CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
La invención del Dios cristiano de Paolo Flores (434-02)
Hoy escribe Antonio Piñero



Seguimos con el resumen de este interesante librito, de la colección “Mínima Trotta”.


El capitulito dedicado a “Santiago” plantea los problemas de quién fue realmente el jefe de la comunidad madre de Jerusalén y critica la hipótesis (deducida sobre todo del evangelio de Marcos) de que toda la familia de Jesús estaba en contra suya durante su predicación pública. Santiago, según Paolo Flores, es el jefe de la comunidad de Jerusalén porque se trata de un grupo muy judío en el que la primacía jerárquica se otorga a los familiares de Jesús. Además en este mismo capítulo se hace notar cómo Santiago estaba casado y se pone de relieve la sinrazón de la obligación del celibato eclesiástico obligatorio solo desde la edad Media tardía. Igualmente destaca el autor en este capítulo la disputa teológica entre “helenistas y hebraístas” que pone de manifiesto la coexistencia de interpretaciones muy distintas de Jesús desde los orígenes mismos del cristianismo.

En el capítulo ”Pablo acusa a Pedro de ser satanás”, sostiene el autor que Pedro, en el fondo y en las formas, estaba mucho más de acuerdo con la línea judaizante de la interpretación de Jesús de imperante en la comunidad de jerusalén bajo el mando de Santiago que con la ideología de Pablo. El testimonio directo de este, en la epístola a los Gálatas, sobre todo, capítulo II, nos prueba que la idea de un cristianismo primitivo “fundado en la sinergia de los dos grandes apóstoles Pedro y Pablo” no existió nunca sino que es un fruto de la tendencia armonizadora e irenista de Lucas en los Hechos.

La sección dedicada al "Canon" no presenta ninguna historia de los orígenes y la formación de la lista de libros sagrados sino que hace hincapié en la diversidad de la tradición oral, de la reelaboración continua de los materiales evangélicos conforme se retrasaba la parusía de Jesús y que hasta el siglo IV existen tantos cristianismos como grandes grupos había en la iglesia sin que se pueda señalar debidamente cuál era ortodoxo y cuál hereje puesto que todos se sentían igualmente legitimados.

Jesús nunca se proclamó mesías sino que este fue una invención teológica de los cristianos primitivos deducida de la firme creencia en la resurrección de Jesús. Esto es lo que afirma Paolo Flores en el capitulito dedicado a Jesús-mesías en donde sostiene itgualmente que los evangelistas utilizan la expresión el hijo del hombre, empleada por Jesús para designarse a sí mismo como un mero ser humano con un contenido teológico nuevo que hace del hijo del hombre una figura celestial.

El capítulo “El Hijo y la Virgen” sostiene dos ideas claras: Jesús nunca se creyó un hijo de Dios “físico” u “óntico” sino un hombre con una relación especial con la divinidad como podía tenerla el rey de Israel o un profeta. Sostiene que la divinidad de Jesús es concebida en primer lugar en una línea “adopcionista” (Jesús es un hombre corriente y solo en el bautismo o tras su resurrección es adoptado como Hijo por Dios acto que le concede un estatus semidivino). Igualmente defiende Paolo flores que la concepción milagrosa de Jesús (Mateo y Lucas) es una pura invención teológica y que el matrimonio de José y María fue tan normal como cualquier otro en el judaísmo de su tiempo. P. Flores confirma que exegetas católicos como John P. Meier admiten hoy día que de los textos del Nuevo Testamento en su conjunto se deduce claramente que la Iglesia primitiva creía que Jesús tenía hermanos carnales.

Un breve repaso a las "Herejías" catalogadas por Ireneo de Lyon, o Epifanio de Salamina más algunas otras descritas por Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, llevan a nuestro autor, en su capitulito dedicado a las herejías, a confirmar su idea de que el cristianismo primitivo era una babel impresionante de concepciones muy distintas que no son unificadas por las fuerzas internas de la iglesia misma sino por la acción de los emperadores cristianos o pseudocristianos a partir de Constantino y el Concilio de Nicea del 325.

