Las actitudes violentas y la agresividad tienen un origen neuronal detectado por recientes investigaciones en el campo de la neurología. Déficits muy concretos en la estructura del cerebro parecen subyacer bajo las tendencias violentas y demasiado impulsivas, y su conocimiento podría servir para desarrollar tratamientos preventivos, así como para diagnosticar posibles futuros comportamientos violentos en niños y adolescentes, según un comunicado de la Society for Neuroscience norteamericana.
Aunque estos descubrimientos podrían tener un doble filo a nivel ético (el riesgo de estigmatizar a individuos analizados antes de que puedan hacer algo “malo” o de reducir la responsabilidad moral de asesinos o agresores por su condicionamiento neurológico), los neurólogos enfatizan que los análisis cerebrales sólo pueden predecir riesgos y que, en última instancia, como señala el neurólogo Craig Ferris, de la Northeastern University de Boston (Estados Unidos): “no somos esclavos de nuestra biología”.
Actividad extra en la amígdala
Recientemente, en el marco del trigésimo séptimo encuentro anual de la Society for Neuroscience en la ciudad de San Diego, se presentó un estudio liderado por Guido Frank, científico y físico de la Universidad de California, que con imágenes de resonancia magnética del cerebro ha analizado la actividad neuronal de un pequeño grupo de adolescentes valorados como “reactivamente agresivos”, considerando la violencia reactiva como una explosión que surge cuando una persona experimenta una tensión, amenaza o dificultad que es incapaz de afrontar de otra forma. Las reacciones de estos individuos son desproporcionadas y, en estos casos, las personas son incapaces de controlarse a sí mismas.
Cuando se le mostró al grupo analizado imágenes de rostros amenazantes, los cerebros de los chicos agresivos, comparados con gente capaz de controlarse, mostraron una mayor actividad en la amígdala, una parte del cerebro que se relaciona con el miedo; y una menor actividad en el lóbulo frontal, región cerebral vinculada a la capacidad de razonamiento y de toma de decisiones, así como al auto-control. La actividad en la amígdala reflejaría que los participantes más agresivos sentían más miedo cuando veían las caras amenazantes y, al mismo tiempo, eran menos capaces que el resto de controlar sus propios actos.
Otro estudio, de Adrian Raine, neurocientífico de la Universidad de Pensilvania que estudia las bases neurológicas de la violencia, fue llevado a cabo con 792 asesinos e individuos con un comportamiento antisocial y con 704 personas de comportamiento normalizado.
Aunque estos descubrimientos podrían tener un doble filo a nivel ético (el riesgo de estigmatizar a individuos analizados antes de que puedan hacer algo “malo” o de reducir la responsabilidad moral de asesinos o agresores por su condicionamiento neurológico), los neurólogos enfatizan que los análisis cerebrales sólo pueden predecir riesgos y que, en última instancia, como señala el neurólogo Craig Ferris, de la Northeastern University de Boston (Estados Unidos): “no somos esclavos de nuestra biología”.
Actividad extra en la amígdala
Recientemente, en el marco del trigésimo séptimo encuentro anual de la Society for Neuroscience en la ciudad de San Diego, se presentó un estudio liderado por Guido Frank, científico y físico de la Universidad de California, que con imágenes de resonancia magnética del cerebro ha analizado la actividad neuronal de un pequeño grupo de adolescentes valorados como “reactivamente agresivos”, considerando la violencia reactiva como una explosión que surge cuando una persona experimenta una tensión, amenaza o dificultad que es incapaz de afrontar de otra forma. Las reacciones de estos individuos son desproporcionadas y, en estos casos, las personas son incapaces de controlarse a sí mismas.
Cuando se le mostró al grupo analizado imágenes de rostros amenazantes, los cerebros de los chicos agresivos, comparados con gente capaz de controlarse, mostraron una mayor actividad en la amígdala, una parte del cerebro que se relaciona con el miedo; y una menor actividad en el lóbulo frontal, región cerebral vinculada a la capacidad de razonamiento y de toma de decisiones, así como al auto-control. La actividad en la amígdala reflejaría que los participantes más agresivos sentían más miedo cuando veían las caras amenazantes y, al mismo tiempo, eran menos capaces que el resto de controlar sus propios actos.
Otro estudio, de Adrian Raine, neurocientífico de la Universidad de Pensilvania que estudia las bases neurológicas de la violencia, fue llevado a cabo con 792 asesinos e individuos con un comportamiento antisocial y con 704 personas de comportamiento normalizado.
Deterioro de la estructura cerebral
Raine y sus colegas descubrieron que en los primeros la corteza prefrontal del cerebro era de menor tamaño en comparación con la corteza prefrontal de los individuos capaces de controlarse. Un meta análisis, presentado en el mismo encuentro anual antes mencionado, de 47 estudios con imágenes cerebrales de adultos, confirmó el descubrimiento de Raine: las personas con un comportamiento antisocial, particularmente aquéllas con un historial de violencia, presentaban deterioros tanto estructurales como funcionales en dicha región cerebral. En este grupo, la corteza prefrontal era más pequeña y menos activa.
Además, estos mismos individuos tendían a presentar daños en otras estructuras cerebrales vinculadas a la capacidad de hacer juicios morales, mayormente en la corteza prefrontal dorsal y ventral, en la amígdala y en el gyrus angular (relacionado con el lenguaje y la cognición).
Los científicos señalan que aún se desconoce cómo se producen estas anomalías cerebrales. La genética condiciona en gran medida la estructura cerebral, pero también pueden contribuir a su desarrollo los abusos que sufra un individuo durante la infancia y la adolescencia.
