo que quiere hacer o no, de una manera responsable. La creación alcanza en el ser humano la capacidad de responder o rechazar libremente el ofrecimiento divino del amor: nace así lo que se ha llamado “creatio libera”.
El dilema entre predestinación y libertad no se ha llegado a resolver racionalmente. Quizás no sea esta la ocasión para profundizar en el sentido teológico de la libertad y de su relación con la providencia divina, pero sí de resaltar que parece absurdo que Dios haga existir criaturas distintas de Él para después anularlas por reabsorción, o que las hiciera activas para después eliminar su actividad.
Como ha escrito recientemente A. Torres Queiruga (“La providencia hoy: autonomía humana y creación por amor”, Iglesia Viva, 254 (2013) 25-48) “tomar en serio la creación, como acción libre y amorosa de Dios, significa comprender que sólo tiene sentido para que la creatura sea ella misma… La experiencia y la convicción de la creación-continua-por-amor deben mantenerse siempre como guía última de la reflexión teológica”. Son los mismos conceptos de que hemos hablado hasta ahora: “creatio”, “continua”, “apellata” y “libera”.
Actuación del hombre en la continuación de la creación
La investigación, en general, ha tenido siempre una difícil relación con el hombre que es su creador. Por una parte, el hombre se sirve de la investigación y la utiliza para su progreso, pero eso conlleva una dependencia cada vez mayor de ella y de su propio avance. Por otra parte, la misma investigación pone de manifiesto de forma clara los graves daños que se pueden derivar de ella, tanto para el propio hombre como para su entorno.
El que predomine un punto de vista o el contrario va a condicionar la posición que la humanidad o parte de ella tome frente a esta investigación. Desde siempre se ha aceptado el hecho de que la tendencia a la investigación es una característica innata del hombre; el hombre se ha distinguido de los animales por su capacidad de creación y de comunicación derivados del poder de su consciencia y de su imaginación. Veamos ahora como podemos relacionar esta tendencia innata a la investigación con la colaboración en la obra del Creador bajo sus diferentes aspectos.
La investigación y la “creatio continua”
Si consideramos este universo como un proceso de llegar a ser mediante la unión, hay que tener presente que los niveles más elevados del ser no se alcanzan a medida que la cantidad de materia es mayor, sino que, de hecho, la evolución ha tenido lugar contra todas las probabilidades aparentes, de manera que la materia realmente importante presenta rasgos de una cierta rareza.
Este es el caso de la conciencia, que aparece como algo insólito en el universo. Pues bien, el ser humano dotado de esa conciencia es el punto más alto del proceso evolutivo o, si lo queremos expresar con otras palabras, de la “creatio continua”.
Somos los únicos seres vivos que conocemos los motivos de nuestras acciones, por lo que la supervivencia del planeta vivo dependerá de las decisiones de los hombres. Por lo que hasta ahora conocemos, ninguna otra especie de ser vivo puede asumir esa responsabilidad.
Desde una visión antropológica de la creación, si toda ella está llena de una capacidad para la invención, el hombre lo está mucho más. Por eso cada ser humano se convierte en lo que Hefner ha llamado “creado co-creador” junto a Dios, desde su condición de creatura.
Como muy bien lo expresa A. Gesché, (“El hombre”, Sígueme, Salamanca, 2002) “creado creador, el hombre tiene la misión de culminar el anhelo de la creación entera. Tal es su estatuto. El derecho y el deber de una libertad de invención, él los va a ejercer en una triple dirección: con respecto al cosmos, a sí mismo y a Dios”.
a) Respecto al cosmos
El descanso de Dios en el séptimo día de la creación sugiere que, en adelante, otro toma su relevo como creador. Dios le pasa el relevo a Adán cuando le encarga que le ponga el nombre a todas las cosas. Por otra parte, Dios puso a Adán en el jardín para que lo trabajara y no sólo para que lo contemplara, lo cual sugiere que la creación es inmediatamente confiada al hombre.
