CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero

Si la anécdota de Jesús discutiendo con los sabios en el templo pude interpretarse como estilísticamente helena más que histórica, es lícito preguntarse qué sabía Jesús, qué formación real tenía. La Historia y la Arqueología pueden ayudarnos.

Hoy escribe Eugenio Gómez Segura


Para entender el carácter de Jesús y entender sus años ocultos se acude tradicionalmente a la anécdota que lo presenta argumentando en el templo con los expertos en la Ley, pero esa no es una anécdota histórica. Sin embargo, el tema de su formación y el de la maestría que alcanzara gracias a ella tienen una gran importancia para el investigador, pues de ahí se derivará tanto su encuadre dentro del judaísmo como lo que pudo predicar. Curiosamente, tampoco recoge Pablo en sus cartas esa competencia en materia de la Ley, como si ese tema no fuera importante para su idea de Jesús, máxime cuando habría sido un auténtico argumento de autoridad con ocasión de la redacción de Romanos, que tan profundamente trata el tema. Esto podría ser indicio de que Jesús y él opinaron de distinta manera sobre ese tema.

Así pues, para poder alcanzar alguna conclusión sobre la formación que recibió Jesús es necesario conocer el ambiente general de Galilea y Judea. Los datos no faltan, de modo que no será tan difícil compararlos con lo que se lee en los cuatro evangelios.

 
Para empezar, y asumiendo que Jesús fuera el primogénito de su familia, la tradición hebrea indica que debió ser instruido por su padre José en cuanto a leer y escribir, pues hay varias sentencias en este sentido y los testimonios antiguos afirman tal obligación para el padre de familia. En su obra Contra Apión (2, 204) escribe Flavio Josefo, quizá exagerando un poco: «y (la Ley) ordenó que se aprendiera de niño a leer lo relativo a las leyes y se conociera las hazañas de los antepasados; estas para imitarlas, las otras para que con ellas educados ni las quebranten ni tengan la excusa de ignorarlas». Un poco antes incluso apunta (2, 178): «a cualquiera de nosotros podría preguntar quienquiera por las leyes, y las recitaría más fácilmente que su propio nombre. A raíz de que desde la primera muestra de inteligencia las aprendemos, las tenemos como grabadas en nuestras almas».

Esta costumbre hubo de conjugar dos posibilidades: el aprendizaje familiar y el estudio y comentario en las sinagogas.
Además, sobre la lectura y escritura en época de Jesús es conveniente tener en cuenta algunos datos arqueológicos de gran interés. Por ejemplo, en Qumrán, entre los manuscritos que han dado fama al yacimiento, aparecieron algunos sumamente valiosos para este tema: cartas escritas por Simón Bar-Kokhba, caudillo de la segunda revuelta contra Roma, también algunas dirigidas a él. Incluso apareció un archivo personal de una mujer llamada Babatha, escrito en griego y arameo, con notas sobre propiedades, deudas, sentencias de divorcio, datado todo ello hacia el año 50.

También es interesante un acta de deuda fechada en 55-56, quizá ejemplo material de Lc 16, 6-7: «Y tras hacer llamar a cada uno de los deudores de su señor le decía al primero: ¿cuánto debes a mi señor? Él dijo: cien batos de aceite. Él le dijo: coge tus documentos y siéntate y escribe rápidamente cincuenta. A continuación, dijo a otro: ¿y tú cuánto debes? Él dijo: cien cores de trigo. Le dice: coge tus documentos y escribe ochenta».

Por otra parte, el uso de la escritura apunta a cierta extensión: se utilizaba para distinguir los osarios dentro de las tumbas mediante nombre propio; había inscripciones en el templo de Jerusalén; se utilizaban trozos de cerámica rota para entregar notas, fragmentos que, en las excavaciones, han aparecido en enormes cantidades incluso tirados por las calles. En Masada, por ejemplo, han aparecido estos fragmentos (técnicamente llamados óstraka) con nombres propios. Se interpretan como cupones para la entrega de comida durante el asedio romano.

Como puede verse, la posibilidad de que Jesús supiera leer y escribir es alta. Pero realmente no es fácil saber cómo debemos valorar esta posibilidad. Sobre este asunto la investigación moderna se centra en tres pasajes de los evangelios: Lc 4, 16-30 lo presenta leyendo los rollos de la Ley en la sinagoga, aunque el paralelo Mc 6, 1-6 no incluye el hecho de leer; en Jn 8,6, aparece garabateando sobre la arena; y Jn 7, 15, frente a los anteriores, indicaría que no tenía formación superior pero sí sabría leer.

Si se comparan estos tres textos con lo que se sabe sobre la educación y la alfabetización en la Judea de la época, la pintura que podemos ver es la siguiente: en Galilea no había escuelas básicas; una familia común no podría dedicar el tiempo y el dinero a la educación de un niño privándose de su fuerza de trabajo, incluso algunos cálculos hablan de tres o cuatro años para leer y escribir correctamente en aquella época (Piénsese que en España durante el siglo pasado muchos reclutas de reemplazo que provenían del campo a duras penas podían leer su nombre y se alfabetizaban mínimamente en el ejército). Así que cabe pensar que Jesús podría elaborar esas notas fáciles, listas de artículos o facturas pequeñas. La pista podría estar en que el fragmento de Lucas sobre la lectura en la sinagoga más encaja en lo que el autor quería mostrar sobre la importancia y habilidades de Jesús que en lo históricamente probable para la época. De esta forma, Jn 7, 15 no necesitaría retoque alguno para ser comprendido, pues dice expresamente: «En respuesta se sorprendían los judíos diciendo: "¿Cómo es que éste sabe letras si no ha sido enseñado?"» Leer se referiría al acto de interpretar un texto complejo mediante lectura, un paso muy lejano para quien sólo pudiera interpretar nombres y frases sencillas. El “no haber sido enseñado” sería precisamente esa enseñanza superior que Jesús no habría adquirido.

Otra cosa es decidir qué sabría un muchacho como él, qué formación habría recibido. Como ya expliqué en el post anterior (102), de ninguna manera se puede aceptar la anécdota relatada en Lucas sobre la admiración que habría causado entre los escribas del templo. Sí se reconoce habitualmente que cualquier persona habría aprendido memorísticamente fragmentos de la Ley y los Profetas, principalmente en casa, y que la escucha atenta de los servicios de la sinagoga bastaría para conferir la cultura religiosa más importante de su época. En contra de esta idea se suele aducir una supuesta extensión de las escuelas asociadas a sinagogas, pero los ejemplos que se citan, Gamla y Masada, no están en absoluto claros desde un punto de vista arqueológico.

Por otra parte, los fragmentos de Filón y Flavio Josefo citados a propósito de la lectura en casa son leídos en la actualidad con mucha cautela, pues ambos están en obras de muy fuerte carácter defensivo y propagandístico. Flavio Josefo, por ejemplo, aduce que las familias judías aprendían la Ley sin diversidad interpretativa, y la verdad es que eso parece chocar con la realidad del judaísmo de la época, con sus muchas escuelas de exégesis de la Ley.

Fijémonos, además, en este pasaje de 4 Macabeos:

4 Mac 18, 10-19: Cuando aún estaba con nosotros, os enseñó la ley y los profetas. Nos leía la historia de Abel, asesinado por Caín; la de Isaac, ofrecido en holocausto; la de José, Nos hablaba del celoso Pinjás; os enseñaba la historia de Ananías, Azarías y Misael en el fuego. Alababa a Daniel, arrojado al foso de los leones, y lo declaraba bienaventurado. Os recordaba el pasaje de Isaías, que dice: «Aunque camines por el fuego, la llama no te quemará». Nos cantaba el himno del salmista David: «Muchas son las tribulaciones de los justos». Nos citaba aquel proverbio de Salomón: «Es un árbol de vida para todos los que cumplen su voluntad». Insistía en las palabras de Ezequiel: «¿Revivirán estos huesos secos?». No olvidaba el canto de Moisés que dice: «Haré morir y daré vida. Esa es vuestra vida y la duración de vuestros días». Traducción de M. López Salva, Apócrifos del A. T., vol. 3, Ediciones Cristiandad.