Los dos últimos capítulos “Ebionitas” y “El Jesús de Mahoma” sostiene con argumentos tomados de los evangelios apócrifos judeocristianos de los padres de la iglesia que explican las herejías antes de refutarlas, de un análisis del Corán y sobre todo de un texto del siglo X (“las pruebas que confirman el profetismo de nuestro señor Mahoma, del sabio islámico ABD al-Jabbar, traducido al inglés en 1966 por Shlomo Pines) que Mahoma tuvo un contacto muy notable con un grupo de judeocristianos que vivían en torno a Medina y que le transmitieron una imagen de Jesús muy judeocristiana, a saber, un Jesús con nacimiento natural el hijo de un carpintero, el último profeta antes de Mahoma, un jesús estrictamente judío, defensor acérrimo de una fe monoteísta y que jamás habría aceptado la idea de que él era un personaje divino. Basándose también en Hans Küng, en su obra El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid, 52007, 122-123 sostiene que la cristología coránica de Jesús como el siervo de Yahvé, es decir, una cristología de cuño judeocristiano tiene indudables analogías con la imagen coránica de jesús, por tanto, esta imagen nació de un movimiento cristiano muy cercano al Jesús de la historia, que finalmente sería declarado herético.

La “Despedida” del libro que reseñamos vuelve a sostener la multiplicidad del cristianismo primitivo a lo largo de los tres primeros siglos de existencia que adoptan formas teológicas muy variadas e incompatibles y cómo la intervención de Pablo hace que una imagen de Jesús interpretada a la luz de muchos conceptos eminentemente helénicos, que diviniza a Jesús es la que finalmente triunfa.


En la próxima semana haremos algunas observaciones a estos puntos de vista de Paolo Flores.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Sábado, 21 de Julio 2012
La invención del Dios cristiano
Hoy escribe Antonio Piñero


Me resulta sorprendente y agradable que un filósofo y publicista, Paolo Flores d’Arcais, investigador en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Roma, La Sapienza, haya podido compendiar en breves páginas una buena síntesis de las cuestiones fundamentales que giran en torno a los problemas de la reconstrucción del Jesús histórico y de los orígenes del cristianismo, es decir, de la multiplicidad de interpretaciones de Jesús en los inicios mismos del movimiento. El libro que lleva el título de esta postal ha sido publicado por Editorial Trotta, Madrid, 2012, 92 pp. ISBN: 978-84-9879-314-7.

El libro comienza con unas “Instrucciones de uso”, en donde indica sus fuentes, todas ellas contemporáneas, para la comprensión del Jesús histórico y de los orígenes del cristianismo. Estos son Geza Vermes, Ed Parish Sanders, Paula Fredriksen, Bart D. Ehrman, John Dominic Crossan, Bruce M. Metzger, Gerd Theissen, Petr Pokorny, Étienne Trocmé, François Vouga.

Aunque el autor es culturalmente católico, sólo cita a J.P. Meier para apuntalar las tesis que sostiene el libro. Del mismo modo y solo como confirmación por parte de la exégesis católica cita, con cierta abundancia, a Giuseppe Barbaglio, Hans Küng, y al cardenal Jean Daniélou. El interés primordial del autor es dejar bien a las claras que la exégesis católica acompaña a la protestante en muchos casos y que el público estrictamente católico no debe escandalizarse porque incluso las tesis más osadas se encuentren –al menos incoadamente- en los autores católicos.

Debo manifestar también que el autor desconoce totalmente la bibliografía española pero que, en honor a la verdad, no hay una sola idea de su libro que no haya sido expuesta, aclarada y vindicada en obras de Gonzalo Puente Ojea, José Montserrat, Fernando Bermejo y yo mismo.

