El próximo otoño se presentará ante la Asamblea General de las Naciones Unidas la iniciativa palestina de admisión de su Estado (ceñido a las fronteras de 1967). Es previsible que la mayoría de sus Estados miembros confieran un voto favorable. De hecho, 124 Estados otorgan a Palestina ese estatus, de Estado de facto; y se espera que su número se incremente en torno a unos 140, según fuentes del Ministerio de Asuntos Exteriores palestino. Algunos Estados se han comprometido públicamente con dicha integración, entre los que se encuentran Brasil, Rusia, India y China, los llamados BRIC; y organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial avalan la capacidad de Palestina para asumir su estatalidad.
La amenaza del veto estadounidense
Sin embargo, que una mayoría de dos tercios de los 193 Estados integrantes de la ONU vote favorablemente el ingreso del Estado palestino no garantiza su admisión como miembro en dicha organización. La aceptación o rechazo de la petición corresponde previamente a su Consejo de Seguridad. Junto a Israel, Estados Unidos ha manifestado su oposición a la iniciativa palestina y, por tanto, amenaza con ejercer su derecho al veto. No sería la primera vez que usara esa prerrogativa para invalidar cualquier avance en la resolución del conflicto que, por tímido que fuera, no cuente con el consentimiento israelí. Sólo que en esta ocasión tendrá un coste político adicional por la contestación política a las tiranías que vive la región.
Washington ha querido distanciarse de las autocracias que mayoritaria y tradicionalmente ha apoyado a lo largo de su trayectoria en el mundo árabe. La retirada de su apoyo a Ben Ali y Mubarak ha sido muy significativa. La persistencia de las dictaduras no asegura su ansiada estabilidad y moderación en una región de alto interés geoestratégico. Por el contrario, prologar su supervivencia sobre una base exclusivamente coercitiva y represiva entraña más riesgos que la apertura de sus sistemas políticos.
Además de reconciliar a Estados Unidos y el mundo árabo-musulmán, asumiendo los nuevos aires de cambio en la región, la política exterior estadounidense tendrá que equilibrar sus intereses estratégicos y sus valores políticos. Hasta la fecha primaron los primeros sobre los segundos y, seguramente, seguirá siendo así en el futuro. Sin embargo, por paradójico que suene, para seguir asegurando sus intereses tendrá que introducir nuevas líneas de legitimidad en su política exterior. Su tradicional apoyo a las autocracias se ha mostrado contraproducente y, en lugar de asegurar la estabilidad y la moderación, ha cosechado el efecto contrario.
En el mundo árabe existe la extendida percepción de que sus gobernantes no son más que agentes locales de las potencias mundiales: sin su apoyo exterior no se sostendrían. Quizás sea una imagen algo magnificada, que no se corresponda del todo con la realidad, pero que aporta una idea acerca de la importancia que otorga su ciudadanía a la implicación e intervención de los actores externos en la región. Ningún otro barómetro mide mejor la relación entre las grandes potencias occidentales y el mundo árabe que el de la cuestión palestina. A diferencia de cualquier otro tema o controversia, es el que mayor consenso y simpatía suscita desde un extremo al otro de la geografía árabe, de su arco político e ideológico y de su estructura social.
La cuestión palestina posee un carácter transnacional que tradicionalmente ha unido en un mismo latir a las sociedades árabes, aunque haya dividido a sus gobiernos. El veto de Washington al Estado palestino iría en la dirección contraria a la que Obama pretende imprimir a su política exterior en Oriente Medio. Pese a su probable justificación por la falta de apoyo en el Congreso, la activa presencia del lobby pro-israelí en la política estadounidense y la proximidad de las elecciones presidenciales en 2012, lo cierto es que Estados Unidos seguirá siendo percibido como un mediador deshonesto y parcial en la resolución del conflicto. Además de retroalimentar el resentimiento hacia su política exterior, su recobrado capital político por su visto bueno a la primavera árabe (exceptuando a las petromonarquías del Golfo) quedaría en entredicho una vez más.
