No suele recordarse, pero la actual democracia española comenzó con dos legislaturas con apoyos simbólicos, es decir, que pese a no necesitar ningún pacto para gobernar, tanto UCD como PSOE obtuvieron el respaldo de otros partidos en su investidura.
En 1979, Adolfo Suárez (UCD) ganó las elecciones por mayoría simple y obtuvo el apoyo de los diputados de UCD, CD, PSA, PAR y UP, así como la abstención de CIU.
En 1982 Felipe González contó con los votos de PCE, UCD y Euskadiko Ezkerra pese a contar con mayoría absoluta.
Tales situaciones, sin duda tan beneficiosas para la buena gestión del país como sanas para la convivencia, resultan chocantes a día de hoy, y se antojan impensables dentro del presente panorama político; la pregunta es: ¿por qué?
Homenaje a la concordia
La Transición, con la Constitución del 78 como exponente, supuso ante todo un homenaje a la concordia, ejemplificando la práctica del entendimiento y la búsqueda del bien común, ya que dada la proximidad de la dictadura y la guerra civil, las desavenencias y brechas de la época debieran ser mucho mayores que las actuales, y en cambio se logró tejer entre personas de las ideologías más dispares una Carta Magna que representase a todos.
El empuje de aquel espíritu se fue diluyendo progresivamente en favor del beneficio partidista, hasta alcanzar hoy un punto opuesto en el que los grupos parlamentarios, a pesar de las distintas opciones que ofrecen las matemáticas, insisten en llevar a la población a las urnas más veces de las necesarias, con el perjuicio que ello supone para la nación en términos de gasto directo, desgobierno, coste de oportunidad, etc.
La irrupción de nuevos partidos no ha contribuido significativamente a paliar este hecho, sino que estas formaciones han procurado rellenar segmentos del espectro ideológico preestablecido, delimitado desde la extrema izquierda a la extrema derecha, prefiriendo asentarse en su espacio político a la búsqueda de soluciones de gobernabilidad.
¿Partidos políticos o empresas?
Da la impresión de que los partidos funcionan como empresas, cuyo fin último es la búsqueda del beneficio en moneda de votos, no ya para gobernar o siquiera contribuir a la organización del estado, sino sencillamente para afianzarse en su hueco.
Así asistimos a recurrentes episodios de declaraciones o propuestas disparatadas, alejadas por completo de los límites del sentido común, pero que deliberadamente utilizan las distintas facciones para posicionarse en su demarcación y ser fácilmente reconocibles como adalides de la misma.
Esta división parcelaria encorseta la maniobrabilidad y dificulta aún más los acuerdos. Es curioso observar cómo los dos grandes partidos, el PP y el PSOE, al buscar apoyos, típicamente han optado por aliados más distantes ideológicamente antes que pactar entre sí, anteponiendo su rivalidad al interés general.
Tal proceder ha llevado a situaciones tan rocambolescas como que formaciones autonómicas de índole nacionalista, con exigua representatividad en número de votos dentro del cómputo de las elecciones generales, hayan impuesto condiciones nocivas para el conjunto de la ciudadanía como peaje por facilitar un gobierno.
Circunstancia que se viene repitiendo en comunidades autónomas y ayuntamientos, donde se da alas a extremismos minoritarios cuyo mayor afán no es más que la apología de su sectarismo.
Resulta de lo más incongruente contemplar cómo quienes promulgan dinamitar el Estado hacen uso de las propias instituciones del mismo para llevarlo a cabo, con la connivencia de sus socios, quienes miran para otro lado mientras les aguanten en el trono.
En 1979, Adolfo Suárez (UCD) ganó las elecciones por mayoría simple y obtuvo el apoyo de los diputados de UCD, CD, PSA, PAR y UP, así como la abstención de CIU.
En 1982 Felipe González contó con los votos de PCE, UCD y Euskadiko Ezkerra pese a contar con mayoría absoluta.
Tales situaciones, sin duda tan beneficiosas para la buena gestión del país como sanas para la convivencia, resultan chocantes a día de hoy, y se antojan impensables dentro del presente panorama político; la pregunta es: ¿por qué?
