El hombre de Vitruvio, Leonardo da Vinci (1487). Fuente: Wikimedia Commons.
El proceso cósmico puede verse como una dialéctica entre lo constructivo y lo deconstructivo. La vida humana como una trágica contraposición entre lo positivo y lo negativo, lo divino y lo demónico. La cultura es dialógica y en ella han buscado los hombres su acceso a la integración en la armonía del cosmos.
En este sentido, la masonería simbólica de Javier Otaola resulta simpática por su apertura y carácter sincrético o ecuménico, que le confieren una especie de moralidad secular apuntalada por una ritualidad o liturgia laical de sentido constructor/constructivo.
Por otra parte, el propio autor no sólo es un avanzado en nuestro contexto cultural, sino que ha realizado lo que uno mismo hubiera querido hacer y no ha podido o sabido hacerlo: la iniciación en la simbología masónica, así como su contacto con el protestantismo anglicano y luterano desde su origen católico jesuítico, su actividad cívica y política, jurídica, literaria y periodística, y su adentramiento en la filosofía de Popper, Ortega, Savater, Pániker y Ortiz-Osés (este último bien conocido del que esto escribe). Por todo ello, bien puede considerársele como un discípulo de Hermes-Mercurio, tanto del Hermes griego filosófico como del Mercurio romano práctico [1].
Quizás la más esencial tradición masónica es el simbolismo de la construcción, partiendo de la figura mítica de Hiram, el constructor del Templo de Jerusalén. Se trata de una tradición que narra una traición: asesinato del propio Hiram a manos de su cofrades y auxiliares, lo que sitúa la muerte del “padre” fundador en el origen.
Pero este es el padre benévolo, cuya asunción es la clave de bóveda de toda posible construcción y reconstrucción de la vida humana humanamente, es decir, de un modo humano capaz de trasfigurar la violencia a través de su sublimación constructiva y no destructiva.
La masonería: armonía frente a disonancia cósmica
El trabajo o tarea masónica consistiría, si no yerro, en desbastar o pulir la piedra basta o bruta precisamente para que no resulte devastadora. Así pues, en convertir o revertir la materia tosca en forma sutil a través de un trabajo de formalización o humanización de lo dado cósicamente, de modo que también podríamos hablar de la reconversión de lo cósico en simbólico.
Ahora bien, esta labor o tarea de albañilería simbólica de carácter arquitectónico y signo espiritual, proyecta un construccionismo, pero no un constructivismo. La diferencia estriba en que el puro constructivismo parte de un nihilismo o tabla rasa, olvidando que de la nada no se puede sacar nada, mientras que el construccionismo masónico reforma la realidad a partir de la experiencia del mundo y el deseo de ameliorarlo o mejorarlo [2].
Podríase hablar entonces en la masonería de un realismo idealista o bien de un idealismo realista, lo que la conecta con el espíritu ilustrado de las luces. Unas luces empero que no se celebran al margen de la oscuridad, sino precisamente como iluminación de esa oscuridad.
La masonería no proyecta por tanto una utopía o no-lugar (abstracto), sino más bien una eutopía o buen-lugar (concreto). En esto la masonería propondría o predicaría/practicaría todo un espíritu positivo de armonía frente a la disarmonía y de proporción frente a toda desproporción, de ahí la importancia de los símbolos constructivos como el ojo del Dios-arquitecto del universo, la regla, la plomada y la escuadra, el triángulo, el cuadrado y otros símbolos geométricos que expresan o exponen la regulación y la proporcionalidad o, si se prefiere, la justicia entendida como ajuste o coajuste, equilibrio y adecuación [3].
En algún sentido, la masonería clásica pertenecería a la gran tradición que busca la proporción divina, el número áureo, la razón dorada, la media de oro. Se trata del llamado código secreto de nombre Phi(Fi), por la influencia del gran escultor griego Fidias.
El ejemplo más conocido de cierta compresencia de la proporción áurea o divina es el Hombre de Vitrubio de Leonardo, cuya extensión cuadrangular de sus miembros tiene como centro el ombligo y cuya extensión circular de los miembros tiene como centro el pene. De esta guisa la proporción áurea sería la proporción racional, entendiendo por razón la relación armónica o logos proporcional, tal y como se entiende en el taoísmo, el pitagorismo y el platonismo, pero también en el Renacimiento italiano y en la actual concepción de los arquetipos matemáticos en la naturaleza [4].
Ahora bien, este racionalismo de fondo idealista ha quedado hoy minado definitivamente por las crisis del mundo y de la razón pura en nombre de un sentido impuro, así como por la denominada muerte de Dios y lo divino. Las filosofías vitalistas y existenciales, amén del surrealismo y la crítica posmoderna a la modernidad, desembocan en una visión del mundo ambivalente y contradictoria, paradójica y surracional, tal y como comparece en el arte contemporáneo y sus figuraciones distorsionadas.
La propia masonería simbólica de J. Otaola ha acusado el golpe lúcidamente, como por otra parte lo ha acusado nuestra hermenéutica simbólica. Desde esta última perspectiva pensamos que a la visión clásica de la “proporción áurea” debe contraponerse la visión posclásica de la “desproporción plúmbea”, de modo que junto al número divino coloquemos el número demónico, el cual ha sido tradicionalmente simbolizado por la nada, el cero y el vacío, pero más explícicitamente en nuestro tiempo por la disimetría y la irregularidad, la disonancia, el caos y la negatividad (mal, colapso, muerte).
Hermenéutica: el universo como aucatrástrofe, catástrofe positiva
Así que junto al número áureo o racional denominado Phi(Fi) por Fidias, hay que coafirmar el número antiáureo o irracional, que yo caracterizaría por la H (hache) áspera, aspirada o ruda de Hipaso, el matemático griego del siglo V a.C. que descubrió en una travesía por mar los llamados números irracionales. Estos números irracionales se denominan así porque no pueden expresarse por una razón entre los números enteros, ya que su desarrollo o extensión no tiene fin.
Por eso se los llamaba innombrables o áfonos, puesto que miden magnitudes inconmensurables. No extrañará que su descubridor Hipaso fuera arrojado por la borda al mar por sus compañeros de viaje, asociando la indefinitud de su descubrimiento con la indefinitud del mar. Y es que los griegos pensaban el universo como cosmos ordenado y racional, bien definido, siendo incapaces de concebir lo irracional, desproporcionado, indefinido o infinito [5].
De modo que al lado del número racional comparece el número irracional, frente a la proporción la desproporción y junto a lo regular o simétrico lo irregular o disimétrico. Yo mismo representaría esta lógica de la coimplicación de los contrarios por un círculo que alberga un punto central, simbolizando el círculo el cero y el punto el uno (mónada), o bien aquel la movilidad y este la inmovilidad.
En su cuadro “La tempestad”, el Giorgione nos ofrece en primer plano una escena bucólica o idílica, mientras que el fondo ofrece una auténtica tempestad como contraste. No se puede hoy hablar de simetría sin adjuntar la asimetría, ni de armonía sin disarmonía, ni de bien sin mal (a evitar, filtrar o asumir críticamente). Por eso propongo aquí finalmente el término “Eucatástrofe” de Tolkien para, cambiándolo de contexto, interpretar adecuadamente nuestro mundo como catástrofe siquiera positiva [6].
Eucatástrofe es una catástrofe positiva, pero catástrofe. De algún modo intenta traducir lo que los físicos cuánticos denominan el big-bang o explosión del universo, una auténtica eclosión de positividad y negatividad, de proyección y retroyección, simetría y asimetría, asociación y disociación. Podemos usar el término “bisociación” del viejo A. Koestler para denominar esta conjunción de energía y entropía, de eros y thánatos (para decirlo freudianamente). En efecto, el big-bang como explosión cósmica procreadora del universo encuentra su intrigante paralelo en el acto sexual procreador de la vida, con su expansión e impansión, así como finalmente como parto o partición, a-parición o nacimiento del ser humano [7].
Más de uno ha podido constatar la paralelidad entre la procreación del universo y la procreación del hombre, pues en ambos casos parece que asistimos a un estallido de energía cuasi masculina contrapunteado por fuerzas de gravedad y cohesión cuasi femeninas, así como a la proyección de un tiempo lineal irreversible (patriarcal-racionalista) contrapunteado por un tiempo cíclico reversible (matriarcal-naturalista).
Como la procreación humana, la procreación cósmica ofrece una elevación y descenso de niveles desde lo sublime hasta lo abyecto, de lo celeste a lo infrahumano, de lo vital a lo mortal y de lo energético hasta la desenergetización. El vacío del deseo (eros) vacila inestable inicialmente, hasta que se acaba vaciando proyectiva e introyectivamente, de acuerdo a la Semiofísica de las saliencias y entrancias de Renè Thom, y que pueden traducirse como extroversoras e introversoras, como explicadoras e implicadoras, abiertas y cerradas [8].
Ha sido el propio A. Koestler quien mejor ha expuesto la “bisociación” de los contrarios, incluso cuando los contrarios son la materia o el cuerpo y la mente, el caos y el orden, la disarmonía y la armonía, lo ridículo y lo sublime, la autoafirmación y la autotrascendencia o integración.
El autor supo pasar de la disociación a la bisociación, logrando aunar el humor, la ciencia y el arte bajo un mismo prisma de creatividad. Esta creatividad es una invención de relación o analogía –yo diría simbología- entre cosas diferentes que encuentran una inédita conjunción. La expresión de tal coimplicidad inédita en el humor es la risa liberadora de falsas ataduras (ja,ja), en la ciencia es la caída vertiginosa en la cuenta de dicha conjunción (ajá), y en el arte el quedarse boquiabierto ante una nueva junción o juntura (ah...).
Y bien, es precisamente así como el simbolismo correlaciona diafóricamente los contrarios, o bien acerca posturas aparentemente opuestas, o bien capta la complementaridad de lo diferente en su aferencia o mediación afectiva. Así fue precisamente como el gran astrónomo Kepler realizó la “inter-pretación” entre la figura teológica del Espíritu Santo cristiano como alma motriz del mundo y la configuración astronómica de la fuerza motriz del universo, antecedente de la gravedad o gravitación universal.
Y también así, simbólicamente, es como nosotros podemos proyectar a Dios como Arquitecto del universo, si bien yo añadiría a partir de la visión arquitectónica de dicho universo, que se trataría de un Arquitecto extrañamente raro (tan raro que sería único) [9].
Ha sido ahora S. Hawking quien ha vuelto a plantear hoy la cuestión debatida de Dios y su diseño/designio de la creación, aparcando estas cuestiones científicamente, afirmando que si el mundo es eterno, el Dios creador no tiene cabida en él. Entiendo bien el aparcamiento/apartamiento de Dios a causa del mal insoportable de la creación, aunque curiosamente sería la única salida a semejante callejón sin salida. Por otra parte, respecto a la hipotética eternidad del universo, el físico parece olvidar que en ese caso Dios podría entenderse precisamente como eternidad creadora.
