Durante muchos siglos, se infravaloró la riqueza y naturaleza de la vida psíquica interior de los animales, en especial obviamente de los animales superiores. Sin duda, a ello contribuyó el dualismo propio de los sistemas escolásticos, celosos de preservar lo específicamente superior del hombre, recapitulado en el concepto de alma.
Sin embargo, las corrientes modernas de la biología, neurología, de la psicología, de la filosofía, e incluso de las teologías, insisten en revalorizar la riqueza psíquica de los animales, muy cercanos al hombre emocional y cognitivamente. Sin negar, claro está, lo específico del hombre frente al mundo animal, no es posible hoy negar la armonía del psiquismo animal con el psiquismo humano.
Cabe recordar que el Papa Juan Pablo II quiso incluso mencionar explícitamente que los animales tenían “alma” (es decir, el “alma animal”). La recuperación cristiana de la riqueza del mundo animal será un elemento más de convergencia con las religiones orientales.
El humanismo excluyente que comparten Descartes y la referida tradición, de la que por lo demás el filósofo francés era deudor confeso, ha tenido durante siglos por lema “los animales no tienen alma“, sobreentendiéndose que solo la tiene el hombre. Y surge la pregunta de qué se entiende por “alma”, siendo así que es del reconocimiento, o no, de su presencia de lo que se derivaría el que un ser mereciese, o no, consideración y respeto.
Claro que otro criterio es que si solo lo merecen los humanos es porque solo ellos son nuestros semejantes, lo cual a mí me suena un poco a moral mafiosa, por lo que ni siquiera entraré a considerarlo.
Titulé “No tienen alma” (entre comillas en el libro) el capítulo que trata sobre los animales en un ensayo publicado hace un par de años [1], y lo hice porque esas tres palabras se han repetido hasta la saciedad para negar todo derecho -o simple esbozo de derecho- de los animales superiores, y para desculpabilizar las atrocidades y crueldades de que pudieran ser -y son efectivamente- víctimas.
No creo que la Iglesia Católica defendiera oficialmente la doctrina de la ausencia total de alma en unos seres cuya denominación genérica de animales se refiere precisamente a ella [2], antes de que Descartes proclamara que los animales son autómatas, desde luego Francisco de Asís, que fue canonizado, pensaba otra cosa…, pero de lo que no cabe duda es de que la Iglesia asumió rápidamente la negación cartesiana del alma de los animales, y que insistió luego en ella, como bien recordamos los españoles mayores de 60 años.
No obstante, hay matices importantes que señalar. Descartes identificó lo que entendía por alma a partir del ejercicio de introspección que se halla en el origen del cogito: “pienso luego existo” implica identificar la interioridad, es decir, la consciencia, con el pensar, y de ahí la definición cartesiana del alma como res cogitans, la cosa pensante. Los animales, seres no pensantes [3], no tienen alma y son solo cosas mecánicas. Dicho en otros términos, al “no pensar” los animales no poseen subjetividad o consciencia de ninguna clase, ya que para Descartes la consciencia es idéntica al pensamiento.
El cristianismo se había pronunciado muy poco anteriormente sobre el alma vivenciada en primera persona, si exceptuamos a los místicos, un tipo de “creyentes” (¿les cuadra verdaderamente el término?) que siempre levantaron sospechas en la institución religiosa. Por mucho que De anima fuese una parte de la teología, el alma entendida como realidad psíquica inmediata, eso que estudian las escuelas psicoanalíticas, era (y me atrevería a decir que sigue siendo) una desconocida para los cristianos que viven encerrados únicamente en su tradición.
El cristianismo es una religión eminentemente social, en sentido positivo (el cristianismo primitivo y el que representan hoy los cristianos de base) y también negativo, pero en cuanto al alma, entendida experiencialmente como el ser subjetivo individual, ha tenido siempre poco que decir, más allá de la moral normativa que propone.
