Platón y Aristóteles, por Raffaello Sanzio (detalle de La escuela de Atenas, 1509). Fuente: Wikimedia Commons.
Ni la racionalidad teológica ni ninguna otra racionalidad por sí sola pueden efectuar la salida del status quo del conflicto entre las racionales. El actual primado de la alianza entre razón instrumental consumista y razón fragmentada postmoderna (dos caras de una misma ideología) es más una causa del problema que su posible solución.
La transición del conflicto al encuentro, haciendo posible una sociedad que camina hacia la “cohesión social”, pide, pues, la ‘aproximación’ de todas las racionalidades y, en esa llamada al acercamiento, la teología goza de una posición aventajada.
Conscientes las distintas formas de racionalidad humana de su mutua dependencia (o, mejor, conscientes los seres humanos de la dialéctica de racionalidades), lo decisivo no será tanto la ‘situación’ inevitable de conflicto cuanto la ‘gestión’ dialógica del mismo. Porque el choque de racionalidades es punto de partida, la conciliación de racionalidades puede ser nuestra línea de llegada.
Desde el polimorfismo del entendimiento humano al encuentro por el diálogo
En efecto, la capacidad racional del ser humano es radical y constitutivamente polimórfica, admitiendo una enorme riqueza de funciones y aplicaciones. La vieja idea de una sola razón para un solo individuo ya no tiene razón de ser. El individuo se racionaliza socializándose y aprende a moverse en muchos niveles de lo que denominamos ‘racional’. Dada esta gran versatilidad del conocimiento humano, lo extraño sería que no hubiera que hacer ningún esfuerzo de integración de los saberes ni de encuentro de las racionalidades.
Por un lado, como la nuestra es una razón diversificada, conviene que nos acostumbremos a hablar de ‘inteligencias múltiples’ (En esta materia, aportan mucho las investigaciones del ‘Centre for Cognition and Education’ de la Universidad de Harvard. Cf., por ejemplo, E. GARDNER, Multiple Intelligences: New Horizons in Theory and Practice, Basic Books, Cambridge Mass 2006). Acostumbrándonos a ello, aprenderemos a eludir las deformaciones del reduccionismo y a entrenarnos en la movilidad del pensamiento: podremos practicar un ‘anti-reduccionismo móvil’.
Los conocidos test de inteligencia suelen medir sólo una dimensión (expresada mediante un ‘coeficiente de inteligencia’) de la capacidad intelectiva humana: la lógico-conceptual. Pero existen muchos más tipos de inteligencia aparte de éste, cada uno de ellos en diversos grados en personas distintas y también en una misma persona en momentos diferentes.
Junto a la inteligencia ‘conceptual-simbólica’ y la ‘lógico-matemática’, todos tenemos también algún coeficiente de inteligencia ‘somático-cenestésica’, ‘emocional-pulsional’, ‘estético-musical’, ‘intra-interpersonal’, ‘natural-ecológica’, y de algunas más. Mozart, por ejemplo, tenía sin duda una elevada inteligencia musical, pero parece que poseía un bajo coeficiente de inteligencia afectiva. Junto a las inteligencias anteriores, muchos añadimos la concurrencia de una inteligencia ‘místico-religiosa’: existen de hecho maneras sensatas y maneras insensatas de comprender y practicar lo religioso.
Culturalidades múltiples
Por otro lado, como nuestras culturas de referencia se encuentran ya históricamente mezcladas (y sometidas ahora a un vasto proceso de globalización intensificada), conviene que nos habituemos a hablar de ‘culturalidades múltiples’. Habituándonos a ello, aprenderemos a superar las barreras del chovinismo (en nuestro caso, del eurocentrismo) y a manejar los diferentes lenguajes culturales del mundo: podremos practicar un ‘anti-chovinismo políglota’ (Cf. A. NICOLÁS, Colaboradores en la misión de Dios. Visita del Padre General de la Compañía de Jesús a la Provincia Bética (7-10 de noviembre de 2011), Provincia Bética de la Compañía de Jesús, Sevilla 2012, 56-57).
Hoy resulta relativamente sencillo, no ya sentirse, sino convertirse hasta cierto punto en ciudadano del mundo. Pero hemos de ser conscientes de que ese mundo del que nos decimos ciudadanos se encuentra en plena fase de movimiento y ebullición.
Las antiguas fronteras se desdibujan, brotan otras y los ejes geoestratégicos se deslizan a nuevas latitudes. Europa, en nuestros días lo vemos bien claro, ya no es (en realidad nunca lo fue) el centro del mundo. La línea de choque ya no está en el Telón de Acero, sino que se desplaza a determinados territorios de la zona central de Asia, y el área de influencia económico-política ya no está en el Atlántico, sino que se va ubicando en el Pacífico. Aparecen economías emergentes (como las de Brasil, México, India) y nuevas superpotencias (como China).
Preparar el encuentro de racionalidades, por todo ello, y dado que las racionalidades siempre se retroalimentan con las manifestaciones culturales, significa adquirir soltura en el manejo de los códigos culturales de las distintas partes del globo. Una filosofía y una teología ‘católicas’ ajenas o indiferentes a los lenguajes de la presente dinámica transcultural (Para una explicitación del engranaje entre ‘multi-inter-trans-meta-culturalidad’, (cf. F.J. ALARCOS MARTÍNEZ, Bioética global, justicia y teología moral, Desclée de Bouwer, Bilbao 2005, 122 ss.) entre Euro-América y Asia-Pacífico y entre Norte y Sur, así pues, difícilmente pueden convertirse en candidatas a participar con voz propia en la activación del encuentro que necesitamos (Cf. A.J. FALERO FOLGOSO, “Plataforma del pensamiento global”, en: P. SAN GINÉS AGUILAR (ED), La investigación sobre Asia Pacífico en España, Ed. Universidad de Granada, Granada 2007, 687-700).
Aspectos epistemológicos
Como afirmaba Aristóteles, “todos los hombres desean por naturaleza conocer” (‘Pántes ánthropoi toù eidénai orégontai phýsei’) [ARISTÓTELES, Metafísica, I] Así que existe tal cosa como el ‘deseo de conocer’. Desde que somos bebés hasta la senectud, en verdad, siempre nos queda algo por aprender. Incluso es sensato admitir la incidencia de un mayor o menor grado de cultivo del deseo de conocer.
Pues bien, el ‘deseo de conocer cultivado’ posee, básicamente, tres notas: separación, desinterés e irrestricción. Surge como resultado del cuestionamiento imparcial (distanciado de la perspectiva de la primera persona y con pretensiones de objetividad), de la investigación independiente (libre de la manipulación ideológica y mercantil) y de la indagación ilimitada (abierta a toda consideración pertinente). Supone, pues, una campaña contra las numerosas formas encubiertas de subjetivismo egocéntrico, de deformación interesada y de reduccionismo arbitrario.
Autotrascendencia y conocimiento humano
Este deseo de conocer ‘separado, desinteresado e irrestricto’ es el motor de la ‘auto-trascendencia’ que viene implicada en el desarrollo del conocimiento humano (Cf. B.J.F. LONERGAN, Insight. Estudio de la comprensión humana, Sígueme, Salamanca 1999, Parte I). Conocer racionalmente significa trascenderse a uno mismo desde un estado anterior de ignorancia. Ese auto-trascenderse involucra la puesta en acción de un fecundo dinamismo de actividades racionales complementarias, entre las que destacan las relativas a la atención selectiva de la ‘experiencia’, el cuestionamiento pertinente de la ‘inteligencia’, la evaluación crítica de la ‘razonabilidad’ y la aplicación práctica de la ‘responsabilidad’.