La amenaza del veto estadounidense
Sin embargo, que una mayoría de dos tercios de los 193 Estados integrantes de la ONU vote favorablemente el ingreso del Estado palestino no garantiza su admisión como miembro en dicha organización. La aceptación o rechazo de la petición corresponde previamente a su Consejo de Seguridad. Junto a Israel, Estados Unidos ha manifestado su oposición a la iniciativa palestina y, por tanto, amenaza con ejercer su derecho al veto. No sería la primera vez que usara esa prerrogativa para invalidar cualquier avance en la resolución del conflicto que, por tímido que fuera, no cuente con el consentimiento israelí. Sólo que en esta ocasión tendrá un coste político adicional por la contestación política a las tiranías que vive la región.
Washington ha querido distanciarse de las autocracias que mayoritaria y tradicionalmente ha apoyado a lo largo de su trayectoria en el mundo árabe. La retirada de su apoyo a Ben Ali y Mubarak ha sido muy significativa. La persistencia de las dictaduras no asegura su ansiada estabilidad y moderación en una región de alto interés geoestratégico. Por el contrario, prologar su supervivencia sobre una base exclusivamente coercitiva y represiva entraña más riesgos que la apertura de sus sistemas políticos.
Además de reconciliar a Estados Unidos y el mundo árabo-musulmán, asumiendo los nuevos aires de cambio en la región, la política exterior estadounidense tendrá que equilibrar sus intereses estratégicos y sus valores políticos. Hasta la fecha primaron los primeros sobre los segundos y, seguramente, seguirá siendo así en el futuro. Sin embargo, por paradójico que suene, para seguir asegurando sus intereses tendrá que introducir nuevas líneas de legitimidad en su política exterior. Su tradicional apoyo a las autocracias se ha mostrado contraproducente y, en lugar de asegurar la estabilidad y la moderación, ha cosechado el efecto contrario.
En el mundo árabe existe la extendida percepción de que sus gobernantes no son más que agentes locales de las potencias mundiales: sin su apoyo exterior no se sostendrían. Quizás sea una imagen algo magnificada, que no se corresponda del todo con la realidad, pero que aporta una idea acerca de la importancia que otorga su ciudadanía a la implicación e intervención de los actores externos en la región. Ningún otro barómetro mide mejor la relación entre las grandes potencias occidentales y el mundo árabe que el de la cuestión palestina. A diferencia de cualquier otro tema o controversia, es el que mayor consenso y simpatía suscita desde un extremo al otro de la geografía árabe, de su arco político e ideológico y de su estructura social.
La cuestión palestina posee un carácter transnacional que tradicionalmente ha unido en un mismo latir a las sociedades árabes, aunque haya dividido a sus gobiernos. El veto de Washington al Estado palestino iría en la dirección contraria a la que Obama pretende imprimir a su política exterior en Oriente Medio. Pese a su probable justificación por la falta de apoyo en el Congreso, la activa presencia del lobby pro-israelí en la política estadounidense y la proximidad de las elecciones presidenciales en 2012, lo cierto es que Estados Unidos seguirá siendo percibido como un mediador deshonesto y parcial en la resolución del conflicto. Además de retroalimentar el resentimiento hacia su política exterior, su recobrado capital político por su visto bueno a la primavera árabe (exceptuando a las petromonarquías del Golfo) quedaría en entredicho una vez más.