En llamativo contraste, las religiones orientales (hinduismo, budismo y algunas otras) son ante todo interioristas, lo que implica la práctica, que promueven ampliamente, de ejercicios introspectivos de variado grado de sofisticación y profundidad, de lo cual se deriva una alta valoración del conocimiento experiencial de la dimensión subjetiva, de la consciencia en sus diferentes modos y niveles.
Estas dos formas antropológicas de religiosidad, la occidental (no solo cristiana sino más generalmente abrahámica), de orientación más social, y la oriental, menos social y muy enfocada hacia la interioridad, poseen aspectos complementarios que últimamente se ponen sobre la mesa con frecuencia en los espacios y diálogos interreligiosos.
Sin embargo, las corrientes modernas de la biología, neurología, de la psicología, de la filosofía, e incluso de las teologías, insisten en revalorizar la riqueza psíquica de los animales, muy cercanos al hombre emocional y cognitivamente. Sin negar, claro está, lo específico del hombre frente al mundo animal, no es posible hoy negar la armonía del psiquismo animal con el psiquismo humano.
Cabe recordar que el Papa Juan Pablo II quiso incluso mencionar explícitamente que los animales tenían “alma” (es decir, el “alma animal”). La recuperación cristiana de la riqueza del mundo animal será un elemento más de convergencia con las religiones orientales.
El humanismo excluyente que comparten Descartes y la referida tradición, de la que por lo demás el filósofo francés era deudor confeso, ha tenido durante siglos por lema “los animales no tienen alma“, sobreentendiéndose que solo la tiene el hombre. Y surge la pregunta de qué se entiende por “alma”, siendo así que es del reconocimiento, o no, de su presencia de lo que se derivaría el que un ser mereciese, o no, consideración y respeto.
Claro que otro criterio es que si solo lo merecen los humanos es porque solo ellos son nuestros semejantes, lo cual a mí me suena un poco a moral mafiosa, por lo que ni siquiera entraré a considerarlo.
Titulé “No tienen alma” (entre comillas en el libro) el capítulo que trata sobre los animales en un ensayo publicado hace un par de años [1], y lo hice porque esas tres palabras se han repetido hasta la saciedad para negar todo derecho -o simple esbozo de derecho- de los animales superiores, y para desculpabilizar las atrocidades y crueldades de que pudieran ser -y son efectivamente- víctimas.
No creo que la Iglesia Católica defendiera oficialmente la doctrina de la ausencia total de alma en unos seres cuya denominación genérica de animales se refiere precisamente a ella [2], antes de que Descartes proclamara que los animales son autómatas, desde luego Francisco de Asís, que fue canonizado, pensaba otra cosa…, pero de lo que no cabe duda es de que la Iglesia asumió rápidamente la negación cartesiana del alma de los animales, y que insistió luego en ella, como bien recordamos los españoles mayores de 60 años.
No obstante, hay matices importantes que señalar. Descartes identificó lo que entendía por alma a partir del ejercicio de introspección que se halla en el origen del cogito: “pienso luego existo” implica identificar la interioridad, es decir, la consciencia, con el pensar, y de ahí la definición cartesiana del alma como res cogitans, la cosa pensante. Los animales, seres no pensantes [3], no tienen alma y son solo cosas mecánicas. Dicho en otros términos, al “no pensar” los animales no poseen subjetividad o consciencia de ninguna clase, ya que para Descartes la consciencia es idéntica al pensamiento.
El cristianismo se había pronunciado muy poco anteriormente sobre el alma vivenciada en primera persona, si exceptuamos a los místicos, un tipo de “creyentes” (¿les cuadra verdaderamente el término?) que siempre levantaron sospechas en la institución religiosa. Por mucho que De anima fuese una parte de la teología, el alma entendida como realidad psíquica inmediata, eso que estudian las escuelas psicoanalíticas, era (y me atrevería a decir que sigue siendo) una desconocida para los cristianos que viven encerrados únicamente en su tradición.
