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Hoy escribe Fernando Bermejo
Durante los años 90 del tan cercano siglo pasado, cuando el mundo se dirigía hacia el fin de un milenio, una serie de grupos apocalípticos pusieron en práctica sus fantasías escatológicas de modos violentamente destructivos. El incidente más memorable, al menos para los estadounidenses, fue el trágico pulso de 1993 entre el FBI y la Rama de los Davidianos (una escisión de los cristianos Adventistas) que acabó con varias docenas de muertos en Waco, pero este fue solo uno de entre varios ejemplos en los telediarios de aquellos días. Aum Shinrikyo, un movimiento milenarista japonés (cuyo fundador, Shoko Asahara, se inspiró en parte en el libro del Apocalipsis), conmocionó a buena parte del mundo cuando lanzó un ataque químico con gas sarín en el metro de Tokio en 1995; la lucha de Hezbolá (“partido de Dios”) contra Israel, aunque sin duda estaba conformada por razones políticas muy concretas, se vio azuzada por la escatología milenarista chií. La violencia apocalíptica, sin embargo, no empezó recientemente. Se ha sospechado a menudo que en la cultura judía cabe detectar conexiones entre una visión del mundo apocalíptica y la resistencia armada. ¿Por qué Jesús irrumpió en el Templo de modo violento durante su visita a Jerusalén, y por qué estaba acompañado en tal visita por un grupo de seguidores que portaban armas? ¿Por qué se rebelaron sus correligionarios judíos contra los romanos en el 66 e.c.? ¿Y por qué lo hicieron de nuevo en 132, bajo el liderazgo de Bar Kojbá? La respuesta, en opinión de muchos estudiosos, estriba en las fantasías apocalípticas, la espera en que el Fin de los Tiempos estaba muy cerca, y la convicción de que sería necesaria cierta violencia –además de la divina– para realizar las transformaciones políticas y religiosas que implicaba. Es difícil probar de modo fehaciente el nexo entre escatología y violencia en el judaísmo antiguo. Una de las frustraciones de quienes buscan comprender la literatura del período del Segundo Templo radica en lo poco que conocemos de la relación entre textos y contextos, las circunstancias en que los textos fueron producidos, y cómo se concebía su funcionamiento. La literatura apocalíptica antigua se resiste a tal contextualización en la medida en que enmascara su autoría y las circunstancias a las que responde bajo el disfraz de la atribución pseudoepigráfica. Hay, sin embargo, una posible excepción, que podría estar constituida por una obra descubierta entre los rollos del Mar Muerto, conocida como el “Rollo de la Guerra”. El título se refiere a una composición encontrada en la cueva 1 de Qumrán y conocida como 1QM (M = Milhamah, Guerra), aunque fragmentos de material similar se encontraron entre los rollos de las cuevas 4 y 11. El Rollo de la Guerra es una suerte de manual de instrucciones para una guerra escatológica de 40 años que se esperaba que la comunidad, denominada “los hijos de la luz” (una terminología conocida para los lectores del Cuarto Evangelio) llevase a cabo contra sus enemigos, los “hijos de las tinieblas”, aliados con una fuerza demoníaca liderada por Belial, al final de los tiempos. El texto describe los pertrechos militares, la disposición del ejército, los planes de batalla, así como las plegarias y exhortaciones que serían pronunciadas por el sumo sacerdote y otros sacerdotes o levitas. Es, pues, una suerte de vademécum para la guerra santa de la comunidad, que acabaría por supuesto con la derrota de los hijos de las tinieblas. No sabemos cuándo, o en qué circunstancias, fue compuesto el texto. Su dependencia respecto al libro de Daniel obliga a colocar su composición algo después del 165 a.e.c., época en que se datan varias relevantes secciones de ese libro. Su paleografía sitúa el terminus ad quem en el primer siglo a.e.c, pero los esfuerzos por datar 1QM con más precisión en el período macabeo o en el romano no han obtenido consenso (la frecuente identificación de los Kittim con los romanos, de la que fue un ferviente defensor Yigael Yadin, no es del todo segura; algunos estudiosos sitúan la composición del Rollo, o al menos una parte de él, en el s. II a.e.c., poco después de la revuelta macabea, y a esa luz identifican a los Kittim con los Seléucidas). El interés que presenta el Rollo de la Guerra para el estudio de Jesús y de los orígenes del cristianismo es indirecto, pero no menor. Por un lado, su combinación de apocalíptica y violencia podría ayudar a arrojar luz sobre la existencia de una combinación semejante en el galileo. Por otro, aunque el género literario del texto difiere del género del libro del Apocalipsis, contiene –como ya reconocieron diversos estudiosos, v. gr. el católico Joseph Fitzmyer– muchos detalles que arrojan luz sobre ese escrito del Nuevo Testamento: el mismo motivo de la guerra santa contra los enemigos del pueblo de Dios, un uso similar de textos del Tanak (en especial, del libro de Daniel), de nombres simbólicos para adversarios, y del papel de los ángeles. El Rollo de la Guerra es peculiar entre los textos apocalípticos judíos tempranos por su carácter prescriptivo, es decir, su esfuerzo no solo por narrar la guerra escatológica, sino por preparar a sus lectores a cómo combatir en ella. ¿Se puede ser más preciso a la hora de comprender el papel del Rollo de la Guerra en salvar la distancia entre la fantasía escatológica y la violencia de la vida real? Intentaremos responder a esta pregunta en sucesivos posts. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 18 de Julio 2012
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Hoy escribe Gonzalo del Cerro
El Apóstol Tadeo en sus Hechos Apócrifos Identidad del protagonista según la tradición Los Hechos Apócrifos del santo Apóstol Tadeo, de escasa trascendencia por su contenido y de reducido tamaño, ofrecen aspectos de especial interés dentro de la literatura del género. El protagonista Tadeo es una figura rodeada de enigmas, provocados por las mismas fuentes documentales que transmiten las tradiciones sobre su personalidad y los perfiles de su ministerio. Ante todo, el principal problema hace referencia a su identidad personal. Según los dos códices que contienen su texto, se trata de los Hechos del santo Apóstol Tadeo. Pero el manuscrito de París (P) lo considera como “uno de los doce”, mientras que para el de Viena (V) es “uno de los setenta”. Ambos textos, sin embargo, le atribuyen la denominación sistemática de “apóstol”. En este aspecto, el códice V coincide con los datos que Eusebio de Cesarea ofrece sobre Tadeo. Pertenecía, dice el gran historiador, al grupo de los “setenta discípulos de Cristo” a diferencia de Tomás que formaba parte de los Doce (Cf. Eusebio de Cesarea, H. E. I 13, 4. 