La revista Vida Nueva, en el número correspondiente al intervalo del 14 al 20 de febrero de 2015, el número 2929, en la página 47, en el capítulo de “Libros Fe-Ciencia ” ofrece una recensión del ensayo “Biología y Espíritu ”, del genetista Andrés Moya, con el título “Una renovada vía de diálogo”. Está firmada por José Ramón Amor. Inicia el comentario con elogios a la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad Comillas (gracias, por lo que nos toca!!!). La recensión finaliza con estas palabras: “Tal vez el punto menos estudiado sea el de la espiritualidad, por lo que – en mi opinión – lo menos acertado de esta obra es, precisamente, el título de la misma”.
Pero ¿es esto así? ¿Se ha marginado el tema de la espiritualidad del contenido del libro? ¿Qué concepto de espiritualidad esperaba encontrar el autor de la recensión? ¿No se trata de un caso de reduccionismo aplicado a una experiencia tan honda como es la de la espiritualidad?
La espiritualidad es pluriforme
En repetidas ocasiones hemos acudido en nuestra revista al tema siempre sugerente y pluriforme de la espiritualidad. En un reciente ensayo, Los humanos, la espiritualidad y la evolución cósmica (Les humains, la spiritualité et l’évolution cosmique) de David Molineaux, describe la espiritualidad de un modo similar al del libro que comentamos. Escribe: “Cuando se habla de espiritualidad, la tendencia habitual moderna es de suponer que se trata de una cualidad específicamente humana. Aquí quiero sugerir que es posible entender la espiritualidad en un sentido mucho más amplio, como atributo esencial de todos los seres en el Universo, desde un átomo a un alerce o a una galaxia”.
Y más adelante: “Para el mundo moderno en general, esta idea parece extraña: un supuesto más o menos universal de nuestra cultura es que sólo los humanos tenemos conciencia y sentir, y por ende espiritualidad. Esta percepción refleja el dualismo que heredamos de algunas vertientes de la tradición intelectual occidental, y que se expresaba con mucha nitidez en el pensamiento de René Descartes, uno de los grandes arquitectos de la cosmovisión moderna. Para el cartesianismo, sólo la mente humana es consciente; el mundo de la naturaleza obedece a leyes estrictamente mecánicas. Ni siquiera los animales tienen sensibilidad: si golpeamos a un perro, el animal emite chillidos; pero estos sonidos son como el chirriar de una máquina mal lubricada”.
Y prosigue: “En la ciencia contemporánea, sin embargo, están naciendo paradigmas nuevos. Basta recordar la irrupción, en el siglo XX, de la teoría de la relatividad, la física cuántica, la teoría de sistemas, y la teoría del caos. Como todos sabemos, una de las novedades científicas más fundamentales del siglo XX fue la teoría del llamado «Big Bang», la cual postula que el Universo nació hace unos 14 mil millones de años desde un punto infinitesimal y casi infinitamente denso y caliente; y que desde entonces se ha ido expandiendo, enfriando y… transformando”.
Recuperar la espiritualidad desde otro paradigma
Para intentar recuperar el sentido de la espiritualidad en un mundo pluricultural e interreligioso, acudimos al Exordio del ensayo de Andrés Moya, “Biología y Espíritu. Se trata de un extenso y denso prólogo firmado por Diego Bermejo, profesor de la Universidad de Deusto, y ya conocido de los seguidores de Tendencias21 de las Religiones en el que sitúa el texto de Andrés Moya (que puede no ser bien comprendido por no científicos) en su verdadera dimensión.
Bermejo ha leído y estudiado detenidamente la obra filosófica de Andrés Moya y resitúa el sentido que confiere a la espiritualidad en su marco apropiado (en un reciente artículo de Tendencias21 de las Religiones, Bermejo también explica la obra de Moya).
Pero ¿es esto así? ¿Se ha marginado el tema de la espiritualidad del contenido del libro? ¿Qué concepto de espiritualidad esperaba encontrar el autor de la recensión? ¿No se trata de un caso de reduccionismo aplicado a una experiencia tan honda como es la de la espiritualidad?
La espiritualidad es pluriforme
En repetidas ocasiones hemos acudido en nuestra revista al tema siempre sugerente y pluriforme de la espiritualidad. En un reciente ensayo, Los humanos, la espiritualidad y la evolución cósmica (Les humains, la spiritualité et l’évolution cosmique) de David Molineaux, describe la espiritualidad de un modo similar al del libro que comentamos. Escribe: “Cuando se habla de espiritualidad, la tendencia habitual moderna es de suponer que se trata de una cualidad específicamente humana. Aquí quiero sugerir que es posible entender la espiritualidad en un sentido mucho más amplio, como atributo esencial de todos los seres en el Universo, desde un átomo a un alerce o a una galaxia”.
Y más adelante: “Para el mundo moderno en general, esta idea parece extraña: un supuesto más o menos universal de nuestra cultura es que sólo los humanos tenemos conciencia y sentir, y por ende espiritualidad. Esta percepción refleja el dualismo que heredamos de algunas vertientes de la tradición intelectual occidental, y que se expresaba con mucha nitidez en el pensamiento de René Descartes, uno de los grandes arquitectos de la cosmovisión moderna. Para el cartesianismo, sólo la mente humana es consciente; el mundo de la naturaleza obedece a leyes estrictamente mecánicas. Ni siquiera los animales tienen sensibilidad: si golpeamos a un perro, el animal emite chillidos; pero estos sonidos son como el chirriar de una máquina mal lubricada”.
Y prosigue: “En la ciencia contemporánea, sin embargo, están naciendo paradigmas nuevos. Basta recordar la irrupción, en el siglo XX, de la teoría de la relatividad, la física cuántica, la teoría de sistemas, y la teoría del caos. Como todos sabemos, una de las novedades científicas más fundamentales del siglo XX fue la teoría del llamado «Big Bang», la cual postula que el Universo nació hace unos 14 mil millones de años desde un punto infinitesimal y casi infinitamente denso y caliente; y que desde entonces se ha ido expandiendo, enfriando y… transformando”.
Recuperar la espiritualidad desde otro paradigma
Para intentar recuperar el sentido de la espiritualidad en un mundo pluricultural e interreligioso, acudimos al Exordio del ensayo de Andrés Moya, “Biología y Espíritu. Se trata de un extenso y denso prólogo firmado por Diego Bermejo, profesor de la Universidad de Deusto, y ya conocido de los seguidores de Tendencias21 de las Religiones en el que sitúa el texto de Andrés Moya (que puede no ser bien comprendido por no científicos) en su verdadera dimensión.
Bermejo ha leído y estudiado detenidamente la obra filosófica de Andrés Moya y resitúa el sentido que confiere a la espiritualidad en su marco apropiado (en un reciente artículo de Tendencias21 de las Religiones, Bermejo también explica la obra de Moya).
Biografía académica
Andrés Moya cursó simultáneamente los estudios de Biología y Filosofía en la Universidad de Valencia. Obtuvo el doctorado en Biología en 1983 y el de Filosofía, con premio extraordinario, en 1988 por la misma entidad académica. En 1986 formó el grupo de Genética Evolutiva del Departamento de Genética de la Universidad de Valencia, de la cual es catedrático desde 1993.
Fue director de este departamento entre 1995 y 1998. Además, ha sido promotor del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutiva de la Universitat de València, el cual dirigió desde 1998 hasta 2010; del Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y del Consejo Superior de Investigación y Salud Pública de Valencia. Es miembro de varias sociedades científicas internacionales y del consejo editorial de revistas. Ha sido miembro del Consejo de la Sociedad Europea de Biología Evolutiva y es presidente de la Sociedad Española de Biología Evolutiva. Además, es miembro del Consejo Asesor de la Cátedra de Divulgación de la Ciencia de la Universidad de Valencia.