El libro consta de breves capítulos en los que se defienden una o dos tesis. El primero “¿Quién era Jesús?” sostiene que el Nazareno era un profeta judío itinerante, exorcista, sanador y misionero apocalíptico que anunciaba la inminente llegada del reino de Dios. Este Jesús se diferencia absolutamente del Cristo dogmatizado de las iglesias cristianas. Tiene muy poco que ver. Para ejemplificar la tesis presenta en este capítulo y el siguiente (“Segunda mentira de Ratzinger”) dos puntos de vista radicalmente equivocados expuestos en el libro del Papa actual “Jesús de Nazaret. Vol. I, Desde el bautismo a la transfiguración”; vol. II, “Jesús de Nazaret, desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección”, Madrid, 2007, La esfera de los libros y Madrid 2011, Editorial Encuentro.

Según el autor, el primer error de Ratzinger (en la pág. 15 afirma también P. Flores que el Papa “exhibe un aquelarre de auténticas falsedades”) es el siguiente: “Hubo concordia desde el principio entre los apóstoles acerca de que los sacrificios del templo, el centro cultual de la Toráh habían sido superados. Flores sostiene, por el contrario, que el Nuevo Testamento ofrece afirmaciones absolutamente opuestas a las de Benedicto XVI. Para ello cita Hch 24,17; Hch 21, 20-26 y Mt 5,23, que comenta brevemente.

La “Segunda mentira de Ratzinger” es que “Jesús anunció el final de los tiempos para un futuro indefinido y que el espacio de la espera legitima y hace necesaria la fundación de la iglesia”. “El anuncio de un tiempo de los gentiles forma parte del núcleo del mensaje escatológico de Jesús, un tiempo durante el cual se debe llevar el evangelio a todo el mundo y a todos los hombres: solo después puede alcanzar su meta la historia”. Paolo Flores sostiene por el contrario que el apóstol Pablo desmiente y contradice a Ratzinger de un modo absoluto. Para demostrarlo aduce los siguientes textos: 1 Tes, 4,15; 1 Cor 1,7; 10,11; Rom 13,11 igualmente aporta textos de la enseñanza de Jesús: Mc 13,30; Mt 24,34 e incluso un texto del evangelio de Juan (añado la cita que el autor omite, como ocurre en ocasiones, 21,22).

El capítulo dedicado a la “Resurrección” sostiene que no puede stratarse un hecho histórico, porque: a) las apariciones a los apóstoles son puramente místicas e imaginarias, no reales y b) porque el caos de los relatos sobre la resurrección, que aparece en los evangelios, se diferencian “en muchos detalles en casi todos los niveles hasta tal punto que conciliarlos en una narración coherente es prácticamente imposible”. Critica de nuevo a Ratzinger quien no pudiendo esconder este hecho sostiene que “La dialéctica que forma parte de la esencia del resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad”; “De esta poca habilidad emerge la veracidad” de modo que “la resurrección es un acontecimiento histórico”. Paolo Flores exclama: ¡Los relatos sobre la resurrección son verdaderos porque son inverosímiles!... La fe admite decirlo todo… pero la investigación histórica no” (página 30) .

El capítulo sobre “Pentecostés” defiende que este suceso no es más que una retroproyección de Lucas, el cual confunde la profecía con la glosolalia y describe un evento que jamás sucedió. Para ello se inspira Lucas indirectamente en Pablo y en sus descripciones sobre las reuniones comunitarias de los primeros cristianos que manifiestan que estaban llenas de fenómenos místicos, proféticos y glosolálicos. Comenta Flores: “Las realistas y vivaces descripciones de Pablo permiten participar en el clima de muchos encuentros (entre cristianos) que después son unificados en los Hechos de los apóstoles en el único y simbólico acontecimiento de Pentecostés” (pág. 35).