Por nuestra parte filosófica, podemos hablar del Gran Diseño del universo, siquiera se trataría de un Gran Diseño problemático (visto lo ya visto), así como incluso del Gran Designio del universo, siquiera se trataría de un Gran Designio problemático (aunque no imposible). Esta problematicidad emerge de la propia problemática de fondo que simboliza Dios mismo, un Dios también problemático (pero no imposible). El caso es que en el caso de proyectar a Dios como el Gran Arquitecto del universo se trataría de un Arquitecto ciertamente desmesurado o descomunal y algo ácrata o estrambótico [10].
En este sentido, la masonería simbólica de Javier Otaola resulta simpática por su apertura y carácter sincrético o ecuménico, que le confieren una especie de moralidad secular apuntalada por una ritualidad o liturgia laical de sentido constructor/constructivo.
Por otra parte, el propio autor no sólo es un avanzado en nuestro contexto cultural, sino que ha realizado lo que uno mismo hubiera querido hacer y no ha podido o sabido hacerlo: la iniciación en la simbología masónica, así como su contacto con el protestantismo anglicano y luterano desde su origen católico jesuítico, su actividad cívica y política, jurídica, literaria y periodística, y su adentramiento en la filosofía de Popper, Ortega, Savater, Pániker y Ortiz-Osés (este último bien conocido del que esto escribe). Por todo ello, bien puede considerársele como un discípulo de Hermes-Mercurio, tanto del Hermes griego filosófico como del Mercurio romano práctico [1].
Quizás la más esencial tradición masónica es el simbolismo de la construcción, partiendo de la figura mítica de Hiram, el constructor del Templo de Jerusalén. Se trata de una tradición que narra una traición: asesinato del propio Hiram a manos de su cofrades y auxiliares, lo que sitúa la muerte del “padre” fundador en el origen.
Pero este es el padre benévolo, cuya asunción es la clave de bóveda de toda posible construcción y reconstrucción de la vida humana humanamente, es decir, de un modo humano capaz de trasfigurar la violencia a través de su sublimación constructiva y no destructiva.
La masonería: armonía frente a disonancia cósmica
El trabajo o tarea masónica consistiría, si no yerro, en desbastar o pulir la piedra basta o bruta precisamente para que no resulte devastadora. Así pues, en convertir o revertir la materia tosca en forma sutil a través de un trabajo de formalización o humanización de lo dado cósicamente, de modo que también podríamos hablar de la reconversión de lo cósico en simbólico.
Ahora bien, esta labor o tarea de albañilería simbólica de carácter arquitectónico y signo espiritual, proyecta un construccionismo, pero no un constructivismo. La diferencia estriba en que el puro constructivismo parte de un nihilismo o tabla rasa, olvidando que de la nada no se puede sacar nada, mientras que el construccionismo masónico reforma la realidad a partir de la experiencia del mundo y el deseo de ameliorarlo o mejorarlo [2].
Podríase hablar entonces en la masonería de un realismo idealista o bien de un idealismo realista, lo que la conecta con el espíritu ilustrado de las luces. Unas luces empero que no se celebran al margen de la oscuridad, sino precisamente como iluminación de esa oscuridad.
La masonería no proyecta por tanto una utopía o no-lugar (abstracto), sino más bien una eutopía o buen-lugar (concreto). En esto la masonería propondría o predicaría/practicaría todo un espíritu positivo de armonía frente a la disarmonía y de proporción frente a toda desproporción, de ahí la importancia de los símbolos constructivos como el ojo del Dios-arquitecto del universo, la regla, la plomada y la escuadra, el triángulo, el cuadrado y otros símbolos geométricos que expresan o exponen la regulación y la proporcionalidad o, si se prefiere, la justicia entendida como ajuste o coajuste, equilibrio y adecuación [3].
En algún sentido, la masonería clásica pertenecería a la gran tradición que busca la proporción divina, el número áureo, la razón dorada, la media de oro. Se trata del llamado código secreto de nombre Phi(Fi), por la influencia del gran escultor griego Fidias.
El ejemplo más conocido de cierta compresencia de la proporción áurea o divina es el Hombre de Vitrubio de Leonardo, cuya extensión cuadrangular de sus miembros tiene como centro el ombligo y cuya extensión circular de los miembros tiene como centro el pene. De esta guisa la proporción áurea sería la proporción racional, entendiendo por razón la relación armónica o logos proporcional, tal y como se entiende en el taoísmo, el pitagorismo y el platonismo, pero también en el Renacimiento italiano y en la actual concepción de los arquetipos matemáticos en la naturaleza [4].
Ahora bien, este racionalismo de fondo idealista ha quedado hoy minado definitivamente por las crisis del mundo y de la razón pura en nombre de un sentido impuro, así como por la denominada muerte de Dios y lo divino. Las filosofías vitalistas y existenciales, amén del surrealismo y la crítica posmoderna a la modernidad, desembocan en una visión del mundo ambivalente y contradictoria, paradójica y surracional, tal y como comparece en el arte contemporáneo y sus figuraciones distorsionadas.
La propia masonería simbólica de J. Otaola ha acusado el golpe lúcidamente, como por otra parte lo ha acusado nuestra hermenéutica simbólica. Desde esta última perspectiva pensamos que a la visión clásica de la “proporción áurea” debe contraponerse la visión posclásica de la “desproporción plúmbea”, de modo que junto al número divino coloquemos el número demónico, el cual ha sido tradicionalmente simbolizado por la nada, el cero y el vacío, pero más explícicitamente en nuestro tiempo por la disimetría y la irregularidad, la disonancia, el caos y la negatividad (mal, colapso, muerte).
Hermenéutica: el universo como aucatrástrofe, catástrofe positiva
Así que junto al número áureo o racional denominado Phi(Fi) por Fidias, hay que coafirmar el número antiáureo o irracional, que yo caracterizaría por la H (hache) áspera, aspirada o ruda de Hipaso, el matemático griego del siglo V a.C. que descubrió en una travesía por mar los llamados números irracionales. Estos números irracionales se denominan así porque no pueden expresarse por una razón entre los números enteros, ya que su desarrollo o extensión no tiene fin.
Por eso se los llamaba innombrables o áfonos, puesto que miden magnitudes inconmensurables. No extrañará que su descubridor Hipaso fuera arrojado por la borda al mar por sus compañeros de viaje, asociando la indefinitud de su descubrimiento con la indefinitud del mar. Y es que los griegos pensaban el universo como cosmos ordenado y racional, bien definido, siendo incapaces de concebir lo irracional, desproporcionado, indefinido o infinito [5].
De modo que al lado del número racional comparece el número irracional, frente a la proporción la desproporción y junto a lo regular o simétrico lo irregular o disimétrico. Yo mismo representaría esta lógica de la coimplicación de los contrarios por un círculo que alberga un punto central, simbolizando el círculo el cero y el punto el uno (mónada), o bien aquel la movilidad y este la inmovilidad.
En su cuadro “La tempestad”, el Giorgione nos ofrece en primer plano una escena bucólica o idílica, mientras que el fondo ofrece una auténtica tempestad como contraste. No se puede hoy hablar de simetría sin adjuntar la asimetría, ni de armonía sin disarmonía, ni de bien sin mal (a evitar, filtrar o asumir críticamente). Por eso propongo aquí finalmente el término “Eucatástrofe” de Tolkien para, cambiándolo de contexto, interpretar adecuadamente nuestro mundo como catástrofe siquiera positiva [6].
Eucatástrofe es una catástrofe positiva, pero catástrofe. De algún modo intenta traducir lo que los físicos cuánticos denominan el big-bang o explosión del universo, una auténtica eclosión de positividad y negatividad, de proyección y retroyección, simetría y asimetría, asociación y disociación. Podemos usar el término “bisociación” del viejo A. Koestler para denominar esta conjunción de energía y entropía, de eros y thánatos (para decirlo freudianamente). En efecto, el big-bang como explosión cósmica procreadora del universo encuentra su intrigante paralelo en el acto sexual procreador de la vida, con su expansión e impansión, así como finalmente como parto o partición, a-parición o nacimiento del ser humano [7].
Más de uno ha podido constatar la paralelidad entre la procreación del universo y la procreación del hombre, pues en ambos casos parece que asistimos a un estallido de energía cuasi masculina contrapunteado por fuerzas de gravedad y cohesión cuasi femeninas, así como a la proyección de un tiempo lineal irreversible (patriarcal-racionalista) contrapunteado por un tiempo cíclico reversible (matriarcal-naturalista).
Como la procreación humana, la procreación cósmica ofrece una elevación y descenso de niveles desde lo sublime hasta lo abyecto, de lo celeste a lo infrahumano, de lo vital a lo mortal y de lo energético hasta la desenergetización. El vacío del deseo (eros) vacila inestable inicialmente, hasta que se acaba vaciando proyectiva e introyectivamente, de acuerdo a la Semiofísica de las saliencias y entrancias de Renè Thom, y que pueden traducirse como extroversoras e introversoras, como explicadoras e implicadoras, abiertas y cerradas [8].
Ha sido el propio A. Koestler quien mejor ha expuesto la “bisociación” de los contrarios, incluso cuando los contrarios son la materia o el cuerpo y la mente, el caos y el orden, la disarmonía y la armonía, lo ridículo y lo sublime, la autoafirmación y la autotrascendencia o integración.
El autor supo pasar de la disociación a la bisociación, logrando aunar el humor, la ciencia y el arte bajo un mismo prisma de creatividad. Esta creatividad es una invención de relación o analogía –yo diría simbología- entre cosas diferentes que encuentran una inédita conjunción. La expresión de tal coimplicidad inédita en el humor es la risa liberadora de falsas ataduras (ja,ja), en la ciencia es la caída vertiginosa en la cuenta de dicha conjunción (ajá), y en el arte el quedarse boquiabierto ante una nueva junción o juntura (ah...).
Y bien, es precisamente así como el simbolismo correlaciona diafóricamente los contrarios, o bien acerca posturas aparentemente opuestas, o bien capta la complementaridad de lo diferente en su aferencia o mediación afectiva. Así fue precisamente como el gran astrónomo Kepler realizó la “inter-pretación” entre la figura teológica del Espíritu Santo cristiano como alma motriz del mundo y la configuración astronómica de la fuerza motriz del universo, antecedente de la gravedad o gravitación universal.
Y también así, simbólicamente, es como nosotros podemos proyectar a Dios como Arquitecto del universo, si bien yo añadiría a partir de la visión arquitectónica de dicho universo, que se trataría de un Arquitecto extrañamente raro (tan raro que sería único) [9].