Y la idea de trabajo indica invención, no sólo gestión de algo ya acabado. La creación no estaba acabada, sino que necesitaba que otro actuara como co-creador. El mundo no está totalmente hecho. Dios nos deja la responsabilidad de acabarlo. Dios creó la creación como algo que tiene que seguir siendo inventado, y donde el hombre tiene que desempeñar su misión de co-creador, dándole todo su sentido.
b) Respecto a sí mismo
Nosotros hemos sido puestos en el ser por Dios para llegar a ser lo que somos. Esta es la importancia del haber sido hechos así. Hemos recibido una propuesta divina. La libertad creadora de Dios llega hasta a confiarnos a nosotros mismos en nuestras manos. Por eso, el hombre es un ser moral.
Su libertad no la ejerce sólo frente al universo y a las cosas, sino también en su propio universo. Puesto que esta libertad le ha sido dada por Dios, el hombre no debe tener miedo a ella. Al contrario, como es un don dado sin condiciones, constituye una vocación a ser creadora e inventiva. El hombre ha sido creado autónomo, no autómata. Por eso podemos decir que tenemos la vocación de ser creados co-creadores, hemos de co-engendrarnos.
c) Respecto a Dios
Esto parece más fuerte, pero es así como el hombre adquiere su auténtica medida. Para Levinas, “es ciertamente una gran gloria para el Creador haber puesto en pie a un ser capaz del ateismo”. A. Peacocke habla, en este sentido, de la autolimitación de un Dios que sufre con el mundo. En una obra coordinada por J. Polkinghorne, (“La obra del amor. La creación como kénosis”, Verbo Divino, Estella, 2008), se destaca cómo Dios no ha querido imponerse, sino que ha aceptado la kénosis de sí mismo en la creación, creando un universo ambiguo en el que el hombre deberá construir su vida libre y creativamente.
En el mismo libro, G. Ellis considera que el diseño del universo es kenótico: Dios ha renunciado a imponer su presencia ocultándose, pero no de una manera absoluta ya que hay un equilibrio entre ocultamiento y manifestación que hace posible que los seres humanos puedan acceder a Dios. Eso significa que el hombre tiene una libertad creadora y no sólo una capacidad para imitar, que el hombre ha sido pensado para ejercer su vocación de libertad como el sentido y el objetivo de su existencia.
En resumen, el hombre no ha sido simplemente causado sino que ha sido creado causa. El hombre ha sido creado para crear, con el deber de cumplir así su función de criatura. Podemos decir que la evolución espera al hombre creado creador para que le de todo su sentido.
Esta es su grandeza. Este es el sentido y la vocación de la investigación para Teilhard de Chardin (“Ciencia y Cristo”, Taurus, Madrid, 1968): “Hemos de decidirnos a admitir, por la presión de los hechos, que el Hombre no está todavía terminado en la Naturaleza, no está todavía completamente creado, sino que, en nosotros y en torno a nosotros, sigue todavía en plena evolución… El hecho de que la Investigación invada cada vez más la actividad humana no es fantasía, ni moda, ni azar: se trata rotundamente de que el Hombre, al hacerse adulto, se ve irresistiblemente impulsado a tomar las riendas de la evolución de la Vida sobre la Tierra, y la Investigación es la expresión misma (en estado reflexivo) de ese esfuerzo evolutivo, no solamente para subsistir, sino también para ser más; no solamente para sobrevivir, sino para supervivir irreversiblemente”.
O como también podemos decir siguiendo a Gesché (o. c.): “Está claro que el secreto bíblico y teológico de este término consiste en que el hombre ha sido creado creador, provisto de derechos y de deberes de invención y de libertad. Y de invención y libertad creadoras, en las que no hay nada que temer de un Dios que, por el contrario, prescribe, por así decir, el ejercicio de esa invención creadora”.
Imagen: KaYann. Fuente: PhotoXpress.
La investigación y la “creatio apellata”
Etimológicamente, la palabra responsabilidad está relacionada con el término latino “respondere”, es decir, responder, tener capacidad para dar una respuesta. La responsabilidad, en efecto, es la manifestación peculiar del ser personal y va ligada al ser de la persona por una correlación esencial.