11). Pero luego se refiere a él aplicándole el calificativo de “apóstol”. Las listas de los apóstoles expuestas en los textos canónicos no resuelven el problema. Es también posible que se haya producido la confusión de dos personajes distintos. Esta eventual confusión tiene su punto de partida en las dobles tradiciones sobre el lugar de su nacimiento y el de su muerte. Sabemos de un Tadeo muerto y sepultado en Edesa, que podía ser distinto del Tadeo, uno de los doce, que “se durmió” en Beirut el día 20 de agosto. Del mismo modo, existen dos tradiciones sobre el lugar de su origen: Cesarea de Filipo en Palestina y la ciudad de Edesa. Puede verse la referencia en R. A. Lipsius, Acta Apostolorum Apocrypha, 1972, I, CIX). Los cuatro pasajes bíblicos del elenco de los Doce se refieren obviamente a los mismos individuos en unas listas cerradas, sobre todo, numéricamente. El texto del Apócrifo da por supuesto que el Tadeo de los Hechos Apócrifos es el que aparece en las listas de los apóstoles según los evangelios de Mateo y Marcos (c. 1,2). Mt 10,3 y Mc 3,18 mencionan a Tadeo en sus listas. Lc 6, 16 omite a Tadeo, pero en su lugar menciona a Judas de Santiago. Lo mismo sucede en la relación de los Hechos canónicos (Hch 1,13), en la que este Judas ocupa el último lugar al haber desaparecido el traidor. Es un caso similar al de Tomás, cuyo nombre era Judas, pero que luego pasó a la tradición con el apodo identificativo de Tomás o Mellizo. Al ser Judas un nombre demasiado usado, se hacía preciso el uso de otra denominación para aclarar la identificación concreta del personaje en cuestión. Judas podía ser el nombre, mientras que Tadeo haría las funciones de apodo o sobrenombre, que Lucas suple con la mención del padre. Se ignora el significado real del nombre de Tadeo, aunque algunos lo relacionan con un término arameo que significaría "Robusto". Pero la conclusión lógica es que detrás de estos nombres se oculta el mismo personaje, opinión mantenida ya por Orígenes y Tertuliano (Orígenes, De principiis, 3, 21; Tertuliano, De cultu feminarum, 1, 3.). Problema distinto es la eventual distinción de dos personajes, uno de los doce y otro de los setenta, con el mismo nombre, que luego fueron interpretados como uno solo. El texto mismo del apócrifo testifica que Tadeo tenía otro nombre. En el inicio de la obra leemos: “Lebbeo, llamado también Tadeo”. Así lo confirman las variantes de Mt 10,3 y Mc 3,18 del códice Bezae (D) y en otros numerosos manuscritos: “Lebbeo, con el sobrenombre de Tadeo”. Lebbeo ha sido interpretado como “hombre sensible”, lo que estaría concorde con el carácter del autor de la epístola canónica de Judas, atribuida a este apóstol. El apócrifo cuenta cómo Lebbeo se hizo bautizar y tomó el nombre de Tadeo (c. 1,1). A la mesa de la Última Cena estaba sentado otro Judas distinto del Iscariote, que intervino interrumpiendo el discurso de Jesús: “Le dice Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?»” (Jn 14,22). Aunque la pregunta quedó sin respuesta, hemos de agradecer al evangelista Juan que haya conservado las únicas palabras de Judas Tadeo recogidas en los evangelios. Sus silencios quedarán, por supuesto, resueltos en el texto de sus Hechos Apócrifos. Unos silencios traducidos en hechos y gestos muy apreciados por la tradición cristiana. (Cuadro de san Judas Tadeo) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 16 de Julio 2012
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Hoy escribe Antonio Piñero
El libro que comento esta semana, cuyo título es el de esta posta, es de Romano Penna, profesor de Nuevo Testamento en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma.En España se han traducido algunas obras suyas como Un comentario a la carta a los romanos, en Verbo Divino, 2012, un estudio sobre S. Pablo: Pablo de Tarso, un cristianismo posible (Madrid 1992) y una edición de textos y comentarios sobre “ambiente histórico-cultural” de los orígenes del cristianismo, Bilbao, 2005.El libro que comentamos ha sido publicado también por Verbo Divino, Estella, 2012, 163 páginas, con ISBN 978-84-9945-275-3. En la primera parte, el autor estudia muy brevemente la idea de “testamento” en el judaísmo y en el cristianismo antiguo y comenta, concisamente también, los sintagmas “testamento antiguo” y “testamento nuevo”, destacando convenientemente la aportación esencial de Pablo en la formación del concepto “nueva alianza”. El autor apunta que en el sustrato del uso del sintagma “nuevo testamento” se encuentra el “hecho” de que la matriz del cristianismo es, y sigue siendo, el judaísmo del que el cristianismo no es sino una variante. Según el autor este aserto “se comprueba, por ejemplo, en la convicción, ya jesuánica y después cristiana, de que la identidad mesiánica de Jesús a pesar de su chocante originalidad no había sido una novedad absoluta sino que hunde sus raíces en la historia pasada”. En la segunda parte del libro cuyo título es “El nuevo testamento como don-gracia de una alianza divina” se estudian, como breve prefacio, los textos de Jeremías 31,31-34; Ezequiel 36,26-27; I QBendiciones 5,21-33, así como algunos pasajes del Documento de Damasco y de la Regla de la comunidad que hablan de un “testamento/alianza eterna” que pare ellos era también “nuevo”. Penna señala las diferencias de concepto entre el uso neotestamentario y estos textos. A continuación R. Penna estudia los textos cristianos que fundamentan o ponen los inicios para que en el futuro pueda llamarse a la colección de escritos propiamente cristianos “Nuevo Testamento”. Estos pasajes son 1 Cor 11,23-26 (la Cena del Señor); 2 Cor 3,6 (“Dios nos ha hecho ministros y dueños de una nueva alianza, no de la letra, sino del espíritu; la letra mata, el espíritu vivifica”); y la idea de nueva alianza / nuevo testamento, fundada en la mediación de Jesucristo, que se desarrolla ampliamente en la Carta a los hebreos, en realidad una homilía como es sabido. La parte tercera aborda del libro un brevísimo --y diría que superficial y poco representativo-- estudio/presentación del Nuevo Testamento como “conjunto literario”. Este estudio ofrece de hecho una escueta síntesis de las características más notables de las 27 obras que componen el Nuevo Testamento. Por último la parte cuarta, con el título “El Nuevo Testamento como conjunto canónico” estudia también brevemente cuáles son los apócrifos neotestamentarios y qué valor tienen históricamente los escritos, sobre todo evangelios, que se recogen dentro de esta rúbrica. El segundo apartado de esta cuarta parte me parece quizás el más interesante del libro, puesto que estudia: • Las primeras colecciones de textos cristianos y los analiza para averiguar por qué los cristianos se decidieron a utilizar el formato “códice”, y no el de volumen o rollo (que se cree tuvo su repercusión a la hora de formar un corpus transportable de escritos cristianos; • Cómo pudo formarse (o mejor “editarse”) la primera colección de textos paulinos y finalmente • Cuáles fueron los impulsos para la formación del canon neotestamentario. Según Romano Penna, los impulsos básicos fueron dos: 1. La formación previa de un canon judío de las escrituras; 2. La formación también previa de un primer canon cristianos de textos sagrados realizado por el heresiarca Marción. El libro de Penna concluye con una breve consideración sobre cómo se fue concretando el canon del Nuevo Testamento. Para ello presenta al lector el texto de la famosa lista o “Canon de Muratori” (que fecha en torno al 200) y sus consecuencias. Añade unas consideraciones sobre los eventos que llevaron a la consolidación del canon del Nuevo Testamento especialmente en Occidente (por ejemplo, la publicación de la lista de escritos canónicos del Nuevo Testamento en una “Carta festal” del año 367 escrita por Atanasio de Alejandría y los decreto el concilio de Trento). De los vaivenes del canon en la zona oriental de la iglesia, donde el Apocalipsis, por ejemplo, no adquiere solidez canónica absoluta hasta el siglo X, no se dice en este trabajo de R. Penna ni una sola palabra. Mi valoración de este libro es positiva, a pesar de su enorme brevedad en las partes I y IV sobre todo. Con ciertas dudas podría suscribir los análisis que hace el autor de 2 Cor 3,6 y la Carta a los hebreos y sus consecuencias para la formación del canon. De ningún modo puedo adherirme, como espero que sepan ya los lectores, a un análisis del texto paulino