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La iniciativa palestina
La iniciativa palestina surgió después de dos décadas de infructuosas negociaciones. Acusada por Israel de ser una acción unilateral, una lectura atenta del proceso de paz muestra justo lo contrario: el único unilateralismo realmente existente ha sido el impuesto por la ocupación israelí. En calidad de potencia ocupante y actor más fuerte de la ecuación israelo-palestina, Israel ha diseñado toda una estrategia destinada a prolongar e incrementar su ocupación mediante una política de continua expansión de asentamientos, ampliación del número de colonos (que pasaron de cerca de 200.000 a más de 500.000 durante las dos décadas de negociaciones), edificación del muro de separación, confiscación de tierras, expropiación de viviendas en Jerusalén Este y bloqueo de la franja de Gaza; además de su incumplimiento sistemático de las leyes internacionales, en particular, de la IV Convención de Ginebra que regula los derechos de la población civil bajo ocupación militar.
Esta inmensa red de colonias, muro, carreteras (de exclusivo uso israelí), puestos de control y zonas de seguridad no sólo se ha apropiado de más del 50% de espacio cisjordano y de sus recursos acuíferos, sino que también ha transformado la geografía física y humana de los territorios palestinos, con su consiguiente fragmentación, aislamiento de sus ciudades y aldeas, donde su población ha sido confinada en pequeños bantustanes. En suma, en lugar de aligerar la pesada carga de su ocupación sobre los territorios palestinos, ésta se ha incrementado de manera significativa y, en algunos casos, de forma irreversible con el establecimiento de importantes bloques de población en Jerusalén Este y de auténticas ciudades israelíes enclavadas en Cisjordania.
Los palestinos decidieron remitir su cuestión a la Asamblea General de la ONU ante el callejón sin salida en el que se adentraron las negociaciones; la persistente colonización israelí de su territorio; y la incapacidad estadounidense de lograr concesiones de Israel (congelar la colonización) para superar el estancamiento del proceso de paz (que provocó la dimisión del enviado especial de la administración Obama para Oriente Próximo, George Mitchell, en mayo pasado). Ahora bien, como han manifestado los responsables de la Autoridad Palestina, el reconocimiento del Estado palestino no reemplazará las inexorables negociaciones. De hecho, queda prácticamente todo por negociar, entre otros importantes temas: asentamientos, agua, refugiados, Jerusalén y fronteras definitivas (teóricamente son las anteriores a la guerra de 1967, aunque susceptibles de ligeras modificaciones o arreglos).
Escenarios
Entonces, ¿qué beneficios otorgaría el reconocimiento del Estado palestino? Básicamente, supone un mayor equilibrio en las posiciones negociadoras y fija claramente, sin ningún tipo de ambages como ocurrió en los Acuerdos de Oslo (1993), que el objetivo del proceso pasa por la materialización de un Estado palestino. Palestina sería considerado como un Estado ocupado militarmente por otro. En consecuencia, contaría con mayores posibilidades para fortalecer su menguada posición negociadora y con un mayor respaldo de las leyes e instituciones internacionales, de las que pasaría a formar parte como miembro de pleno derecho. De este modo, también vería amplificado su eco político, diplomático e incluso mediático.
No obstante, en el hipotético caso de que Palestina fuera admitido como Estado miembro en la ONU, sólo habrá un verdadero Estado palestino cuando Israel ponga fin a la ocupación de su territorio. Palestina reúne los elementos constitutivos de un Estado (población, territorio y gobierno), pero carece de soberanía. Su gobierno no controla de manera efectiva su territorio y población debido a la ocupación israelí. Sin embargo, todo indica que sucederá lo contrario. Persistirá la ocupación y la apuesta israelí por su práctica de hechos consumados, orientada a mantener sus conquistas militares al menor coste político posible, que imposibilita materialmente la construcción de un Estado palestino con continuidad territorial y viabilidad económica. Israel estaría dispuesto a admitir una entidad menor (Bantustán palestino), aunque se denomine Estado, siempre que carezca de sus propiedades y funciones.