El cristianismo es una religión eminentemente social, en sentido positivo (el cristianismo primitivo y el que representan hoy los cristianos de base) y también negativo, pero en cuanto al alma, entendida experiencialmente como el ser subjetivo individual, ha tenido siempre poco que decir, más allá de la moral normativa que propone.
En llamativo contraste, las religiones orientales (hinduismo, budismo y algunas otras) son ante todo interioristas, lo que implica la práctica, que promueven ampliamente, de ejercicios introspectivos de variado grado de sofisticación y profundidad, de lo cual se deriva una alta valoración del conocimiento experiencial de la dimensión subjetiva, de la consciencia en sus diferentes modos y niveles.
Estas dos formas antropológicas de religiosidad, la occidental (no solo cristiana sino más generalmente abrahámica), de orientación más social, y la oriental, menos social y muy enfocada hacia la interioridad, poseen aspectos complementarios que últimamente se ponen sobre la mesa con frecuencia en los espacios y diálogos interreligiosos.
La comunicación con los animales
Todo esto es relevante en relación a lo que nos ocupa, pues en las religiones orientales y las filosofías a ellas vinculadas no se da, ni se ha dado nunca, la identificación entre consciencia y pensamiento -con la consecuencia de la exclusión los animales de la consideración de seres conscientes- sino que la consciencia se entiende como la luz interior básica y constitutiva del ser, y el pensamiento (junto con la emocionalidad, etc.) como uno de los “instrumentos” de que dispone esa luz básica.
Este punto de vista no es teoricista, sino que proviene de numerosísimas experiencias introspectivas, que no por su falta de “objetividad” (y de cientificidad en el sentido actual, por tanto) dejan de ser coincidentes y abrumadoramente nítidas.
Como con numerosos animales superiores es posible una comunicación, incluso intensa, en el registro emocional-afectivo de la consciencia, la filosofía-espiritualidad de esas religiones ha asumido “desde siempre” que esos animales la poseen, tanto si piensan como si no.
Ese debía ser también el sentir de Francisco de Asís, rara avis del santoral católico que a punto estuvo de ser declarado hereje, y al que la teologización de Descartes redujo de nuevo -y por largo tiempo- a la marginalidad doctrinal. El intelectualismo antiemocional de la tradición ilustrada típica [4] ha hecho que esa comunicación interespecífica se haya dado menos entre los filósofos e ideólogos que entre la gente corriente.
Además, el occidentocentrismo de la inmensa mayoría de esos intelectuales, y su enraizamiento en las tradiciones judeocristiana y cartesiana, han funcionado como pantallas con respecto a unas tradiciones espirituales de Oriente “animalistas” [5] miradas por ellos con suspicacia.
Pero hete aquí que ha sucedido algo inesperado: muchísima gente común y corriente de Occidente ha pasado por encima del ingente número de científicos, filósofos y tecnócratas que afirmaban que preocuparse por unos entes que no eran más que robots biológicos era una tontería, y ha dicho sí clamorosamente al alma de los animales y a las consecuencias éticas que entraña.
Se podrá decir lo que se quiera, incluido que hay muchas exageraciones y extravagancias, lo que puede ser verdad, y también que hay gente que quiere a los animales pero detesta a los humanos, lo cual, sin negar que pueda ocurrir en algún caso, dista mucho de ser un principio o una regla, y más bien creo que a menudo quienes no aman a los unos tampoco aman a los otros, pero me parece que lo esencial es que la convivencia cotidiana y estrecha de muchas personas con determinados animales superiores, perros y gatos fundamentalmente, las ha hecho vivir una profunda comunión y comunicación afectiva con sus mascotas, revelándoles la dimensión psíquica de las mismas de forma prácticamente inmediata.