Pero, al mismísimo tiempo que el deseo de conocer, también existe en nosotros el ‘deseo de no-conocer’, a veces vivido como una simple renuncia al cultivo del deseo de conocer. Se presenta entonces como un deseo ‘apegado, interesado y restringido’ de conocimiento. Así que existe tal cosa como la ‘huida de la intelección’, la fuga del conocimiento, la claudicación de la racionalidad. Consiste en una negativa a la incondicionalidad del movimiento racional auto-trascendente, en un sometimiento de ese impulso de transcendencia a condiciones limitativas de la atención, del cuestionamiento, de la justificación y de la práctica. La huida de la intelección, en consecuencia, es la matriz del oscurantismo. Y el oscurantismo es uno de los principales veneros del conflicto de racionalidades.
La huida de la comprensión, con el oscurantismo resultante, genera siempre una nube de ‘puntos ciegos’. Todos tenemos nuestra particular constelación de puntos ciegos. En efecto, tendemos a deponer el ejercicio racional de la experiencia, la inteligencia, la razonabilidad y la responsabilidad en todo aquello que pueda amenazar de algún modo a nuestra particular ‘zona de confort’. El sumatorio de nuestros puntos ciegos conduce a una ‘desviación’ del deseo de conocer cultivado a nivel individual, grupal y general. Diversas formas de irracionalidad se presentan entonces como candidatas a una racionalidad paradigmática, agudizando el conflicto de racionalidades y exigiendo una complicada dialéctica individual, grupal y general de ‘posiciones y contraposiciones’.
Más en concreto, existen actos de intelección genuina (insights), ligados al deseo de conocer cultivado, y actos de intelección falsa o aparente (oversights), vinculados a la huida individual, grupal y general de la comprensión. Los insights pueden ser, a su vez, ‘directos’ o ‘inversos’: unas veces señalan la comprensión de un objeto positivo del cuestionamiento (mediante el uso racional de nuestra experiencia, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad), otras veces indican el reconocimiento de una previa mala comprensión de ese objeto dado (por deficiencias en alguno de esos mismos cuatro niveles).
Unos y otros actos intelectivos (directos e inversos) contribuyen al avance de los conocimientos y al desarrollo de las racionalidades, los primeros acumulando respuestas y los segundos rectificando errores. El juego de intelecciones directas e inversas posee, además, dimensiones ‘radiales’ y ‘axiales’: unas intelecciones permiten adentrarse en lo ya comprendido, enfocando aspectos novedosos dentro de un determinado ámbito cognoscitivo ya ganado; otras intelecciones consiguen elevar la mirada desde los conocimientos adquiridos hacia un horizonte de conocimiento antes no vislumbrado.
Las segundas son las que posibilitan el salto hacia ‘puntos de vista superiores’, por ser más inclusivos y estar mejor articulados que los previamente adquiridos. Por todo ello, en suma, la racionalidad humana exige la adopción y el despliegue de un ‘punto de vista móvil’, capaz de ascender y descender axialmente, como también de avanzar y retroceder radialmente, por la arquitectura dinámica del entendimiento humano.
Todo este bagaje de cultivo racional del deseo de conocer, que aspira a un conocimiento separado, desinteresado e irrestricto, que se desarrolla mediante la actividad consciente de la atención, la inteligencia, la razón crítica y la responsabilidad, que viene envuelto en una compleja dialéctica individual, grupal y general de posiciones y contraposiciones, de intelecciones directas e inversas y de perspectivas axiales y radiales, todas ellas móviles, pertenece con distintas concreciones empíricas, en fin, a las diferentes formas históricas plausibles de la racionalidad humana, incluida la razón teológica.
La racionalidad teológica, ser proporcionado y ser trascendente
Más aún, la racionalidad teológica se caracteriza por llevar la irrestrictibilidad del deseo de conocer al extremo de emprender una tematización fundamentada del límite existente entre el ‘ser proporcionado’ y el ‘ser trascendente’. Se entiende por ser proporcionado la realidad conocida a la luz de la movilidad del entendimiento humano, mientras que se entiende por ser trascendente la dimensión desconocida (por conocer o incognoscible) de lo real.
Explorando esa frontera, como hacen también la racionalidad filosófica o la poética, la teología abre para sí misma y también para las otras racionalidades el horizonte del conocimiento trascendente, tanto en su orientación ‘general’ de horizontalidad hacia lo enigmático del mundo como en su versión ‘especial’ de verticalidad hacia lo sagrado o el Misterio. La atención, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad teológicas, sabiendo distinguir con claridad entre magia, mito y misterio, constituyen una forma de racionalidad humana que se halla en la vanguardia del cultivo irrestricto del deseo de conocer.
La transición del conflicto al encuentro, haciendo posible una sociedad que camina hacia la “cohesión social”, pide, pues, la ‘aproximación’ de todas las racionalidades y, en esa llamada al acercamiento, la teología goza de una posición aventajada.
Conscientes las distintas formas de racionalidad humana de su mutua dependencia (o, mejor, conscientes los seres humanos de la dialéctica de racionalidades), lo decisivo no será tanto la ‘situación’ inevitable de conflicto cuanto la ‘gestión’ dialógica del mismo. Porque el choque de racionalidades es punto de partida, la conciliación de racionalidades puede ser nuestra línea de llegada.
Desde el polimorfismo del entendimiento humano al encuentro por el diálogo
En efecto, la capacidad racional del ser humano es radical y constitutivamente polimórfica, admitiendo una enorme riqueza de funciones y aplicaciones. La vieja idea de una sola razón para un solo individuo ya no tiene razón de ser. El individuo se racionaliza socializándose y aprende a moverse en muchos niveles de lo que denominamos ‘racional’. Dada esta gran versatilidad del conocimiento humano, lo extraño sería que no hubiera que hacer ningún esfuerzo de integración de los saberes ni de encuentro de las racionalidades.
Por un lado, como la nuestra es una razón diversificada, conviene que nos acostumbremos a hablar de ‘inteligencias múltiples’ (En esta materia, aportan mucho las investigaciones del ‘Centre for Cognition and Education’ de la Universidad de Harvard. Cf., por ejemplo, E. GARDNER, Multiple Intelligences: New Horizons in Theory and Practice, Basic Books, Cambridge Mass 2006). Acostumbrándonos a ello, aprenderemos a eludir las deformaciones del reduccionismo y a entrenarnos en la movilidad del pensamiento: podremos practicar un ‘anti-reduccionismo móvil’.
Los conocidos test de inteligencia suelen medir sólo una dimensión (expresada mediante un ‘coeficiente de inteligencia’) de la capacidad intelectiva humana: la lógico-conceptual. Pero existen muchos más tipos de inteligencia aparte de éste, cada uno de ellos en diversos grados en personas distintas y también en una misma persona en momentos diferentes.
Junto a la inteligencia ‘conceptual-simbólica’ y la ‘lógico-matemática’, todos tenemos también algún coeficiente de inteligencia ‘somático-cenestésica’, ‘emocional-pulsional’, ‘estético-musical’, ‘intra-interpersonal’, ‘natural-ecológica’, y de algunas más. Mozart, por ejemplo, tenía sin duda una elevada inteligencia musical, pero parece que poseía un bajo coeficiente de inteligencia afectiva. Junto a las inteligencias anteriores, muchos añadimos la concurrencia de una inteligencia ‘místico-religiosa’: existen de hecho maneras sensatas y maneras insensatas de comprender y practicar lo religioso.
Culturalidades múltiples
Por otro lado, como nuestras culturas de referencia se encuentran ya históricamente mezcladas (y sometidas ahora a un vasto proceso de globalización intensificada), conviene que nos habituemos a hablar de ‘culturalidades múltiples’. Habituándonos a ello, aprenderemos a superar las barreras del chovinismo (en nuestro caso, del eurocentrismo) y a manejar los diferentes lenguajes culturales del mundo: podremos practicar un ‘anti-chovinismo políglota’ (Cf. A. NICOLÁS, Colaboradores en la misión de Dios. Visita del Padre General de la Compañía de Jesús a la Provincia Bética (7-10 de noviembre de 2011), Provincia Bética de la Compañía de Jesús, Sevilla 2012, 56-57).