El siguiente apartado “La tumba vacía” sostiene que en el proceso de exaltación (= divinización) de Jesús tanto “la tumba vacía como la sepultura no pertenecen a la primera fe en el Resucitado sino a las discusiones en las sinagogas entre judíos que creían en Jesús como mesías y judíos que lo negaban”. Argumenta, por tanto, que todas ellas son disputas muy posteriores a la muerte de Jesús, algunas ocurridas después del 70 d.C. Señala también que del Evangelio apócrifo de Pedro se pueden deducir algunas ideas interesantes, porque desarrolla tradiciones orales, sean o no fantasiosas, independientes de Marcos, Mateo y Lucas, pero muy antiguas. De nuevo se apunta hacia la rica variedad del cristianismo primitivo.


Mañana concluyo este resumen de la obrita de Paolo Flores d’Arcais

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com


Viernes, 20 de Julio 2012
Hoy escribe Fernando Bermejo

Durante los años 90 del tan cercano siglo pasado, cuando el mundo se dirigía hacia el fin de un milenio, una serie de grupos apocalípticos pusieron en práctica sus fantasías escatológicas de modos violentamente destructivos. El incidente más memorable, al menos para los estadounidenses, fue el trágico pulso de 1993 entre el FBI y la Rama de los Davidianos (una escisión de los cristianos Adventistas) que acabó con varias docenas de muertos en Waco, pero este fue solo uno de entre varios ejemplos en los telediarios de aquellos días. Aum Shinrikyo, un movimiento milenarista japonés (cuyo fundador, Shoko Asahara, se inspiró en parte en el libro del Apocalipsis), conmocionó a buena parte del mundo cuando lanzó un ataque químico con gas sarín en el metro de Tokio en 1995; la lucha de Hezbolá (“partido de Dios”) contra Israel, aunque sin duda estaba conformada por razones políticas muy concretas, se vio azuzada por la escatología milenarista chií.

La violencia apocalíptica, sin embargo, no empezó recientemente. Se ha sospechado a menudo que en la cultura judía cabe detectar conexiones entre una visión del mundo apocalíptica y la resistencia armada. ¿Por qué Jesús irrumpió en el Templo de modo violento durante su visita a Jerusalén, y por qué estaba acompañado en tal visita por un grupo de seguidores que portaban armas? ¿Por qué se rebelaron sus correligionarios judíos contra los romanos en el 66 e.c.? ¿Y por qué lo hicieron de nuevo en 132, bajo el liderazgo de Bar Kojbá? La respuesta, en opinión de muchos estudiosos, estriba en las fantasías apocalípticas, la espera en que el Fin de los Tiempos estaba muy cerca, y la convicción de que sería necesaria cierta violencia –además de la divina– para realizar las transformaciones políticas y religiosas que implicaba.

Es difícil probar de modo fehaciente el nexo entre escatología y violencia en el judaísmo antiguo. Una de las frustraciones de quienes buscan comprender la literatura del período del Segundo Templo radica en lo poco que conocemos de la relación entre textos y contextos, las circunstancias en que los textos fueron producidos, y cómo se concebía su funcionamiento. La literatura apocalíptica antigua se resiste a tal contextualización en la medida en que enmascara su autoría y las circunstancias a las que responde bajo el disfraz de la atribución pseudoepigráfica.

Hay, sin embargo, una posible excepción, que podría estar constituida por una obra descubierta entre los rollos del Mar Muerto, conocida como el “Rollo de la Guerra”. El título se refiere a una composición encontrada en la cueva 1 de Qumrán y conocida como 1QM (M = Milhamah, Guerra), aunque fragmentos de material similar se encontraron entre los rollos de las cuevas 4 y 11.

El Rollo de la Guerra es una suerte de manual de instrucciones para una guerra escatológica de 40 años que se esperaba que la comunidad, denominada “los hijos de la luz” (una terminología conocida para los lectores del Cuarto Evangelio) llevase a cabo contra sus enemigos, los “hijos de las tinieblas”, aliados con una fuerza demoníaca liderada por Belial, al final de los tiempos. El texto describe los pertrechos militares, la disposición del ejército, los planes de batalla, así como las plegarias y exhortaciones que serían pronunciadas por el sumo sacerdote y otros sacerdotes o levitas. Es, pues, una suerte de vademécum para la guerra santa de la comunidad, que acabaría por supuesto con la derrota de los hijos de las tinieblas.