Ha recibido diversos premios y reconocimientos: premio Ciutat de Barcelona de Investigación Científica 1996; Diario Médico 2006, Diploma del Presidente de la Generalitat Valenciana por investigación biomédica 2010 y Premio Nacional de Genética 2012. Es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia desde 1998.
Además de sus publicaciones estrictamente científicas, realiza un trabajo intenso de divulgación científica a través de revistas y organismos (Mètode, SESBE) y ensayos, entre los que destacamos: Naturaleza y futuro del hombre, Pensar desde la ciencia, Evolución, Simbiosis o el presente Biología y Espíritu, cuya referencia completa puede verse en la bibiolografía final.
Andrés Moya cursó simultáneamente los estudios de Biología y Filosofía en la Universidad de Valencia. Obtuvo el doctorado en Biología en 1983 y el de Filosofía, con premio extraordinario, en 1988 por la misma entidad académica. En 1986 formó el grupo de Genética Evolutiva del Departamento de Genética de la Universidad de Valencia, de la cual es catedrático desde 1993.
Fue director de este departamento entre 1995 y 1998. Además, ha sido promotor del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutiva de la Universitat de València, el cual dirigió desde 1998 hasta 2010; del Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y del Consejo Superior de Investigación y Salud Pública de Valencia. Es miembro de varias sociedades científicas internacionales y del consejo editorial de revistas. Ha sido miembro del Consejo de la Sociedad Europea de Biología Evolutiva y es presidente de la Sociedad Española de Biología Evolutiva. Además, es miembro del Consejo Asesor de la Cátedra de Divulgación de la Ciencia de la Universidad de Valencia.
Ha recibido diversos premios y reconocimientos: premio Ciutat de Barcelona de Investigación Científica 1996; Diario Médico 2006, Diploma del Presidente de la Generalitat Valenciana por investigación biomédica 2010 y Premio Nacional de Genética 2012. Es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia desde 1998.
Además de sus publicaciones estrictamente científicas, realiza un trabajo intenso de divulgación científica a través de revistas y organismos (Mètode, SESBE) y ensayos, entre los que destacamos: Naturaleza y futuro del hombre, Pensar desde la ciencia, Evolución, Simbiosis o el presente Biología y Espíritu, cuya referencia completa puede verse en la bibiolografía final.
Andrés Moya, un científico melancólico
Con el título “Andrés Moya, un científico melancólico ”, Diego Bermejo escribe: “Die Wissenschaft denkt nicht” (“La ciencia no piensa”) sentenció Heidegger (Martin Heidegger, Was heisst Denken?, in: Id., Vorträge und Aufsätze, Neske, Stuttgart, 1997, p. 127)“ “La razón es simple: porque ha reducido la realidad a cosa y la relación del hombre con el mundo a una relación cosificante en la que no cabe ya la pregunta por el ser y su sentido, sino el cálculo objetivo. Para el filósofo alemán no se puede pensar desde la ciencia, aunque la ciencia remite necesariamente a “otro lugar”, al terreno del pensar poético. Y esta remitencia dejaría en evidencia el abismo insuperable que media entre ambos. Heidegger estaría insinuando que habría que abandonar la lógica occidental del pensar objetivante, dar cuenta del desarrollo de este modo de pensar y abrirse al ser, que no se deja demostrar sino solo mostrar, en los indicios poéticos de un lenguaje referido a sí mismo como casa propia en la que habita el ser humano. En el fondo late la cuestión de cuál es el lugar propio del pensamiento, si las ciencias o las humanidades; un viejo debate cuya solución, intuyó Heidegger, vendría de más allá de las versiones habituales del cientificismo y del humanismo, y que Andrés Moya cree superado, gracias a Darwin y a la teoría de la evolución”.
Retomar el debate sobre las dos culturas
El punto de partida para entender rectamente el texto de Andrés Moya debe situarse en el debate abierto de hace medio siglo sobre la superación del antagonismo entre las dos culturas: la humanista y la científica. Moya apuesta por considerarse científico y humanista. Y eso es posible y necesario.
Siguiendo el hilo de Diego Bermejo, “Snow popularizó con la expresión “las dos culturas” el divorcio existente entre las dos mentalidades en que creía ver cristalizado el modo de ser occidental, la humanística y la científica, y apuntó a la posibilidad de una “tercera cultura”, que Brockman pensó “más allá de la revolución científica” y que superaría el puente entre las dos anteriores [C. P. Snow, The Two Cultures, Cambridge UP, Cambridge, 2001 [or. 1959]. J. Brockman, The Third Culture. Beyond the Scientific Revolution, Simon and Schuster, New York, 1995 (La tercera cultura, Busquets, Barcelona , 1996)”.
Desde nuestro punto de vista, las tesis de Brockman han ido derivando hacia un cientificismo reduccionista que proclama la superioridad de las ciencias de la naturaleza sobre las humanidades. De modo que las humanidades han sido abducidas por las ciencias. Pero esta postura parece haber sido superada. Primero fue superada por Stephen Jay Gould y más cercanamente por Edward O. Wilson en su último libro “El significado de la existencia humana ”.
“Entre cientificismo (prosigue Bermejo) –solo materia y, por tanto, solo ciencia: superioridad y exclusividad de las “ciencias de la naturaleza” (Naturwissenschaften) en la obtención de conocimiento objetivo por medio del método científico empírico/positivo– y humanismo –solo espíritu y, por tanto, superioridad y singularidad de las “ciencias del espíritu” (Geistwissenschafen) para dotar de singularidad al ser humano respecto de los otros seres a partir del lenguaje y la simbolización– existe un territorio mestizo, propiciado por el avance de las recientes ciencias de la vida y la teoría de la evolución, que obliga a pensar desde la ciencia cuestiones que parecían patrimonio exclusivo de las humanidades: la naturaleza y sentido del ser humano y de la vida”.
El naturalismo parecía triunfar sobre las humanidades
El profesor Diego Bermejo explora el territorio de las ciencias de la naturaleza, excesivamente volcadas hacia posturas naturalistas: “La revolución copernicana que permitió someter a observación y experimento al mundo inanimado, materia muerta, explicándolo a partir de leyes físicas, ha culminado en la revolución darwiniana, que se atrevía a explicar el mundo vivo como materia viva, incluida la materia humana, a partir de leyes biológicas y evolutivas, un terreno que en principio parecía vedado a la ciencia experimental”.
Y continúa: “Con ello la especie humana pasaba a formar parte de la historia de la vida en unidad de destino azaroso con el resto de las especies vivas. A partir de entonces, las preguntas metafísicas sobre el ser humano y la vida pasan inexorablemente por la ciencia, por los hallazgos biológicos en biología molecular y evolutiva, biogénetica, bioquímica, neurobiología, sociobiología, psicología evolutiva, biocomputerización, etc. Y, en el ámbito de la biología, sabemos desde Dobzhanski que “nada tiene sentido sino a la luz de la teoría de la evolución” [Th. Dobzhansky, Genetics of Evolutionary Process, Columbia UP, New York, 1970: “…in biology, nothing makes sense except in the light of evolution”]”.
¿Ha muerto la metafísica?
Según Bermejo, la acusación de cientificismo dirigida contra la ciencia, con la intención de descalificarla globalmente en cuanto instancia válida para dar razón de la singular condición humana, descansa frecuentemente, además de en otras razones pertinentes, en la ignorancia proverbial que demuestran los humanistas en cuestiones de ciencia. Ignorancia similar –también urge decirlo– a la que demuestran científicos en cuestiones humanísticas, descalificadas precipitadamente como cuestiones sin sentido porque no se dejan reducir al lecho de Procusto del método empírico.
Nos movemos ahora en un terreno bien conocido por Bermejo que ha sido editor de un extenso volumen interdisciplinar: Pensar después de Darwin. Ciencia, filosofía y teología en diálogo (Sal Terrae, Universidad Comillas, 2014). Defender la posibilidad filosófica de un diálogo y de un encuentro entre epistemologías aparentemente irreductibles, es un reto que afronta con valentía.
