En el mundo moderno, se está produciendo un “eclipse de Dios” que justifica un discurso sobre "Dios como problema".
A ello nos hemos referido en otro artículo publiocado ya en Tendencias21 de las Religiones (El eclipse de la idea de Dios dejó huérfana a la religión). Siempre me impresionó un fragmento de Protágoras: "Acerca de los dioses yo no puedo saber si existen o no, ni tampoco cuál sea su forma; porque hay muchos impedimentos para saberlo con seguridad: lo oscuro del asunto y lo breve de la vida humana" [1].
Lo "oscuro del asunto" se corresponde con lo que he llamado "un curriculum divino precario". Lo "breve de la vida humana" tal vez juegue a favor de Dios, si es permitido hablar así. En efecto: unas búsquedas suceden a otras. Cuando, cansados de preguntar y buscar, nos acoge la muerte, van naciendo otros que inician su aventura religiosa con la misma ingenuidad e ímpetu que, un día lejano, fueron el sello de la nuestra.
De esta forma, Dios nunca se queda sin interlocutores. Entre los que le buscaron a tiempo completo estará, sin duda, Pascal. Uno de sus Pensamientos también viene en ayuda de todo el que experimenta a Dios como problema, como asunto incierto: "Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista" [2]. Y es que, si Dios no existe, quedan muchas cosas por explicar; pero, si existe, se amontonan igualmente los interrogantes.
Dios como problema
Algo tal vez no muy lejano de lo que vengo proponiendo en estas páginas. Hablar de Dios como problema es, en algún sentido, seguir "apegado" a él, no descartar por completo la sorpresa, la enorme sorpresa, de que exista. La teología alemana prefiere hablar de Dios como “pregunta” (Frage) en lugar de cómo “problema” (Problem). En general, las religiones se inclinan por el término “misterio” [3].
En el tema de la recepción habría que distinguir dos ámbitos. Al primero se le suele llamar contexto de descubrimiento. Es el ámbito de la experiencia religiosa directa y originaria, previo a cualquier reflexión filosófica o teológica. Es el auténtico lenguaje primero del creyente. A esta experiencia, mezcla de fascinación y temor, de asombro y anhelo, no se le pueden fijar límites.
Es el "reconocimiento extático del misterio" (M. Eliade), el abandono de todo lo penúltimo y provisional en favor de una realidad totalmente diferente que recibe muchos nombres. Es un ámbito en el que no se puede prescribir nada. No se puede, por ejemplo, obligar a nadie a que experimente a Dios como problema. Es el espacio en el que manda lo que nos "concierne incondicionalmente" (P. Tillich).
Las cosas cambian cuando nos referimos al segundo ámbito, al del contexto de fundamentación. Es el encargado de articular conceptualmente la experiencia religiosa. Es el espacio del lenguaje segundo, la hora de la filosofía y de la teología. Aquí no manda la inmediatez perceptiva, sino un discurrir sosegado, riguroso y coherente. Es el ámbito del pensamiento, del concepto, de la argumentación, de la búsqueda razonada de la verdad.
Es la esfera de los asertos, de las aseveraciones, de los pronunciamientos doctrinales, de las formulaciones. Es el turno del lenguaje, siempre relativo, inadecuado e históricamente condicionado. Un ámbito en el que, a mi entender, es posible hablar de Dios como problema. Para muchos será incluso obligado.
La categoría principal del pensamiento filosófico es la razón. Es ella la que marca etapas y posibilidades de acceso a Dios. La teología, en cambio, concede mayor protagonismo a facultades menos severas: la imaginación, el sentimiento (Schleiermacher), los afectos. Aunque, para ser justos, hay que señalar que las tradiciones occidentales -tanto las filosóficas como las teológicas, tan difíciles de separar- han cultivado ambas vías.
La vía, digamos, más cordial, tiene sus hitos principales en Platón, san Agustín, san Buenaventura, el maestro Eckhart, el Cusano, Pascal, Kierkegaard, Schleiermacher, Unamuno... Ha sido esta una vía de acceso a Dios generosa, amplia, y de grandes horizontes. Dio carta de ciudadanía a la experiencia, al sentimiento, a la mística, a los avatares de la vida.
La vía, más austera y racional, puede remitirse a Aristóteles, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Spinoza, Kant, Hegel, Heidegger... Ha cultivado una fidelidad casi heroica a la razón. Lo suyo ha sido la sobriedad racional. Descuidó, de esta forma, otros caminos a los que hoy somos más sensibles.
El ideal sería, naturalmente, un cruce de tradiciones que Unamuno formuló así: "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento". Se trata de una doble ciudadanía –Atenas y Jerusalén- difícil de obtener. Unamuno se pasó la vida solicitándola, pero nunca la consiguió. Se mantuvo en la “agonía”, en la lucha, hasta su muerte, el 31 de diciembre de l936. Unos años antes, en l924, había escrito: “Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte”. Pero esta última batalla siempre se pierde.
El giro antropológico
Los cambios son siempre lentos y trabajosos. Sus protagonistas no son fáciles de identificar. En nuestro caso, la pérdida de la hegemonía divina no es, como hemos visto, atribuible a un sólo factor ni a una sola persona. Pero lo cierto es que, lentamente, la subjetividad humana se fue convirtiendo en instancia suprema. Agotadas las posibilidades de lo divino, se impuso explorar lo humano. La filosofía de la religión se convirtió en una especia de antropología filosófica fundamental.
El giro antropológico estaba, pues, en marcha. Había sonado la hora de las religiones. Un giro del que ni siquiera la teología cristiana se vio libre. Schleiermacher, el padre de la teología protestante del siglo XIX, apenas encuentra sitio para Dios en sus ya citados Discursos. El "genio religioso de la filosofía trascendental alemana" -así llamó Dilthey a Schleiermacher en la genial biografía que le dedicó- buscó para la religión la misma autonomía que Kant había procurado a la moral. Le quiso adjudicar "una provincia propia en el ánimo", en el sentimiento.
"Lo que yo siento es lo fundamental", concluyó D. F. Strauss al terminar de leer los Discursos. Se trata de un elogio de la subjetividad tan conciso como rotundo. No puede extrañar que Feuerbach tome a Schleiermacher, a quien considera el último teólogo del cristianismo, como decisivo aval de su intento de antropologización de la teología y de la religión en general. Pero el Schleiermacher de los Discursos lo tiene claro: la religión es como un huerto que se cultiva por él mismo, sin pensar en posibles rendimientos.
Es una "provincia propia" que no se confunde con la ética ni con la cultura. Su autonomía es tan nítida que no depende de sus dogmas ni de sus contenidos. Aunque éstos se difuminen, la religión permanece. Es más: frente al viejo aserto "ningún Dios, ninguna religión”, Schleiermacher defiende la posibilidad de una religión sin Dios. Considera que puede ser incluso mejor, más desinteresada, que otra con Dios. Es la "piedad atea" de los románticos, la "mística de la trascendencia vacía" de Baudelaire, la "mística de la nada" de Mallarmé, o el "trascender sin Trascendencia" de Bloch.
Pero, ironías de la historia, a pesar de recibir tanto agasajo romántico, la religión llegó maltrecha y desprestigiada al siglo XX.
A ello nos hemos referido en otro artículo publiocado ya en Tendencias21 de las Religiones (El eclipse de la idea de Dios dejó huérfana a la religión). Siempre me impresionó un fragmento de Protágoras: "Acerca de los dioses yo no puedo saber si existen o no, ni tampoco cuál sea su forma; porque hay muchos impedimentos para saberlo con seguridad: lo oscuro del asunto y lo breve de la vida humana" [1].
Lo "oscuro del asunto" se corresponde con lo que he llamado "un curriculum divino precario". Lo "breve de la vida humana" tal vez juegue a favor de Dios, si es permitido hablar así. En efecto: unas búsquedas suceden a otras. Cuando, cansados de preguntar y buscar, nos acoge la muerte, van naciendo otros que inician su aventura religiosa con la misma ingenuidad e ímpetu que, un día lejano, fueron el sello de la nuestra.
De esta forma, Dios nunca se queda sin interlocutores. Entre los que le buscaron a tiempo completo estará, sin duda, Pascal. Uno de sus Pensamientos también viene en ayuda de todo el que experimenta a Dios como problema, como asunto incierto: "Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista" [2]. Y es que, si Dios no existe, quedan muchas cosas por explicar; pero, si existe, se amontonan igualmente los interrogantes.
Dios como problema
Algo tal vez no muy lejano de lo que vengo proponiendo en estas páginas. Hablar de Dios como problema es, en algún sentido, seguir "apegado" a él, no descartar por completo la sorpresa, la enorme sorpresa, de que exista. La teología alemana prefiere hablar de Dios como “pregunta” (Frage) en lugar de cómo “problema” (Problem). En general, las religiones se inclinan por el término “misterio” [3].
En el tema de la recepción habría que distinguir dos ámbitos. Al primero se le suele llamar contexto de descubrimiento. Es el ámbito de la experiencia religiosa directa y originaria, previo a cualquier reflexión filosófica o teológica. Es el auténtico lenguaje primero del creyente. A esta experiencia, mezcla de fascinación y temor, de asombro y anhelo, no se le pueden fijar límites.
Es el "reconocimiento extático del misterio" (M. Eliade), el abandono de todo lo penúltimo y provisional en favor de una realidad totalmente diferente que recibe muchos nombres. Es un ámbito en el que no se puede prescribir nada. No se puede, por ejemplo, obligar a nadie a que experimente a Dios como problema. Es el espacio en el que manda lo que nos "concierne incondicionalmente" (P. Tillich).