No sabemos cuándo, o en qué circunstancias, fue compuesto el texto. Su dependencia respecto al libro de Daniel obliga a colocar su composición algo después del 165 a.e.c., época en que se datan varias relevantes secciones de ese libro. Su paleografía sitúa el terminus ad quem en el primer siglo a.e.c, pero los esfuerzos por datar 1QM con más precisión en el período macabeo o en el romano no han obtenido consenso (la frecuente identificación de los Kittim con los romanos, de la que fue un ferviente defensor Yigael Yadin, no es del todo segura; algunos estudiosos sitúan la composición del Rollo, o al menos una parte de él, en el s. II a.e.c., poco después de la revuelta macabea, y a esa luz identifican a los Kittim con los Seléucidas).

El interés que presenta el Rollo de la Guerra para el estudio de Jesús y de los orígenes del cristianismo es indirecto, pero no menor. Por un lado, su combinación de apocalíptica y violencia podría ayudar a arrojar luz sobre la existencia de una combinación semejante en el galileo. Por otro, aunque el género literario del texto difiere del género del libro del Apocalipsis, contiene –como ya reconocieron diversos estudiosos, v. gr. el católico Joseph Fitzmyer– muchos detalles que arrojan luz sobre ese escrito del Nuevo Testamento: el mismo motivo de la guerra santa contra los enemigos del pueblo de Dios, un uso similar de textos del Tanak (en especial, del libro de Daniel), de nombres simbólicos para adversarios, y del papel de los ángeles.

El Rollo de la Guerra es peculiar entre los textos apocalípticos judíos tempranos por su carácter prescriptivo, es decir, su esfuerzo no solo por narrar la guerra escatológica, sino por preparar a sus lectores a cómo combatir en ella. ¿Se puede ser más preciso a la hora de comprender el papel del Rollo de la Guerra en salvar la distancia entre la fantasía escatológica y la violencia de la vida real? Intentaremos responder a esta pregunta en sucesivos posts.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 18 de Julio 2012
Vida del Apóstol Tadeo según sus Hechos Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El Apóstol Tadeo en sus Hechos Apócrifos

Identidad del protagonista según la tradición

Los Hechos Apócrifos del santo Apóstol Tadeo, de escasa trascendencia por su contenido y de reducido tamaño, ofrecen aspectos de especial interés dentro de la literatura del género. El protagonista Tadeo es una figura rodeada de enigmas, provocados por las mismas fuentes documentales que transmiten las tradiciones sobre su personalidad y los perfiles de su ministerio. Ante todo, el principal problema hace referencia a su identidad personal. Según los dos códices que contienen su texto, se trata de los Hechos del santo Apóstol Tadeo.

Pero el manuscrito de París (P) lo considera como “uno de los doce”, mientras que para el de Viena (V) es “uno de los setenta”. Ambos textos, sin embargo, le atribuyen la denominación sistemática de “apóstol”. En este aspecto, el códice V coincide con los datos que Eusebio de Cesarea ofrece sobre Tadeo. Pertenecía, dice el gran historiador, al grupo de los “setenta discípulos de Cristo” a diferencia de Tomás que formaba parte de los Doce (Cf. Eusebio de Cesarea, H. E. I 13, 4. 11). Pero luego se refiere a él aplicándole el calificativo de “apóstol”.