A la vista de los datos previos y de otros de la historia judía más cercana a Jesús la formación que tendría un muchacho como él incluiría el conocimiento de la Ley, los profetas y los libros sapienciales, textos parcial o mayoritariamente memorizados por oírlos; leer y con casi toda probabilidad escribir dependería de la ocupación familiar, pues el campesinado no requiere la misma formación que los oficios. Esto supone en primer lugar hablar en arameo y en hebreo (quizá bíblico, quizá el hebreo vulgar que aún seguía hablándose en algunas zonas de Judea y Galilea) y, teniendo en cuenta la importancia de Séforis con su ambiente grecorromano, hablaría e incluso podría leer algo de griego. No ha de extrañar este dato, pues su oficio artesano hubo de llevarlo a trabajar en Séforis y usar cuentas con sus clientes griegos (recuérdese la aparición de óstraka en las excavaciones con este tipo de información).

En definitiva, parece que en Jn 7, 15, «¿cómo es que éste sabe letras si no ha sido enseñado?», «no ha sido enseñado» ha de entenderse en el sentido de ser instruido en una educación superior.
 
Extracto de mi libro Jesús de Galilea: una reconstrucción arqueológica, Amazon.

Enlace a la entrevista que me hicieron en Imagen por la Historia sobre Jesús de Galilea.
 
Saludos cordiales
 
Martes, 18 de Febrero 2025

Para comprender la información que hemos recibido sobre Jesús de Galilea es necesario atender al origen de los textos que nos describen su vida: textos de raigambre judía escritos para hablantes griegos. Estas dos vías culturales influyeron, quizá no por igual pero sí definitivamente, en cuanto sabemos sobre el de Galilea.

Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


Al estudiar, en la medida de nuestras posibilidades, la vida de Jesús de Galilea, es necesario enfrentarse a un hecho fenómeno cultural: su vida nos llega mediante textos, textos escritos en griego sobre un personaje cuyos origen y religión estaban en Judea. Es decir, debemos entender que los datos biográficos judíos en buena medida fueron transferidos a una cultura diferente. Se puede comprobar este trasvase al estudiar la presentación de Jesús como héroe de dos culturas: la hebrea y la clásica.

En ambos mundos (como en el nuestro) se intentaba recrear popularmente la vida de sus personajes ilustres según las características propias de cada uno. Así, ha de resultar  lógico buscar en la Biblia hebrea y Septuaginta profecías, avisos, explicaciones inadvertidas a pasajes oscuros u olvidados, en el caso que nos ocupa, siempre desde el punto de vista de los seguidores de Jesús. Esta forma de pensar se manifiesta claramente en los datos biográficos del nacimiento y la infancia, y es indispensable para entender cómo fue fraguándose su caracterización como héroe. De hecho, la comparación entre algunos personajes bíblicos y Jesús es fácil y revela los esfuerzos por circunscribir su figura en la tradición judía. Los datos básicos de esa comparación entre lo que los evangelios dicen de Jesús y la Biblia son: anuncio del nacimiento (que además será milagroso), exigencia de confianza en Yahvé, dificultades de supervivencia forzadas por actores políticos. Tres casos son ejemplo de esta tendencia: Isaac, José y Moisés.

Isaac (Gn 20-22) fue el hijo esperado y gestado milagrosamente por Sara, casada con Abraham. Mujer estéril y ya muy mayor, concibió de resultas de una promesa de Yahvé. También Sansón nació contra pronóstico de mujer estéril y fue salvador de los judíos. Por tanto, nacer de forma milagrosa ya era atributo de dos grnades personajes de la tradición hebrea.

Por otro lado, viajar en aquellos tiempos siendo niño era sumamente peligroso. José (Gn 37-45) era hijo de Jacob y Raquel, y uno de los doce patriarcas de las tribus de Israel. Debido a la envidia que suscitó entre sus hermanos huyó a Egipto, donde acabó siendo consejero del faraón. Tras muchos años volvió de allí reconocido por su padre y superada la envidia de sus hermanos. De Jesús se dice en Mateo (Mt 2, 13-15):

Tras marcharse ellos, he aquí que un ángel del Señor se aparece en un sueño a José para decir: “Al despertarte coge al niño y a su madre y huye a Egipto, y permanece allí hasta que te diga; pues Herodes va a buscar al niño para matarlo”. Él se despertó y tomó al niño y a su madre de noche y se marchó a Egipto, y permaneció allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera lo dicho por el Señor por medio de su profeta cuando decía: De Egipto llamé a mi hijo.

De hecho, las últimas palabras del pasaje son cita de Os 11,1. Esta simple referencia es una muestra de la costumbre ya mencionada de buscar referencias para caracterizar a los personajes importantes.

Moisés (Éx 1-2) moldeó igualmente a Jesús. Como Jesús, Moisés sobrevivió a una matanza de recién nacidos que promulgó un faraón anónimo; Moisés, además, fue recordado como el gran legislador y el hombre que devolvió a su pueblo a la tierra prometida.

Estos detalles plantean la posibilidad de que las narraciones insertas en Mateo y Lucas no sean otra cosa que anécdotas de claro sabor bíblico utilizadas para adornar o urdir la desconocida infancia de Jesús. Si a esto unimos los oscuros datos sobre Belén o Nazaret y la fecha dispar del nacimiento, o la divergencia en cuanto a genealogías, la conclusión es que, ya para la segunda generación de seguidores de Jesús, y quizá especialmente para la parte griega, hubo un vacío de información que era imprescindible completar. Pero no como fuera, sino según las ideas de cada escritor.

De hecho, la labor se llevó a cabo según las dos tendencias ya mencionadas, que no se excluyeron:
 
  1. la primera es hebrea: buscar en la Biblia antecedentes que sirvieran para entender a Jesús dentro de esa religión;
  2. la segunda es helenística: apuntar en el recién nacido y su infancia detalles que serán característicos durante la madurez del personaje.

Una pista de que este segundo procedimiento es ajeno a la tradición judía es que en ningún caso se habla en la Biblia de una peripecia que dé pistas sobre la personalidad y futuras hazañas del protagonista de un relato a tan temprana edad. Es posible que esto fuera así porque la cultura judía definía claramente la edad a la que un varón sería considerado integrante pleno de la sociedad, veinte años, con los derechos y deberes bien especificados. No había opción para un adolescente.

Observemos que Mateo se inicia con la declaración de nacimiento excepcional de una virgen anticipado por Is 7, 14; continúa con la fantasiosa presencia de los reyes de Oriente, que permite incluir la persecución de los niños inocentes y la huida a Egipto, esto refrendado a su vez por una cita de Génesis (Gn 35, 19). Esta tendencia asemeja al protagonista con los grandes personajes de la historia sagrada según un detenido estudio de las cualidades que se quería resaltar de su vida en este mundo.

En cuanto a la elección del modelo biográfico de estilo griego, esta tendencia llevó a incluir detalles de la infancia que demostraran el dicho castellano “genio y figura hasta la sepultura”, en concreto la escena en que Jesús, con pocos años, era capaz de asombrar a los ancianos cuando discutía con ellos en el templo. El ejemplo típico de este proceder es la narración que Heródoto (1, 114-115) ofrece sobre la vida de Ciro el grande, fundador del imperio persa. Cuando era un niño, Ciro destacaba siempre entre sus compañeros de juegos porque, cuando jugaban “a las guerras” Ciro destacaba como organizador o jefe de su bando, incluso por encima de niños aristócratas a las que se hubiera atribuido plenamente esa capacidad como innata. Jesús discutiendo en el templo y venciendo a los mayores es una anécdota en este sentido griego de la biografía de grandes personajes.
 
Extracto de mi libro Jesús de Galilea: una reconstrucción arqueológica, Amazon.

Una entrevista que Alonso Naranjo me hizo a propósito del libro en su canal Indagando en la Biblia.
 
Saludos cordiales.
 
 
[[1]]url:#_ftnref1 Gn 37-45.
Martes, 11 de Febrero 2025

Frente a la opinión común sobre el origen nazareno de Jesús y su adscripción a la casa de David, se puede postular que ni una ni otra cosa son históricamente comprobables.