Las cosas cambian cuando nos referimos al segundo ámbito, al del contexto de fundamentación. Es el encargado de articular conceptualmente la experiencia religiosa. Es el espacio del lenguaje segundo, la hora de la filosofía y de la teología. Aquí no manda la inmediatez perceptiva, sino un discurrir sosegado, riguroso y coherente. Es el ámbito del pensamiento, del concepto, de la argumentación, de la búsqueda razonada de la verdad.
Es la esfera de los asertos, de las aseveraciones, de los pronunciamientos doctrinales, de las formulaciones. Es el turno del lenguaje, siempre relativo, inadecuado e históricamente condicionado. Un ámbito en el que, a mi entender, es posible hablar de Dios como problema. Para muchos será incluso obligado.
La categoría principal del pensamiento filosófico es la razón. Es ella la que marca etapas y posibilidades de acceso a Dios. La teología, en cambio, concede mayor protagonismo a facultades menos severas: la imaginación, el sentimiento (Schleiermacher), los afectos. Aunque, para ser justos, hay que señalar que las tradiciones occidentales -tanto las filosóficas como las teológicas, tan difíciles de separar- han cultivado ambas vías.
La vía, digamos, más cordial, tiene sus hitos principales en Platón, san Agustín, san Buenaventura, el maestro Eckhart, el Cusano, Pascal, Kierkegaard, Schleiermacher, Unamuno... Ha sido esta una vía de acceso a Dios generosa, amplia, y de grandes horizontes. Dio carta de ciudadanía a la experiencia, al sentimiento, a la mística, a los avatares de la vida.
La vía, más austera y racional, puede remitirse a Aristóteles, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Spinoza, Kant, Hegel, Heidegger... Ha cultivado una fidelidad casi heroica a la razón. Lo suyo ha sido la sobriedad racional. Descuidó, de esta forma, otros caminos a los que hoy somos más sensibles.
El ideal sería, naturalmente, un cruce de tradiciones que Unamuno formuló así: "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento". Se trata de una doble ciudadanía –Atenas y Jerusalén- difícil de obtener. Unamuno se pasó la vida solicitándola, pero nunca la consiguió. Se mantuvo en la “agonía”, en la lucha, hasta su muerte, el 31 de diciembre de l936. Unos años antes, en l924, había escrito: “Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte”. Pero esta última batalla siempre se pierde.
El giro antropológico
Los cambios son siempre lentos y trabajosos. Sus protagonistas no son fáciles de identificar. En nuestro caso, la pérdida de la hegemonía divina no es, como hemos visto, atribuible a un sólo factor ni a una sola persona. Pero lo cierto es que, lentamente, la subjetividad humana se fue convirtiendo en instancia suprema. Agotadas las posibilidades de lo divino, se impuso explorar lo humano. La filosofía de la religión se convirtió en una especia de antropología filosófica fundamental.
El giro antropológico estaba, pues, en marcha. Había sonado la hora de las religiones. Un giro del que ni siquiera la teología cristiana se vio libre. Schleiermacher, el padre de la teología protestante del siglo XIX, apenas encuentra sitio para Dios en sus ya citados Discursos. El "genio religioso de la filosofía trascendental alemana" -así llamó Dilthey a Schleiermacher en la genial biografía que le dedicó- buscó para la religión la misma autonomía que Kant había procurado a la moral. Le quiso adjudicar "una provincia propia en el ánimo", en el sentimiento.
"Lo que yo siento es lo fundamental", concluyó D. F. Strauss al terminar de leer los Discursos. Se trata de un elogio de la subjetividad tan conciso como rotundo. No puede extrañar que Feuerbach tome a Schleiermacher, a quien considera el último teólogo del cristianismo, como decisivo aval de su intento de antropologización de la teología y de la religión en general. Pero el Schleiermacher de los Discursos lo tiene claro: la religión es como un huerto que se cultiva por él mismo, sin pensar en posibles rendimientos.
Es una "provincia propia" que no se confunde con la ética ni con la cultura. Su autonomía es tan nítida que no depende de sus dogmas ni de sus contenidos. Aunque éstos se difuminen, la religión permanece. Es más: frente al viejo aserto "ningún Dios, ninguna religión”, Schleiermacher defiende la posibilidad de una religión sin Dios. Considera que puede ser incluso mejor, más desinteresada, que otra con Dios. Es la "piedad atea" de los románticos, la "mística de la trascendencia vacía" de Baudelaire, la "mística de la nada" de Mallarmé, o el "trascender sin Trascendencia" de Bloch.
Pero, ironías de la historia, a pesar de recibir tanto agasajo romántico, la religión llegó maltrecha y desprestigiada al siglo XX.
El concepto de "religión en apuros"
A pesar de la "santa revolución" de los románticos (Novalis, Hölderlin, los hermanos Schlegel) en favor de la religión, ésta sufrió un aparatoso derrumbe. Decir "religión” en la Alemania de comienzos del siglo XX era nombrar a un enfermo terminal. Los grandes filósofos del siglo anterior la habían tratado con una severidad quizás nunca antes alcanzada.
Los nombres de Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud son paradigmáticos. Se atrevieron a quebrantar la moderación con la que la Ilustración alemana había agenciado los temas religiosos. Es sabido que, en contraste con el carácter iconoclasta de la Ilustración francesa, los ilustrados alemanes fueron constructivos y respetuosos con la andadura religiosa de Europa.
En lugar de echar a pelear la razón y la fe, dedicaron sus mejores energías a intentar compaginarlas. Hegel había insistido en que pretendía suprimir "la grieta", "el muro divisorio", que se interponía entre la razón y la fe, entre la filosofía y la teología. Y, antes de Hegel, prestaron esos buenos servicios pensadores como Leibniz, Lessing, Herder y, por supuesto, Kant.
Ahora todo era distinto. El ataque más decisivo contra la religión vino precisamente de Feuerbach, inicialmente un entusiasta discípulo de Hegel. Le buscó a la religión un compañero sumamente incómodo: la asoció con el término alemán Bedürfnis (necesidad, indigencia, precariedad, desamparo). La religión, sentenció, es el pararrayos con el que los seres humanos intentan desviar males e infortunios. Es, como diría Marx, opio para el pueblo.
Feuerbach la ve como un calmante de efecto pasajero que, además de no curar, aliena a los humanos. La religión encomienda al cielo, a Dios, lo que sólo la tierra, los hombres, pueden remediar. Feuerbach lo tiene claro: de los que miran hacia arriba, hacia el cielo, de los orantes, hay que hacer trabajadores.
Y ya se sabe: el primer premio en asuntos de desgracia y radical desamparo se lo lleva siempre la muerte. "Si el hombre no tuviera que morir, repetía Feuerbach, no habría religión". Cabría tal vez objetar que también para vivir se requiere religión. No solo la muerte requiere apoyo y consuelo, sino también la vida. El coraje de existir se titula un exitoso libro de P. Tillich.
La religión debe su permanencia en el tiempo no solo a que tenemos que morir, sino a que tenemos que vivir y queremos hacerlo con sentido. Ambos trances, tanto el vivir como el morir, requieren ayuda. Ayuda que, mediante sus símbolos y promesas, ofrecen generosamente las religiones. En realidad, las religiones son instancias de acompañamiento, ofertas de sentido, promesas de días futuros más benévolos y luminosos que los presentes. El cristianismo, por ejemplo, acompaña a sus fieles, a través de los sacramentos, desde la cuna hasta la tumba. Ninguna fecha de dolor queda sin alivio.
Tal vez por eso decía K. Rahner que no había encontrado nada mejor que el cristianismo. Morimos en una radical soledad que quizás solo las religiones quebrantan con anuncios de “otra vida”. Puede que sean ellas la última compañía, nuestro último interlocutor, el postrer consuelo de muchos seres humanos. Ortega y Gasset se quejaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Y H. Jonas escribe: “Desde tiempos inmemoriales los mortales han lamentado su mortalidad, han intentado escapar a ella y se han aferrado a la esperanza en una vida eterna.
Cuando digo los ‘mortales’ me refiero evidentemente a los seres humanos. Entre todas las creaturas solo el ser humano sabe que tiene que morir, solo él llora a sus muertos, los entierra y los recuerda. La mortalidad se ha considerado hasta tal punto como característica de la condición humana, que el atributo ‘mortal’ casi se ha monopolizado para el ser humano” [4].
“Animal guardamuertos” llamó Unamuno al ser humano. Y nunca se aprende a morir, tal vez ni siquiera a “creer en la propia muerte” (Freud). Sin embargo, la muerte es nuestra gran certeza. Heidegger dejó dicho que la muerte no es únicamente el “final” de la vida, sino la su permanente “amenaza”. Con razón escribía P. Laín: “Lo cierto es siempre lo penúltimo, y lo último es siempre incierto”. Y, desde luego, la muerte no suele ser bienvenida.
Es conocido el rechazo frontal que recibió de Unamuno: “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo”. La mayoría de las religiones, entre ellas el cristianismo, han dado su palabra de honor de que existe “otra vida”. De ahí que Nietzsche atribuyese la victoria del cristianismo a "esa deplorable adulación de la vanidad personal" lograda a golpe de promesas de inmortalidad.
Marx consideró que Feuerbach, remitiendo el origen y el perdurar de la religión a los afanes de supervivencia más allá de la muerte, había hecho un buen trabajo. De ahí que escribiera: "Para Alemania, la crítica de la religión está en lo esencial concluida". La religión había sucumbido ante el "baño de fuego" que significa etimológicamente Feuer-bach. En algún sentido, Marx tenía razón.