Todo esto es relevante en relación a lo que nos ocupa, pues en las religiones orientales y las filosofías a ellas vinculadas no se da, ni se ha dado nunca, la identificación entre consciencia y pensamiento -con la consecuencia de la exclusión los animales de la consideración de seres conscientes- sino que la consciencia se entiende como la luz interior básica y constitutiva del ser, y el pensamiento (junto con la emocionalidad, etc.) como uno de los “instrumentos” de que dispone esa luz básica.
Este punto de vista no es teoricista, sino que proviene de numerosísimas experiencias introspectivas, que no por su falta de “objetividad” (y de cientificidad en el sentido actual, por tanto) dejan de ser coincidentes y abrumadoramente nítidas.
Como con numerosos animales superiores es posible una comunicación, incluso intensa, en el registro emocional-afectivo de la consciencia, la filosofía-espiritualidad de esas religiones ha asumido “desde siempre” que esos animales la poseen, tanto si piensan como si no.
Ese debía ser también el sentir de Francisco de Asís, rara avis del santoral católico que a punto estuvo de ser declarado hereje, y al que la teologización de Descartes redujo de nuevo -y por largo tiempo- a la marginalidad doctrinal. El intelectualismo antiemocional de la tradición ilustrada típica [4] ha hecho que esa comunicación interespecífica se haya dado menos entre los filósofos e ideólogos que entre la gente corriente.
Además, el occidentocentrismo de la inmensa mayoría de esos intelectuales, y su enraizamiento en las tradiciones judeocristiana y cartesiana, han funcionado como pantallas con respecto a unas tradiciones espirituales de Oriente “animalistas” [5] miradas por ellos con suspicacia.
Pero hete aquí que ha sucedido algo inesperado: muchísima gente común y corriente de Occidente ha pasado por encima del ingente número de científicos, filósofos y tecnócratas que afirmaban que preocuparse por unos entes que no eran más que robots biológicos era una tontería, y ha dicho sí clamorosamente al alma de los animales y a las consecuencias éticas que entraña.
Se podrá decir lo que se quiera, incluido que hay muchas exageraciones y extravagancias, lo que puede ser verdad, y también que hay gente que quiere a los animales pero detesta a los humanos, lo cual, sin negar que pueda ocurrir en algún caso, dista mucho de ser un principio o una regla, y más bien creo que a menudo quienes no aman a los unos tampoco aman a los otros, pero me parece que lo esencial es que la convivencia cotidiana y estrecha de muchas personas con determinados animales superiores, perros y gatos fundamentalmente, las ha hecho vivir una profunda comunión y comunicación afectiva con sus mascotas, revelándoles la dimensión psíquica de las mismas de forma prácticamente inmediata.
La gente es consciente de la conciencia animal
Aclaremos que el consenso social que cada vez está más cerca de ser alcanzado no es que los animales tengan un alma que va al cielo cuando mueren, que se reencarna o le pasa cualquier otra cosa.
Es mucho más sencillo: la gente siente y “ve” que son conscientes, que tienen consciencia o interioridad. Eso es el alma. El filósofo Hans Jonas estableció una relación entre este giro de la sensibilidad contemporánea y el asentamiento del paradigma evolucionario:
El evolucionismo ha minado la construcción intelectual de Descartes mucho más eficazmente de lo que lo ha hecho ninguna crítica metafísica. La indignación estrepitosa que se alzó inicialmente en contra del atentado a la dignidad del hombre que suponía una doctrina que defendía que su origen estaba en el reino animal, fue incapaz de ver que en virtud de ese mismo principio la totalidad del reino animal recibía algo que hasta entonces se consideraba ligado exclusivamente a la dignidad del hombre.
Porque si el hombre está emparentado con los animales, estos están a su vez emparentados con el hombre, y ellos también -siguiendo una cierta gradación- son portadores de esa interioridad o subjetividad de la que el hombre, evolutivamente más avanzado, llega a tener plena conciencia [6].
