A principios del tercer milenio el cerebro humano sigue siendo un órgano oculto que se resiste a rendir sus secretos. Los científicos todavía no han logrado entender los mecanismos neuronales que sustentan el pensamiento y la conciencia. Una gran parte de estas funciones ocurre en la corteza cerebral, un tejido que parece la cáscara de un enorme fruto, una papaya por ejemplo, que hubiese sido estrujada y arrugada al introducirla en nuestro cráneo.
Me gustaría extraer esta corteza para, al desplegar su surcos, extenderla como un pañuelo en el escritorio frente a mí, con el propósito de escudriñar su textura. Si pudiese hacerlo tendría ahora bajo mis ojos un hermoso paño gris de unos dos o tres palmos de ancho. Mi mirada podría recorrer la delgada superficie para buscar señales que me permitirían descifrar el misterio escondido en la red que conecta a miles de millones de neuronas.
Algo similar es lo que han logrado hacer los neurobiólogos. Gracias al refinamiento de nuevas técnicas de observación del sistema nervioso (como las tomografías de emisión positrónica y las imágenes de resonancia magnética funcional) los científicos avanzaron en el estudio de las funciones cerebrales.
En su euforia bautizaron los últimos diez años del siglo XX como la década del cerebro, y muchos creyeron que estaban muy cerca de la solución de uno de los más grandes misterios con los que se enfrenta la ciencia. Sin embargo, aunque desplegaron ante nuestros ojos coloridas imágenes del maravilloso paisaje interior del cerebro, no lograron explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia.
¿Mal congénito?
En cierta manera los científicos abordaron el problema de la conciencia humana como lo hicieron los naturalistas del siglo XVIII, que buscaban al hombre en estado de naturaleza con el objeto de comprender la esencia desnuda de lo humano, despojado de toda la artificialidad que lo oculta. ¿Es la cultura responsable de la violencia y la corrupción que dominan a los hombres? ¿O hay un mal congénito impreso en la naturaleza misma del hombre?
Para desentrañar el misterio de la conciencia humana, la neurología también ha intentado buscar los resortes biológicos naturales de la mente en el funcionamiento del sistema nervioso central. Se ha querido desembarazar al cerebro de las vestiduras artificiales y subjetivas que lo envuelven, para intentar responder a la pregunta: ¿la conciencia, el lenguaje y la inteligencia son un fruto de la cultura o están estampados genéticamente en los circuitos neuronales?
Sabemos desde hace tiempo que el hombre en estado de naturaleza no existió más que en la imaginación de los filósofos y naturalistas ilustrados. Y podemos sospechar que el hombre neuronal desnudo tampoco existe: un cerebro humano en estado de naturaleza es una ficción. Es comprensible y muy positivo que desde el principio la década del cerebro quedase marcada por un fuerte rechazo del dualismo cartesiano. Gerald Edelman, uno de los más inteligentes neurocientíficos actuales, abre su libro sobre el tema de la mente con una crítica a la idea de una sustancia pensante (res cogitans) separada del cuerpo, formulada por Descartes. Pero el asunto se enturbió cuando el rechazo a las sustancias pensantes metafísicas se convirtió en una ceguera ante los procesos culturales y sociales, que son ciertamente extraacorpóreos.
Con esta inquietud en la mente, al finalizar la década del cerebro leí el inteligente balance hecho por Stevan Hartad (“No easy way out”) de los intentos por desvelar el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas. De este trabajo se desprende que la década del cerebro avanzó en la explicación de algunos aspectos del funcionamiento neuronal, pero dejó en la oscuridad el problema de la conciencia.
Este balance me estimuló poderosamente, y me hizo pensar que la neurobiología había hecho a un lado aspectos fundamentales sin los cuales parecería difícil avanzar.
La conciencia en otra parte
Mi primera impresión fue la siguiente: los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Quiero recordar que uso el término conciencia para referirme a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. Ante esta búsqueda supuse que un médico renacentista pensaría que el sentimiento de constituir una partícula individual única podría ser parte de la angustia producida por una función defectuosa de los impulsos neumáticos en los ventrículos cerebrales que impediría comprender el lugar del hombre en la Creación. La conciencia no solamente radicaría en el funcionamiento del cerebro, sino además (y acaso principalmente) en el sufrimiento de una disfunción.