Después de los grandes críticos del siglo XIX, nada ha vuelto a ser igual. Ni Dios ni la religión se han recuperado por completo. En el interior de la creencia religiosa y de sus contenidos se ha instalado la pertinaz sospecha de la "mera proyección". Según ella, los diferentes entramados religiosos solo son atrevimientos de la fantasía humana, ficciones de sentido, paraísos imaginarios, finales felices para una realidad cruel; en definitiva, fruto de la rebeldía ante la muerte.
La peor parte, como hemos visto, se la ha llevado "Dios". La religión, como veremos a continuación, está conociendo nuevos retornos. Pero la Divinidad, constata K. Jaspers, "permanece oculta". Sin ella, el único "apoyo sólido" que nos queda es el de "tendernos la mano" unos a otros.
No puede extrañar, pues, que, desde los días de la Ilustración, la ética venga ocupando el lugar que antaño nadie disputaba a la religión. “Solo la ética-escribió Feuerbach- es la verdadera religión”. Es ilustrativa la “confesión” de B. Russell: he visitado, informa, muchos países y en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión; pero en ninguno de ellos me permitieron matar, robar, mentir o cometer abusos sexuales. Su conclusión, una conclusión que en el mundo occidental es ya casi un bien común, es que sin religión se puede vivir, pero sin ética no.
Entre paréntesis: las prohibiciones sufridas por B. Russell en sus viajes coinciden con el antiquísimo catálogo de preceptos morales esbozado por los fundadores de las grandes religiones y por las más antiguas filosofías.
El retorno de la religión
Feuerbach sembró una honda inquietud en los estudiosos del hecho religioso. Muchos, sobre todo los fenomenólogos, se aprestaron a buscarle a la religión un compañero más fiable que el que le había asignado Feuerbach.
El grito de guerra fue: la religión no brota sólo de la Bedürfnis (necesidad, precariedad), sino de la Erlebnis (experiencia, vivencia). Se quería poner de manifiesto que la religión no era, como sostenía Feuerbach, una proyección humana carente de contenido, sino un hecho objetivo en el que alguien se encuentra con Alguien o, al menos, con Algo.
El esfuerzo se orientó a mostrar que la experiencia religiosa es algo más que un sofisticado proceso de autoescucha. No todo se reduce a percibir el eco de la propia voz, de los propios deseos de perdurar más allá de la muerte, en un vacío insondable. Se quería encontrar a la religión un firme anclaje en la realidad, una cita con la objetividad más allá de sentimientos y anhelos subjetivos.
Se trata de una reacción comprensible, teniendo en cuenta que los hombres que intentaron revalorizar el concepto de religión en la Alemania de comienzos del siglo XX eran creyentes cristianos. Algunos, como R. Otto, el conocido autor de Lo Santo [5], eran teólogos.
Pero, paradójicamente, de la teología vino esta vez el peligro. La teología protestante se debatía entre dos tiempos sin tiempo propio. Por aquellos días declinaba la teología liberal. Su máximo representante, Adolf von Harnack, había pronunciado, al asumir el rectorado de la universidad de Berlín, un solemne discurso (en 1901), en el que rechazaba radicalmente la posibilidad de que la teología se abriese al estudio académico de las religiones no cristianas. La investigación de la historia de las religiones no debía formar parte del curriculum del estudiante de teología. Desgraciadamente, la voz de Harnack, tan poderosa por aquellos días, fue escuchada.
Alemania tardó mucho en abrirse al estudio científico de las religiones no cristianas. La convicción generalizada de que el cristianismo era la única religión verdadera convertía en superfluo dicho estudio. ¿Para qué estudiar religiones que no son verdaderas si se tiene la suerte de formar parte de la única verdadera?
Y tampoco la teología dialéctica, que tomó el relevo de la teología liberal, mostró mayor sensibilidad en ese campo. El cristiano sólo tiene que saber que Dios ha hablado. Dominus dixit, predicaba Barth. La palabra del Dios cristiano es, según Barth, la Krisis de todas las religiones, es decir, el juicio negativo sobre ellas.
Las religiones sólo son intentos de autojustificación humana. No vale, pues, la pena estudiarlas. Solo un loco (Narr), afirma el padre de la teología dialéctica, puede esperar que el estudio de las religiones no cristianas contribuya a una mejor comprensión de la fe cristiana. Para hacer justicia a Barth, hay que reconocer que en su ancianidad concedía que, junto a “la única luz”, había “otras luces” menores.
La crítica de la teología liberal y de la teología dialéctica supuso un auténtico mazazo para el concepto de religión y para sus estudiosos, sobre todo para los fenomenólogos. También la religión, heredera de la antigua fe en Dios, pasó a conocer días de incierto futuro.
El auge de la religión no fue lineal. También las religiones conocieron días malos y altibajos notables. Pareció que nos quedábamos sin lo uno y sin lo otro, es decir: sin Dios y sin la religión.
El ambiente de las universidades alemanas se tiñó de teología dialéctica. En Marburgo, ciudad en la que enseñaba R. Otto, sus alumnos, en número insignificante, se veían ampliamente superados por el griterío del resto de los estudiantes, que hacían gala de un barthianismo, por lo demás generosamente simplificado. Un barthianismo al que unían su entusiasmo por la teología de Bultmann y por el existencialismo heideggeriano imperante.
Se trataba de los mismos estudiantes que ridiculizaban el pensamiento de Otto y hacían chistes sobre la colección de objetos religiosos que éste había reunido. Eran los objetos que Otto había ido coleccionando en los numerosos viajes que, para conocer religiones no cristianas, realizó.
Fue el primer teólogo europeo viajero. Dotado de gran sensibilidad, el autor de Lo santo no pudo soportar tanta burla y, en 1929, cuando sólo contaba sesenta años, pidió y obtuvo la jubilación. Una decisión en la que también influyó su delicado estado de salud.
Pero el buen trabajo de los fenomenólogos estaba hecho. Pasó la hora de la teología liberal y también de la teología dialéctica. En cambio, las ciencias de la religión (fenomenología, psicología, sociología, historia, filosofía) gozan hoy de envidiable salud. Y las religiones no cristianas, cuya defunción fue repetidamente anunciada por las citadas teologías, vienen hoy a misionar a Europa.
Un teólogo tan perspicaz como W. Pannenberg avisaba, cuando todavía se consideraba al marxismo como el gran contrincante del cristianismo, de que el auténtico adversario de éste serían las restantes religiones. Hay que reconocer que no se equivocó.
Los estudiosos de las religiones contribuyeron, pues, a poner fin al descrédito sufrido por el concepto de religión durante el siglo XIX. Feuerbach sigue sin ser refutado, pero se puso de manifiesto que todo era mucho más complejo de lo que él había imaginado.
Es cierto que Dios no existe por el mero hecho de que el hombre lo desee; pero tampoco sería correcto afirmar: lo deseamos, luego no existe. Intervienen factores plurales que no es éste el momento de mencionar.
La revalorización del concepto de religión fue más fácil en los países sin tradición teológica. Las facultades de teología se resistían a que el estudio de la religión escapara a su jurisdicción.
En los Estados Unidos de América, que carecían de dichas facultades, florecieron los Departments of religion como en ningún otro lugar. Las facultades de teología, en cambio, se lo jugaban todo a una única carta: el carácter absoluto del cristianismo. Y, si el cristianismo posee carácter absoluto, las restantes religiones se quedan sin espacio. Es la lucha entre el elefante y el ratón.
Se observará que el protagonista de los avatares que vengo narrando fue el protestantismo. El catolicismo estuvo bastante al margen de estos aconteceres. Por estas fechas dedicaba sus energías a luchar contra el modernismo. La rigidez de su esquema dogmático y el férreo control de su autoridad magisterial impidieron que en su interior surgieran figuras como Kant o Hegel, grandes maestros en el pensar la religión.
Pero, en realidad, sin Kant ni Hegel, tampoco hay espacio para Schleiermacher, maestro en el sentir la religión. Y una religión ni pensada ni sentida puede dar lugar a una religión impuesta, o a ninguna religión. Desde luego no propicia una religión como "interioridad apasionada", la deseada por Kierkegaard y tantos otros.
Finalmente: ¿A qué clase de religión da lugar el eclipse de Dios? ¿Se puede prescindir, y con qué consecuencias, de la tradición teísta en las áreas geográficas en las que las religiones monoteístas han tenido un fuerte arraigo? Ofrezcamos un breve apunte.
A pesar de la "santa revolución" de los románticos (Novalis, Hölderlin, los hermanos Schlegel) en favor de la religión, ésta sufrió un aparatoso derrumbe. Decir "religión” en la Alemania de comienzos del siglo XX era nombrar a un enfermo terminal. Los grandes filósofos del siglo anterior la habían tratado con una severidad quizás nunca antes alcanzada.
Los nombres de Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud son paradigmáticos. Se atrevieron a quebrantar la moderación con la que la Ilustración alemana había agenciado los temas religiosos. Es sabido que, en contraste con el carácter iconoclasta de la Ilustración francesa, los ilustrados alemanes fueron constructivos y respetuosos con la andadura religiosa de Europa.
En lugar de echar a pelear la razón y la fe, dedicaron sus mejores energías a intentar compaginarlas. Hegel había insistido en que pretendía suprimir "la grieta", "el muro divisorio", que se interponía entre la razón y la fe, entre la filosofía y la teología. Y, antes de Hegel, prestaron esos buenos servicios pensadores como Leibniz, Lessing, Herder y, por supuesto, Kant.