Hoy escribe: Eugenio Gómez Segura


            El nacimiento de Jesús plantea numerosos problemas. Simplemente averiguar si nació en Nazaret, y de ahí el gentilicio que le daría apellido, o en Belén, según la tradición de la casa de David, o en ninguna de esas localidades abre un debate que puede caracterizar el resto de investigaciones sobre el personaje. En realidad, una lectura atenta de las fuentes a nuestra disposición resulta muy decepcionante porque en ellas no hay en absoluto claridad al respecto. Esto dirige el pensamiento crítico hacia la búsqueda de estratos en la tradición que tenemos a mano.

Es sumamente extraño que Pablo de Tarso, primer autor cronológico de la colección Nuevo Testamento, no mencionara en ninguna de sus cartas consideradas auténticas ni el lugar de nacimiento ni la divina concepción de Jesús. Aunque en general Pablo informa raquíticamente sobre él, es chocante que en sus discusiones epistolares a propósito de cuán judíos eran él mismo y su modelo desatendiera un dato de tanta importancia como un origen en la davídica Belén y, respecto a la trascendencia del personaje, olvidara su milagroso nacimiento de una virgen. Estos datos podrían haber apuntalado muy bien sus argumentaciones, especialmente en Romanos. Además, estos dos vacíos en la pobre biografía de Jesús que presenta Pablo chocan con la clara e inequívoca mención de un hermano de Jesús, Jacob (Gál 1, 19), cuando le hizo falta.

Este Jacob es el conocido en la tradición española como Santiago, cuya etimología aclara la cuestión: Sanct-Jacob, pronunciado «sanct-iacob». Los nombres Jacobo, Yago, Yagoba, derivan directamente del hebreo Jacob, nombre, además, muy anclado en la tradición de los fundadores del pueblo judío (Gn 25-37): nieto de Abraham e hijo de Isaac, fue quien recibió el sobrenombre de Israel y lo legó al pueblo de Yahvé, además de recibir la primera admonición para dejar de venerar al resto de divinidades (Gn 35, 2). De hecho todos los nombres de los hermanos varones de Jesús (y él mismo) resuenan con matices histórico teológico hebraicos: Mc 6, 3 menciona a Jacob junto a José, Judas y Simón. También se menciona a Jacob (sin referencia a la filiación con Jesús) en 1Cor 15, 8.

Volviendo a Jesús, cabe entonces preguntarse de dónde procede la tradición sobre Belén, que choca con el cartel de la crucifixión, Jesús Nazoreo, Rey de los judíos. La pista parece ser un pasaje, Rom 1, 3, en que Pablo dice expresamente «nacido de la estirpe de David según la carne», noticia que él debió recibir al indagar sobre Jesús. Tendríamos entonces un dato ya comentado por la primera generación de seguidores del Galileo. Otra cosa es que el dato sea correcto. Hay posibilidades de que lo sea, pues el orgullo por la genealogía propia, la pertenencia a una de las tribus míticas de Israel o a una casa concreta, en este caso la del antiguo y heroizado rey David, no resulta una incongruencia a la vista de lo que ocurrió entre quienes fueron exiliados a Babilonia en el siglo VI antes de nuestra era: los judíos que allí fueron deportados tuvieron que recordar su historia nacional y personal para poder volver a su país algún día (como así ocurrió). Gracias a este recurso pudieron sentirse unidos a la madre patria y, además, reclamar legítimamente sus tierras y bienes a la vuelta. Era, pues, frecuente en la tradición judía incorporar y ofrecer datos sobre la escrupulosa pertenencia a las tribus y casas del pueblo de Yahvé (Pablo así lo hizo en Flp 3, 5).

Pero esto también pudo llevar a construir un relato sobre Jesús que se adaptara a la tradición hebrea que detallaba un mesías de esta dinastía nacido en Belén. Es más, dicha circunstancia no sólo resultaría adecuada a la tradición; también engrandecería al personaje al aportar el prestigio requerido a su condición. De manera que también se piensa que, una vez muerto, se asociara a Jesús con David de resultas de su título.

Las dudas se confirman al comprobar que entre los primeros cristianos no sería unánime la idea de que Jesús perteneciera a la casa de David. Un texto de Juan plantea cuestiones importantes:
Como respuesta se dirigió de nuevo Jesús a ellos diciendo: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga jamás andará en la oscuridad, sino que llegará a la luz de la vida”. En respuesta le dijeron los fariseos: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero”. Respondió Jesús y les dijo: “Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es cierto, porque sé de dónde vine y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie. Y si yo juzgo, mi sentencia es verdadera, porque no soy yo solo, sino yo y mi Padre que me envía. También en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es cierto. Yo soy el que da testimonio de mí y da testimonio de mí el Padre que me envía”. Por su parte le decían: “¿Dónde está tu Padre?". Respondió Jesús: “ni a mí me conocéis ni a mi Padre; si me conocierais, también conoceríais a mi Padre” (Jn 8, 12-14)».

Si el autor de Juan creyera que Jesús perteneció a la casa de David, habría sido éste un momento más que oportuno para manifestarlo, pero no lo hace. De aquí se deduce que hubo un grupo de cristianos, para los que se escribió este evangelio, que no tenía necesidad de considerar a Jesús como vástago davídico.

De hecho, el pasaje se asocia con otro más, igualmente problemático. En Jn 7, 42 el autor presenta a una multitud, que había escuchado a Jesús, entre la cual había quienes dudaban de su calidad de Mesías diciendo: «¿No dijo la Escritura que de la descendencia de David y de la aldea de Belén, de donde venía David, viene el Cristo?» Como esas palabras son una crítica, de ellas parece deducirse que no era de Belén ni de la casa de David, atendiendo a que Jesús era un galileo y este hecho eliminaba la genealogía davídica.

Dicho esto, aún es preciso determinar si realmente Nazareno es un gentilicio apropiado, porque hay problemas etimológicos: Nazareno es una forma que no se corresponde con lo que sería el griego debido, pues de Nazaret derivaría «Nazaretano». De hecho, lo más usado en el Nuevo Testamento es Jesús el Nazoreo, que parece una confusión de hablantes o escritores griegos, ya que no hay derivación fácil del arameo o hebreo. Si tal derivación se diera, vendría de dos posibilidades: de nazir, «el consagrado» a Yahvé; o de nétzer, «el vástago», se entiende de David. La cuestión sigue debatida.

Lo más probable es que a Jesús se le denominara, con términos propiamente hebreos o arameos, de dos maneras sorprendentes para el mundo cristiano: Joshuah ben Josef, Josué hijo de José, por un lado, o Josué el Galileo por otro (Jesús es la versión griega de Josué).

Extracto de mi obra Jesús de Galilea: una reconstrucción arqueológica, Amazon

 Una entrevista que me realizó Norma Lilia sobre este libro.

Saludos cordiales.
 
Martes, 4 de Febrero 2025

Notas

La lectura atenta de los cuatro evangelios permite reparar en incoherencias entre los diversos autores. Esto no sería demasiado grave de haber pretendido el cristianismo basarse en hechos incontrovertibles dictados por la divinidad.

Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


         
Los textos de la colección Nuevo Testamento también ofrecen numerosos pasajes que son imposibles. Esto habría carecido de importancia caso de abstenerse el cristianismo de pretender ser historia verdadera. No es que otras religiones estuvieran más o menos lejos de la realidad, sino que la cercanía de los primeros cristianos respecto a su supuesto fundador hubo de resultar especialmente seductora para quienes se animaron a seguir la doctrina presentada por Pablo de Tarso en algunas ciudades del Imperio. La existencia de testigos oculares hubo de despertar tanto curiosidad como atracción.

Un punto imposible del relato evangélico es, por ejemplo, la relación entre el nacimiento de Jesús y el censo de Quirino, mencionado en Lc 2, 1-2: “Y sucedió en aquellos días que salió un decreto de Augusto César para que todo el mundo fuera censado. Este primer censo tuvo lugar siendo procurador de Siria Cirenio (Quirino)”. Este censo se llevó a cabo el año 6 de nuestra era, lo cual contradice la noticia del evangelio Mateo que afirma que Jesús de Nazaret nació durante el reinado de Herodes el Grande, muerto el año 4 antes de nuestra era. Además de la incompatibilidad entre las dos fechas es de destacar la novelesca anécdota del viaje de la familia a la que pertenecía Jesús a Belén.
Un dato más relacionado con el censo de Quirino resulta interesante: a consecuencia de dicho censo, tomado como ejercicio de poder absoluto por la población de Judea, se produjo una revuelta armada en la provincia.