Las listas de los apóstoles expuestas en los textos canónicos no resuelven el problema. Es también posible que se haya producido la confusión de dos personajes distintos. Esta eventual confusión tiene su punto de partida en las dobles tradiciones sobre el lugar de su nacimiento y el de su muerte. Sabemos de un Tadeo muerto y sepultado en Edesa, que podía ser distinto del Tadeo, uno de los doce, que “se durmió” en Beirut el día 20 de agosto. Del mismo modo, existen dos tradiciones sobre el lugar de su origen: Cesarea de Filipo en Palestina y la ciudad de Edesa. Puede verse la referencia en R. A. Lipsius, Acta Apostolorum Apocrypha, 1972, I, CIX). Los cuatro pasajes bíblicos del elenco de los Doce se refieren obviamente a los mismos individuos en unas listas cerradas, sobre todo, numéricamente. El texto del Apócrifo da por supuesto que el Tadeo de los Hechos Apócrifos es el que aparece en las listas de los apóstoles según los evangelios de Mateo y Marcos (c. 1,2).

Mt 10,3 y Mc 3,18 mencionan a Tadeo en sus listas. Lc 6, 16 omite a Tadeo, pero en su lugar menciona a Judas de Santiago. Lo mismo sucede en la relación de los Hechos canónicos (Hch 1,13), en la que este Judas ocupa el último lugar al haber desaparecido el traidor. Es un caso similar al de Tomás, cuyo nombre era Judas, pero que luego pasó a la tradición con el apodo identificativo de Tomás o Mellizo.

Al ser Judas un nombre demasiado usado, se hacía preciso el uso de otra denominación para aclarar la identificación concreta del personaje en cuestión. Judas podía ser el nombre, mientras que Tadeo haría las funciones de apodo o sobrenombre, que Lucas suple con la mención del padre. Se ignora el significado real del nombre de Tadeo, aunque algunos lo relacionan con un término arameo que significaría "Robusto". Pero la conclusión lógica es que detrás de estos nombres se oculta el mismo personaje, opinión mantenida ya por Orígenes y Tertuliano (Orígenes, De principiis, 3, 21; Tertuliano, De cultu feminarum, 1, 3.). Problema distinto es la eventual distinción de dos personajes, uno de los doce y otro de los setenta, con el mismo nombre, que luego fueron interpretados como uno solo.

El texto mismo del apócrifo testifica que Tadeo tenía otro nombre. En el inicio de la obra leemos: “Lebbeo, llamado también Tadeo”. Así lo confirman las variantes de Mt 10,3 y Mc 3,18 del códice Bezae (D) y en otros numerosos manuscritos: “Lebbeo, con el sobrenombre de Tadeo”. Lebbeo ha sido interpretado como “hombre sensible”, lo que estaría concorde con el carácter del autor de la epístola canónica de Judas, atribuida a este apóstol. El apócrifo cuenta cómo Lebbeo se hizo bautizar y tomó el nombre de Tadeo (c. 1,1).

A la mesa de la Última Cena estaba sentado otro Judas distinto del Iscariote, que intervino interrumpiendo el discurso de Jesús: “Le dice Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?»” (Jn 14,22). Aunque la pregunta quedó sin respuesta, hemos de agradecer al evangelista Juan que haya conservado las únicas palabras de Judas Tadeo recogidas en los evangelios. Sus silencios quedarán, por supuesto, resueltos en el texto de sus Hechos Apócrifos. Unos silencios traducidos en hechos y gestos muy apreciados por la tradición cristiana.

(Cuadro de san Judas Tadeo)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro

Lunes, 16 de Julio 2012
La formación del Nuevo Testamento es sus tres dimensiones (433)
Hoy escribe Antonio Piñero

El libro que comento esta semana, cuyo título es el de esta posta, es de Romano Penna, profesor de Nuevo Testamento en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma.En España se han traducido algunas obras suyas como Un comentario a la carta a los romanos, en Verbo Divino, 2012, un estudio sobre S. Pablo: Pablo de Tarso, un cristianismo posible (Madrid 1992) y una edición de textos y comentarios sobre “ambiente histórico-cultural” de los orígenes del cristianismo, Bilbao, 2005.El libro que comentamos ha sido publicado también por Verbo Divino, Estella, 2012, 163 páginas, con ISBN 978-84-9945-275-3.