“Contra este desencuentro, poco ilustrado, -prosigue- se multiplican en la actualidad los ejemplos de científicos que se “atreven” a hacer filosofía y de filósofos que se “convierten” a la ciencia. Andrés Moya muestra su convencimiento de que se debe y se puede superar ese hiato profundo entre las dos almas en que habría desembocado nuestra cultura occidental, a partir, sobre todo, de los avances que la biología evolutiva, y en general las ciencias de la vida, podrían proporcionar como territorio común sobre el que pensar y desde el que pensar”.
Con el título “Andrés Moya, un científico melancólico ”, Diego Bermejo escribe: “Die Wissenschaft denkt nicht” (“La ciencia no piensa”) sentenció Heidegger (Martin Heidegger, Was heisst Denken?, in: Id., Vorträge und Aufsätze, Neske, Stuttgart, 1997, p. 127)“ “La razón es simple: porque ha reducido la realidad a cosa y la relación del hombre con el mundo a una relación cosificante en la que no cabe ya la pregunta por el ser y su sentido, sino el cálculo objetivo. Para el filósofo alemán no se puede pensar desde la ciencia, aunque la ciencia remite necesariamente a “otro lugar”, al terreno del pensar poético. Y esta remitencia dejaría en evidencia el abismo insuperable que media entre ambos. Heidegger estaría insinuando que habría que abandonar la lógica occidental del pensar objetivante, dar cuenta del desarrollo de este modo de pensar y abrirse al ser, que no se deja demostrar sino solo mostrar, en los indicios poéticos de un lenguaje referido a sí mismo como casa propia en la que habita el ser humano. En el fondo late la cuestión de cuál es el lugar propio del pensamiento, si las ciencias o las humanidades; un viejo debate cuya solución, intuyó Heidegger, vendría de más allá de las versiones habituales del cientificismo y del humanismo, y que Andrés Moya cree superado, gracias a Darwin y a la teoría de la evolución”.
Retomar el debate sobre las dos culturas
El punto de partida para entender rectamente el texto de Andrés Moya debe situarse en el debate abierto de hace medio siglo sobre la superación del antagonismo entre las dos culturas: la humanista y la científica. Moya apuesta por considerarse científico y humanista. Y eso es posible y necesario.
Siguiendo el hilo de Diego Bermejo, “Snow popularizó con la expresión “las dos culturas” el divorcio existente entre las dos mentalidades en que creía ver cristalizado el modo de ser occidental, la humanística y la científica, y apuntó a la posibilidad de una “tercera cultura”, que Brockman pensó “más allá de la revolución científica” y que superaría el puente entre las dos anteriores [C. P. Snow, The Two Cultures, Cambridge UP, Cambridge, 2001 [or. 1959]. J. Brockman, The Third Culture. Beyond the Scientific Revolution, Simon and Schuster, New York, 1995 (La tercera cultura, Busquets, Barcelona , 1996)”.
Desde nuestro punto de vista, las tesis de Brockman han ido derivando hacia un cientificismo reduccionista que proclama la superioridad de las ciencias de la naturaleza sobre las humanidades. De modo que las humanidades han sido abducidas por las ciencias. Pero esta postura parece haber sido superada. Primero fue superada por Stephen Jay Gould y más cercanamente por Edward O. Wilson en su último libro “El significado de la existencia humana ”.
“Entre cientificismo (prosigue Bermejo) –solo materia y, por tanto, solo ciencia: superioridad y exclusividad de las “ciencias de la naturaleza” (Naturwissenschaften) en la obtención de conocimiento objetivo por medio del método científico empírico/positivo– y humanismo –solo espíritu y, por tanto, superioridad y singularidad de las “ciencias del espíritu” (Geistwissenschafen) para dotar de singularidad al ser humano respecto de los otros seres a partir del lenguaje y la simbolización– existe un territorio mestizo, propiciado por el avance de las recientes ciencias de la vida y la teoría de la evolución, que obliga a pensar desde la ciencia cuestiones que parecían patrimonio exclusivo de las humanidades: la naturaleza y sentido del ser humano y de la vida”.
El naturalismo parecía triunfar sobre las humanidades
El profesor Diego Bermejo explora el territorio de las ciencias de la naturaleza, excesivamente volcadas hacia posturas naturalistas: “La revolución copernicana que permitió someter a observación y experimento al mundo inanimado, materia muerta, explicándolo a partir de leyes físicas, ha culminado en la revolución darwiniana, que se atrevía a explicar el mundo vivo como materia viva, incluida la materia humana, a partir de leyes biológicas y evolutivas, un terreno que en principio parecía vedado a la ciencia experimental”.
Y continúa: “Con ello la especie humana pasaba a formar parte de la historia de la vida en unidad de destino azaroso con el resto de las especies vivas. A partir de entonces, las preguntas metafísicas sobre el ser humano y la vida pasan inexorablemente por la ciencia, por los hallazgos biológicos en biología molecular y evolutiva, biogénetica, bioquímica, neurobiología, sociobiología, psicología evolutiva, biocomputerización, etc. Y, en el ámbito de la biología, sabemos desde Dobzhanski que “nada tiene sentido sino a la luz de la teoría de la evolución” [Th. Dobzhansky, Genetics of Evolutionary Process, Columbia UP, New York, 1970: “…in biology, nothing makes sense except in the light of evolution”]”.
¿Ha muerto la metafísica?
Según Bermejo, la acusación de cientificismo dirigida contra la ciencia, con la intención de descalificarla globalmente en cuanto instancia válida para dar razón de la singular condición humana, descansa frecuentemente, además de en otras razones pertinentes, en la ignorancia proverbial que demuestran los humanistas en cuestiones de ciencia. Ignorancia similar –también urge decirlo– a la que demuestran científicos en cuestiones humanísticas, descalificadas precipitadamente como cuestiones sin sentido porque no se dejan reducir al lecho de Procusto del método empírico.
Nos movemos ahora en un terreno bien conocido por Bermejo que ha sido editor de un extenso volumen interdisciplinar: Pensar después de Darwin. Ciencia, filosofía y teología en diálogo (Sal Terrae, Universidad Comillas, 2014). Defender la posibilidad filosófica de un diálogo y de un encuentro entre epistemologías aparentemente irreductibles, es un reto que afronta con valentía.
“Contra este desencuentro, poco ilustrado, -prosigue- se multiplican en la actualidad los ejemplos de científicos que se “atreven” a hacer filosofía y de filósofos que se “convierten” a la ciencia. Andrés Moya muestra su convencimiento de que se debe y se puede superar ese hiato profundo entre las dos almas en que habría desembocado nuestra cultura occidental, a partir, sobre todo, de los avances que la biología evolutiva, y en general las ciencias de la vida, podrían proporcionar como territorio común sobre el que pensar y desde el que pensar”.
La ciencia como protofilosofía
El refugio tradicional en “lo inefable”, estrategia para salvar un reducto propiamente humanístico y sustraído a la ciencia positiva, se desvela y se deja explicar científicamente: “La ciencia se convierte, de forma creciente, en permanente ganadora de terreno al mar de lo inefable”, porque “desde la ciencia ″se puede interpretar″ el conocimiento general” (A. Moya, Pensar desde la ciencia, o. c., p. 71).
La inversión demandada –pensar desde la ciencia– descansa, para Moya, en la constatación creciente de que la ciencia no es “una forma más de conocimiento”, desacreditada además por la mentalidad humanística como forma particular y metodológicamente reduccionista; sino la forma esencial del conocimiento como tal y base explicativa del funcionamiento de las otras.