            La conocida parábola del sembrador (Mc 4, 1-9; Mt 13, 1-9; Lc 8, 4-8), en realidad un ejemplo sobre la labor de quien enseña o predica, también merece un comentario sobre su imposibilidad. Sobre el fragmento, primero deberíamos considerar si un rabí judío (así se denomina al Galileo en muchos pasajes) que creció entre agricultores pudo ilustrar dicho tema mediante un ejemplo que proponía lo siguiente: aprender de un agricultor incapaz de sembrar correctamente pues arroja su grano a un camino, a unas malas hierbas o a unas piedras, además de a su campo labrado. Parece que tal agricultor no sería tomado muy en serio por quienes ya eran los receptores naturales de la doctrina del reino de Yahvé, los judíos. Por otra parte, el marco de referencia del ejemplo es muy vago, pues da la impresión de que el agricultor es consciente de que siembra en lugares que no darán el fruto apropiado. Este segundo dato lleva a pensar que realmente se trata de un ejemplo que se ajusta a la época en que el cristianismo predicaba por todas partes y a muchas gentes dispares: así se entendería que la intención del agricultor fuera diseminar sin prejuicio en lugar de trabajar cabalmente. Bajo este supuesto los receptores del mensaje sí aceptarían de forma natural lo que en términos agrícolas es una necedad.

Otro pasaje de los evangelios que presenta visos de imposibilidad es la conocida pregunta que uno de los crucificados formuló a Jesús también crucificado y la respuesta no de éste sino del tercer ajusticiado. Marcos (15, 27-32) reza: Y con él crucifican a dos bandoleros, uno a su derecha y otro a su izquierda. Y los que pasaban al lado lo infamaban moviendo sus cabezas y diciendo: "¡eh! El que iba a derribar el templo y reconstruirlo en tres días, sálvate bajando de la cruz". Igualmente, también los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas y decían: "A otros salvó, a él mismo no puede salvarse; el Cristo, el rey de Israel, que baje ahora de la cruz para que veamos y creamos". Y los crucificados con él lo injuriaban.

El relato en Mateo (27, 38-41) sigue este guion y presenta también escuetamente a los dos crucificados con Jesús: Ha confiado en Dios, que le salve ahora si quiere; pues dijo "soy hijo de Dios". Y esto mismo también le echaban en cara los bandoleros crucificados con él.

El relato de Lucas (23, 39-43) es: Uno de los malhechores colgados le injuriaba diciendo: "¿No eres tú el Cristo? Sálvate y sálvanos". Pero como respuesta le dijo el otro recriminándole: "¿No temes tú a Dios, cuando tienes el mismo castigo? Incluso nosotros con justicia, pues recibimos lo adecuado a lo que hicimos; pero él nada extraño hizo". Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino". Y le dijo: "Con seguridad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso".

La información resulta demasiado oscura como para tomarla literalmente. Si se atiende al relato según Marcos y Mateo habrá que preguntarse quiénes son esos dos crucificados de los que nada se dice anteriormente. Incluso se puede imaginar que hubo varias personas detenidas, juzgadas y crucificadas esos días. Si se atiende al relato según Lucas, cabe preguntarse por qué un malhechor haría una pregunta así en un momento como ese, es decir, por qué un crucificado, con sus respectivos dolores, habría de mofarse de otro; y también por qué un tercer crucificado, con sus respectivos dolores, habría de defender al segundo. Parece imposible, pese a los intentos, reconciliar las versiones tal como están. Se antoja más realista pensar que los crucificados podrían reprochar algo a Jesús (dos primeras versiones), en caso de pertenecer al mismo grupo que él, y que el relato se habría dulcificado con el tiempo para no dañar la imagen de Jesús; y en el caso de la tradición según cuenta Lucas, el reproche a propósito del salvarse, no sólo Jesús a sí mismo sino Jesús a los dos crucificados, parece corresponder a la misma lógica, cumplir lo prometido: los tres serían parte del mismo movimiento perseguido.

El breve estudio sobre la crucifixión de tres reos el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar, lleva a reflexionar sobre otro hecho sin paralelo en la historia de Roma: según los evangelios Marcos, Mateo y Lucas, durante los días en que fue apresado y ajusticiado el Nazareno había una fiesta en Jerusalén con una curiosa y, como se sabe, imposible tradición: liberar a un preso. Este proceder no es propio de ninguna instancia de la legislación romana que conozcamos. Hay base, por tanto, para considerar que se trata de una invención. Otra cosa es entender cómo se llegó a contar semejante imposible, cosa que trataré en su capítulo correspondiente.

Un último ejemplo puede resultar muy revelador: qué pensaba Jesús sobre el reino de Yahvé. Aunque parezca mentira, no hay descripción o desarrollo teórico sobre este tema en página alguna de los cuatro evangelios. Este extraño fenómeno, que aparentemente no debería haberse dado si Jesús quería predicar el reino de Yahvé, puede solucionarse atendiendo a la perspectiva histórica judía mencionada páginas atrás: el Nazareno no explicó lo que ya se conocía, lo que era propio de esa tradición. Esto significaría que era improbable que pensara en términos universales, es decir, que no habría contemplado la posibilidad de que ese concepto fuera a ser válido para el resto del mundo conocido en sus días. Una reflexión más podría ayudar a entender este punto de vista: habría sido más que oportuno o natural que se indicara a los futuros profetas de la nueva religión el contenido exacto de su promesa de nuevo mundo más allá de unas comparaciones si es que tenían que explicarlo a quienes lo ignoraban.

Por ahora, da la sensación de que leer la colección Nuevo Testamento como un texto acabado y sin contradicciones exige poco menos que una estrategia comprensiva. Una pista para alcanzarla puede darla una serie de interpretaciones que se constatan a la muerte de Jesús.

Extracto de mi obra Jesús de Galilea: una reconstrucción arqueológica, amazon.


Saludos cordiales.

 
Lunes, 27 de Enero 2025
Hoy escribe Antonio Piñero
 
Con Paolo Sacchi, el editor italiano de esta literatura apócrifa de la Biblia hebrea, podemos decir que los problemas que angustiaban de un modo especial a las mentes judías de la época de los autores de los Apócrifos eran los siguientes:
 
            1. La existencia del mal y su origen;
 
            2. Las relaciones que debían mantener los israelitas con los paganos;
           
            3. La justicia de Dios en este mundo y el sufrimiento y fracaso aparente de los justos;
 
            4. La urgencia de la salvación y la figura que habría de ejecutarla: el mesías, como dijimos;
 
            5. El destino futuro del hombre: inmortalidad o no del alma, la resurrección, el juicio futuro;
 
            6. La libertad del ser humano y la de Dios a pesar de la predestinación;
 
            7. El intento de plasmar una ética interior que diera vida a los múltiples preceptos de la Ley y condujera a la salvación; los deseos de justificación /absolución partiendo de un estado de pecado.
 
 
Modelados por todas estas preocupaciones, los apócrifos del Antiguo Testamento desarrollan una cierta visión del mundo, un cierto talante espiritual, que varía algo, naturalmente, de unos escritos a otros, pero que muestra los siguientes rasgos comunes, algunos de los cuales se deducen de lo que he indicado hoy.
 
 
Enseguida les sonarán a los paralelos cristianos y los ecos de lo oído en las enumeraciones anteriores les servirá para la fijación de ideas. Vuelvo a hacer una lista:
 
 
            1) Se espera y se cree febrilmente en un fin del mundo muy próximo, en el que tendrá lugar la liberación de todos los justos. Las épocas anteriores han sido de preparación; Lo nuevo es en este número 1) la edad final es aquella en la que vive el escritor de cada libro en cuestión.
 
             2) Este fin del mundo será una gran catástrofe cósmica: habrá grandes guerras y conflagraciones, todo el universo se conmoverá, pero al final vencerán los justos. Este punto es parcialmente nuevo respecto a la Biblia hebrea
 
            3) El tiempo se divide en dos grandes períodos: uno, el presente (con toda su historia anterior), malo y perverso, dominado por el espíritu del mal, adversario de la divinidad; otro, el futuro, regido por Dios, en el que los justos habrán de vivir una vida paradisíaca y dichosa. Hay en este punto una insistencia mayor que en la Biblia hebrea.
 