Ha sido ahora S. Hawking quien ha vuelto a plantear hoy la cuestión debatida de Dios y su diseño/designio de la creación, aparcando estas cuestiones científicamente, afirmando que si el mundo es eterno, el Dios creador no tiene cabida en él. Entiendo bien el aparcamiento/apartamiento de Dios a causa del mal insoportable de la creación, aunque curiosamente sería la única salida a semejante callejón sin salida. Por otra parte, respecto a la hipotética eternidad del universo, el físico parece olvidar que en ese caso Dios podría entenderse precisamente como eternidad creadora.
Por nuestra parte filosófica, podemos hablar del Gran Diseño del universo, siquiera se trataría de un Gran Diseño problemático (visto lo ya visto), así como incluso del Gran Designio del universo, siquiera se trataría de un Gran Designio problemático (aunque no imposible). Esta problematicidad emerge de la propia problemática de fondo que simboliza Dios mismo, un Dios también problemático (pero no imposible). El caso es que en el caso de proyectar a Dios como el Gran Arquitecto del universo se trataría de un Arquitecto ciertamente desmesurado o descomunal y algo ácrata o estrambótico [10].
Problematicidad: el choque de los contrarios, Dios armonía, diablo desarmonía
La realidad de lo real resulta problemática por su contingencia, que es el nombre tradicional para expresar la fragilidad e impermanencia de todas las cosas. En este sentido, la contingencia es positivamente catastrófica, por cuanto es como una estrofa que se desarticula, una cadencia que decae, un hilo o lazo que se deshila o deslaza. Pero la contingencia es también problemática porque no ofrece una evolución plana o regular sino sinuosa o irregular, presentando salientes y huecos, expansión e impansión.
Curiosamente en griego “problema” es lo que sobresale o sobresalta, así como lo que falta o falla, un territorio simbólico que cubre respectivamente la vida con su exceso y la muerte con su defecto o defección [11].
En todo caso, cabe aducir que una realidad problemática vale más que una realidad aproblemática o plana, si bien la realidad-problema tiene que asumir el choque de los contrarios que la constituye en un lenguaje articulado.
Por eso debe asumir que Dios es la armonía y el diablo la disarmonía, que la salud es proyección y la enfermedad desproyección, que la felicidad es música y la infelicidad ruido, que el triunfo es ascensional y la derrota caída, que la ilusión es aspiración y la desilusión expiración, que la vida es salida y la muerte entrada, pero también viceversa: que la vida es entrada y la muerte salida (coimplicación de contrarios) [12].
Y es que esta es una tierra de belleza y siniestralidad: un mundo problemático habitado por la contingencia cósmica y humana, siquiera abierta a una trascendencia asimismo problemática. Se trata de un problema que tiene una solución solamente relativa y relacional, ya que la solución definitiva estriba en su disolución. Quizás esta posición radicaloide ayude a plantear más radicalmente el problema radicado de nuestro mundo : su peligrosidad cósmica, y no solamente humana. Y quizás resulta que la clave del sentido radica en su cónclave con el sinsentido, tal y como parece entreverlo Daniel Saldaña:
Extraviarás tu camino varias veces. Entre la repetición y el salario, no encontrarás motivos para el canto. Aún así, buscarás lo más sagrado en la renuncia, en el tono amarillento de las cosas, en la disolución del entusiasmo [13].
Por lo que al hombre concierne, se trataría de tomar conciencia tragicómica de su situación en este mundo, proyectando no el ideal heroico de lo mejor, que es enemigo de lo bueno, sino la idea prudente de un “mal menor”.
No tanto hacer el bien superior cuanto evitar el mal inferior o paliarlo drásticamente, cubriendo nuestras necesidades o vergüenzas humanas y no inhumanas, nuestros deseos radicales y no megalomaníacos, nuestro anhelo de sentido capaz de humanizar el sinsentido irremediable. Por mi parte, propondría algo tan elemental como no matarnos y morir en paz, pues ya se encarga Dios de abandonarnos al destino y la propia naturaleza de liquidarnos.
Uno piensa que este mundo no tiene remedio, ya que la vida es un brillante derroche de energía que se pierde oscuramente. Pero precisamente porque no tiene remedio radical tiene una especie de remedo radicado: un cambio radicaloide de la tradicional actitud buenista o positivista, angélica o divina, heroica o militarista hacia otra actitud de carácter asuncionista o asuntivista, implicacionista o implicativista, una actitud que toda fondo y emerge en lugar de tocar lo más alto para caer siempre de nuevo víctima de nuestra propia arrogancia o melopea, desmesura o estulticia, sin-razón o locura colectiva.
Frente a ello sólo cabe asumir lo que somos y, sobre todo, lo que no somos. Y lo que no somos está simbolizado por la muerte, de la que Thomas Mann pudo decir ambivalente y problemáticamente:
La muerte es de una naturaleza piadosa, significativa y de una belleza triste,
es decir, espiritual; pero al mismo tiempo es de otra naturaleza casi contraria, muy física y material, y entonces no se la puede considerar bella, ni significativa, ni piadosa, ni siquiera triste [14].
La ambivalencia problemática atraviesa la vida y la muerte, la existencia y la dexistencia, la experiencia mundanal del hombre como escarmiento de carácter trascendental. Pues todas las cosas resultan problemáticas desde el momento que son en lugar de no ser, y en el momento en que no son en vez de ser.
Pero las cosas son también problemáticas en su misma complementaridad, ya que se atraen y desatraen, se aman y se odian, se juntan y difieren. De aquí emerge la visión del mundo como maravilloso y deplorable a la vez. Ante semejante situación contradictoria una actitud sapiencial o de humilde sabiduría consistiría en transitar ambas orillas del mismo río: confluentemente.
Coexistencia de opuestos: vida y muerte, sentido y sin-sentido
La posmodernidad (deconstructiva) ha puesto sobre nuestra mesa de trabajo la problematicidad de todo, religión y ciencia, economía y política, las naciones y sus dioses. Se trata de una problematicidad que resulta tragicómica, ya que mientras en el mundo inferior la gente intenta calmar su hambre y su sed, en el mundo superior la gente controla su peso dietéticamente.
Pero la problematicidad del mundo se ha proyectado en Internet, donde la realidad crasa o grasa queda virtualizada imaginalmente (de nuevo la dietética). Las imágenes virtuales desnudan la realidad de su espesor material y la volatilizan de forma flotante, haciendo innecesaria su presencia física en nombre de una presencia metafísica. Ello evita parte de nuestra alienación o cosificación tradicional entre las cosas, pero al precio de levitar en una pureza purista, gnóstica o abstractoide [15].
Cabe hablar aquí, en este contexto virtual, de cierta intramodernidad, ya que nuestra versión del mundo parece una intro-versión. Por una parte, esta introversión nos libera como decimos de viejas dependencias y ataduras a realidades duras o personas opacas; por otra parte, flotamos cuasi ingrávidamente en este imaginario internacional de forma insegura, ya que sabemos mucho pero conocemos poco.
Por si fuera poca problemática, la reacción de los viejos y los nuevos fundamentalismos resulta reaccionaria. Se trataría sin duda de que este fundamentalismo viejo y nuevo se abra a la democracia disolutora de absolutismos, mientras que la propia democracia debería proyectar un horizonte de sentido para evitar el nihilismo que la amenaza. Frente a la tradicional verdad (dogmática), el sentido obtiene un carácter relacional, cuyo juego de lenguaje es el “diálogo” como conjugación de contrarios frente a toda belicosidad (la cual es por cierto un arquetipo que, como dice J. Hillman, condiciona al hombre y cuyo símbolo es Marte) [16].
Hay que plantear la cuestión del sentido latente del universo en nuestro universo del discurso, un sentido también problemático que traduce la clásica idea universal del amor, cuya autocrítica es precisamente el humor. El sentido problemático de la existencia se expresa como amor y humor, nociones antropológicas que a su vez traducen hoy respectivamente los viejos conceptos filosóficos del ser y la nada, dios y el diablo, bien y mal, vida y muerte.
Por lo demás, la filosofía debe decir la verdad de este mundo, pero la verdad de este mundo es su no-verdad, una verdad atravesada de error y mentira, una verdad oscura, un cierto sentido incierto. Y, sin embargo, la vida es demasiado problemática como para encima hacernos de ella un sobreproblema [17].
La existencia es coexistencia de sentido y sinsentido, en donde el sentido confiere sentido al sinsentido que se lo quita paradójicamente. O la existencia como coexistencia de oposiciones, sentido y sinsentido, lo cual no expresa una dialéctica sino que expone una dualéctica de contrarios, pues no se trata de una competición sino de una coimplicación, en la que no hay vencedor ni vencido o, mejor dicho, el mismo es vencedor y vencido al mismo tiempo (Dios, el universo y su microcosmos, el hombre).
De este modo, en la vida habría un empate entre los opuestos, lo cual significaría que filosóficamente el juego o partida de la existencia acaba en tablas. En este escenario, la solución consistiría en la disolución, algo que puede interpretarse como el tránsito de nuestra cosificación o reificación en el mundo al vacío o vaciado simbólico en el trasmundo, o bien como el tránsito de nuestras figuras y figuraciones en esta existencia a su trasfiguración posexistencial.
Por desgracia, la tradición filosófica o bien ha afirmado la inmanencia de la existencia en su materialidad (materialismo y positivismo) o bien ha afirmado como verdad la trascendencia en su idealidad (dualismo oriental y occidental). Nosotros mismos nos situamos en la coafirmación de la dualéctica de los contrarios, definiendo la realidad como contingencia o acontecer, el cual se define como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente.
La contingencia, en efecto, dice ser y no-ser, ser en la forma del dejar de ser, ser en devenir y devenir en el ser, cuyo símbolo es el amor que se realiza desrealizándose y se desrealiza realizándose (el acto de amor como descastamiento o desgastamiento del amor).
Dualéctica de ser y no-ser, trascendencia e inmanencia, bien y mal, verdad y mentira. Pretendemos idealmente afirmar lo positivo prescindiendo de lo negativo, pero solemos ignorar que el mal (lo malo) corroe el bien, lo mismo que el bien (lo bueno ) corroe el mal.
Es la visión de la coimplicación de los contrarios la que resuelve su extremismo o absolutismo, su fanatismo o fundamentalismo. Por eso observamos que en Heidegger el ser se define como “res”: a la vez realidad y nada, donación o positivación y privación o negación.
En el amor como símbolo del ser obervamos su trascendencia respecto al devenir, al mismo tiempo que el devenir lo inmanentiza a través de la temporalización. La propia verdad se dice en un lenguaje impropio, metafórico y relacional, y la verdad del acontecer es también su mentira porque pasa.