y evangélico (sobre todo de Marcos) de la “Cena del Señor” como si Pablo estuviere transmitiendo una tradición eclesial anterior a él. No amplifico porque he escrito ampliamente contra este supuesto en “La verdadera historia de la pasión”, Edad, Madrid, 2009 y también en el presente blog. Tampoco puedo adherirme al juicio de que la personalidad de Jesús era de “chocante originalidad”. Hemos escrito en este Blog abundantemente sobre que la figura de Jesús es perfectamente discernible y situable en el panorama de los “maestros de la Ley del siglo I”, y entre los “profetas de signos” como para designarla como “chocante” Considero que la parte III del libro de Penna, “El nuevo testamento como conjunto literario” dice muy poco al lector, en especial al que haya tenido ya, incluso, un mínimo interés sobre el contenido del Nuevo Testamento. Sin duda debería haber sido más amplio. La parte IV me parece muy interesante, tanto por lo que se dice sobre el uso del códice por los cristianos, como por las consideraciones sobre la formación muy temprana, probablemente, a principios del siglo II, de un corpus de escritos paulinos; el autor no tiene espacio en este breve libro para hablar de ciertos modos --diría que estúpidos o incomprensibles-- del anónimo editor/redactor del corpus paulino y las consecuencias que su acción editora tiene para la comprensión cabal de la doctrina del Apóstol. Su manera de editar, fundiendo cartas, omitiendo pasajes, trastocando el orden de algunas cartas( en especial 2 Cor y Filipenses) nos vuelve literalmente perplejos y nos produce más de un dolor de cabeza. Estoy totalmente de acuerdo con Penna en su indicación de que los impulsos para la formación de un canon del Nuevo Testamento hay que verlos en las dos formaciones previas: por parte de los judíos (el AT) y del heresiarca Marción cuy canon de “Escrituras cristianas” era muy peculiar: eliminaba totalmente el Antiguo Testamento; dejaba un solo evangelio, el de Lucas; y un solo apóstol, Pablo). Solo al final del libro, en la página 156 se hace una mención demasiado breve y fugaz de otros dos impulsos que ayudaron a la formación del canon del Nuevo Testamento: • El contenido de los escritos sacros debía atenerse a la “regla de la fe”, ya bastante firme a mediados del siglo II entre las iglesias paulinas que son las que forman y deciden el canon • Las lecturas públicas en las iglesias paulinas y no paulinas de textos que se creían inspirados ayudaron también a la formación del canon. Desgraciadamente, el autor, Romano Penna, ni siquiera menciona que el canon del Nuevo Testamento fue muy probablemente el producto de un pacto entre las principales iglesias paulinas, hecho sobre la base de realzar sus propias ideas, pero con la voluntad de acoger cuantos escritos judeocristianos fueran asimilables. En este aspecto hubiera sido notable señalar que la epístola de Santiago solo a duras penas y tarde, entró, junto con la de Judas, en la lista de escritos sagrados cristianos. Por último, los lectores agradecerán que el libro presente les transmita íntegro el fragmento conservado del “Canon de Muratori”; este texto se cita mucho pero casi nunca se reproduce. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 13 de Julio 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
A la ineluctable cuota de estulticia e indignidad que toca a cualquier lugar habitado por una colectividad considerable de seres humanos, Santiago de Compostela añade el plus de infamia y corrupción consistente en ser un pueblo que pivota en buena parte en torno a un gran templo administrado por una corporación eclesiástica que se regodea en sus prebendas seculares (de siglos, y del Siglo). Gratulantes celebremus festum. Ese plus de corrupción es, por lo demás, directamente proporcional a la envergadura del embuste capital que fundó hace muchos siglos en su momento la mencionada población y que la mantiene hasta hoy en su carácter enmarañado y pueblerino (Iacobe, virginei frater pretiose Ioannis…): la invención de Teodomiro y sus adláteres, para apuntalar la cual un buen número de eclesiásticos y sus cómplices han vertido toneladas de las acostumbradas mentiras, sandeces y pamplinas, que desde hace tanto tiempo les permiten vivir del cuento. Aunque me consta de manera fehaciente que algunos de los canónigos compostelanos no creen siquiera en la existencia de divinidad alguna, ello no es óbice para que sigan predicando con voz engolada desde los púlpitos catedralicios y gozando de los privilegios de siempre. Sancte Iacobe, ora pro nobis. El verdadero alcance de la fenomenal corrupción que alberga ese pueblo se vislumbra cuando se cae en la cuenta de que en ella participa una gran caterva de individuos. Dado que la economía compostelana depende en buena parte del turismo, y que el turismo se alimenta en singular medida de la atracción circense de la catedral –alrededor de la cual se multiplican tiendas de recuerdos (también dentro de ella), bares, restaurantes y demás–, en la ceremonia de corrupción la implicación es general: eclesiásticos, políticos y comerciantes forman una entente cordial que se ve apoyada (économie oblige) por buena parte de los lugareños, desde notarios y periodistas hasta agentes del orden. Los que se rasgan ahora las vestiduras por las cantidades de dinero que circulan por la catedral compostelana o son tontos de remate o son hipócritas (o ambas cosas). Cualquiera que sepa mínimamente cómo funciona el mundo sabe que los centros de peregrinación –y desde luego la Catedral de Santiago– generan cuantiosas sumas de dinero, de las que los miembros de las corporaciones eclesiásticas (en este caso, los canónigos del Cabildo) se aprovechan sobremanera mediante el reparto de pingües beneficios. Los donativos particulares son lo de menos. La Catedral de Santiago está generosamente financiada por las instituciones regionales (autonómicas), nacionales y europeas. Y, desde siempre, los miembros de la corporación –orgullosos celadores, por cierto, de esa bonita imagen de concordia católica que es el “Santiago Matamoros”– se han repartido anualmente inmensos dividendos (¿o por qué creen Vds. que los clérigos han tenido siempre tanto interés en convertirse en canónigos…?). Así ha sido siempre, así es y así seguirá siendo. Por lo demás, la corrupción económica es lo de menos. ¿Alguien sabe algo de la verdadera corrupción, la corrupción moral más flagrante, y no me refiero a la derivada del embuste en el que se basa todo el tinglado compostelano (y que, en última instancia, ciertamente a nadie le interesa), sino a los abusos de poder que el Cabildo compostelano ha practicado durante años en relación con sus inmuebles, a las coacciones sobre huérfanos y viudas, a los chantajes… por algunos de los cuales algún que otro canónigo de la corporación catedralicia –por actos de los que es responsable directa y moralmente la totalidad del Cabildo compostelano– ha sido condenado con sentencia firme por los Juzgados de Santiago de Compostela? ¿Sabe alguien, por lo demás, la cantidad de ocasiones en que estos flagrantes y miserables abusos no han llegado a los tribunales de justicia, o –cuando han llegado – han sido oportunamente acallados? ¿Cuántos peregrinos tienen la menor idea de tales latrocinios morales cuando llegan al Monte del Gozo? ¿Cuántos ciudadanos españoles? ¿Tiene la menor idea de esto el señor José Manuel Vidal, que ha escrito –evidentemente sin tener la menor idea de lo que dice– que Julián Barrio es “un amigo de la verdad” y que Santiago tiene “un cabildo de altura”…? Pero no teman: aquellos de Vds. que conserven