Marta Agudo, sin duda, no se prodiga en verso. Parece saber que el mismo efecto frustrante de la brevedad de una obra única en el actual panorama español invita a la lectura demorada, insistente, refractaria al consumo rápido y superficial.
También refractaria a la totalización. Su primer título convierte uno de los estandartes del romanticismo, heredados por la modernidad, el fragmento, en título (Celya, 2004). Así podríamos decir que la bibliografía de Marta Agudo se compone de un poemario y un fragmento y aún así se resiste a la convención. Además, sin aspavientos.
Antes o después reconocemos en 28010 (Calambur, 2011) un código postal. ¿Es rebelde, rompedor o vanguardista poner un número como título? Quizás, pasada la vanguardia, estos son conceptos críticos peligrosos, resbalosos.
Ciertamente rompe con la lógica sintáctica del poemario lírico al uso entre los libros de poesía que se publican actualmente pero no hace alarde. No se manifiesta en contra de usos más banales.
Simplemente extrema la coherencia del libro con su título. En ese sentido es antipoético, en la tradición que significa la ruptura de Nicanor Parra con los códigos poéticos, y al mismo tiempo sólo parece comparable en originalidad y riqueza semántica con el híbrido título y autor ZURITA .
Recupera la función esencial que tiene un título, como diría Genette, al ser “umbral” del texto y, al mismo tiempo, organizar toda la lectura del mismo. Puede parecer que esta lectura se detiene en el título. De alguna manera es así, los asedios comienzan por el exterior, el interior de la poesía pertenece a otro nivel de lectura, que elude la “reseña”, el despiece o la reducción.
28010 es una cifra que denota un área territorial no definida por costumbre (el barrio y sus límites difusos y emocionales) ni por legislación (el distrito y sus límites fijos y funcionales). Por la cifra 28 reconocemos la ciudad en España: Madrid, pero no sabemos dónde comienza o acaba el 28010.
No sabemos a qué barrio corresponde o distrito corresponde. Es un código abstracto. Sólo conocido por quienes lo usan, por quienes lo tienen adherido a su domicilio, su dirección, su identidad. Cuando se envía una carta la firma no está completa con el nombre, la identificación se refiere a un lugar concreto, con un código determinado aunque abstracto. Un “código desconocido” por recordar el título de la película de Michael Haneke que representa el desencuentro de una serie de personajes situados en París, más o menos francófonos, más o menos migrantes, todos desarraigados, que se cruzan por calles tópicas del cine francés que no llegamos a identificar y donde los personajes no se pueden comunicar. No hay diálogo, no tienen un código común.
Algo similar pero no en coro sino desde una voz fragmentaria aparece en los poemas de 28010. El primer poema del libro comienza “Me llamo Marta. Me llaman Marta.” Donde la afirmación del yo de la primera frase queda desestabilizada inmediatamente por la segunda.
La instalación autoral/autoritaria de posicionamiento sobre el eje del yo queda abatida por la segunda frase que desmonta todas las seguridades de la enunciación. En adelante el leit motiv de “Me llamo Marta” ritmará la prosodia mientras los fragmentos se articulan en cuatro grupos de poemas: fonética, sintaxis, geografía y secuencia.
Así, llegar a decir el nombre nos lleva al lenguaje y al lugar de la enunciación pero también al cuerpo que enuncia y a la ficción que todo esto representa. Ficción que a veces se cuela a través de lo más cotidiano, como cuando en el epígrafe inicial un texto que menciona los títulos de las dos primeras secciones se interrumpe casi cinematográficamente con “Suena un timbre.”
También refractaria a la totalización. Su primer título convierte uno de los estandartes del romanticismo, heredados por la modernidad, el fragmento, en título (Celya, 2004). Así podríamos decir que la bibliografía de Marta Agudo se compone de un poemario y un fragmento y aún así se resiste a la convención. Además, sin aspavientos.
Antes o después reconocemos en 28010 (Calambur, 2011) un código postal. ¿Es rebelde, rompedor o vanguardista poner un número como título? Quizás, pasada la vanguardia, estos son conceptos críticos peligrosos, resbalosos.
Ciertamente rompe con la lógica sintáctica del poemario lírico al uso entre los libros de poesía que se publican actualmente pero no hace alarde. No se manifiesta en contra de usos más banales.
Simplemente extrema la coherencia del libro con su título. En ese sentido es antipoético, en la tradición que significa la ruptura de Nicanor Parra con los códigos poéticos, y al mismo tiempo sólo parece comparable en originalidad y riqueza semántica con el híbrido título y autor ZURITA .
Recupera la función esencial que tiene un título, como diría Genette, al ser “umbral” del texto y, al mismo tiempo, organizar toda la lectura del mismo. Puede parecer que esta lectura se detiene en el título. De alguna manera es así, los asedios comienzan por el exterior, el interior de la poesía pertenece a otro nivel de lectura, que elude la “reseña”, el despiece o la reducción.