La persona se vive a sí misma como responsable de sus actos. Como ha expresado muy bien J. L. Ruiz de la Peña (“Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental”, Sal Terrae, Santander, 1988): “Al crear al hombre, Dios no crea una naturaleza más entre otras, son un tú; lo crea llamándolo por su nombre, poniéndolo ante sí como ser responsable (=dador de respuesta), sujeto y «partner» del diálogo interpersonal. Crea, en suma, no un mero objeto de su voluntad, sino un ser co-rrespondiente, capaz de responder al tú divino porque es capaz de responder del propio yo. Crea una persona”
Por otra parte, al pretender estudiar el tema de la responsabilidad en la investigación podemos plantearnos interrogantes diversos aunque complementarios: la responsabilidad ¿de quién? ¿respecto a qué? ¿ante quien? A la primera pregunta, podríamos contestar que la responsabilidad es de todos, por lo que no se puede desvincular la responsabilidad de los científicos y de los técnicos respecto a la de los políticos y a la de los intelectuales, incluso, a la del conjunto de los ciudadanos. ¿Respecto a qué?
Esta pregunta es más difícil de responder; puede ser fácil decir responsabilidad respecto a la destrucción del planeta Tierra, pero será más difícil de precisar si se trata de una responsabilidad sobre una vida plenamente humana o a la responsabilidad frente a la dignidad humana, ya que estos últimos conceptos no son tampoco tan fáciles de precisar. Por último, la pregunta ¿ante quién? tiene una respuesta más simple: ante uno mismo, es decir, ante su propia conciencia, y ante los demás hombres, es decir, ante los que nos precedieron, los presentes y los que nos sucederán.
Una de las características de la sociedad actual, especialmente de la occidental, es que pretende utilizar rápidamente los beneficios de la investigación, sin querer asumir sus consecuencias, sus riesgos y sus posibles errores. Sin embargo, el verdadero investigador no sólo es aquel que sabe todo lo que puede hacer técnicamente, sino el que es capaz de autocensurarse y no llevar a cabo lo que sabe que es perjudicial para el ser humano y para el conjunto de la humanidad.
El derecho a la autorregulación del investigador tiene que ser ganado mostrando al público que, con su proceder, está asegurando una investigación absolutamente honesta. Y la honestidad que se espera del investigador no consiste únicamente en la veracidad en la descripción de los hechos, sino en la responsabilidad intelectual cuando tiene que tomar postura ante determinadas situaciones o hechos concretos.
Hoy día, nos encontramos en una situación en la que el hombre no posee la sabiduría suficiente para conocer las consecuencias de sus acciones, pero en la que tampoco cree en la existencia de valores absolutos y de verdades objetivas. La sabiduría nos es más necesaria cuando menos creemos en ella.
Como escribía H. Jonas (“El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica”, Herder, Barcelona, 2004): “Así, pues, si la nueva naturaleza de nuestra acción exige una nueva ética de más amplia responsabilidad, proporcionada al alcance de nuestro poder, entonces exige también -precisamente en nombre de esa responsabilidad- una nueva clase de humildad. Pero una humildad no debida, como antes, a nuestra insignificancia, sino a la excesiva magnitud de nuestro poder, es decir, al exceso de nuestra capacidad de hacer sobre nuestra capacidad de prever y sobre nuestra capacidad de valorar y de juzgar”.
Los criterios fundamentales por los que hasta ahora se ha regido la investigación son el de competitividad y el de productividad. Sin embargo, si queremos construir otro tipo de sociedad más responsable tendremos que ir cambiando los criterios de evaluación e ir asumiendo que los criterios de moralidad y de política no son sólo complementarios sino fundamentales a la hora de evaluar la transformación técnica de la vida humana.
Todos sabemos el carácter humanizador que pueden tener las nuevas tecnologías, pero también somos conscientes de los peligros que encierran. La manera de atajar este problema consistiría en eliminar la miseria y la ignorancia de la sociedad y aumentar el grado de desarrollo, de educación y de cultura de esa misma sociedad. De ahí nace un nuevo aspecto para nuestra responsabilidad investigadora: la utilización de las nuevas tecnologías derivadas de la actual investigación para lograr un mundo en el que exista una mayor igualdad, una mayor felicidad, una mayor solidaridad… un mayor amor.
