Edición original de la obra de Laura Bossi.
En los albores del tercer milenio, el alma ha sido olvidada. Los poetas y los artistas, en una curiosa sustitución, ya sólo se interesan por su doble, el cuerpo, el soma, que antaño significó el cuerpo “inanimado”, sin vida, el cadáver (en inglés, corpse). Los filósofos parecen pensar que se trata de un tema que ya es historia, apenas útil para las antologías. En cuanto a los psicoanalistas, ya no se atreven ni siquiera a nombrar el objeto de sus estudios. Incluso los teólogos parecen hoy molestos ante esta palabra, tal vez por miedo a ser tomados por dualistas anticuados, o por simple fatiga ante siglos de controversia.
Así se inicia un interesante y provocador ensayo que nos llega traducido del italiano y cuya autora es la neuróloga milanesa Laura Bossi: Historia Natural del Alma. [A. Machado Libros, Madrid, 2008, Colección La Balsa de la Medusa, nº 164, 521 páginas].
Los teólogos hoy, en lugar de “alma”, prefieren el término “persona” (máscara de teatro, personaje), cuyo significado teológico, opuesto a la naturaleza y relacionado con las hipóstasis divinas, escapa al profano, más familiarizado con su significado jurídico, de origen estoico, de ciudadano responsable que desempeña un papel en la polis. El alma también está ausente de los escritos modernos y diccionarios de teología cristiana, según apuntaba Joseph Ratzinger en 1979, e incluso en la liturgia católica en torno a los muertos.
Eclipse del alma
Una desaparición tan singular –opina Bossi – apela a la reflexión. Una palabra tan antigua, ¿no se habrá “desgastado” a fuerza de significar demasiado? ¿Podemos relegarla definitivamente al desván de las ideas obsoletas? ¿Podemos proscribirla, en nombre de la razón, de la claridad de pensamiento, como proponía Paul Valéry: “Nunca hagáis uso de palabras que no utilizáis para pensar”?
Sin duda, el alma es algo difícil de captar. Es un concepto osado y vagamente monstruoso, pues reúne, como la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, las tres preguntas fundamentales del ser humano: vida, muerte y conciencia.
La muerte (desaparición mágica, inaceptable caída en la nada, “creación al revés”), como el amor, siempre es joven. Su extrañeza se renueva a cada generación humana. ¿Cómo explicar la diferencia, sin embargo, evidente a los ojos de un niño, entre un ser humano y un cadáver, entre un perro muerto y un perro vivo?
En el otro extremo de la existencia, e igualmente extraña, hallamos la vida, que surge del mundo inanimado y se extiende mediante generación, nacimiento y desarrollo de nuevos seres. Extrañeza igualmente inquietante, la de los seres vivos en todas sus formas: extrañeza de la naturaleza. “Nacer” procede de naceré, igual que “naturaleza” que es vida, engendramiento (como en griego, Phycis), tanto potencia de engendramiento como lo que es engendrado. Los animales son los “animados”. Y en el origen de “vegetal” encontramos vegetus que no significa inerte, sino, al contrario, indica fuerza y crecimiento.
Extrañeza, en fin, de la conciencia, “lo que en cada uno de nosotros es uno mismo”, según Platón, pero que, ya lo sabemos, no es completamente ama y señora en su propia casa, pues mantiene relaciones complejas, a veces conflictivas, con un cuerpo que se desarrolla, engendra, envejece, enferma y acaba muriendo sin pedirle permiso, dotado de órganos que parecen contar con una voluntad autónoma.
El alma es la vida
Para Laura Bossi, el alma es la vida, lo que distingue lo vivo, lo “animado”, del mundo “inanimado” (que nunca ha estado vivo) o de los muertos, quienes tras haber vivido, han “rendido su alma”. Pero también es la conciencia, el pensamiento claro, la “mente” de la que cobramos conciencia mediante introspección, a diferencia de la vida oscura de los órganos. En fin, el alma es el ser humano, en lo que tiene de único, de individual, es lo que le aporta un sitio singular en el mundo de la naturaleza, y le hace por lo tanto esperar una vida después de la muerte.
Esto lleva a la autora a proponer una primera hipótesis: el alma es un concepto sorprendente y maravilloso que encarna de alguna manera las cuestiones primeras que cada uno se plantea o puede plantearse. Preguntas infantiles, no por ingenuas sino porque surgen en la infancia: ¿de dónde vengo? ¿por qué he de morir? ¿qué es lo que pasa en mi interior? ¿cuál es mi lugar en este mundo poblado de tantas criaturas incomprensibles?
