Imagen: chrisharvey. Fuente: PhotoXpress.
Suele decirse que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, en otras palabras, que las personas podemos alcanzar grandes logros y también cometer equivocaciones nefastas.
Casos paradigmáticos de esta ambivalencia los hemos visto en el exciclista Lance Armstrong (cuyo auténtico nombre es Lance Edward Gunderson) y en el atleta australiano Oscar Pistorius: el primero fue un referente moral en la lucha contra el cáncer, a la vez que conseguía la victoria en siete Tours gracias al dopaje; el segundo, todo un ejemplo de superación personal y abanderado de las personas discapacitadas, que ha terminado en prisión tras pegar cuatro tiros a su pareja.
Las vidas de Armstrong y Pistorius son quizá casos extremos de contradicción, pero nos han recordado que las personas no somos esencialmente buenas o malas, sino que nos comportamos bien o mal según el momento y las circunstancias.
¿Qué impide, por ejemplo, que un condenado por cualquier caso de corrupción sea también un padre tierno y afectuoso? ¿Cómo sabemos que el siniestro secuestrador de Cleveland no es un acérrimo defensor de las ballenas? Y el más violento de los maltratadores… ¿acaso estamos seguros de que nunca se ofreció a bajar de un árbol al gato de su vecina?
La decadencia de los códigos de conducta
Es bien sabido que las grandes ideologías y las religiones clásicas llevan décadas sumidas en una profunda crisis (a excepción del neoliberalismo, claro está). Más allá de si esta crisis ideológica nos ha hecho más libres o más egoístas, es evidente que ha comportado una pérdida de lo que eran códigos universales de conducta, encargados de pautar nuestros actos en cualquier ámbito y cualquier situación.
Si hubo un tiempo en qué seguíamos ciegamente las directrices, pongamos por caso, del evangelio o las del marxismo, ahora tenemos que apañarnos con una amalgama de valores más o menos independientes unos de otros y que no tienen porque complementarse.
Poseer uno cualquiera de estos valores no implica necesariamente que hayamos interiorizado los otros. La principal consecuencia de esta falta de coherencia es que somos más inconstantes e imprevisibles que generaciones anteriores (más espontáneos, para quién lo prefiera así).
En esta arena de valores inconexos, los principios más sólidos son aquellos que no sólo se adquirieren mediante el proceso educativo, sino que también resultan útiles a nuestros intereses, o se benefician de la presión social o jurídica (es el caso de la amistad, de la capacidad de sacrificio o del respeto por los bienes ajenos).
Casos paradigmáticos de esta ambivalencia los hemos visto en el exciclista Lance Armstrong (cuyo auténtico nombre es Lance Edward Gunderson) y en el atleta australiano Oscar Pistorius: el primero fue un referente moral en la lucha contra el cáncer, a la vez que conseguía la victoria en siete Tours gracias al dopaje; el segundo, todo un ejemplo de superación personal y abanderado de las personas discapacitadas, que ha terminado en prisión tras pegar cuatro tiros a su pareja.
Las vidas de Armstrong y Pistorius son quizá casos extremos de contradicción, pero nos han recordado que las personas no somos esencialmente buenas o malas, sino que nos comportamos bien o mal según el momento y las circunstancias.
¿Qué impide, por ejemplo, que un condenado por cualquier caso de corrupción sea también un padre tierno y afectuoso? ¿Cómo sabemos que el siniestro secuestrador de Cleveland no es un acérrimo defensor de las ballenas? Y el más violento de los maltratadores… ¿acaso estamos seguros de que nunca se ofreció a bajar de un árbol al gato de su vecina?
La decadencia de los códigos de conducta
Es bien sabido que las grandes ideologías y las religiones clásicas llevan décadas sumidas en una profunda crisis (a excepción del neoliberalismo, claro está). Más allá de si esta crisis ideológica nos ha hecho más libres o más egoístas, es evidente que ha comportado una pérdida de lo que eran códigos universales de conducta, encargados de pautar nuestros actos en cualquier ámbito y cualquier situación.