Hoy resulta relativamente sencillo, no ya sentirse, sino convertirse hasta cierto punto en ciudadano del mundo. Pero hemos de ser conscientes de que ese mundo del que nos decimos ciudadanos se encuentra en plena fase de movimiento y ebullición.
Las antiguas fronteras se desdibujan, brotan otras y los ejes geoestratégicos se deslizan a nuevas latitudes. Europa, en nuestros días lo vemos bien claro, ya no es (en realidad nunca lo fue) el centro del mundo. La línea de choque ya no está en el Telón de Acero, sino que se desplaza a determinados territorios de la zona central de Asia, y el área de influencia económico-política ya no está en el Atlántico, sino que se va ubicando en el Pacífico. Aparecen economías emergentes (como las de Brasil, México, India) y nuevas superpotencias (como China).
Preparar el encuentro de racionalidades, por todo ello, y dado que las racionalidades siempre se retroalimentan con las manifestaciones culturales, significa adquirir soltura en el manejo de los códigos culturales de las distintas partes del globo. Una filosofía y una teología ‘católicas’ ajenas o indiferentes a los lenguajes de la presente dinámica transcultural (Para una explicitación del engranaje entre ‘multi-inter-trans-meta-culturalidad’, (cf. F.J. ALARCOS MARTÍNEZ, Bioética global, justicia y teología moral, Desclée de Bouwer, Bilbao 2005, 122 ss.) entre Euro-América y Asia-Pacífico y entre Norte y Sur, así pues, difícilmente pueden convertirse en candidatas a participar con voz propia en la activación del encuentro que necesitamos (Cf. A.J. FALERO FOLGOSO, “Plataforma del pensamiento global”, en: P. SAN GINÉS AGUILAR (ED), La investigación sobre Asia Pacífico en España, Ed. Universidad de Granada, Granada 2007, 687-700).
Aspectos epistemológicos
Como afirmaba Aristóteles, “todos los hombres desean por naturaleza conocer” (‘Pántes ánthropoi toù eidénai orégontai phýsei’) [ARISTÓTELES, Metafísica, I] Así que existe tal cosa como el ‘deseo de conocer’. Desde que somos bebés hasta la senectud, en verdad, siempre nos queda algo por aprender. Incluso es sensato admitir la incidencia de un mayor o menor grado de cultivo del deseo de conocer.
Pues bien, el ‘deseo de conocer cultivado’ posee, básicamente, tres notas: separación, desinterés e irrestricción. Surge como resultado del cuestionamiento imparcial (distanciado de la perspectiva de la primera persona y con pretensiones de objetividad), de la investigación independiente (libre de la manipulación ideológica y mercantil) y de la indagación ilimitada (abierta a toda consideración pertinente). Supone, pues, una campaña contra las numerosas formas encubiertas de subjetivismo egocéntrico, de deformación interesada y de reduccionismo arbitrario.
Autotrascendencia y conocimiento humano
Este deseo de conocer ‘separado, desinteresado e irrestricto’ es el motor de la ‘auto-trascendencia’ que viene implicada en el desarrollo del conocimiento humano (Cf. B.J.F. LONERGAN, Insight. Estudio de la comprensión humana, Sígueme, Salamanca 1999, Parte I). Conocer racionalmente significa trascenderse a uno mismo desde un estado anterior de ignorancia. Ese auto-trascenderse involucra la puesta en acción de un fecundo dinamismo de actividades racionales complementarias, entre las que destacan las relativas a la atención selectiva de la ‘experiencia’, el cuestionamiento pertinente de la ‘inteligencia’, la evaluación crítica de la ‘razonabilidad’ y la aplicación práctica de la ‘responsabilidad’.
Pero, al mismísimo tiempo que el deseo de conocer, también existe en nosotros el ‘deseo de no-conocer’, a veces vivido como una simple renuncia al cultivo del deseo de conocer. Se presenta entonces como un deseo ‘apegado, interesado y restringido’ de conocimiento. Así que existe tal cosa como la ‘huida de la intelección’, la fuga del conocimiento, la claudicación de la racionalidad. Consiste en una negativa a la incondicionalidad del movimiento racional auto-trascendente, en un sometimiento de ese impulso de transcendencia a condiciones limitativas de la atención, del cuestionamiento, de la justificación y de la práctica. La huida de la intelección, en consecuencia, es la matriz del oscurantismo. Y el oscurantismo es uno de los principales veneros del conflicto de racionalidades.
La huida de la comprensión, con el oscurantismo resultante, genera siempre una nube de ‘puntos ciegos’. Todos tenemos nuestra particular constelación de puntos ciegos. En efecto, tendemos a deponer el ejercicio racional de la experiencia, la inteligencia, la razonabilidad y la responsabilidad en todo aquello que pueda amenazar de algún modo a nuestra particular ‘zona de confort’. El sumatorio de nuestros puntos ciegos conduce a una ‘desviación’ del deseo de conocer cultivado a nivel individual, grupal y general. Diversas formas de irracionalidad se presentan entonces como candidatas a una racionalidad paradigmática, agudizando el conflicto de racionalidades y exigiendo una complicada dialéctica individual, grupal y general de ‘posiciones y contraposiciones’.
Más en concreto, existen actos de intelección genuina (insights), ligados al deseo de conocer cultivado, y actos de intelección falsa o aparente (oversights), vinculados a la huida individual, grupal y general de la comprensión. Los insights pueden ser, a su vez, ‘directos’ o ‘inversos’: unas veces señalan la comprensión de un objeto positivo del cuestionamiento (mediante el uso racional de nuestra experiencia, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad), otras veces indican el reconocimiento de una previa mala comprensión de ese objeto dado (por deficiencias en alguno de esos mismos cuatro niveles).
Unos y otros actos intelectivos (directos e inversos) contribuyen al avance de los conocimientos y al desarrollo de las racionalidades, los primeros acumulando respuestas y los segundos rectificando errores. El juego de intelecciones directas e inversas posee, además, dimensiones ‘radiales’ y ‘axiales’: unas intelecciones permiten adentrarse en lo ya comprendido, enfocando aspectos novedosos dentro de un determinado ámbito cognoscitivo ya ganado; otras intelecciones consiguen elevar la mirada desde los conocimientos adquiridos hacia un horizonte de conocimiento antes no vislumbrado.
Las segundas son las que posibilitan el salto hacia ‘puntos de vista superiores’, por ser más inclusivos y estar mejor articulados que los previamente adquiridos. Por todo ello, en suma, la racionalidad humana exige la adopción y el despliegue de un ‘punto de vista móvil’, capaz de ascender y descender axialmente, como también de avanzar y retroceder radialmente, por la arquitectura dinámica del entendimiento humano.
Todo este bagaje de cultivo racional del deseo de conocer, que aspira a un conocimiento separado, desinteresado e irrestricto, que se desarrolla mediante la actividad consciente de la atención, la inteligencia, la razón crítica y la responsabilidad, que viene envuelto en una compleja dialéctica individual, grupal y general de posiciones y contraposiciones, de intelecciones directas e inversas y de perspectivas axiales y radiales, todas ellas móviles, pertenece con distintas concreciones empíricas, en fin, a las diferentes formas históricas plausibles de la racionalidad humana, incluida la razón teológica.
La racionalidad teológica, ser proporcionado y ser trascendente
Más aún, la racionalidad teológica se caracteriza por llevar la irrestrictibilidad del deseo de conocer al extremo de emprender una tematización fundamentada del límite existente entre el ‘ser proporcionado’ y el ‘ser trascendente’. Se entiende por ser proporcionado la realidad conocida a la luz de la movilidad del entendimiento humano, mientras que se entiende por ser trascendente la dimensión desconocida (por conocer o incognoscible) de lo real.
Explorando esa frontera, como hacen también la racionalidad filosófica o la poética, la teología abre para sí misma y también para las otras racionalidades el horizonte del conocimiento trascendente, tanto en su orientación ‘general’ de horizontalidad hacia lo enigmático del mundo como en su versión ‘especial’ de verticalidad hacia lo sagrado o el Misterio. La atención, inteligencia, razonabilidad y responsabilidad teológicas, sabiendo distinguir con claridad entre magia, mito y misterio, constituyen una forma de racionalidad humana que se halla en la vanguardia del cultivo irrestricto del deseo de conocer.