¿El abandono del alma se debe acaso a un desinterés actual por estas viejas preguntas? Si observamos con un poco de atención, no es para nada el caso.
No está de moda hablar del alma, pero...
Ya no se habla del alma, pero numerosas especialidades médicas nuevas se disputan los “restos dispersos” de esta palabra que no se quiere nombrar. Los biólogos trabajan sobre la vida. Los seguidores de las neurociencias estudian la conciencia y sus relaciones con el cuerpo (el problema mente-cuerpo). Los médicos dedicados a la “reanimación” intentan definir el instante preciso del paso de la vida a la muerte. Los bioéticos se preguntan por el estatuto del embrión. Los científicos se dedican a construir criaturas dotadas de actividades vitales o de inteligencia artificial. Los juristas intentan establecer normas sobre la persona y las espinosas cuestiones suscitadas por la manipulación genética, los trasplantes de órganos, la clonación y las técnicas de fecundación artificial.
En estos científicos encontramos las controversias, vivas y apasionadas, sobre la naturaleza del alma iniciadas por los griegos, entre materialistas y espiritualistas, monistas y dualistas, defensores de un “alma” mortal o inmortal, única o compuesta de diversas facultades, difusa o localizada en un lugar anatómico concreto. A este último aspecto las respuestas suelen coincidir en que el lugar del alma por excelencia sigue siendo, desde hace dos milenios, el cerebro, la ciudadela del pensamiento. Plinio el Viejo ya definía el cerebro como el “pináculo”, la “sede del gobierno del espíritu”, el “regulador del entendimiento”, la “ciudadela de los sentidos”.
¿Acaso –continúa Bossi– los científicos han sustituido a los filósofos y a los teólogos? ¿Acaso los datos científicos se han apoderado de las cuestiones filosóficas, y las “leyes de la naturaleza” han arrebatado su lugar a la potentia Dei ordinata?
Otra hipótesis seductora
En medio del relativismo de creencias propio de las sociedades democráticas y “pluriculturales”, frente a la abdicación de los filósofos y la confusión que viven las iglesias y las religiones, parece que los científicos son los únicos que mantienen esa ambición, que parece pasada de moda, de la búsqueda sin término de la verdad. Verdad siempre provisional (no es casualidad que los científicos contemporáneos ya no se hagan llamar “sabios” sino “investigadores”), pero verdad, al fin y al cabo. Por lo que es normal que el “ciudadano de a pie” se dirija a ellos en busca de opiniones esclarecedoras sobre el alma y las grandes cuestiones.
Sin embargo, hay que reconocer que los científicos, limitados por la visión reduccionista de sus disciplinas, experimentan dificultades para hallar instrumentos conceptuales capaces de “pensar” lo animado y lo inanimado.
Los biólogos (“los que estudian los seres vivos”, desde Lamarck, inventor en 1801 del nombre y de la cosa) intentan comprender la vida sin la vida, a riesgo de perder la especificidad de su saber. La fisiología (en su origen, “estudio de la naturaleza” –physis – y, desde Bichat y Cuvier, estudio de los fenómenos de los seres vivos), marginada desde hace décadas en beneficio de la biología molecular, se limita a menudo a un acercamiento mecanicista.
Neurólogos y psiquiatras escrutan el cerebro (ese “peligroso órgano”) mediante técnicas de visualización cerebral, con la esperanza de captar la imagen del pensamiento, de la memoria, de las emociones e incluso de la experiencia mística. Así como en el pasado se pretendía leer los rasgos del alma en el espejo del rostro, en los relieves del cráneo o en las líneas del encefalograma.
La psicología (en su origen, ciencia de la aparición de espíritus, y después estudio científico de los fenómenos del espíritu y del pensamiento en el ser humano y en ciertos animales) sucumbe a la fascinación de las ciencias cognitivas” y del funcionalismo, teoría que pretende interpretar las propiedades del alma “pensante” mediante la metáfora del ordenador: el cerebro sería un hardware especializado y el alma pensante (mind), un software. Según esta réplica moderna del hombre-máquina de La Mettrie, los fenómenos mentales serían de naturaleza “computacional” y estarían basados en “instrucciones” (instruccionismo). Nos hemos quedado en el clásico debate del siglo XVIII sobre el reloj y el relojero. Aunque ahora es el ser humano quien se cree el Gran Relojero.