la capacidad de indignarse no deben preocuparse lo más mínimo. No leerán en los periódicos nada al respecto. Solo interesa la historia de un pobre diablo que sustrajo un códice que –seamos claros– no interesaba hasta ahora prácticamente a nadie, pero con el cual desde ahora los canónigos compostelanos aumentarán sus negocios. Resulta significativo el video donde aparece el presidente del Gobierno/desfacedor de entuertos –el mismo que nos iba a sacar de la crisis, el mismo que perrunamente se inclina ante otros jerarcas eclesiásticos– junto al presidente de la Xunta (otro que tal baila) entregando el Códice de marras al arzobispo y los canónigos de marras. En la inanidad, la confusión, la incompetencia, la indignidad que traslucen sus principales y facinerosos actores, la escena no tiene desperdicio, y podría ser calificada de surrealista si lo surreal no fuera, en la repugnante y mafiosa combinación político-eclesiástica, la realidad cotidiana de este país. (Por cierto, y dicho sea de paso, al mentor de los políticos y amigo de los clérigos del video, el egregio Manuel Fraga, entre otras muchas cosas, los gallegos y Compostela le deben una totalmente inútil Ciudad de la Incultura en la que se han derrochado miles de millones de euros, y cuyo mero mantenimiento asciende anualmente a decenas de millones. At Iacobus gaudet carnali carcere liber). Ignoro cuál es la calidad personal del caballero que sustrajo el Códice calixtino y algunas otras cosas de la Catedral compostelana (Dum sic fructificat gladio sub Herode feritur). Pero sé perfectamente y sin la menor duda que lo preferiría como compañero de piso a cualquiera de los miembros del Cabildo compostelano o al titular de su arzobispado. Al menos, ese electricista ha dicho algunas verdades (“Allí robaba todo el mundo”) y es capaz de hacer algo de verdadero provecho para sus semejantes. Y dice el conocido refrán que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Debería tenerlos, pobre hombre, pero no los tendrá. La cantidad de bazofia que sobreabunda en todo este asunto de la Santa, Apostólica y Metropolitana Iglesia Catedral (el embuste va ya en el primer adjetivo) en de tal calibre y apesta hasta tal punto, que le entran a uno arcadas que le impiden seguir escribiendo. Benedicat ergo plebs fidelis. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 11 de Julio 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Muerte de Bernabé en Salamina de Chipre El judío Bariesús apareció de nuevo en la estela de Bernabé. Incitó a sus correligionarios judíos para que arrestaran al apóstol y lo llevaran al tribunal del gobernador de la isla. Se presentó entonces un pariente de Nerón, hombre importante y poderoso llamado Eusebio, quien se unió a los judíos locales en la operación de acabar con Bernabé. La narración del apócrifo resulta por demás detallada y plástica en el relato del martirio del apóstol: “Los judíos, tomando de noche a Bernabé, le ataron una soga al cuello y lo arrastraron desde la sinagoga al hipódromo. Lo sacaron fuera de la puerta de la ciudad, lo rodearon y le prendieron fuego de manera que sus huesos quedaron reducidos a ceniza. Inmediatamente, en aquella misma noche tomaron las cenizas y las envolvieron en una sábana que sellaron con plomo con intención de arrojarlas al mar” (c. 23,2). La tradición pone estos sucesos an la antigua capital de Chipre. Vuelve al texto la referencia al autor de la narración de los hechos. Cuenta, en efecto, cómo se desarrollaron los sucesos tras la muerte de Bernabé. El narrador, Timón y Rodón salieron de noche, recogieron las cenizas del santo y las escondieron en una gruta en la que antes habían habitado los jebuseos o primitivos preisraelitas. En otro escondite cercano escondieron los escritos doctrinales que Bernabé había recibido de Mateo. A pesar de la persecución de los judíos, pudieron escapar y refugiarse en la aldea de Limnes en el extremo sur oriental de la isla. Marcos y sus compañeros Timón y Rodón se dirigieron a la playa cercana, donde encontraron una nave que estaba presta para zarpar hacia Egipto. Se embarcaron en ella y navegaron hasta arribar a la ciudad de Alejandría. Allí permaneció Marcos predicando y enseñando cuanto había aprendido de los apóstoles. Alejandría es, en efecto, el lugar en el que la tradición señala el lugar donde Marcos ejerció el final de su ministerio. Termina el autor el relato de los viajes y el martirio de Bernabé recordando que fueron los apóstoles de Jesús quienes lo bautizaron y le cambiaron el nombre de Juan por el de Marcos. A su recuerdo une como colofón de su narración la habitual doxología que pone fin a muchos de los Hechos Apócrifos. (Gimnasio de Salamina de Chipre) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 9 de Julio 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Mi valoración del libro de Dunn es muy positiva, con algunos pequeños reparos. Es una buena introducción a la “cristología elevada”, o mejor a las diversas cristologías, elevadas/altas, del Nuevo Testamento; trata los temas con extrema claridad y con agudeza crítica, y al haberse escrito como respuesta a los libros de Hurtado y Bauckham tiene una visión más completa que estos. El primer problema que realmente veo en el libro de Dunn está en el título: “Los primeros cristianos”, en realidad Dunn da por supuesto que el Nuevo Testamento es el reflejo del cristianismo primitivo. Sin embargo, como he indicado múltiples veces, el Nuevo Testamento es la representación de un cristianismo, el paulino, y deja fuera otros múltiples cristianismos de los orígenes. El Nuevo Testamento, que se concreta entre el 150 y el 200, (proceso lento y complejo) es el producto de un pacto entre las iglesias paulinas, en esos momentos triunfantes, en el que prima el paulinismo pero se intenta, con amplitud de mirar, aceptar dentro de su seno a otros cristianismos como el judeocristiano y el protognóstico. Las triunfantes iglesias paulinas introducen dentro escritos judeocristianos sólo si son asimilables por el paulinismo, como el Evangelio de Mateo y el Apocalipsis; otros escritos que apenas hacen justicia a Pablo, como la primera carta de Clemente de Roma, la Didaché o el Pastor de Hermas, quedan fuera del canon, por no hablar de la “Predicación de Pedro (Kerygma Petrou) que está en la base de una buena parte de la literatura pseudoclementina. Estas obras quedaron fuera del canon, pero eran cristianismo primitivo. Otros tipos de cristianismo protognóstico o espiritualizante, de los que doy cuenta en “Los Cristianismos derrotados”, quedan también fuera del canon controlado por los paulinos. A este propósito quiero precisar mi mente: cuando hablo de “protognósticos” quiero que se me comprenda bien. Entiendo por “protognósticos” aquellos autores y sus obras que manejan conceptos que tienen un fondo de platonismo o estoicismo popularizados y que sirven de base para que cien años más tarde pueda aparecer en el seno del cristianismo una gnosis bien formada. Como he señalado el origen de esta gnosis filosófica cristiana del siglo II está en el judaísmo marginal con más de cien años sobre sus espaldas que unen la Escrituras judías con Platón. Entre estos autores protognósticos incluyo a Pablo y el Evangelio de Juan, no porque representen una “protognosis bien formada” como sistema, sino por la utilización de conceptos como (espíritu, psíquico, letra, hombre interior/exterior, arriba, abajo, luz, materia) que representan un mundo platónico en el que las ideas de arriba son la única realidad emparentada con el Uno, el Bien, o la Luz, mientras que la materia, el