La mirada del bailarín. José Sánchez Pulido.
Según un equipo de investigadores del Scheinfeld Center for Genetic Studies de la Hebrew University de Israel, dirigidos por el profesor de psicología Richard Ebstein, los bailarines tienden a poseer variantes de dos genes relacionados con la transmisión de información entre las células nerviosas.
Uno de los genes se encarga del transporte de la serotonina, que es una sustancia que actúa sobre todo como neurotransmisor y que también ejerce una influencia en nuestra función del sueño, en los estados de ánimo, las emociones y los estados depresivos.
El otro gen es un receptor de la hormona llamada vasopresina, que produce el hipotálamo y que parece estar relacionada con la capacidad para relacionarnos socialmente.
En el origen del individuo… y de la especie
La danza es una forma de arte, que consiste en el movimiento del cuerpo al ritmo de la música o sin ella. El hecho de que exista en todas las culturas humanas desde tiempos inmemoriales –los primeros antecedentes aparecen reflejados en las pinturas rupestres- ha llevado a pensar que es una característica humana que se ha derivado del reino animal, en el que ya se dan los bailes de cortejo en algunas especies.
Las evidencias del estudio de Ebstein señalan, además, que algunos individuos nacen con una predisposición a determinadas capacidades y talentos. La revista PLosGenetics publicó a finales de 2005 los resultados de dicho estudio.
Ebstein y sus colegas examinaron el ADN de 85 bailarines y de sus padres. Asimismo, también estudiaron muestras genéticas de 91 atletas de competición, así como los de 872 personas que no bailaban ni hacían deporte con regularidad.
Comparando la estructura genética de ambos grupos, descubrieron que los bailarines tenían una predisposición genética mayor para el talento musical, la coordinación de sus miembros, y el sentido del ritmo, que el resto de las personas estudiadas.
Sin embargo, lo más importante de este estudio es que ha descubierto que los genes asociados a la capacidad de bailar están estrechamente relacionados con el lado emocional de la danza, esto es, con la necesidad humana de comunicarse con otras personas, lo que les lleva a sentir el baile como una forma casi espiritual de relación con los demás.
Innato, pero no regalado
Los autores de esta investigación consideran que muchas personas pueden poseer las variantes genéticas encontradas en los bailarines, y no por eso convertirse en bailarines profesionales: el talento debe explotarse para que se desarrolle. Sucedería algo similar a lo que ocurre con la inteligencia: se puede ser extremadamente listo de nacimiento, pero sólo una buena educación podría potenciar esa capacidad.
Esto quiere decir que los genes predisponen, pero no determinan. De hecho, personas que no tienen los “genes del baile” pueden dedicarse a bailar profesionalmente, a base de entrenamiento. Sin embargo, parece demostrado que la aptitud, la propensión y la necesidad de bailar si pudiera tener su origen, al menos parcialmente, en los genes.
Uno de los genes se encarga del transporte de la serotonina, que es una sustancia que actúa sobre todo como neurotransmisor y que también ejerce una influencia en nuestra función del sueño, en los estados de ánimo, las emociones y los estados depresivos.
El otro gen es un receptor de la hormona llamada vasopresina, que produce el hipotálamo y que parece estar relacionada con la capacidad para relacionarnos socialmente.
En el origen del individuo… y de la especie
La danza es una forma de arte, que consiste en el movimiento del cuerpo al ritmo de la música o sin ella. El hecho de que exista en todas las culturas humanas desde tiempos inmemoriales –los primeros antecedentes aparecen reflejados en las pinturas rupestres- ha llevado a pensar que es una característica humana que se ha derivado del reino animal, en el que ya se dan los bailes de cortejo en algunas especies.
Las evidencias del estudio de Ebstein señalan, además, que algunos individuos nacen con una predisposición a determinadas capacidades y talentos. La revista PLosGenetics publicó a finales de 2005 los resultados de dicho estudio.
Ebstein y sus colegas examinaron el ADN de 85 bailarines y de sus padres. Asimismo, también estudiaron muestras genéticas de 91 atletas de competición, así como los de 872 personas que no bailaban ni hacían deporte con regularidad.
Comparando la estructura genética de ambos grupos, descubrieron que los bailarines tenían una predisposición genética mayor para el talento musical, la coordinación de sus miembros, y el sentido del ritmo, que el resto de las personas estudiadas.
Sin embargo, lo más importante de este estudio es que ha descubierto que los genes asociados a la capacidad de bailar están estrechamente relacionados con el lado emocional de la danza, esto es, con la necesidad humana de comunicarse con otras personas, lo que les lleva a sentir el baile como una forma casi espiritual de relación con los demás.
Innato, pero no regalado
Los autores de esta investigación consideran que muchas personas pueden poseer las variantes genéticas encontradas en los bailarines, y no por eso convertirse en bailarines profesionales: el talento debe explotarse para que se desarrolle. Sucedería algo similar a lo que ocurre con la inteligencia: se puede ser extremadamente listo de nacimiento, pero sólo una buena educación podría potenciar esa capacidad.
Esto quiere decir que los genes predisponen, pero no determinan. De hecho, personas que no tienen los “genes del baile” pueden dedicarse a bailar profesionalmente, a base de entrenamiento. Sin embargo, parece demostrado que la aptitud, la propensión y la necesidad de bailar si pudiera tener su origen, al menos parcialmente, en los genes.