            4) El período presente evoluciona irremisiblemente hacia el futuro según un esquema predeterminado por el plan divino. Parcialmente nuevo, pues se insiste en el “esquema”, pero se insiste en la predeterminación.
 
            5) El espacio entre la divinidad y el hombre se piensa como mucho más poblado por seres intermedios, ángeles y demonios, que influyen en el comportamiento del hombre y del mundo. Este punto es solo parcialmente nuevo en la intensidad de la idea y cómo se recalca el papel de ángeles y demonios.
 
            6) Se delinean con precisión las características del mesías. Se piensa menudo que vendrá un rey davídico anunciado por los profetas, a pesar se que se sabía que el último davídida, Zorobabel, había muerto; que será el héroe que aniquilará militarmente a los enemigos de Israel; pero ante todo juez supremo y príncipe de la paz. Al acabarse el período malo, el agente mesiánico abrirá de nuevo el paraíso de par en par para los justos. Dios oculta a su ungido durante un tiempo, pero al final aparecerá indefectiblemente. Este punto es parcialmente nuevo porque en la Biblia hebrea no hay mesías estricto.
 
            7) La gloria es el estado definitivo del justo. Para la mayoría de los apócrifos, será el estado solo del israelita piadoso; para algunos, de todo ser humano justo. Parcialmente nuevo.
           
 
El próximo día terminaremos las nociones generales sobre qué son los Apócrifos del Antiguo Testamento y qué importancia tienen para la comprensión del judaísmo de Jesús y el nacimiento del cristianismo.
 
Saludos cordiales
 
NOTA:
 
Enlace a una entrevista de Pedro Riba, “Luces en la oscuridad” sobre la novela “Herodes el Grande”:
 
https://www.youtube.com/watch?v=vMhlgOM5tAE
Martes, 21 de Enero 2025
Escribe Antonio Piñero
 
 
Resumo ahora los que creo rasgos esenciales del ideario teológico de los Apócrifos del Antiguo Testamento.
 
 
1. Dios existe y su existencia no necesita demostración alguna.
 
 
Ningún autor de los apócrifos manifiesta la mínima duda de su existencia, ni necesita probarla; ni se cuestiona. Tampoco duda de que se trata de un Dios único, el Dios de Israel, el mismo que luego el dios de los judeocristianos y luego cristianos a secas; en tiempo de los apócrifos, siglo IV a.e.c. en adelante, el politeísmo había sido desterrado de Israel hacía al menos un siglo o más.
 
 
Ahora bien, si se ataca vivamente el politeísmo en los apócrifos es sólo cuando la temática de algunos de estos libros reproduce momentos del pasado o reelabora pasajes de la Biblia ya existentes, o bien tiene dirige su discurso contra los gentiles de su tiempo. Este Dios de los apócrifos pierde rasgos antropomórficos de la Biblia hebrea (no es el dios del Génesis; por ejemplo, Dios se pasea por el Paraíso dónde está Adán después de caída y la primera pareja se esconde a sus ojos: Gn 3,8), y se convierte en absolutamente trascendente, es decir, está muy por encima de todo lo humano  y no se puede representar con ningún rasgo de hombre.
 
 
2. A pesar de que Dios es creador del mundo y del ser humano, el estado idílico del principio duró muy poco. La mala inclinación del hombre, en expresión de los rabinos posteriores, el corazón o inclinación maligna, condujo al pecado y éste trastornó todos los planes divinos sobre el cosmos.
 
 
3. Entonces Dios interviene en la historia; ha elegido para sí entre los pueblos a uno sólo, Israel. La historia no es cíclica o circular como pretenden los griegos. No se repiten el universo y los acontecimientos en él ocurridos después de un período más o menos largo y tras una conflagración o fuego purificatorios finales, como pensaban en general los gentiles helenos para quienes la materia es eterna, sino que la historia es lineal.
 
 
            La historia camina, pues, directamente hacia un objetivo decidido por Dios. Es como una línea más o menos recta, que va desde los orígenes hasta un fin predeterminado por Dios: a saber, la restauración del estado primigenio del paraíso antes del pecado, es decir, la mencionada línea directa de la historia hará que se restauren las condiciones del paraíso: el final será como  el principio. Ello conlleva la salvación de Israel y en algunos autores de los apócrifos de la salvación participarán también de los gentiles, o al menos de algunos de ellos.
 
 
4. Dios ha concedido a Israel una alianza y una ley. Si se cumplen los términos de esa Ley, Dios se mostrará benévolo e Israel gozará, ya en esta vida, de un estado normal de felicidad y abundancia de bienes materiales. Luego gozará de una vida y felicidad eternas y perfectas.
 
 
5. Dios es el rey verdadero de Israel. Para todos los judíos cualquier realeza terrena, incluso la judía, si no obraba conforme a la Ley, era contraria a esta realidad, pues sustituía el régimen ideal, el gobierno de Dios sobre su pueblo, postulado una y otra vez por los profetas del pasado, por el dominio de un rey humano. La religión judía en tiempos de los Apócrifos era una religión a la espera del reinado de Dios.
 
 
6. La realización práctica de este reinado habría de ser llevada a cabo por una personalidad misteriosa, el mesías. Sobre su figura circulaban muy diversas ideas y perspectivas, pero todas convergían en una idea simple y fundamental: el mesías sería la “mano derecha de Dios”, el agente divino para implantar su reino en la tierra. Y también en algunos ambientes la teología de Dios como rey de Israel se irá combinando con una teología de Dios como rey del mundo entero, incluidos los gentiles o paganos.
 
 
7. Si una cara de la Alianza era la firme creencia en la providencia divina, la otra cara era la necesidad de una absoluta obediencia a Dios por parte del ser humano. A esta obediencia se unen sentimientos de temor respetuoso, de confianza hacia el gobierno de Dios y de agradecimiento por sus dones. La insurrección contra ese Dios o contra sus designios es el pecado.
 
 
8. De resultas del mencionado pecado y del mal mundano, la historia se divide en dos grandes mitades: la “edad presente” y la “edad futura”. La presente –que dura desde la creación del mundo hasta el final físico de éste–, será sustituida por una edad futura, paradisíaca, donde todo será distinto y mejor.
 
 
            Las concepciones de esta edad futura varían en los apócrifos: la mayoría de las veces se piensa que ocurrirá en esta misma tierra, de Israel naturalmente, renovada y purificada; otras veces se piensa que la edad futura tendrá a su vez dos partes: una tendrá lugar en esta tierra –normalmente un Israel idílico y restaurado en sus doce tribus– durante un cierto lapso de tiempo; la segunda parte ocurrirá en un paraíso o cielo en el que entrarán unos pocos, los justos judíos salvados. Un solo apócrifo, el Testamento de Moisés piensa que la edad futura tendrá lugar exclusivamente en un espacio ultraterreno: el cielo, en un paraíso, o lugar celeste de suprema felicidad.
           
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
NOTA:
 
Entrevista hecha por Jorge Ferrándiz sobre Apocalipsis y el canon del Nuevo Testamento
 
Enlaces de Youtube partes 1 y 2
 
https://www.youtube.com/watch?v=5g04sAjG4uU
 
 
https://youtu.be/SKmoEDuBkPQ
 
 
Enlaces de Ivoox partes 1 y 2
 
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Martes, 14 de Enero 2025

Una colección tan variada como el Nuevo Testamento exige a quien busca historia cierto método analítico, prudente y sosegado. Es preciso atender a muchas cosas, cosas que nadie tiene en conjunto y, por tanto, es preciso recopilar de muchas mentes expertas. Veamos algunos detalles de esta delicada lectura histórica.
Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


El Nuevo Testamento es en realidad una colección diversa de textos. Además de diversa es sumamente compleja por el origen, composición y autoría de los diferentes libros. Si a esto se añade el problema de la transmisión escrita, el número de manuscritos y su calidad, la forma en que se copiaron siglo tras siglo, con los consiguientes errores y malentendidos, así como la pluralidad de versiones que un mismo pasaje puede presentar, no sorprenderá que hagan falta unas instrucciones y avisos para leerlo con prudencia.
 