Pluriracionalidad e indigencia de la teología
Por lo que venimos viendo, no es cierto que la teología sea, sin más, irracional o acientífica. Tampoco es cierto que la racionalidad teológica deba mantenerse en posición de superioridad (ni, mucho menos, permanecer aislada) ante la oportunidad de entrar en diálogo con las demás formas de racionalidad humana.
La teología está, entonces, sobrada en un sentido y menguada en otro: a un mismo tiempo, posee una sorprendente exuberancia de usos de racionalidad y, sin embargo, carece de una posición ventajosa en el debate entre racionalidades.
Pluri-racionalidad de la teología
La teología no es ni mucho menos un fenómeno irracional de nuestro mundo. Muy al contrario, constituye una esfera del conocimiento (un área académica con sus diferentes disciplinas y materias) dotada de una alta sofisticación racional. Por de pronto, no existe una única teología, sino muchas y variadas teologías, siendo unas más explícitas y desarrolladas que otras.
Entre esa pluralidad de teologías, encontramos, por ejemplo, una teología judía, una teología musulmana, una teología hinduista, una teología budista y, también, una teología cristiana, cada una de ellas con sus perfiles distintivos. Dentro del marco de la teología cristiana, están la teología ortodoxa, la teología protestante y la teología católica.
Esta pluralidad de teologías, siempre en movimiento, además, posee dimensiones sincrónicas y diacrónicas: tanto en el tiempo actual como a lo largo de los tiempos pasados, ha habido y hay modelos teológicos bien diferentes a nivel mundial, cristiano y católico, respectivamente. Cada uno de esos modelos, casi siempre construidos con la mediación de determinados formatos filosóficos, efectúa su propio intento de fundamentación racional.
Por lo que a la teología cristiana católica respecta, cabe afirmar que su modo de operar exhibe, no ya su propia racionalidad, sino muy diversas formas de racionalidad científico-académica. Esta ‘pluri-racionalidad’ de la teología católica se aprecia, entre otros aspectos, en los diferentes y rigurosos instrumentos de búsqueda de su marcada dimensión heurística, en su diversificada apuesta por la multidisciplinariedad (B. NICOLAESCU, La transdisciplinarité, Ed. Du Rocher, Mónaco 1996) y la polipedagogía o en su constancia en la práctica de la trans-metodicidad.
Todo ello se traduce en una serie de ‘especialidades funcionales’ estrechamente articuladas: un tupido entramado de actividades convergentes, entre las que se cuentan las relativas a la investigación, la interpretación, la historia, la dialéctica, la fundamentación, la dogmática, la sistemática o la comunicación (Cf. B.J.F. LONERGAN, Método en teología, Sígueme, Salamanca 1994), entre tantas más. Quienes trabajamos con ellos tenemos suficiente experiencia personal de la rigurosa racionalidad académica de nuestros colegas teólogos.
Indigencia y debilidad de la teología
Por otra parte, la teología católica (y, tal vez con mayor razón, también la filosofía católica) se halla siempre convocada a entrar en diálogo (y, llegado el caso, a provocar el encuentro) con todas las formas y modulaciones de la racionalidad humana. Una teología enrocada en su campana de cristal o enclaustrada en su torre de marfil es, sin más, una mala teología. Ahora bien, la plasmación de ese diálogo entraña todo un juego de exigencias. Para perfilarse convenientemente hacia el diálogo, en efecto, la teología ha de ejercitarse, junto a tantas otras prácticas, en la renuncia a una posición de privilegio en el diálogo entre racionalidades y en el compromiso por la desactivación de toda forma de violencia en dicho diálogo. Es decir, debe mostrar una cara ‘kenótica’.
La dimensión kenótica del desarrollo filosófico-teológico, todavía por pulir, deviene de su propia génesis. Como no podía ser de otra forma, la vida cristiana en general, con el trabajo teológico en particular, se cimenta en el propio Jesucristo, quien se abajó de su condición divina para, por la viva dinámica del amor incondicional, adquirir carne mortal. Justo ese rebajamiento hacia la debilidad y la vulnerabilidad proporcionó mayor fuerza a su anuncio del Reino.
En este sentido, pues, ‘pensamiento kenótico’ mienta algo bien distinto que ‘pensamiento débil’. Afirmar la posibilidad de un pensamiento kenótico cristiano no significa abandonarse al fragmentarismo, nominalismo y minimalismo en el pensar, como tampoco implica caer en olvido del complementario (y metodológicamente previo) movimiento ‘aisthético’ hacia la Verdad.
Ciertamente, sólo puede haber kénosis cuando de algún modo ya ha habido aísthesis. Pero el movimiento aisthético del pensar teológico no es por sí solo un momento completo y absoluto, sino que se halla siempre a la espera de aquilatarse mediante un movimiento de descenso.
Contra toda Aufhebung, el pensar humano (teológico, filosófico e incluso científico) tiene que descender a la indigencia de su propia esencia. Justo aquí radica la ‘fuerza suave’ (esto es, no-violenta y no-pretenciosa) del rebajamiento teológico, que se convierte así en potente arma dialógica y en espejo de la filosofía. En suma, aunque la ‘adhesión’ creyente a la Verdad cristiana es de orden ‘incondicional’, la ‘acomodación’ de esa Verdad a los demás seres humanos ha de resultar ineludiblemente ‘condicionada’, y de ahí la necesidad permanente de unas mediaciones eficaces y de una sana inculturación.
Esta llamada al rebajamiento por el bien del encuentro viene acompasada, a su vez, por el estatus de debilidad e indigencia que adquiere la teología (y también la filosofía cristiana) cuando se atreve a descender al conflictivo barro de la dialéctica de racionalidades.
La teología se muestra entonces débil e indigente por los lados de la ‘elusividad de su objeto’ (Dios o el Misterio) y de la ‘limitación de su sujeto’ (la razón natural y la fe). Y es que todo pensar humano será siempre un pensar mortal. Pero se muestra también la teología en debilidad por los lados de ‘dentro’ (la propia Iglesia) y de ‘fuera’ (la sociedad civil), entre cuyos contornos se ve obligada a transitar con no pocas dificultades.
La teología desea un dialogo con la sociedad civil y con el laicismo
Más desea la teología dialogar con la sociedad civil y con el laicismo que viceversa. Y, salvando las distancias, tal vez ocurra algo similar entre teología y magisterio. Se requiere, pues, de gran valentía y prudencia (de una fuerte dosis de fina racionalidad) para efectuar el quehacer teológico hoy, ‘al viento gélido de la frontera’ entre la comunidad eclesial y el mundo secular.
Es más, la teología católica, con sus luces y sombras, no ha dejado nunca de trabajar por el ‘diálogo en la frontera’. No es éste un mero desideratum conceptual, sino un auténtico dato fáctico. Literalmente, a través de numerosas plataformas, la teología católica se encuentra desde hace décadas en diálogo con las ciencias naturales (como la astrofísica o la teoría evolutiva) y las ciencias humanas (como la bioética, la psicología o la sociología), con las demás religiones y espiritualidades (en los planos interconfesional y ecuménico), con el mundo de la política y la empresa (I. CAMACHO LARAÑA, Creyentes en la vida pública, San Pablo, Madrid 1995), con las filosofías, las literaturas y las artes del globo.
Por lo que venimos viendo, no es cierto que la teología sea, sin más, irracional o acientífica. Tampoco es cierto que la racionalidad teológica deba mantenerse en posición de superioridad (ni, mucho menos, permanecer aislada) ante la oportunidad de entrar en diálogo con las demás formas de racionalidad humana.
La teología está, entonces, sobrada en un sentido y menguada en otro: a un mismo tiempo, posee una sorprendente exuberancia de usos de racionalidad y, sin embargo, carece de una posición ventajosa en el debate entre racionalidades.
