Juan José Tamayo. Imagen: Helengc. Fuente: Wikimedia Commons.
En diversos artículos publicados en Tendencias21 de las Religiones durante los años 2014 y 2015 se ha insistido en que una de las líneas hacia donde apuntan las tradiciones religiosas exige el diálogo.
En todo el mundo y en todas las tradiciones culturales y religiosas crece la necesidad de aceptar el pluralismo para reforzar la identidad propia y afirmar más la presencia religiosa en una sociedad secular. Síntesis como Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (Sal Terrae, 2000) y El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo (Sal Terrae, 2002) de Jacques Dupuis; o, de Juan José Tamayo, Otra teología es posible. Interculturalidad, pluralismo religioso y feminismos, (Herder 2012) y El diálogo interreligioso ante los desafíos de nuestro tiempo, (ADGN, Valencia 2010); y también Teología del pluralismo religioso (Quito, 2004) de José María Vigil, han llegado al público de habla hispana.
Como apunta el jesuita teólogo Jacques Dupuis, cuando hablamos de “teología de las religiones” o del “pluralismo religioso”, no se debe entender el genitivo sólo en sentido objetivo, como si se tratase de un objeto nuevo sobre el que investigar. Más que un nuevo tema para la reflexión teológica, la teología de las religiones (como ha sucedido con la llamada teología de la ciencia) debe ser considerada como un nuevo modo de hacer teología en un contexto interreligioso. Es reflexión teológica sobre el diálogo y en el diálogo. Es teología dialógica interreligiosa, como apunta el teólogo Albert Moliner.
El pluralismo religioso no es algo nuevo
Como apunta el teólogo Jacques Dupuis (El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo , Sal Terrae, 2002), el pluralismo religioso no es algo nuevo. El cristianismo naciente, desde la época apostólica, tuvo que situar su mensaje en el contexto de las culturas de su época. Primero, tuvo que reelaborarse conceptual y existencialmente en su relación con el judaísmo del que había surgido. Posteriormente, el cristianismo tuvo que situarse y expresarse con relación a las otras culturas y religiones con las que se encontró en el camino.
Fue necesario un largo proceso de mestizaje, inculturación, búsqueda y defensa de la propia identidad, construcción de nuevos conceptos, adaptaciones lingüísticas y recomposiciones filosóficas. No fue fácil salvar la propia identidad a la par de mantener una actitud abierta y receptiva sin caer en el sectarismo ni en el sincretismo. Esta ha sido una larga tarea que se prolonga a lo largo de toda la historia del cristianismo. Una de las tendencias más marcadas de la tradición religiosa cristiana durante veinte siglos ha sido esta: ser fiel a la aguda conciencia que nuestro mundo ha alcanzado de la aceptación del pluralismo de las culturas y de las tradiciones religiosas, y también del derecho a la diferencia que pertenece a cada una de ellas.
No es necesario desarrollar aquí las numerosas razones de tal toma de conciencia. Son bien conocidas y pertenecen al orden político y económico, y también al ámbito humano, cultural y religioso.
Lo que a los lectores de Tendencias21 de las Religiones les puede interesar es preguntarse una vez más qué es lo que tiene que decir tal conciencia nueva del pluralismo religioso, difundido en nuestro ambiente, con respecto a la praxis de las diversas tradiciones religiosas, y en concreto, con respecto a la praxis cristiana dominante en nuestra cultura de habla hispana.
Son numerosas las preguntas que afloran a nuestra mente: ¿qué actitud vital e intelectual parece más razonable hoy con respecto a “los otros”, cualesquiera que sean: musulmanes, budistas, hindúes u otros? ¿Es posible el diálogo? ¿Qué tipo de diálogo? ¿Significa esto rebajar nuestras exigencias creyentes?
Parece claro que una nueva actitud de las tradiciones religiosas hacia las otras tradiciones implica que se reconocen valores positivos en los que no son como nosotros. En concreto, dentro de la Iglesia católica, una nueva actitud con respecto a las otras religiones está ligada al hecho de que se reconozca los valores positivos que se encuentran en ellas. Esta actitud está creciendo en estos meses gracias a la actitud marcadamente ecuménica e interreligiosa del papa Francisco. Su discurso en Sarajevo merece una atenta lectura.
Por eso no hay que maravillarse si el discurso actual sobre el diálogo interreligioso tiene un aspecto de novedad. Antes del Concilio Vaticano II no se había hablado de él.
Por otro lado, se sabe que la encíclica Ecclesiam Suam de Pablo VI, publicada precisamente durante el Concilio, en 1964, sirvió a este de poderoso estímulo. El papa describía a la Iglesia como realidad destinada a prolongar el diálogo de salvación que Dios había mantenido con la humanidad a lo largo de siglos. Y trazaba cuatro círculos concéntricos de diálogo por parte de la Iglesia: diálogo con todo el mundo, diálogo con los miembros de otras religiones, diálogo con los otros cristianos, y, por último, diálogo dentro de la propia Iglesia. Estos cuatro círculos concéntricos de diálogo fueron retomados –en sentido contrario – por la conclusión de la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II.
El diálogo y el pluralismo en el Concilio Vaticano II
Será necesario tener en cuenta que el papa Pablo VI, aun cuando recomendaba el diálogo interreligioso, no se pronunciaba sobre el puesto exacto que tal diálogo podía ocupar en la misión de la Iglesia.
La razón es que el diagnóstico hecho por el papa sobre el valor de estas religiones seguía siendo notablemente negativo. Muy diferente al que medio siglo más tarde ofrece el papa Francisco.
De hecho, en la posterior exhortación apostólica, Evangelii Nuntiandi, de 1975, Pablo VI mantenía aún una valoración negativa de las otras tradiciones religiosas: en su opinión, representaban la religiosidad “natural” de los humanos, mientras que el cristianismo era la única religión “sobrenatural”.
Como consecuencia, “los otros” eran vistos sólo como beneficiarios de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y esta era concebida aun principalmente en función del anuncio del Evangelio y de las actividades eclesiales relacionadas con él. Pablo VI, que en la encíclica Ecclesiam Suam se había convertido en el papa del diálogo, en el documento posterior no hablaba en modo alguno del diálogo.
El Concilio Vaticano II tampoco se pronunció sobre la pertenencia del diálogo a la misión de la Iglesia. Por todas partes en los documentos conciliares la misión evangelizadora sigue estando estrechamente identificada con el anuncio o la proclamación de Jesucristo a los “no cristianos”, a fin de invitarlos a la conversión al cristianismo.
El Concilio recomienda positivamente el diálogo interreligioso como por ejemplo, en el decreto [Nostra Aetate , número 2, o en la Constitución Conciliar Gaudium et Spes, número 92]; aunque el diálogo pueda parecer importante, en ningún texto se dice que pertenezca a la misión de la Iglesia como tal.