Todas estas vicisitudes y sus lógicas incongruencias han sido la materia que desde hace doscientos años ha estudiado la investigación con ánimo independiente. Las conclusiones que desde entonces se están alcanzado son, para el lector inadvertido, cuando menos desconcertantes porque chocan por completo con lo aprendido o leído tradicionalmente sobre los comienzos del cristianismo y sus personajes más relevantes.
 

Este hecho aconseja exponer algunos puntos y mecanismos de razonamiento que revelen las perspectivas y herramientas de la investigación independiente y que, al mismo tiempo, anticipen algunos temas sustanciales sobre el consenso histórico que ahora se reconstruye sobre Jesús de Galilea.
 

Un buen comienzo de esta muestra pueden ser los versículos 55-56 del capítulo 13 del evangelio atribuido popularmente a Mateo. Dicen así:
 

¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Jacob, José, Simón y Judas? ¿Y sus hermanas no están todas entre nosotros?
 

Dos palabras atrapan inmediatamente la atención: hermanos, hermanas, que, seguidas además de cuatro nombres claros y concretos, cuatro nombres relevantes del Antiguo Testamento, prometen alicientes a quien busca saberes. Las razones que habitualmente se aducen para explicar por qué quien no tuvo hermanos sí los tuvo suelen ser lingüísticas, en este caso la referencia a un idioma, el arameo, que traducido al griego de la época habría provocado un error de concepto: el arameo no dispondría de palabra similar en cuanto al uso y significado para “hermano”, que con ese término aludiría tanto a los hermanos de madre como a los parientes cercanos. Se trataría, en definitiva, de un problema de traducción entre el arameo y el griego. También se aduce que el supuesto error de traducción del arameo al griego se debería al hecho de que se describía un ambiente semítico y que ese ambiente es lo que debe primar al interpretar esta dificultad.
 

Quienes así argumentan, como queda meridianamente claro, argumentan lingüísticamente. Así pues, también puede haber respuesta lingüística para resolver la dificultad: Pablo de Tarso, judío nacido en el mundo griego, no debería confundir las palabras en su propio idioma, por eso, cuando se refirió en Gál 1, 19 a Jacob el hermano del Señor, tendría que saber perfectamente a qué se refería. Como, además, el nombre aportado por Pablo coincide con uno de los que el escritor conocido como Mateo también incluía en su lista, es posible pensar que Jesús sí tuvo hermanos y hermanas. Y es necesario, ante posibles opiniones contrarias a ésta, añadir que pensar que Jesús tuvo hermanos y hermanas no es un prejuicio sino una deducción.
 

Así pues, dado que la discrepancia sobre el personaje histórico Jesús de Galilea consiste en una argumentación lingüística y cultural, no resultará extraño que para conocer mejor una historia tan importante para Occidente, para aclarar discusiones como la de la familia de Jesús, para indagar también más allá de lo obvio sobre el propio libro Nuevo Testamento con el fin de comprender, en la medida de lo posible, el fenómeno histórico cristianismo en sus mismos orígenes, se tome esa misma idea de buscar el trasfondo cultural judío a un texto griego.
 

Lo que uno encuentra durante esa investigación que debería quedar unida a cierta frialdad analítica, es una sucesión de problemas encadenados cuya solución, apenas esbozada, conlleva más problemas e incertidumbres.

 

Tomado de mi libro Jesús de Galilea: una reconstrucción arqueológica.

 

Saludos cordiales.

Sábado, 11 de Enero 2025
Escribe Antonio Piñero
 
 
¿En qué suelo vieron la luz los libros apócrifos del Antiguo Testamento ?
 
 
Es este otro tema general que debemos tratar: el del lugar de procedencia de los apócrifos de la Biblia hebrea y los motivos de su composición. Con muy pocas excepciones (Novela de José y Asenet; Oráculos Sibilinos judíos, que proceden del judaísmo de Egipto), parece, por su contenido y temática, que el lugar sobre el que brotó esta pretendida prolongación del Antiguo Testamento que son los Apócrifos fue Palestina / Israel.
 
 
Recordemos que he escrito que “Palestina” fue una designación usada también por los hebreos antiguos. Solo en el Imperio Romano después de los tres  levantamientos judíos contra Roma adquirió un sentido antijudío. Se tomó como una designación despectiva: “la tierra de Israel era la tierra de los filisteos”, filistim o pilistim (con pérdida de la “aspiración” de la /h/ y con el iotacismo, cambio de /a/ breve en /i/: Mariam à Miriam).
 
 
El nacimiento de los apócrifos veterotestamen­tarios se debió sin duda a la ausencia de nuevos profetas en Israel, una vez que pasó tiempo suficiente tras la vuelta del Destierro. Y los rabinos decidieron que a profecía canónica se había acabado, con Malaquías y Zacarías. Además, era necesario acomodar a tiempos difíciles el mensaje, ya estereotipado, de los hagiógrafos /escritores de los libros santos del pasado. Sin duda también debió de influir en el nacimiento de los Apócrifos el conjunto de circunstancias históricas que motivaron el alzamiento de los Macabeos en el s. II a. C.
 
 
La historia de este período puede iluminar el porqué del nacimiento de esta litera­tura apócrifa. Desde la muerte de Alejandro Magno, en el 323 a. C., Palestina se vio sometida, muy a pesar suyo, a un proceso imparable de helenización. Comprimida entre dos grandes potencias, el Egipto de los Ptolemeos y la Gran Siria de los Seléucidas, de lengua y cultura griegas, Israel no podía quedar ausente de la gran corriente helenizadora que invadía la cuenca mediterránea.
 
 
Poco a poco, el país se fue dividiendo intelectual y afectivamente en dos grupos de muy diverso tamaño. Uno, formado por la aristocracia, los ricos comerciantes y la élite sacerdotal, grupo bastante dispuesto a dejarse invadir por las ideas helénicas, que debían aparecer a sus ojos como un verdadero modernismo.
 
 
Otro grupo, muy numeroso, constituido por las capas inferiores del sacerdocio y la mayor parte del pueblo, veía en la aceptación del ideario helenístico al gran enemigo del ser propio, religioso, de Israel. La gran batalla comenzó de hecho, como es sabido, cuando los hermanos Macabeos se levantaron en armas tras rechazar las terribles imposiciones del rey seléucida Antíoco IV Epífanes en el 168 a.e.c. Este monarca pretendía acabar, ni más ni menos y en un asalto definitivo, con una nación teocrática, de una religión muy particular y exclusivista, que se resistía a integrarse en su imperio y acomodarse a la cultura y religión griegas.
           
 
Esta situación de pugna y angustia nacional se prolongaba más de lo deseado y contribuyó poderosamente a la formación de grupos de “piadosos” (en hebreo hasidim), que luchaban por mantenerse fieles a la Ley y a su entidad nacional como pueblo teocrático.
 
 
Entre estos “piadosos” destacaron los fariseos y los esenios que nacieron por esta época. De tales grupos de “piadosos”, y de otros similares de clara mentalidad apocalíptico / escatológica (el fin del mundo presente, caótico y anti Yahvé está cercano), es de donde nace el deseo de prolongar la vida espiritual y el mensaje de la Biblia hebrea, y fue lo que, al parecer, condujo a la producción de literatura religiosa, de la cual casi todos acabaron siendo apócrifos.
 
 
En realidad, sociológicamente considerados, estos escritos no intentaban más que contribuir a salvaguardar la propia esencia religiosa, nacional, de Israel. Por este motivo, y aunque dirigidos en principio a cenáculos reducidos, selectos, los luego apócrifos no constituyen solo una literatura de marginados, que puede serlo sin duda, sino también los libros religiosos de amplios círculos populares que en tiempos de crisis se nutrían de ella espiritualmente.
 
 
Entre los manuscritos de Qumrán han aparecido con profusión los hoy apócrifos de la Biblia hebrea. Jesús y los primeros judeocristianos, sin duda, debieron también vivir inmersos en el ambiente espiritual que se formaba tanto por la continua lectura de la Biblia como por los comentarios de la escuela sinagogal que bebían de este tipo de literatura pseudónima que, como digo, esperaba influir en la vida espiritual de la nación.
 