Así se inicia un interesante y provocador ensayo que nos llega traducido del italiano y cuya autora es la neuróloga milanesa Laura Bossi: Historia Natural del Alma. [A. Machado Libros, Madrid, 2008, Colección La Balsa de la Medusa, nº 164, 521 páginas].
Los teólogos hoy, en lugar de “alma”, prefieren el término “persona” (máscara de teatro, personaje), cuyo significado teológico, opuesto a la naturaleza y relacionado con las hipóstasis divinas, escapa al profano, más familiarizado con su significado jurídico, de origen estoico, de ciudadano responsable que desempeña un papel en la polis. El alma también está ausente de los escritos modernos y diccionarios de teología cristiana, según apuntaba Joseph Ratzinger en 1979, e incluso en la liturgia católica en torno a los muertos.
Eclipse del alma
Una desaparición tan singular –opina Bossi – apela a la reflexión. Una palabra tan antigua, ¿no se habrá “desgastado” a fuerza de significar demasiado? ¿Podemos relegarla definitivamente al desván de las ideas obsoletas? ¿Podemos proscribirla, en nombre de la razón, de la claridad de pensamiento, como proponía Paul Valéry: “Nunca hagáis uso de palabras que no utilizáis para pensar”?
Sin duda, el alma es algo difícil de captar. Es un concepto osado y vagamente monstruoso, pues reúne, como la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, las tres preguntas fundamentales del ser humano: vida, muerte y conciencia.
La muerte (desaparición mágica, inaceptable caída en la nada, “creación al revés”), como el amor, siempre es joven. Su extrañeza se renueva a cada generación humana. ¿Cómo explicar la diferencia, sin embargo, evidente a los ojos de un niño, entre un ser humano y un cadáver, entre un perro muerto y un perro vivo?
En el otro extremo de la existencia, e igualmente extraña, hallamos la vida, que surge del mundo inanimado y se extiende mediante generación, nacimiento y desarrollo de nuevos seres. Extrañeza igualmente inquietante, la de los seres vivos en todas sus formas: extrañeza de la naturaleza. “Nacer” procede de naceré, igual que “naturaleza” que es vida, engendramiento (como en griego, Phycis), tanto potencia de engendramiento como lo que es engendrado. Los animales son los “animados”. Y en el origen de “vegetal” encontramos vegetus que no significa inerte, sino, al contrario, indica fuerza y crecimiento.
Extrañeza, en fin, de la conciencia, “lo que en cada uno de nosotros es uno mismo”, según Platón, pero que, ya lo sabemos, no es completamente ama y señora en su propia casa, pues mantiene relaciones complejas, a veces conflictivas, con un cuerpo que se desarrolla, engendra, envejece, enferma y acaba muriendo sin pedirle permiso, dotado de órganos que parecen contar con una voluntad autónoma.
El alma es la vida
Para Laura Bossi, el alma es la vida, lo que distingue lo vivo, lo “animado”, del mundo “inanimado” (que nunca ha estado vivo) o de los muertos, quienes tras haber vivido, han “rendido su alma”. Pero también es la conciencia, el pensamiento claro, la “mente” de la que cobramos conciencia mediante introspección, a diferencia de la vida oscura de los órganos. En fin, el alma es el ser humano, en lo que tiene de único, de individual, es lo que le aporta un sitio singular en el mundo de la naturaleza, y le hace por lo tanto esperar una vida después de la muerte.
Esto lleva a la autora a proponer una primera hipótesis: el alma es un concepto sorprendente y maravilloso que encarna de alguna manera las cuestiones primeras que cada uno se plantea o puede plantearse. Preguntas infantiles, no por ingenuas sino porque surgen en la infancia: ¿de dónde vengo? ¿por qué he de morir? ¿qué es lo que pasa en mi interior? ¿cuál es mi lugar en este mundo poblado de tantas criaturas incomprensibles?
¿El abandono del alma se debe acaso a un desinterés actual por estas viejas preguntas? Si observamos con un poco de atención, no es para nada el caso.
No está de moda hablar del alma, pero...