Aunque sea significativo y meritorio en relación con la evangelización, el diálogo no representa más que una primera aproximación a los “otros” y se le podría seguir aplicando el término teológico preconciliar de “pre-evangelización”.
Sin embargo, la situación ha cambiado mucho en estos años. Baste, como ejemplo, esta nota de prensa correspondiente a mayo de 2015 (publicada por ACI), en la que el papa Francisco se dirige a los obispos de Mali :
"El Papa Francisco recibió este jueves a los obispos de Mali en visita ad limina y los alentó a continuar con el diálogo interreligioso con los musulmanes, dando un 'testimonio de fe todavía más incisivo, fundado en una aceptación incondicional de los valores del Evangelio'.
En el texto entregado a los obispos, Francisco dirige la atención 'hacia la persona de Cristo en la delicada situación que desde hace algunos años vive el país que, entre otras, se enfrenta también con dificultades de seguridad'.
El Papa se muestra consciente de que 'esta situación ha perjudicado a veces la convivencia entre los diversos componentes de la sociedad, socavando también la armonía entre los hombres y mujeres de distintas religiones presentes en la tierra de Mali, rica de un pasado glorioso, sinónimo de tradiciones admirables, entre las que se cuentan la tolerancia y la cohesión'.
Agradeció el trabajo de la Conferencia Episcopal en el diálogo interreligioso puesto que 'el compromiso conjunto de los cristianos y musulmanes para salvaguardar los tesoros culturales de Mali, sobre todo las grandes bibliotecas de Tombuctú, patrimonio la humanidad, es un ejemplo elocuente'".
En todo el mundo y en todas las tradiciones culturales y religiosas crece la necesidad de aceptar el pluralismo para reforzar la identidad propia y afirmar más la presencia religiosa en una sociedad secular. Síntesis como Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (Sal Terrae, 2000) y El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo (Sal Terrae, 2002) de Jacques Dupuis; o, de Juan José Tamayo, Otra teología es posible. Interculturalidad, pluralismo religioso y feminismos, (Herder 2012) y El diálogo interreligioso ante los desafíos de nuestro tiempo, (ADGN, Valencia 2010); y también Teología del pluralismo religioso (Quito, 2004) de José María Vigil, han llegado al público de habla hispana.
Como apunta el jesuita teólogo Jacques Dupuis, cuando hablamos de “teología de las religiones” o del “pluralismo religioso”, no se debe entender el genitivo sólo en sentido objetivo, como si se tratase de un objeto nuevo sobre el que investigar. Más que un nuevo tema para la reflexión teológica, la teología de las religiones (como ha sucedido con la llamada teología de la ciencia) debe ser considerada como un nuevo modo de hacer teología en un contexto interreligioso. Es reflexión teológica sobre el diálogo y en el diálogo. Es teología dialógica interreligiosa, como apunta el teólogo Albert Moliner.
El pluralismo religioso no es algo nuevo
Como apunta el teólogo Jacques Dupuis (El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo , Sal Terrae, 2002), el pluralismo religioso no es algo nuevo. El cristianismo naciente, desde la época apostólica, tuvo que situar su mensaje en el contexto de las culturas de su época. Primero, tuvo que reelaborarse conceptual y existencialmente en su relación con el judaísmo del que había surgido. Posteriormente, el cristianismo tuvo que situarse y expresarse con relación a las otras culturas y religiones con las que se encontró en el camino.
Fue necesario un largo proceso de mestizaje, inculturación, búsqueda y defensa de la propia identidad, construcción de nuevos conceptos, adaptaciones lingüísticas y recomposiciones filosóficas. No fue fácil salvar la propia identidad a la par de mantener una actitud abierta y receptiva sin caer en el sectarismo ni en el sincretismo. Esta ha sido una larga tarea que se prolonga a lo largo de toda la historia del cristianismo. Una de las tendencias más marcadas de la tradición religiosa cristiana durante veinte siglos ha sido esta: ser fiel a la aguda conciencia que nuestro mundo ha alcanzado de la aceptación del pluralismo de las culturas y de las tradiciones religiosas, y también del derecho a la diferencia que pertenece a cada una de ellas.
No es necesario desarrollar aquí las numerosas razones de tal toma de conciencia. Son bien conocidas y pertenecen al orden político y económico, y también al ámbito humano, cultural y religioso.
Lo que a los lectores de Tendencias21 de las Religiones les puede interesar es preguntarse una vez más qué es lo que tiene que decir tal conciencia nueva del pluralismo religioso, difundido en nuestro ambiente, con respecto a la praxis de las diversas tradiciones religiosas, y en concreto, con respecto a la praxis cristiana dominante en nuestra cultura de habla hispana.
Son numerosas las preguntas que afloran a nuestra mente: ¿qué actitud vital e intelectual parece más razonable hoy con respecto a “los otros”, cualesquiera que sean: musulmanes, budistas, hindúes u otros? ¿Es posible el diálogo? ¿Qué tipo de diálogo? ¿Significa esto rebajar nuestras exigencias creyentes?
Parece claro que una nueva actitud de las tradiciones religiosas hacia las otras tradiciones implica que se reconocen valores positivos en los que no son como nosotros. En concreto, dentro de la Iglesia católica, una nueva actitud con respecto a las otras religiones está ligada al hecho de que se reconozca los valores positivos que se encuentran en ellas. Esta actitud está creciendo en estos meses gracias a la actitud marcadamente ecuménica e interreligiosa del papa Francisco. Su discurso en Sarajevo merece una atenta lectura.
Por eso no hay que maravillarse si el discurso actual sobre el diálogo interreligioso tiene un aspecto de novedad. Antes del Concilio Vaticano II no se había hablado de él.
Por otro lado, se sabe que la encíclica Ecclesiam Suam de Pablo VI, publicada precisamente durante el Concilio, en 1964, sirvió a este de poderoso estímulo. El papa describía a la Iglesia como realidad destinada a prolongar el diálogo de salvación que Dios había mantenido con la humanidad a lo largo de siglos. Y trazaba cuatro círculos concéntricos de diálogo por parte de la Iglesia: diálogo con todo el mundo, diálogo con los miembros de otras religiones, diálogo con los otros cristianos, y, por último, diálogo dentro de la propia Iglesia. Estos cuatro círculos concéntricos de diálogo fueron retomados –en sentido contrario – por la conclusión de la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II.
El diálogo y el pluralismo en el Concilio Vaticano II
Será necesario tener en cuenta que el papa Pablo VI, aun cuando recomendaba el diálogo interreligioso, no se pronunciaba sobre el puesto exacto que tal diálogo podía ocupar en la misión de la Iglesia.
La razón es que el diagnóstico hecho por el papa sobre el valor de estas religiones seguía siendo notablemente negativo. Muy diferente al que medio siglo más tarde ofrece el papa Francisco.