Todo ello nos lleva a descubrir el amor como la fuerza creativa fundamental y abre una nueva visión que puede considerarse como la forma mas adecuada para que el hombre actúe junto a Dios. De este modo, parafraseando a Schmitz-Moormann, podríamos decir que la llamada amorosa de Dios, la “creatio appellata”, sería la fuerza conductora de la creación y la manera en que el hombre puede actuar como continuador de su obra creadora mediante la investigación.
La investigación y la “creatio libera”
Pasemos ahora a plantearnos un posible interrogante. El hombre creado co-creador ¿puede actuar con total libertad frente a su Creador o está subordinado a la voluntad de Dios? Como hemos visto anteriormente, el ha sido pensado y puesto en el mundo para ejercer su vocación de libertad y el objetivo de su existencia.
Pero se trata de una libertad creadora y no simplemente la capacidad de imitar. La libertad creadora es mucho más que una simple libertad. Es una libertad de pleno derecho y de pleno deber, es una libertad constructora, no simplemente imitadora.
La libertad de investigación es un derecho humano fundamental, uno de los llamados derechos civiles y políticos, y en tanto que tal, primario e inviolable. De aquí que la defensa de la libertad de investigación sea el primer imperativo del “ethos” de un investigador, ya que estará defendiendo, en último extremo, un patrimonio de la humanidad.
La naturaleza bipolar de la moderna investigación (hacia lo bueno y hacia lo malo) ha lanzado la pregunta de si el mundo, dominado por el hombre hasta ese punto, es más humano o, por el contrario, esa investigación revierte contra el mismo hombre. El gran interrogante es si el proyecto de dominio humano del mundo se ha convertido en un dominio de la Ciencia sobre el mismo hombre.
Probablemente, en su famoso imperativo categórico, Kant incluía en toda la humanidad al conjunto de los seres vivos existentes en un determinado momento, pero no a los muertos ni a los no nacidos, a pesar de su reconocida sensibilidad hacia las generaciones futuras. En la actualidad, la importancia de estas generaciones futuras es máxima.
Esto significa, entre otras cosas, que proteger el mundo de hoy para que las condiciones de su existencia permanezcan intactas lleva consigo protegerlo, en su vulnerabilidad, contra cualquier amenaza que puedan modificar tales condiciones. Por este motivo, H. Jonas (o. c.) considera que en el imperativo categórico de Kant hemos de introducir no sólo a la Humanidad presente sino también a la futura.
De este modo escribe: “Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténtica en la Tierra»; o, expresado negativamente: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; o, simplemente: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra»; o, formulado una vez más positivamente: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.
A medida que van avanzando los conocimientos científicos y de todo tipo se va haciendo más necesaria una reflexión personal que intente, no detenerla, sino ponerla al servicio del propio hombre. Todo progreso lleva consigo alguna forma de dominio y, por lo tanto, de señorío del hombre sobre su entorno.
Los grandes avances en la moderna investigación están presentando al hombre de ciencia dos alternativas extremas: ponerla al servicio de la dignidad de las personas o conducir a un antihumanismo de corte tecnocrático. Y es en la posibilidad que el hombre tiene de elegir entre esos dos polos tomando decisiones libres donde se expresa de modo más claro el dominio específicamente humano, es decir, donde se define el hombre como señor y como dueño de sus propios actos, de tal modo que los ponga al servicio de las mejores posibilidades de elección.
Nos encontramos así con que la libertad de investigación dada al hombre conduce toda la creación de tal modo que Dios parece haber eliminado cualquier presión que lleve a la evolución en un determinado sentido. Siguiendo de nuevo a Schmitz-Moormann, “lo mínimo que podríamos decir es que el Creador parece mucho más interesado en su deseo de ver que la libertad evolucione libremente que en imponer su voluntad sobre la creación.