La ciencia podría convertirse en protofilosofía, en filosofía primera, que Moya denomina “metafilosofía” o “metafilosofía científica”: no una filosofía de la ciencia que otorgaría papel preponderante sobre la ciencia a la filosofía considerada como metalenguaje, sino una ciencia de la filosofía o metafilosofía científica que piensa la realidad, la verdad y el conocimiento desde la teoría/hecho de la evolución como punto de partida y clave explicativa de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, de nuestras ideas y de nuestros comportamientos, de nuestras teorías y sistemas culturales, éticos, artísticos y religiosos.
Pensamiento en evolución
El mismo Moya describe la evolución de su pensamiento a partir de sus últimos libros, fundamentalmente biofilosóficos, en los que pretende hacer, más que filosofía de la biología, biología de la filosofía, es decir, repensar los grandes temas humanísticos a la luz del pensamiento evolucionista.
“En Pensar desde la ciencia abogo por el pensar independiente y no cientificista desde la ciencia, reclamando para ella el interés legítimo por entrar en la arena de los grandes asuntos que siempre han interesado al pensamiento occidental. También sostengo la tesis del carácter melancólico del hombre de ciencia que, ahora, queda obviada al plantear una solución, de corte científico, al nihilismo que supone el sabernos bien totalmente determinados o bien totalmente solos. Finalmente reivindico, al igual que haré aquí de forma todavía más exigente, un cierto regreso a la ciencia académica y a la investigación independiente y públicamente costeada. En la segunda obra, Evolución: puente entre dos culturas, defiendo una vía continental, con precedentes bien conocidos en la cultura europea, de lo que sería el regreso a una unificación de saberes científicos y humanísticos. Y la teoría de la evolución es el puente ideal, probablemente el mejor de todos los posibles, para retomar de nuevo esa vieja aspiración ilustrada que debiera cristalizar en un regreso a los saberes clásicos de la educación, considerando la ciencia como el primero de ellos”.
En el libro Naturaleza y futuro del hombre pretende ir más allá de la naturalización darwinista y tratar de responder al nihilismo y pesimismo existencial que plantea la elevación del darwinismo o del determinismo génico dawkinsiano a tesis metafísica –el ser humano sería un mero accidente en la historia de la evolución y la vida humana una estrategia al servicio de la supervivencia de los genes– con la tesis de la transevolución y la transhumanización, es decir, un nuevo estadio en la historia de la evolución caracterizado por la capacidad, insospechada hasta ahora, de intervenir directamente en el control y dirección del proceso evolutivo planetario y humano:
“Sostengo, frente a tal pesimismo existencial, -escribe Moya- la tesis de la capacidad de ese ser singular que llamamos hombre de poder subvertir su naturaleza, esté o no gobernada por tales replicadores [sc. génicos]. La historia de nuestra especie es una historia de intervencionismo progresivo, progresivamente más racional, que pone de manifiesto que ha ido dominando, en clave interna, su naturaleza y, en clave externa, la naturaleza de otros entes. La única forma de obviar, además, el nihilismo derivado de conocer que somos productos de la evolución del Universo y, dentro de él, del planeta Tierra, y que estamos aquí igual que podríamos no estar, es decidir qué vamos a hacer con nosotros mismos, con el buen entendimiento de que disponemos, y saber que dispondremos, cada vez más, de capacidad para intervenir en lo natural… Los hitos fundamentales de la cultura de nuestro tiempo nos sugieren mundos y entes radicalmente nuevos y artificiales. La evolución no es que se detenga, sino que estamos en condiciones de orientarla, e ir haciéndolo de forma progresivamente más efectiva”.
Biología y espíritu
Siguiendo el exordio de Diego Bermejo, diríamos que todos estos temas se continúan en el libro que presentamos, Biología y Espíritu , pero matizando tesis anteriores y acercándose a la teología y a las visiones espirituales del ser humano y del universo. Aquí Moya se encuentra cada vez más próximo a las tradiciones religiosas y espirituales por la propia evolución de su pensamiento.
Incorporando fenómenos como la constatación en la materia de un proceso de emergencias de complejidad ascendente, Andrés Moya termina postulando la aceptabilidad racional de una interpretación en clave de proceso de espiritualización creciente del ser humano y del universo, próxima a interpretaciones de raíz teológica (dialoga, en concreto, con Pierre Teilhard de Chardin, Theodosius Dobzhansky y Tipler), tal como él mismo deja apuntadas ya en el prólogo: “algunas de las tesis que trato aquí difieren en forma sustancial respecto de concepciones previas. La primera [tesis] tiene que ver con el papel de la ciencia y su relación con otras formas de conocimiento. Así, mientras que en el pasado sostenía la tesis de la competitividad de la ciencia con respecto a otras formas de aprehensión de la verdad o la realidad de los entes, ahora abogo por una necesaria reconciliación entre ciencia y no ciencia, reconciliación que entiendo fundamental, esencial, para dar sentido a la existencia”.
Y prosigue Moya: ”La segunda [tesis] está relacionada con la naturaleza de la transformación humana y su eventual evolución hacia entes progresivamente menos materiales. En obras previas he estado más próximo a la radical contingencia del ente humano, mayor que la de cualquier otro ente vivo. Ahora esbozo la posibilidad de un proceso de evolución natural de la materia hacia la complejidad, particularmente la de los entes vivos. Ciertas propiedades o características del ente humano, al igual que la emergencia en sí de la vida en su momento, podrían ser razonablemente aceptables aquí y en otros lugares del Universo”.
Y concluye Moya: “Finalmente, mientras que en el pasado he llevado a cabo reflexiones, con cierto soporte racional, en torno al futuro del hombre, aquí exploro la eventual convergencia que esa tesis tiene con cosmovisiones y teologías, en la medida en que unas y otras dan soporte o se apoyan en la espiritualización del ente humano y del Universo”.
Superar el divorcio de las dos culturas
Andrés Moya representa un intento serio por superar el divorcio entre las “dos culturas”. Cientista convencido pero no ingenuo y filósofo lúcido, oscila entre las dos sensibilidades, consciente tanto de los retos acuciantes que se plantea la ciencia como de los retos que la ciencia plantea. Distingue, siguiendo a Castrodezza, dos tipos de ciencia, la “ciencia faústica” y la “ciencia prometeica” [ver A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., pp. 21. 30. 171]
La ciencia faústica se caracterizaría, podríamos decir, por una desmesura epistemológica (omnisciencia) y por una supuesta neutralidad ética (omnipotencia del imperativo técnico), mientras que la ciencia prometeica se caracterizaría por una mesura epistemológica basada en el racionalismo crítico y en la responsabilidad social. Pero una cosa es reconocer en principio y explícitamente –como repite Moya– la legitimidad de una pluralidad de fuentes de conocimiento, además de la ciencia, para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana en el mundo, y otra es el intento de conciliación entre ellas desde la primacía de la ciencia. Aunque intenta “pensar desde la ciencia”, el topos científico condiciona el pensar. Hasta tal punto que, no solo la naturaleza, sino el futuro del ser humano se cuestionan desde la misma ciencia.
Moya – y seguimos a Diego Bermejo - propone los conceptos de “transevolución” y “transhumanismo” para describir el futuro del ser humano, a partir del desarrollo reciente de las tecnociencias y la potencialidad de que un proceso creciente de artificialización complete, supere, transforme, y también problematice, la naturaleza humana. La relevancia de este proceso, que conduce de la naturalización darwiniana a la desnaturalización postdarwiniana del ser humano, se intuye en las expectativas novedosas que genera la tecnociencia y que nuestro biólogo/filósofo no duda en calificar de “tercera revolución copernicana” con consecuencias extraordinarias de naturaleza ontológica para el ser humano.
El refugio tradicional en “lo inefable”, estrategia para salvar un reducto propiamente humanístico y sustraído a la ciencia positiva, se desvela y se deja explicar científicamente: “La ciencia se convierte, de forma creciente, en permanente ganadora de terreno al mar de lo inefable”, porque “desde la ciencia ″se puede interpretar″ el conocimiento general” (A. Moya, Pensar desde la ciencia, o. c., p. 71).