De hecho, en la posterior exhortación apostólica, Evangelii Nuntiandi, de 1975, Pablo VI mantenía aún una valoración negativa de las otras tradiciones religiosas: en su opinión, representaban la religiosidad “natural” de los humanos, mientras que el cristianismo era la única religión “sobrenatural”.
Como consecuencia, “los otros” eran vistos sólo como beneficiarios de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y esta era concebida aun principalmente en función del anuncio del Evangelio y de las actividades eclesiales relacionadas con él. Pablo VI, que en la encíclica Ecclesiam Suam se había convertido en el papa del diálogo, en el documento posterior no hablaba en modo alguno del diálogo.
El Concilio Vaticano II tampoco se pronunció sobre la pertenencia del diálogo a la misión de la Iglesia. Por todas partes en los documentos conciliares la misión evangelizadora sigue estando estrechamente identificada con el anuncio o la proclamación de Jesucristo a los “no cristianos”, a fin de invitarlos a la conversión al cristianismo.
El Concilio recomienda positivamente el diálogo interreligioso como por ejemplo, en el decreto [Nostra Aetate , número 2, o en la Constitución Conciliar Gaudium et Spes, número 92]; aunque el diálogo pueda parecer importante, en ningún texto se dice que pertenezca a la misión de la Iglesia como tal.
Aunque sea significativo y meritorio en relación con la evangelización, el diálogo no representa más que una primera aproximación a los “otros” y se le podría seguir aplicando el término teológico preconciliar de “pre-evangelización”.
Sin embargo, la situación ha cambiado mucho en estos años. Baste, como ejemplo, esta nota de prensa correspondiente a mayo de 2015 (publicada por ACI), en la que el papa Francisco se dirige a los obispos de Mali :
"El Papa Francisco recibió este jueves a los obispos de Mali en visita ad limina y los alentó a continuar con el diálogo interreligioso con los musulmanes, dando un 'testimonio de fe todavía más incisivo, fundado en una aceptación incondicional de los valores del Evangelio'.
En el texto entregado a los obispos, Francisco dirige la atención 'hacia la persona de Cristo en la delicada situación que desde hace algunos años vive el país que, entre otras, se enfrenta también con dificultades de seguridad'.
El Papa se muestra consciente de que 'esta situación ha perjudicado a veces la convivencia entre los diversos componentes de la sociedad, socavando también la armonía entre los hombres y mujeres de distintas religiones presentes en la tierra de Mali, rica de un pasado glorioso, sinónimo de tradiciones admirables, entre las que se cuentan la tolerancia y la cohesión'.
Agradeció el trabajo de la Conferencia Episcopal en el diálogo interreligioso puesto que 'el compromiso conjunto de los cristianos y musulmanes para salvaguardar los tesoros culturales de Mali, sobre todo las grandes bibliotecas de Tombuctú, patrimonio la humanidad, es un ejemplo elocuente'".
El fundamento teológico del diálogo interreligioso
Para establecer el fundamento de las “relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”, y especialmente del diálogo interreligioso, la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II afirmaba que “todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz” (número 1).
De este modo, el diálogo se establece sobre un fundamento doble: la comunidad, que tiene su origen en Dios a través de la creación; y su destino en él a través de la salvación en Jesucristo. No se dice nada respecto a la presencia y la acción del Espíritu de Dios operante en todos los seres humanos y en todas las tradiciones religiosas.
Un estudio de los documentos del Vaticano II muestra que el Concilio redescubrió sólo de manera progresiva la acción del Espíritu y que los frutos de tal redescubrimiento se encuentran principalmente en la constitución conciliar Gaudium et Spes. La convicción de que el Espíritu de Dios está universalmente presente y activo en la vida religiosa de “los otros” y en las tradiciones religiosas a las que pertenecen, al igual que está presente en medio de la de los cristianos y en la Iglesia, es también un redescubrimiento posconciliar, de acuerdo con Jacques Dupuis.
Desde este punto de vista, la importancia de tal visión para establecer el fundamento teológico del diálogo interreligioso, no puede pasar desapercibida. Esto constituye el tercer elemento fundamental.
Pero tal visión se ha impuesto con lentitud. No hay ningún indicio de ella en el magisterio de Pablo VI. Para demostrarlo, basta con mostrar que en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975), que resume el trabajo del sínodo de los obispos sobre la evangelización del mundo moderno, el Espíritu aparece solo por el hecho de que estimula a la Iglesia y la hace idónea para cumplir su misión evangelizadora (número 75), la cual consiste primaria y principalmente en el anuncio del evangelio.
La aportación aperturista de Juan Pablo II
Demos un paso más. La presencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los “otros” y en sus tradiciones religiosas representan la aportación más importante de Juan Pablo II al fundamento teológico del diálogo interreligioso. No es necesario citar de nuevo los textos. Bastará recordar sus ideas principales.
El papa afirma que la “creencia firme” de los seguidores de otras religiones “es efecto también del Espíritu de verdad que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico” (Redemptor hominis , 1979, número 6).
Más aún: en el importante discurso pronunciado por el papa a los miembros de la Curia romana el 22 de diciembre de 1986 [el texto del discurso del papa a los miembros de la Curia romana se puede leer en Ecclesia, número 2302, 1987, pág. 71-75] el papa quiso justificar teológicamente el “acontecimiento” de la Jornada mundial de oración por la paz, que se había celebrado en Asís dos meses antes. El papa consideró el fundamento teológico del diálogo tal como había sido expuesto por el concilio – la unidad de origen y de destino en Dios de todo el género humano a través de la creación y de la redención – y percibió en él un “misterio de unidad” que une a todos los seres humanos, por muy diversas que puedan ser las circunstancias de sus vidas: “Las diferencias son un elemento menos importante respecto a la unidad, que, en cambio, es radical, básica y determinante” (número 3). Y Juan Pablo II insiste: a la luz de este doble “misterio de unidad”, “las diferencias de todo tipo, y en primer lugar las religiosas, en la medida en que son reductoras del designio de Dios, se revelan como pertenecientes a otro orden […]. Deben ser superadas en el avance hacia la actualización del grandioso designio de unidad que preside la creación” (número 5). A pesar de tales diferencias, percibidas a veces como divisiones insuperables, todos los humanos “están incluidos en el grande y único designio de Dios, en Jesucristo” (número 5).
Y más adelante: “La unidad universal fundada en el acontecimiento de la creación y de la redención necesariamente tiene que dejar una huella en la realidad viva de los hombres, incluso pertenecientes a religiones diversas” (número 7). Estas “semillas de la Palabra” sembradas entre los “otros” constituyen el fundamento concreto del diálogo interreligioso alentado por el Concilio.