Homenaje a la concordia
La Transición, con la Constitución del 78 como exponente, supuso ante todo un homenaje a la concordia, ejemplificando la práctica del entendimiento y la búsqueda del bien común, ya que dada la proximidad de la dictadura y la guerra civil, las desavenencias y brechas de la época debieran ser mucho mayores que las actuales, y en cambio se logró tejer entre personas de las ideologías más dispares una Carta Magna que representase a todos.
El empuje de aquel espíritu se fue diluyendo progresivamente en favor del beneficio partidista, hasta alcanzar hoy un punto opuesto en el que los grupos parlamentarios, a pesar de las distintas opciones que ofrecen las matemáticas, insisten en llevar a la población a las urnas más veces de las necesarias, con el perjuicio que ello supone para la nación en términos de gasto directo, desgobierno, coste de oportunidad, etc.
La irrupción de nuevos partidos no ha contribuido significativamente a paliar este hecho, sino que estas formaciones han procurado rellenar segmentos del espectro ideológico preestablecido, delimitado desde la extrema izquierda a la extrema derecha, prefiriendo asentarse en su espacio político a la búsqueda de soluciones de gobernabilidad.
¿Partidos políticos o empresas?
Da la impresión de que los partidos funcionan como empresas, cuyo fin último es la búsqueda del beneficio en moneda de votos, no ya para gobernar o siquiera contribuir a la organización del estado, sino sencillamente para afianzarse en su hueco.
Así asistimos a recurrentes episodios de declaraciones o propuestas disparatadas, alejadas por completo de los límites del sentido común, pero que deliberadamente utilizan las distintas facciones para posicionarse en su demarcación y ser fácilmente reconocibles como adalides de la misma.
Esta división parcelaria encorseta la maniobrabilidad y dificulta aún más los acuerdos. Es curioso observar cómo los dos grandes partidos, el PP y el PSOE, al buscar apoyos, típicamente han optado por aliados más distantes ideológicamente antes que pactar entre sí, anteponiendo su rivalidad al interés general.
Tal proceder ha llevado a situaciones tan rocambolescas como que formaciones autonómicas de índole nacionalista, con exigua representatividad en número de votos dentro del cómputo de las elecciones generales, hayan impuesto condiciones nocivas para el conjunto de la ciudadanía como peaje por facilitar un gobierno.
Circunstancia que se viene repitiendo en comunidades autónomas y ayuntamientos, donde se da alas a extremismos minoritarios cuyo mayor afán no es más que la apología de su sectarismo.
Resulta de lo más incongruente contemplar cómo quienes promulgan dinamitar el Estado hacen uso de las propias instituciones del mismo para llevarlo a cabo, con la connivencia de sus socios, quienes miran para otro lado mientras les aguanten en el trono.
Deriva autodestructiva
Dividir toda postura política en izquierdas y derechas y plantar una barrera invisible pero infranqueable entre ambas nos ha sumido en esta deriva autodestructiva.
Un buen gobierno debe ser capaz de tomar las decisiones que más convengan en cada momento, independientemente de qué corriente puedan ser tildadas. Lo contrario es supeditar la dirección de un país a la esclavitud de una doctrina.
De igual modo, las fuerzas electas mayoritarias deben ser miscibles a la hora de formar gobierno. Dejar de lado la voluntad de millones de personas sólo porque su papeleta acabó en segundo lugar, es injusto e irresponsable.
Ciertamente todos los partidos contienen en sus programas medidas positivas. Es labor de los diputados dilucidar cuáles son las convenientes e implementarlas.
Sin embargo, el debate político, lejos de abrazar su esencia, que no debería ser otra que alcanzar la verdad a partir de las diferentes posturas, se ha convertido en luchas al KO para imponer una de las ideas contendientes.
La dinámica se contagia entre la clase política y la población, retroalimentándose y generando la crispación dominante hoy día, donde tanto en el Congreso como en la calle, reina un ambiente de conmigo o contra mí, totalmente contraproducente para la convivencia y el buen desarrollo de la sociedad.
Seguramente el reciente recuerdo de las consecuencias de llevar al extremo las discrepancias azuzó a los padres de la Constitución a ponerse de acuerdo.