Se dice que un motor o una máquina neumática (como el cerebro en que pensaba la medicina galénica, animado por el pneuma) “sufre” cuando se aplica a una tarea superior a sus fuerzas. El resultado es que se para. Como experimento mental, supongamos que ese motor neumático es un “cerebro en estado de naturaleza” enfrentado a resolver un problema que está más allá de su capacidad. Este motor neumático está sometido a un “sufrimiento”.
Ahora supongamos que este cerebro neumático abandona su estado de naturaleza, y no se apaga ni se para como le ocurriría a un motor limitado a usar únicamente sus recursos “naturales”. En lugar de detenerse y quedarse estacionado en su condición natural, este hipotético motor neuronal genera una prótesis mental para sobrevivir a pesar del intenso sufrimiento. Esta prótesis ni tiene un carácter somático, pero sustituye las funciones somáticas debilitadas.
Hay que señalar de inmediato que es necesario reprimir los impulsos cartesianos de un médico del siglo XVII: estas prótesis extrasomáticas no son sustancias pensantes apartadas del cuerpo, ni energías sobrenaturales y metafísicas, ni programas informáticos que pueden separarse del cuerpo como la sonrisa de Cheshire. La prótesis es en realidad una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro. Por supuesto, esta búsqueda debe tratar de encontrar algunos mecanismos cerebrales que puedan conectarse con los elementos extracorporales.
Prótesis cultural
Regresemos a nuestro experimento mental. Tendremos que tratar de explicar por qué un ser humano (o protohumano) enfrentado a un importante reto –como puede ser un cambio de hábita-, y al sentir por ello un agudo sufrimiento, a diferencia de lo que le ocurriría a un motor (o a una mosca), genera una poderosa conciencia individual en lugar de quedar paralizado o muerto.
En su origen esta conciencia es una prótesis cultural (de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil. Los circuitos de las emociones angustiosas generadas por la dificultad de sobrevivir pasan por los espacios extrasomáticos de las prótesis culturales, pero los circuitos neuronales a los que se conectan se percatan de la “exterioridad” o “extrañeza” de estos canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino en que una porción de ese contorno externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales.
Para decirlo de otra manera: la incapacidad y disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia.
Uno de los mejores investigadores reseñados por Hartad, Antonio Damasio, insiste en la división entre el medio interior, precursor del yo individual, y su contorno exterior. Es posible que esta creencia, profundamente arraigada entre los neurobiólogos, sea un obstáculo para avanzar en la comprensión de las bases fisiológicas de la conciencia humana.
Circuitos externos
Consideremos una idea diferente: la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno. Es como si una parte del metabolismo digestivo y sanguíneo ocurriese artificialmente fuera de nosotros. Podríamos contemplar, plastificadas, nuestras tripas y nuestras venas enganchadas a un sistema portátil de prótesis impulsadas por sistemas cibernéticos programados.
Esto ocurre en los cyborgs de la ciencia-ficción y en los experimentos realizados en primates, los cuales, gracias a un electrodo implantado, han logrado controlar mentalmente una conexión cerebro-máquina para mover a distancia un brazo robot. En cambio, estamos acostumbrados a estar rodeados de prótesis que nos ayudan a memorizar, a calcular e incluso a codificar nuestras emociones.
Al respecto, otro de los libros con que se cierra la década del cerebro, del filósofo Colin McGinn, usa una imagen que me parece muy importante, aunque la desaprovecha lamentablemente. En su argumentación para demostrar que el cerebro humano es incapaz de encontrar una solución al problema de la conciencia, McGinn imagina un organismo cuyo cerebro, en lugar de estar oculto dentro del cráneo, está distribuido fuera de su cuerpo como una piel.
Se trata del exocerebro, similar al exoesqueleto de los insectos o de los crustáceos. El hecho de que esté expuesto al exterior no hace que este pellejo pensante sea más fácil de entender cuando, por ejemplo, este organismo tiene la experiencia del rojo.