cuerpo y análogos, son considerados como un reflejo imperfecto de esa realidad. Volviendo a Dunn: en el resto del libro, en líneas generales, estoy de acuerdo con el autor en sus precisiones sobre el culto dado exclusivamente a Dios a través de Jesús y por la intermediación de Jesús; que éste es la representación de Dios más cercana a los hombres y la humanidad más cercana posible a Dios. La riqueza conceptual que el cristianismo primitivo une la figura del señor exaltado como intermediario entre la humanidad y el Dios transcendente está muy destacada por Dunn. Otro aspecto en el que disentiría de Dunn es, en ocasiones, sus razonamientos teológicos como si olvidara que los datos evangélicos son el efecto de una reinterpretación de la vida de Jesús, no historia pura; así, al hablar de la impresión que Jesús dejó a sus discípulos (pp. 127-129), Dunn raciocina a partir de la convicción explícita o implícita que lo que recordaban los primeros discípulos de Jesús, de su misión y enseñanza (por ejemplo, su autocomprensión como Hijo del Hombre) puede aplicarse totalmente al Jesús histórico. Dunn parece dar a entender que Jesús mismo se habría inspirado directamente en la visión de Daniel 7 para explicar su propia misión y destino. Todo esto es muy discutible, pero Dunn lo presenta como excesivamente seguro. Tampoco aparece claramente en el libro de Dunn la posibilidad que se percibe cada vez más nítida, de que toda la teología sobre Jesús como entidad cercana a Dios (que aparece en el Nuevo Testamento incluso en textos judeocristianos, como el Evangelio de Mateo y el Apocalipsis) sea un impacto de la teología de Pablo, altamente especulativa pero no histórica, más que del recuerdo de Jesús. Me parecen muy iluminativas las páginas que Dunn dedica a la consideración del Jesús exaltado como Logos, Sabiduría y Espíritu; estas especulaciones son la base del proceso de divinización de Jesús como lucubraciones judías desde el siglo II a.C. para explicar la acción de Dios hacia fuera. Dunn sin embargo no señala que tales especulaciones proceden de la asimilación consciente por parte del judaísmo helenístico del platonismo y estoicismo popularizados. Otro mérito de Dunn consiste en haber abordado de una manera directa el posible proceso psicológico intracristiano de cómo tanto los judeocristianos como los cristianos paulinos, de procedencia gentil, pudieron ensanchar su concepción del monoteísmo judío, de tal modo que la concepción de Dios paulino-cristiana casi más que monoteísmo resulta ser un binitarismo. Dunn pone de relieve como las especulaciones de Pablo van a poner en bandeja los desarrollos posteriores que conducirán inevitablemente a la doctrina de la trinidad. Dunn, sin embargo, no presta demasiada tención al ambiente helénico del entorno griego, en donde se diviniza a humanos en vida desde el 400 a.C. En síntesis, un libro como otros de Dunn (por ejemplo, la Theology of Paul the Apostle, de 1996, que bien merecía una traducción al español aunque sea un libro muy amplio, unas 750 pp. y resulte caro), que merece la pena ser leído lentamente porque invita a un diálogo fecundo en torno a la interpretación de los textos, siempre crítica e inteligente por parte del autor. Dunn, como el ya difunto Raymond E. Brown, tiene un talento especial para enfocar pasajes muy discutidos de tal modo que encajen suficientemente bien dentro de la gran ortodoxia interpretativa constituida hoy por el protestantismo moderado y la teología católica avanzada o abierta. Por último, una palabra muy positiva sobre la traducción del libro. La versión de José Pérez Escobar es, en líneas generales, buena; entiende bien el texto y su dominio del castellano es bueno; ha resuelto con garbo las trampas en las que caen por desgracia otros que se llaman traductores al verter palabras como evidence, claim, template, etc. Dunn escribe a veces en un inglés bastante popular lleno de phrasal verbs y no es fácil a menudo encontrar el mejor equivalente en buen castellano. No tengo ante mis ojos el texto original inglés, pero dada mi experiencia como corrector de traducciones literarias, históricas, filosóficas y teológicas sobre todo del inglés al castellano, puedo repetir que estamos ante una buena versión, lo que es reconfortante; presumo algunos pequeños errores, hipotéticos por supuesto, que no merece la pena reseñar y que no menoscaban la bondad de la traducción en general. Pero si el traductor tuviere intención de conocer, no tengo inconveniente en enviárselos –insisto, como mera hipótesis--, en comunicación privada. En síntesis un libro digno de ser leído con calma. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 6 de Julio 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Aunque este no es un blog de reflexión filosófica, los lectores atentos se habrán percatado de que quien esto escribe concibe la actividad intelectual como indisociable de una tarea ética. Comprender e iluminar la realidad, para uno mismo y para otros, supone dotar de instrumentos para el examen lúcido de esta, y por tanto para desenmascarar las altísimas (inagotables) dosis de autoengaño, distorsión y tergiversación de lo real que constituyen los discursos humanos. Resulta claro que en el ámbito de la religión estos fenómenos de mistificación se nos ofrecen por doquier, con el añadido de que los intensos compromisos emocionales que genera favorecen la confusión perpetua del autoengaño con la Verdad. En su obra A History of Christianity. The First Three Thousand Years, Diarmaid MacCulloch ha escrito historia sin perder de vista esa dimensión ética de la actividad intelectual cabal. Lo ha hecho, en un sentido muy básico, ya en la medida en que ha escrito con mucho cuidado y reflexión. Como ya señalé en su momento, MacCulloch no ha escrito su obra como se escriben tantas otras –cada vez más en nuestro tiempo–, es decir, a toda prisa y sin pensar lo suficiente, sino con la atención y el tiempo que requiere la obra de un orfebre de la palabra, aunque de un orfebre que es más que un esteta onanista productor de fuegos de artificio, porque la palabra es el medio en que aspiramos a decir lo real y, por tanto, el lugar de la verdad y (también) de su mistificación. MacCulloch no ha querido con su obra simplemente escribir un libro con el que obtener dinero y reconocimiento, sino producir una obra intelectualmente honrada, y prestar con ello un servicio poderoso y real a sus lectores. Por otro lado, y lo que es no menos relevante, MacCulloch ha explicitado la dimensión moral de la historia, y de su propia obra, en la Introducción a su libro: “No me avergüenza afirmar que aunque los historiadores modernos no tienen una capacidad especial para ser árbitros de la verdad o, más en general, de la religión, desempeñan de todos modos una tarea moral. Deberían buscar promover la razón y poner freno a la retórica que alimenta el fanatismo. No hay un fundamento más seguro para el fanatismo que la mala historia, la cual es, invariablemente, una historia simplificada en exceso”. El modo de promover la cordura es no solo elaborar una descripción lo más independiente e imparcial posible, sino, como dice el autor unas líneas antes, “ayudar a los lectores a tomar distancia respecto al cristianismo, sea que lo amen o lo detesten, o tengan simplemente curiosidad por él”. Tomar distancia significa que, quienes tienden a identificar el cristianismo con una Verdad hipostasiada tengan la oportunidad de hacerse conscientes no solo de la gran cantidad de arbitrariedad, violencia y miseria moral que existe en la historia del cristianismo, sino también del