A tal “misterio de unidad”, fundamento del diálogo, añadía el papa Juan Pablo II un tercer elemento: la presencia activa del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los “otros”, especialmente en su oración: “Podemos mantener, en efecto, que toda oración auténtica es suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de todo hombre” (número 11).
Habría que citar expresamente el texto de la encíclica Dominum et vivificantem (1986) sobre el Espíritu Santo. En ella, el papa amplía las ideas del discurso mencionado con un desarrollo teológico de gran alcance sobre la presencia universal del Espíritu a través de toda la historia de la salvación, desde el principio y, después del acontecimiento Jesucristo, mucho más allá de los confines de la Iglesia.
Más aún: en la encíclica Redemptoris missio (1990) se afirma explícitamente que la presencia del Espíritu no solo se extiende a la vida religiosa de los individuos, sino que afecta también a las tradiciones religiosas a las que pertenecen: “La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones” (número 28).
Estas ideas están presentes en el magisterio y, sobre todo, en la actividad del papa Francisco que ha mostrado en muchas ocasiones su cercanía afectiva a los hombres y mujeres de otras tradiciones religiosas.
A través de estos textos surge gradualmente la misma doctrina: el Espíritu Santo está presente y activo en el mundo, en los miembros de otras religiones y en las mismas tradiciones religiosas. Toda oración auténtica (aunque se dirija a un Dios aún desconocido), los valores y las virtudes humanas, los tesoros de sabiduría escondidos en las tradiciones religiosas y, por tanto, también el diálogo y el encuentro auténtico entre sus miembros, son variados frutos de la presencia activa del Espíritu, concluye Jacques Dupuis.
Algunas consecuencias
De todo lo dicho se deducen algunas consecuencias importantes para el necesario diálogo interreligioso. Tal diálogo tiene lugar entre personas que están ya vinculadas entre sí en el Reino de Dios inaugurado en la historia en Jesucristo. Pese a que pertenecen a religiones diferentes, tales personas están ya en comunión unas con otras en la realidad del misterio de la salvación, aunque entre ellas se mantiene una distinción en el nivel del “sacramento”, es decir, del orden de mediación del misterio.
No obstante, la comunión en la realidad es aún más fundamental y tiene más peso que las diferencias en el nivel del signo. Esto explica la profunda comunión en el Espíritu que el diálogo interreligioso puede establecer, si es sincero y auténtico, entre los cristianos y los otros creyentes.
Esto muestra también por qué el diálogo interreligioso es una forma de compartir, un dar y recibir; en definitiva, muestra por qué no es un proceso unidireccional: no es un monólogo sino un diálogo. La razón es que la realidad del reino de Dios es compartida ya en el intercambio recíproco. El diálogo hace explícita esta comunión preexistente en la realidad de la salvación, que es el reino de Dios venido para todos en Jesús.
Probablemente, nada ofrece al diálogo interreligioso una base teológica tan profunda y una motivación tan verdadera como la convicción según la cual, a pesar de las diferencias que los distinguen, quienes pertenecen a las diversas tradiciones religiosas caminan juntos –como miembros que participan juntos del reino de Dios en la historia – hacia la plenitud del reino, hacia la nueva humanidad querida por Dios para el final de los tiempos, de la que son llamados a ser co-creadores bajo Dios.
Para establecer el fundamento de las “relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”, y especialmente del diálogo interreligioso, la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II afirmaba que “todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz” (número 1).
De este modo, el diálogo se establece sobre un fundamento doble: la comunidad, que tiene su origen en Dios a través de la creación; y su destino en él a través de la salvación en Jesucristo. No se dice nada respecto a la presencia y la acción del Espíritu de Dios operante en todos los seres humanos y en todas las tradiciones religiosas.
Un estudio de los documentos del Vaticano II muestra que el Concilio redescubrió sólo de manera progresiva la acción del Espíritu y que los frutos de tal redescubrimiento se encuentran principalmente en la constitución conciliar Gaudium et Spes. La convicción de que el Espíritu de Dios está universalmente presente y activo en la vida religiosa de “los otros” y en las tradiciones religiosas a las que pertenecen, al igual que está presente en medio de la de los cristianos y en la Iglesia, es también un redescubrimiento posconciliar, de acuerdo con Jacques Dupuis.
Desde este punto de vista, la importancia de tal visión para establecer el fundamento teológico del diálogo interreligioso, no puede pasar desapercibida. Esto constituye el tercer elemento fundamental.
Pero tal visión se ha impuesto con lentitud. No hay ningún indicio de ella en el magisterio de Pablo VI. Para demostrarlo, basta con mostrar que en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975), que resume el trabajo del sínodo de los obispos sobre la evangelización del mundo moderno, el Espíritu aparece solo por el hecho de que estimula a la Iglesia y la hace idónea para cumplir su misión evangelizadora (número 75), la cual consiste primaria y principalmente en el anuncio del evangelio.
La aportación aperturista de Juan Pablo II
Demos un paso más. La presencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los “otros” y en sus tradiciones religiosas representan la aportación más importante de Juan Pablo II al fundamento teológico del diálogo interreligioso. No es necesario citar de nuevo los textos. Bastará recordar sus ideas principales.
El papa afirma que la “creencia firme” de los seguidores de otras religiones “es efecto también del Espíritu de verdad que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico” (Redemptor hominis , 1979, número 6).
Más aún: en el importante discurso pronunciado por el papa a los miembros de la Curia romana el 22 de diciembre de 1986 [el texto del discurso del papa a los miembros de la Curia romana se puede leer en Ecclesia, número 2302, 1987, pág. 71-75] el papa quiso justificar teológicamente el “acontecimiento” de la Jornada mundial de oración por la paz, que se había celebrado en Asís dos meses antes. El papa consideró el fundamento teológico del diálogo tal como había sido expuesto por el concilio – la unidad de origen y de destino en Dios de todo el género humano a través de la creación y de la redención – y percibió en él un “misterio de unidad” que une a todos los seres humanos, por muy diversas que puedan ser las circunstancias de sus vidas: “Las diferencias son un elemento menos importante respecto a la unidad, que, en cambio, es radical, básica y determinante” (número 3). Y Juan Pablo II insiste: a la luz de este doble “misterio de unidad”, “las diferencias de todo tipo, y en primer lugar las religiosas, en la medida en que son reductoras del designio de Dios, se revelan como pertenecientes a otro orden […]. Deben ser superadas en el avance hacia la actualización del grandioso designio de unidad que preside la creación” (número 5). A pesar de tales diferencias, percibidas a veces como divisiones insuperables, todos los humanos “están incluidos en el grande y único designio de Dios, en Jesucristo” (número 5).
Y más adelante: “La unidad universal fundada en el acontecimiento de la creación y de la redención necesariamente tiene que dejar una huella en la realidad viva de los hombres, incluso pertenecientes a religiones diversas” (número 7). Estas “semillas de la Palabra” sembradas entre los “otros” constituyen el fundamento concreto del diálogo interreligioso alentado por el Concilio.