La prolongada persistencia de la ocupación israelí, acompañada de su depredadora escalada colonizadora, hace tiempo que debilitó la viabilidad de la opción de los dos Estados, dejando como única alternativa posible la opción de un solo Estado, binacional y de todos sus ciudadanos, israelíes y palestinos. A pesar de ello, y de resignarse a un mini-Estado palestino (con una superficie restringida al 22% de la Palestina del Mandato británico), la parte palestina insiste en la resolución del conflicto sobre la base de los dos Estados. Es de temer que si en otoño su iniciativa no encuentra el suficiente respaldo, la opción de los dos Estados se debilite definitivamente.
Entonces el problema se volverá a esbozar del siguiente modo: entre el mar Mediterráneo y el río Jordán existe una población de cerca de 12 millones de habitantes, donde persiste un Estado de apartheid, asentado sobre la supremacía étnico-confesional judía, con la discriminación sistemática de sus habitantes autóctonos (los árabes-palestinos); además de la exclusión de sus refugiados y diáspora. Ahora la sociedad internacional tiene la oportunidad de evitar ese escenario o bien enfrentarse en un futuro muy próximo a socavar y concluir ese régimen de apartheid.
Jose Abu Tarbush es Profesor titular de Sociología de la Universidad de La Laguna, donde imparte las asignaturas de Sociología del desarrollo y de las relaciones internacionales. Autor de los libros: La cuestión palestina: identidad nacional y acción colectiva. (Madrid, 1997); e Islam y comunidad islámica en Canarias: prejuicios y realidades. (La Laguna, 2002). En esta misma línea de investigación, es coautor de obras colectivas como España y la cuestión palestina (Madrid, 2003); Oriente Medio: el laberinto de Bagdad (Sevilla, 2004); The Palestinian Diaspora in Europe: Challenges of Dual Identity and Adaptation. (Palestina, 2005); El mundo árabe e islámico: experiencia histórica, realidad política y evolución socio-económica. (Bilbao, 2006).
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La iniciativa palestina surgió después de dos décadas de infructuosas negociaciones. Acusada por Israel de ser una acción unilateral, una lectura atenta del proceso de paz muestra justo lo contrario: el único unilateralismo realmente existente ha sido el impuesto por la ocupación israelí. En calidad de potencia ocupante y actor más fuerte de la ecuación israelo-palestina, Israel ha diseñado toda una estrategia destinada a prolongar e incrementar su ocupación mediante una política de continua expansión de asentamientos, ampliación del número de colonos (que pasaron de cerca de 200.000 a más de 500.000 durante las dos décadas de negociaciones), edificación del muro de separación, confiscación de tierras, expropiación de viviendas en Jerusalén Este y bloqueo de la franja de Gaza; además de su incumplimiento sistemático de las leyes internacionales, en particular, de la IV Convención de Ginebra que regula los derechos de la población civil bajo ocupación militar.
Esta inmensa red de colonias, muro, carreteras (de exclusivo uso israelí), puestos de control y zonas de seguridad no sólo se ha apropiado de más del 50% de espacio cisjordano y de sus recursos acuíferos, sino que también ha transformado la geografía física y humana de los territorios palestinos, con su consiguiente fragmentación, aislamiento de sus ciudades y aldeas, donde su población ha sido confinada en pequeños bantustanes. En suma, en lugar de aligerar la pesada carga de su ocupación sobre los territorios palestinos, ésta se ha incrementado de manera significativa y, en algunos casos, de forma irreversible con el establecimiento de importantes bloques de población en Jerusalén Este y de auténticas ciudades israelíes enclavadas en Cisjordania.
Los palestinos decidieron remitir su cuestión a la Asamblea General de la ONU ante el callejón sin salida en el que se adentraron las negociaciones; la persistente colonización israelí de su territorio; y la incapacidad estadounidense de lograr concesiones de Israel (congelar la colonización) para superar el estancamiento del proceso de paz (que provocó la dimisión del enviado especial de la administración Obama para Oriente Próximo, George Mitchell, en mayo pasado). Ahora bien, como han manifestado los responsables de la Autoridad Palestina, el reconocimiento del Estado palestino no reemplazará las inexorables negociaciones. De hecho, queda prácticamente todo por negociar, entre otros importantes temas: asentamientos, agua, refugiados, Jerusalén y fronteras definitivas (teóricamente son las anteriores a la guerra de 1967, aunque susceptibles de ligeras modificaciones o arreglos).