Es entonces cuando comienza a cobrar sentido la enorme cantidad de desechos que hay en el universo”. La “creatio libera” fue más importante para el Creador que el hecho de imponer su voluntad ordenándolo todo, de tal modo que asumió la aparición del mal en la evolución para que la libertad pudiera alcanzar el nivel de la libertad humana, puesta de manifiesto en su colaboración en esa misma creación.
Conclusión
Se suele aceptar que la forma normal en que Dios interactúa con este universo es sosteniendo su creación en su camino hacia niveles superiores de complejidad y de conciencia mediante la llamada creadora del amor. Dios llama al universo a salir de la nada para que sea cada vez más semejante e Él.
Para ello, Dios no deja de ser creador, sino que su creación se convierte en una co-creación en la que interviene el hombre. En ella, la investigación llevada a cabo por el hombre, considerada como una colaboración en la obra creadora de Dios, como colaboración en la “creatio continua”, en la “creatio appellata” y en la “creatio libera”, no sólo no es una idea peligrosa sino que, al contrario, se convierte en el cumplimiento de la misión y de la vocación que el hombre tiene encomendadas en su vida.
Pero llevadas a cabo con una profunda ética de la responsabilidad no sólo presente sino también futura. La libertad creadora de Dios llega hasta fiarse de nosotros mismos, de nuestras manos, de nuestra propia libertad. Una libertad que significa responsabilidad creadora para inventar lo mejor, para que el hombre pueda realizarse como persona hecha a imagen y semejanza de Dios.
Por eso el hombre no debe tener miedo al poder de la libertad creadora: le ha sido dada por su propio creador. En la posibilidad que tiene el hombre de realizar decisiones libres es donde mejor se expresa el ser específicamente humano. Y la colaboración en la creación, que llega a ser “capax Dei” en el ser humano, está llamada a responder al Creador con el amor. Esa es la grandeza de la investigación.
Eduardo García Peregrín es Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Granada, Académico y colaborador de la Cátedra CTR.
Etimológicamente, la palabra responsabilidad está relacionada con el término latino “respondere”, es decir, responder, tener capacidad para dar una respuesta. La responsabilidad, en efecto, es la manifestación peculiar del ser personal y va ligada al ser de la persona por una correlación esencial.
La persona se vive a sí misma como responsable de sus actos. Como ha expresado muy bien J. L. Ruiz de la Peña (“Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental”, Sal Terrae, Santander, 1988): “Al crear al hombre, Dios no crea una naturaleza más entre otras, son un tú; lo crea llamándolo por su nombre, poniéndolo ante sí como ser responsable (=dador de respuesta), sujeto y «partner» del diálogo interpersonal. Crea, en suma, no un mero objeto de su voluntad, sino un ser co-rrespondiente, capaz de responder al tú divino porque es capaz de responder del propio yo. Crea una persona”
Por otra parte, al pretender estudiar el tema de la responsabilidad en la investigación podemos plantearnos interrogantes diversos aunque complementarios: la responsabilidad ¿de quién? ¿respecto a qué? ¿ante quien? A la primera pregunta, podríamos contestar que la responsabilidad es de todos, por lo que no se puede desvincular la responsabilidad de los científicos y de los técnicos respecto a la de los políticos y a la de los intelectuales, incluso, a la del conjunto de los ciudadanos. ¿Respecto a qué?
Esta pregunta es más difícil de responder; puede ser fácil decir responsabilidad respecto a la destrucción del planeta Tierra, pero será más difícil de precisar si se trata de una responsabilidad sobre una vida plenamente humana o a la responsabilidad frente a la dignidad humana, ya que estos últimos conceptos no son tampoco tan fáciles de precisar. Por último, la pregunta ¿ante quién? tiene una respuesta más simple: ante uno mismo, es decir, ante su propia conciencia, y ante los demás hombres, es decir, ante los que nos precedieron, los presentes y los que nos sucederán.
Una de las características de la sociedad actual, especialmente de la occidental, es que pretende utilizar rápidamente los beneficios de la investigación, sin querer asumir sus consecuencias, sus riesgos y sus posibles errores. Sin embargo, el verdadero investigador no sólo es aquel que sabe todo lo que puede hacer técnicamente, sino el que es capaz de autocensurarse y no llevar a cabo lo que sabe que es perjudicial para el ser humano y para el conjunto de la humanidad.