Pluri-racionalidad de la teología
La teología no es ni mucho menos un fenómeno irracional de nuestro mundo. Muy al contrario, constituye una esfera del conocimiento (un área académica con sus diferentes disciplinas y materias) dotada de una alta sofisticación racional. Por de pronto, no existe una única teología, sino muchas y variadas teologías, siendo unas más explícitas y desarrolladas que otras.
Entre esa pluralidad de teologías, encontramos, por ejemplo, una teología judía, una teología musulmana, una teología hinduista, una teología budista y, también, una teología cristiana, cada una de ellas con sus perfiles distintivos. Dentro del marco de la teología cristiana, están la teología ortodoxa, la teología protestante y la teología católica.
Esta pluralidad de teologías, siempre en movimiento, además, posee dimensiones sincrónicas y diacrónicas: tanto en el tiempo actual como a lo largo de los tiempos pasados, ha habido y hay modelos teológicos bien diferentes a nivel mundial, cristiano y católico, respectivamente. Cada uno de esos modelos, casi siempre construidos con la mediación de determinados formatos filosóficos, efectúa su propio intento de fundamentación racional.
Por lo que a la teología cristiana católica respecta, cabe afirmar que su modo de operar exhibe, no ya su propia racionalidad, sino muy diversas formas de racionalidad científico-académica. Esta ‘pluri-racionalidad’ de la teología católica se aprecia, entre otros aspectos, en los diferentes y rigurosos instrumentos de búsqueda de su marcada dimensión heurística, en su diversificada apuesta por la multidisciplinariedad (B. NICOLAESCU, La transdisciplinarité, Ed. Du Rocher, Mónaco 1996) y la polipedagogía o en su constancia en la práctica de la trans-metodicidad.
Todo ello se traduce en una serie de ‘especialidades funcionales’ estrechamente articuladas: un tupido entramado de actividades convergentes, entre las que se cuentan las relativas a la investigación, la interpretación, la historia, la dialéctica, la fundamentación, la dogmática, la sistemática o la comunicación (Cf. B.J.F. LONERGAN, Método en teología, Sígueme, Salamanca 1994), entre tantas más. Quienes trabajamos con ellos tenemos suficiente experiencia personal de la rigurosa racionalidad académica de nuestros colegas teólogos.
Indigencia y debilidad de la teología
Por otra parte, la teología católica (y, tal vez con mayor razón, también la filosofía católica) se halla siempre convocada a entrar en diálogo (y, llegado el caso, a provocar el encuentro) con todas las formas y modulaciones de la racionalidad humana. Una teología enrocada en su campana de cristal o enclaustrada en su torre de marfil es, sin más, una mala teología. Ahora bien, la plasmación de ese diálogo entraña todo un juego de exigencias. Para perfilarse convenientemente hacia el diálogo, en efecto, la teología ha de ejercitarse, junto a tantas otras prácticas, en la renuncia a una posición de privilegio en el diálogo entre racionalidades y en el compromiso por la desactivación de toda forma de violencia en dicho diálogo. Es decir, debe mostrar una cara ‘kenótica’.
La dimensión kenótica del desarrollo filosófico-teológico, todavía por pulir, deviene de su propia génesis. Como no podía ser de otra forma, la vida cristiana en general, con el trabajo teológico en particular, se cimenta en el propio Jesucristo, quien se abajó de su condición divina para, por la viva dinámica del amor incondicional, adquirir carne mortal. Justo ese rebajamiento hacia la debilidad y la vulnerabilidad proporcionó mayor fuerza a su anuncio del Reino.
En este sentido, pues, ‘pensamiento kenótico’ mienta algo bien distinto que ‘pensamiento débil’. Afirmar la posibilidad de un pensamiento kenótico cristiano no significa abandonarse al fragmentarismo, nominalismo y minimalismo en el pensar, como tampoco implica caer en olvido del complementario (y metodológicamente previo) movimiento ‘aisthético’ hacia la Verdad.
Ciertamente, sólo puede haber kénosis cuando de algún modo ya ha habido aísthesis. Pero el movimiento aisthético del pensar teológico no es por sí solo un momento completo y absoluto, sino que se halla siempre a la espera de aquilatarse mediante un movimiento de descenso.
Contra toda Aufhebung, el pensar humano (teológico, filosófico e incluso científico) tiene que descender a la indigencia de su propia esencia. Justo aquí radica la ‘fuerza suave’ (esto es, no-violenta y no-pretenciosa) del rebajamiento teológico, que se convierte así en potente arma dialógica y en espejo de la filosofía. En suma, aunque la ‘adhesión’ creyente a la Verdad cristiana es de orden ‘incondicional’, la ‘acomodación’ de esa Verdad a los demás seres humanos ha de resultar ineludiblemente ‘condicionada’, y de ahí la necesidad permanente de unas mediaciones eficaces y de una sana inculturación.
Esta llamada al rebajamiento por el bien del encuentro viene acompasada, a su vez, por el estatus de debilidad e indigencia que adquiere la teología (y también la filosofía cristiana) cuando se atreve a descender al conflictivo barro de la dialéctica de racionalidades.
La teología se muestra entonces débil e indigente por los lados de la ‘elusividad de su objeto’ (Dios o el Misterio) y de la ‘limitación de su sujeto’ (la razón natural y la fe). Y es que todo pensar humano será siempre un pensar mortal. Pero se muestra también la teología en debilidad por los lados de ‘dentro’ (la propia Iglesia) y de ‘fuera’ (la sociedad civil), entre cuyos contornos se ve obligada a transitar con no pocas dificultades.
La teología desea un dialogo con la sociedad civil y con el laicismo
Más desea la teología dialogar con la sociedad civil y con el laicismo que viceversa. Y, salvando las distancias, tal vez ocurra algo similar entre teología y magisterio. Se requiere, pues, de gran valentía y prudencia (de una fuerte dosis de fina racionalidad) para efectuar el quehacer teológico hoy, ‘al viento gélido de la frontera’ entre la comunidad eclesial y el mundo secular.
Es más, la teología católica, con sus luces y sombras, no ha dejado nunca de trabajar por el ‘diálogo en la frontera’. No es éste un mero desideratum conceptual, sino un auténtico dato fáctico. Literalmente, a través de numerosas plataformas, la teología católica se encuentra desde hace décadas en diálogo con las ciencias naturales (como la astrofísica o la teoría evolutiva) y las ciencias humanas (como la bioética, la psicología o la sociología), con las demás religiones y espiritualidades (en los planos interconfesional y ecuménico), con el mundo de la política y la empresa (I. CAMACHO LARAÑA, Creyentes en la vida pública, San Pablo, Madrid 1995), con las filosofías, las literaturas y las artes del globo.
El filósofo alemán Martin Heidegger. Fuente: Wikimedia Commons.
Necesidad de la promoción del encuentro sostenido de racionalidades
La promoción sostenible de un encuentro enriquecedor de racionalidades no es un mero lujo para el pensamiento. El encuentro sostenido de racionalidades constituye, más bien, una necesidad transversal, quizás urgente, en muchos planos de nuestro tiempo. En aras a contribuir a dicho encuentro, la filosofía (con la filosofía cristiana a la cabeza) y la teología actuales cuentan con diferentes herramientas. De entre ellas, al menos para lo que afecta al tránsito del conflicto al encuentro en nuestro mundo contemporáneo, destacamos la importancia del ejercicio creativo de la dialogicidad, la hermenéutica y la utopía negativa.
En lo que nos atrevemos a sugerir en este apartado, nos referimos sobre todo a la filosofía, y en concreto a la filosofía de raíz cristiana, pero apuntando a una articulación filosófica que pueda servir de ayuda para la labor de la teología hoy. Es precisamente misión de la filosofía cristiana (más que de la teología misma) servir de puente, abonando el terreno, para el encuentro de la teología con las demás formas de la racionalidad.
