La paternidad o la maternidad no aportan felicidad, señalan estudios realizados en los últimos años que, en parte, vienen a desmontar el “mito” de que los hijos vienen a colmar de dicha a los padres. Esto es lo que explica el psicólogo Nattavudh Powdthavee, del Department of Economics and Related Studies de la Universidad de York, en el Reino Unido, en un artículo publicado en The Psychologist, en el que señala cuáles han sido dichos estudios y el por qué de la creencia ampliamente extendida de que los hijos dan felicidad a los padres.
Según Powdthavee, en las últimas décadas, los diversos análisis sobre el tema realizados por sociólogos no han encontrado ninguna relación entre tener niños y ser felices.
Por ejemplo, un estudio reciente realizado en el Reino Unido por el propio Powdthavee y sus colaboradores, constató que padres y no padres informaron de los mismos niveles de satisfacción vital.
Evidencias de infelicidad
Pero investigaciones previas realizadas en Europa y Estados Unidos revelaron, incluso, que los padres y madres presentan niveles significativamente más bajos de satisfacción que los presentados por adultos sin hijos.
Por ejemplo, señala Powdthavee, utilizando datos de Europa y América, diversos especialistas han encontrado evidencias de que los padres son menos felices (Alesina et al., 2004), tienen niveles más bajos de satisfacción vital (Di Tella et al., 2003), menos satisfacción marital (Twenge et al., 2003 ) y menos bienestar mental (Clark & Oswald, 2002), en comparación con los no-padres.
Por lado, también existen evidencias de que las tensiones asociadas con la paternidad no sólo aparecen en el periodo de la crianza, cuando los hijos son física y económicamente dependientes.
En 1981, una investigación (Glenn y McLanahan) estableció que los padres mayores, cuyos hijos ya habían abandonado su casa, también eran ligeramente menos felices que los adultos, de edades y estatus similares, que no habían tenido hijos.
Todos estos resultados, según Powdthavee, apuntarían a una demoledora conclusión: que los hijos no traen felicidad a las vidas de los padres.
Felicidad puntual y carga real
La creencia de que los hijos nos harán felices sería una verdadera ilusión, apunta Powdthavee. Imaginar cómo sería ser padre o madre suele consistir en concentrarse sólo en las cosas buenas, y dejar de lado las malas.
Esto ocurre, principalmente, porque se cree que experiencias como la primera sonrisa de un hijo o que éste se case nos colmarán de dicha. Y, así es, pero esta felicidad sólo dura un rato.
Sin embargo, cuando se quiere tener un bebé, nadie piensa que el día a día estará lleno de otro tipo de experiencias, como tener que resolver problemas, cocinar, lavar la ropa, etc. Son todas estas duras situaciones cotidianas las que impactan en los niveles de felicidad y en la satisfacción vital de los padres.
McLanahan y Adams (1989) descubrieron, por ejemplo, que los padres que pasan una cantidad de tiempo considerable con sus hijos en casa, preocupándose por ellos y atendiéndolos, se sienten menos eficaces como adultos que las personas sin hijos.
Evidentemente, se produce por tanto un contraste entre lo que esperamos cuando pensamos en los hijos, y lo que luego resulta ser la experiencia. Según Powdthavee, cuando planeamos tener un bebé, solemos pensar en bebés sanos, guapos y risueños. Después, el día a día se nos impone.
Cuestiones pendientes
¿Pero por qué se tiene esa perspectiva “perfecta” de la paternidad o de la maternidad? Una explicación posible, según Daniel Gilbert (2006), sería que la creencia en que los “niños traen la felicidad” se transmite mucho mejor de generación en generación que la creencia “los niños traen la desdicha”.
Gilbert apunta a que esta facilidad en la transmisión de tal idea, frente a la dificultad de transmisión de la otra, sería en resumidas cuentas favorable a la expansión de la descendencia (y, por tanto, de la especie).
Tendemos por tanto a centrar más la atención en las cosas buenas que trae la paternidad y menos en las malas. Las primeras, según otro estudio realizado en 2008 (Clark y colaboradores), se producen más en el primer año de vida del bebé.