carácter mudable, transitorio y a menudo idiota de sus doctrinas. Significa también, desde luego, al mismo tiempo, que quienes tengan la tendencia contraria (la de identificar al cristianismo con una Mentira hipostasiada), se tornen capaces de apreciar las dimensiones de dignidad, verdad y decencia que existen en la historia de esta religión, y su contribución –como casi todo lo humano, a menudo equívoca– a la formación de la sensibilidad y la cultura. Dicho de otro modo, significa aprender a ver el cristianismo como el fenómeno humano-demasiado-humano que, como todos los demás, es. Esta voluntad de verdad que alienta en la obra de MacCulloch convierte en un imperativo no solo intelectual sino también ético que la versión de su obra a otras lenguas sea lo más fiel posible, sin incurrir en mistificaciones distorsionadoras que traicionen el sentido del original y siembren la confusión a diestro y siniestro. Esa misma voluntad de verdad contribuye a explicar que cualquiera que comparta el respeto por el valor intelectual y moral de la labor del historiador (y por la obra de este autor) sienta la necesidad imperiosa de denunciar cualquier mistificación producida en el proceso editorial, y no pueda sino considerar que los responsables de la eventual bazofia –desde el primero hasta el último (y no son pocos los eslabones en esta cadena)– son todos ellos esbirros y cómplices miserables, por muchas alharacas que exhiban y por mucho que se pavoneen a la hora de mostrar su presunto interés por la cultura. Porque la única actividad cultural cabal y respetable consiste en iluminar el mundo, no en oscurecerlo. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 4 de Julio 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Ministerio de Bernabé en solitario El relato está redactado en primera persona, por lo que desaparece Pablo de la escena de los sucesos. El autor cuenta que “bajamos de Laodicea”, “llegamos a Corasio”, “arribamos a Palea de Isauria”, “llegamos a Pitiusa”, “arribamos a Anemurio”. En esta ciudad de Anatolia frente a Chipre, encontraron a dos griegos que les preguntaron quiénes y de dónde eran. Bernabé recurrió a la alegoría para ofrecerles un vestido que nunca se marchita y siempre está radiante. Los griegos, motivados por el Espíritu Santo, le rogaron que les entregara el vestido misterioso, ya que ellos creían en el Dios que Bernabé predicaba. Bajaron a una fuente, en cuyas aguas Bernabé “los bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (c. 13,1). Juan Marcos dio a uno de ellos un vestido, y Bernabé dio al otro parte del suyo propio. Los griegos agradecidos les proporcionaron abundante dinero que Bernabé repartió inmediatamente entre los menesterosos. Después de dirigirles la palabra y dar a todos la bendición, hicieron la travesía hasta Chipre. Allí se alojaron en casa de dos hierodulos, uno de los cuales, de nombre Timón, estaba enfermo de fiebres. Lo liberamos de la fiebre, dice el relator, mediante la imposición de manos y la invocación del nombre de Jesús. Bernabé poseía un libro, que contenía las enseñanzas de Mateo y relatos de milagros. Tenía virtudes curativas, de forma que Bernabé lo colocaba sobre los enfermos que recobraban al punto la salud. Se cumple en Chipre de forma especial el sistema de relato, que consiste en meros movimientos geográficos sin contenidos de carácter doctrinal. Llegaron a una ciudad, de nombre Lapitos, pero se vieron impedidos para entrar en ella porque se celebraba una ceremonia idolátrica en el teatro. Caminaron a través de los montes y llegaron a otra localidad, Lampadisto, de donde era oriundo Timón que viajaba con ellos. Encontraron allí a un antiguo conocido, de nombre Heraclio, que les ofreció alojamiento. Bernabé recordó que ya se había encontrado con él cuando viajaba con Pablo. Cuenta Juan Marcos que lo bautizaron, le cambiaron el nombre llamándole Heraclides, lo nombraron obispo y le encomendaron el cuidado de la iglesia de Tamaso. Atravesaron nuevamente una montaña llamada Nevada y se dirigieron a Pafos, ciudad situada en la costa occidental de la isla de Chipre, era considerada como la patria de Afrodita, que había surgido del mar en sus cercanías. Allí conocieron a un hierodulo llamado Rodón, que se convirtió y fue bautizado. Se encontraron también con el judío Bariesús, que no les permitió entrar en la ciudad. Este Bariesús es calificado en los Hechos canónicos de los Apóstoles como mago y falso profeta (Hch 13,6). Se dirigieron entonces a la localidad de Curio, en la que se estaba celebrando una inmunda carrera. Muchos hombres y mujeres en gran cantidad corrían desnudos. Como en el lugar se producía engaño y error, Bernabé pronunció una imprecación contra el templo que se vino abajo en su lado occidental. Hubo muchos heridos y varios muertos, mientras los demás huían hasta el vecino templo de Apolo. Cuando Bernabé y los suyos pretendieron entrar en la ciudad, salieron a su encuentro muchos judíos incitados y guiados por Bariesús, que se lo impidieron. Pasaron el día descansando bajo un árbol. Más adelante llegaron a una aldea, donde vivía un hombre llamado Aristocliano. Era un personaje al que Pablo y Bernabé habían curado de la lepra en Antioquía, lo habían consagrado obispo y lo habían enviado a su aldea de Chipre. Desde allí, dice el autor, “nos dirigimos a Amatunte”, en cuyo templo idolátrico había muchas mujeres sin pudor y muchos hombres que ofrecían libaciones a los ídolos. También allí el judío Bariesús les impidió la entrada en la población. Una anciana viuda los atendió y recibió unas horas en su casa. Ellos sacudieron el polvo de sus pies delante de aquel templo y se retiraron. Los viajeros siguieron caminando por lugares desiertos hacia el territorio de los Kitieos. El texto hace referencia a un lugar cercano a Lárnaca, puerto de mar en el sur de la isla. Como nadie los recibió, se marcharon después de sacudir el polvo de sus pies. El narrador cuenta que “zarpamos” de aquel territorio hasta arribar a Salamina , donde había un lugar repleto de ídolos. Salamina era una Ciudad marítima situada en la costa oriental de Chipre, al norte de la moderna Famagusta. Encontraron allí al obispo Heraclides, a quien instruyeron sobre la forma de predicar el Evangelio, fundar iglesias y nombrar ministros (c. 22,1). En la ciudad de Salamina, entraron en la sinagoga, en la que Bernabé, tomando el evangelio que había recibido de Mateo, dirigió la palabra a los judíos. (Ruinas romanas de Famagusta de Chipre) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 2 de Julio 2012