No obstante, no es necesario llegar a una guerra civil para darse cuenta de lo dañino de esta forma de administración, que es interesada, cortoplacista y pobre. Desleal en definitiva con los principales valores que requiere el adecuado mando de una nación.
Elevar el debate
Elevar el debate, elaborar estrategias a largo plazo, promover pactos de estado en materias fundamentales, son, entre otras, prácticas necesarias para una gestión diligente, y de las que todos los grupos parlamentarios pueden y deben participar sin que por ello se contravenga su competitividad.
Al fin y al cabo, las herramientas del Estado se han dispuesto para estos fines. El gran problema actual, como ya sucediera en las postrimerías de la República de la antigua Roma (y que la arrastró a la dictadura), es que el mal uso de estos mecanismos, mediante el que el interés político fagocita al servicio público, está obstaculizando el desarrollo del país y desvirtuando su modelo de representatividad.
Si bien se trata de un Arca de Noé, con toda la diversidad incorporada a bordo, todos estamos en el mismo barco. Distinguir entre rivales y enemigos es un paso importante para empezar a establecer un diálogo que cambie realmente el rumbo de esta tendencia suicida.
Es esencial focalizar la actividad parlamentaria en abordar los problemas y desafíos que realmente afectan a la sociedad.
Pero la responsabilidad no recae únicamente sobre los políticos; gozamos de una democracia, está en la mano de cada ciudadano ser partidario o detractor de quien fomente esta tiranía de la necedad.
Dividir toda postura política en izquierdas y derechas y plantar una barrera invisible pero infranqueable entre ambas nos ha sumido en esta deriva autodestructiva.
Un buen gobierno debe ser capaz de tomar las decisiones que más convengan en cada momento, independientemente de qué corriente puedan ser tildadas. Lo contrario es supeditar la dirección de un país a la esclavitud de una doctrina.
De igual modo, las fuerzas electas mayoritarias deben ser miscibles a la hora de formar gobierno. Dejar de lado la voluntad de millones de personas sólo porque su papeleta acabó en segundo lugar, es injusto e irresponsable.
Ciertamente todos los partidos contienen en sus programas medidas positivas. Es labor de los diputados dilucidar cuáles son las convenientes e implementarlas.
Sin embargo, el debate político, lejos de abrazar su esencia, que no debería ser otra que alcanzar la verdad a partir de las diferentes posturas, se ha convertido en luchas al KO para imponer una de las ideas contendientes.
La dinámica se contagia entre la clase política y la población, retroalimentándose y generando la crispación dominante hoy día, donde tanto en el Congreso como en la calle, reina un ambiente de conmigo o contra mí, totalmente contraproducente para la convivencia y el buen desarrollo de la sociedad.
Seguramente el reciente recuerdo de las consecuencias de llevar al extremo las discrepancias azuzó a los padres de la Constitución a ponerse de acuerdo.
No obstante, no es necesario llegar a una guerra civil para darse cuenta de lo dañino de esta forma de administración, que es interesada, cortoplacista y pobre. Desleal en definitiva con los principales valores que requiere el adecuado mando de una nación.
Elevar el debate
Elevar el debate, elaborar estrategias a largo plazo, promover pactos de estado en materias fundamentales, son, entre otras, prácticas necesarias para una gestión diligente, y de las que todos los grupos parlamentarios pueden y deben participar sin que por ello se contravenga su competitividad.
Al fin y al cabo, las herramientas del Estado se han dispuesto para estos fines. El gran problema actual, como ya sucediera en las postrimerías de la República de la antigua Roma (y que la arrastró a la dictadura), es que el mal uso de estos mecanismos, mediante el que el interés político fagocita al servicio público, está obstaculizando el desarrollo del país y desvirtuando su modelo de representatividad.
Si bien se trata de un Arca de Noé, con toda la diversidad incorporada a bordo, todos estamos en el mismo barco. Distinguir entre rivales y enemigos es un paso importante para empezar a establecer un diálogo que cambie realmente el rumbo de esta tendencia suicida.
Es esencial focalizar la actividad parlamentaria en abordar los problemas y desafíos que realmente afectan a la sociedad.
Pero la responsabilidad no recae únicamente sobre los políticos; gozamos de una democracia, está en la mano de cada ciudadano ser partidario o detractor de quien fomente esta tiranía de la necedad.