El carácter “privado” de la conciencia, dice McGinn, no tiene nada que ver con el hecho de que nuestro cerebro se encuentra oculto: la experiencia del color rojo en todos los casos se encuentra enterrada en una interioridad completamente inaccesible. El error de McGinn consiste en creer que la conciencia está sepultada en la interioridad.
Exocerebro cultural
Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal es capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias con tintas y pinturas de ese color.
Hay que decir que la idea de un cerebro externo fue esbozada originalmente por Santiago Ramón y Cajal, quien al comprobar la extraordinaria y precisa selectividad de las redes neuronales en la retina, consideró a éstas como un cerebro simple, colocado fuera del cráneo.
Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. (El autor se refiere a las ideas de Paul D. McLean, A triune concep of brain and behaviour. Se refiere a tres tipos de cerebro: reptílico, paleomamífero y neomamífero). Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro.
Para explicar y complementar la idea, me gustaría hacer aquí un paralelismo inspirado en la ingeniería biomédica, que construye sistemas de sustitución sensorial para ciegos, sordos y otros discapacitados. La plasticidad neuronal permite que el cerebro se adapte y construya en diferentes áreas los circuitos que funcionan con deficiencias.
Si trasladamos al exocerebro este enfoque, podemos suponer que importantes deficiencias o carencias del sistema de codificación y clasificación, surgidas a raíz de un cambio ambiental o de mutaciones que afectan seriamente algunos sentidos (olfato, oído), auspiciaron en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales (áreas de Broca y Wernicke) estrechamente ligadas a sistemas culturales de codificación simbólica y lingüística.
La nueva condición presenta un problema: la actividad neuronal sustitutiva no se entiende sin la prótesis cultural correspondiente. Esta prótesis puede definirse como un sistema simbólico de sustitución que tendría su origen en un conjunto de mecanismos compensatorios que remplazan a aquellos que se han deteriorado o que sufren deficiencias ante un medio ambiente muy distinto.
Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico.
Este texto es un resumen del capítulo La Hipótesis de la obra Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, escrita por el Antropólogo Roger Bartra y publicada en España por la Editorial Pre-Textos. Se reproduce con autorización de la editorial.
Me gustaría extraer esta corteza para, al desplegar su surcos, extenderla como un pañuelo en el escritorio frente a mí, con el propósito de escudriñar su textura. Si pudiese hacerlo tendría ahora bajo mis ojos un hermoso paño gris de unos dos o tres palmos de ancho. Mi mirada podría recorrer la delgada superficie para buscar señales que me permitirían descifrar el misterio escondido en la red que conecta a miles de millones de neuronas.
Algo similar es lo que han logrado hacer los neurobiólogos. Gracias al refinamiento de nuevas técnicas de observación del sistema nervioso (como las tomografías de emisión positrónica y las imágenes de resonancia magnética funcional) los científicos avanzaron en el estudio de las funciones cerebrales.
En su euforia bautizaron los últimos diez años del siglo XX como la década del cerebro, y muchos creyeron que estaban muy cerca de la solución de uno de los más grandes misterios con los que se enfrenta la ciencia. Sin embargo, aunque desplegaron ante nuestros ojos coloridas imágenes del maravilloso paisaje interior del cerebro, no lograron explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia.
¿Mal congénito?
En cierta manera los científicos abordaron el problema de la conciencia humana como lo hicieron los naturalistas del siglo XVIII, que buscaban al hombre en estado de naturaleza con el objeto de comprender la esencia desnuda de lo humano, despojado de toda la artificialidad que lo oculta. ¿Es la cultura responsable de la violencia y la corrupción que dominan a los hombres? ¿O hay un mal congénito impreso en la naturaleza misma del hombre?
Para desentrañar el misterio de la conciencia humana, la neurología también ha intentado buscar los resortes biológicos naturales de la mente en el funcionamiento del sistema nervioso central. Se ha querido desembarazar al cerebro de las vestiduras artificiales y subjetivas que lo envuelven, para intentar responder a la pregunta: ¿la conciencia, el lenguaje y la inteligencia son un fruto de la cultura o están estampados genéticamente en los circuitos neuronales?