NotasHoy escribe Antonio Piñero El título de esta postal corresponde al del libro que vamos a reseñar, cuyo subtítulo es “Los testimonios del Nuevo Testamento”. El autor es James D.G. Dunn, que espero sea conocido por muchos lectores. Es profesor emérito del Departamento de “Divinity” (traducible por “teo-logía”, es decir de todo aquello trate de Dios, se sobreentiende en el cristianismo, de la Universidad de Durham (Inglaterra). El libro está editado por Verbo Divino, Estella, Navarra (España), 2011, 230 pp. incluida bibliografía e índices (de textos bíblicos y fuentes antiguas; autores modernos y analítico. ISBN: 978-84-9945-234-90. Conozco personalmente al Prof. Dunn (como miembro de la Studiorum Novi Testamenti Societas) y lo estimo mucho. Es una de esas personas de amplia cultura, pero que ha centrado preferentemente su vida en el estudio del Nuevo Testamento y del cristianismo primitivo... en total cerca de 50 años. Los lectores saben que hemos comentado largamente el primer volumen de su trilogía(¿?) sobre el “Cristianismo en sus comienzos”, cuyo título, muy sugerente, es Jesús recordado. El volumen presente –primero informo de su contenido y luego hará una valoración-- aborda un tema importante para la comprensión del cristianismo primitivo y actual, el de la divinización de Jesús. Los lectores saben también que a él he dedicado muchas postales, sobre todo en el mundo griego y egipcio. El tema de la divinización y el pertinente culto es la base subyacente para la cuestión indicada en el título. Dunn construye su libro en un diálogo permanente con dos autores británicos, que de un modo semejante han abordado el mismo tema, o análogo, en diversas publicaciones. Son los siguientes: • Larry W. Hurtado: Lord Jesus Christ: Devotion to Jesus in Earliest Christianity (“Señor Jesucristo: la devoción/oración a Jesús en el cristianismo primitivo”: Eerdmanns, Grand Rapids 2003); At the Origins of Christian Worship: The Context and Character of Earliest Christian Devotion (“En los orígenes del culto cristiano: contexto y carácter de la devoción/oración cristiana de los primerísimos momentos”, Eerdmanns, Grand Rapids 1999; How on Earth Did Jesus Become God? Historical Questions about earliest Devotion to Jesus = literalmente ¿Cómo diablos se convirtió Jesús en Dios? Cuestiones históricas sobre la devoción/oración primitiva a Jesús”, Eerdmanns, Grand Rapids, 2005). • R. Bauckham, Jesus and the God of Israel (“Jesús y el Dios de Israel”, Paternoster, Milton Keynes 2008 y especialmente God Crucified: Monotheism and Chrsitology in the New Testament (“El Dios crucificado. Monoteísmo y cristología en el Nuevo Testamento: Paternoster, Carlisle 1998. Dunn acepta que el estatus concedido a Jesús (sobre todo desde el siglo IV como una de las personas de la Trinidad) es el principal obstáculo en el diálogo entre cristianos con judíos y musulmanes. Los dos últimos arguyen que la Trinidad es en realidad un triteísmo y que los cristianos han ido demasiado lejos. Dunn se pregunta si el cristianismo más primitivo divinizó en verdad a Jesús; y si lo hizo, cuándo y cómo; y que consecuencias se derivan de ello para el culto cristiano. Con un método analítico bien desarrollado y con fino espíritu crítico estudia ante todo el Nuevo Testamento, dando por supuesto que este corpus de escrito representa la manifestación del cristianismo más primitivo. En primer lugar se enfrenta al vocabulario del culto en el griego en el que se escribió el Nuevo Testamento: • Proskyneîn: “arrodillarse”, • Latreúein, servir; adorar; • Leitorugeîn, “realizar un servicio cultual” en este caso; • Threskeía, “devoción”, etc., • Las doxologías o fórmulas de glorificación, como “A Él la gloria por los siglos de los siglos”, etc. • El vocabulario de la bendición humana a Dios (por ejemplo, “Bendito sea Dios”, Y concluye que los resultados son limitados, pero que puede ya notarse que “se da una cierta reserva a la hora de aplicar los términos de culto a Jesús. Al mismo tiempo resulta sorprendente que el vocabulario de culto se aplique a Jesús, puesto que se trata de un hecho excepcional y sin precedentes en el judaísmo de la época (p. 40. Aborda luego Dunn el tema, igualmente importante, de cómo practicaron el culto los primeros cristianos cuestionándose si, aunque usaran el vocabulario del culto, dieron realmente culto a Jesús. Para ello estudia en el Nuevo Testamento • La oración de Jesús y de los primeros cristianos y a quien iba dirigida, luego • Los himnos litúrgicos del Nuevo Testamento, como Flp 2,5 11 y Col 1, 15-20 Analiza luego el concepto de “lo sagrado” que subdivide en el estudio de • Los espacios sagrados en el Nuevo Testamento, • Los tiempos sagrados, • Los banquetes sagrados, • Las personas y sacrificios sagrados, para llegar a la conclusión de que las reuniones de los primeros cristianos se ajustaban solo en apariencia a la práctica cultual que se realizaba en otras religiones, con ciertas singularidades: no había templo, no había sacerdotes, no había sacrificios. Llega así Dunn a la conclusión de que un observador externo del cristianismo pensaría de él que no era una religión. Es importante también la conclusión de que formularse simplemente la pregunta “¿dieron culto a Jesús los primeros cristianos”? puede resultar restringida e ineficaz, porque es demasiado simplista. En efecto, es como si tratáramos de averiguar si Jesús habría reemplazado en el culto a un Dios lejano. La cuestión es mucho más compleja. Dunn sostiene que el culto cristiano era solo a Dios, pero que los primeros cristianos tenían la convicción de que Jesús estaba completa e íntimamente unido con ese culto que daban a Dios. Por consiguiente, afirma, la cuestión no es tanto si los primeros cristianos dieron culto a Jesús, sino más bien si era posible el culto cristiano primitivo sin recurrir a Jesús. Posteriormente Dunn se pregunta por el destinatario del culto: ¿quién era Dios para los primeros cristianos? ¿Era Jesús monoteísta realmente? ¿Cómo se entiende que ya desde el Antiguo Testamento los ángeles, el espíritu, la sabiduría y la palabra parecen ser entidades personificadas separables de Dios? Dunn se interroga también cómo debe entenderse cómo el judaísmo de la época de Jesús considerara que algunos personajes del pasado de Israel eran seres casi divinos como Moisés, Elías, Henoch, e incluso Esdras. La conclusión de esta parte de su estudio, afirma Dunn, llega a la conclusión de que el monoteísmo de Israel era mucho más amplio que nuestro concepto de monoteísmo , y que quizás habría que hablar de monolatría o henoteísmo que de monoteísmo puesto que la religión de Israel deja sin aclarar la cuestión de la existencia de otros dioses. En el Nuevo Testamento puede pasar lo mismo; ahora bien, en ningún caso, afirma Dunn, se concebía la idea de dar culto a otro ser que no fuera Dios, pero que el judaísmo de la época de Jesús había ido preparando la atmósfera de que nadie se desgarrara las vestiduras si a un personaje humano como Jesús se le pudiera considerar, tras su muerte, una suerte ce culto como entidad semi divina. La investigación progresa preguntándose qué hay detrás de la afirmación que “Jesús es el Señor”. Luego Dunn estudia la utilización de Espíritu, Palabra o Logos y Sabiduría en la religión judía antigua, y posteriormente en el Nuevo Testamento que aquí se muestra como progresión de la religión de Israel. Dunn se aplica a dilucidar si “invocar el nombre de Jesús”, si denominar a Jesús como “señor” al igual que Yahvé o considerarlo la Sabiduría de Dios, su Palabra encarnada o el Espíritu vivificador, suponen realmente una divinización de Jesús y en consecuencia un auténtico culto. Dunn estudia en un apartado especial el libro del Apocalipsis que es donde aparece con toda claridad que Jesús, el Cordero, es exactamente igual a Dios y equiparable a la divinidad en todo; luego analiza con cuidado los textos del Nuevo Testamento que parecen llamar Dios a Jesús como Rom 9, 5 Mt. 1,23 Mt 28,20, I Jn 5,19-20 Heb 1,8, textos como Jesús como imagen de Dios, etc. La conclusión del libro revela, según el mismo Dunn, resultados asombrosos. Jesús tuvo una existencia carnal indudable, fue ejecutado públicamente y fue considerado tras su resurrección un verdadero “señor”. Los cristianos no dudaron en atribuirle lo que los diversos pasajes de la Escritura del Antiguo Testamento habían consignado solamente para Yahvé; sin embargo, aun considerándolo la Sabiduría y la Palabra divina de Dios, manifestaron su convicción de que con ello no se rompía el credo monoteísta que prohibía que se diera culto a nadie que no fuera Dios. A pesar de dar un cierto