Ahora todo era distinto. El ataque más decisivo contra la religión vino precisamente de Feuerbach, inicialmente un entusiasta discípulo de Hegel. Le buscó a la religión un compañero sumamente incómodo: la asoció con el término alemán Bedürfnis (necesidad, indigencia, precariedad, desamparo). La religión, sentenció, es el pararrayos con el que los seres humanos intentan desviar males e infortunios. Es, como diría Marx, opio para el pueblo.
Feuerbach la ve como un calmante de efecto pasajero que, además de no curar, aliena a los humanos. La religión encomienda al cielo, a Dios, lo que sólo la tierra, los hombres, pueden remediar. Feuerbach lo tiene claro: de los que miran hacia arriba, hacia el cielo, de los orantes, hay que hacer trabajadores.
Y ya se sabe: el primer premio en asuntos de desgracia y radical desamparo se lo lleva siempre la muerte. "Si el hombre no tuviera que morir, repetía Feuerbach, no habría religión". Cabría tal vez objetar que también para vivir se requiere religión. No solo la muerte requiere apoyo y consuelo, sino también la vida. El coraje de existir se titula un exitoso libro de P. Tillich.
La religión debe su permanencia en el tiempo no solo a que tenemos que morir, sino a que tenemos que vivir y queremos hacerlo con sentido. Ambos trances, tanto el vivir como el morir, requieren ayuda. Ayuda que, mediante sus símbolos y promesas, ofrecen generosamente las religiones. En realidad, las religiones son instancias de acompañamiento, ofertas de sentido, promesas de días futuros más benévolos y luminosos que los presentes. El cristianismo, por ejemplo, acompaña a sus fieles, a través de los sacramentos, desde la cuna hasta la tumba. Ninguna fecha de dolor queda sin alivio.
Tal vez por eso decía K. Rahner que no había encontrado nada mejor que el cristianismo. Morimos en una radical soledad que quizás solo las religiones quebrantan con anuncios de “otra vida”. Puede que sean ellas la última compañía, nuestro último interlocutor, el postrer consuelo de muchos seres humanos. Ortega y Gasset se quejaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Y H. Jonas escribe: “Desde tiempos inmemoriales los mortales han lamentado su mortalidad, han intentado escapar a ella y se han aferrado a la esperanza en una vida eterna.
Cuando digo los ‘mortales’ me refiero evidentemente a los seres humanos. Entre todas las creaturas solo el ser humano sabe que tiene que morir, solo él llora a sus muertos, los entierra y los recuerda. La mortalidad se ha considerado hasta tal punto como característica de la condición humana, que el atributo ‘mortal’ casi se ha monopolizado para el ser humano” [4].
“Animal guardamuertos” llamó Unamuno al ser humano. Y nunca se aprende a morir, tal vez ni siquiera a “creer en la propia muerte” (Freud). Sin embargo, la muerte es nuestra gran certeza. Heidegger dejó dicho que la muerte no es únicamente el “final” de la vida, sino la su permanente “amenaza”. Con razón escribía P. Laín: “Lo cierto es siempre lo penúltimo, y lo último es siempre incierto”. Y, desde luego, la muerte no suele ser bienvenida.
Es conocido el rechazo frontal que recibió de Unamuno: “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo”. La mayoría de las religiones, entre ellas el cristianismo, han dado su palabra de honor de que existe “otra vida”. De ahí que Nietzsche atribuyese la victoria del cristianismo a "esa deplorable adulación de la vanidad personal" lograda a golpe de promesas de inmortalidad.
Marx consideró que Feuerbach, remitiendo el origen y el perdurar de la religión a los afanes de supervivencia más allá de la muerte, había hecho un buen trabajo. De ahí que escribiera: "Para Alemania, la crítica de la religión está en lo esencial concluida". La religión había sucumbido ante el "baño de fuego" que significa etimológicamente Feuer-bach. En algún sentido, Marx tenía razón.
Después de los grandes críticos del siglo XIX, nada ha vuelto a ser igual. Ni Dios ni la religión se han recuperado por completo. En el interior de la creencia religiosa y de sus contenidos se ha instalado la pertinaz sospecha de la "mera proyección". Según ella, los diferentes entramados religiosos solo son atrevimientos de la fantasía humana, ficciones de sentido, paraísos imaginarios, finales felices para una realidad cruel; en definitiva, fruto de la rebeldía ante la muerte.
La peor parte, como hemos visto, se la ha llevado "Dios". La religión, como veremos a continuación, está conociendo nuevos retornos. Pero la Divinidad, constata K. Jaspers, "permanece oculta". Sin ella, el único "apoyo sólido" que nos queda es el de "tendernos la mano" unos a otros.
No puede extrañar, pues, que, desde los días de la Ilustración, la ética venga ocupando el lugar que antaño nadie disputaba a la religión. “Solo la ética-escribió Feuerbach- es la verdadera religión”. Es ilustrativa la “confesión” de B. Russell: he visitado, informa, muchos países y en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión; pero en ninguno de ellos me permitieron matar, robar, mentir o cometer abusos sexuales. Su conclusión, una conclusión que en el mundo occidental es ya casi un bien común, es que sin religión se puede vivir, pero sin ética no.
Entre paréntesis: las prohibiciones sufridas por B. Russell en sus viajes coinciden con el antiquísimo catálogo de preceptos morales esbozado por los fundadores de las grandes religiones y por las más antiguas filosofías.
El retorno de la religión
Feuerbach sembró una honda inquietud en los estudiosos del hecho religioso. Muchos, sobre todo los fenomenólogos, se aprestaron a buscarle a la religión un compañero más fiable que el que le había asignado Feuerbach.
El grito de guerra fue: la religión no brota sólo de la Bedürfnis (necesidad, precariedad), sino de la Erlebnis (experiencia, vivencia). Se quería poner de manifiesto que la religión no era, como sostenía Feuerbach, una proyección humana carente de contenido, sino un hecho objetivo en el que alguien se encuentra con Alguien o, al menos, con Algo.
El esfuerzo se orientó a mostrar que la experiencia religiosa es algo más que un sofisticado proceso de autoescucha. No todo se reduce a percibir el eco de la propia voz, de los propios deseos de perdurar más allá de la muerte, en un vacío insondable. Se quería encontrar a la religión un firme anclaje en la realidad, una cita con la objetividad más allá de sentimientos y anhelos subjetivos.
Se trata de una reacción comprensible, teniendo en cuenta que los hombres que intentaron revalorizar el concepto de religión en la Alemania de comienzos del siglo XX eran creyentes cristianos. Algunos, como R. Otto, el conocido autor de Lo Santo [5], eran teólogos.
Pero, paradójicamente, de la teología vino esta vez el peligro. La teología protestante se debatía entre dos tiempos sin tiempo propio. Por aquellos días declinaba la teología liberal. Su máximo representante, Adolf von Harnack, había pronunciado, al asumir el rectorado de la universidad de Berlín, un solemne discurso (en 1901), en el que rechazaba radicalmente la posibilidad de que la teología se abriese al estudio académico de las religiones no cristianas. La investigación de la historia de las religiones no debía formar parte del curriculum del estudiante de teología. Desgraciadamente, la voz de Harnack, tan poderosa por aquellos días, fue escuchada.
Alemania tardó mucho en abrirse al estudio científico de las religiones no cristianas. La convicción generalizada de que el cristianismo era la única religión verdadera convertía en superfluo dicho estudio. ¿Para qué estudiar religiones que no son verdaderas si se tiene la suerte de formar parte de la única verdadera?
Y tampoco la teología dialéctica, que tomó el relevo de la teología liberal, mostró mayor sensibilidad en ese campo. El cristiano sólo tiene que saber que Dios ha hablado. Dominus dixit, predicaba Barth. La palabra del Dios cristiano es, según Barth, la Krisis de todas las religiones, es decir, el juicio negativo sobre ellas.
Las religiones sólo son intentos de autojustificación humana. No vale, pues, la pena estudiarlas. Solo un loco (Narr), afirma el padre de la teología dialéctica, puede esperar que el estudio de las religiones no cristianas contribuya a una mejor comprensión de la fe cristiana. Para hacer justicia a Barth, hay que reconocer que en su ancianidad concedía que, junto a “la única luz”, había “otras luces” menores.
La crítica de la teología liberal y de la teología dialéctica supuso un auténtico mazazo para el concepto de religión y para sus estudiosos, sobre todo para los fenomenólogos. También la religión, heredera de la antigua fe en Dios, pasó a conocer días de incierto futuro.
El auge de la religión no fue lineal. También las religiones conocieron días malos y altibajos notables. Pareció que nos quedábamos sin lo uno y sin lo otro, es decir: sin Dios y sin la religión.
El ambiente de las universidades alemanas se tiñó de teología dialéctica. En Marburgo, ciudad en la que enseñaba R. Otto, sus alumnos, en número insignificante, se veían ampliamente superados por el griterío del resto de los estudiantes, que hacían gala de un barthianismo, por lo demás generosamente simplificado. Un barthianismo al que unían su entusiasmo por la teología de Bultmann y por el existencialismo heideggeriano imperante.
Se trataba de los mismos estudiantes que ridiculizaban el pensamiento de Otto y hacían chistes sobre la colección de objetos religiosos que éste había reunido. Eran los objetos que Otto había ido coleccionando en los numerosos viajes que, para conocer religiones no cristianas, realizó.
Fue el primer teólogo europeo viajero. Dotado de gran sensibilidad, el autor de Lo santo no pudo soportar tanta burla y, en 1929, cuando sólo contaba sesenta años, pidió y obtuvo la jubilación. Una decisión en la que también influyó su delicado estado de salud.