El descrédito, primero entre la “gente normal” y a partir de ella también entre los “sabios”, de la peregrina teoría de que los animales son máquinas (o de que “no tienen alma”, que en el fondo tanto da) puede parecerles a algunos un tema menor, pero no lo es en absoluto. Se trata de la primera gran derrota del pensamiento mecanicista, cuya falsedad en un punto para él emblemático ha captado con toda claridad la sociedad civil, desde la que además se denuncian ya las aberraciones que amparaba. Creo que viene aquí a cuento decir una palabra sobre el animismo.
No es solo cosa que comparten los pueblos “primitivos”, de norte a sur y de este a oeste, como es el caso de muchos de los de la vieja América, que han conseguido que su concepción tenga eco en algunas de las nuevas constituciones latinoamericanas a través de las referencias a la Pachamama, sino que está presente también en la filosofía occidental, de Tales, Anaximandro y Anaxágoras a Bergson, pasando por Plotino y Leibniz. Teilhard de Chardin, cuya lectura prohibió Pio XII y que hoy inspira al papa Francisco, fue otro ilustre animista como demuestra su convicción, ampliamente reiterada, de que un protopsiquismo está presente ya en la materia elemental.
En realidad el animismo no consiste en creer que “espíritus animales” entran y salen de ciertas piedras, de ciertos árboles y de los animales mismos; el “todo está lleno de dioses” de Tales significaba, en mi opinión, que para el filósofo milesio alguna forma de consciencia, por elemental e inimaginable que sea, “está por todas partes”, lo que viene a ser lo mismo que dos mil años después defendió Leibniz con su doctrina de las mónadas.
Si bien se mira, asumir que los animales poseen vida psíquica implica ser, hasta cierto punto, animista, y quizás por eso, porque quería romper de la manera más radical con la tradición animista y enterrarla definitivamente, fue por lo que Descartes afirmó que los animales son máquinas. Empezamos a entender… Pero es un principio irrefutable que finalmente la realidad se impone.
Y también, desde luego, entre los científicos. La consciencia animal se ha convertido en el tema estrella de varias ramas de la ciencia, de la etología y la zoopsicología en primer lugar, disciplinas en las que es protagonista, pero también en antropología evolutiva, en la medida que el estudio comparativo de la psicología de los primates actuales es relevante para indagar el proceso que desembocó en el psiquismo del Homo sapiens; sin olvidarse de las neurociencias, pues recordemos que ha sido en el encuentro internacional de neurología celebrado en Cambridge (Reino Unido) en julio de 2012 (Francis Crick Memorial Conference) donde se dio a la luz el documento On Consciousness in Human and non-Human Animals que reconoce y proclama, por primera vez desde el ámbito científico, que los animales superiores poseen consciencia o vida subjetiva, y que esto debe ser tenido en cuenta para todos los efectos.
No obstante lo cual, me reafirmo en mi opinión de que la prioridad en cuanto al reconocimiento de la consciencia animal la tiene la sociedad civil, que ha influido de múltiples formas (también con sus críticas, por ejemplo a la vivisección) en los científicos, que a fin de cuentas forman parte de ella.
Por todo lo dicho, está claro que para mí la cuestión de la interioridad, de esa dimensión que por su mera presencia hace capaz de gozar, de sufrir, de sentir…, es necesariamente lo central a la hora de establecer la teoría ética nueva que nuestro mundo está exigiendo y de la que los primeros beneficiarios serían los animales. El bien y el mal tienen sentido, y no son solo palabras, porque existe la consciencia.
Uno y otro forman parte de la experiencia de cualquier ser, que se siente bien o mal con independencia de que pronuncie o ni tan siquiera conozca esas dos palabras. Esto implica de paso una objeción fuerte al verbalismo absolutizado de la práctica totalidad de la filosofía de Occidente, pues el solo sentir y el silencio mental son también caminos cognitivos y no precisamente menores, como Wittgenstein acabó entendiendo.