Y es que el acontecer dice tiempo, aunque un tiempo que se inscribe en un espacio, un tiempo-espacio que coafirma el pasar y el posar: la inmanencia y la trascendencia de modo unitario (lo demás es escapismo inmanente o trascendente). El hombre se halla implicado en esta situación inextricable entre lo divino y lo demónico.
La realidad de lo real resulta problemática por su contingencia, que es el nombre tradicional para expresar la fragilidad e impermanencia de todas las cosas. En este sentido, la contingencia es positivamente catastrófica, por cuanto es como una estrofa que se desarticula, una cadencia que decae, un hilo o lazo que se deshila o deslaza. Pero la contingencia es también problemática porque no ofrece una evolución plana o regular sino sinuosa o irregular, presentando salientes y huecos, expansión e impansión.
Curiosamente en griego “problema” es lo que sobresale o sobresalta, así como lo que falta o falla, un territorio simbólico que cubre respectivamente la vida con su exceso y la muerte con su defecto o defección [11].
En todo caso, cabe aducir que una realidad problemática vale más que una realidad aproblemática o plana, si bien la realidad-problema tiene que asumir el choque de los contrarios que la constituye en un lenguaje articulado.
Por eso debe asumir que Dios es la armonía y el diablo la disarmonía, que la salud es proyección y la enfermedad desproyección, que la felicidad es música y la infelicidad ruido, que el triunfo es ascensional y la derrota caída, que la ilusión es aspiración y la desilusión expiración, que la vida es salida y la muerte entrada, pero también viceversa: que la vida es entrada y la muerte salida (coimplicación de contrarios) [12].
Y es que esta es una tierra de belleza y siniestralidad: un mundo problemático habitado por la contingencia cósmica y humana, siquiera abierta a una trascendencia asimismo problemática. Se trata de un problema que tiene una solución solamente relativa y relacional, ya que la solución definitiva estriba en su disolución. Quizás esta posición radicaloide ayude a plantear más radicalmente el problema radicado de nuestro mundo : su peligrosidad cósmica, y no solamente humana. Y quizás resulta que la clave del sentido radica en su cónclave con el sinsentido, tal y como parece entreverlo Daniel Saldaña:
Extraviarás tu camino varias veces. Entre la repetición y el salario, no encontrarás motivos para el canto. Aún así, buscarás lo más sagrado en la renuncia, en el tono amarillento de las cosas, en la disolución del entusiasmo [13].
Por lo que al hombre concierne, se trataría de tomar conciencia tragicómica de su situación en este mundo, proyectando no el ideal heroico de lo mejor, que es enemigo de lo bueno, sino la idea prudente de un “mal menor”.
No tanto hacer el bien superior cuanto evitar el mal inferior o paliarlo drásticamente, cubriendo nuestras necesidades o vergüenzas humanas y no inhumanas, nuestros deseos radicales y no megalomaníacos, nuestro anhelo de sentido capaz de humanizar el sinsentido irremediable. Por mi parte, propondría algo tan elemental como no matarnos y morir en paz, pues ya se encarga Dios de abandonarnos al destino y la propia naturaleza de liquidarnos.
Uno piensa que este mundo no tiene remedio, ya que la vida es un brillante derroche de energía que se pierde oscuramente. Pero precisamente porque no tiene remedio radical tiene una especie de remedo radicado: un cambio radicaloide de la tradicional actitud buenista o positivista, angélica o divina, heroica o militarista hacia otra actitud de carácter asuncionista o asuntivista, implicacionista o implicativista, una actitud que toda fondo y emerge en lugar de tocar lo más alto para caer siempre de nuevo víctima de nuestra propia arrogancia o melopea, desmesura o estulticia, sin-razón o locura colectiva.
Frente a ello sólo cabe asumir lo que somos y, sobre todo, lo que no somos. Y lo que no somos está simbolizado por la muerte, de la que Thomas Mann pudo decir ambivalente y problemáticamente:
La muerte es de una naturaleza piadosa, significativa y de una belleza triste,
es decir, espiritual; pero al mismo tiempo es de otra naturaleza casi contraria, muy física y material, y entonces no se la puede considerar bella, ni significativa, ni piadosa, ni siquiera triste [14].
La ambivalencia problemática atraviesa la vida y la muerte, la existencia y la dexistencia, la experiencia mundanal del hombre como escarmiento de carácter trascendental. Pues todas las cosas resultan problemáticas desde el momento que son en lugar de no ser, y en el momento en que no son en vez de ser.
Pero las cosas son también problemáticas en su misma complementaridad, ya que se atraen y desatraen, se aman y se odian, se juntan y difieren. De aquí emerge la visión del mundo como maravilloso y deplorable a la vez. Ante semejante situación contradictoria una actitud sapiencial o de humilde sabiduría consistiría en transitar ambas orillas del mismo río: confluentemente.
Coexistencia de opuestos: vida y muerte, sentido y sin-sentido
La posmodernidad (deconstructiva) ha puesto sobre nuestra mesa de trabajo la problematicidad de todo, religión y ciencia, economía y política, las naciones y sus dioses. Se trata de una problematicidad que resulta tragicómica, ya que mientras en el mundo inferior la gente intenta calmar su hambre y su sed, en el mundo superior la gente controla su peso dietéticamente.
Pero la problematicidad del mundo se ha proyectado en Internet, donde la realidad crasa o grasa queda virtualizada imaginalmente (de nuevo la dietética). Las imágenes virtuales desnudan la realidad de su espesor material y la volatilizan de forma flotante, haciendo innecesaria su presencia física en nombre de una presencia metafísica. Ello evita parte de nuestra alienación o cosificación tradicional entre las cosas, pero al precio de levitar en una pureza purista, gnóstica o abstractoide [15].
Cabe hablar aquí, en este contexto virtual, de cierta intramodernidad, ya que nuestra versión del mundo parece una intro-versión. Por una parte, esta introversión nos libera como decimos de viejas dependencias y ataduras a realidades duras o personas opacas; por otra parte, flotamos cuasi ingrávidamente en este imaginario internacional de forma insegura, ya que sabemos mucho pero conocemos poco.
Por si fuera poca problemática, la reacción de los viejos y los nuevos fundamentalismos resulta reaccionaria. Se trataría sin duda de que este fundamentalismo viejo y nuevo se abra a la democracia disolutora de absolutismos, mientras que la propia democracia debería proyectar un horizonte de sentido para evitar el nihilismo que la amenaza. Frente a la tradicional verdad (dogmática), el sentido obtiene un carácter relacional, cuyo juego de lenguaje es el “diálogo” como conjugación de contrarios frente a toda belicosidad (la cual es por cierto un arquetipo que, como dice J. Hillman, condiciona al hombre y cuyo símbolo es Marte) [16].
Hay que plantear la cuestión del sentido latente del universo en nuestro universo del discurso, un sentido también problemático que traduce la clásica idea universal del amor, cuya autocrítica es precisamente el humor. El sentido problemático de la existencia se expresa como amor y humor, nociones antropológicas que a su vez traducen hoy respectivamente los viejos conceptos filosóficos del ser y la nada, dios y el diablo, bien y mal, vida y muerte.
Por lo demás, la filosofía debe decir la verdad de este mundo, pero la verdad de este mundo es su no-verdad, una verdad atravesada de error y mentira, una verdad oscura, un cierto sentido incierto. Y, sin embargo, la vida es demasiado problemática como para encima hacernos de ella un sobreproblema [17].
La existencia es coexistencia de sentido y sinsentido, en donde el sentido confiere sentido al sinsentido que se lo quita paradójicamente. O la existencia como coexistencia de oposiciones, sentido y sinsentido, lo cual no expresa una dialéctica sino que expone una dualéctica de contrarios, pues no se trata de una competición sino de una coimplicación, en la que no hay vencedor ni vencido o, mejor dicho, el mismo es vencedor y vencido al mismo tiempo (Dios, el universo y su microcosmos, el hombre).
De este modo, en la vida habría un empate entre los opuestos, lo cual significaría que filosóficamente el juego o partida de la existencia acaba en tablas. En este escenario, la solución consistiría en la disolución, algo que puede interpretarse como el tránsito de nuestra cosificación o reificación en el mundo al vacío o vaciado simbólico en el trasmundo, o bien como el tránsito de nuestras figuras y figuraciones en esta existencia a su trasfiguración posexistencial.
Por desgracia, la tradición filosófica o bien ha afirmado la inmanencia de la existencia en su materialidad (materialismo y positivismo) o bien ha afirmado como verdad la trascendencia en su idealidad (dualismo oriental y occidental). Nosotros mismos nos situamos en la coafirmación de la dualéctica de los contrarios, definiendo la realidad como contingencia o acontecer, el cual se define como trascendencia inmanente o inmanencia trascendente.
La contingencia, en efecto, dice ser y no-ser, ser en la forma del dejar de ser, ser en devenir y devenir en el ser, cuyo símbolo es el amor que se realiza desrealizándose y se desrealiza realizándose (el acto de amor como descastamiento o desgastamiento del amor).
Dualéctica de ser y no-ser, trascendencia e inmanencia, bien y mal, verdad y mentira. Pretendemos idealmente afirmar lo positivo prescindiendo de lo negativo, pero solemos ignorar que el mal (lo malo) corroe el bien, lo mismo que el bien (lo bueno ) corroe el mal.
Es la visión de la coimplicación de los contrarios la que resuelve su extremismo o absolutismo, su fanatismo o fundamentalismo. Por eso observamos que en Heidegger el ser se define como “res”: a la vez realidad y nada, donación o positivación y privación o negación.
En el amor como símbolo del ser obervamos su trascendencia respecto al devenir, al mismo tiempo que el devenir lo inmanentiza a través de la temporalización. La propia verdad se dice en un lenguaje impropio, metafórico y relacional, y la verdad del acontecer es también su mentira porque pasa.
Y es que el acontecer dice tiempo, aunque un tiempo que se inscribe en un espacio, un tiempo-espacio que coafirma el pasar y el posar: la inmanencia y la trascendencia de modo unitario (lo demás es escapismo inmanente o trascendente). El hombre se halla implicado en esta situación inextricable entre lo divino y lo demónico.
Retrato de Bach por Elias Gottlob Haussmann en 1746, Museo de la Ciudad de Leipzig. Fuente: Wikimedia Commons.
El sentido musical del mundo: símbolo de la armonía cósmica de los contrarios
Nuestra problemática de la mediación de los opuestos encuentra en la música su exposición sonora, ya que la música es la articulación simbólica de los contrarios, así como su mediación coimplicativa, tal y como se muestra en la expresión del gozo y del sufrimiento, de la pasión y la serenidad, de la fiesta y el duelo. En la música occidental esta representación simbólica de la existencia como coexistencia de vida y muerte alcanza su cumplimiento.
