Hacia mediados del siglo pasado, muchas de las mentes más brillantes de la humanidad predijeron que un auge en el racionalismo, la cultura y el progreso terminarían definitivamente con el nacionalismo.
Por ejemplo, Albert Einstein, firme candidato a ser la persona más inteligente de la historia de la humanidad, imaginó una “Federación Mundial” que eliminase los excesos del nacionalismo, al que consideraba una ideología reaccionaria, egoísta y mezquina, contraria a la solidaridad y responsable de la mayoría de las guerras que asolaron a la humanidad.
Bien conocido por su genial aportación para comprender quiénes somos y cómo es el Universo en el que vivimos (con su brillante formulación de la Teoría de la Relatividad Especial y su posterior generalización en la Teoría General de la Relatividad -la extraordinaria teoría del campo gravitatorio y de los sistemas de referencia generales-), Albert Einstein vivió comprometido con el bienestar de la humanidad, lo que le llevó a trabajar, con dedicación y talento, en la ciencia aplicada a mejorar nuestra vida cotidiana (por ejemplo, en el desarrollo y mejora de los frigoríficos domésticos).
Además, Einstein se convirtió en un referente intelectual de su tiempo por sus brillantes análisis políticos, su militancia pacifista y su intenso compromiso social abogando por los derechos de las minorías, los negros y los judíos. También fue uno de los grandes campeones de la lucha contra el Macartismo. Pero el genio se equivocó estrepitosamente en sus predicciones sobre la superación del nacionalismo.
Han pasado muchas décadas desde entonces y -contrariamente a lo esperado- seguimos viviendo el auge de un nacionalismo pequeño y desintegrador que se empeña en ampliar las insignificantes diferencias que nos separan, desdeñando las enormes similitudes que nos unen. La actual explosión de nacionalismo en Cataluña es un buen ejemplo de ello y, en buena medida, el Brexit del Reino Unido también.
Llama la atención que la apuesta soberanista catalana (que según expertos competentes conllevaría un empeoramiento significativo en muchos de los indicadores del bienestar) apenas haya sustanciado un debate de mínima altura intelectual.
Sorprende especialmente que una comunidad tan culta y preparada apenas haya generado un corpus teórico sobre los fundamentos racionales de su aspiración soberanista. Con el Brexit sucede algo parecido (con la diferencia de que multitud de intelectuales y científicos del Reino Unido se sienten abrumados por las consecuencias negativas que traerá el Brexit y así lo manifestaron).
Resulta evidente la abrumadora diferencia de talla intelectual entre los defensores y los críticos del nacionalismo: no son comparables las aportaciones intelectuales surgidas de las mentes de los más destacados nacionalistas (por ejemplo, las de los “históricos” catalanistas Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba, Francesc Cambó…, o las de Nigel Farage, el peculiar adalid del Brexit y líder del Partido de la Independencia de Reino Unido –UKIP-), con las aportaciones de quienes reprobaron el nacionalismo (como Albert Einstein, Bertrand Russell, Leó Szillárd y miles de ellos más).
Tampoco podemos olvidar que Adolf Hitler fue, ante todo, un nacionalista. Y en parte también lo es Trump con su “America first”.
A pesar de ello el nacionalismo se incrementa imparablemente, aunque para ello solo necesite sustentarse intelectualmente en cuatro tópicos manidos.
Cuestión de sentimientos, no de cerebro
Pero no hay que engañarse: el rigor intelectual no es necesario para justificar al nacionalismo, porque el nacionalismo es -ante todo- una cuestión de sentimientos y no de cerebro.
Desde siempre el nacionalismo se sustentó -casi en exclusiva- sobre los sentimientos, sin duda extremadamente poderosos, aunque apenas pasen de ser sensaciones primarias: los millones de alemanes preparados y cultos que quisieron creer a pies juntillas en los falaces argumentos de los nazis defendiendo un nacionalismo extremo basado en la supremacía de una “Gran Alemania” son un buen ejemplo de ello. Y lo creyeron mucho más por una emoción visceral que por el rigor intelectual de la argumentación nazi.
Esto me quedó claro mientras fui estudiante universitario en Santiago de Compostela. Asistí a dos conferencias relevantes: una de José Luis López Aranguren, la otra de Ignacio Ellacuría. Al final de las mismas (y aunque no venía a cuento), estudiantes nacionalistas preguntaron a los conferenciantes su opinión sobre el “inalienable derecho de la nación gallega a ser independiente”.
Ambos intelectuales aportaron contundentes razones éticas en contra del nacionalismo. El resultado fue que los estudiantes nacionalistas estaban de acuerdo en que no podían rebatir los rigurosos argumentos esgrimidos en contra del nacionalismo por Aranguren o Ellacuría. Pero les daba igual, porque se sentían nacionalistas. Y ahí está la clave.
Ante todo, se es nacionalista por sentimientos y se deja de serlo por la razón.
Pero a menudo los sentimientos son mucho más importantes que la razón y aunque los nacionalistas supieran que materialmente van a vivir peor si se separan, separados se sentirán mejor por más que todos los indicadores estimables del bienestar empeoren. Ya ha sucedido en muchos de los países disgregados por el nacionalismo.
Porque no cabe duda de que el sentimiento nacionalista es extremadamente atractivo. Y hay que tenerlo en cuenta.
Por ejemplo, Albert Einstein, firme candidato a ser la persona más inteligente de la historia de la humanidad, imaginó una “Federación Mundial” que eliminase los excesos del nacionalismo, al que consideraba una ideología reaccionaria, egoísta y mezquina, contraria a la solidaridad y responsable de la mayoría de las guerras que asolaron a la humanidad.
Bien conocido por su genial aportación para comprender quiénes somos y cómo es el Universo en el que vivimos (con su brillante formulación de la Teoría de la Relatividad Especial y su posterior generalización en la Teoría General de la Relatividad -la extraordinaria teoría del campo gravitatorio y de los sistemas de referencia generales-), Albert Einstein vivió comprometido con el bienestar de la humanidad, lo que le llevó a trabajar, con dedicación y talento, en la ciencia aplicada a mejorar nuestra vida cotidiana (por ejemplo, en el desarrollo y mejora de los frigoríficos domésticos).
Además, Einstein se convirtió en un referente intelectual de su tiempo por sus brillantes análisis políticos, su militancia pacifista y su intenso compromiso social abogando por los derechos de las minorías, los negros y los judíos. También fue uno de los grandes campeones de la lucha contra el Macartismo. Pero el genio se equivocó estrepitosamente en sus predicciones sobre la superación del nacionalismo.
Han pasado muchas décadas desde entonces y -contrariamente a lo esperado- seguimos viviendo el auge de un nacionalismo pequeño y desintegrador que se empeña en ampliar las insignificantes diferencias que nos separan, desdeñando las enormes similitudes que nos unen. La actual explosión de nacionalismo en Cataluña es un buen ejemplo de ello y, en buena medida, el Brexit del Reino Unido también.
Llama la atención que la apuesta soberanista catalana (que según expertos competentes conllevaría un empeoramiento significativo en muchos de los indicadores del bienestar) apenas haya sustanciado un debate de mínima altura intelectual.
Sorprende especialmente que una comunidad tan culta y preparada apenas haya generado un corpus teórico sobre los fundamentos racionales de su aspiración soberanista. Con el Brexit sucede algo parecido (con la diferencia de que multitud de intelectuales y científicos del Reino Unido se sienten abrumados por las consecuencias negativas que traerá el Brexit y así lo manifestaron).
Resulta evidente la abrumadora diferencia de talla intelectual entre los defensores y los críticos del nacionalismo: no son comparables las aportaciones intelectuales surgidas de las mentes de los más destacados nacionalistas (por ejemplo, las de los “históricos” catalanistas Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba, Francesc Cambó…, o las de Nigel Farage, el peculiar adalid del Brexit y líder del Partido de la Independencia de Reino Unido –UKIP-), con las aportaciones de quienes reprobaron el nacionalismo (como Albert Einstein, Bertrand Russell, Leó Szillárd y miles de ellos más).
Tampoco podemos olvidar que Adolf Hitler fue, ante todo, un nacionalista. Y en parte también lo es Trump con su “America first”.
A pesar de ello el nacionalismo se incrementa imparablemente, aunque para ello solo necesite sustentarse intelectualmente en cuatro tópicos manidos.
Cuestión de sentimientos, no de cerebro
Pero no hay que engañarse: el rigor intelectual no es necesario para justificar al nacionalismo, porque el nacionalismo es -ante todo- una cuestión de sentimientos y no de cerebro.
Desde siempre el nacionalismo se sustentó -casi en exclusiva- sobre los sentimientos, sin duda extremadamente poderosos, aunque apenas pasen de ser sensaciones primarias: los millones de alemanes preparados y cultos que quisieron creer a pies juntillas en los falaces argumentos de los nazis defendiendo un nacionalismo extremo basado en la supremacía de una “Gran Alemania” son un buen ejemplo de ello. Y lo creyeron mucho más por una emoción visceral que por el rigor intelectual de la argumentación nazi.
Esto me quedó claro mientras fui estudiante universitario en Santiago de Compostela. Asistí a dos conferencias relevantes: una de José Luis López Aranguren, la otra de Ignacio Ellacuría. Al final de las mismas (y aunque no venía a cuento), estudiantes nacionalistas preguntaron a los conferenciantes su opinión sobre el “inalienable derecho de la nación gallega a ser independiente”.
Ambos intelectuales aportaron contundentes razones éticas en contra del nacionalismo. El resultado fue que los estudiantes nacionalistas estaban de acuerdo en que no podían rebatir los rigurosos argumentos esgrimidos en contra del nacionalismo por Aranguren o Ellacuría. Pero les daba igual, porque se sentían nacionalistas. Y ahí está la clave.
Ante todo, se es nacionalista por sentimientos y se deja de serlo por la razón.
Pero a menudo los sentimientos son mucho más importantes que la razón y aunque los nacionalistas supieran que materialmente van a vivir peor si se separan, separados se sentirán mejor por más que todos los indicadores estimables del bienestar empeoren. Ya ha sucedido en muchos de los países disgregados por el nacionalismo.
Porque no cabe duda de que el sentimiento nacionalista es extremadamente atractivo. Y hay que tenerlo en cuenta.
Explicación biológica
Pero, sobre todo conviene averiguar el por qué.
La razón está en que nuestra biología condiciona, en buena parte, quienes somos. Durante la mayor parte de los 300.000 años de la historia de nuestra especie fuimos muy pocos: menos de 10 millones de personas en total, viviendo en pequeños grupos de cazadores-recolectores nómadas que raras veces superaban el centenar de individuos.
Dispersos por la vastedad despoblada de la Tierra, cada uno de estos grupos tenía una probabilidad muy baja de interactuar con otros humanos. No hay que olvidar que hace muy poco tiempo que los humanos vivimos en grandes grupos sedentarios interactuando con un gran número de individuos: de hecho, sólo ha sido así durante apenas el 1% del tiempo que nuestra especie lleva viviendo sobre la Tierra.
Así, la selección natural actuó durante la gran mayoría de nuestra historia evolutiva para adaptarnos a vivir en pequeños grupos. Si además tenemos en cuenta que la evolución es mucho más rápida en poblaciones pequeñas que en las grandes, y que la selección para adaptarnos a la vida en pequeños grupos ya venía de mucho antes (en concreto desde nuestros ancestros de otras especies de homínidos, que también vivían en grupos muy pequeños), resulta evidente que los humanos de hoy en día, aunque seamos mayoritariamente urbanitas y tecnológicos, en realidad seguimos teniendo genes que fueron seleccionados para adaptarnos a la vida en pequeños grupos.
A fin de cuentas, la evolución biológica siempre es muy lenta, mientras que, por el contrario, la evolución de las ideas, culturas y conocimientos puede llegar a ser extremadamente rápida. Así, inevitablemente se produjo un desfase de grandes consecuencias: aunque vivimos interconectados en grandes grupos en sociedades tecnológicamente avanzadas, nuestros genes aún no han sido seleccionados para ello.
El premio Nobel Daniel Kahneman averiguó que durante la mayor parte del tiempo nuestro cerebro trabajaba en lo que define como modo de “pensar rápido”, tomando decisiones en muy poco tiempo y consumiendo en ello relativamente poca energía.
Solamente en muy pocas ocasiones el cerebro de algunas personas entra en un modo de funcionamiento diferente, de “pensar despacio” en el que consume mucha energía, y tarda mucho en tomar decisiones.
Fue en el modo de “pensar despacio” como la humanidad desarrolló sus más sofisticados logros intelectuales como la Teoría de Números, la Mecánica Cuántica o la Teoría de la Evolución. Pero indudablemente la humanidad consiguió sobrevivir durante 300.000 años utilizando el modo de “pensar rápido”. Porque podemos subsistir perfectamente sin tener ni idea de la Teoría General de la Relatividad, pero para mantenernos vivos necesitamos tomar hasta 30.000 decisiones rápidas al día, de las que no somos conscientes porque lo hacemos en el modo de “pensar rápido”.
Fue sobre el modo de “pensar rápido” de nuestro cerebro donde actuó la selección natural durante la mayor parte de nuestra historia, favoreciendo las decisiones instantáneas adecuadas a sobrevivir en pequeños grupos de cazadores recolectores.
Y para que un grupo de cazadores-recolectores sobreviva, es esencial que no alcance un gran tamaño. Sólo los más próximos, los más afines, podían pertenecer al grupo. Los demás no eran aceptados, pese a que no eran muy diferentes de los admitidos. Los grupos que se mantuvieron en el tamaño adecuado consiguieron sobrevivir a largo plazo, dejando hijos durante sucesivas generaciones. Los que no fueron suficientemente excluyentes no lograron sobrevivir.
Pensamiento rápido
De ahí al desprecio por los charnegos o maketos apenas hay un corto paso. Porque la evolución favoreció un modo de “pensar rápido” donde el sentimiento atávico de “no volem forasters” resultaba adaptativo.
El cerebro humano -resultado de la evolución mediante la acción de la selección natural durante millones de años- está genéticamente programado para que los grupos pequeños de gente semejante a nosotros nos hagan “sentirnos bien”.
Pero ahora somos más de 7.000.000.000 viviendo interconectados en una sociedad tecnológica, aunque nuestro modo de “pensar rápido” todavía no esté adaptado a ello. Y nuestra peligrosa propensión al nacionalismo ya nos ha hecho mucho daño (nazis, limpiezas étnicas de bosnios, croatas y serbios …)
Por eso, a la hora de analizar el nacionalismo (y de negociar con nacionalistas), hay que entender que, aun cuando funcionando en el modo de “pensar despacio”, ni Puigdemont, ni Junqueras, ni Rufián pasarán a la historia por haber realizado alguna contribución tangible que sirva para desarrollar la ciencia o la tecnología, ni figurarán jamás en un listado de personas especialmente inteligentes.
En su modo de “pensar rápido” resultan particularmente atractivos, porque la mayoría de nosotros, durante la inmensa mayoría del tiempo, funcionamos en modo de “pensar rápido”. Fuimos seleccionados para ello y todavía lo pequeño, lo diferente y la escisión, nos suena a música celestial.
Indudablemente el nacionalismo es un problema muy complejo que no se puede explicar solamente en función de la genética, pero ayuda a entenderlo.
En todo caso no debemos olvidar que la selección natural puede dar forma a nuestras cabezas, a nuestros cuerpos y a nuestro modo de “pensar rápido”, pero nuestro complejo cerebro también es capaz de funcionar en un modo de “pensar despacio”, que ha sido -y es- el responsable de nuestros mayores logros.
Ojalá seamos capaces de utilizarlo.
(*) Eduardo Costas es catedrático de Genética en la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Club Nuevo Mundo de Tendencias21 y editor, junto a Victoria López Rodas, del Blog Polvo de Estrellas.
Pero, sobre todo conviene averiguar el por qué.
La razón está en que nuestra biología condiciona, en buena parte, quienes somos. Durante la mayor parte de los 300.000 años de la historia de nuestra especie fuimos muy pocos: menos de 10 millones de personas en total, viviendo en pequeños grupos de cazadores-recolectores nómadas que raras veces superaban el centenar de individuos.
Dispersos por la vastedad despoblada de la Tierra, cada uno de estos grupos tenía una probabilidad muy baja de interactuar con otros humanos. No hay que olvidar que hace muy poco tiempo que los humanos vivimos en grandes grupos sedentarios interactuando con un gran número de individuos: de hecho, sólo ha sido así durante apenas el 1% del tiempo que nuestra especie lleva viviendo sobre la Tierra.
Así, la selección natural actuó durante la gran mayoría de nuestra historia evolutiva para adaptarnos a vivir en pequeños grupos. Si además tenemos en cuenta que la evolución es mucho más rápida en poblaciones pequeñas que en las grandes, y que la selección para adaptarnos a la vida en pequeños grupos ya venía de mucho antes (en concreto desde nuestros ancestros de otras especies de homínidos, que también vivían en grupos muy pequeños), resulta evidente que los humanos de hoy en día, aunque seamos mayoritariamente urbanitas y tecnológicos, en realidad seguimos teniendo genes que fueron seleccionados para adaptarnos a la vida en pequeños grupos.
A fin de cuentas, la evolución biológica siempre es muy lenta, mientras que, por el contrario, la evolución de las ideas, culturas y conocimientos puede llegar a ser extremadamente rápida. Así, inevitablemente se produjo un desfase de grandes consecuencias: aunque vivimos interconectados en grandes grupos en sociedades tecnológicamente avanzadas, nuestros genes aún no han sido seleccionados para ello.
El premio Nobel Daniel Kahneman averiguó que durante la mayor parte del tiempo nuestro cerebro trabajaba en lo que define como modo de “pensar rápido”, tomando decisiones en muy poco tiempo y consumiendo en ello relativamente poca energía.
Solamente en muy pocas ocasiones el cerebro de algunas personas entra en un modo de funcionamiento diferente, de “pensar despacio” en el que consume mucha energía, y tarda mucho en tomar decisiones.
Fue en el modo de “pensar despacio” como la humanidad desarrolló sus más sofisticados logros intelectuales como la Teoría de Números, la Mecánica Cuántica o la Teoría de la Evolución. Pero indudablemente la humanidad consiguió sobrevivir durante 300.000 años utilizando el modo de “pensar rápido”. Porque podemos subsistir perfectamente sin tener ni idea de la Teoría General de la Relatividad, pero para mantenernos vivos necesitamos tomar hasta 30.000 decisiones rápidas al día, de las que no somos conscientes porque lo hacemos en el modo de “pensar rápido”.
Fue sobre el modo de “pensar rápido” de nuestro cerebro donde actuó la selección natural durante la mayor parte de nuestra historia, favoreciendo las decisiones instantáneas adecuadas a sobrevivir en pequeños grupos de cazadores recolectores.
Y para que un grupo de cazadores-recolectores sobreviva, es esencial que no alcance un gran tamaño. Sólo los más próximos, los más afines, podían pertenecer al grupo. Los demás no eran aceptados, pese a que no eran muy diferentes de los admitidos. Los grupos que se mantuvieron en el tamaño adecuado consiguieron sobrevivir a largo plazo, dejando hijos durante sucesivas generaciones. Los que no fueron suficientemente excluyentes no lograron sobrevivir.
Pensamiento rápido
De ahí al desprecio por los charnegos o maketos apenas hay un corto paso. Porque la evolución favoreció un modo de “pensar rápido” donde el sentimiento atávico de “no volem forasters” resultaba adaptativo.
El cerebro humano -resultado de la evolución mediante la acción de la selección natural durante millones de años- está genéticamente programado para que los grupos pequeños de gente semejante a nosotros nos hagan “sentirnos bien”.
Pero ahora somos más de 7.000.000.000 viviendo interconectados en una sociedad tecnológica, aunque nuestro modo de “pensar rápido” todavía no esté adaptado a ello. Y nuestra peligrosa propensión al nacionalismo ya nos ha hecho mucho daño (nazis, limpiezas étnicas de bosnios, croatas y serbios …)
Por eso, a la hora de analizar el nacionalismo (y de negociar con nacionalistas), hay que entender que, aun cuando funcionando en el modo de “pensar despacio”, ni Puigdemont, ni Junqueras, ni Rufián pasarán a la historia por haber realizado alguna contribución tangible que sirva para desarrollar la ciencia o la tecnología, ni figurarán jamás en un listado de personas especialmente inteligentes.
En su modo de “pensar rápido” resultan particularmente atractivos, porque la mayoría de nosotros, durante la inmensa mayoría del tiempo, funcionamos en modo de “pensar rápido”. Fuimos seleccionados para ello y todavía lo pequeño, lo diferente y la escisión, nos suena a música celestial.
Indudablemente el nacionalismo es un problema muy complejo que no se puede explicar solamente en función de la genética, pero ayuda a entenderlo.
En todo caso no debemos olvidar que la selección natural puede dar forma a nuestras cabezas, a nuestros cuerpos y a nuestro modo de “pensar rápido”, pero nuestro complejo cerebro también es capaz de funcionar en un modo de “pensar despacio”, que ha sido -y es- el responsable de nuestros mayores logros.
Ojalá seamos capaces de utilizarlo.
(*) Eduardo Costas es catedrático de Genética en la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Club Nuevo Mundo de Tendencias21 y editor, junto a Victoria López Rodas, del Blog Polvo de Estrellas.