Pero el buen trabajo de los fenomenólogos estaba hecho. Pasó la hora de la teología liberal y también de la teología dialéctica. En cambio, las ciencias de la religión (fenomenología, psicología, sociología, historia, filosofía) gozan hoy de envidiable salud. Y las religiones no cristianas, cuya defunción fue repetidamente anunciada por las citadas teologías, vienen hoy a misionar a Europa.
Un teólogo tan perspicaz como W. Pannenberg avisaba, cuando todavía se consideraba al marxismo como el gran contrincante del cristianismo, de que el auténtico adversario de éste serían las restantes religiones. Hay que reconocer que no se equivocó.
Los estudiosos de las religiones contribuyeron, pues, a poner fin al descrédito sufrido por el concepto de religión durante el siglo XIX. Feuerbach sigue sin ser refutado, pero se puso de manifiesto que todo era mucho más complejo de lo que él había imaginado.
Es cierto que Dios no existe por el mero hecho de que el hombre lo desee; pero tampoco sería correcto afirmar: lo deseamos, luego no existe. Intervienen factores plurales que no es éste el momento de mencionar.
La revalorización del concepto de religión fue más fácil en los países sin tradición teológica. Las facultades de teología se resistían a que el estudio de la religión escapara a su jurisdicción.
En los Estados Unidos de América, que carecían de dichas facultades, florecieron los Departments of religion como en ningún otro lugar. Las facultades de teología, en cambio, se lo jugaban todo a una única carta: el carácter absoluto del cristianismo. Y, si el cristianismo posee carácter absoluto, las restantes religiones se quedan sin espacio. Es la lucha entre el elefante y el ratón.
Se observará que el protagonista de los avatares que vengo narrando fue el protestantismo. El catolicismo estuvo bastante al margen de estos aconteceres. Por estas fechas dedicaba sus energías a luchar contra el modernismo. La rigidez de su esquema dogmático y el férreo control de su autoridad magisterial impidieron que en su interior surgieran figuras como Kant o Hegel, grandes maestros en el pensar la religión.
Pero, en realidad, sin Kant ni Hegel, tampoco hay espacio para Schleiermacher, maestro en el sentir la religión. Y una religión ni pensada ni sentida puede dar lugar a una religión impuesta, o a ninguna religión. Desde luego no propicia una religión como "interioridad apasionada", la deseada por Kierkegaard y tantos otros.
Finalmente: ¿A qué clase de religión da lugar el eclipse de Dios? ¿Se puede prescindir, y con qué consecuencias, de la tradición teísta en las áreas geográficas en las que las religiones monoteístas han tenido un fuerte arraigo? Ofrezcamos un breve apunte.
El filósofo e historiador de origen alemán, Wilhelm Dilthey. Imagen: Wikipedia.
¿Religión sin Dios?
En una religión sin Dios nos encontraríamos, tal vez, ante lo que el fenomenólogo de la religión, G. van der Leeuw ha llamado religión "de la huida". Huida, por supuesto, de Dios y apelación a uno mismo. Estaríamos ante un concepto "débil" de religión en el que se entiende por ésta todo proceso de autoescucha, todo método de relajación para vencer el estrés, toda especia de cura humanística en la que se reponen fuerzas.
La función de tal concepto de religión podría ser asumida por la música, por la poesía, o por cualquier otro mensajero de la belleza y la armonía. En definitiva estaríamos ante un conjunto de estaciones hacia uno mismo, hacia la propia paz y serenidad interior, hacia la propia autorrealización.
Otra forma de entender un concepto de religión que huye de Dios sería la reflejada en la tercera cosmovisión metafísica de Dilthey, que él califica de "idealismo objetivo". Es la religión tal como la vivieron y sintieron Goethe, Hegel, G. Bruno, Spinoza, y algunos pensadores de la India y China. Es decir: la religión comprendida como una actitud contemplativa, expectante, estética y artística ante la vida. El individuo queda envuelto en una especie de simpatía universal. Un monismo reconfortante, consolador, lo invade todo. Se experimenta la riqueza y el valor de la vida.
La persona se siente unida a todos los miembros y elementos de la creación. La solución de todos los problemas se vislumbra en una especie de armonía universal. La palabra mágica, como en Schleiermacher, es "sentimiento". El idealista objetivo es, sobre todo, un esteta. No se siente "creyente", pero sí "religioso". Una religiosidad difusa, casi invisible, generosa, profunda, tolerante, sin dogmas vinculantes.
Una religiosidad que queda perfectamente reflejada en las palabras de Goethe: si buscas el Infinito, corre tras lo finito en todas direcciones. Me pregunto si no será ésta la única religiosidad que admiten muchos de nuestros contemporáneos. ¿No estamos viviendo de nuevo la estetización de la religión que aparece en los Discursos de Schleiermacher?
Cabe preguntar cómo queda la verdad de la religión cuando -siempre en países de tradición monoteísta- se la separa de la fe en Dios y se la convierte en alivio de melancolías e instancia estética. Debemos tener en cuenta que pensar la religión es, ante todo, pensar su verdad. Y no meramente su verdad funcional, es decir, la función -positiva o negativa- que cumple en la vida de sus adeptos.
W. Cantwell Smith, misionero canadiense y gran estudioso de las religiones, insiste en el criterio del autorreconocimiento: los asertos sobre la religión sólo son válidos si son reconocidos por los seguidores de tal religión. Me pregunto si el criterio del autorreconocimiento, en el que también insiste E. Trías [6] y cuya crucial importancia admito, es suficiente.
¿No sería pertinente, siguiendo la estela de bastantes estudiosos del tema, acudir a un doble criterio de verdad: el interno (fidelidad al fundador y a los documentos fundacionales, interpretados críticamente), y el externo (cita ineludible con las exigencias éticas)? Reconozco que la terminología "interno-externo" no es precisamente un prodigio de originalidad, pero la sustancia de lo expresado me parece defendible. Tal vez no sería "igualmente verdadera" una religión que favoreciera y defendiera los derechos humanos, que otra que no lo hiciera.
Ni gozaría de igual grado de verdad una religión que somete su legado originario a los rigores del análisis histórico-crítico, que otra que practique la estrategia de la inmunización apelando a una autoridad divina directa, inaccesible a la pregunta y a la crítica [7]. Sin olvidar, naturalmente, el carácter escurridizo de la verdad, especialmente de la verdad de las religiones. Las religiones no trabajan la evidencia, sino la adhesión. Son comunidades narrativas, pendientes de una verificación escatológica que solo impropiamente puede ser calificada de “verificación”.
La única verificación de la verdad para los humanos es la que anunció nuestro poeta José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Solo la muerte revelará la verdad última de las cosas y de las religiones, aunque acabo de acordarme de su implacable aserto en una película de Bergman: “yo no revelo nada”.
Silenciar a Dios en la religión-sin-Dios
Y algo de crucial importancia: si se silencia a Dios, si se consuma la separación entre religión y Dios ¿qué instancia podría colmar el "deseo radical" de "salvación", tan presente en la historia de las religiones? ¿Encomendaremos a nuestros difuntos a la estética? ¿Los encomendaremos a la religión sin Dios?
La apuesta por la no frustración definitiva de ese deseo radical, por un sentido final de la existencia, constituye también el nervio de muchas filosofías. Son muchas, y muy nobles, las páginas que la filosofía ha consagrado a postular un buen final para la vida de los seres humanos.
Pero, sin Dios, el único final posible son las "paletadas de tierra" que alguien arrojará sobre nuestros despojos y que ensombrecían y enlutaban la esperanza de Bloch. Se nos despedirá con música, pero la música no nos salvará. Dicho de otra forma: la salvación que ella ofrece no es la “salvación radical” invocada por los seres humanos y anunciada por sus religiones. El "trascender sin Trascendencia", de Bloch, tiene fecha de caducidad: la muerte. Los cadáveres no trascienden nada. En su acepción fuerte, en su radicalidad última, la salvación tiene que ver con el destino final del ser humano y, por tanto, con la posibilidad de que su muerte no lo reduzca a la nada.
Hablar de salvación es inscribir a la muerte en un marco de dramaticidad no absoluta. Tarea imposible, creo, si no se apela a la Trascendencia con mayúscula, es decir, a Dios. Unamuno narra su encuentro con un campesino que, con algo de sorna, le asegura que un Dios que no resucite a los muertos no sirve para nada.
La salvación es, pues, una promesa de futuro, de índole escatológica, que no resiste comprobación histórica alguna. No es datable ni verificable. Se comprende la incomodidad de la filosofía ante ella. La gran mayoría de sus diccionarios no incluyen el término.
Es más: en los años setenta, dominados por la fiebre de la secularización, hubo teólogos que reemplazaron "la salvación del hombre" por "el bien del hombre". Consideraban el concepto de salvación lastrado por un tufillo excesivamente sacral. Hoy nos quedan lejos semejantes escrúpulos, y semejante ignorancia. La fenomenología de la religión avala inequívocamente la centralidad del término "salvación" en la historia de las religiones.
Pero, de nuevo: ¿a quién encomendar, o de quién esperar dicha salvación, si se da por muerto a Dios y se acepta su eclipse total? Kant, movido según Adorno "por el ansia de salvar", se atrevió, como hemos visto, a postular la inmortalidad y, como su condición de posibilidad, la existencia de Dios.
Vale la pena ofrecer una cita de Adorno: "Si la razón kantiana se siente impulsada a esperar contra la razón es porque no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos, porque ninguna mejora afectaría a la injusticia de la muerte" [8] . El secreto de la filosofía kantiana, concluye Adorno, "es la imposibilidad de pensar la desesperación" [9] Desesperación que saldría completamente victoriosa si, más allá de la muerte, no existe instancia alguna capaz de "recomponer lo despedazado" (W. Benjamin), de ofrecer “salvación radical”.