 
Así pues, los libros judíos hoy no canónicos son herederos de la teología de la Biblia a la que desean matizar, complementar y en algunos casos corregir. Pero igualmente por ello son fieles al marco general de esta teología. Al enumerar los rasgos esenciales de la teología de los Apócrifos, en la postal próxima se verá cómo coinciden mucho con la teología de la Biblia hoy canónica, aunque se observará que hay variantes.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
 
Enlaces de iVoox; Spotify; YoutubeMusic y Apple Podcast a una entrevista  de Raúl Fernández Gómez sobre la novela Herodes el Grande, editada por Penguin Random House, Barcelona 2024.
 
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Martes, 7 de Enero 2025
Escribe Antonio Piñero
 
 
En conjunto la mayoría de las obras se encuadran dentro de la escatología apocalíptica judía, es decir, sabiduría revelada sobre el fin del mundo.
 
 
En el ámbito protestante/evangélico estos textos que acabamos de mencionar no se denominan “apócrifos”. Para los protestantes los apócrifos del Antiguo Testamento son los libros que aparecen en la traducción griega, muy antigua, de la Biblia, que llamamos de los LXX, o Septuaginta, pero que no fueron aceptados finalmente en el canon judíoÉstos son: Sabiduría, Ben Sirach o Eclesiástico, Tobías, Judit, Macabeos y los Apéndices a Daniel, 1º y 2º Macabeos. Para los católicos, sin embargo, estos libros no son “apócrifos”, ya en el sentido de falsos, sino verdaderamente canóni­cos, aunque de segunda fila: por ello son llamados a menudo “deuterocanóni­cos”, canónicos en segundo grado.
 
 
Los libros que hemos enumerado antes como “apócrifos” –desde los Salmos de Salomón hasta los Oráculos sibilinos– suelen ser denominados por los protestantes “pseudoepígrafos”, vocablo griego que quiere decir libros con un nombre falso como autor, es decir, escritos atribuidos falsamente a personajes bíblicos de modo que entre los Apócrifos distinguen a unos como más importantes que otros. Ello nos da pie para tratar de la autoría de estos textos y del importante concepto de la “pseudonimia”.
 
 
Como ya habremos deducido de bastantes de sus títulos, Vida de Adán y Eva o el Testamento de los XII PatriarcasApocalipsis de Elías, etc., muchas de estas obras portan la denominación de conocidos personajes del pasado israelita, algo evidentemente ficticio.
 
 
Por tanto hay pseudonimia cuando el autor real se esconde bajo un nombre inexistente en la historia, es decir, se atribuye a un autor irreal o mítico: Hermes Trismegisto, Henoc, Adán... Ciertamente, la más elemental crítica histórica, interna y externa, derriba por tierra las pretensiones de tal autoría. Todos estos escritos son en realidad anónimos, o mejor dicho, pseudónimos. Sus verdaderos autores no se atrevieron a estampar sus nombres reales al frente de sus obras, sino que prefirie­ron escudarse en el amparo y escudo protector del nombre de venerables antepasados.
 
 
Este fenómeno de la abundantísima pseudonimia puede parecer extraño para la mentalidad moderna, por lo que se han ensayado diversas explica­ciones, unas más bondadosas y benevolentes con la falsía que otras. En primer lugar es necesario señalar que el ocultamiento de la verdadera autoría no es un rasgo peculiar de estos escritos apócrifos judíos (o cristianos), pues conocemos muchos otros casos en la antigüedad grecolatina y egipcia.
 
 
Sin ir más lejos, la misma Biblia canónica atribuye gran parte del salterio al rey David y toda la literatura sapiencial a Salomón, a­unque de ellos no procedan en verdad más que algunas composiciones, si acaso, si es que tales personajes existieron como se los pinta. Igualmente, el Deuteronomio, posterior en muchos siglos a Moisés, declara a éste como su autor. Y en el Nuevo Testamento encontramos el mismo fenómeno. El más conocido, y casi universalmente aceptado por la investigación, es el de las Epístolas Pastorales, 1 2 Timoteo y Tito, compuestas por un discípulo del apóstol de Pablo y luego atribuidas a la pluma de éste.
 
 
El primer gran editor moderno de esta literatura apócrifa de la Biblia hebrea, Robert Henry Charles, inicios del siglo XX opinaba que la explicación de la pseudonimia podía hallarse en los hechos siguientes: en el s. III a. C., momento en el que empiezan a generarse estos apócrifos, la ley divina (la Torá) era ya en la práctica algo absolutamente fijo, inamovible y canónico. Nada se podía añadir a ella. A la vez se había extendido la firme opinión de que la revelación escrita era cosa del pasado, que la “sucesión de los profetas” había concluido ya en Israel (Flavio Josefo, Contra Apión I 37) y que esto había ocurrido en época del rey persa Artajerjes III (425 a. C. - 338 a. C.) por decisión divina.
 
 
Por consiguiente, los escritos de tenor teológico, las nuevas revelaciones a los particulares que amplificaban, preci­saban y afinaban o, a veces, contradecían las Escrituras anteriores, no podían pretender el título de “santas”, de “inspiradas por la divinidad”, a menos que se “probara” que procedían de la pluma de venerables personalidades del pasado en cuya época aún había “profecía”, es decir revelación de Dios a los hombres. Por tanto, aquellos que pretendían un reconocimiento religioso de sus obras no tenían más remedio que ampararlas bajo el nombre de un autor o figura del pasado.
 
 
A esta explicación por las circunstancias objetivas puede añadirse el hecho de que los autores de estas obras podrían sentirse en realidad emparentados con los personajes de épocas anteriores, ya que formaban con ellos eso que se ha venido a llamar una “personalidad cor­porativa”, amplia; en concreto los autores de los apócrifos podrían creer en la antigua concepción judía del trasvase del espíritu de una persona a otra, como si el espíritu fuera un fluido manejable. Al igual que Moisés podía repartir una porción de su espíritu a los que habrían de sucederle (Números 11,25-30), y Eliseo se contentaba con recibir la “mitad del espíritu y poder de Elías” (2 Reyes 2,10), o Juan, el Bautista, “caminaba en el espíritu y poder de Elías” (Lc 1,17), los autores de estos apócrifos se sentían realmente posesores y continuadores del mismo Espíritu que había animado e impulsado a sus gloriosos predeceso­res a los que atribuían sus obras.
 
 
Caer en la cuenta de este convencimiento nos lleva a concluir –así opinan algunos quizás con demasiada benevolencia– que los desconoci­dos autores de esta literatura no eran profesionales de la falsía y del dolo. Aunque cueste comprenderlo hoy, podría parecer que no pretendieran engañar positivamente a sus lectores forjando una autoría a todas luces “falsa”, según nuestro modo de juzgar. Si es que estaban convencidos de que el escrito que adscri­bían a un autor del pasado estaba compuesto en el mismo espíritu de aquel, podía atribuírsele sin dolo.
 
 
Por el contrario, la falsificación o mixtificación se produce cuando el autor verdadero es distinto del suplantado, siendo además una persona real, viva o muerta, bien conocida. La intención positiva de defraudar se deduce de los términos en los que el suplantador se presenta explícitamente como el suplantado.
 
 
Ahora bien este fenómeno raramente, o casi nunca ocurre en los apócrifos de la Biblia hebrea, pero sí en los escritos del Nuevo Testamento que suplantan las figuras de Pablo, de Juan, de Pedro, de Jacobo y de Judas. Estas fueron personas reales y vivas: por tanto, si la ciencia histórica demuestra que tal autoría es falsa  pueden caen ciertamente bajo el epígrafe de la falsificación o intención de engañar, no simplemente de la pseudonimia. De entre los 27 escritos del Nuevo Testamento solo se exceptúan de la falsificación, ya sé que esto suena fuerte, los Evangelios y los Hechos de Apóstoles, publicados anónimamente, las siete cartas auténticas de Pablo y la Revelación, que va firmada, aunque no sepamos casi nada del autor.
 