A tal “misterio de unidad”, fundamento del diálogo, añadía el papa Juan Pablo II un tercer elemento: la presencia activa del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los “otros”, especialmente en su oración: “Podemos mantener, en efecto, que toda oración auténtica es suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de todo hombre” (número 11).
Habría que citar expresamente el texto de la encíclica Dominum et vivificantem (1986) sobre el Espíritu Santo. En ella, el papa amplía las ideas del discurso mencionado con un desarrollo teológico de gran alcance sobre la presencia universal del Espíritu a través de toda la historia de la salvación, desde el principio y, después del acontecimiento Jesucristo, mucho más allá de los confines de la Iglesia.
Más aún: en la encíclica Redemptoris missio (1990) se afirma explícitamente que la presencia del Espíritu no solo se extiende a la vida religiosa de los individuos, sino que afecta también a las tradiciones religiosas a las que pertenecen: “La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones” (número 28).
Estas ideas están presentes en el magisterio y, sobre todo, en la actividad del papa Francisco que ha mostrado en muchas ocasiones su cercanía afectiva a los hombres y mujeres de otras tradiciones religiosas.
A través de estos textos surge gradualmente la misma doctrina: el Espíritu Santo está presente y activo en el mundo, en los miembros de otras religiones y en las mismas tradiciones religiosas. Toda oración auténtica (aunque se dirija a un Dios aún desconocido), los valores y las virtudes humanas, los tesoros de sabiduría escondidos en las tradiciones religiosas y, por tanto, también el diálogo y el encuentro auténtico entre sus miembros, son variados frutos de la presencia activa del Espíritu, concluye Jacques Dupuis.
Algunas consecuencias
De todo lo dicho se deducen algunas consecuencias importantes para el necesario diálogo interreligioso. Tal diálogo tiene lugar entre personas que están ya vinculadas entre sí en el Reino de Dios inaugurado en la historia en Jesucristo. Pese a que pertenecen a religiones diferentes, tales personas están ya en comunión unas con otras en la realidad del misterio de la salvación, aunque entre ellas se mantiene una distinción en el nivel del “sacramento”, es decir, del orden de mediación del misterio.
No obstante, la comunión en la realidad es aún más fundamental y tiene más peso que las diferencias en el nivel del signo. Esto explica la profunda comunión en el Espíritu que el diálogo interreligioso puede establecer, si es sincero y auténtico, entre los cristianos y los otros creyentes.
Esto muestra también por qué el diálogo interreligioso es una forma de compartir, un dar y recibir; en definitiva, muestra por qué no es un proceso unidireccional: no es un monólogo sino un diálogo. La razón es que la realidad del reino de Dios es compartida ya en el intercambio recíproco. El diálogo hace explícita esta comunión preexistente en la realidad de la salvación, que es el reino de Dios venido para todos en Jesús.
Probablemente, nada ofrece al diálogo interreligioso una base teológica tan profunda y una motivación tan verdadera como la convicción según la cual, a pesar de las diferencias que los distinguen, quienes pertenecen a las diversas tradiciones religiosas caminan juntos –como miembros que participan juntos del reino de Dios en la historia – hacia la plenitud del reino, hacia la nueva humanidad querida por Dios para el final de los tiempos, de la que son llamados a ser co-creadores bajo Dios.
Paul F. Knitter. Imagen: Gakuro. Fuente: Wikipedia.
Los desafíos y los frutos del diálogo
La teología del diálogo interreligioso parece estar bien fundamentada. Pero la dificultad mayor se encuentra en su desarrollo práctico. ¿Cómo llevar a la práctica de las diferentes tradiciones religiosas la actitud y el proyecto de diálogo? ¿Cómo salvar los evidentes retos prácticos que este diálogo comporta? Porque no se trata solo de celebrar juntos unas jornadas de diálogo interreligioso, e incluso de orar juntos puntualmente. Se trata de construir juntos una cultura de diálogo permanente. Y esto comporta retos que no son fácilmente salvables.
Para el teólogo Jacques Dupuis, las condiciones de posibilidad del diálogo interreligioso han ocupado un lugar importante en el debate sobre la teología de las religiones.
Así, por ejemplo, para hacer viable este diálogo, el teólogo Paul F. Knitter, entre los llamados “teólogos del pluralismo religioso”, defendió el paso del paradigma del cristocentrismo al del teocentrismo; es decir, del inclusivismo al pluralismo.
En efecto: la pregunta que Knitter se hacía es: ¿cómo va a poder el diálogo interreligioso ser sincero – y simplemente honesto –, si la parte cristiana lo entabla desde una idea preconcebida, un prejuicio preconstituido respecto a la unicidad “constitutiva” de Jesucristo, salvador universal de la humanidad? Nos recuerda a aquella frase que se atribuye al dramaturgo Muñoz Seca que, cuando un protestante quiso catequizarle dijo: “Si no creo en mi religión que es la verdadera, ¿cómo voy a crees en la suya que es falsa?”.
Según la opinión de los teólogos “pluralistas”, una cristología constitutiva e inclusivista, según la cual la humanidad entera es salvada por Dios en el acontecimiento Jesucristo, no deja espacio a un diálogo auténtico. Se hace notar que el diálogo no puede ser sincero si no tiene lugar en un plano de igualdad entre los interlocutores.
Desde este punto de vista, la Iglesia y los cristianos, ¿pueden ser sinceros cuando declaran su voluntad de entablar un diálogo, si no están dispuestos a renunciar a las afirmaciones tradicionales sobre Jesús como salvador constitutivo de la humanidad ?
Esta cuestión implica el problema de la identidad religiosa en general, y de la identidad cristiana en particular, junto a la apertura a los “otros” que requiere el diálogo. Esta es la opinión de Knitter, que expone crudamente el desafío para un diálogo en profundidad.
La respuesta de Jacques Dupuis al desafío de Knitter
No es fácil encontrar una respuesta al desafío que propone Knitter a las posibilidades de un diálogo interreligioso. Para Jacques Dupuis, puede haber una salida razonable. En primer lugar, con el pretexto de la honradez del diálogo no hay que poner ni siquiera temporalmente entre paréntesis la propia fe. No hay que renunciar a las propias creencias. No hay que realizar una epojé, una suspensión de juicio, esperando –como se ha sugerido – redescubrir eventualmente la verdad de esa fe a través del mismo diálogo. Tal vez aquí esté la tendencia de las religiones para el siglo XXI.
Por el contrario, la honradez y la sinceridad del diálogo requieren específicamente que los diversos interlocutores lo entablen y se comprometan a mantenerlo en la integridad de su fe. Toda duda metódica- apunta Dupuis- y toda reserva mental están aquí fuera de lugar. Si no fuese así, no se podría hablar de diálogo interreligioso o entre las confesiones. Después de todo, en la base de una tradición religiosa auténtica hay una fe, un conjunto de creencias y convicciones, que le confiere su carácter específico y su identidad peculiar.