Aclaremos que el consenso social que cada vez está más cerca de ser alcanzado no es que los animales tengan un alma que va al cielo cuando mueren, que se reencarna o le pasa cualquier otra cosa.
Es mucho más sencillo: la gente siente y “ve” que son conscientes, que tienen consciencia o interioridad. Eso es el alma. El filósofo Hans Jonas estableció una relación entre este giro de la sensibilidad contemporánea y el asentamiento del paradigma evolucionario:
El evolucionismo ha minado la construcción intelectual de Descartes mucho más eficazmente de lo que lo ha hecho ninguna crítica metafísica. La indignación estrepitosa que se alzó inicialmente en contra del atentado a la dignidad del hombre que suponía una doctrina que defendía que su origen estaba en el reino animal, fue incapaz de ver que en virtud de ese mismo principio la totalidad del reino animal recibía algo que hasta entonces se consideraba ligado exclusivamente a la dignidad del hombre.
Porque si el hombre está emparentado con los animales, estos están a su vez emparentados con el hombre, y ellos también -siguiendo una cierta gradación- son portadores de esa interioridad o subjetividad de la que el hombre, evolutivamente más avanzado, llega a tener plena conciencia [6].
El descrédito, primero entre la “gente normal” y a partir de ella también entre los “sabios”, de la peregrina teoría de que los animales son máquinas (o de que “no tienen alma”, que en el fondo tanto da) puede parecerles a algunos un tema menor, pero no lo es en absoluto. Se trata de la primera gran derrota del pensamiento mecanicista, cuya falsedad en un punto para él emblemático ha captado con toda claridad la sociedad civil, desde la que además se denuncian ya las aberraciones que amparaba. Creo que viene aquí a cuento decir una palabra sobre el animismo.
No es solo cosa que comparten los pueblos “primitivos”, de norte a sur y de este a oeste, como es el caso de muchos de los de la vieja América, que han conseguido que su concepción tenga eco en algunas de las nuevas constituciones latinoamericanas a través de las referencias a la Pachamama, sino que está presente también en la filosofía occidental, de Tales, Anaximandro y Anaxágoras a Bergson, pasando por Plotino y Leibniz. Teilhard de Chardin, cuya lectura prohibió Pio XII y que hoy inspira al papa Francisco, fue otro ilustre animista como demuestra su convicción, ampliamente reiterada, de que un protopsiquismo está presente ya en la materia elemental.
En realidad el animismo no consiste en creer que “espíritus animales” entran y salen de ciertas piedras, de ciertos árboles y de los animales mismos; el “todo está lleno de dioses” de Tales significaba, en mi opinión, que para el filósofo milesio alguna forma de consciencia, por elemental e inimaginable que sea, “está por todas partes”, lo que viene a ser lo mismo que dos mil años después defendió Leibniz con su doctrina de las mónadas.
Si bien se mira, asumir que los animales poseen vida psíquica implica ser, hasta cierto punto, animista, y quizás por eso, porque quería romper de la manera más radical con la tradición animista y enterrarla definitivamente, fue por lo que Descartes afirmó que los animales son máquinas. Empezamos a entender… Pero es un principio irrefutable que finalmente la realidad se impone.
Y también, desde luego, entre los científicos. La consciencia animal se ha convertido en el tema estrella de varias ramas de la ciencia, de la etología y la zoopsicología en primer lugar, disciplinas en las que es protagonista, pero también en antropología evolutiva, en la medida que el estudio comparativo de la psicología de los primates actuales es relevante para indagar el proceso que desembocó en el psiquismo del Homo sapiens; sin olvidarse de las neurociencias, pues recordemos que ha sido en el encuentro internacional de neurología celebrado en Cambridge (Reino Unido) en julio de 2012 (Francis Crick Memorial Conference) donde se dio a la luz el documento On Consciousness in Human and non-Human Animals que reconoce y proclama, por primera vez desde el ámbito científico, que los animales superiores poseen consciencia o vida subjetiva, y que esto debe ser tenido en cuenta para todos los efectos.