Al parecer, tanto hombres como mujeres presentan un significativo aumento de su satisfacción vital el primer año tras el nacimiento de un hijo, pero a partir del primer año y durante los cuatro años siguientes, ambos experimentan una reducción significativa de su felicidad.
¿Problema occidental?
A pesar de la coincidencia en los resultados de todas estas investigaciones, Powdthavee señala que aún quedan muchas preguntas sin responder. Por ejemplo, dado que todos los datos de los estudios presentados han sido tomados de países desarrollados, con una cultura muy homogénea, ¿qué ocurriría si las investigaciones se hicieran en otras culturas?
Por otra parte, ¿qué sucede si el hijo o hija no es del sexo que los padres esperan? O ¿cuál es el número óptimo de hijos que hay que tener para no minimizar el bienestar de los padres? El autor –que no tiene hijos- señala que todavía queda mucha investigación por hacer en esta área, para entender a fondo la cuestión.
Porque las razones para estos resultados negativos quizá no vengan sólo del gran esfuerzo que desde siempre ha supuesto criar a los hijos, sino también del tipo de sociedad en que los sacamos adelante, tal y como apuntaba la revista Newsweek en un artículo publicado en 2008.
En él, se explica que en la época pre-industrial las razones para tener descendencia eran, entre otras, que los hijos ayudaban al mantenimiento de las familias y a su perpetuación. Los niños eran una necesidad. Hoy día, las razones para tener descendencia son sobre todo emocionales, y los hijos se tienen en un mundo cada vez más complicado y en un entorno social con otras prioridades.
Actualmente, en las sociedades occidentales, la mayoría de los padres trabajan fuera de casa, tienen menos apoyo familiar en la crianza y afrontan grandes gastos económicos en educación y atención de los hijos.
Además, tal y como señala el informe “State of Our Unions”, realizado por The National Marriage Project's 2006, los padres presentan una satisfacción marital menor que los no-padres porque en la gente pasa hoy más años de su vida soltera o sin hijos que en generaciones anteriores.
Esta circunstancia conlleva que la situación de la crianza de los hijos compita con los logros y las formas de vida más acomodadas de sus padres en el pasado.
Según Powdthavee, en las últimas décadas, los diversos análisis sobre el tema realizados por sociólogos no han encontrado ninguna relación entre tener niños y ser felices.
Por ejemplo, un estudio reciente realizado en el Reino Unido por el propio Powdthavee y sus colaboradores, constató que padres y no padres informaron de los mismos niveles de satisfacción vital.
Evidencias de infelicidad
Pero investigaciones previas realizadas en Europa y Estados Unidos revelaron, incluso, que los padres y madres presentan niveles significativamente más bajos de satisfacción que los presentados por adultos sin hijos.
Por ejemplo, señala Powdthavee, utilizando datos de Europa y América, diversos especialistas han encontrado evidencias de que los padres son menos felices (Alesina et al., 2004), tienen niveles más bajos de satisfacción vital (Di Tella et al., 2003), menos satisfacción marital (Twenge et al., 2003 ) y menos bienestar mental (Clark & Oswald, 2002), en comparación con los no-padres.
Por lado, también existen evidencias de que las tensiones asociadas con la paternidad no sólo aparecen en el periodo de la crianza, cuando los hijos son física y económicamente dependientes.
En 1981, una investigación (Glenn y McLanahan) estableció que los padres mayores, cuyos hijos ya habían abandonado su casa, también eran ligeramente menos felices que los adultos, de edades y estatus similares, que no habían tenido hijos.
Todos estos resultados, según Powdthavee, apuntarían a una demoledora conclusión: que los hijos no traen felicidad a las vidas de los padres.
Felicidad puntual y carga real
La creencia de que los hijos nos harán felices sería una verdadera ilusión, apunta Powdthavee. Imaginar cómo sería ser padre o madre suele consistir en concentrarse sólo en las cosas buenas, y dejar de lado las malas.