Esta fe religiosa –prosigue Dupuis – no es más negociable en el diálogo interreligioso que en la propia vida personal. No se trata de una mercancía que se pueda repartir o intercambiar; se trata de un don recibido de Dios, del que no se puede disponer a la ligera.
Por la misma razón, así como la sinceridad del diálogo no autoriza a poner entre paréntesis la propia fe, ni siquiera provisionalmente, del mismo modo su integridad prohíbe cualquier compromiso o reducción.
El diálogo auténtico no admite tales recursos. El diálogo no admite el sincretismo que, en la búsqueda de un terreno común, trata de pasar por alto la oposición y las contradicciones entre los credos de tradiciones religiosas diferentes a través de alguna reducción o restricción de sus contenidos. Pero el diálogo no admite tampoco el eclecticismo, que, en la búsqueda de un denominador común entre las varias tradiciones religiosas, escoge elementos dispersos y los combina en una amalgama informe e incoherente.
Para ser verdadero, el diálogo interreligioso no puede buscar la facilidad que, en cualquier caso, es ilusoria.
Más bien, sin querer esconder las contradicciones existentes entre las tradiciones religiosas, el diálogo debe reconocerlas donde existen, y afrontarlas con paciencia y de manera responsable. Esconder las diferencias y las posibles contradicciones sería un fraude y, de hecho, terminaría en realidad privando al diálogo de su objeto. Después de todo, el diálogo busca la comprensión en la diferencia, en un aprecio sincero a convicciones diferentes de las propias. Por ello lleva a cada interlocutor a preguntarse por las implicaciones de las convicciones personales de los otros para la propia fe.
El diálogo como comprensión de la diferencia
Si se da por sentado que los cristianos no pueden ocultar, en la praxis del diálogo interreligioso, su fe en Jesucristo, a su vez reconocerán en sus interlocutores, que no comparten su fe, el derecho y el deber inalienables de comprometerse en el diálogo manteniendo sus convicciones personales – y también las pretensiones de universalidad que pueden ser parte de su fe -. Es en esta fidelidad a las convicciones personales, no negociables, aceptadas honradamente por ambas partes, donde el diálogo interreligioso tiene lugar “entre iguales” – en sus diferencias, concluye Dupuis.
Hemos de tener en cuenta que en toda fe y convicción religiosa existe el peligro, y es un peligro real, de “absolutizar” lo que no es absoluto. Es el peligro del fundamentalismo religioso que puede llegar al integrismo y al fanatismo. Un ejemplo concreto, por lo que respecta al cristianismo y la fe en Jesucristo, consiste en el modo de entender la plenitud de la autorrevelación de Dios en la humanidad de Jesucristo.
Esta plenitud no es “cuantitativa” sino “cualitativa”: no es una plenitud extensiva y omnicomprensiva del misterio divino, como si ya no quedase nada por descubrir de éste en la “reserva escatológica”, sino una plenitud de intensidad, por el hecho de que en su conciencia humana Jesús vivió sus relaciones interpersonales con el Padre y el Espíritu Santo, las cuales constituyen el misterio intrínseco de la vida divina.
Por consiguiente, hay que combinar la adhesión a la propia fe y la apertura al “otro”. Parece que una cristología constitutiva en el sentido de Knitter que profesa la salvación universal en el acontecimiento Jesucristo hace posible ambas realidades. La identidad cristiana está ligada a la fe en la mediación constitutiva y en la plenitud de la revelación divina en Jesucristo, las cuales deben ser entendidas sin reduccionismos, por una parte, y sin absolutismos exclusivos, por otra.
En cualquier caso, con las cautelas que hemos indicado, es cierto que el diálogo interreligioso, por ser verdadero, requiere que ambos interlocutores hagan el esfuerzo positivo por entrar, en lo posible, en la experiencia religiosa y en la visión general del otro. Se trata del encuentro, en la misma persona, de dos modos de ser, de ver y de pensar. Este “diálogo interreligioso” es una preparación indispensable para un intercambio entre personas en el diálogo interreligioso.
El diálogo enriquece a ambas partes
El fruto fundamental de diálogo interreligioso es el enriquecimiento intelectual y afectivo de ambas partes. La interacción entre el cristianismo y las religiones asiáticas, el hinduismo y el budismo en particular, ha sido concebida de forma diferente por varios promotores del diálogo interreligioso.
El teólogo Aloysius Pieris ve la tradición cristiana, por una parte, y la tradición budista, por otra, como “dos modelos religiosos que, lejos de ser contradictorios, son en realidad en sí mismos incompletos y, por tanto, son complementarios y se corrigen mutuamente”. Representan “los dos polos de una tensión, no tanto geográfica como psicológica. Son dos instintos que surgen dialécticamente de la zona más profunda de cada individuo, sea cristiano o no lo sea. Nuestro encuentro religioso con Dios y los seres humanos estaría incompleto sin esta interacción”.
Pieris afirma que estos dos polos complementarios son el polo agápico (en el cristianismo) y el gnóstico (en el budismo). Se sugiere de forma natural un paralelo entre los dos fundadores históricos, Jesús el Cristo y Gautama el Buda. La cuestión que se plantea es la de una posible complementariedad entre los valores salvíficos representados por los dos y que se pueden encontrar en las tradiciones religiosas que llevan su nombre.
Por otra parte, el teólogo John A. T. Robinson habla de “dos ojos” de la verdad y de la realidad: el cristianismo occidental representa uno de ellos y el hinduismo el otro. Y de forma más general, occidente representa el primero y oriente el segundo. Robinson ve la polaridad de los dos “centros” como la polaridad entre el principio masculino y el femenino.
Otro teólogo (del cual ya hemos hablado en Tendencias21), John B. Cobb, defiende, más allá del diálogo, una “transformación mutua” del cristianismo y del budismo. Tal transformación será el resultado de la ósmosis entre aproximaciones complementarias a la realidad, es decir, entre las cosmovisiones características de las dos tradiciones.
El punto de vista de Raimon Panikkar es diferente. Insiste en el hecho de que las diversas tradiciones religiosas difieren entre sí y tienen que mantener su identidad. Rechaza todo lo que pueda sonar a “eclecticismo” que diluiría las respectivas identidades. La fe no puede ser “puesta entre paréntesis” para hacer más fácil el diálogo. Aunque el “misterio cosmoteándrico ” objeto de la fe es común a todas las tradiciones religiosas, las “creencias” son diferentes. Panikkar sostiene que entre estas creencias se produce una “fecundación cruzada” – que él llama “sincretismo” – para un enriquecimiento mutuo.