La inversión demandada –pensar desde la ciencia– descansa, para Moya, en la constatación creciente de que la ciencia no es “una forma más de conocimiento”, desacreditada además por la mentalidad humanística como forma particular y metodológicamente reduccionista; sino la forma esencial del conocimiento como tal y base explicativa del funcionamiento de las otras.
La ciencia podría convertirse en protofilosofía, en filosofía primera, que Moya denomina “metafilosofía” o “metafilosofía científica”: no una filosofía de la ciencia que otorgaría papel preponderante sobre la ciencia a la filosofía considerada como metalenguaje, sino una ciencia de la filosofía o metafilosofía científica que piensa la realidad, la verdad y el conocimiento desde la teoría/hecho de la evolución como punto de partida y clave explicativa de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, de nuestras ideas y de nuestros comportamientos, de nuestras teorías y sistemas culturales, éticos, artísticos y religiosos.
Pensamiento en evolución
El mismo Moya describe la evolución de su pensamiento a partir de sus últimos libros, fundamentalmente biofilosóficos, en los que pretende hacer, más que filosofía de la biología, biología de la filosofía, es decir, repensar los grandes temas humanísticos a la luz del pensamiento evolucionista.
“En Pensar desde la ciencia abogo por el pensar independiente y no cientificista desde la ciencia, reclamando para ella el interés legítimo por entrar en la arena de los grandes asuntos que siempre han interesado al pensamiento occidental. También sostengo la tesis del carácter melancólico del hombre de ciencia que, ahora, queda obviada al plantear una solución, de corte científico, al nihilismo que supone el sabernos bien totalmente determinados o bien totalmente solos. Finalmente reivindico, al igual que haré aquí de forma todavía más exigente, un cierto regreso a la ciencia académica y a la investigación independiente y públicamente costeada. En la segunda obra, Evolución: puente entre dos culturas, defiendo una vía continental, con precedentes bien conocidos en la cultura europea, de lo que sería el regreso a una unificación de saberes científicos y humanísticos. Y la teoría de la evolución es el puente ideal, probablemente el mejor de todos los posibles, para retomar de nuevo esa vieja aspiración ilustrada que debiera cristalizar en un regreso a los saberes clásicos de la educación, considerando la ciencia como el primero de ellos”.
En el libro Naturaleza y futuro del hombre pretende ir más allá de la naturalización darwinista y tratar de responder al nihilismo y pesimismo existencial que plantea la elevación del darwinismo o del determinismo génico dawkinsiano a tesis metafísica –el ser humano sería un mero accidente en la historia de la evolución y la vida humana una estrategia al servicio de la supervivencia de los genes– con la tesis de la transevolución y la transhumanización, es decir, un nuevo estadio en la historia de la evolución caracterizado por la capacidad, insospechada hasta ahora, de intervenir directamente en el control y dirección del proceso evolutivo planetario y humano:
“Sostengo, frente a tal pesimismo existencial, -escribe Moya- la tesis de la capacidad de ese ser singular que llamamos hombre de poder subvertir su naturaleza, esté o no gobernada por tales replicadores [sc. génicos]. La historia de nuestra especie es una historia de intervencionismo progresivo, progresivamente más racional, que pone de manifiesto que ha ido dominando, en clave interna, su naturaleza y, en clave externa, la naturaleza de otros entes. La única forma de obviar, además, el nihilismo derivado de conocer que somos productos de la evolución del Universo y, dentro de él, del planeta Tierra, y que estamos aquí igual que podríamos no estar, es decidir qué vamos a hacer con nosotros mismos, con el buen entendimiento de que disponemos, y saber que dispondremos, cada vez más, de capacidad para intervenir en lo natural… Los hitos fundamentales de la cultura de nuestro tiempo nos sugieren mundos y entes radicalmente nuevos y artificiales. La evolución no es que se detenga, sino que estamos en condiciones de orientarla, e ir haciéndolo de forma progresivamente más efectiva”.
Biología y espíritu
Siguiendo el exordio de Diego Bermejo, diríamos que todos estos temas se continúan en el libro que presentamos, Biología y Espíritu , pero matizando tesis anteriores y acercándose a la teología y a las visiones espirituales del ser humano y del universo. Aquí Moya se encuentra cada vez más próximo a las tradiciones religiosas y espirituales por la propia evolución de su pensamiento.
Incorporando fenómenos como la constatación en la materia de un proceso de emergencias de complejidad ascendente, Andrés Moya termina postulando la aceptabilidad racional de una interpretación en clave de proceso de espiritualización creciente del ser humano y del universo, próxima a interpretaciones de raíz teológica (dialoga, en concreto, con Pierre Teilhard de Chardin, Theodosius Dobzhansky y Tipler), tal como él mismo deja apuntadas ya en el prólogo: “algunas de las tesis que trato aquí difieren en forma sustancial respecto de concepciones previas. La primera [tesis] tiene que ver con el papel de la ciencia y su relación con otras formas de conocimiento. Así, mientras que en el pasado sostenía la tesis de la competitividad de la ciencia con respecto a otras formas de aprehensión de la verdad o la realidad de los entes, ahora abogo por una necesaria reconciliación entre ciencia y no ciencia, reconciliación que entiendo fundamental, esencial, para dar sentido a la existencia”.
Y prosigue Moya: ”La segunda [tesis] está relacionada con la naturaleza de la transformación humana y su eventual evolución hacia entes progresivamente menos materiales. En obras previas he estado más próximo a la radical contingencia del ente humano, mayor que la de cualquier otro ente vivo. Ahora esbozo la posibilidad de un proceso de evolución natural de la materia hacia la complejidad, particularmente la de los entes vivos. Ciertas propiedades o características del ente humano, al igual que la emergencia en sí de la vida en su momento, podrían ser razonablemente aceptables aquí y en otros lugares del Universo”.
Y concluye Moya: “Finalmente, mientras que en el pasado he llevado a cabo reflexiones, con cierto soporte racional, en torno al futuro del hombre, aquí exploro la eventual convergencia que esa tesis tiene con cosmovisiones y teologías, en la medida en que unas y otras dan soporte o se apoyan en la espiritualización del ente humano y del Universo”.
Superar el divorcio de las dos culturas
Andrés Moya representa un intento serio por superar el divorcio entre las “dos culturas”. Cientista convencido pero no ingenuo y filósofo lúcido, oscila entre las dos sensibilidades, consciente tanto de los retos acuciantes que se plantea la ciencia como de los retos que la ciencia plantea. Distingue, siguiendo a Castrodezza, dos tipos de ciencia, la “ciencia faústica” y la “ciencia prometeica” [ver A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., pp. 21. 30. 171]
La ciencia faústica se caracterizaría, podríamos decir, por una desmesura epistemológica (omnisciencia) y por una supuesta neutralidad ética (omnipotencia del imperativo técnico), mientras que la ciencia prometeica se caracterizaría por una mesura epistemológica basada en el racionalismo crítico y en la responsabilidad social. Pero una cosa es reconocer en principio y explícitamente –como repite Moya– la legitimidad de una pluralidad de fuentes de conocimiento, además de la ciencia, para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana en el mundo, y otra es el intento de conciliación entre ellas desde la primacía de la ciencia. Aunque intenta “pensar desde la ciencia”, el topos científico condiciona el pensar. Hasta tal punto que, no solo la naturaleza, sino el futuro del ser humano se cuestionan desde la misma ciencia.