culto a Jesús muy escasamente aplicaron la palabra “Dios” al Nazareno puesto que afirmaban que Dios Padre era siempre mayor e importante que él. Sostiene Dunn que Jesús era entendido como la encarnación de la cercanía del Dios transcendente; que Jesús era en un sentido real Dios mismo acercándose a la humanidad, que Jesús participaba de la Sabiduría y del Designio divino y que invocarlo era el medio y el camino por el que debían de llegar a dar un culto verdadero al Dios transcendente. Por eso, salvo en el caso del Apocalipsis, y quizás en el del Evangelio de Juan, a la pregunta si los primeros cristianos dieron culto a Jesús la respuesta ha de ser negativa con matices; el Jesús exaltado no era el destinatario del culto como si fuera totalmente Dios o se identificara plenamente con él. Su veneración se entendía como culto dado a Dios en él y mediante él, “el culto de Jesús en Dios” y “de Dios en Jesús”. El libro concluye con unas declaraciones teológicas --no ya históricas-- en las que se afirma que frente a judíos y musulmanes, el cristianismo ofreció una fórmula, la divinización de Jesús, como un modo de cruzar el abismo entre la divinidad transcendente y la humanidad; por tanto, en contra de la opinión de judíos y musulmanes el cristianismo no es una religión triteísta sino monoteista puesto que sostiene que el único destinatario del culto es el Dios único. El cristianismo reconoce que Dios es todo en todo y que la grandeza del señor Jesús expresa y afirma la grandeza del único Dios con más claridad que cualquier otra realidad del mundo (pp 183-188). El próximo día expondré algunas reflexiones sobre este planteamiento. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 29 de Junio 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Prosigo (y, en principio, termino) aquí una lista de observaciones críticas al texto original de la edición de la importante obra A History of Christianity, de Diarmaid MacCulloch, que espero sea de interés tanto para quienes disponen de la edición de Penguin como para quienes tengan la desgracia de haber adquirido la edición española actualmente disponible. Me referiré en lo que sigue a la paginación de la edición inglesa de Penguin. Excepto la primera observación (que versa sobre una cuestión discutible), las restantes se refieren a errores señalados a MacCulloch y reconocidos como tales por este. P. 107. “The Jewish-led Christ-followers regrouped in the town of Pella in the upper Jordan valley…”. Debe tenerse en cuenta que MacCulloch no tiene en cuenta aquí la posibilidad, esgrimida por varios estudiosos (como Samuel G.F. Brandon, en The Fall of Jerusalem and the Christian Church), de que la historia de Pella –narrada en la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea– pueda no ser fiable. P. 253, última línea: Refiriéndose al fin del imperio persa sasánida en la década de 640, MacCulloch se refiere a “the three-centuries-old empire”. Sin embargo, cuando ese imperio desapareció a manos de los árabes musulmanes, el imperio sasánida tenía algo más de cuatro siglos de existencia, pues nació con Ardashir en el primer cuarto del s. III. Así pues, el texto inglés debería modificarse a: “the four-centuries-old empire”. P. 297. Acerca del Virgilio de Dante, MacCulloch escribe: “his role as Dante’s guide through the underworld in the great fourteenth-century poem Inferno”. Esto puede resultar confuso no solo para los lectores que conocen la obra de Dante como Commedia (en español, normalmente la “Divina Comedia”), sino también para los que saben que Virgilio es el guía de Dante no solo en el Infierno, sino también en el Purgatorio. MacCulloch reconoce este extremo y ha propuesto cambiar “Inferno” por “Commedia”. P. 315. En relación a Prisciliano, el autor escribe: “He was burned at the stake, the only Western Christian to be given the treatment which the pagan Emperor Diocletian had prescribed for heretics until the eleventh century”. El problema de esta afirmación es doble. Por un lado, Prisciliano no fue quemado en la hoguera, sino decapitado. Por otro, hay que tener en cuenta que el (presunto) heresiarca no fue ejecutado solo, sino con varios compañeros y seguidores. MacCulloch ha propuesto para ediciones posteriores un texto sensiblemente diferente: “He was beheaded: later, eleventh-century Western Christians would directly imitate the pagan Emperor Diocletian’s action against Manichees by burning fellow-Christians at the stake”. (El autor se refiere aquí al edicto antimaniqueo de Diocleciano. Me permito remitir a los lectores interesados en este curioso documento a mi artículo: “El rescripto antimaniqueo de Diocleciano. Causas e impacto histórico”, en E. Suárez de la Torre – E. Pérez Benito (eds.), Lex Sacra. Religión y Derecho a lo largo de la Historia. Actas del Congreso de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones, Valladolid 15-18 octubre 2008, Valladolid, 2010, pp. 97-106). P. 835: “Hohenzollern Prussia triumphed between 1867 and 1870 over first the Austrian…”. La primera fecha (1867) debe ser cambiada por 1866, dado que Prusia venció a Austria en ese año. P. 903: “American Methodism was in effect the first of the new foundations, since it stonily ignored John Wesley’s annoyance and gave itself episcopal organisation in 1787” Esa organización episcopal del metodismo norteamericano no tuvo lugar en 1787, sino algunos años antes: en 1784. P. 999. Al referirse a la ola de abusos de menores por eclesiásticos cristianos que empezó a salir a la luz a finales del s. XX, y en particular al protegido de Juan Pablo II y Josef Ratzinger, Marcial Maciel, MacCulloch escribe: “Marcial Maciel Degollado, a participant in the Cristero war in his youth”. Este es un dato erróneo, dado que Maciel (que nació en 1920) tenía 9 años cuando la guerra de los Cristeros terminó. Es cierto que hubo “cristeros” entre sus parientes de más edad, pero la historia de su participación en la “Cristiada” es falsa. En realidad, el dato es curioso, pues esa historia es otro de los embustes de ese mentiroso compulsivo que, a la par que pertinaz abusador de menores, fue el fundador de los Legionarios de Cristo. (Por cierto, este episodio está explicado en un magnífico libro que tuve ocasión de comentar en este blog hace algún tiempo, el del sociólogo y psicoanalista mejicano Fernando M. González, Marcial Maciel. Los Legionarios de Cristo, Tusquets). Con el fin de alterar lo menos posible su texto pero de tener en cuenta el carácter inventado de la historia, MacCulloch ha sugerido la siguiente redacción alternativa: “Marcial Maciel Degollado (who sometimes claimed to have been a participant in the Cristero war in his youth)…”. Aunque seguramente sería posible detectar algún otro error, debería quedar claro que los errores señalados son escasos, atribuibles casi siempre a simples deslices o –como los relativos a Jesús– a una distorsión del personaje tan exitosamente propalada por los teólogos y predicadores, que ha afectado de modo generalizado a la práctica totalidad del así llamado “mundo de la cultura”. La calidad de la obra del profesor de Oxford no se ve sensiblemente menoscabada por su presencia. Cuestión aparte, por supuesto, es la casi inacabable plaga de errores contenida en la traducción española perpetrada para Debate por el sr. Ricardo García Pérez, sobre la cual ya dijimos en su momento lo suficiente como para que resulten oportunos ulteriores comentarios. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 27 de Junio 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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