La teología del diálogo interreligioso parece estar bien fundamentada. Pero la dificultad mayor se encuentra en su desarrollo práctico. ¿Cómo llevar a la práctica de las diferentes tradiciones religiosas la actitud y el proyecto de diálogo? ¿Cómo salvar los evidentes retos prácticos que este diálogo comporta? Porque no se trata solo de celebrar juntos unas jornadas de diálogo interreligioso, e incluso de orar juntos puntualmente. Se trata de construir juntos una cultura de diálogo permanente. Y esto comporta retos que no son fácilmente salvables.
Para el teólogo Jacques Dupuis, las condiciones de posibilidad del diálogo interreligioso han ocupado un lugar importante en el debate sobre la teología de las religiones.
Así, por ejemplo, para hacer viable este diálogo, el teólogo Paul F. Knitter, entre los llamados “teólogos del pluralismo religioso”, defendió el paso del paradigma del cristocentrismo al del teocentrismo; es decir, del inclusivismo al pluralismo.
En efecto: la pregunta que Knitter se hacía es: ¿cómo va a poder el diálogo interreligioso ser sincero – y simplemente honesto –, si la parte cristiana lo entabla desde una idea preconcebida, un prejuicio preconstituido respecto a la unicidad “constitutiva” de Jesucristo, salvador universal de la humanidad? Nos recuerda a aquella frase que se atribuye al dramaturgo Muñoz Seca que, cuando un protestante quiso catequizarle dijo: “Si no creo en mi religión que es la verdadera, ¿cómo voy a crees en la suya que es falsa?”.
Según la opinión de los teólogos “pluralistas”, una cristología constitutiva e inclusivista, según la cual la humanidad entera es salvada por Dios en el acontecimiento Jesucristo, no deja espacio a un diálogo auténtico. Se hace notar que el diálogo no puede ser sincero si no tiene lugar en un plano de igualdad entre los interlocutores.
Desde este punto de vista, la Iglesia y los cristianos, ¿pueden ser sinceros cuando declaran su voluntad de entablar un diálogo, si no están dispuestos a renunciar a las afirmaciones tradicionales sobre Jesús como salvador constitutivo de la humanidad ?
Esta cuestión implica el problema de la identidad religiosa en general, y de la identidad cristiana en particular, junto a la apertura a los “otros” que requiere el diálogo. Esta es la opinión de Knitter, que expone crudamente el desafío para un diálogo en profundidad.
La respuesta de Jacques Dupuis al desafío de Knitter
No es fácil encontrar una respuesta al desafío que propone Knitter a las posibilidades de un diálogo interreligioso. Para Jacques Dupuis, puede haber una salida razonable. En primer lugar, con el pretexto de la honradez del diálogo no hay que poner ni siquiera temporalmente entre paréntesis la propia fe. No hay que renunciar a las propias creencias. No hay que realizar una epojé, una suspensión de juicio, esperando –como se ha sugerido – redescubrir eventualmente la verdad de esa fe a través del mismo diálogo. Tal vez aquí esté la tendencia de las religiones para el siglo XXI.
Por el contrario, la honradez y la sinceridad del diálogo requieren específicamente que los diversos interlocutores lo entablen y se comprometan a mantenerlo en la integridad de su fe. Toda duda metódica- apunta Dupuis- y toda reserva mental están aquí fuera de lugar. Si no fuese así, no se podría hablar de diálogo interreligioso o entre las confesiones. Después de todo, en la base de una tradición religiosa auténtica hay una fe, un conjunto de creencias y convicciones, que le confiere su carácter específico y su identidad peculiar.
Esta fe religiosa –prosigue Dupuis – no es más negociable en el diálogo interreligioso que en la propia vida personal. No se trata de una mercancía que se pueda repartir o intercambiar; se trata de un don recibido de Dios, del que no se puede disponer a la ligera.
Por la misma razón, así como la sinceridad del diálogo no autoriza a poner entre paréntesis la propia fe, ni siquiera provisionalmente, del mismo modo su integridad prohíbe cualquier compromiso o reducción.
El diálogo auténtico no admite tales recursos. El diálogo no admite el sincretismo que, en la búsqueda de un terreno común, trata de pasar por alto la oposición y las contradicciones entre los credos de tradiciones religiosas diferentes a través de alguna reducción o restricción de sus contenidos. Pero el diálogo no admite tampoco el eclecticismo, que, en la búsqueda de un denominador común entre las varias tradiciones religiosas, escoge elementos dispersos y los combina en una amalgama informe e incoherente.
Para ser verdadero, el diálogo interreligioso no puede buscar la facilidad que, en cualquier caso, es ilusoria.
Más bien, sin querer esconder las contradicciones existentes entre las tradiciones religiosas, el diálogo debe reconocerlas donde existen, y afrontarlas con paciencia y de manera responsable. Esconder las diferencias y las posibles contradicciones sería un fraude y, de hecho, terminaría en realidad privando al diálogo de su objeto. Después de todo, el diálogo busca la comprensión en la diferencia, en un aprecio sincero a convicciones diferentes de las propias. Por ello lleva a cada interlocutor a preguntarse por las implicaciones de las convicciones personales de los otros para la propia fe.
El diálogo como comprensión de la diferencia
Si se da por sentado que los cristianos no pueden ocultar, en la praxis del diálogo interreligioso, su fe en Jesucristo, a su vez reconocerán en sus interlocutores, que no comparten su fe, el derecho y el deber inalienables de comprometerse en el diálogo manteniendo sus convicciones personales – y también las pretensiones de universalidad que pueden ser parte de su fe -. Es en esta fidelidad a las convicciones personales, no negociables, aceptadas honradamente por ambas partes, donde el diálogo interreligioso tiene lugar “entre iguales” – en sus diferencias, concluye Dupuis.
Hemos de tener en cuenta que en toda fe y convicción religiosa existe el peligro, y es un peligro real, de “absolutizar” lo que no es absoluto. Es el peligro del fundamentalismo religioso que puede llegar al integrismo y al fanatismo. Un ejemplo concreto, por lo que respecta al cristianismo y la fe en Jesucristo, consiste en el modo de entender la plenitud de la autorrevelación de Dios en la humanidad de Jesucristo.
Esta plenitud no es “cuantitativa” sino “cualitativa”: no es una plenitud extensiva y omnicomprensiva del misterio divino, como si ya no quedase nada por descubrir de éste en la “reserva escatológica”, sino una plenitud de intensidad, por el hecho de que en su conciencia humana Jesús vivió sus relaciones interpersonales con el Padre y el Espíritu Santo, las cuales constituyen el misterio intrínseco de la vida divina.