28010 es una cifra que denota un área territorial no definida por costumbre (el barrio y sus límites difusos y emocionales) ni por legislación (el distrito y sus límites fijos y funcionales). Por la cifra 28 reconocemos la ciudad en España: Madrid, pero no sabemos dónde comienza o acaba el 28010.
No sabemos a qué barrio corresponde o distrito corresponde. Es un código abstracto. Sólo conocido por quienes lo usan, por quienes lo tienen adherido a su domicilio, su dirección, su identidad. Cuando se envía una carta la firma no está completa con el nombre, la identificación se refiere a un lugar concreto, con un código determinado aunque abstracto. Un “código desconocido” por recordar el título de la película de Michael Haneke que representa el desencuentro de una serie de personajes situados en París, más o menos francófonos, más o menos migrantes, todos desarraigados, que se cruzan por calles tópicas del cine francés que no llegamos a identificar y donde los personajes no se pueden comunicar. No hay diálogo, no tienen un código común.
Algo similar pero no en coro sino desde una voz fragmentaria aparece en los poemas de 28010. El primer poema del libro comienza “Me llamo Marta. Me llaman Marta.” Donde la afirmación del yo de la primera frase queda desestabilizada inmediatamente por la segunda.
La instalación autoral/autoritaria de posicionamiento sobre el eje del yo queda abatida por la segunda frase que desmonta todas las seguridades de la enunciación. En adelante el leit motiv de “Me llamo Marta” ritmará la prosodia mientras los fragmentos se articulan en cuatro grupos de poemas: fonética, sintaxis, geografía y secuencia.
Así, llegar a decir el nombre nos lleva al lenguaje y al lugar de la enunciación pero también al cuerpo que enuncia y a la ficción que todo esto representa. Ficción que a veces se cuela a través de lo más cotidiano, como cuando en el epígrafe inicial un texto que menciona los títulos de las dos primeras secciones se interrumpe casi cinematográficamente con “Suena un timbre.”
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Este juego de contraste nos ayuda a no acomodarnos en el registro lírico, la realidad del domicilio se cuela en él. Al mismo tiempo, lo desmonta y lo hace legible otra vez, le quita el polvo de la retórica de “lo lírico”. En fonétic no parece que la voz aprende a hablar sino que recupera el habla, que vuelve a decir cada vocal, la mastica, la hace suya: “Deletreo a fin de recomenzarme: eme, a, erre, te, a; y todo sigue igual: obediente, naufragando…”.
Vuelve a reconocer el lenguaje y lo cotidiano se vuelve extraordinario, el trabajo del cartero, el nombre en el buzón. El código se ha perdido pero no se trata de recuperarlo como antes: “Cogí la «o» y desollé su sentido. Dadme mis letras para recomenzar.”
Si fonética recuerda a la célebre cita de Mallarmé de “dar un sentido nuevo a las palabras de la tribu”, el cuestionamiento que Agudo plantea de la sintaxis, en la sección homónima, nos recuerda que la burguesía lo tolera todo menos que le alteren la sintaxis, como decía Barthes.
Después de desollar las palabras letra a letra para volverlas a decir ahora toca “coordinar y unir las palabras para formar oraciones y expresar conceptos.” según el DRAE. Dejar de balbucir:
“No condenaré, pero tendré que hablar, y tras la voz y mis gestos el juicio ajeno. […] Te aíslas o cedes, te retraes y letras que te defienden. No hay tensión más continua que los otros.” La sintaxis empuja hacia el otro, las palabras se pueden decir en el vacío, las vocales desnudar de sentido, desollar; en cambio la “sintaxis de los prodigios” provoca el enfrentamiento con lo real, el esfuerzo, incluso doloroso, incluso alterado, de intentar establecer un código común: “Milagro o astucia, ignoro las reglas y voy dando tumbos hasta casa.” Es en el código donde yace el espejo de la identidad, recordamos, “Me llaman Marta”.
Las reglas, la gramática, el código establecido, al mismo tiempo desequilibrado pero necesario para tener un sentido de comunidad y la casa como lugar y referente: “Por el listín telefónico. Nombre, calle, número. […] Asumo pues lo obvio: a más información, mayor el desconcierto.” El cuerpo como cárcel y “La sintaxis del ausente, sus días incrustados. Fascismo de todo tiempo y lugar.”
En geografía el territorio entra como otra parte del lenguaje, salir a la calle, aunque sea a “La geografía del ausente”. Sin embargo, “Aquí en mis calles, la angustia se atenúa: veintiocho cero diez.” El código abstracto escrito con palabras pierde agresividad, parece más hablado que icono.