No obstante lo cual, me reafirmo en mi opinión de que la prioridad en cuanto al reconocimiento de la consciencia animal la tiene la sociedad civil, que ha influido de múltiples formas (también con sus críticas, por ejemplo a la vivisección) en los científicos, que a fin de cuentas forman parte de ella.
Por todo lo dicho, está claro que para mí la cuestión de la interioridad, de esa dimensión que por su mera presencia hace capaz de gozar, de sufrir, de sentir…, es necesariamente lo central a la hora de establecer la teoría ética nueva que nuestro mundo está exigiendo y de la que los primeros beneficiarios serían los animales. El bien y el mal tienen sentido, y no son solo palabras, porque existe la consciencia.
Uno y otro forman parte de la experiencia de cualquier ser, que se siente bien o mal con independencia de que pronuncie o ni tan siquiera conozca esas dos palabras. Esto implica de paso una objeción fuerte al verbalismo absolutizado de la práctica totalidad de la filosofía de Occidente, pues el solo sentir y el silencio mental son también caminos cognitivos y no precisamente menores, como Wittgenstein acabó entendiendo.
Añadiré para terminar que ningún movimiento social o socio-político cuyo horizonte utópico máximo sea la liberación de la humanidad puede renunciar a pensar en profundidad las bases paradigmáticas de la idea misma de liberación.
¿Debe esta ser (y acaso es posible que sea) solo externa, solo social y política, o hay que reconocer también la importancia de la liberación interior, psicoespiritual, de los individuos, y favorecerla? ¿Tiene la compasión algo o mucho que ver con la liberación? ¿los beneficiarios de un proceso liberador colectivo habrán de ser los humanos únicamente? Por lo demás, parece obvio que si las condiciones materiales son importantes (y lo son mucho), el sujeto (subjectum) de liberación lo es más todavía. De ahí que tal vez el materialismo metafísico -otra herencia del pasado a revisar- no sea la mejor guía filosófica para explicar y potenciar un impulso emancipador que nace de la conciencia (sin s) y de lo más profundo de la consciencia (con s), apuntando al carácter fundamental e irrenunciable del amor, y al bien de cuantos seres pueblan la Tierra.
¿Debe esta ser (y acaso es posible que sea) solo externa, solo social y política, o hay que reconocer también la importancia de la liberación interior, psicoespiritual, de los individuos, y favorecerla? ¿Tiene la compasión algo o mucho que ver con la liberación? ¿los beneficiarios de un proceso liberador colectivo habrán de ser los humanos únicamente? Por lo demás, parece obvio que si las condiciones materiales son importantes (y lo son mucho), el sujeto (subjectum) de liberación lo es más todavía. De ahí que tal vez el materialismo metafísico -otra herencia del pasado a revisar- no sea la mejor guía filosófica para explicar y potenciar un impulso emancipador que nace de la conciencia (sin s) y de lo más profundo de la consciencia (con s), apuntando al carácter fundamental e irrenunciable del amor, y al bien de cuantos seres pueblan la Tierra.
Notas:
[1] La rebelión de la consciencia, Kairós, 2014.
[2] En realidad la Iglesia apoyaba la teoría aristotélica de las tres almas: vegetativa, animal e intelectiva.
[3] Lo cual es una presunción excesiva, si se consideran los grandes simios y otros animales superiores.
[4] Pues la tradición ilustrada cuenta con una segunda rama: la romántico-naturalista que inició Rousseau.
[5] Por utilizar un término actual.
[6] Hans Jonas, Évolution et liberté, pp. 33-34. La traducción del francés y las cursivas son mías.
Artículo elaborado por José Luis San Miguel de Pablos, doctor en Geología y licenciado en Filosofía, Universidad Comillas y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.