Ya no se habla del alma, pero numerosas especialidades médicas nuevas se disputan los “restos dispersos” de esta palabra que no se quiere nombrar. Los biólogos trabajan sobre la vida. Los seguidores de las neurociencias estudian la conciencia y sus relaciones con el cuerpo (el problema mente-cuerpo). Los médicos dedicados a la “reanimación” intentan definir el instante preciso del paso de la vida a la muerte. Los bioéticos se preguntan por el estatuto del embrión. Los científicos se dedican a construir criaturas dotadas de actividades vitales o de inteligencia artificial. Los juristas intentan establecer normas sobre la persona y las espinosas cuestiones suscitadas por la manipulación genética, los trasplantes de órganos, la clonación y las técnicas de fecundación artificial.
En estos científicos encontramos las controversias, vivas y apasionadas, sobre la naturaleza del alma iniciadas por los griegos, entre materialistas y espiritualistas, monistas y dualistas, defensores de un “alma” mortal o inmortal, única o compuesta de diversas facultades, difusa o localizada en un lugar anatómico concreto. A este último aspecto las respuestas suelen coincidir en que el lugar del alma por excelencia sigue siendo, desde hace dos milenios, el cerebro, la ciudadela del pensamiento. Plinio el Viejo ya definía el cerebro como el “pináculo”, la “sede del gobierno del espíritu”, el “regulador del entendimiento”, la “ciudadela de los sentidos”.
¿Acaso –continúa Bossi– los científicos han sustituido a los filósofos y a los teólogos? ¿Acaso los datos científicos se han apoderado de las cuestiones filosóficas, y las “leyes de la naturaleza” han arrebatado su lugar a la potentia Dei ordinata?
Otra hipótesis seductora
En medio del relativismo de creencias propio de las sociedades democráticas y “pluriculturales”, frente a la abdicación de los filósofos y la confusión que viven las iglesias y las religiones, parece que los científicos son los únicos que mantienen esa ambición, que parece pasada de moda, de la búsqueda sin término de la verdad. Verdad siempre provisional (no es casualidad que los científicos contemporáneos ya no se hagan llamar “sabios” sino “investigadores”), pero verdad, al fin y al cabo. Por lo que es normal que el “ciudadano de a pie” se dirija a ellos en busca de opiniones esclarecedoras sobre el alma y las grandes cuestiones.
Sin embargo, hay que reconocer que los científicos, limitados por la visión reduccionista de sus disciplinas, experimentan dificultades para hallar instrumentos conceptuales capaces de “pensar” lo animado y lo inanimado.
Los biólogos (“los que estudian los seres vivos”, desde Lamarck, inventor en 1801 del nombre y de la cosa) intentan comprender la vida sin la vida, a riesgo de perder la especificidad de su saber. La fisiología (en su origen, “estudio de la naturaleza” –physis – y, desde Bichat y Cuvier, estudio de los fenómenos de los seres vivos), marginada desde hace décadas en beneficio de la biología molecular, se limita a menudo a un acercamiento mecanicista.
Neurólogos y psiquiatras escrutan el cerebro (ese “peligroso órgano”) mediante técnicas de visualización cerebral, con la esperanza de captar la imagen del pensamiento, de la memoria, de las emociones e incluso de la experiencia mística. Así como en el pasado se pretendía leer los rasgos del alma en el espejo del rostro, en los relieves del cráneo o en las líneas del encefalograma.
La psicología (en su origen, ciencia de la aparición de espíritus, y después estudio científico de los fenómenos del espíritu y del pensamiento en el ser humano y en ciertos animales) sucumbe a la fascinación de las ciencias cognitivas” y del funcionalismo, teoría que pretende interpretar las propiedades del alma “pensante” mediante la metáfora del ordenador: el cerebro sería un hardware especializado y el alma pensante (mind), un software. Según esta réplica moderna del hombre-máquina de La Mettrie, los fenómenos mentales serían de naturaleza “computacional” y estarían basados en “instrucciones” (instruccionismo). Nos hemos quedado en el clásico debate del siglo XVIII sobre el reloj y el relojero. Aunque ahora es el ser humano quien se cree el Gran Relojero.
Para la doctora Laura Bossi, resultan más interesantes y provocadores los planteamientos del Premio Nobel, Gerald Edelman (ver video), sin duda el más “fáustico” de los constructos modernos de autómatas “animados”. Tras desarrollar una teoría del desarrollo cerebral basada en los principios darwinistas de la evolución y de la selección natural, este científico estadounidense trabaja desde hace algunos años en la puesta a punto de robots capaces de aprender, y sus famosos prototipos han sido bautizados Darwin I, Darwin II, Darwin III, Darwin IV y Darwin V.