¡Feliz Año Nuevo!
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
NOTA:
 
Enlace a una entrevista de Luis Tobajas, de la página de Internet “Desafío viajero” sobre la novela “Herodes el Grande”. El mejor rey. El mayor asesino:

https://youtu.be/nuutR-DG8AA

 
Martes, 31 de Diciembre 2024
Escribe Antonio Piñero
 
Cuando hablamos de “apócrifos”, muchas personas muestran un interés notable porque junto con el término “apócrifo” va unida la idea de que la Iglesia, sobre todo la católica, los ha declarado como tal, falsos, los ha perseguido, ha procurado destruirlos, etc. porque –piensan– que en muchos de ellos se oculta la verdadera historia del cristianismo… y porque si se descubriera… se acabaría el negocio eclesiástico y la Iglesia se derrumbaría.
 
Esto ocurre naturalmente más con los apócrifos del Nuevo Testamento… y mucho menos, o poco con los apócrifos de la Biblia hebrea, porque muchas personas ni siquiera saben que tales apócrifos existen y menos aún que son muy importantes para comprender el cristianismo.
 
Se puede asegurar con toda tranquilidad que los temores y terrores de algunos, asociados con el ocultamiento de los apócrifos, es un bulo. Sencillamente falso. Piénsese que en concreto los apócrifos del Antiguo Testamento en nomenclatura cristiana han sido conservados por los cristianos, no por los judíos, porque los cristianos intuyeron muy pronto que el contenido de tales libros judíos eran una “preparación al evangelio”: Dios había dispuesto la Biblia hebrea y su continuación, sus apócrifos, para que las mentes de los cristianos y el mundo entero se fueran preparando a las nuevas doctrinas. Y respecto los Apócrifos del Nuevo, piénsese que las principales ediciones de ellos provienen de miembros de la Iglesia. Así pues, respecto a los Apócrifos corren muchas ideas erróneas entre la gente.
 
Para empezar es importante aclarar los términos canónico y apócrifo, pues son muchas las obras de autores judíos y cristianos que, ya sea por su título o contenido, o por su presunto autor, han mostrado pretensiones de ser consideradas sagradas y de ingresar en el selecto grupo de “libros canónicos” o inspirados, pero no lo consiguieron.
 
Sin embargo, no por eso dejan de ser más que importantes los Apócrifos, pues sobre todo los escritos de la Biblia hebrea no aceptados como canónicos reflejan una teología y religiosidad que en muchos casos fue más determinante para el desarrollo del primer cristianismo que el Antiguo Testamento mismo, a pesar de su carácter de sagrado. Esta idea es el leitmotiv, el motivo dirigente o impulsante para presar atención a los Apócrifos: su enorme importancia para entender la teología cristiana. Además, los textos apócrifos de la Biblia hebrea son bastantes, unos 65 libros en total, pero no todo su contenido es trascendental, como es natural.
 
Comienzo por las definiciones. El término “apócrifo” o “literatura apócrifa” se comprende hoy día a partir del concepto opuesto: “libros o literatura canónica”. Un libro “canónico”, como sabemos, es el aceptado como sagrado por la Iglesia (o también por el judaísmo, si se habla de la Biblia hebrea). Entonces la definición es evidente: un apócrifo es un escrito no admitido en la lista de libros sagrados de la Biblia, aunque albergan pretensiones de estar en ella por su tema, género o pretensión de autoría… Finalmente el término “apócrifo”, que al principio significaba oculto, como veremos enseguida, solo para una minoría elegida terminar por significar lo mismo que “falso”.
 
Sin embargo, para llegar a esta significación el vocablo “apócrifo” pasó por una serie de etapas. El vocablo aparece ya en Ireneo de Lyon (hacia el 180 d.C.), y deriva del griego apokrýptô, que significa “ocultar”. En principio, un libro “apócrifo” fue aquel que convenía mantener oculto por ser demasiado precioso, no apto para que cayera en manos profanas. También se designaban con el vocablo “apócrifo” los libros que procedían o contenían una enseñanza “secreta”, pero de ningún modo falsa.
 
 
Así, ciertos filósofos de la antigüedad afirmaban que sus doctrinas procedían de libros secretos (en griego: apókrypha biblía) que venían del Oriente. Esta acepción de apócrifo = a libro precioso o secreto, aparece como normal en escritores eclesiásticos cristianos de los primeros siglos, como Clemente de Alejandría (Stromata, o “Tapices” I 15,69,6).
 
 
Rápidamente, sin embargo, y precisamente porque tales libros eran utilizados por grupos más o menos apartados de la Gran Iglesia, el vocablo apócrifo adquirió el sentido de “espurio” o “falso”. Así ya en el autor antes citado, Ireneo de Lyon, o Tertuliano (hacia el 200). A partir de tales escritores se ha generalizado esta acepción hasta hoy, olvidándose de que apócrifo tenía un sentido muy positivo al principio.
 
 
¿Cuáles son, o cómo se llaman tales apócrifos? concentrémonos en lo que sigue porque aunque sea una lista, los nombres se repiten y forman una especie de grupos. Entre los apócrifos de la Biblia hebrea hay, en primer lugar, un bloque de salmos y oraciones, cuyos títulos son los siguientes: Salmos de Salomón; Oración del rey Manasés; Cinco salmos nuevos de David; Plegaria de José.
 
 
 En segundo, encontramos un buen número de escritos que complementan o reelaboran libros y temas conocidos por el Antiguo Testamento canónico: así, el libro de los Jubileos o Pequeño Génesis, llamado así porque expande algunos capítulos de este libro; también las Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, que vuelve a contar la historia sagrada desde Adán hasta David; la Vida de Adán y Eva, que gira en torno al capítulo 3 del Génesis: el pecado de Adán; los Paralipómenos o “restos” de Jeremías sobre la historia en torno a Jerusalén y el exilio; libros 3º y 4º de los Macabeos, sobre la historia del levantamiento judío contra la helenización de Israel; la Novela de José y Asenet, sobre la conversión al judaísmo.
 
 
Nos ha llegado también un ciclo completo con profecías de Henoc, “el séptimo varón después de Adán”, que se compone, a su vez, de diversas obras transmitidas en lengua etíope, antiguo eslavo o hebreo, y que se denominan Libros 1º, 2º, 3º de Henoc.
 
 
 Hay también un gran bloque de apocalipsis o revelaciones, en especial sobre el inminente fin de los tiempos como el Libro 4º de Esdras; los Apocalipsis sirio de Baruc, discípulo de Jeremías; los Apocalipsis de Elías, Adán, Abrahán, Ezequiel, Sofonías, etc.
 
 
Hay otro conjunto que se denomina hoy literatura de “testamentos”, porque todos sus componentes se acomodan, más o menos, a un cierto tipo de género literario ya conocido desde el Génesis, a saber: una gran figura religiosa reúne a sus descendientes a la hora de su muerte, que conoce por revelación divina, les cuenta los hechos más importantes de su vida, les orienta sobre el modo recto de proceder, les exhorta a cumplir los mandamientos de la Ley y termina con algunas predicciones sobre el futuro. Los más importantes de estos “testamentos” son los de los XII Patriarcas, hijos de Jacob; el Testamento de Job, y el Testamento de Salomón. Poseemos también los Testamen­tos de Moisés y Adán.
 
 
Otro grupo importante es la literatura sapiencial que quiere decir que su contenido trata de la sabiduría, de consejos, máximas, y breves orientaciones destinadas a exhortar sobre todo a vivir conforme a la razón y al cumplimiento de la ley de Moisés: el libro de Ajicar y las Sentencias y proverbios del Pseudo-Focílides
 
 
Existe también dentro un bloque misceláneo de apócrifos que agrupa obras muy variadas: desde fragmentos de un autor trágico judío, Ezequiel, que escribió, entre otras obras, una tragedia sobre el éxodo, hasta fragmentos casi perdidos de una historia de Eldad y Modad, pasando por los famosos Oráculos Sibilinos, o los del profeta persa Histaspes, es decir restos de antiguas profecías paganas reelaboradas por judíos y, luego, por cristianos.
 
Seguiremos en las próximas publicaciones
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
 NOTA:
 
Enlace a una entrevista que me hizo Jordi Fortiá sobre "El nacimiento e infancia del Jesús histórico”:
 
https://youtu.be/y28d_jHm2AE?si=V9pBTtchJAhyeSRo
 
 

 
 
 
Martes, 24 de Diciembre 2024
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Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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