Moya – y seguimos a Diego Bermejo - propone los conceptos de “transevolución” y “transhumanismo” para describir el futuro del ser humano, a partir del desarrollo reciente de las tecnociencias y la potencialidad de que un proceso creciente de artificialización complete, supere, transforme, y también problematice, la naturaleza humana. La relevancia de este proceso, que conduce de la naturalización darwiniana a la desnaturalización postdarwiniana del ser humano, se intuye en las expectativas novedosas que genera la tecnociencia y que nuestro biólogo/filósofo no duda en calificar de “tercera revolución copernicana” con consecuencias extraordinarias de naturaleza ontológica para el ser humano.
Evolución y espiritualidad
En el presente libro, Biología y Espíritu, reconoce Moya que nos encontramos con el hecho de que la única especie capaz de reconstruir su historia evolutiva es el ser humano y, por ello, la única que se pregunta por el sentido o sinsentido de dicha consciencia.
Moya –si lo interpretamos correctamente, escribe Diego Bermejo– reconoce que contemplar el hecho de que la evolución natural haya engendrado la conciencia obligaría a preguntarse honestamente por la cuestión del sentido de la conciencia de esta historia que la ciencia revela, más allá (o precisamente por eso) de que su origen haya sido natural, azaroso y selectivo.
¿Por qué o para qué hemos llegado a ser entes racioespirituales? ¿De qué nos sirve? ¿Qué hacer con nuestra inteligencia? Responder que la inteligencia juega un papel funcional, como cualquier otra herramienta evolucionada, al servicio de necesidades adaptativas al medio y del medio a nuestras necesidades, no es sino afirmar algo obvio.
Moya no renuncia a esto, fiel a la tradición filosófica, aunque repensada e interpretada desde la ciencia. ¿En qué sentido se podría hablar de trascendencia desde la propia ciencia? La ciencia trasciende, en un primer sentido, en tanto va más allá del ente concreto y desvela su verdad oculta (acepción clásica de la verdad como aletheia, desvelamiento); la ciencia trasciende, en un segundo sentido, en tanto va más allá de la esencia natural de los entes y crea deliberadamente otros (poiesis/techne, acepción tecnocientífica), trascendiendo incluso la naturaleza externa y la naturaleza propia.
Una ciencia seria que piensa y actúa trasciende la naturaleza, no la reproduce ni sirve a su reproducción necesariamente (otra cuestión es de si para bien o para mal). Tanto si se considera al ser humano como producto final o producto singular de la evolución, el hecho es que el hombre se rebela contra la esclavitud genética y puede intervenir incluso sobre los genes.
Ciencia, espiritualidad y sentido
Naturalizar el espíritu –siguiendo la interpretación que hace Diego Bermejo del hilo de pensamiento de Andrés Moya– podría significar, desde la perspectiva de la transevolución, entenderlo como materia que se autotrasciende, como espiritualización de la materia.
Nos encontramos aquí dentro del ámbito de las reflexiones teilhardianas que, con ocasión de los 60 años de su fallecimiento, están realizando las Asociaciones de Amigos de Teilhard, así como a las aportaciones del teólogo Philip Clayton desde sus supuestos emergentismos. En esta línea, para Moya, la espiritualidad podría entenderse como la tendencia a una complejidad creciente que conduce a la autoconciencia y la autotransformación. Matería y espíritu representan categorías complementarias dentro de una concepción monista de la realidad entendida como naturaleza viva y creativa.
El avance de la ciencia permite imaginar “una ciencia que progresivamente, partiendo de supuestos materialistas, devendrá menos y menos materialista”, reconoce Moya. Sin embargo, la cuestión del sentido preocupa a Moya, tanto del sentido científico como del sentido existencial que entiende como “tensión esencial”: “La perplejidad que provoca la existencia es una constante a lo largo de la historia. El pensamiento sin asideros sobre nuestra existencia conduce a la angustia y la soledad. Tal ejercicio no va asociado a logro positivo alguno, y los logros positivos de la razón no sirven para satisfacer las inquietudes suscitadas por el pensamiento sobre el sentido de la existencia”.
Enfrentarse a la cuestión del sentido puede conducir para Moya a cuatro posturas: afirmar el absurdo, afirmar el sentido (desde el humanismo o desde la religión), suspender la cuestión o evitar/distraer la cuestión. Pero, en cualquier caso, “indefectiblemente estamos abocados, por la naturaleza de nuestra inteligencia, a pensar en el sentido de la vida”.
En escritos intimistas como éste, Pensar desde la ciencia, donde se deslizan confesiones sobre lecturas preferidas del autor, no es casual que cite a Unamuno, Kierkegaard o Nietzsche; y que considere al científico serio (él mismo) como “experimentador intimista”, imbuido de un talante trágico, condenado a la melancolía y soledad existenciales.
Acercamiento entre ciencia y religión
Siguiendo el hilo del razonamiento de Diego Bermejo, observamos un vaivén, no resuelto del todo, propio de la doble alma de científico y filósofo en que habita Moya, entre humanismo y cientismo que, más allá de declaraciones explícitas a favor de su superación, no termina de estabilizarse.
Pero entendemos que esa tensión es, precisamente, lo que convierte sus escritos en testimonios de una búsqueda incesante en los límites a los que la razón arroja. Reclama valores éticos en el científico y en el ejercicio de la ciencia, pero no justifica desde dónde y por qué; desde luego, no desde la misma ciencia.
Moya encuentra similitudes entre su postura y la de sus mentores creyentes –aunque interpretándolas desde el naturalismo ateo al que no renuncia– en el estado actual de su reflexión sobre el futuro del ser humano.
Quizá no sea casualidad que, convencido como está de que la ciencia prometeica (búsqueda paciente, seria y honesta de saber) no debe ceder ante la ciencia faústica (intervencionismo precipatado e irresponsable), abogue en su último escrito, y remitiéndose al pensamiento de los autores arriba citados, por un “acercamiento entre ciencia y religión”, viéndose sorprendido él mismo de encontrarse próximo a posturas evolucionistas de autores cuyas convicciones religiosas han inspirado su trabajo científico.
La razón que aduce es la siguiente: “¿Por qué apuesto por la tesis del acercamiento? Puede que sea debido a tener en consideración un muy sano principio en el campo de la ciencia: la generalización o el desarrollo de teorías de gran calado o capacidad explicativa. Probablemente nos proporcione una mayor satisfacción intelectual (y quién sabe si existencial también) poder dar con una explicación razonable que combine sectores alejados o contrapuestos del pensamiento en torno a las relaciones entre la materia y el espíritu, entre la ciencia y los valores”.
Moya no dice más (todavía), pero no dice poco. Su honestidad intelectual de científico/humanista le obliga a llevar la pregunta hasta donde la pregunta lleve. Y la cuestión final a que se ve abocado esta suerte de científico paradójicamente unamuniano, de “científico melancólico”, que es Andrés Moya, es la cuestión del sentido de la vida [A. Moya, Pensar desde la ciencia, pp. 49-51]. Moya cree en la ciencia y cree que la ciencia crea la realidad [“La realidad es producto de la ciencia”, “la ciencia es la realidad”, A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., p. 200], y que la creación científica de realidad otorga sentido a la vida (del científico).
La cuestión del sentido de la vida, resuelta científicamente, conduce únicamente a satisfacer parcial y provisoriamente una demanda “eterna” de conocimiento. Pero un mayor conocimiento no implica necesariamente más bondad o más felicidad. Puede, incluso, conducir a lo contrario, a mayor depravación moral y a mayor insatisfacción vital. La ciencia no basta para dotar de sentido, como reconoce Moya: “Puesta en toda su dimensión explicativa, la ciencia es una forma limitada, aunque sin límite reconocible, de conocimiento de la realidad. Por lo tanto, su método no puede brindar respuestas definitivas, o por lo menos definitivas para los individuos”.
Y es ahí donde al científico honesto, que no renuncia a más verdad y a más sentido, le invade la melancolía. “El individuo deviene melancólico –sostiene Moya con Földényi– cuando su natural incapacidad para entender o darle sentido a su existencia se convierte en algo omnipresente”. Reconoce no saber “si afirmar que se llega a la ciencia por melancolía o que la asunción de la ciencia en toda su dimensión genera melancolía en quien la practica”.