Esto ocurre, principalmente, porque se cree que experiencias como la primera sonrisa de un hijo o que éste se case nos colmarán de dicha. Y, así es, pero esta felicidad sólo dura un rato.
Sin embargo, cuando se quiere tener un bebé, nadie piensa que el día a día estará lleno de otro tipo de experiencias, como tener que resolver problemas, cocinar, lavar la ropa, etc. Son todas estas duras situaciones cotidianas las que impactan en los niveles de felicidad y en la satisfacción vital de los padres.
McLanahan y Adams (1989) descubrieron, por ejemplo, que los padres que pasan una cantidad de tiempo considerable con sus hijos en casa, preocupándose por ellos y atendiéndolos, se sienten menos eficaces como adultos que las personas sin hijos.
Evidentemente, se produce por tanto un contraste entre lo que esperamos cuando pensamos en los hijos, y lo que luego resulta ser la experiencia. Según Powdthavee, cuando planeamos tener un bebé, solemos pensar en bebés sanos, guapos y risueños. Después, el día a día se nos impone.
Cuestiones pendientes
¿Pero por qué se tiene esa perspectiva “perfecta” de la paternidad o de la maternidad? Una explicación posible, según Daniel Gilbert (2006), sería que la creencia en que los “niños traen la felicidad” se transmite mucho mejor de generación en generación que la creencia “los niños traen la desdicha”.
Gilbert apunta a que esta facilidad en la transmisión de tal idea, frente a la dificultad de transmisión de la otra, sería en resumidas cuentas favorable a la expansión de la descendencia (y, por tanto, de la especie).
Tendemos por tanto a centrar más la atención en las cosas buenas que trae la paternidad y menos en las malas. Las primeras, según otro estudio realizado en 2008 (Clark y colaboradores), se producen más en el primer año de vida del bebé.
Al parecer, tanto hombres como mujeres presentan un significativo aumento de su satisfacción vital el primer año tras el nacimiento de un hijo, pero a partir del primer año y durante los cuatro años siguientes, ambos experimentan una reducción significativa de su felicidad.
¿Problema occidental?
A pesar de la coincidencia en los resultados de todas estas investigaciones, Powdthavee señala que aún quedan muchas preguntas sin responder. Por ejemplo, dado que todos los datos de los estudios presentados han sido tomados de países desarrollados, con una cultura muy homogénea, ¿qué ocurriría si las investigaciones se hicieran en otras culturas?
Por otra parte, ¿qué sucede si el hijo o hija no es del sexo que los padres esperan? O ¿cuál es el número óptimo de hijos que hay que tener para no minimizar el bienestar de los padres? El autor –que no tiene hijos- señala que todavía queda mucha investigación por hacer en esta área, para entender a fondo la cuestión.
Porque las razones para estos resultados negativos quizá no vengan sólo del gran esfuerzo que desde siempre ha supuesto criar a los hijos, sino también del tipo de sociedad en que los sacamos adelante, tal y como apuntaba la revista Newsweek en un artículo publicado en 2008.
En él, se explica que en la época pre-industrial las razones para tener descendencia eran, entre otras, que los hijos ayudaban al mantenimiento de las familias y a su perpetuación. Los niños eran una necesidad. Hoy día, las razones para tener descendencia son sobre todo emocionales, y los hijos se tienen en un mundo cada vez más complicado y en un entorno social con otras prioridades.
Actualmente, en las sociedades occidentales, la mayoría de los padres trabajan fuera de casa, tienen menos apoyo familiar en la crianza y afrontan grandes gastos económicos en educación y atención de los hijos.
Además, tal y como señala el informe “State of Our Unions”, realizado por The National Marriage Project's 2006, los padres presentan una satisfacción marital menor que los no-padres porque en la gente pasa hoy más años de su vida soltera o sin hijos que en generaciones anteriores.
Esta circunstancia conlleva que la situación de la crianza de los hijos compita con los logros y las formas de vida más acomodadas de sus padres en el pasado.