Dialogicidad y hermenéutica, herramientas para el encuentro
La teología y la filosofía cristianas (como también muchas de las demás formas de racionalidad humana), cada una a su manera, pueden aportar al encuentro de racionalidades su diligente celo en la custodia de la ‘pregunta por el sentido’. Pueden asimismo participar en la búsqueda de respuestas para esa pregunta mediante su secular cultivo y desarrollo del ‘lenguaje simbólico’ poético-estético-meditativo. Y pueden a su modo colaborar en la evaluación de esas respuestas mediante su aguda preservación de la conciencia de la ‘historicidad’ de la condición humana (Cf. M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1998, Sección II, V).
Estas cuestiones del sentido, del lenguaje simbólico-analógico y de la condicionalidad histórica remiten inmediatamente al universo hermenéutico. El ser humano poseerá numerosas notas y características, pero será siempre un ‘ser de interpretaciones’. El conocimiento humano poseerá multitud de rasgos y propiedades, pero ‘conocer será siempre interpretar’. Los encuentros y desencuentros de racionalidades, así pues, admiten siempre un tratamiento hermenéutico.
Dentro de los confines de ese abordaje histórico-interpretativo, resulta extremadamente productivo el potente aparataje metodológico y conceptual proporcionado por la reciente filosofía hermenéutica. Sus sofisticadas reflexiones acerca de la ‘dialéctica de horizontes’ de interpretación resultan especialmente relevantes aquí. Términos dialécticos como ‘conflicto y fusión’ de horizontes, ‘prejuicio y tradición’, ‘distanciamiento y efectualidad’, ‘sospecha y reconstrucción’ (Cf. H.G. GADAMER, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 1993. Y asimismo: P. RICOEUR, Freud: Una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1970; El conflicto de las interpretaciones. Ensayo de hermenéutica (3 vols.), Megápolis, Buenos Aires 1976) entre tantos otros, proporcionan fructíferos puntos de apoyo para la promoción filosófica del encuentro de racionalidades.
Ejercicio de dialogicidad
Íntimamente ligado al ejercicio hermenéutico se encuentra también el ejercicio de la ‘dialogicidad'. Una mentalidad o racionalidad es dialógica cuando es consciente del elemento de diferencia, proveniente de otros, que contribuye a la formación del pensar propio, a la par que de la insuficiencia del propio pensar para incluir determinadas dimensiones ajenas a él.
La razón dialógica es, pues, aquella razón que tiene experiencia madura de que los otros no sólo pueden, sino que con frecuencia suelen pensar de manera diferente a uno. Cuando eso no ocurre, esto es, cuando ni siquiera hay sospecha de una diferencia razonable, cuando el pensar permanece cerrado a la otredad, la mente es presa entonces de una razón ‘monológica’, encontrándose anclada en un solo y único discurso.
El diálogo, por su parte, implica la mutua exposición de dos o más pensamientos, mentalidades o interpretaciones que, siendo de partida divergentes, separados o discordantes, se abren a la recepción del otro desde la propia diferencia. Por eso, dialogar es asomarse a otras maneras de pensar y, por ende, de vivir. Implica una actitud inicial de escucha a lo que hay de valioso en el discurso del otro, escucha que a su vez conlleva como requisito el reconocimiento del otro en cuanto que portador potencial de un mensaje digno de atención. ‘Reconocimiento’ y ‘escucha’ son, así, dos condiciones elementales de cualquier forma de diálogo. En definitiva, el diálogo, como mediación privilegiada para la experiencia viva de la alteridad, constituye la forma suprema de la ‘racionalidad hermenéutico-comunicativa’.
Es oportuno distinguir aquí entre dos modalidades básicas de diálogo: el diálogo ‘intelectual’ y el diálogo ‘existencial’. (Cf. K. JASPERS, Filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1959, vol. 2. Véase también: P. CEREZO GALÁN, Reivindicación del diálogo, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 1997).
Existe un diálogo de tipo intelectual (o ‘socrático’), es decir, fundamentalmente ordenado a la consecución de conocimientos, la transmisión de información y el intercambio de ideas, con independencia de otros aspectos de la existencia, que se dejan provisionalmente de lado. Pero hay también un diálogo de carácter existencial (o ‘cervantino’), que afecta a la persona en todas sus dimensiones biográficas y no sólo en las de carácter racional, consciente o deliberado.
Ese diálogo existencial se alimenta de actitudes, proyecciones, trayectorias a corto, medio y largo plazo, como también de encubrimientos, disensiones y enigmáticos silencios. Es el diálogo del día a día que se da entre quienes comparten la vida y mantienen sus compromisos desde la experiencia de la diferencia.
Es algo tan común como el diálogo dentro de una pareja normal, entre padres e hijos, entre buenos amigos o entre compañeros competentes de trabajo. Es un sí al otro que se mantiene por encima de toda incomprensión o frustración y que sólo recoge frutos de cercanía humana con el transcurso del tiempo.
Sócrates comparte ideas con los atenienses y educa en el foro público aprovechándose de su método mayéutico; Don Quijote y Sancho, sin embargo, poniéndose en camino, comparten la vida misma y sus biografías entrelazadas quedan transformadas por el trato directo con el otro: al final, Don Quijote resulta ‘sanchizado’ por el realismo de Sancho y éste queda ‘quijotizado’ por el idealismo de aquél. Las dos formas de diálogo, intelectual y existencial, por cierto, pueden cultivarse de manera ‘actual’ (en presencia de interlocución) o ‘virtual’ (con interlocución ausente).
Es en la dialéctica viva entre dialogicidad intelectual y existencial donde se torna posible hacer experiencia de unas ‘racionalidades con rostro’. Es necesario enfatizar que las racionalidades las encarnan siempre las personas, y sólo las personas. Por eso, la promoción y cultivo del encuentro de racionalidades es importante, no ya por las racionalidades en sí mismas, sino por los millones de ‘sujetos biográficos’ (situados, de carne y hueso, con nombre y apellidos) que viven en el mundo más o menos de acuerdo con los parámetros de aquéllas.
Es una meta razonable y deseable la de aspirar a que el inevitable desencuentro intelectual de racionalidades no frustre el posible encuentro existencial de los sujetos con rostro biográfico (Cf. E. LEVINAS, Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 2002; P. RICOEUR, Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid 1996).
En consecuencia, es tarea filosófica de nuestro tiempo desarrollar una filosofía hermenéutica con proyecciones dialógicas globales. Esa hermenéutica para una cultura mundial del diálogo ha de ser necesariamente una hermenéutica contrastativa, capaz de establecer de manera suficiente los diversos registros de convergencias y divergencias implicados en cada caso.
Utopía negativa del encuentro
Es difícil (quizás imposible) precisar ahora los detalles de una heurística positiva acerca de la filosofía kenótica que necesitamos en nuestro tiempo. Mientras que encaramos debidamente esa labor, habremos de contentarnos con una especie de ‘heurística negativa’. En efecto, acaso no podemos fijar con exactitud ‘cómo debe ser’ el deseable encuentro de racionalidades al que aspiramos (ni qué hoja de ruta seguir, con qué temporalización, a través de qué mediaciones…), pero sí que podemos justificadamente concluir ‘que no queremos’ el vigente desencuentro.
Más aún, una utopía positiva del encuentro podría entrañar elementos peligrosos para la dialogicidad que es inherente al encuentro mismo, pues no en pocas ocasiones suele ir ligada a (o ser consecuencia de) la robusta cantera de proyecciones del pensamiento monológico. Por el contrario, no supone ningún riesgo para las posibilidades del futuro, sino más bien un acicate para la transformación del presente, ceñirse al ejercicio de una ‘utopía negativa’ (Cf. T. ADORNO, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid 1992).
El pensamiento negativo, tanto por su función crítica como por su función emancipativa, supone decirle un ‘no’ a la realidad sólo en lo que tiene de falsa e injusta. El poder transformador de lo negativo, la carga de negatividad que posee la utopía, se resiste a determinar repetitiva y monológicamente cómo debería ser el futuro para insistir en la toma de conciencia sobre cómo no debe de ser el presente. Y esta conciencia compartida acerca de los límites del presente resulta crucial para la apertura creativa y dialógica de las posibilidades del futuro.