Sentido, ciencia y espiritualidad
Al final del libro, Biología y Espíritu, según apunta Diego Bermejo, Andrés Moya apela a liberar la cuestión del sentido de encorsetamientos axiomáticos y prejuiciados de la tradición filosófica y teológica, para reconsiderarla a la luz de la ciencia, donde la espiritualidad puede encontrar ahora acomodo evolutivo:
“La espiritualidad es un fino logro, primero, de la evolución biológica, y luego de la cultural, pues proporciona paz, nos aleja del desasosiego. En los albores de nuestra existencia, la espiritualidad debió verse favorecida por la selección natural de un tipo de caracteres frente a esos otros generadores de comportamientos dubitativos, los que asustan por la sensación que produce la soledad de sabernos seres inteligentes, sí, pero únicos en el Universo. La espiritualidad, por el contrario, permite sentir unicidad, trascender el propio yo aislado para formar parte de un todo armonioso, alcanzar la convicción de que existe un significado para el Cosmos, con nosotros incardinados en él. ¿Quién no ha experimentado con grado diverso ese particular sentimiento? La racionalidad, al igual que la espiritualidad, tiene grados, y cada uno de nosotros bien pudiera ser una mezcla de ambos en dosis diferentes. En efecto, la distribución de espiritualidad es como la de la inteligencia: tiene base genética compleja y una fuerte componente ambiental y cultural. Por lo tanto, no debe sorprendernos la recurrencia, también, de seres poco o nada espirituales así como la de espíritus con capacidad para sostener el agnosticismo o el ateísmo, aun cuando eso comporte desasosiego y amargura en grados variables” [A. Moya, Biología y Espíritu. Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, p. 69-70].
El “proceso de espiritualización” creciente al que estamos convocados se traduce para Moya en la capacidad de dotar de sentido a la existencia desde el poder que la ciencia pone en nuestras manos, interviniendo activamente en la configuración de nuestro futuro.
Pero queda sin resolver –y en esto coincidimos con Diego Bermejo- desde dónde dota la ciencia de sentido a la vida y para qué. ¿Desde el topos científico actual que provoca tanto certeza como incertidumbre? O desde el topos existencial que demanda valor y sentido, so pena de sucumbir al pesimismo o arrastrar un desasosiego melancólico incurable, si no se quiere huir de la pregunta? El “científico melancólico” hace de la perplejidad y la incertidumbre acicate para seguir buscando sentido existencial a su vocación, mientras el científico al uso se conforma con reducir el sentido de la vida a la acumulación de conocimientos.
En el presente libro, Biología y Espíritu, reconoce Moya que nos encontramos con el hecho de que la única especie capaz de reconstruir su historia evolutiva es el ser humano y, por ello, la única que se pregunta por el sentido o sinsentido de dicha consciencia.
Moya –si lo interpretamos correctamente, escribe Diego Bermejo– reconoce que contemplar el hecho de que la evolución natural haya engendrado la conciencia obligaría a preguntarse honestamente por la cuestión del sentido de la conciencia de esta historia que la ciencia revela, más allá (o precisamente por eso) de que su origen haya sido natural, azaroso y selectivo.
¿Por qué o para qué hemos llegado a ser entes racioespirituales? ¿De qué nos sirve? ¿Qué hacer con nuestra inteligencia? Responder que la inteligencia juega un papel funcional, como cualquier otra herramienta evolucionada, al servicio de necesidades adaptativas al medio y del medio a nuestras necesidades, no es sino afirmar algo obvio.
Moya no renuncia a esto, fiel a la tradición filosófica, aunque repensada e interpretada desde la ciencia. ¿En qué sentido se podría hablar de trascendencia desde la propia ciencia? La ciencia trasciende, en un primer sentido, en tanto va más allá del ente concreto y desvela su verdad oculta (acepción clásica de la verdad como aletheia, desvelamiento); la ciencia trasciende, en un segundo sentido, en tanto va más allá de la esencia natural de los entes y crea deliberadamente otros (poiesis/techne, acepción tecnocientífica), trascendiendo incluso la naturaleza externa y la naturaleza propia.
Una ciencia seria que piensa y actúa trasciende la naturaleza, no la reproduce ni sirve a su reproducción necesariamente (otra cuestión es de si para bien o para mal). Tanto si se considera al ser humano como producto final o producto singular de la evolución, el hecho es que el hombre se rebela contra la esclavitud genética y puede intervenir incluso sobre los genes.
Ciencia, espiritualidad y sentido
Naturalizar el espíritu –siguiendo la interpretación que hace Diego Bermejo del hilo de pensamiento de Andrés Moya– podría significar, desde la perspectiva de la transevolución, entenderlo como materia que se autotrasciende, como espiritualización de la materia.
Nos encontramos aquí dentro del ámbito de las reflexiones teilhardianas que, con ocasión de los 60 años de su fallecimiento, están realizando las Asociaciones de Amigos de Teilhard, así como a las aportaciones del teólogo Philip Clayton desde sus supuestos emergentismos. En esta línea, para Moya, la espiritualidad podría entenderse como la tendencia a una complejidad creciente que conduce a la autoconciencia y la autotransformación. Matería y espíritu representan categorías complementarias dentro de una concepción monista de la realidad entendida como naturaleza viva y creativa.
El avance de la ciencia permite imaginar “una ciencia que progresivamente, partiendo de supuestos materialistas, devendrá menos y menos materialista”, reconoce Moya. Sin embargo, la cuestión del sentido preocupa a Moya, tanto del sentido científico como del sentido existencial que entiende como “tensión esencial”: “La perplejidad que provoca la existencia es una constante a lo largo de la historia. El pensamiento sin asideros sobre nuestra existencia conduce a la angustia y la soledad. Tal ejercicio no va asociado a logro positivo alguno, y los logros positivos de la razón no sirven para satisfacer las inquietudes suscitadas por el pensamiento sobre el sentido de la existencia”.
Enfrentarse a la cuestión del sentido puede conducir para Moya a cuatro posturas: afirmar el absurdo, afirmar el sentido (desde el humanismo o desde la religión), suspender la cuestión o evitar/distraer la cuestión. Pero, en cualquier caso, “indefectiblemente estamos abocados, por la naturaleza de nuestra inteligencia, a pensar en el sentido de la vida”.
En escritos intimistas como éste, Pensar desde la ciencia, donde se deslizan confesiones sobre lecturas preferidas del autor, no es casual que cite a Unamuno, Kierkegaard o Nietzsche; y que considere al científico serio (él mismo) como “experimentador intimista”, imbuido de un talante trágico, condenado a la melancolía y soledad existenciales.
Acercamiento entre ciencia y religión
Siguiendo el hilo del razonamiento de Diego Bermejo, observamos un vaivén, no resuelto del todo, propio de la doble alma de científico y filósofo en que habita Moya, entre humanismo y cientismo que, más allá de declaraciones explícitas a favor de su superación, no termina de estabilizarse.
Pero entendemos que esa tensión es, precisamente, lo que convierte sus escritos en testimonios de una búsqueda incesante en los límites a los que la razón arroja. Reclama valores éticos en el científico y en el ejercicio de la ciencia, pero no justifica desde dónde y por qué; desde luego, no desde la misma ciencia.
Moya encuentra similitudes entre su postura y la de sus mentores creyentes –aunque interpretándolas desde el naturalismo ateo al que no renuncia– en el estado actual de su reflexión sobre el futuro del ser humano.