Sabemos desde hace tiempo que el hombre en estado de naturaleza no existió más que en la imaginación de los filósofos y naturalistas ilustrados. Y podemos sospechar que el hombre neuronal desnudo tampoco existe: un cerebro humano en estado de naturaleza es una ficción. Es comprensible y muy positivo que desde el principio la década del cerebro quedase marcada por un fuerte rechazo del dualismo cartesiano. Gerald Edelman, uno de los más inteligentes neurocientíficos actuales, abre su libro sobre el tema de la mente con una crítica a la idea de una sustancia pensante (res cogitans) separada del cuerpo, formulada por Descartes. Pero el asunto se enturbió cuando el rechazo a las sustancias pensantes metafísicas se convirtió en una ceguera ante los procesos culturales y sociales, que son ciertamente extraacorpóreos.
Con esta inquietud en la mente, al finalizar la década del cerebro leí el inteligente balance hecho por Stevan Hartad (“No easy way out”) de los intentos por desvelar el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas. De este trabajo se desprende que la década del cerebro avanzó en la explicación de algunos aspectos del funcionamiento neuronal, pero dejó en la oscuridad el problema de la conciencia.
Este balance me estimuló poderosamente, y me hizo pensar que la neurobiología había hecho a un lado aspectos fundamentales sin los cuales parecería difícil avanzar.
La conciencia en otra parte
Mi primera impresión fue la siguiente: los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Quiero recordar que uso el término conciencia para referirme a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. Ante esta búsqueda supuse que un médico renacentista pensaría que el sentimiento de constituir una partícula individual única podría ser parte de la angustia producida por una función defectuosa de los impulsos neumáticos en los ventrículos cerebrales que impediría comprender el lugar del hombre en la Creación. La conciencia no solamente radicaría en el funcionamiento del cerebro, sino además (y acaso principalmente) en el sufrimiento de una disfunción.
Se dice que un motor o una máquina neumática (como el cerebro en que pensaba la medicina galénica, animado por el pneuma) “sufre” cuando se aplica a una tarea superior a sus fuerzas. El resultado es que se para. Como experimento mental, supongamos que ese motor neumático es un “cerebro en estado de naturaleza” enfrentado a resolver un problema que está más allá de su capacidad. Este motor neumático está sometido a un “sufrimiento”.
Ahora supongamos que este cerebro neumático abandona su estado de naturaleza, y no se apaga ni se para como le ocurriría a un motor limitado a usar únicamente sus recursos “naturales”. En lugar de detenerse y quedarse estacionado en su condición natural, este hipotético motor neuronal genera una prótesis mental para sobrevivir a pesar del intenso sufrimiento. Esta prótesis ni tiene un carácter somático, pero sustituye las funciones somáticas debilitadas.
Hay que señalar de inmediato que es necesario reprimir los impulsos cartesianos de un médico del siglo XVII: estas prótesis extrasomáticas no son sustancias pensantes apartadas del cuerpo, ni energías sobrenaturales y metafísicas, ni programas informáticos que pueden separarse del cuerpo como la sonrisa de Cheshire. La prótesis es en realidad una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro. Por supuesto, esta búsqueda debe tratar de encontrar algunos mecanismos cerebrales que puedan conectarse con los elementos extracorporales.
Prótesis cultural
Regresemos a nuestro experimento mental. Tendremos que tratar de explicar por qué un ser humano (o protohumano) enfrentado a un importante reto –como puede ser un cambio de hábita-, y al sentir por ello un agudo sufrimiento, a diferencia de lo que le ocurriría a un motor (o a una mosca), genera una poderosa conciencia individual en lugar de quedar paralizado o muerto.
En su origen esta conciencia es una prótesis cultural (de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil. Los circuitos de las emociones angustiosas generadas por la dificultad de sobrevivir pasan por los espacios extrasomáticos de las prótesis culturales, pero los circuitos neuronales a los que se conectan se percatan de la “exterioridad” o “extrañeza” de estos canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino en que una porción de ese contorno externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales.