Una nueva interpretación del dualismo
Pero sin duda es entre los dualistas y los espiritualistas declarados donde podemos encontrar las teorías más sorprendentes.
Así, el neurofisiólogo John Eccles, también Premio Nobel, ha elaborado una teoría “atomista” que no deja de recordarnos a los átomos del alma de Lucrecio, “en pareja alternancia” a los átomos corporales. En otro tiempo, una teoría así hubiera sido considerada endeble por los filósofos y herética por los teólogos tomistas. Hoy en día, el entonces Cardenal Ratzinger, prefecto entonces de la Congregación de la fe de la Iglesia católica, cita ampliamente estas tesis en su libro La mort et l´au-delà de 1979.
Otros, como Roger Penrose, apelan a una visión bastante personal de la física cuántica para explicar la conciencia. David Chalmers, por su parte, plantea la existencia de propiedades físicas de la materia aún no conocidas.
Todo esto tampoco es nada nuevo, después de todo. Ciencias y pseudociencias siempre han estado mezcladas, y tal vez algún día el funcionalismo considerado como la frenología de nuestros días. Sin embargo, hay que reconocer que, en la práctica, la ausencia de una conceptualización del alma conlleva confusiones peligrosas.
Consecuencias del eclipse del alma
Entre las consecuencias del eclipse del alma –según Bossi – la más sorprendente tal vez sea la incapacidad para “pensar” al animal.
Animal viene de anima, lo que sin embargo no resulta tan evidente. Desde siempre el animal, lo “animado”, plantea problemas: debido a su irreductible alteridad, que nos cuestiona sobre la racionalidad de un mundo poblado de tal variedad y multiplicidad de criaturas extrañas, pero tal vez aún más debido a su innegable y embarazoso parentesco con la humanidad. El largo historial de controversias en torno al alma de los animales lo demuestra: al ser humano le cuesta encontrar una clasificación, definir su lugar con respecto a estos molestos compañeros de ruta, extraños y familiares, que son los animales.
Divinizados en la Antigüedad, demonizados en la Edad Media cristiana, dotados de una alma inmortal según los defensores de la metempsicosis, privados de inmortalidad individual según Santo Tomás, clasificados siguiendo una escala lineal y gradual en la sorprendente concepción de la scala naturae, relegados al rango de autómatas por los cartesianos, estudiados, descritos y clasificados en “especies” por los naturalistas, por fin reconocidos como parientes cercanos nuestros por la teoría darwinista y por la genética moderna, pero al mismo tiempo explotados como “productos de consumo” para la industria alimentaria, en ocasiones “destruidos” o quemados como si fueran “stock” caducados o excedentes de patatas o trigo, los animales han cambiado de estatus continuamente, siendo sucesivamente aceptados en la comunidad de los seres vivos, o al contrario, expulsados más allá de la frontera de lo inanimado.
Pero el antropocentrismo cristiano y el cartesianismo nunca alcanzaron las cotas de incomprensión de lo viviente de la que hace gala la “antropología” contemporánea, que llega a negar la vida más allá de la existencia humana.
Historia Natural del alma
Sin embargo, el “alma” es un concepto que distingue lo vivo (lo animado) de lo inanimado. A lo largo de 8 densos y documentados capítulos, la autora recorre las tradiciones míticas, las tradiciones zoológicas, las implicaciones para el árbol de la evolución, el alma humana, las diferencias con los primates, la esencia de lo que podríamos llamar el “alma” y las reflexiones actuales a partir de la neurología y las teorías de la mente.
La autora, Laura Bossi, termina el capítulo introductorio con estas palabras: “Y tal vez podríamos también esperar de esta reflexión un mejor conocimiento de nuestras contradicciones que nos suscite de nuevo preguntas sobre nuestro lugar entre los demás seres “animados”, sobre las difíciles relaciones tanto en nuestro interior como en las sociedades humanas, entre nuestra “alma vital” y nuestra “alma pensante”, en el zoé y el bios, según la distinción aristotélica, entre nuestra vida desnuda de animal humano y esa vida “buena” y digna del ser consciente y libre que podemos llegar a ser, que tanto moralistas como juristas y teólogos han intentado imaginar y transmitirnos.
En conclusión: para la autora, repensar el “alma” supone, en el fondo radical, la defensa del ser humano.