Quizá no sea casualidad que, convencido como está de que la ciencia prometeica (búsqueda paciente, seria y honesta de saber) no debe ceder ante la ciencia faústica (intervencionismo precipatado e irresponsable), abogue en su último escrito, y remitiéndose al pensamiento de los autores arriba citados, por un “acercamiento entre ciencia y religión”, viéndose sorprendido él mismo de encontrarse próximo a posturas evolucionistas de autores cuyas convicciones religiosas han inspirado su trabajo científico.
La razón que aduce es la siguiente: “¿Por qué apuesto por la tesis del acercamiento? Puede que sea debido a tener en consideración un muy sano principio en el campo de la ciencia: la generalización o el desarrollo de teorías de gran calado o capacidad explicativa. Probablemente nos proporcione una mayor satisfacción intelectual (y quién sabe si existencial también) poder dar con una explicación razonable que combine sectores alejados o contrapuestos del pensamiento en torno a las relaciones entre la materia y el espíritu, entre la ciencia y los valores”.
Moya no dice más (todavía), pero no dice poco. Su honestidad intelectual de científico/humanista le obliga a llevar la pregunta hasta donde la pregunta lleve. Y la cuestión final a que se ve abocado esta suerte de científico paradójicamente unamuniano, de “científico melancólico”, que es Andrés Moya, es la cuestión del sentido de la vida [A. Moya, Pensar desde la ciencia, pp. 49-51]. Moya cree en la ciencia y cree que la ciencia crea la realidad [“La realidad es producto de la ciencia”, “la ciencia es la realidad”, A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., p. 200], y que la creación científica de realidad otorga sentido a la vida (del científico).
La cuestión del sentido de la vida, resuelta científicamente, conduce únicamente a satisfacer parcial y provisoriamente una demanda “eterna” de conocimiento. Pero un mayor conocimiento no implica necesariamente más bondad o más felicidad. Puede, incluso, conducir a lo contrario, a mayor depravación moral y a mayor insatisfacción vital. La ciencia no basta para dotar de sentido, como reconoce Moya: “Puesta en toda su dimensión explicativa, la ciencia es una forma limitada, aunque sin límite reconocible, de conocimiento de la realidad. Por lo tanto, su método no puede brindar respuestas definitivas, o por lo menos definitivas para los individuos”.
Y es ahí donde al científico honesto, que no renuncia a más verdad y a más sentido, le invade la melancolía. “El individuo deviene melancólico –sostiene Moya con Földényi– cuando su natural incapacidad para entender o darle sentido a su existencia se convierte en algo omnipresente”. Reconoce no saber “si afirmar que se llega a la ciencia por melancolía o que la asunción de la ciencia en toda su dimensión genera melancolía en quien la practica”.
Sentido, ciencia y espiritualidad
Al final del libro, Biología y Espíritu, según apunta Diego Bermejo, Andrés Moya apela a liberar la cuestión del sentido de encorsetamientos axiomáticos y prejuiciados de la tradición filosófica y teológica, para reconsiderarla a la luz de la ciencia, donde la espiritualidad puede encontrar ahora acomodo evolutivo:
“La espiritualidad es un fino logro, primero, de la evolución biológica, y luego de la cultural, pues proporciona paz, nos aleja del desasosiego. En los albores de nuestra existencia, la espiritualidad debió verse favorecida por la selección natural de un tipo de caracteres frente a esos otros generadores de comportamientos dubitativos, los que asustan por la sensación que produce la soledad de sabernos seres inteligentes, sí, pero únicos en el Universo. La espiritualidad, por el contrario, permite sentir unicidad, trascender el propio yo aislado para formar parte de un todo armonioso, alcanzar la convicción de que existe un significado para el Cosmos, con nosotros incardinados en él. ¿Quién no ha experimentado con grado diverso ese particular sentimiento? La racionalidad, al igual que la espiritualidad, tiene grados, y cada uno de nosotros bien pudiera ser una mezcla de ambos en dosis diferentes. En efecto, la distribución de espiritualidad es como la de la inteligencia: tiene base genética compleja y una fuerte componente ambiental y cultural. Por lo tanto, no debe sorprendernos la recurrencia, también, de seres poco o nada espirituales así como la de espíritus con capacidad para sostener el agnosticismo o el ateísmo, aun cuando eso comporte desasosiego y amargura en grados variables” [A. Moya, Biología y Espíritu. Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, p. 69-70].
El “proceso de espiritualización” creciente al que estamos convocados se traduce para Moya en la capacidad de dotar de sentido a la existencia desde el poder que la ciencia pone en nuestras manos, interviniendo activamente en la configuración de nuestro futuro.
Pero queda sin resolver –y en esto coincidimos con Diego Bermejo- desde dónde dota la ciencia de sentido a la vida y para qué. ¿Desde el topos científico actual que provoca tanto certeza como incertidumbre? O desde el topos existencial que demanda valor y sentido, so pena de sucumbir al pesimismo o arrastrar un desasosiego melancólico incurable, si no se quiere huir de la pregunta? El “científico melancólico” hace de la perplejidad y la incertidumbre acicate para seguir buscando sentido existencial a su vocación, mientras el científico al uso se conforma con reducir el sentido de la vida a la acumulación de conocimientos.
Conclusión
Dialogar con A. Moya es gratificante y estimulante, precisamente por su condición híbrida de científico/filósofo. Como hombre/puente entre las dos culturas, ninguna cuestión humana le resulta ajena.
La humildad intelectual en la búsqueda por develar lo inefable, el afán denodado por buscar más verdad y la apertura sincera a completar con el acercamiento a otras formas de conocimiento y de experiencia humana de la vida los límites actuales de la ciencia, le convierten en un candidato irrenunciable para liderar en el ámbito hispano un cambio de actitud en las relaciones entre ciencia, filosofía y teología.
Aceptemos el reto que nos propone de pensar desde la ciencia y añadamos que ese modo de pensar debe convertirse en un pensar de otro modo. Será ahí donde el diálogo entre ciencia y religión podrá resolverse en fecundidad y sentido compartido, y donde la melancolía del científico podrá transitar, al menos algún trecho existencial, por el camino en el que naturaleza, valor y sentido se puedan reconciliar en el relato evolucionista.
Y finalizamos agradeciendo al profesor Diego Bermejo las reflexiones que nos brinda para entender en su justo sentido la irrupción de las dimensiones espirituales desde las reflexiones sobre la ciencia. Puede ser el inicio de una fecunda reflexión interdisciplinar que abra nuevos cauces a las tradiciones religiosas y a las corrientes de espiritualidad.
Dialogar con A. Moya es gratificante y estimulante, precisamente por su condición híbrida de científico/filósofo. Como hombre/puente entre las dos culturas, ninguna cuestión humana le resulta ajena.
La humildad intelectual en la búsqueda por develar lo inefable, el afán denodado por buscar más verdad y la apertura sincera a completar con el acercamiento a otras formas de conocimiento y de experiencia humana de la vida los límites actuales de la ciencia, le convierten en un candidato irrenunciable para liderar en el ámbito hispano un cambio de actitud en las relaciones entre ciencia, filosofía y teología.
Aceptemos el reto que nos propone de pensar desde la ciencia y añadamos que ese modo de pensar debe convertirse en un pensar de otro modo. Será ahí donde el diálogo entre ciencia y religión podrá resolverse en fecundidad y sentido compartido, y donde la melancolía del científico podrá transitar, al menos algún trecho existencial, por el camino en el que naturaleza, valor y sentido se puedan reconciliar en el relato evolucionista.
Y finalizamos agradeciendo al profesor Diego Bermejo las reflexiones que nos brinda para entender en su justo sentido la irrupción de las dimensiones espirituales desde las reflexiones sobre la ciencia. Puede ser el inicio de una fecunda reflexión interdisciplinar que abra nuevos cauces a las tradiciones religiosas y a las corrientes de espiritualidad.
Leandro Sequeiros, Doctor en Ciencias Geológicas, Catedrático de Paleontología y coeditor de Tendencias21 de las Religiones, colaborador de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.