Según los musicólogos esa representación cromática de los contrastes existenciales comenzaría en el siglo XII, un tiempo trovadoresco en el que la música medieval religiosa –el gregoriano- deja de ser plana para devenir un tanto irregular, ya que la tradicional voz cantante, monótona, horizontal y sucesiva se dobla o redobla, siendo atravesada por paráfrasis o parafraseos en una especie de discanto o contracanto [18].
En ese emblemático siglo XII, en el que se da el paso del románico aplanado al gótico cromático, emerge la “polifonía contrapuntística” en el entorno de la catedral de París, culminando posteriormente en Flandes. Mientras que en el románico la trascendencia aplana a la inmanencia achatándola, en el gótico la trascendencia abre nuestra inmanencia hacia lo alto en elevación simbólica.
De esta guisa, el tiempo gregoriano horizontal queda emplazado por el espacio gótico vertical, proyectando una música “diafónica” ya no regida por el canto firme del tenor, puesto que es contrapunteado por la coloratura “bárbara” propia de la música gótica con sus motetes, hasta arribar al Renacimiento con sus madrigales. El gregoriano con su sentido musical sustantivo o sustancial dirigido a la conversión se accidenta y divierte o diversifica de un modo más abierto [19].
El paso musical de la Edad Media al Renacimiento está representado por la música renacentista de Palestrina, todavía deudora de armonías o consonancias medievales, pero también por la sensibilidad afectiva de nuestro Tomás Luis de Victoria y el prebarroco Lasso.
En la modernidad la música eclosiona en Bach barroca y contrapuintísticamente, en Mozart gozosa y alegremente, en Beethoven heroica y bruscamente, en Wagner dramática y románticamente y en Mahler tragi-cómicamente. En la música moderna la conciencia temporal sucesiva aparece quebrada por el inconsciente espacial o imaginal, de modo que el sentido consonante de la existencia queda enmarcado en la simbología contrastante de la misma existencia, hasta acceder al abismo disonante o nihilista de la música atonal, dodecafónica o serial. [20]
Ha sido de nuevo E. Trías quien, en su obra “La imaginación sonora” ha planteado una revisión de la música desde una perspectiva gnóstica, la cual concibe lo musical finalmente como una “catarsis” o purificación de la inmanencia temporal en nombre de una “abstracción sublimante”. Esta visión gnóstica encuentra “orden en el desorden”, de acuerdo a un “eterno sentido” que todo lo trasciende. Para nuestro filósofo la música es simbólica, pero el símbolo se define gnósticamente como “reconciliación de lo escindido”, cuyo paradigma estaría en el Parsifal de Wagner, en el que se concelebra “el traspaso de la tragedia pagana a comedia divina”. Esta versión espiritualista del símbolo encuentra también su ejemplificación en la Pasión según san Mateo de Bach, la cual es definida como “una tragedia superada o elevada a divina comedia”. [21]
Y bien, uno mismo concibe la música en cuanto símbolo de la existencia no como consonancia sino como consonancia disonante y no como armonía sino como armonía disarmónica, así pues como dualéctica de contrarios, tal y como comparece a nuestro parecer en la Pasión bachiana según san Mateo, cuyo coral final empero se pliega en una terminal consonancia estridente o armonía desgarrada (y tanto más rasgada cuanto más avanza).
El caso es que J.S.Bach no tiene parangón, como pretende Trías, con Leibniz, el filósofo del optimismo ilustrado y de la armonía prestablecida. En realidad la famosa Pasión bachiana no es “una tragedia superada en comedia”, sino una tragedia “supurada” en comedia, o sea, una tragicomedia (cristiana). Olvida aquí nuestro filósofo que el cristianismo profundo y no superficial es una auténtica tragicomedia, ya que Cristo es la asunción (y no la superación) de Jesús en Jesucristo, de modo que la asunción, el asuncionismo o el asuntivismo resulta un asunto crucial del cristianismo.
Por eso el teólogo José María Castillo puede afirmar que teológicamente no cabe decir que “Jesús es Dios” (lo que significaría la deificaciónh del hombre y lo humano) sino que “Dios es Jesús” por la encarnación como humanización de Dios; por ello la auténtica experiencia religiosa se daría fundamentalmente en lo secular o humano y no en lo sagrado o divino. [22]
Toda mitología presenta la gran lucha entre el bien y el mal, pero toda auténtica mitología (incluida la mitología cristiana) ofrece una solución no simple ni unilateral sino compleja y dramática. La auténtica solución mitológico-cristiana es “eucatastrófica”, un vocablo proveniente de Tolkien que significa una “catástrofe” o abatimiento traspasada por “un atisbo de gozo”, el avatar existencial transido por “un anhelo del corazón”, la oscuridad del mundo atravesada por “un rayo de luz a través de las grietas del universo” .
El propio Tolkien, filólogo y mitólogo católico de Oxford, refiere la “eucatástrofe” tanto a la Encarnación de Cristo como a su Resurrección, definiendo al cristianismo eucatastróficamente como la más alegre tragedia (también podría decir la más triste comedia), pues se trata como dice Tolkien de una alegría que hace llorar (o bien una tristeza que hace reír) ya que rechaza la plena o total derrota final (lo que podemos llamar la derrota absoluta, pero no la relativa a esta vida y a este mundo). En sus propias palabras disonantes:
La alegría cristiana produce lágrimas porque es cualitativamente
igual al dolor: se trata de una reconciliación de la alegría y del dolor
en el amor, al diluirse en este el egoísmo y el altruismo. [23]
El austríaco Bruckner, católico abierto, ha musicado bien, como ha mostrado el propio E.Trías, esa dialéctica de luz y oscuridad, sin triunfo o reconciliación en esta vida cohabitada por la muerte no sublimable, puesto que la superación o reconciliación final trascendente la dejaría Bruckner para la otra vida y para el propio Dios. Ahora bien, frente a esta visión superadora, pienso que ni el propio Dios (cristiano) puede reconciliar la inmanencia en una trascendencia que supere aquella dejándola definitivamente atrás.
Frente al gnosticismo, el cristianismo afirma la encarnación como pasión y muerte del sentido, no superada por la resurrección y la gloria sino sólo supurada, sublimada o trasfigurada, mas no abolida, ya que las cicatrices o estigmas terrestres quedan en la resurrección de la carne y en el alma como espíritu encarnado (puesto que no resucita el espíritu desencarnado). Por eso nadie nos puede quitar lo bailado o positivo, pero tampoco lo no bailado o negativo.
En la filosofía de E. Trías la gnosis es espiritual y funciona como liberación desencarnada, obviando así la religación. Pero una auténtica gnosis filosófico-teológica sería asuntora y liberadora, religadora y desligadora, amorosa y humorosa. Una tal gnosis cabal no es meramente fractal, como quiere nuestro autor, encontrando orden en el desorden, sino también fractual, encontrando desorden en el orden.
No podemos desenganchar los contrastes salvo abstractamente, se trata de una coimplicación o coimplicidad dualéctica (y no meramente dialéctica abolida en la síntesis final). Precisamente el símbolo no puede definirse sin más, como hace Trías, cual reconciliación de lo escindido, al menos en sentido dialéctico clásico, sino si acaso como la chirriante reconciliación de lo escindido (por cuanto desconcertante o al menos contrastante), la dualéctica de los opuestos compuestos y no depuestos, la coimplicación de los contrarios contractos y no detractos.
Debería entonces recuperar nuestro autor su propia certera intuición respecto al gran músico Mahler, en cuya música “los extremos se funden en el gozne simbólico”, aunque esa fusión no deba entenderse como “acorde atmosférico”, ya que el símbolo no es la sutura de lo sensible en lo inteligible, sino de lo sensible y lo anímico, del mundo con el alma (no se olvide que la nota musical se dice “neuma” o hálito anímico).
Y es que el símbolo primigenio es el propio hombre en cuanto compuesto de cuerpo y alma o cuerpoalmado. Así que el símbolo no señala el paso de la inmanencia a la trascendencia, sino la reunión de inmanencia y trascendencia per modum unius (de modo unitario o relacional).
La dialéctica de los contrarios, vida y muerte, sentido y sinsentido, los coimplica sin dejar fuera el sentido (tal y como propone el nihilismo contemporáneo) pero tampoco el sinsentido (como hace finalmente el heroísmo de Beethoven, el superacionismo de Hegel o el gnosticismo de Trías). La dualéctica de los contrarios es incluyente y no excluyente, y no cabe celebrar lo positivo sin lo negativo, pues como ha mostrado el propio Trías comentando el Falstaff de Verdi, tan jocoso y riente, hay “la selva durmiente que esparce incienso y sombra”: y en Otelo junto a la lírica Desdémona comparece Yago cacofónicamente.
Podemos pues hablar de dualéctica o bien, como me recomendaba E. Morin, de multiléctica o pluriléctica, pero siempre en sentido coimplicativo o coimplicacional, y no desimplicativo o desimplicacional. Por esto mismo en el Parsifal de Wagner la redención o salvación se realiza a través de la “compasión” del propio Parsifal, una compasión que en alemán se dice “con-dolor” (Mitleid: condolencia).
En la filosofía de nuestro filósofo, E. Trías, la música simboliza el origen o lo matricial (un viejo término de mi propio repertorio hermenéutico), origen matricial o cuna que se recuperaría finalmente en la tumba de la muerte como cuna invertida, pero esta recuperación del origen al final no es precisamente una reconciliación gloriosa, más bien filosóficamente aparece como el paso de este mundo al trasmundo (cósmico). Incluso en el caso de postular la fe o creencia en la trascendencia, sigue rigiendo el lema cristiano de que “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”.
Por lo demás, estoy de acuerdo en postular una apertura radical a la trascendencia, pero esa apertura no deja de ser un agujero simbólico y, por tanto, una herida cóncava que debe permanecer abierta y no cerrada, supurante y no clausurada, precisamente para poder acoger esa trascendencia como ungüento salvífico o sanante.
Yo diría entonces que la herida simbólica sólo es superable simbólicamente, pero realmente sólo es supurable. Por ello no puede hablarse de “sentido eterno” a no ser que se añada el “sinsentido eterno”, ya que el “sentido eterno” devalúa gnósticamente el tiempo y la inmanencia como sinsentidos que se cancelarán escatológicamente [24].