Por fin la voz reconstruye un código y se apropia del espacio. Habita. Pero esto no soluciona nada, no hay un final. La sección final, secuencia, domina el lenguaje pero sabe que no es suficiente: “Pronuncio mi nombre: fonética, sintaxis, geografía, pero todo se altera. Arruga incipiente que no dejas de nombrar…”
No hay final porque no hay solución, no hay respuestas. Hay preguntas: “Y si la verdadera patria del hombre es el idioma: las pausas, las curvas, sus ritmos formales, habré de callarme para comenzar, frotarme las manos hasta que desaparezcan las huellas dactilares y en la explanada abierta de la palma poder sembrar carteles, opúsculos, las cadencias de mi sintaxis o la precocidad de un niño, consciente de ser niño, que muestra sus venas rotundas hacia el aire.”
En este fragmento está el lenguaje incardinado en el cuerpo, reverberación del aire, en la casa, en el lugar y en el otro. Esta secuencia nos lleva del espacio, del 28010, al tiempo. Aunque en el comienzo la voz diga “De ser cierto que el tiempo no existe, sólo queda saberme en el espacio. Aquí. Con mis cinco letras inscritas en cada una de mis neuronas […]” el tiempo está presente, también en el cuerpo, por lo que estos poemas se leen también como un diario, la bitácora de una lucha.
Una lucha no concluida en busca de la palabra, en busca de un código. Marta Agudo reorganiza los códigos poéticos, semánticos y sintácticos para ubicarse en un lugar inestable, en los límites del lenguaje, en un lugar del espacio y del habla que no tiene nombre y que sólo existe en 28010.
Vuelve a reconocer el lenguaje y lo cotidiano se vuelve extraordinario, el trabajo del cartero, el nombre en el buzón. El código se ha perdido pero no se trata de recuperarlo como antes: “Cogí la «o» y desollé su sentido. Dadme mis letras para recomenzar.”
Si fonética recuerda a la célebre cita de Mallarmé de “dar un sentido nuevo a las palabras de la tribu”, el cuestionamiento que Agudo plantea de la sintaxis, en la sección homónima, nos recuerda que la burguesía lo tolera todo menos que le alteren la sintaxis, como decía Barthes.
Después de desollar las palabras letra a letra para volverlas a decir ahora toca “coordinar y unir las palabras para formar oraciones y expresar conceptos.” según el DRAE. Dejar de balbucir:
“No condenaré, pero tendré que hablar, y tras la voz y mis gestos el juicio ajeno. […] Te aíslas o cedes, te retraes y letras que te defienden. No hay tensión más continua que los otros.” La sintaxis empuja hacia el otro, las palabras se pueden decir en el vacío, las vocales desnudar de sentido, desollar; en cambio la “sintaxis de los prodigios” provoca el enfrentamiento con lo real, el esfuerzo, incluso doloroso, incluso alterado, de intentar establecer un código común: “Milagro o astucia, ignoro las reglas y voy dando tumbos hasta casa.” Es en el código donde yace el espejo de la identidad, recordamos, “Me llaman Marta”.
Las reglas, la gramática, el código establecido, al mismo tiempo desequilibrado pero necesario para tener un sentido de comunidad y la casa como lugar y referente: “Por el listín telefónico. Nombre, calle, número. […] Asumo pues lo obvio: a más información, mayor el desconcierto.” El cuerpo como cárcel y “La sintaxis del ausente, sus días incrustados. Fascismo de todo tiempo y lugar.”
En geografía el territorio entra como otra parte del lenguaje, salir a la calle, aunque sea a “La geografía del ausente”. Sin embargo, “Aquí en mis calles, la angustia se atenúa: veintiocho cero diez.” El código abstracto escrito con palabras pierde agresividad, parece más hablado que icono.
Por fin la voz reconstruye un código y se apropia del espacio. Habita. Pero esto no soluciona nada, no hay un final. La sección final, secuencia, domina el lenguaje pero sabe que no es suficiente: “Pronuncio mi nombre: fonética, sintaxis, geografía, pero todo se altera. Arruga incipiente que no dejas de nombrar…”
No hay final porque no hay solución, no hay respuestas. Hay preguntas: “Y si la verdadera patria del hombre es el idioma: las pausas, las curvas, sus ritmos formales, habré de callarme para comenzar, frotarme las manos hasta que desaparezcan las huellas dactilares y en la explanada abierta de la palma poder sembrar carteles, opúsculos, las cadencias de mi sintaxis o la precocidad de un niño, consciente de ser niño, que muestra sus venas rotundas hacia el aire.”
En este fragmento está el lenguaje incardinado en el cuerpo, reverberación del aire, en la casa, en el lugar y en el otro. Esta secuencia nos lleva del espacio, del 28010, al tiempo. Aunque en el comienzo la voz diga “De ser cierto que el tiempo no existe, sólo queda saberme en el espacio. Aquí. Con mis cinco letras inscritas en cada una de mis neuronas […]” el tiempo está presente, también en el cuerpo, por lo que estos poemas se leen también como un diario, la bitácora de una lucha.
Una lucha no concluida en busca de la palabra, en busca de un código. Marta Agudo reorganiza los códigos poéticos, semánticos y sintácticos para ubicarse en un lugar inestable, en los límites del lenguaje, en un lugar del espacio y del habla que no tiene nombre y que sólo existe en 28010.