Tiene razón F. Savater cuando, desde su ateísmo, al analizar el libro de G. Vattimo, Creer que se cree, echa de menos en él los temas fuertes del cristianismo, como la resurrección de los muertos. Sostiene que "puestos a creer... es eso y no otra cosa más débil lo que merece la pena de creerse" [10]. Desde tiempo inmemorial, muchos seres humanos, nunca sabremos cuántos, parecen haber confiado en que sus deseos más constitutivos y esenciales conozcan mejor destino que su extinción forzosa en la nada. No era solo Unamuno quien se resistía a que la vida se agote en "una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada..." [11].
Hay, sin embargo, otras melodías, otras voces que no conviene silenciar. A. Flew, el ateo recién “convertido” al teísmo después de más de cincuenta años de estricto ateísmo, escribe: “No me veo ‘sobreviviendo’ a la muerte”. Su conversión le ha conducido a aceptar la existencia de Dios, pero no a creer en la “existencia de una vida de ultratumba”.
Con toda la claridad deseable escribe: “Quede constancia, pues, de que deseo silenciar todos esos rumores que me presentan haciendo apuestas pascalianas” [12] .Y ¿cómo olvidar la contundente confesión de Rilke: “Cada cosa en su momento. Justo en su momento y nada más. Y nosotros también en nuestro momento. Y nunca más?” [13].
Las víctimas de la historia y la resurrección
Aranguren, cristiano heterodoxo, creía que las religiones no deberían apostarlo todo a la carta de la resurrección. En este aspecto se reconocía poco unamuniano, no le importaba la perduración de su “yo” tanto como a Unamuno.
Dejaba, como sabemos, la posibilidad de la resurrección en puntos suspensivos…Se trata de una opción altamente respetable y muy acorde con la naturaleza misteriosa, al borde de lo desorbitado, del anuncio cristiano.
Sin embargo, más allá de los siempre respetables anhelos personales, tropezamos con la memoria de las víctimas de la barbarie humana. Si postulamos la resurrección, lo hacemos sobre todo en su honor. A nosotros, nacidos en países y días de bienestar material, puede que nos haya bastado con esta vida; pero las víctimas, las de Auschwitz y las de tantos otros holocaustos, carecieron de todo.
Alguien decidió que eran material eliminable, pura mercancía. F. Savater suele decir que lo importante no es que haya vida después de la muerte, sino que la haya antes. De acuerdo. Pero, cuando esto no ocurre, es legítimo aferrarse al “después”, aunque solo sea como gesticulación impotente, como protesta testimonial. La insistencia en la negatividad también puede tener su origen en el firme convencimiento de que los expedientes de las víctimas de la injusticia no deberían ser archivados sin reparación.
Los orígenes judeocristianos de la fe en la resurrección parecen poner de manifiesto que ésta solo estaba destinada a los mártires. Era su martirio el que no podía quedar injustamente olvidado. Se estaba en deuda con ellos, se les debía otra oportunidad, oportunidad que ofrecía la resurrección. La creencia en la resurrección es, pues, un canto a una justicia final que impida olvidos definitivos. Es el rechazo de la nada como estación final. ¿Cómo no recordar en este contexto los versos de H. Heine?:
"Y seguimos preguntando
una y otra vez,
hasta que un puñado de tierra
nos calle la boca
¿Pero es eso una respuesta?”
Precisamente porque eso no es una respuesta surgió la creencia en Dios y en los dioses, surgieron las religiones con sus libros sagrados, sus “hombres decisivos” (K. Jaspers), sus templos, su culto a los muertos, sus cuidados cementerios, sus filosofías y teologías.
Todo en ellas apunta hacia nuevos amaneceres, hacia vidas nuevas y sanadas, hacia futuros luminosos, hacia una generosa recomposición de lo que fue y dejó de ser, hacia inicios nuevos de vidas truncadas. La historia de la humanidad muestra que no hemos sido proclives a la resignación.
Mircea Eliade se ha fijado en las tradiciones de una tribu arunta, los achilpa. Su dios, Numbakula, convirtió el tronco de un árbol gomífero en un poste sagrado. Lo untó con sangre, trepó por él y ascendió a los cielos. Dicho poste es, para los achilpa, una especie de eje cósmico. Toda la vida gira en torno a él.
Lo llevan con ellos durante sus desplazamientos. Es él quien les permite estar en comunicación con el cielo en el que desapareció Numbakula. El problema surge si se rompe el poste; sobreviene entonces la catástrofe. Según M. Eliade, "se asiste en cierto modo al 'fin del mundo', a la regresión, al caos". El mito cuenta que, "habiéndose roto una vez el poste sagrado, la tribu entera quedó presa de la angustia; sus miembros anduvieron errantes por algún tiempo y finalmente se sentaron en el suelo y se dejaron morir" [14].
Esta historia puede ser un alegato a favor de puntos fijos, de fidelidades, de tradiciones, de valores, de pilares sólidos, de postes orientadores. Durante siglos, esa función corrió a cargo de las religiones. De forma atemática y no consciente es posible que, en parte, siga siendo así. Tal vez una especie de "religión invisible" continúe moviendo secretamente, más de lo que pensamos, los hilos de las conductas.
Pero, si no fuese así, habría que buscar nuevas fuentes de energía espiritual. Sin postes sagrados, sin grandes principios, sin símbolos privilegiados, sin signos portadores de orientaciones vinculantes, no es posible la vida sobre la tierra.
Desde siempre se asignó a la religión la función de señalar límites, de poner coto a la ilimitada capacidad humana de transgredir. Hay temor a una transgresión extendida, egoísta, desconocedora del límite. De nuevo: si la religión careciera ya de autoridad para cumplir esa función reguladora, habría que orientar la búsqueda hacia otros manantiales.
Conclusión: ¿un cristianismo sin escatología?
En este artículo, así como en otro anterior publicado también en Tendencias21 de las Religiones, sólo pretendía romper una lanza a favor de un concepto fuerte de religión, que no huya de la incomodidad filosófica que supone afrontar el problema de Dios y preguntarse por el destino final de los seres humanos tras su muerte.
Occidente está acostumbrado a la desmesura de tales preguntas. Las religiones que le tocaron en suerte, las monoteístas, son un permanente ir y venir de Dios al hombre. De ahí que sea legítimo e incluso obligatorio preguntar, como hemos hecho, a qué clase de religión daría lugar la asunción de la muerte de Dios y la extinción de las grandes preguntas relacionadas con él.
Estaríamos, como hemos puesto de relieve, ante una religión de la huída, más ocupada en engalanar la inmanencia que en preguntar por la Trascendencia. En definitiva, una religión del cuidado de sí mismo, estetizante y bien avenida con casi todo.
En 1931, a su vuelta de una prolongada estancia en los Estados Unidos, D. Bonhoeffer, que sólo contaba entonces 25 años, confesó a un amigo que deseaba visitar la India "por si de allí viene la gran solución". Consideraba que en Europa se había dado ya "la gran muerte del cristianismo" (das grosse Sterben des Christentums) [15].
No parece probable que Europa pueda convertirse, desde el punto de vista religioso, en una especie de sucursal oriental. Pesa mucho la propia historia monoteísta. Ni de la India, ni de ningún otro lugar, puede venir "la gran solución".
En primer lugar, porque la gran solución no existe. De la India, y de otras latitudes, vendrán, han venido ya, impulsos, complementariedad, corrección de unilateralidades. En segundo lugar, porque en Europa la solución tendrá que ser europea. Y, por tanto, al menos culturalmente monoteísta y prevalentemente cristiana.
Algo con lo que parece estar de acuerdo J. Habermas: "El cristianismo representa para la autocomprensión normativa de la modernidad no sólo una forma precursora o un catalizador. El universalismo igualitario, de donde proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria, así como las de forma de vida autónoma y emancipación moral de la conciencia individual, derechos humanos y democracia, es directamente una herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor. Inalterada en su sustancia, esta herencia ha sido asimilada una y otra vez de manera crítica e interpretada de nuevo. Cualquier otra cosa sería palabrería posmoderna" [16].
Y, al recibir el Premio de la Paz, otorgado por la Asociación de Libreros y Editores de Alemania en 2001, en el silencio sobrecogedor de la iglesia de san Pablo, afirmó que "la esperanza perdida de la resurrección se siente a menudo como un gran vacío". Y evocó el intercambio epistolar entre Benjamin y Horkheimer sobre el futuro de las víctimas de la barbarie. Ambos estuvieron de acuerdo en no desechar de antemano la solución teológica, en dejar abierta una puerta por la que pudiese entrar una solución final escatológica, distinta de la de Hitler.
Es, pues, mucho lo que Europa ha heredado del judaísmo y del cristianismo. Pero las herencias nunca obligan a ser aceptadas en su integridad. Habermas renuncia a la herencia escatológica, aquella a la que más atención ha querido prestar mi exposición. Sin ella, creo, el cristianismo sufre una mutilación esencial. Un cristianismo que no sea escatología, dejó dicho K. Barth, dejaría de ser cristianismo.
En una religión sin Dios nos encontraríamos, tal vez, ante lo que el fenomenólogo de la religión, G. van der Leeuw ha llamado religión "de la huida". Huida, por supuesto, de Dios y apelación a uno mismo. Estaríamos ante un concepto "débil" de religión en el que se entiende por ésta todo proceso de autoescucha, todo método de relajación para vencer el estrés, toda especia de cura humanística en la que se reponen fuerzas.