Conclusión política: el camino dialógico (por el lenguaje), proceso iluminador que supera dialécticamente el sin-sentido en el sentido
La música como matricial se adjunta dionisianamente con el imaginario del mito y la dramática del ritual. Frente a este ámbito protoracional no está el lenguaje definido por nuestro filósofo como falocéntrico o logocéntrico (patriarcal), sino que está el logos transracional o abstracto de la razón celeste o apolínea.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal queda precisamente el lenguaje dialógico o intersubjetivo, el interlenguaje como mediación fratriarcal. Este interlenguaje o lenguaje interrelacional realiza la mediación de mito y logos en una “mito-logía” a modo de cultura compartida (interhumana). Pues bien, este lenguaje mediador simboliza la democracia en su constitutiva función parlamentaria.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal se instala el interlenguaje fratriarcal que tiene a Hermes como patrón o arquetipo de la mediación. Este esquematismo hermenéutico, que es la falsilla de mi propia filosofía, permite elevar a rango humano reduplicativo el lenguaje precisamente en cuanto mediador de lo mítico y de lo lógico o abstracto. Hermes se sitúa así entre Dioniso y Apolo a modo de mediación de los contrarios.
Curiosamente en la democracia ateniense los funcionarios en general son elegidos por sorteo de acuerdo al trasfondo matriarcal de la igualdad natural dionisiana (isomoiría), mientras que los funcionarios supremos eran elegidos por la Asamblea (Ekklesía) de acuerdo a la ley civil olímpica o apolínea (isonomía).
De este modo, la democracia griega de Pericles y socios del siglo V a.C. se basa en la doble articulación dionisiana y apolínea del Lenguaje mediador de Hermes.
En este sentido difiero de R. Argullol y socios, que presentan al apolíneo Orestes como el símbolo democrático frente a las diosas tribales (las Erinias). Tiene razón en que estas diosas tribales pertenecen al trasfondo matriarcal-dionisiano y simbolizan el destino arcaico, pero el Orestes de Esquilo no pertenece al ámbito mediador o hermesiano, sino al ámbito olímpico o celeste de Apolo y Atenea.
Por eso no se puede considerar democrático a Orestes, como piensan tantos, se trataría si acaso del representante de una democracia olímpica bajo Zeus, la cual se caracterizaría como despotismo ilustrado (como su final régimen patriarcal en Micenas). [25]
En nuestra propia visión es Hermes, el dios del lenguaje y de la comunicación de los contrarios, el auténtico dios, numen o arque-símbolo democrático, que no en vano se le llamaba “logios” (el parlante) y “agoraios” (el que frecuenta el ágora). Hermes es el
“demon propicio” (agathos daimon), y en su festividad cretense los esclavos eran servidos por sus amos simbólicamente.
Por lo demás, Hermes tiene un toque retórico y hermenéutico e incluso sofista, que lo aleja tanto de la verdad absoluta (olímpica o apolínea) como de la verdad relativista (inmanente o dionisiana).La verdad hermesiana no es ni absoluta ni relativista, sino relacional, la cual puede traducirse como verdad encarnada o sentido (interhumano). [26]
En su obra sobre el fin de la historia, Fukuyama ha lamentado que el hombre actual haya perdido el valor heroico (megalothimia). Sin embargo no se trataría, frente a Fukuyama, de cultivar el valor heroico sino el valor anímico (megalopsiquía), apostando por la “interanimidad” y apostatando del tradicional ideal patriarcal. Pues no se trata de imponer la verdad sino de proponerla interlingüísticamente, de acuerdo con la idea de proposición como propuesta: una propuesta simbólica, por cuanto transgrede el significado cósico o literal en nombre del sentido humano.
Un tal sentido asume lo sentido y no lo escamotea en nombre de la abstracción que impera en el mundo. Pues la auténtica verdad es la verdad-sentido, la cual no es luz que oculta sino luz que ilumina lo oculto u ocultado: el dolor y el sinsentido, el error y la mentira, el mal y la muerte. [27]
Es en el nombre simbólico del gran tabú de la muerte como cabría boicotear existencialmente esta vida, exhibiendo el derecho humano a no nacer a este crudo mundo, el derecho elemental a que no nos nazcan. Se trata de un derecho simbólico y de una denegación simbólica, ya que no real, cósica o literal, pero aquí el símbolo crítico cumple su función hermenéutica de transgredir la verdad impuesta de la presunta bondad vital, a partir de la experiencia de la propia negatividad de lo real/realizado.
De este modo, el símbolo como interpretación transgresora de la verdad accede al sentido oculto u ocultado de la no-verdad encarnada por la muerte, la cual debería permitirnos una auténtica radicalidad cultural y política a la hora de asumir realísticamente un mundo eucatastrófico.
Ante el mundo como catástrofe positiva el hombre debe asumir positivamente su negatividad, tratando así de “positivar” dicha negatividad: negatividad que no es posible positivar sino en el cuarto oscuro de nuestro laboratorio hermenéutico capaz de iluminar las propias tinieblas.
Mas se puede objetar con M. Proust que un arte como la música, que infunde una verdadera emoción más elevada o verdadera no se corresponda a cierta realidad espiritual, pues de lo contrario la vida carecería de sentido. Y bien, el arte de la música se corresponde inmediatamente a cierta realidad anímica o humana y sólo mediatamente a cierta realidad espiritual o transhumana.
En todo caso el ejemplo muestra precisamente que la vida carece de sentido vivida bobaliconamente, es decir, amusicalmente o sin echarle música: la cual empero suena consonante y disonantemente, sublime y tétricamente, como el propio Proust sabía por partida doble [28].
Nuestra problemática de la mediación de los opuestos encuentra en la música su exposición sonora, ya que la música es la articulación simbólica de los contrarios, así como su mediación coimplicativa, tal y como se muestra en la expresión del gozo y del sufrimiento, de la pasión y la serenidad, de la fiesta y el duelo. En la música occidental esta representación simbólica de la existencia como coexistencia de vida y muerte alcanza su cumplimiento.
Según los musicólogos esa representación cromática de los contrastes existenciales comenzaría en el siglo XII, un tiempo trovadoresco en el que la música medieval religiosa –el gregoriano- deja de ser plana para devenir un tanto irregular, ya que la tradicional voz cantante, monótona, horizontal y sucesiva se dobla o redobla, siendo atravesada por paráfrasis o parafraseos en una especie de discanto o contracanto [18].
En ese emblemático siglo XII, en el que se da el paso del románico aplanado al gótico cromático, emerge la “polifonía contrapuntística” en el entorno de la catedral de París, culminando posteriormente en Flandes. Mientras que en el románico la trascendencia aplana a la inmanencia achatándola, en el gótico la trascendencia abre nuestra inmanencia hacia lo alto en elevación simbólica.
De esta guisa, el tiempo gregoriano horizontal queda emplazado por el espacio gótico vertical, proyectando una música “diafónica” ya no regida por el canto firme del tenor, puesto que es contrapunteado por la coloratura “bárbara” propia de la música gótica con sus motetes, hasta arribar al Renacimiento con sus madrigales. El gregoriano con su sentido musical sustantivo o sustancial dirigido a la conversión se accidenta y divierte o diversifica de un modo más abierto [19].
El paso musical de la Edad Media al Renacimiento está representado por la música renacentista de Palestrina, todavía deudora de armonías o consonancias medievales, pero también por la sensibilidad afectiva de nuestro Tomás Luis de Victoria y el prebarroco Lasso.
En la modernidad la música eclosiona en Bach barroca y contrapuintísticamente, en Mozart gozosa y alegremente, en Beethoven heroica y bruscamente, en Wagner dramática y románticamente y en Mahler tragi-cómicamente. En la música moderna la conciencia temporal sucesiva aparece quebrada por el inconsciente espacial o imaginal, de modo que el sentido consonante de la existencia queda enmarcado en la simbología contrastante de la misma existencia, hasta acceder al abismo disonante o nihilista de la música atonal, dodecafónica o serial. [20]
Ha sido de nuevo E. Trías quien, en su obra “La imaginación sonora” ha planteado una revisión de la música desde una perspectiva gnóstica, la cual concibe lo musical finalmente como una “catarsis” o purificación de la inmanencia temporal en nombre de una “abstracción sublimante”. Esta visión gnóstica encuentra “orden en el desorden”, de acuerdo a un “eterno sentido” que todo lo trasciende. Para nuestro filósofo la música es simbólica, pero el símbolo se define gnósticamente como “reconciliación de lo escindido”, cuyo paradigma estaría en el Parsifal de Wagner, en el que se concelebra “el traspaso de la tragedia pagana a comedia divina”. Esta versión espiritualista del símbolo encuentra también su ejemplificación en la Pasión según san Mateo de Bach, la cual es definida como “una tragedia superada o elevada a divina comedia”. [21]
Y bien, uno mismo concibe la música en cuanto símbolo de la existencia no como consonancia sino como consonancia disonante y no como armonía sino como armonía disarmónica, así pues como dualéctica de contrarios, tal y como comparece a nuestro parecer en la Pasión bachiana según san Mateo, cuyo coral final empero se pliega en una terminal consonancia estridente o armonía desgarrada (y tanto más rasgada cuanto más avanza).
El caso es que J.S.Bach no tiene parangón, como pretende Trías, con Leibniz, el filósofo del optimismo ilustrado y de la armonía prestablecida. En realidad la famosa Pasión bachiana no es “una tragedia superada en comedia”, sino una tragedia “supurada” en comedia, o sea, una tragicomedia (cristiana). Olvida aquí nuestro filósofo que el cristianismo profundo y no superficial es una auténtica tragicomedia, ya que Cristo es la asunción (y no la superación) de Jesús en Jesucristo, de modo que la asunción, el asuncionismo o el asuntivismo resulta un asunto crucial del cristianismo.
Por eso el teólogo José María Castillo puede afirmar que teológicamente no cabe decir que “Jesús es Dios” (lo que significaría la deificaciónh del hombre y lo humano) sino que “Dios es Jesús” por la encarnación como humanización de Dios; por ello la auténtica experiencia religiosa se daría fundamentalmente en lo secular o humano y no en lo sagrado o divino. [22]
Toda mitología presenta la gran lucha entre el bien y el mal, pero toda auténtica mitología (incluida la mitología cristiana) ofrece una solución no simple ni unilateral sino compleja y dramática. La auténtica solución mitológico-cristiana es “eucatastrófica”, un vocablo proveniente de Tolkien que significa una “catástrofe” o abatimiento traspasada por “un atisbo de gozo”, el avatar existencial transido por “un anhelo del corazón”, la oscuridad del mundo atravesada por “un rayo de luz a través de las grietas del universo” .