El derecho a la autorregulación del investigador tiene que ser ganado mostrando al público que, con su proceder, está asegurando una investigación absolutamente honesta. Y la honestidad que se espera del investigador no consiste únicamente en la veracidad en la descripción de los hechos, sino en la responsabilidad intelectual cuando tiene que tomar postura ante determinadas situaciones o hechos concretos.
Hoy día, nos encontramos en una situación en la que el hombre no posee la sabiduría suficiente para conocer las consecuencias de sus acciones, pero en la que tampoco cree en la existencia de valores absolutos y de verdades objetivas. La sabiduría nos es más necesaria cuando menos creemos en ella.
Como escribía H. Jonas (“El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica”, Herder, Barcelona, 2004): “Así, pues, si la nueva naturaleza de nuestra acción exige una nueva ética de más amplia responsabilidad, proporcionada al alcance de nuestro poder, entonces exige también -precisamente en nombre de esa responsabilidad- una nueva clase de humildad. Pero una humildad no debida, como antes, a nuestra insignificancia, sino a la excesiva magnitud de nuestro poder, es decir, al exceso de nuestra capacidad de hacer sobre nuestra capacidad de prever y sobre nuestra capacidad de valorar y de juzgar”.
Los criterios fundamentales por los que hasta ahora se ha regido la investigación son el de competitividad y el de productividad. Sin embargo, si queremos construir otro tipo de sociedad más responsable tendremos que ir cambiando los criterios de evaluación e ir asumiendo que los criterios de moralidad y de política no son sólo complementarios sino fundamentales a la hora de evaluar la transformación técnica de la vida humana.
Todos sabemos el carácter humanizador que pueden tener las nuevas tecnologías, pero también somos conscientes de los peligros que encierran. La manera de atajar este problema consistiría en eliminar la miseria y la ignorancia de la sociedad y aumentar el grado de desarrollo, de educación y de cultura de esa misma sociedad. De ahí nace un nuevo aspecto para nuestra responsabilidad investigadora: la utilización de las nuevas tecnologías derivadas de la actual investigación para lograr un mundo en el que exista una mayor igualdad, una mayor felicidad, una mayor solidaridad… un mayor amor.
Todo ello nos lleva a descubrir el amor como la fuerza creativa fundamental y abre una nueva visión que puede considerarse como la forma mas adecuada para que el hombre actúe junto a Dios. De este modo, parafraseando a Schmitz-Moormann, podríamos decir que la llamada amorosa de Dios, la “creatio appellata”, sería la fuerza conductora de la creación y la manera en que el hombre puede actuar como continuador de su obra creadora mediante la investigación.
La investigación y la “creatio libera”
Pasemos ahora a plantearnos un posible interrogante. El hombre creado co-creador ¿puede actuar con total libertad frente a su Creador o está subordinado a la voluntad de Dios? Como hemos visto anteriormente, el ha sido pensado y puesto en el mundo para ejercer su vocación de libertad y el objetivo de su existencia.
Pero se trata de una libertad creadora y no simplemente la capacidad de imitar. La libertad creadora es mucho más que una simple libertad. Es una libertad de pleno derecho y de pleno deber, es una libertad constructora, no simplemente imitadora.
La libertad de investigación es un derecho humano fundamental, uno de los llamados derechos civiles y políticos, y en tanto que tal, primario e inviolable. De aquí que la defensa de la libertad de investigación sea el primer imperativo del “ethos” de un investigador, ya que estará defendiendo, en último extremo, un patrimonio de la humanidad.
La naturaleza bipolar de la moderna investigación (hacia lo bueno y hacia lo malo) ha lanzado la pregunta de si el mundo, dominado por el hombre hasta ese punto, es más humano o, por el contrario, esa investigación revierte contra el mismo hombre. El gran interrogante es si el proyecto de dominio humano del mundo se ha convertido en un dominio de la Ciencia sobre el mismo hombre.
Probablemente, en su famoso imperativo categórico, Kant incluía en toda la humanidad al conjunto de los seres vivos existentes en un determinado momento, pero no a los muertos ni a los no nacidos, a pesar de su reconocida sensibilidad hacia las generaciones futuras. En la actualidad, la importancia de estas generaciones futuras es máxima.
Esto significa, entre otras cosas, que proteger el mundo de hoy para que las condiciones de su existencia permanezcan intactas lleva consigo protegerlo, en su vulnerabilidad, contra cualquier amenaza que puedan modificar tales condiciones. Por este motivo, H. Jonas (o. c.) considera que en el imperativo categórico de Kant hemos de introducir no sólo a la Humanidad presente sino también a la futura.
De este modo escribe: “Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténtica en la Tierra»; o, expresado negativamente: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»; o, simplemente: «No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra»; o, formulado una vez más positivamente: «Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.
A medida que van avanzando los conocimientos científicos y de todo tipo se va haciendo más necesaria una reflexión personal que intente, no detenerla, sino ponerla al servicio del propio hombre. Todo progreso lleva consigo alguna forma de dominio y, por lo tanto, de señorío del hombre sobre su entorno.
Los grandes avances en la moderna investigación están presentando al hombre de ciencia dos alternativas extremas: ponerla al servicio de la dignidad de las personas o conducir a un antihumanismo de corte tecnocrático. Y es en la posibilidad que el hombre tiene de elegir entre esos dos polos tomando decisiones libres donde se expresa de modo más claro el dominio específicamente humano, es decir, donde se define el hombre como señor y como dueño de sus propios actos, de tal modo que los ponga al servicio de las mejores posibilidades de elección.
Nos encontramos así con que la libertad de investigación dada al hombre conduce toda la creación de tal modo que Dios parece haber eliminado cualquier presión que lleve a la evolución en un determinado sentido. Siguiendo de nuevo a Schmitz-Moormann, “lo mínimo que podríamos decir es que el Creador parece mucho más interesado en su deseo de ver que la libertad evolucione libremente que en imponer su voluntad sobre la creación.
Es entonces cuando comienza a cobrar sentido la enorme cantidad de desechos que hay en el universo”. La “creatio libera” fue más importante para el Creador que el hecho de imponer su voluntad ordenándolo todo, de tal modo que asumió la aparición del mal en la evolución para que la libertad pudiera alcanzar el nivel de la libertad humana, puesta de manifiesto en su colaboración en esa misma creación.
Conclusión
Se suele aceptar que la forma normal en que Dios interactúa con este universo es sosteniendo su creación en su camino hacia niveles superiores de complejidad y de conciencia mediante la llamada creadora del amor. Dios llama al universo a salir de la nada para que sea cada vez más semejante e Él.
Para ello, Dios no deja de ser creador, sino que su creación se convierte en una co-creación en la que interviene el hombre. En ella, la investigación llevada a cabo por el hombre, considerada como una colaboración en la obra creadora de Dios, como colaboración en la “creatio continua”, en la “creatio appellata” y en la “creatio libera”, no sólo no es una idea peligrosa sino que, al contrario, se convierte en el cumplimiento de la misión y de la vocación que el hombre tiene encomendadas en su vida.
Pero llevadas a cabo con una profunda ética de la responsabilidad no sólo presente sino también futura. La libertad creadora de Dios llega hasta fiarse de nosotros mismos, de nuestras manos, de nuestra propia libertad. Una libertad que significa responsabilidad creadora para inventar lo mejor, para que el hombre pueda realizarse como persona hecha a imagen y semejanza de Dios.
Por eso el hombre no debe tener miedo al poder de la libertad creadora: le ha sido dada por su propio creador. En la posibilidad que tiene el hombre de realizar decisiones libres es donde mejor se expresa el ser específicamente humano. Y la colaboración en la creación, que llega a ser “capax Dei” en el ser humano, está llamada a responder al Creador con el amor. Esa es la grandeza de la investigación.
Eduardo García Peregrín es Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Granada, Académico y colaborador de la Cátedra CTR.