La función de tal concepto de religión podría ser asumida por la música, por la poesía, o por cualquier otro mensajero de la belleza y la armonía. En definitiva estaríamos ante un conjunto de estaciones hacia uno mismo, hacia la propia paz y serenidad interior, hacia la propia autorrealización.
Otra forma de entender un concepto de religión que huye de Dios sería la reflejada en la tercera cosmovisión metafísica de Dilthey, que él califica de "idealismo objetivo". Es la religión tal como la vivieron y sintieron Goethe, Hegel, G. Bruno, Spinoza, y algunos pensadores de la India y China. Es decir: la religión comprendida como una actitud contemplativa, expectante, estética y artística ante la vida. El individuo queda envuelto en una especie de simpatía universal. Un monismo reconfortante, consolador, lo invade todo. Se experimenta la riqueza y el valor de la vida.
La persona se siente unida a todos los miembros y elementos de la creación. La solución de todos los problemas se vislumbra en una especie de armonía universal. La palabra mágica, como en Schleiermacher, es "sentimiento". El idealista objetivo es, sobre todo, un esteta. No se siente "creyente", pero sí "religioso". Una religiosidad difusa, casi invisible, generosa, profunda, tolerante, sin dogmas vinculantes.
Una religiosidad que queda perfectamente reflejada en las palabras de Goethe: si buscas el Infinito, corre tras lo finito en todas direcciones. Me pregunto si no será ésta la única religiosidad que admiten muchos de nuestros contemporáneos. ¿No estamos viviendo de nuevo la estetización de la religión que aparece en los Discursos de Schleiermacher?
Cabe preguntar cómo queda la verdad de la religión cuando -siempre en países de tradición monoteísta- se la separa de la fe en Dios y se la convierte en alivio de melancolías e instancia estética. Debemos tener en cuenta que pensar la religión es, ante todo, pensar su verdad. Y no meramente su verdad funcional, es decir, la función -positiva o negativa- que cumple en la vida de sus adeptos.
W. Cantwell Smith, misionero canadiense y gran estudioso de las religiones, insiste en el criterio del autorreconocimiento: los asertos sobre la religión sólo son válidos si son reconocidos por los seguidores de tal religión. Me pregunto si el criterio del autorreconocimiento, en el que también insiste E. Trías [6] y cuya crucial importancia admito, es suficiente.
¿No sería pertinente, siguiendo la estela de bastantes estudiosos del tema, acudir a un doble criterio de verdad: el interno (fidelidad al fundador y a los documentos fundacionales, interpretados críticamente), y el externo (cita ineludible con las exigencias éticas)? Reconozco que la terminología "interno-externo" no es precisamente un prodigio de originalidad, pero la sustancia de lo expresado me parece defendible. Tal vez no sería "igualmente verdadera" una religión que favoreciera y defendiera los derechos humanos, que otra que no lo hiciera.
Ni gozaría de igual grado de verdad una religión que somete su legado originario a los rigores del análisis histórico-crítico, que otra que practique la estrategia de la inmunización apelando a una autoridad divina directa, inaccesible a la pregunta y a la crítica [7]. Sin olvidar, naturalmente, el carácter escurridizo de la verdad, especialmente de la verdad de las religiones. Las religiones no trabajan la evidencia, sino la adhesión. Son comunidades narrativas, pendientes de una verificación escatológica que solo impropiamente puede ser calificada de “verificación”.
La única verificación de la verdad para los humanos es la que anunció nuestro poeta José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Solo la muerte revelará la verdad última de las cosas y de las religiones, aunque acabo de acordarme de su implacable aserto en una película de Bergman: “yo no revelo nada”.
Silenciar a Dios en la religión-sin-Dios
Y algo de crucial importancia: si se silencia a Dios, si se consuma la separación entre religión y Dios ¿qué instancia podría colmar el "deseo radical" de "salvación", tan presente en la historia de las religiones? ¿Encomendaremos a nuestros difuntos a la estética? ¿Los encomendaremos a la religión sin Dios?
La apuesta por la no frustración definitiva de ese deseo radical, por un sentido final de la existencia, constituye también el nervio de muchas filosofías. Son muchas, y muy nobles, las páginas que la filosofía ha consagrado a postular un buen final para la vida de los seres humanos.
Pero, sin Dios, el único final posible son las "paletadas de tierra" que alguien arrojará sobre nuestros despojos y que ensombrecían y enlutaban la esperanza de Bloch. Se nos despedirá con música, pero la música no nos salvará. Dicho de otra forma: la salvación que ella ofrece no es la “salvación radical” invocada por los seres humanos y anunciada por sus religiones. El "trascender sin Trascendencia", de Bloch, tiene fecha de caducidad: la muerte. Los cadáveres no trascienden nada. En su acepción fuerte, en su radicalidad última, la salvación tiene que ver con el destino final del ser humano y, por tanto, con la posibilidad de que su muerte no lo reduzca a la nada.
Hablar de salvación es inscribir a la muerte en un marco de dramaticidad no absoluta. Tarea imposible, creo, si no se apela a la Trascendencia con mayúscula, es decir, a Dios. Unamuno narra su encuentro con un campesino que, con algo de sorna, le asegura que un Dios que no resucite a los muertos no sirve para nada.
La salvación es, pues, una promesa de futuro, de índole escatológica, que no resiste comprobación histórica alguna. No es datable ni verificable. Se comprende la incomodidad de la filosofía ante ella. La gran mayoría de sus diccionarios no incluyen el término.
Es más: en los años setenta, dominados por la fiebre de la secularización, hubo teólogos que reemplazaron "la salvación del hombre" por "el bien del hombre". Consideraban el concepto de salvación lastrado por un tufillo excesivamente sacral. Hoy nos quedan lejos semejantes escrúpulos, y semejante ignorancia. La fenomenología de la religión avala inequívocamente la centralidad del término "salvación" en la historia de las religiones.
Pero, de nuevo: ¿a quién encomendar, o de quién esperar dicha salvación, si se da por muerto a Dios y se acepta su eclipse total? Kant, movido según Adorno "por el ansia de salvar", se atrevió, como hemos visto, a postular la inmortalidad y, como su condición de posibilidad, la existencia de Dios.
Vale la pena ofrecer una cita de Adorno: "Si la razón kantiana se siente impulsada a esperar contra la razón es porque no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos, porque ninguna mejora afectaría a la injusticia de la muerte" [8] . El secreto de la filosofía kantiana, concluye Adorno, "es la imposibilidad de pensar la desesperación" [9] Desesperación que saldría completamente victoriosa si, más allá de la muerte, no existe instancia alguna capaz de "recomponer lo despedazado" (W. Benjamin), de ofrecer “salvación radical”.
Tiene razón F. Savater cuando, desde su ateísmo, al analizar el libro de G. Vattimo, Creer que se cree, echa de menos en él los temas fuertes del cristianismo, como la resurrección de los muertos. Sostiene que "puestos a creer... es eso y no otra cosa más débil lo que merece la pena de creerse" [10]. Desde tiempo inmemorial, muchos seres humanos, nunca sabremos cuántos, parecen haber confiado en que sus deseos más constitutivos y esenciales conozcan mejor destino que su extinción forzosa en la nada. No era solo Unamuno quien se resistía a que la vida se agote en "una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada..." [11].
Hay, sin embargo, otras melodías, otras voces que no conviene silenciar. A. Flew, el ateo recién “convertido” al teísmo después de más de cincuenta años de estricto ateísmo, escribe: “No me veo ‘sobreviviendo’ a la muerte”. Su conversión le ha conducido a aceptar la existencia de Dios, pero no a creer en la “existencia de una vida de ultratumba”.
Con toda la claridad deseable escribe: “Quede constancia, pues, de que deseo silenciar todos esos rumores que me presentan haciendo apuestas pascalianas” [12] .Y ¿cómo olvidar la contundente confesión de Rilke: “Cada cosa en su momento. Justo en su momento y nada más. Y nosotros también en nuestro momento. Y nunca más?” [13].
Las víctimas de la historia y la resurrección
Aranguren, cristiano heterodoxo, creía que las religiones no deberían apostarlo todo a la carta de la resurrección. En este aspecto se reconocía poco unamuniano, no le importaba la perduración de su “yo” tanto como a Unamuno.
Dejaba, como sabemos, la posibilidad de la resurrección en puntos suspensivos…Se trata de una opción altamente respetable y muy acorde con la naturaleza misteriosa, al borde de lo desorbitado, del anuncio cristiano.
Sin embargo, más allá de los siempre respetables anhelos personales, tropezamos con la memoria de las víctimas de la barbarie humana. Si postulamos la resurrección, lo hacemos sobre todo en su honor. A nosotros, nacidos en países y días de bienestar material, puede que nos haya bastado con esta vida; pero las víctimas, las de Auschwitz y las de tantos otros holocaustos, carecieron de todo.
Alguien decidió que eran material eliminable, pura mercancía. F. Savater suele decir que lo importante no es que haya vida después de la muerte, sino que la haya antes. De acuerdo. Pero, cuando esto no ocurre, es legítimo aferrarse al “después”, aunque solo sea como gesticulación impotente, como protesta testimonial. La insistencia en la negatividad también puede tener su origen en el firme convencimiento de que los expedientes de las víctimas de la injusticia no deberían ser archivados sin reparación.
Los orígenes judeocristianos de la fe en la resurrección parecen poner de manifiesto que ésta solo estaba destinada a los mártires. Era su martirio el que no podía quedar injustamente olvidado. Se estaba en deuda con ellos, se les debía otra oportunidad, oportunidad que ofrecía la resurrección. La creencia en la resurrección es, pues, un canto a una justicia final que impida olvidos definitivos. Es el rechazo de la nada como estación final. ¿Cómo no recordar en este contexto los versos de H. Heine?:
"Y seguimos preguntando
una y otra vez,
hasta que un puñado de tierra
nos calle la boca
¿Pero es eso una respuesta?”