La promoción sostenible de un encuentro enriquecedor de racionalidades no es un mero lujo para el pensamiento. El encuentro sostenido de racionalidades constituye, más bien, una necesidad transversal, quizás urgente, en muchos planos de nuestro tiempo. En aras a contribuir a dicho encuentro, la filosofía (con la filosofía cristiana a la cabeza) y la teología actuales cuentan con diferentes herramientas. De entre ellas, al menos para lo que afecta al tránsito del conflicto al encuentro en nuestro mundo contemporáneo, destacamos la importancia del ejercicio creativo de la dialogicidad, la hermenéutica y la utopía negativa.
En lo que nos atrevemos a sugerir en este apartado, nos referimos sobre todo a la filosofía, y en concreto a la filosofía de raíz cristiana, pero apuntando a una articulación filosófica que pueda servir de ayuda para la labor de la teología hoy. Es precisamente misión de la filosofía cristiana (más que de la teología misma) servir de puente, abonando el terreno, para el encuentro de la teología con las demás formas de la racionalidad.
Dialogicidad y hermenéutica, herramientas para el encuentro
La teología y la filosofía cristianas (como también muchas de las demás formas de racionalidad humana), cada una a su manera, pueden aportar al encuentro de racionalidades su diligente celo en la custodia de la ‘pregunta por el sentido’. Pueden asimismo participar en la búsqueda de respuestas para esa pregunta mediante su secular cultivo y desarrollo del ‘lenguaje simbólico’ poético-estético-meditativo. Y pueden a su modo colaborar en la evaluación de esas respuestas mediante su aguda preservación de la conciencia de la ‘historicidad’ de la condición humana (Cf. M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1998, Sección II, V).
Estas cuestiones del sentido, del lenguaje simbólico-analógico y de la condicionalidad histórica remiten inmediatamente al universo hermenéutico. El ser humano poseerá numerosas notas y características, pero será siempre un ‘ser de interpretaciones’. El conocimiento humano poseerá multitud de rasgos y propiedades, pero ‘conocer será siempre interpretar’. Los encuentros y desencuentros de racionalidades, así pues, admiten siempre un tratamiento hermenéutico.
Dentro de los confines de ese abordaje histórico-interpretativo, resulta extremadamente productivo el potente aparataje metodológico y conceptual proporcionado por la reciente filosofía hermenéutica. Sus sofisticadas reflexiones acerca de la ‘dialéctica de horizontes’ de interpretación resultan especialmente relevantes aquí. Términos dialécticos como ‘conflicto y fusión’ de horizontes, ‘prejuicio y tradición’, ‘distanciamiento y efectualidad’, ‘sospecha y reconstrucción’ (Cf. H.G. GADAMER, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 1993. Y asimismo: P. RICOEUR, Freud: Una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1970; El conflicto de las interpretaciones. Ensayo de hermenéutica (3 vols.), Megápolis, Buenos Aires 1976) entre tantos otros, proporcionan fructíferos puntos de apoyo para la promoción filosófica del encuentro de racionalidades.
Ejercicio de dialogicidad
Íntimamente ligado al ejercicio hermenéutico se encuentra también el ejercicio de la ‘dialogicidad'. Una mentalidad o racionalidad es dialógica cuando es consciente del elemento de diferencia, proveniente de otros, que contribuye a la formación del pensar propio, a la par que de la insuficiencia del propio pensar para incluir determinadas dimensiones ajenas a él.
La razón dialógica es, pues, aquella razón que tiene experiencia madura de que los otros no sólo pueden, sino que con frecuencia suelen pensar de manera diferente a uno. Cuando eso no ocurre, esto es, cuando ni siquiera hay sospecha de una diferencia razonable, cuando el pensar permanece cerrado a la otredad, la mente es presa entonces de una razón ‘monológica’, encontrándose anclada en un solo y único discurso.
El diálogo, por su parte, implica la mutua exposición de dos o más pensamientos, mentalidades o interpretaciones que, siendo de partida divergentes, separados o discordantes, se abren a la recepción del otro desde la propia diferencia. Por eso, dialogar es asomarse a otras maneras de pensar y, por ende, de vivir. Implica una actitud inicial de escucha a lo que hay de valioso en el discurso del otro, escucha que a su vez conlleva como requisito el reconocimiento del otro en cuanto que portador potencial de un mensaje digno de atención. ‘Reconocimiento’ y ‘escucha’ son, así, dos condiciones elementales de cualquier forma de diálogo. En definitiva, el diálogo, como mediación privilegiada para la experiencia viva de la alteridad, constituye la forma suprema de la ‘racionalidad hermenéutico-comunicativa’.
Es oportuno distinguir aquí entre dos modalidades básicas de diálogo: el diálogo ‘intelectual’ y el diálogo ‘existencial’. (Cf. K. JASPERS, Filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1959, vol. 2. Véase también: P. CEREZO GALÁN, Reivindicación del diálogo, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 1997).
Existe un diálogo de tipo intelectual (o ‘socrático’), es decir, fundamentalmente ordenado a la consecución de conocimientos, la transmisión de información y el intercambio de ideas, con independencia de otros aspectos de la existencia, que se dejan provisionalmente de lado. Pero hay también un diálogo de carácter existencial (o ‘cervantino’), que afecta a la persona en todas sus dimensiones biográficas y no sólo en las de carácter racional, consciente o deliberado.
Ese diálogo existencial se alimenta de actitudes, proyecciones, trayectorias a corto, medio y largo plazo, como también de encubrimientos, disensiones y enigmáticos silencios. Es el diálogo del día a día que se da entre quienes comparten la vida y mantienen sus compromisos desde la experiencia de la diferencia.
Es algo tan común como el diálogo dentro de una pareja normal, entre padres e hijos, entre buenos amigos o entre compañeros competentes de trabajo. Es un sí al otro que se mantiene por encima de toda incomprensión o frustración y que sólo recoge frutos de cercanía humana con el transcurso del tiempo.
Sócrates comparte ideas con los atenienses y educa en el foro público aprovechándose de su método mayéutico; Don Quijote y Sancho, sin embargo, poniéndose en camino, comparten la vida misma y sus biografías entrelazadas quedan transformadas por el trato directo con el otro: al final, Don Quijote resulta ‘sanchizado’ por el realismo de Sancho y éste queda ‘quijotizado’ por el idealismo de aquél. Las dos formas de diálogo, intelectual y existencial, por cierto, pueden cultivarse de manera ‘actual’ (en presencia de interlocución) o ‘virtual’ (con interlocución ausente).
Es en la dialéctica viva entre dialogicidad intelectual y existencial donde se torna posible hacer experiencia de unas ‘racionalidades con rostro’. Es necesario enfatizar que las racionalidades las encarnan siempre las personas, y sólo las personas. Por eso, la promoción y cultivo del encuentro de racionalidades es importante, no ya por las racionalidades en sí mismas, sino por los millones de ‘sujetos biográficos’ (situados, de carne y hueso, con nombre y apellidos) que viven en el mundo más o menos de acuerdo con los parámetros de aquéllas.
Es una meta razonable y deseable la de aspirar a que el inevitable desencuentro intelectual de racionalidades no frustre el posible encuentro existencial de los sujetos con rostro biográfico (Cf. E. LEVINAS, Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 2002; P. RICOEUR, Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid 1996).
En consecuencia, es tarea filosófica de nuestro tiempo desarrollar una filosofía hermenéutica con proyecciones dialógicas globales. Esa hermenéutica para una cultura mundial del diálogo ha de ser necesariamente una hermenéutica contrastativa, capaz de establecer de manera suficiente los diversos registros de convergencias y divergencias implicados en cada caso.