Para decirlo de otra manera: la incapacidad y disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia.
Uno de los mejores investigadores reseñados por Hartad, Antonio Damasio, insiste en la división entre el medio interior, precursor del yo individual, y su contorno exterior. Es posible que esta creencia, profundamente arraigada entre los neurobiólogos, sea un obstáculo para avanzar en la comprensión de las bases fisiológicas de la conciencia humana.
Circuitos externos
Consideremos una idea diferente: la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno. Es como si una parte del metabolismo digestivo y sanguíneo ocurriese artificialmente fuera de nosotros. Podríamos contemplar, plastificadas, nuestras tripas y nuestras venas enganchadas a un sistema portátil de prótesis impulsadas por sistemas cibernéticos programados.
Esto ocurre en los cyborgs de la ciencia-ficción y en los experimentos realizados en primates, los cuales, gracias a un electrodo implantado, han logrado controlar mentalmente una conexión cerebro-máquina para mover a distancia un brazo robot. En cambio, estamos acostumbrados a estar rodeados de prótesis que nos ayudan a memorizar, a calcular e incluso a codificar nuestras emociones.
Al respecto, otro de los libros con que se cierra la década del cerebro, del filósofo Colin McGinn, usa una imagen que me parece muy importante, aunque la desaprovecha lamentablemente. En su argumentación para demostrar que el cerebro humano es incapaz de encontrar una solución al problema de la conciencia, McGinn imagina un organismo cuyo cerebro, en lugar de estar oculto dentro del cráneo, está distribuido fuera de su cuerpo como una piel.
Se trata del exocerebro, similar al exoesqueleto de los insectos o de los crustáceos. El hecho de que esté expuesto al exterior no hace que este pellejo pensante sea más fácil de entender cuando, por ejemplo, este organismo tiene la experiencia del rojo.
El carácter “privado” de la conciencia, dice McGinn, no tiene nada que ver con el hecho de que nuestro cerebro se encuentra oculto: la experiencia del color rojo en todos los casos se encuentra enterrada en una interioridad completamente inaccesible. El error de McGinn consiste en creer que la conciencia está sepultada en la interioridad.
Exocerebro cultural
Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal es capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias con tintas y pinturas de ese color.
Hay que decir que la idea de un cerebro externo fue esbozada originalmente por Santiago Ramón y Cajal, quien al comprobar la extraordinaria y precisa selectividad de las redes neuronales en la retina, consideró a éstas como un cerebro simple, colocado fuera del cráneo.
Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. (El autor se refiere a las ideas de Paul D. McLean, A triune concep of brain and behaviour. Se refiere a tres tipos de cerebro: reptílico, paleomamífero y neomamífero). Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro.
Para explicar y complementar la idea, me gustaría hacer aquí un paralelismo inspirado en la ingeniería biomédica, que construye sistemas de sustitución sensorial para ciegos, sordos y otros discapacitados. La plasticidad neuronal permite que el cerebro se adapte y construya en diferentes áreas los circuitos que funcionan con deficiencias.
Si trasladamos al exocerebro este enfoque, podemos suponer que importantes deficiencias o carencias del sistema de codificación y clasificación, surgidas a raíz de un cambio ambiental o de mutaciones que afectan seriamente algunos sentidos (olfato, oído), auspiciaron en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales (áreas de Broca y Wernicke) estrechamente ligadas a sistemas culturales de codificación simbólica y lingüística.
La nueva condición presenta un problema: la actividad neuronal sustitutiva no se entiende sin la prótesis cultural correspondiente. Esta prótesis puede definirse como un sistema simbólico de sustitución que tendría su origen en un conjunto de mecanismos compensatorios que remplazan a aquellos que se han deteriorado o que sufren deficiencias ante un medio ambiente muy distinto.
Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico.
Este texto es un resumen del capítulo La Hipótesis de la obra Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, escrita por el Antropólogo Roger Bartra y publicada en España por la Editorial Pre-Textos. Se reproduce con autorización de la editorial.