Precisamente porque eso no es una respuesta surgió la creencia en Dios y en los dioses, surgieron las religiones con sus libros sagrados, sus “hombres decisivos” (K. Jaspers), sus templos, su culto a los muertos, sus cuidados cementerios, sus filosofías y teologías.
Todo en ellas apunta hacia nuevos amaneceres, hacia vidas nuevas y sanadas, hacia futuros luminosos, hacia una generosa recomposición de lo que fue y dejó de ser, hacia inicios nuevos de vidas truncadas. La historia de la humanidad muestra que no hemos sido proclives a la resignación.
Mircea Eliade se ha fijado en las tradiciones de una tribu arunta, los achilpa. Su dios, Numbakula, convirtió el tronco de un árbol gomífero en un poste sagrado. Lo untó con sangre, trepó por él y ascendió a los cielos. Dicho poste es, para los achilpa, una especie de eje cósmico. Toda la vida gira en torno a él.
Lo llevan con ellos durante sus desplazamientos. Es él quien les permite estar en comunicación con el cielo en el que desapareció Numbakula. El problema surge si se rompe el poste; sobreviene entonces la catástrofe. Según M. Eliade, "se asiste en cierto modo al 'fin del mundo', a la regresión, al caos". El mito cuenta que, "habiéndose roto una vez el poste sagrado, la tribu entera quedó presa de la angustia; sus miembros anduvieron errantes por algún tiempo y finalmente se sentaron en el suelo y se dejaron morir" [14].
Esta historia puede ser un alegato a favor de puntos fijos, de fidelidades, de tradiciones, de valores, de pilares sólidos, de postes orientadores. Durante siglos, esa función corrió a cargo de las religiones. De forma atemática y no consciente es posible que, en parte, siga siendo así. Tal vez una especie de "religión invisible" continúe moviendo secretamente, más de lo que pensamos, los hilos de las conductas.
Pero, si no fuese así, habría que buscar nuevas fuentes de energía espiritual. Sin postes sagrados, sin grandes principios, sin símbolos privilegiados, sin signos portadores de orientaciones vinculantes, no es posible la vida sobre la tierra.
Desde siempre se asignó a la religión la función de señalar límites, de poner coto a la ilimitada capacidad humana de transgredir. Hay temor a una transgresión extendida, egoísta, desconocedora del límite. De nuevo: si la religión careciera ya de autoridad para cumplir esa función reguladora, habría que orientar la búsqueda hacia otros manantiales.
Conclusión: ¿un cristianismo sin escatología?
En este artículo, así como en otro anterior publicado también en Tendencias21 de las Religiones, sólo pretendía romper una lanza a favor de un concepto fuerte de religión, que no huya de la incomodidad filosófica que supone afrontar el problema de Dios y preguntarse por el destino final de los seres humanos tras su muerte.
Occidente está acostumbrado a la desmesura de tales preguntas. Las religiones que le tocaron en suerte, las monoteístas, son un permanente ir y venir de Dios al hombre. De ahí que sea legítimo e incluso obligatorio preguntar, como hemos hecho, a qué clase de religión daría lugar la asunción de la muerte de Dios y la extinción de las grandes preguntas relacionadas con él.
Estaríamos, como hemos puesto de relieve, ante una religión de la huída, más ocupada en engalanar la inmanencia que en preguntar por la Trascendencia. En definitiva, una religión del cuidado de sí mismo, estetizante y bien avenida con casi todo.
En 1931, a su vuelta de una prolongada estancia en los Estados Unidos, D. Bonhoeffer, que sólo contaba entonces 25 años, confesó a un amigo que deseaba visitar la India "por si de allí viene la gran solución". Consideraba que en Europa se había dado ya "la gran muerte del cristianismo" (das grosse Sterben des Christentums) [15].
No parece probable que Europa pueda convertirse, desde el punto de vista religioso, en una especie de sucursal oriental. Pesa mucho la propia historia monoteísta. Ni de la India, ni de ningún otro lugar, puede venir "la gran solución".
En primer lugar, porque la gran solución no existe. De la India, y de otras latitudes, vendrán, han venido ya, impulsos, complementariedad, corrección de unilateralidades. En segundo lugar, porque en Europa la solución tendrá que ser europea. Y, por tanto, al menos culturalmente monoteísta y prevalentemente cristiana.
Algo con lo que parece estar de acuerdo J. Habermas: "El cristianismo representa para la autocomprensión normativa de la modernidad no sólo una forma precursora o un catalizador. El universalismo igualitario, de donde proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria, así como las de forma de vida autónoma y emancipación moral de la conciencia individual, derechos humanos y democracia, es directamente una herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor. Inalterada en su sustancia, esta herencia ha sido asimilada una y otra vez de manera crítica e interpretada de nuevo. Cualquier otra cosa sería palabrería posmoderna" [16].
Y, al recibir el Premio de la Paz, otorgado por la Asociación de Libreros y Editores de Alemania en 2001, en el silencio sobrecogedor de la iglesia de san Pablo, afirmó que "la esperanza perdida de la resurrección se siente a menudo como un gran vacío". Y evocó el intercambio epistolar entre Benjamin y Horkheimer sobre el futuro de las víctimas de la barbarie. Ambos estuvieron de acuerdo en no desechar de antemano la solución teológica, en dejar abierta una puerta por la que pudiese entrar una solución final escatológica, distinta de la de Hitler.
Es, pues, mucho lo que Europa ha heredado del judaísmo y del cristianismo. Pero las herencias nunca obligan a ser aceptadas en su integridad. Habermas renuncia a la herencia escatológica, aquella a la que más atención ha querido prestar mi exposición. Sin ella, creo, el cristianismo sufre una mutilación esencial. Un cristianismo que no sea escatología, dejó dicho K. Barth, dejaría de ser cristianismo.
Notas:
[1] Véase F. Copleston, Historia de la filosofía I, Ariel, Barcelona, 1984, p. 103.
[2] B. Pascal, Pensamientos, Colección Austral (ed. Brunschvicg), Madrid, 1967, fragmento 130.
[3] He tratado esta problemática en mi libro, Dios, el mal y otros ensayos, Trotta, 2006, pp. 181-207. Véase, sobre todo, la obra de José Gómez Caffarena, El enigma y el misterio. Una filosofía de la religión, Trotta, 2007. Este libro contiene la sabiduría y madurez de toda una vida dedicada a la reflexión filosófica. Cf. también sus Diez lecciones sobre Kant, Trotta/Universidad Pontificia Comillas, 2010.
[4] H. Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, l998, p. 89.
[5] R. Otto, Lo santo, Círculo de Lectores, Madrid, 2000. Estudio introductorio de M. Fraijó.
[6] E. Trías, Por qué necesitamos la religión, Plaza & Janés, Barcelona, 2000. Véase también el ya citado Pensar la religión, Destino, Barcelona, l997.
[7] Véase H. Küng, Proyecto de una ética mundial, Trotta l990. Cf. además, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, 1997. Véase también Karl-Josef-Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán, Evd.Estella, 1996.
[8] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, l989, p. 384.
[9] Ibíd., p. 385.
[10] F. Savater, El País (Babelia), 27 de julio de l996, p. 11.
[11] M de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, l967, p. 39.
[12] A. Flew, Dios existe, Trotta, 2012, p. 36.
[13] Tomo la cita de D. S. Toolan, Reencarnación y gnosis moderna, Concilium 249, 1993, p. 821.
[14] M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, 1983, p. 35.
[15] Véase H. Zahrnt, Gott kann nicht sterben, Deustscher Bücherbund, Stuttgart, 1970, p. 113.
[1] Véase F. Copleston, Historia de la filosofía I, Ariel, Barcelona, 1984, p. 103.
[2] B. Pascal, Pensamientos, Colección Austral (ed. Brunschvicg), Madrid, 1967, fragmento 130.
[3] He tratado esta problemática en mi libro, Dios, el mal y otros ensayos, Trotta, 2006, pp. 181-207. Véase, sobre todo, la obra de José Gómez Caffarena, El enigma y el misterio. Una filosofía de la religión, Trotta, 2007. Este libro contiene la sabiduría y madurez de toda una vida dedicada a la reflexión filosófica. Cf. también sus Diez lecciones sobre Kant, Trotta/Universidad Pontificia Comillas, 2010.
[4] H. Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, l998, p. 89.
[5] R. Otto, Lo santo, Círculo de Lectores, Madrid, 2000. Estudio introductorio de M. Fraijó.
[6] E. Trías, Por qué necesitamos la religión, Plaza & Janés, Barcelona, 2000. Véase también el ya citado Pensar la religión, Destino, Barcelona, l997.
[7] Véase H. Küng, Proyecto de una ética mundial, Trotta l990. Cf. además, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, 1997. Véase también Karl-Josef-Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán, Evd.Estella, 1996.
[8] Th. W. Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, l989, p. 384.
[9] Ibíd., p. 385.
[10] F. Savater, El País (Babelia), 27 de julio de l996, p. 11.
[11] M de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, l967, p. 39.
[12] A. Flew, Dios existe, Trotta, 2012, p. 36.
[13] Tomo la cita de D. S. Toolan, Reencarnación y gnosis moderna, Concilium 249, 1993, p. 821.
[14] M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, 1983, p. 35.
[15] Véase H. Zahrnt, Gott kann nicht sterben, Deustscher Bücherbund, Stuttgart, 1970, p. 113.
Artículo elaborado por Manuel Fraijó, Catedrático de Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid.