Foto: Kaosenlared.
El asalto y desmantelamiento del campamento Gdeim Izik, símbolo de un original movimiento de protesta y resistencia civil saharaui escenificado en las afueras del El Aaiún, ha puesto nuevamente de relieve la persistencia de este conflicto.
Su irresolución se prolonga desde hace unas cuatro décadas, cuando España acometió una pésima descolonización del territorio a mediados de los años setenta.
Desde entonces la lucha por el control exclusivo del territorio del Sáhara occidental entre Marruecos y el Frente Polisario no ha cesado, adquiriendo nuevas manifestaciones en medio de un cambiante escenario geopolítico y geoeconómico regional e internacional.
Orígenes del conflicto: una pésima descolonización
La colonización española del Sáhara occidental comenzó a finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas se repartieron el continente africano en la Conferencia de Berlín de 1885, en un intento de gestionar sus rivalidades expansionistas. España era entonces una potencia colonial venida a menos, con un claro declive de su otrora influencia externa; y, en consecuencia, se conformó con un territorio periférico e inhóspito en el noroeste africano, cercano al archipiélago canario.
Madrid incluso tuvo problemas para ejercer una autoridad efectiva sobre sus nuevos dominios territoriales y población (de tradición eminentemente nómada), que sólo logró controlar adentrado el siglo XX. En un intento por reafirmar y prolongar su presencia, el Sáhara occidental fue declarado provincia española en 1958. Sin embargo, semejante medida no impidió el inexorable proceso de descolonización iniciado en Asia y África desde la posguerra. Tendencia que en la década de los sesenta se vio reforzada y legitimada con la resolución 1514 (XV), adoptada en diciembre de 1960 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, y considerada como la “Carta Magna de la Descolonización”.
Pese a la política dilatoria de la potencia colonial (creación de un partido saharaui de obediencia española, sistemático aplazamiento del referéndum de autodeterminación, lento y pesado despliegue diplomático y, en definitiva, renuencia a su descolonización), la situación se fue volviendo cada vez más insostenible. Las crecientes presiones ejercidas sobre Madrid procedían de los dos principales actores políticos de la inminente disputa, los nacionalistas saharauis y la monarquía marroquí.
Sus posiciones, diametralmente opuestas, eran secundadas respectivamente por Argelia y Mauritania, los otros dos actores regionales que se mantenían en un teórico segundo orden. A su vez, en la escena internacional, Washington se inclinaba activamente a favor de su aliado marroquí, posición compartida igualmente por Francia. Por su parte, la ONU, que había experimentado un importante aumento de sus Estados miembros a raíz de la descolonización, se mantenía firme en su exigencia a la potencia colonial para que celebrara el referéndum de autodeterminación.
Paradójicamente, la sensación de mayor vulnerabilidad en la toma de decisiones en Madrid no procedía sólo de las amenazas y presiones externas, sino también de su significativa debilidad interna, personalizada en la enfermedad y agonía de su jefe de Estado. Su inminente desaparición introducía un clima de gran incertidumbre, agravado por la creciente contestación política interna.
Acompañada de un intenso cambio social, la sociedad española experimentaba una fuerte politización, con expresiones políticas e ideológicas polarizadas, nacionalistas e incluso violentas (ETA había eliminado al presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, considerado como el hombre fuerte del régimen y sucesor de Franco).
Este simbólico y transitorio vacío de poder fue hábilmente aprovechado por Rabat, sobre todo a raíz del pronunciamiento del Tribunal Internacional de Justicia en septiembre de 1975. Su dictamen era contrario a la tesis de Marruecos (y, por extensión, de Mauritania). Por tanto, sus reivindicaciones sobre la presunta marroquinidad del Sáhara quedaban políticamente deslegitimadas y sin fundamento jurídico alguno.
La respuesta marroquí no se hizo esperar. Un mes después inicia la Marcha Verde. Unos 350.000 marroquíes son alentados por su gobierno para que ocupen el Sáhara en un claro desafío de la menguante autoridad que todavía detentaba España en el territorio. Los civiles marroquíes son precedidos por unidades de su ejército (unos 25.000 soldados), que comienzan a desplegarse en el noroeste del Sáhara y a protagonizar algunos combates con los guerrilleros del Frente Polisario.
España, que había mostrado una pobre colonización del Sáhara occidental, evacuó a sus nacionales y evitó la temida confrontación. En esta delicada tesitura, se firman los acuerdos tripartitos de Madrid, el 14 de noviembre de 1975, mediante los que España se compromete a retirarse del territorio en febrero de 1976 y ceder su administración a los otros dos Estados firmantes, Marruecos y Mauritania.
La descolonización del Sáhara español quedó inconclusa e incluso adoptó una dirección contraria a la recomendada por la ONU. La retirada española fue rápidamente interpretada por la oposición política a la dictadura como un pliegue de Madrid a las exigencias de Rabat y Washington. Desde entonces, y pese a la ambigüedad y cambio de posición de algunos políticos de la transición, la conciencia de corresponsabilidad con la situación del pueblo saharaui no ha dejado de crecer en el seno de la sociedad civil española.
De hecho, la cuestión saharaui es uno de los pocos ejemplos de cómo algunas crisis internacionales son vividas con el mismo interés y pasión que las controversias nacionales. Para muchos ciudadanos, el abandono de los saharauis a su propia suerte sigue siendo la asignatura pendiente de la política exterior española desde la transición, que no se ha podido enmendar con la supuesta “neutralidad activa” que mantiene España en el conflicto.
Su irresolución se prolonga desde hace unas cuatro décadas, cuando España acometió una pésima descolonización del territorio a mediados de los años setenta.
Desde entonces la lucha por el control exclusivo del territorio del Sáhara occidental entre Marruecos y el Frente Polisario no ha cesado, adquiriendo nuevas manifestaciones en medio de un cambiante escenario geopolítico y geoeconómico regional e internacional.
Orígenes del conflicto: una pésima descolonización
La colonización española del Sáhara occidental comenzó a finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas se repartieron el continente africano en la Conferencia de Berlín de 1885, en un intento de gestionar sus rivalidades expansionistas. España era entonces una potencia colonial venida a menos, con un claro declive de su otrora influencia externa; y, en consecuencia, se conformó con un territorio periférico e inhóspito en el noroeste africano, cercano al archipiélago canario.
Madrid incluso tuvo problemas para ejercer una autoridad efectiva sobre sus nuevos dominios territoriales y población (de tradición eminentemente nómada), que sólo logró controlar adentrado el siglo XX. En un intento por reafirmar y prolongar su presencia, el Sáhara occidental fue declarado provincia española en 1958. Sin embargo, semejante medida no impidió el inexorable proceso de descolonización iniciado en Asia y África desde la posguerra. Tendencia que en la década de los sesenta se vio reforzada y legitimada con la resolución 1514 (XV), adoptada en diciembre de 1960 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, y considerada como la “Carta Magna de la Descolonización”.
Pese a la política dilatoria de la potencia colonial (creación de un partido saharaui de obediencia española, sistemático aplazamiento del referéndum de autodeterminación, lento y pesado despliegue diplomático y, en definitiva, renuencia a su descolonización), la situación se fue volviendo cada vez más insostenible. Las crecientes presiones ejercidas sobre Madrid procedían de los dos principales actores políticos de la inminente disputa, los nacionalistas saharauis y la monarquía marroquí.
Sus posiciones, diametralmente opuestas, eran secundadas respectivamente por Argelia y Mauritania, los otros dos actores regionales que se mantenían en un teórico segundo orden. A su vez, en la escena internacional, Washington se inclinaba activamente a favor de su aliado marroquí, posición compartida igualmente por Francia. Por su parte, la ONU, que había experimentado un importante aumento de sus Estados miembros a raíz de la descolonización, se mantenía firme en su exigencia a la potencia colonial para que celebrara el referéndum de autodeterminación.
Paradójicamente, la sensación de mayor vulnerabilidad en la toma de decisiones en Madrid no procedía sólo de las amenazas y presiones externas, sino también de su significativa debilidad interna, personalizada en la enfermedad y agonía de su jefe de Estado. Su inminente desaparición introducía un clima de gran incertidumbre, agravado por la creciente contestación política interna.
Acompañada de un intenso cambio social, la sociedad española experimentaba una fuerte politización, con expresiones políticas e ideológicas polarizadas, nacionalistas e incluso violentas (ETA había eliminado al presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, considerado como el hombre fuerte del régimen y sucesor de Franco).
Este simbólico y transitorio vacío de poder fue hábilmente aprovechado por Rabat, sobre todo a raíz del pronunciamiento del Tribunal Internacional de Justicia en septiembre de 1975. Su dictamen era contrario a la tesis de Marruecos (y, por extensión, de Mauritania). Por tanto, sus reivindicaciones sobre la presunta marroquinidad del Sáhara quedaban políticamente deslegitimadas y sin fundamento jurídico alguno.
La respuesta marroquí no se hizo esperar. Un mes después inicia la Marcha Verde. Unos 350.000 marroquíes son alentados por su gobierno para que ocupen el Sáhara en un claro desafío de la menguante autoridad que todavía detentaba España en el territorio. Los civiles marroquíes son precedidos por unidades de su ejército (unos 25.000 soldados), que comienzan a desplegarse en el noroeste del Sáhara y a protagonizar algunos combates con los guerrilleros del Frente Polisario.
España, que había mostrado una pobre colonización del Sáhara occidental, evacuó a sus nacionales y evitó la temida confrontación. En esta delicada tesitura, se firman los acuerdos tripartitos de Madrid, el 14 de noviembre de 1975, mediante los que España se compromete a retirarse del territorio en febrero de 1976 y ceder su administración a los otros dos Estados firmantes, Marruecos y Mauritania.
La descolonización del Sáhara español quedó inconclusa e incluso adoptó una dirección contraria a la recomendada por la ONU. La retirada española fue rápidamente interpretada por la oposición política a la dictadura como un pliegue de Madrid a las exigencias de Rabat y Washington. Desde entonces, y pese a la ambigüedad y cambio de posición de algunos políticos de la transición, la conciencia de corresponsabilidad con la situación del pueblo saharaui no ha dejado de crecer en el seno de la sociedad civil española.
De hecho, la cuestión saharaui es uno de los pocos ejemplos de cómo algunas crisis internacionales son vividas con el mismo interés y pasión que las controversias nacionales. Para muchos ciudadanos, el abandono de los saharauis a su propia suerte sigue siendo la asignatura pendiente de la política exterior española desde la transición, que no se ha podido enmendar con la supuesta “neutralidad activa” que mantiene España en el conflicto.
Desarrollo del conflicto y perspectivas de resolución
Tras la retirada española en febrero de 1976, el Frente Polisario proclama la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). A su vez, los ejércitos marroquí y mauritano se adentran en el territorio saharaui, donde se encuentran con la resistencia de la guerrilla del Polisario. La primera víctima que se cobra la agresión es el desplazamiento forzado de una buena parte de la población saharaui hacia los campos de refugiados de Tinduf en Argelia. Los enfrentamientos tienen un desigual y variable resultado.
En un primer momento, el Polisario consigue neutralizar a Mauritania, que se retira de la contienda y renuncia a sus pretensiones en el Sahara occidental en 1979. Repliegue que permite a los saharauis centrar todas sus fuerzas en combatir a su más potente enemigo, Marruecos. Pero el equilibrio de fuerzas comienza a invertirse con la construcción de los muros tras los que se atrinchera Marruecos, dificultando las incursiones y efectividad de la guerrilla saharaui. El avance militar marroquí se consolida en lo que se considera el Sáhara útil; esto es, donde se encuentran sus principales recursos naturales: fosfatos, pesca y, según algunas prospecciones, petróleo y gas natural.
La indefinida prolongación del statu quo pareció animar la tregua alcanzada en 1991. El reemplazo de las armas por la vía político-diplomática no fue ajeno a los cambios operados en la estructura de poder del sistema internacional con el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la URSS; y del subsistema regional magrebí, en particular, la guerra civil larvada en Argelia, principal bastión de apoyo de los saharauis. Desde entonces, las conversaciones entre el Polisario y Marruecos no han logrado concretarse en ningún acuerdo o avance significativo, pese a los sucesivos planes barajados durante todo este tiempo.
Las posiciones de las partes siguen sin aproximarse y es muy probable que sigan manteniéndose inamovibles en un futuro inmediato. Por tanto, el escenario más previsible es una prolongación de la situación actual, ni de guerra ni de paz. Teóricamente, semejante contexto favorece al actor mejor posicionado y a su política de hechos consumados sobre el terreno. La apuesta marroquí por una estrategia dilatoria parte de la convicción de que el paso del tiempo erosiona más contundentemente al actor más débil que al más fuerte. De ahí su sistemático rechazo a las diferentes iniciativas de paz (celebración de un referéndum de autodeterminación, Plan Baker I y II) y, en contraposición, su oferta de una dudosa autonomía que cuenta con la negativa saharaui.
No obstante, cabe advertir cierta debilidad en la estrategia marroquí. Hasta la fecha, Rabat concentraba la mayor parte de su atención en los saharauis de la diáspora y su movimiento de liberación nacional, sin prestar mayor cuidado a los saharauis bajo su ocupación militar. Consideraba que la amenaza y el uso de la fuerza eran herramientas suficientes para obtener su subordinación política e incluso su asimilación.
Pero las décadas de ocupación, represión y agravios no han contribuido a doblegar la voluntad política de los saharauis de ser un día libres e independientes. Por el contrario, su conciencia nacional y nacionalista se ha incrementado. A ello se suma una nueva tendencia. Ante la ausencia de expectativas creíbles -procedentes del exterior- para liberarse del yugo de la ocupación marroquí, los saharauis de los territorios ocupados parecen decididos a asumir el protagonismo de su propio destino.
En este sentido, se observa un desplazamiento del epicentro del movimiento de resistencia saharaui desde el exilio hacia el interior, con una evidente renovación generacional. La mayoría de sus jóvenes han nacido bajo el régimen de ocupación marroquí, están familiarizados con el mismo y han rebasado el umbral del miedo. De ahí que se muestren desafiantes con sus acciones colectivas de protesta.
Con el establecimiento del campamento de Gdeim Izik los saharauis de los territorios ocupados simbolizaron el exilio interior al que están sometidos, al mismo tiempo que retiraban su obediencia política a la ocupación. Sin olvidar, por último, la creciente connivencia, solidaridad e implicación de la sociedad civil española y transnacional; y en la que la información juega un papel crucial ante una sociedad internacional de Estados que se muestra indiferente a la tragedia saharaui.
Jose Abu Tarbush es Profesor titular de Sociología de la Universidad de La Laguna, donde imparte las asignaturas de Sociología del desarrollo y de las relaciones internacionales. Autor de los libros: La cuestión palestina: identidad nacional y acción colectiva. (Madrid, 1997); e Islam y comunidad islámica en Canarias: prejuicios y realidades. (La Laguna, 2002). En esta misma línea de investigación, es coautor de obras colectivas como España y la cuestión palestina (Madrid, 2003); Oriente Medio: el laberinto de Bagdad (Sevilla, 2004); The Palestinian Diaspora in Europe: Challenges of Dual Identity and Adaptation. (Palestina, 2005); El mundo árabe e islámico: experiencia histórica, realidad política y evolución socio-económica. (Bilbao, 2006).
Tras la retirada española en febrero de 1976, el Frente Polisario proclama la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). A su vez, los ejércitos marroquí y mauritano se adentran en el territorio saharaui, donde se encuentran con la resistencia de la guerrilla del Polisario. La primera víctima que se cobra la agresión es el desplazamiento forzado de una buena parte de la población saharaui hacia los campos de refugiados de Tinduf en Argelia. Los enfrentamientos tienen un desigual y variable resultado.
En un primer momento, el Polisario consigue neutralizar a Mauritania, que se retira de la contienda y renuncia a sus pretensiones en el Sahara occidental en 1979. Repliegue que permite a los saharauis centrar todas sus fuerzas en combatir a su más potente enemigo, Marruecos. Pero el equilibrio de fuerzas comienza a invertirse con la construcción de los muros tras los que se atrinchera Marruecos, dificultando las incursiones y efectividad de la guerrilla saharaui. El avance militar marroquí se consolida en lo que se considera el Sáhara útil; esto es, donde se encuentran sus principales recursos naturales: fosfatos, pesca y, según algunas prospecciones, petróleo y gas natural.
La indefinida prolongación del statu quo pareció animar la tregua alcanzada en 1991. El reemplazo de las armas por la vía político-diplomática no fue ajeno a los cambios operados en la estructura de poder del sistema internacional con el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la URSS; y del subsistema regional magrebí, en particular, la guerra civil larvada en Argelia, principal bastión de apoyo de los saharauis. Desde entonces, las conversaciones entre el Polisario y Marruecos no han logrado concretarse en ningún acuerdo o avance significativo, pese a los sucesivos planes barajados durante todo este tiempo.
Las posiciones de las partes siguen sin aproximarse y es muy probable que sigan manteniéndose inamovibles en un futuro inmediato. Por tanto, el escenario más previsible es una prolongación de la situación actual, ni de guerra ni de paz. Teóricamente, semejante contexto favorece al actor mejor posicionado y a su política de hechos consumados sobre el terreno. La apuesta marroquí por una estrategia dilatoria parte de la convicción de que el paso del tiempo erosiona más contundentemente al actor más débil que al más fuerte. De ahí su sistemático rechazo a las diferentes iniciativas de paz (celebración de un referéndum de autodeterminación, Plan Baker I y II) y, en contraposición, su oferta de una dudosa autonomía que cuenta con la negativa saharaui.
No obstante, cabe advertir cierta debilidad en la estrategia marroquí. Hasta la fecha, Rabat concentraba la mayor parte de su atención en los saharauis de la diáspora y su movimiento de liberación nacional, sin prestar mayor cuidado a los saharauis bajo su ocupación militar. Consideraba que la amenaza y el uso de la fuerza eran herramientas suficientes para obtener su subordinación política e incluso su asimilación.
Pero las décadas de ocupación, represión y agravios no han contribuido a doblegar la voluntad política de los saharauis de ser un día libres e independientes. Por el contrario, su conciencia nacional y nacionalista se ha incrementado. A ello se suma una nueva tendencia. Ante la ausencia de expectativas creíbles -procedentes del exterior- para liberarse del yugo de la ocupación marroquí, los saharauis de los territorios ocupados parecen decididos a asumir el protagonismo de su propio destino.
En este sentido, se observa un desplazamiento del epicentro del movimiento de resistencia saharaui desde el exilio hacia el interior, con una evidente renovación generacional. La mayoría de sus jóvenes han nacido bajo el régimen de ocupación marroquí, están familiarizados con el mismo y han rebasado el umbral del miedo. De ahí que se muestren desafiantes con sus acciones colectivas de protesta.
Con el establecimiento del campamento de Gdeim Izik los saharauis de los territorios ocupados simbolizaron el exilio interior al que están sometidos, al mismo tiempo que retiraban su obediencia política a la ocupación. Sin olvidar, por último, la creciente connivencia, solidaridad e implicación de la sociedad civil española y transnacional; y en la que la información juega un papel crucial ante una sociedad internacional de Estados que se muestra indiferente a la tragedia saharaui.
Jose Abu Tarbush es Profesor titular de Sociología de la Universidad de La Laguna, donde imparte las asignaturas de Sociología del desarrollo y de las relaciones internacionales. Autor de los libros: La cuestión palestina: identidad nacional y acción colectiva. (Madrid, 1997); e Islam y comunidad islámica en Canarias: prejuicios y realidades. (La Laguna, 2002). En esta misma línea de investigación, es coautor de obras colectivas como España y la cuestión palestina (Madrid, 2003); Oriente Medio: el laberinto de Bagdad (Sevilla, 2004); The Palestinian Diaspora in Europe: Challenges of Dual Identity and Adaptation. (Palestina, 2005); El mundo árabe e islámico: experiencia histórica, realidad política y evolución socio-económica. (Bilbao, 2006).