Si hubo un tiempo en qué seguíamos ciegamente las directrices, pongamos por caso, del evangelio o las del marxismo, ahora tenemos que apañarnos con una amalgama de valores más o menos independientes unos de otros y que no tienen porque complementarse.
Poseer uno cualquiera de estos valores no implica necesariamente que hayamos interiorizado los otros. La principal consecuencia de esta falta de coherencia es que somos más inconstantes e imprevisibles que generaciones anteriores (más espontáneos, para quién lo prefiera así).
En esta arena de valores inconexos, los principios más sólidos son aquellos que no sólo se adquirieren mediante el proceso educativo, sino que también resultan útiles a nuestros intereses, o se benefician de la presión social o jurídica (es el caso de la amistad, de la capacidad de sacrificio o del respeto por los bienes ajenos).
El civismo como patito feo
Sucede exactamente lo contrario con los valores propios de la vida en comunidad: de un tiempo a esta parte, el civismo se ha convertido en el patito feo de nuestra escala de valores.
¿La razón? Que comportarnos de forma cívica no suele comportar ningún beneficio personal, ni está sujeto a imposiciones legales; siendo así, seremos cívicos o no según la educación que hayamos recibido.
Pero aquí no se trata de si el civismo está o no en crisis. La cuestión es que, tiempo atrás, los valores cívicos podían sostenerse en unos dogmas universales que –cualesquiera que fuesen– nos dictaban constantemente lo que debíamos hacer.
Cuando cedíamos nuestro asiento en el tren a una mujer embarazada, por ejemplo, no importaba si lo hacíamos por obediencia a lo que predica el evangelio o por tratarse de una camarada obrera doblemente oprimida… Lo único importante, al final, era que nos levantábamos!
Los valores cívicos nos interesan
Siendo que los dogmas del pasado no volverán –ni tienen por qué hacerlo–, nuestro deber consiste en potenciar el civismo como un valor en sí mismo. Algo que se puede lograr de diversos modos: en primer lugar, a partir del eterno debate de maestros y pedagogos sobre el proceso educativo (un debate tan eterno como ideológico).
En segundo lugar, y para quiénes no esperamos demasiado de la primera opción, podríamos buscar mecanismos para asegurar que comportarse cívicamente sirve a nuestros intereses, mientras que no hacerlo nos penaliza.
Quizá esta segunda opción escandalice a más de uno, pero ya llevamos siete años con el carnet de conducir por puntos, y no nos va tan mal.
Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor para el grupo SGS España.
Sucede exactamente lo contrario con los valores propios de la vida en comunidad: de un tiempo a esta parte, el civismo se ha convertido en el patito feo de nuestra escala de valores.
¿La razón? Que comportarnos de forma cívica no suele comportar ningún beneficio personal, ni está sujeto a imposiciones legales; siendo así, seremos cívicos o no según la educación que hayamos recibido.
Pero aquí no se trata de si el civismo está o no en crisis. La cuestión es que, tiempo atrás, los valores cívicos podían sostenerse en unos dogmas universales que –cualesquiera que fuesen– nos dictaban constantemente lo que debíamos hacer.
Cuando cedíamos nuestro asiento en el tren a una mujer embarazada, por ejemplo, no importaba si lo hacíamos por obediencia a lo que predica el evangelio o por tratarse de una camarada obrera doblemente oprimida… Lo único importante, al final, era que nos levantábamos!
Los valores cívicos nos interesan
Siendo que los dogmas del pasado no volverán –ni tienen por qué hacerlo–, nuestro deber consiste en potenciar el civismo como un valor en sí mismo. Algo que se puede lograr de diversos modos: en primer lugar, a partir del eterno debate de maestros y pedagogos sobre el proceso educativo (un debate tan eterno como ideológico).
En segundo lugar, y para quiénes no esperamos demasiado de la primera opción, podríamos buscar mecanismos para asegurar que comportarse cívicamente sirve a nuestros intereses, mientras que no hacerlo nos penaliza.
Quizá esta segunda opción escandalice a más de uno, pero ya llevamos siete años con el carnet de conducir por puntos, y no nos va tan mal.
Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor para el grupo SGS España.