El propio Tolkien, filólogo y mitólogo católico de Oxford, refiere la “eucatástrofe” tanto a la Encarnación de Cristo como a su Resurrección, definiendo al cristianismo eucatastróficamente como la más alegre tragedia (también podría decir la más triste comedia), pues se trata como dice Tolkien de una alegría que hace llorar (o bien una tristeza que hace reír) ya que rechaza la plena o total derrota final (lo que podemos llamar la derrota absoluta, pero no la relativa a esta vida y a este mundo). En sus propias palabras disonantes:
La alegría cristiana produce lágrimas porque es cualitativamente
igual al dolor: se trata de una reconciliación de la alegría y del dolor
en el amor, al diluirse en este el egoísmo y el altruismo. [23]
El austríaco Bruckner, católico abierto, ha musicado bien, como ha mostrado el propio E.Trías, esa dialéctica de luz y oscuridad, sin triunfo o reconciliación en esta vida cohabitada por la muerte no sublimable, puesto que la superación o reconciliación final trascendente la dejaría Bruckner para la otra vida y para el propio Dios. Ahora bien, frente a esta visión superadora, pienso que ni el propio Dios (cristiano) puede reconciliar la inmanencia en una trascendencia que supere aquella dejándola definitivamente atrás.
Frente al gnosticismo, el cristianismo afirma la encarnación como pasión y muerte del sentido, no superada por la resurrección y la gloria sino sólo supurada, sublimada o trasfigurada, mas no abolida, ya que las cicatrices o estigmas terrestres quedan en la resurrección de la carne y en el alma como espíritu encarnado (puesto que no resucita el espíritu desencarnado). Por eso nadie nos puede quitar lo bailado o positivo, pero tampoco lo no bailado o negativo.
En la filosofía de E. Trías la gnosis es espiritual y funciona como liberación desencarnada, obviando así la religación. Pero una auténtica gnosis filosófico-teológica sería asuntora y liberadora, religadora y desligadora, amorosa y humorosa. Una tal gnosis cabal no es meramente fractal, como quiere nuestro autor, encontrando orden en el desorden, sino también fractual, encontrando desorden en el orden.
No podemos desenganchar los contrastes salvo abstractamente, se trata de una coimplicación o coimplicidad dualéctica (y no meramente dialéctica abolida en la síntesis final). Precisamente el símbolo no puede definirse sin más, como hace Trías, cual reconciliación de lo escindido, al menos en sentido dialéctico clásico, sino si acaso como la chirriante reconciliación de lo escindido (por cuanto desconcertante o al menos contrastante), la dualéctica de los opuestos compuestos y no depuestos, la coimplicación de los contrarios contractos y no detractos.
Debería entonces recuperar nuestro autor su propia certera intuición respecto al gran músico Mahler, en cuya música “los extremos se funden en el gozne simbólico”, aunque esa fusión no deba entenderse como “acorde atmosférico”, ya que el símbolo no es la sutura de lo sensible en lo inteligible, sino de lo sensible y lo anímico, del mundo con el alma (no se olvide que la nota musical se dice “neuma” o hálito anímico).
Y es que el símbolo primigenio es el propio hombre en cuanto compuesto de cuerpo y alma o cuerpoalmado. Así que el símbolo no señala el paso de la inmanencia a la trascendencia, sino la reunión de inmanencia y trascendencia per modum unius (de modo unitario o relacional).
La dialéctica de los contrarios, vida y muerte, sentido y sinsentido, los coimplica sin dejar fuera el sentido (tal y como propone el nihilismo contemporáneo) pero tampoco el sinsentido (como hace finalmente el heroísmo de Beethoven, el superacionismo de Hegel o el gnosticismo de Trías). La dualéctica de los contrarios es incluyente y no excluyente, y no cabe celebrar lo positivo sin lo negativo, pues como ha mostrado el propio Trías comentando el Falstaff de Verdi, tan jocoso y riente, hay “la selva durmiente que esparce incienso y sombra”: y en Otelo junto a la lírica Desdémona comparece Yago cacofónicamente.
Podemos pues hablar de dualéctica o bien, como me recomendaba E. Morin, de multiléctica o pluriléctica, pero siempre en sentido coimplicativo o coimplicacional, y no desimplicativo o desimplicacional. Por esto mismo en el Parsifal de Wagner la redención o salvación se realiza a través de la “compasión” del propio Parsifal, una compasión que en alemán se dice “con-dolor” (Mitleid: condolencia).
En la filosofía de nuestro filósofo, E. Trías, la música simboliza el origen o lo matricial (un viejo término de mi propio repertorio hermenéutico), origen matricial o cuna que se recuperaría finalmente en la tumba de la muerte como cuna invertida, pero esta recuperación del origen al final no es precisamente una reconciliación gloriosa, más bien filosóficamente aparece como el paso de este mundo al trasmundo (cósmico). Incluso en el caso de postular la fe o creencia en la trascendencia, sigue rigiendo el lema cristiano de que “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”.
Por lo demás, estoy de acuerdo en postular una apertura radical a la trascendencia, pero esa apertura no deja de ser un agujero simbólico y, por tanto, una herida cóncava que debe permanecer abierta y no cerrada, supurante y no clausurada, precisamente para poder acoger esa trascendencia como ungüento salvífico o sanante.
Yo diría entonces que la herida simbólica sólo es superable simbólicamente, pero realmente sólo es supurable. Por ello no puede hablarse de “sentido eterno” a no ser que se añada el “sinsentido eterno”, ya que el “sentido eterno” devalúa gnósticamente el tiempo y la inmanencia como sinsentidos que se cancelarán escatológicamente [24].
Conclusión política: el camino dialógico (por el lenguaje), proceso iluminador que supera dialécticamente el sin-sentido en el sentido
La música como matricial se adjunta dionisianamente con el imaginario del mito y la dramática del ritual. Frente a este ámbito protoracional no está el lenguaje definido por nuestro filósofo como falocéntrico o logocéntrico (patriarcal), sino que está el logos transracional o abstracto de la razón celeste o apolínea.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal queda precisamente el lenguaje dialógico o intersubjetivo, el interlenguaje como mediación fratriarcal. Este interlenguaje o lenguaje interrelacional realiza la mediación de mito y logos en una “mito-logía” a modo de cultura compartida (interhumana). Pues bien, este lenguaje mediador simboliza la democracia en su constitutiva función parlamentaria.
Entre el protolenguaje matriarcal y el metalenguaje patriarcal se instala el interlenguaje fratriarcal que tiene a Hermes como patrón o arquetipo de la mediación. Este esquematismo hermenéutico, que es la falsilla de mi propia filosofía, permite elevar a rango humano reduplicativo el lenguaje precisamente en cuanto mediador de lo mítico y de lo lógico o abstracto. Hermes se sitúa así entre Dioniso y Apolo a modo de mediación de los contrarios.
Curiosamente en la democracia ateniense los funcionarios en general son elegidos por sorteo de acuerdo al trasfondo matriarcal de la igualdad natural dionisiana (isomoiría), mientras que los funcionarios supremos eran elegidos por la Asamblea (Ekklesía) de acuerdo a la ley civil olímpica o apolínea (isonomía).
De este modo, la democracia griega de Pericles y socios del siglo V a.C. se basa en la doble articulación dionisiana y apolínea del Lenguaje mediador de Hermes.
En este sentido difiero de R. Argullol y socios, que presentan al apolíneo Orestes como el símbolo democrático frente a las diosas tribales (las Erinias). Tiene razón en que estas diosas tribales pertenecen al trasfondo matriarcal-dionisiano y simbolizan el destino arcaico, pero el Orestes de Esquilo no pertenece al ámbito mediador o hermesiano, sino al ámbito olímpico o celeste de Apolo y Atenea.
Por eso no se puede considerar democrático a Orestes, como piensan tantos, se trataría si acaso del representante de una democracia olímpica bajo Zeus, la cual se caracterizaría como despotismo ilustrado (como su final régimen patriarcal en Micenas). [25]
En nuestra propia visión es Hermes, el dios del lenguaje y de la comunicación de los contrarios, el auténtico dios, numen o arque-símbolo democrático, que no en vano se le llamaba “logios” (el parlante) y “agoraios” (el que frecuenta el ágora). Hermes es el
“demon propicio” (agathos daimon), y en su festividad cretense los esclavos eran servidos por sus amos simbólicamente.
Por lo demás, Hermes tiene un toque retórico y hermenéutico e incluso sofista, que lo aleja tanto de la verdad absoluta (olímpica o apolínea) como de la verdad relativista (inmanente o dionisiana).La verdad hermesiana no es ni absoluta ni relativista, sino relacional, la cual puede traducirse como verdad encarnada o sentido (interhumano). [26]
En su obra sobre el fin de la historia, Fukuyama ha lamentado que el hombre actual haya perdido el valor heroico (megalothimia). Sin embargo no se trataría, frente a Fukuyama, de cultivar el valor heroico sino el valor anímico (megalopsiquía), apostando por la “interanimidad” y apostatando del tradicional ideal patriarcal. Pues no se trata de imponer la verdad sino de proponerla interlingüísticamente, de acuerdo con la idea de proposición como propuesta: una propuesta simbólica, por cuanto transgrede el significado cósico o literal en nombre del sentido humano.
Un tal sentido asume lo sentido y no lo escamotea en nombre de la abstracción que impera en el mundo. Pues la auténtica verdad es la verdad-sentido, la cual no es luz que oculta sino luz que ilumina lo oculto u ocultado: el dolor y el sinsentido, el error y la mentira, el mal y la muerte. [27]
Es en el nombre simbólico del gran tabú de la muerte como cabría boicotear existencialmente esta vida, exhibiendo el derecho humano a no nacer a este crudo mundo, el derecho elemental a que no nos nazcan. Se trata de un derecho simbólico y de una denegación simbólica, ya que no real, cósica o literal, pero aquí el símbolo crítico cumple su función hermenéutica de transgredir la verdad impuesta de la presunta bondad vital, a partir de la experiencia de la propia negatividad de lo real/realizado.
De este modo, el símbolo como interpretación transgresora de la verdad accede al sentido oculto u ocultado de la no-verdad encarnada por la muerte, la cual debería permitirnos una auténtica radicalidad cultural y política a la hora de asumir realísticamente un mundo eucatastrófico.
Ante el mundo como catástrofe positiva el hombre debe asumir positivamente su negatividad, tratando así de “positivar” dicha negatividad: negatividad que no es posible positivar sino en el cuarto oscuro de nuestro laboratorio hermenéutico capaz de iluminar las propias tinieblas.
Mas se puede objetar con M. Proust que un arte como la música, que infunde una verdadera emoción más elevada o verdadera no se corresponda a cierta realidad espiritual, pues de lo contrario la vida carecería de sentido. Y bien, el arte de la música se corresponde inmediatamente a cierta realidad anímica o humana y sólo mediatamente a cierta realidad espiritual o transhumana.
En todo caso el ejemplo muestra precisamente que la vida carece de sentido vivida bobaliconamente, es decir, amusicalmente o sin echarle música: la cual empero suena consonante y disonantemente, sublime y tétricamente, como el propio Proust sabía por partida doble [28].