El cerebro no es determinante
De hecho, investigaciones realizadas con animales y humanos han sugerido que las influencias del entorno tienen un fuerte impacto en el cerebro, tanto para bien como para mal, porque se ha demostrado que en individuos con predisposición genética a la violencia, el afecto y el cuidado maternos o de cualquier índole en la infancia reducen el riesgo a que se conviertan en adultos agresivos.
Guido Frank asegura que, por tanto, la biología y el comportamiento pueden cambiarse y que la imaginería del cerebro debe combinarse con la terapia y el control individualizado para conocer y modificar los progresos de cada individuo. En el comunicado de la Society for Neuroscience, Craig Ferris declaró por otro lado que la comprensión de la confluencia de elementos, tanto ambientales como biológicos, que producen actos violentos, han sido considerados por educadores, profesionales de la salud y científicos durante décadas.
Además, afirmó que “las tecnologías de imágenes cerebrales y los modelos animales están ayudando a los neurocientíficos a identificar los cambios en la neurobiología cerebral asociados a los comportamientos agresivos. Esta información debería ayudarnos a desarrollar nuevas estrategias de intervención psicosocial y psicoterapéutica”.
Antecedentes
La agresividad y las conductas violentas han sido objeto de numerosas investigaciones en el pasado. Por lo general el estudio se aborda desde una perspectiva multidisciplinar que implica a psicólogos, etólogos y neurobiólogos, ya que se considera aceptado que cualquier conducta violenta es el resultado de diversos factores biológicos, psicológicos y socioculturales.
El factor biológico, que es el que ha enfatizado el encuentro anual de la Society for Neuroscience norteamericana, es el que más innovaciones ha aportado en los últimos años debido a los progresos en las tecnologías que permiten medir las reacciones cerebrales ante determinados estímulos, así como compararlas entre diferentes sujetos analizados con imágenes de resonancia magnética.
Aunque la ciencia ya había identificado las regiones cerebrales implicadas en la agresividad humana, así como las reacciones bioquímicas que se producen en nuestro cerebro ante situaciones de miedo, peligro o violencia, lo que aportan las nuevas investigaciones reflejadas en el encuentro de San Diego son evidencias más precisas y completas y la conclusión cada día más evidente de que las reacciones violentas están asociadas a anomalías cerebrales cuyo origen todavía no está bien explicado.
Raine y sus colegas descubrieron que en los primeros la corteza prefrontal del cerebro era de menor tamaño en comparación con la corteza prefrontal de los individuos capaces de controlarse. Un meta análisis, presentado en el mismo encuentro anual antes mencionado, de 47 estudios con imágenes cerebrales de adultos, confirmó el descubrimiento de Raine: las personas con un comportamiento antisocial, particularmente aquéllas con un historial de violencia, presentaban deterioros tanto estructurales como funcionales en dicha región cerebral. En este grupo, la corteza prefrontal era más pequeña y menos activa.
Además, estos mismos individuos tendían a presentar daños en otras estructuras cerebrales vinculadas a la capacidad de hacer juicios morales, mayormente en la corteza prefrontal dorsal y ventral, en la amígdala y en el gyrus angular (relacionado con el lenguaje y la cognición).
Los científicos señalan que aún se desconoce cómo se producen estas anomalías cerebrales. La genética condiciona en gran medida la estructura cerebral, pero también pueden contribuir a su desarrollo los abusos que sufra un individuo durante la infancia y la adolescencia.
El cerebro no es determinante
De hecho, investigaciones realizadas con animales y humanos han sugerido que las influencias del entorno tienen un fuerte impacto en el cerebro, tanto para bien como para mal, porque se ha demostrado que en individuos con predisposición genética a la violencia, el afecto y el cuidado maternos o de cualquier índole en la infancia reducen el riesgo a que se conviertan en adultos agresivos.
Guido Frank asegura que, por tanto, la biología y el comportamiento pueden cambiarse y que la imaginería del cerebro debe combinarse con la terapia y el control individualizado para conocer y modificar los progresos de cada individuo. En el comunicado de la Society for Neuroscience, Craig Ferris declaró por otro lado que la comprensión de la confluencia de elementos, tanto ambientales como biológicos, que producen actos violentos, han sido considerados por educadores, profesionales de la salud y científicos durante décadas.
Además, afirmó que “las tecnologías de imágenes cerebrales y los modelos animales están ayudando a los neurocientíficos a identificar los cambios en la neurobiología cerebral asociados a los comportamientos agresivos. Esta información debería ayudarnos a desarrollar nuevas estrategias de intervención psicosocial y psicoterapéutica”.
Antecedentes
La agresividad y las conductas violentas han sido objeto de numerosas investigaciones en el pasado. Por lo general el estudio se aborda desde una perspectiva multidisciplinar que implica a psicólogos, etólogos y neurobiólogos, ya que se considera aceptado que cualquier conducta violenta es el resultado de diversos factores biológicos, psicológicos y socioculturales.
El factor biológico, que es el que ha enfatizado el encuentro anual de la Society for Neuroscience norteamericana, es el que más innovaciones ha aportado en los últimos años debido a los progresos en las tecnologías que permiten medir las reacciones cerebrales ante determinados estímulos, así como compararlas entre diferentes sujetos analizados con imágenes de resonancia magnética.
Aunque la ciencia ya había identificado las regiones cerebrales implicadas en la agresividad humana, así como las reacciones bioquímicas que se producen en nuestro cerebro ante situaciones de miedo, peligro o violencia, lo que aportan las nuevas investigaciones reflejadas en el encuentro de San Diego son evidencias más precisas y completas y la conclusión cada día más evidente de que las reacciones violentas están asociadas a anomalías cerebrales cuyo origen todavía no está bien explicado.