Utopía negativa del encuentro
Es difícil (quizás imposible) precisar ahora los detalles de una heurística positiva acerca de la filosofía kenótica que necesitamos en nuestro tiempo. Mientras que encaramos debidamente esa labor, habremos de contentarnos con una especie de ‘heurística negativa’. En efecto, acaso no podemos fijar con exactitud ‘cómo debe ser’ el deseable encuentro de racionalidades al que aspiramos (ni qué hoja de ruta seguir, con qué temporalización, a través de qué mediaciones…), pero sí que podemos justificadamente concluir ‘que no queremos’ el vigente desencuentro.
Más aún, una utopía positiva del encuentro podría entrañar elementos peligrosos para la dialogicidad que es inherente al encuentro mismo, pues no en pocas ocasiones suele ir ligada a (o ser consecuencia de) la robusta cantera de proyecciones del pensamiento monológico. Por el contrario, no supone ningún riesgo para las posibilidades del futuro, sino más bien un acicate para la transformación del presente, ceñirse al ejercicio de una ‘utopía negativa’ (Cf. T. ADORNO, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid 1992).
El pensamiento negativo, tanto por su función crítica como por su función emancipativa, supone decirle un ‘no’ a la realidad sólo en lo que tiene de falsa e injusta. El poder transformador de lo negativo, la carga de negatividad que posee la utopía, se resiste a determinar repetitiva y monológicamente cómo debería ser el futuro para insistir en la toma de conciencia sobre cómo no debe de ser el presente. Y esta conciencia compartida acerca de los límites del presente resulta crucial para la apertura creativa y dialógica de las posibilidades del futuro.
Conclusión
Si existe una teología ‘respetuosa’ en la teoría y la práctica con otras racionalidades y religiones del planeta, ésa es la teología católica. Si existe una teología ‘seminal’ de la promoción del encuentro de mentalidades y espiritualidades a gran escala, ésa es la teología católica. Si existe una teología dotada para ‘hacer rostro’ al vigente desencuentro de relatos humanizadores, ésa es la teología católica.
La teología católica, desde el lado de la ‘dimensión inclusiva’ de su catolicidad misma y desde el lado de la ‘dimensión adaptativa’ de su vocación evangelizadora, no puede dejar de ejercer nunca, de variadas maneras, su rica creatividad a la hora de participar significativamente en la complejísima dialéctica contemporánea de multi-culturalidad, inter-culturalidad y trans-culturalidad globalizadas. Sólo así podrá seguir siendo fiel hoy a su irrenunciable cometido histórico, por voluntad expresa de Jesucristo, de servir de ‘sal’ y ‘levadura’ [Mt 5,13; 13,33] para todas las culturas, para todas las espiritualidades, para todas las racionalidades del mundo.
Propuestas para el diálogo constructivo
Permítase indicar aquí cinco breves observaciones antes de finalizar. En primer lugar, parece posible conjugar una cierta dosis de ‘realismo’ en cuanto a la necesidad, la limitación y la dificultad de un eventual encuentro de racionalidades con alguna medida de ‘utopismo’ en cuanto a la posibilitación, la consecución y la consolidación de ese mismo encuentro.
En segundo lugar, el encuentro eventual de racionalidades será tanto más prolongado y exitoso cuanto mejor seamos capaces de concebirlo como un proyecto compartido de ‘tradición deliberada’ de una convivencia fáctica sostenible a nivel global.
En tercer lugar, al encuentro entre racionalidades le pasa lo mismo que a la democracia, con la que se halla estrechamente vinculado (son prácticamente imposibles las condiciones para ese encuentro en contextos antidemocráticos): igual que la democracia no surge por sí sola de la nada sino que tenemos que ‘hacer democracia’, el contexto para la conciliación de racionalidades no acontece por sí sólo sino que hay que ‘hacer encuentro’.
En cuarto lugar, el discurso acerca del encuentro del que aquí hablamos caerá en mero wishful thinking, en puro flatus vocis, si no se ve acompañado por mediaciones reales (como congresos y simposios, programas de intercambio, proyectos editoriales, líneas de financiación…).
Y, en quinto lugar, ante las reacciones de incomprensión mutua (e incluso amagos de persecución) entre pensamiento religioso y laicismo beligerante en nuestra sociedad altamente ideologizada, cabe recordar la validez de la distinción entre unos ‘mínimos de justicia’ impositivos y unos ‘máximos de felicidad’ propositivos (Cf. A. CORTINA, Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 1986).
No hay mayor amenaza para el pluralismo democrático que una intolerancia disfrazada y en esto no ayudan nada ni la vieja ‘inquisición religiosa’ ni una nueva ‘inquisición laicista’. Es un mínimo de justicia el que nadie puede ser discriminado (y, mucho menos, perseguido) por causa de sus libres adhesiones a unos máximos de felicidad.
Si existe una teología ‘respetuosa’ en la teoría y la práctica con otras racionalidades y religiones del planeta, ésa es la teología católica. Si existe una teología ‘seminal’ de la promoción del encuentro de mentalidades y espiritualidades a gran escala, ésa es la teología católica. Si existe una teología dotada para ‘hacer rostro’ al vigente desencuentro de relatos humanizadores, ésa es la teología católica.
La teología católica, desde el lado de la ‘dimensión inclusiva’ de su catolicidad misma y desde el lado de la ‘dimensión adaptativa’ de su vocación evangelizadora, no puede dejar de ejercer nunca, de variadas maneras, su rica creatividad a la hora de participar significativamente en la complejísima dialéctica contemporánea de multi-culturalidad, inter-culturalidad y trans-culturalidad globalizadas. Sólo así podrá seguir siendo fiel hoy a su irrenunciable cometido histórico, por voluntad expresa de Jesucristo, de servir de ‘sal’ y ‘levadura’ [Mt 5,13; 13,33] para todas las culturas, para todas las espiritualidades, para todas las racionalidades del mundo.
Propuestas para el diálogo constructivo
Permítase indicar aquí cinco breves observaciones antes de finalizar. En primer lugar, parece posible conjugar una cierta dosis de ‘realismo’ en cuanto a la necesidad, la limitación y la dificultad de un eventual encuentro de racionalidades con alguna medida de ‘utopismo’ en cuanto a la posibilitación, la consecución y la consolidación de ese mismo encuentro.
En segundo lugar, el encuentro eventual de racionalidades será tanto más prolongado y exitoso cuanto mejor seamos capaces de concebirlo como un proyecto compartido de ‘tradición deliberada’ de una convivencia fáctica sostenible a nivel global.
En tercer lugar, al encuentro entre racionalidades le pasa lo mismo que a la democracia, con la que se halla estrechamente vinculado (son prácticamente imposibles las condiciones para ese encuentro en contextos antidemocráticos): igual que la democracia no surge por sí sola de la nada sino que tenemos que ‘hacer democracia’, el contexto para la conciliación de racionalidades no acontece por sí sólo sino que hay que ‘hacer encuentro’.
En cuarto lugar, el discurso acerca del encuentro del que aquí hablamos caerá en mero wishful thinking, en puro flatus vocis, si no se ve acompañado por mediaciones reales (como congresos y simposios, programas de intercambio, proyectos editoriales, líneas de financiación…).
Y, en quinto lugar, ante las reacciones de incomprensión mutua (e incluso amagos de persecución) entre pensamiento religioso y laicismo beligerante en nuestra sociedad altamente ideologizada, cabe recordar la validez de la distinción entre unos ‘mínimos de justicia’ impositivos y unos ‘máximos de felicidad’ propositivos (Cf. A. CORTINA, Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 1986).
No hay mayor amenaza para el pluralismo democrático que una intolerancia disfrazada y en esto no ayudan nada ni la vieja ‘inquisición religiosa’ ni una nueva ‘inquisición laicista’. Es un mínimo de justicia el que nadie puede ser discriminado (y, mucho menos, perseguido) por causa de sus libres adhesiones a unos máximos de felicidad.
Antonio Martín Morillas, doctor en Filosofía, Facultad de Teología. Granada; Leandro Sequeiros San Román. Doctor en Ciencias. Miembro del Consejo de la Cátedra Ciencia, Tecnología, Religión.