Notas:
[1] Puede consultarse de Javier Otaola su obra La metáfora masónica, así como sus páginas en internet.
[2] Puede consultarse el libro de F. Ariza, La masonería. Símbolos y ritos, Libros del Innombrable, Zaragoza 2007.
[3] Sobre la Eutopía puede verse P. Ramírez, La piadosa Ilustración, Tesis Doctoral, Deusto 2010.
[4] Sobre los arquetipos matemáticos de la naturaleza, ver M. Schneider, A Begginner´s Guide, Nueva York, Harper 1995.
[5] Sobre el número divino o aúreo, ver la obra de P. Hemenway, El código secreto, Evergreen, Barcelona 2008.
[6] En ello el término “eucatástrofe” se parece al término “eudaimonia”: si aquella es una buena catástrofe, pero catástrofe (siquiera finalmente trasfigurada), este es un buen demon, pero demon: una buena demonía, que es como los griegos definían la “felicidad” en cuanto bien-estar, concebido como un “oxímoron” o coimplicación de contrarios (estar a bien con la propia demonía, estancia o contingencia).
[7] De A. Koestler puede consultarse su obra En busca de lo absoluto, Kairós, Barcelona 1983.
[8] Véase R. Thom (Semiofísica).
[9] Ver J. Kepler (Misterium cosmographicum).
[10] Puede consultarse la posición de S. Hawking (El Gran Diseño). La visión de un Dios problemático no debería considerarse como estrambótica, ya que precisamente Jesús proyecta la figura de un tal Dios problemático (que lo abandona en la cruz). Con la expresión “Dios problemático” sugerimos una divinidad precisada de la ayuda humana (para decirlo con E. Hillesum).
[11] Sobre la compresencia del no-sentido en el sentido y de un fondo o resto irrecuperable por el sentido, ver D. Mersch, Posthermeneutik, Akademie, Berlin 2010.
[12] Puede consultarse mi librito La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008.
[13] Daniel Saldaña, en: revista Crítica, Puebla 2010, número 139, pág. 134.Por lo que concierne a la trascendencia problemática, puede consultarse el número monográfico de la prestigiosa Revue de Philosophie dedicado a “La impotencia de Dios” (2010).
[14] T. Mann, La montaña mágica, Delibros, Barcelona 2010, inicio.
[15] Al respecto, véase el Epílogo de I. Reguera a mi libro Nietzsche: la disonancia encarnada, Libros del Innombrable, Zaragoza 2010.
[16] Consultar Jasmes Hillman, Un terrible amor a la guerra, Sexto Piso, México 2010.
[17] En “La montaña mágica” Thomas Mann presenta un Hermes hermenéutico de la vida y un Hermes hermético de la muerte: el primero es celebrado por el humanista ilustrado Settembrini, el segundo por el oscuro revolucionario Naphta; ver obra citada, pág. 723-5. Algunos han entrevisto en la figura del primero al filósofo Cassirer, así como en el segundo al filósofo Heidegger: ambos debatieron acaloradamente en Davos en 1929.
[18] Ver J.L. Comellas, Historia sencilla de la música, Rial, Madrid 2006.
[19] Véase al respecto R. Taruskin, The Oxford History of Western Music, Oxford University Press 2005; también Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1971 ss., voces “Música” y “Polifonía”.
[20] Al respecto H. Küng, Música y religión, Trotta, Madrid 2008.
[21] Eugenio Trías, La imaginación sonora, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2010, págs. 319, 329, 330, 353, 365, 445, 612.
[22] Puede consultarse José María Castillo, La humanización de Dios, Trotta, Madrid 2007.
[23] Ver J.R.Tolkien, Sobre los cuentos de hadas, en: Los monstruos, Minotauro, Barcelona 1998, así como Las cartas de J.R.Tolkien, Minotauro, Barcelona 1994, carta a su hijo Christopher 7-8 noviembre-1944. Como puede observarse, radicalizo el término paradoxal de “eucatástrofe” y me distancio de quienes lo interpretan como “final feliz”: en todo caso se trataría de un final feliz legendario o mitológico, un final feliz propio de los cuentos de hadas, así pues de una apertura simbólica. En realidad se trata de un final feliz sólo en el sentido de que se finaliza el dolor y se trasfigura o sublima el mal, no porque se ignora, olvida o sobrepasa olímpicamente en una especie de escamoteo trascendental .
[24] Sobre la herida simbólica-real, ver P. Lanceros en Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2005, entrada “Sentido”).
[25] La idea de un Orestes democrático, aquí criticada, es antigua y arriba hoy a R. Argullol: véase su artículo “Orestes y la mafia” en El País, 3.11.2010, pág. 27 s.
[26] Véase al respecto mi obrita La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008. La parte problemática del Hermes griego es su carácter simbólico de “ladronzuelo”, un carácter que en el Mercurio romano se asocia realmente al mercantilismo: de ahí que Mercurio pueda ya considerarse como el patrón del capitalismo.
[27] Puede leerse con provecho la obra de G. Vattimo Adiós a la verdad, así como la de G. Vattimo y S. Zabala Comunismo hermenéutico, en las que se propone la primacía del ser como acontecimiento abierto frente a la verdad impositiva, llegando a propugnar una “ausencia de la verdad” para evitar su dominio político.
[28] Puede consultarse de M. Proust, La prisionera, Debolsillo 2005, p. 386.
[1] Puede consultarse de Javier Otaola su obra La metáfora masónica, así como sus páginas en internet.
[2] Puede consultarse el libro de F. Ariza, La masonería. Símbolos y ritos, Libros del Innombrable, Zaragoza 2007.
[3] Sobre la Eutopía puede verse P. Ramírez, La piadosa Ilustración, Tesis Doctoral, Deusto 2010.
[4] Sobre los arquetipos matemáticos de la naturaleza, ver M. Schneider, A Begginner´s Guide, Nueva York, Harper 1995.
[5] Sobre el número divino o aúreo, ver la obra de P. Hemenway, El código secreto, Evergreen, Barcelona 2008.
[6] En ello el término “eucatástrofe” se parece al término “eudaimonia”: si aquella es una buena catástrofe, pero catástrofe (siquiera finalmente trasfigurada), este es un buen demon, pero demon: una buena demonía, que es como los griegos definían la “felicidad” en cuanto bien-estar, concebido como un “oxímoron” o coimplicación de contrarios (estar a bien con la propia demonía, estancia o contingencia).
[7] De A. Koestler puede consultarse su obra En busca de lo absoluto, Kairós, Barcelona 1983.
[8] Véase R. Thom (Semiofísica).
[9] Ver J. Kepler (Misterium cosmographicum).
[10] Puede consultarse la posición de S. Hawking (El Gran Diseño). La visión de un Dios problemático no debería considerarse como estrambótica, ya que precisamente Jesús proyecta la figura de un tal Dios problemático (que lo abandona en la cruz). Con la expresión “Dios problemático” sugerimos una divinidad precisada de la ayuda humana (para decirlo con E. Hillesum).
[11] Sobre la compresencia del no-sentido en el sentido y de un fondo o resto irrecuperable por el sentido, ver D. Mersch, Posthermeneutik, Akademie, Berlin 2010.
[12] Puede consultarse mi librito La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008.
[13] Daniel Saldaña, en: revista Crítica, Puebla 2010, número 139, pág. 134.Por lo que concierne a la trascendencia problemática, puede consultarse el número monográfico de la prestigiosa Revue de Philosophie dedicado a “La impotencia de Dios” (2010).
[14] T. Mann, La montaña mágica, Delibros, Barcelona 2010, inicio.
[15] Al respecto, véase el Epílogo de I. Reguera a mi libro Nietzsche: la disonancia encarnada, Libros del Innombrable, Zaragoza 2010.
[16] Consultar Jasmes Hillman, Un terrible amor a la guerra, Sexto Piso, México 2010.
[17] En “La montaña mágica” Thomas Mann presenta un Hermes hermenéutico de la vida y un Hermes hermético de la muerte: el primero es celebrado por el humanista ilustrado Settembrini, el segundo por el oscuro revolucionario Naphta; ver obra citada, pág. 723-5. Algunos han entrevisto en la figura del primero al filósofo Cassirer, así como en el segundo al filósofo Heidegger: ambos debatieron acaloradamente en Davos en 1929.
[18] Ver J.L. Comellas, Historia sencilla de la música, Rial, Madrid 2006.
[19] Véase al respecto R. Taruskin, The Oxford History of Western Music, Oxford University Press 2005; también Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1971 ss., voces “Música” y “Polifonía”.
[20] Al respecto H. Küng, Música y religión, Trotta, Madrid 2008.
[21] Eugenio Trías, La imaginación sonora, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2010, págs. 319, 329, 330, 353, 365, 445, 612.
[22] Puede consultarse José María Castillo, La humanización de Dios, Trotta, Madrid 2007.
[23] Ver J.R.Tolkien, Sobre los cuentos de hadas, en: Los monstruos, Minotauro, Barcelona 1998, así como Las cartas de J.R.Tolkien, Minotauro, Barcelona 1994, carta a su hijo Christopher 7-8 noviembre-1944. Como puede observarse, radicalizo el término paradoxal de “eucatástrofe” y me distancio de quienes lo interpretan como “final feliz”: en todo caso se trataría de un final feliz legendario o mitológico, un final feliz propio de los cuentos de hadas, así pues de una apertura simbólica. En realidad se trata de un final feliz sólo en el sentido de que se finaliza el dolor y se trasfigura o sublima el mal, no porque se ignora, olvida o sobrepasa olímpicamente en una especie de escamoteo trascendental .
[24] Sobre la herida simbólica-real, ver P. Lanceros en Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2005, entrada “Sentido”).
[25] La idea de un Orestes democrático, aquí criticada, es antigua y arriba hoy a R. Argullol: véase su artículo “Orestes y la mafia” en El País, 3.11.2010, pág. 27 s.
[26] Véase al respecto mi obrita La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008. La parte problemática del Hermes griego es su carácter simbólico de “ladronzuelo”, un carácter que en el Mercurio romano se asocia realmente al mercantilismo: de ahí que Mercurio pueda ya considerarse como el patrón del capitalismo.
[27] Puede leerse con provecho la obra de G. Vattimo Adiós a la verdad, así como la de G. Vattimo y S. Zabala Comunismo hermenéutico, en las que se propone la primacía del ser como acontecimiento abierto frente a la verdad impositiva, llegando a propugnar una “ausencia de la verdad” para evitar su dominio político.
[28] Puede consultarse de M. Proust, La prisionera, Debolsillo 2005, p. 386.
Artículo elaborado por André Ortiz-Osés, Catedrático de Antropología de la Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21.