Leandro Sequeiros es Catedrático de Paleontología y Profesor de Filosofía en la Facultad de Teología de Granada
Una nueva interpretación del dualismo
Pero sin duda es entre los dualistas y los espiritualistas declarados donde podemos encontrar las teorías más sorprendentes.
Así, el neurofisiólogo John Eccles, también Premio Nobel, ha elaborado una teoría “atomista” que no deja de recordarnos a los átomos del alma de Lucrecio, “en pareja alternancia” a los átomos corporales. En otro tiempo, una teoría así hubiera sido considerada endeble por los filósofos y herética por los teólogos tomistas. Hoy en día, el entonces Cardenal Ratzinger, prefecto entonces de la Congregación de la fe de la Iglesia católica, cita ampliamente estas tesis en su libro La mort et l´au-delà de 1979.
Otros, como Roger Penrose, apelan a una visión bastante personal de la física cuántica para explicar la conciencia. David Chalmers, por su parte, plantea la existencia de propiedades físicas de la materia aún no conocidas.
Todo esto tampoco es nada nuevo, después de todo. Ciencias y pseudociencias siempre han estado mezcladas, y tal vez algún día el funcionalismo considerado como la frenología de nuestros días. Sin embargo, hay que reconocer que, en la práctica, la ausencia de una conceptualización del alma conlleva confusiones peligrosas.
Consecuencias del eclipse del alma
Entre las consecuencias del eclipse del alma –según Bossi – la más sorprendente tal vez sea la incapacidad para “pensar” al animal.
Animal viene de anima, lo que sin embargo no resulta tan evidente. Desde siempre el animal, lo “animado”, plantea problemas: debido a su irreductible alteridad, que nos cuestiona sobre la racionalidad de un mundo poblado de tal variedad y multiplicidad de criaturas extrañas, pero tal vez aún más debido a su innegable y embarazoso parentesco con la humanidad. El largo historial de controversias en torno al alma de los animales lo demuestra: al ser humano le cuesta encontrar una clasificación, definir su lugar con respecto a estos molestos compañeros de ruta, extraños y familiares, que son los animales.
Divinizados en la Antigüedad, demonizados en la Edad Media cristiana, dotados de una alma inmortal según los defensores de la metempsicosis, privados de inmortalidad individual según Santo Tomás, clasificados siguiendo una escala lineal y gradual en la sorprendente concepción de la scala naturae, relegados al rango de autómatas por los cartesianos, estudiados, descritos y clasificados en “especies” por los naturalistas, por fin reconocidos como parientes cercanos nuestros por la teoría darwinista y por la genética moderna, pero al mismo tiempo explotados como “productos de consumo” para la industria alimentaria, en ocasiones “destruidos” o quemados como si fueran “stock” caducados o excedentes de patatas o trigo, los animales han cambiado de estatus continuamente, siendo sucesivamente aceptados en la comunidad de los seres vivos, o al contrario, expulsados más allá de la frontera de lo inanimado.
Pero el antropocentrismo cristiano y el cartesianismo nunca alcanzaron las cotas de incomprensión de lo viviente de la que hace gala la “antropología” contemporánea, que llega a negar la vida más allá de la existencia humana.
Historia Natural del alma
Sin embargo, el “alma” es un concepto que distingue lo vivo (lo animado) de lo inanimado. A lo largo de 8 densos y documentados capítulos, la autora recorre las tradiciones míticas, las tradiciones zoológicas, las implicaciones para el árbol de la evolución, el alma humana, las diferencias con los primates, la esencia de lo que podríamos llamar el “alma” y las reflexiones actuales a partir de la neurología y las teorías de la mente.
La autora, Laura Bossi, termina el capítulo introductorio con estas palabras: “Y tal vez podríamos también esperar de esta reflexión un mejor conocimiento de nuestras contradicciones que nos suscite de nuevo preguntas sobre nuestro lugar entre los demás seres “animados”, sobre las difíciles relaciones tanto en nuestro interior como en las sociedades humanas, entre nuestra “alma vital” y nuestra “alma pensante”, en el zoé y el bios, según la distinción aristotélica, entre nuestra vida desnuda de animal humano y esa vida “buena” y digna del ser consciente y libre que podemos llegar a ser, que tanto moralistas como juristas y teólogos han intentado imaginar y transmitirnos.
En conclusión: para la autora, repensar el “alma” supone, en el fondo radical, la defensa del ser humano.
Leandro Sequeiros es Catedrático de Paleontología y Profesor de Filosofía en la Facultad de Teología de Granada