Escenarios
Entonces, ¿qué beneficios otorgaría el reconocimiento del Estado palestino? Básicamente, supone un mayor equilibrio en las posiciones negociadoras y fija claramente, sin ningún tipo de ambages como ocurrió en los Acuerdos de Oslo (1993), que el objetivo del proceso pasa por la materialización de un Estado palestino. Palestina sería considerado como un Estado ocupado militarmente por otro. En consecuencia, contaría con mayores posibilidades para fortalecer su menguada posición negociadora y con un mayor respaldo de las leyes e instituciones internacionales, de las que pasaría a formar parte como miembro de pleno derecho. De este modo, también vería amplificado su eco político, diplomático e incluso mediático.
No obstante, en el hipotético caso de que Palestina fuera admitido como Estado miembro en la ONU, sólo habrá un verdadero Estado palestino cuando Israel ponga fin a la ocupación de su territorio. Palestina reúne los elementos constitutivos de un Estado (población, territorio y gobierno), pero carece de soberanía. Su gobierno no controla de manera efectiva su territorio y población debido a la ocupación israelí. Sin embargo, todo indica que sucederá lo contrario. Persistirá la ocupación y la apuesta israelí por su práctica de hechos consumados, orientada a mantener sus conquistas militares al menor coste político posible, que imposibilita materialmente la construcción de un Estado palestino con continuidad territorial y viabilidad económica. Israel estaría dispuesto a admitir una entidad menor (Bantustán palestino), aunque se denomine Estado, siempre que carezca de sus propiedades y funciones.
La prolongada persistencia de la ocupación israelí, acompañada de su depredadora escalada colonizadora, hace tiempo que debilitó la viabilidad de la opción de los dos Estados, dejando como única alternativa posible la opción de un solo Estado, binacional y de todos sus ciudadanos, israelíes y palestinos. A pesar de ello, y de resignarse a un mini-Estado palestino (con una superficie restringida al 22% de la Palestina del Mandato británico), la parte palestina insiste en la resolución del conflicto sobre la base de los dos Estados. Es de temer que si en otoño su iniciativa no encuentra el suficiente respaldo, la opción de los dos Estados se debilite definitivamente.
Entonces el problema se volverá a esbozar del siguiente modo: entre el mar Mediterráneo y el río Jordán existe una población de cerca de 12 millones de habitantes, donde persiste un Estado de apartheid, asentado sobre la supremacía étnico-confesional judía, con la discriminación sistemática de sus habitantes autóctonos (los árabes-palestinos); además de la exclusión de sus refugiados y diáspora. Ahora la sociedad internacional tiene la oportunidad de evitar ese escenario o bien enfrentarse en un futuro muy próximo a socavar y concluir ese régimen de apartheid.
Jose Abu Tarbush es Profesor titular de Sociología de la Universidad de La Laguna, donde imparte las asignaturas de Sociología del desarrollo y de las relaciones internacionales. Autor de los libros: La cuestión palestina: identidad nacional y acción colectiva. (Madrid, 1997); e Islam y comunidad islámica en Canarias: prejuicios y realidades. (La Laguna, 2002). En esta misma línea de investigación, es coautor de obras colectivas como España y la cuestión palestina (Madrid, 2003); Oriente Medio: el laberinto de Bagdad (Sevilla, 2004); The Palestinian Diaspora in Europe: Challenges of Dual Identity and Adaptation. (Palestina, 2005); El mundo árabe e islámico: experiencia histórica, realidad política y evolución socio-económica. (Bilbao, 2006).
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