Por consiguiente, hay que combinar la adhesión a la propia fe y la apertura al “otro”. Parece que una cristología constitutiva en el sentido de Knitter que profesa la salvación universal en el acontecimiento Jesucristo hace posible ambas realidades. La identidad cristiana está ligada a la fe en la mediación constitutiva y en la plenitud de la revelación divina en Jesucristo, las cuales deben ser entendidas sin reduccionismos, por una parte, y sin absolutismos exclusivos, por otra.
En cualquier caso, con las cautelas que hemos indicado, es cierto que el diálogo interreligioso, por ser verdadero, requiere que ambos interlocutores hagan el esfuerzo positivo por entrar, en lo posible, en la experiencia religiosa y en la visión general del otro. Se trata del encuentro, en la misma persona, de dos modos de ser, de ver y de pensar. Este “diálogo interreligioso” es una preparación indispensable para un intercambio entre personas en el diálogo interreligioso.
El diálogo enriquece a ambas partes
El fruto fundamental de diálogo interreligioso es el enriquecimiento intelectual y afectivo de ambas partes. La interacción entre el cristianismo y las religiones asiáticas, el hinduismo y el budismo en particular, ha sido concebida de forma diferente por varios promotores del diálogo interreligioso.
El teólogo Aloysius Pieris ve la tradición cristiana, por una parte, y la tradición budista, por otra, como “dos modelos religiosos que, lejos de ser contradictorios, son en realidad en sí mismos incompletos y, por tanto, son complementarios y se corrigen mutuamente”. Representan “los dos polos de una tensión, no tanto geográfica como psicológica. Son dos instintos que surgen dialécticamente de la zona más profunda de cada individuo, sea cristiano o no lo sea. Nuestro encuentro religioso con Dios y los seres humanos estaría incompleto sin esta interacción”.
Pieris afirma que estos dos polos complementarios son el polo agápico (en el cristianismo) y el gnóstico (en el budismo). Se sugiere de forma natural un paralelo entre los dos fundadores históricos, Jesús el Cristo y Gautama el Buda. La cuestión que se plantea es la de una posible complementariedad entre los valores salvíficos representados por los dos y que se pueden encontrar en las tradiciones religiosas que llevan su nombre.
Por otra parte, el teólogo John A. T. Robinson habla de “dos ojos” de la verdad y de la realidad: el cristianismo occidental representa uno de ellos y el hinduismo el otro. Y de forma más general, occidente representa el primero y oriente el segundo. Robinson ve la polaridad de los dos “centros” como la polaridad entre el principio masculino y el femenino.
Otro teólogo (del cual ya hemos hablado en Tendencias21), John B. Cobb, defiende, más allá del diálogo, una “transformación mutua” del cristianismo y del budismo. Tal transformación será el resultado de la ósmosis entre aproximaciones complementarias a la realidad, es decir, entre las cosmovisiones características de las dos tradiciones.
El punto de vista de Raimon Panikkar es diferente. Insiste en el hecho de que las diversas tradiciones religiosas difieren entre sí y tienen que mantener su identidad. Rechaza todo lo que pueda sonar a “eclecticismo” que diluiría las respectivas identidades. La fe no puede ser “puesta entre paréntesis” para hacer más fácil el diálogo. Aunque el “misterio cosmoteándrico ” objeto de la fe es común a todas las tradiciones religiosas, las “creencias” son diferentes. Panikkar sostiene que entre estas creencias se produce una “fecundación cruzada” – que él llama “sincretismo” – para un enriquecimiento mutuo.
Conclusión
¿Qué se puede concluir a propósito de los frutos del diálogo, si nos basamos en los principios antes enunciados? Para Dupuis hay que tener muy presente que el agente principal del diálogo interreligioso es el Espíritu de Dios que anima a las personas. El Espíritu actúa en las dos tradiciones religiosas que mantienen el diálogo: la cristiana y “la otra”. Por eso, el diálogo no puede ser un monólogo, es decir, un proceso unilateral.
Es también el mismo Dios el que realiza obras salvíficas en la historia humana y habla a los seres humanos en el fondo de sus corazones. El mismo Dios es a la vez el “Totalmente otro” y el “fundamento del ser” de todo lo que existe. Es el trascendente “más allá” y el inmanente “en el fondo”. El Padre de nuestro Señor Jesucristo – concluye Dupuis – y el Sí mismo en el centro del sí mismo. El mismo Dios está presente y actúa en las dos partes del diálogo.
Por ello, los interlocutores cristianos no se limitarán a dar, sino que también recibirán algo. La plenitud de la revelación en Jesucristo no nos dispensa de escuchar y recibir. No poseen el monopolio de la verdad divina. Por el contrario, tienen que dejarse poseer por ella. Aunque no hayan oído la revelación de Dios en Jesucristo, sus interlocutores en el diálogo pueden verse sometidos más profundamente a aquella verdad que aún están buscando, pero cuyos rayos irradian sus tradiciones religiosas (véase Nostra aetate, número 2).
Se puede decir con total certeza que, mediante el diálogo, los cristianos “encuentran a los seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad” (Diálogo y misión , número 13). Tal vez sean estas las tendencias hacia las que se dirigen las tradiciones religiosas en el siglo XXI.
¿Qué se puede concluir a propósito de los frutos del diálogo, si nos basamos en los principios antes enunciados? Para Dupuis hay que tener muy presente que el agente principal del diálogo interreligioso es el Espíritu de Dios que anima a las personas. El Espíritu actúa en las dos tradiciones religiosas que mantienen el diálogo: la cristiana y “la otra”. Por eso, el diálogo no puede ser un monólogo, es decir, un proceso unilateral.
Es también el mismo Dios el que realiza obras salvíficas en la historia humana y habla a los seres humanos en el fondo de sus corazones. El mismo Dios es a la vez el “Totalmente otro” y el “fundamento del ser” de todo lo que existe. Es el trascendente “más allá” y el inmanente “en el fondo”. El Padre de nuestro Señor Jesucristo – concluye Dupuis – y el Sí mismo en el centro del sí mismo. El mismo Dios está presente y actúa en las dos partes del diálogo.
Por ello, los interlocutores cristianos no se limitarán a dar, sino que también recibirán algo. La plenitud de la revelación en Jesucristo no nos dispensa de escuchar y recibir. No poseen el monopolio de la verdad divina. Por el contrario, tienen que dejarse poseer por ella. Aunque no hayan oído la revelación de Dios en Jesucristo, sus interlocutores en el diálogo pueden verse sometidos más profundamente a aquella verdad que aún están buscando, pero cuyos rayos irradian sus tradiciones religiosas (véase Nostra aetate, número 2).
Se puede decir con total certeza que, mediante el diálogo, los cristianos “encuentran a los seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad” (Diálogo y misión , número 13). Tal vez sean estas las tendencias hacia las que se dirigen las tradiciones religiosas en el siglo XXI.
María Dolores Prieto Santana, antropóloga y educadora, colaboradora de Tendencias21 de las Religiones y de la Cátedra CTR.