En la primera parte, el autor estudia muy brevemente la idea de “testamento” en el judaísmo y en el cristianismo antiguo y comenta, concisamente también, los sintagmas “testamento antiguo” y “testamento nuevo”, destacando convenientemente la aportación esencial de Pablo en la formación del concepto “nueva alianza”. El autor apunta que en el sustrato del uso del sintagma “nuevo testamento” se encuentra el “hecho” de que la matriz del cristianismo es, y sigue siendo, el judaísmo del que el cristianismo no es sino una variante.

Según el autor este aserto “se comprueba, por ejemplo, en la convicción, ya jesuánica y después cristiana, de que la identidad mesiánica de Jesús a pesar de su chocante originalidad no había sido una novedad absoluta sino que hunde sus raíces en la historia pasada”.

En la segunda parte del libro cuyo título es “El nuevo testamento como don-gracia de una alianza divina” se estudian, como breve prefacio, los textos de Jeremías 31,31-34; Ezequiel 36,26-27; I QBendiciones 5,21-33, así como algunos pasajes del Documento de Damasco y de la Regla de la comunidad que hablan de un “testamento/alianza eterna” que pare ellos era también “nuevo”. Penna señala las diferencias de concepto entre el uso neotestamentario y estos textos.

A continuación R. Penna estudia los textos cristianos que fundamentan o ponen los inicios para que en el futuro pueda llamarse a la colección de escritos propiamente cristianos “Nuevo Testamento”. Estos pasajes son 1 Cor 11,23-26 (la Cena del Señor); 2 Cor 3,6 (“Dios nos ha hecho ministros y dueños de una nueva alianza, no de la letra, sino del espíritu; la letra mata, el espíritu vivifica”); y la idea de nueva alianza / nuevo testamento, fundada en la mediación de Jesucristo, que se desarrolla ampliamente en la Carta a los hebreos, en realidad una homilía como es sabido.

La parte tercera aborda del libro un brevísimo --y diría que superficial y poco representativo-- estudio/presentación del Nuevo Testamento como “conjunto literario”. Este estudio ofrece de hecho una escueta síntesis de las características más notables de las 27 obras que componen el Nuevo Testamento.

Por último la parte cuarta, con el título “El Nuevo Testamento como conjunto canónico” estudia también brevemente cuáles son los apócrifos neotestamentarios y qué valor tienen históricamente los escritos, sobre todo evangelios, que se recogen dentro de esta rúbrica.

El segundo apartado de esta cuarta parte me parece quizás el más interesante del libro, puesto que estudia:

• Las primeras colecciones de textos cristianos y los analiza para averiguar por qué los cristianos se decidieron a utilizar el formato “códice”, y no el de volumen o rollo (que se cree tuvo su repercusión a la hora de formar un corpus transportable de escritos cristianos;

• Cómo pudo formarse (o mejor “editarse”) la primera colección de textos paulinos y finalmente

• Cuáles fueron los impulsos para la formación del canon neotestamentario.

Según Romano Penna, los impulsos básicos fueron dos:

1. La formación previa de un canon judío de las escrituras;

2. La formación también previa de un primer canon cristianos de textos sagrados realizado por el heresiarca Marción.

El libro de Penna concluye con una breve consideración sobre cómo se fue concretando el canon del Nuevo Testamento. Para ello presenta al lector el texto de la famosa lista o “Canon de Muratori” (que fecha en torno al 200) y sus consecuencias. Añade unas consideraciones sobre los eventos que llevaron a la consolidación del canon del Nuevo Testamento especialmente en Occidente (por ejemplo, la publicación de la lista de escritos canónicos del Nuevo Testamento en una “Carta festal” del año 367 escrita por Atanasio de Alejandría y los decreto el concilio de Trento). De los vaivenes del canon en la zona oriental de la iglesia, donde el Apocalipsis, por ejemplo, no adquiere solidez canónica absoluta hasta el siglo X, no se dice en este trabajo de R. Penna ni una sola palabra.

Mi valoración de este libro es positiva, a pesar de su enorme brevedad en las partes I y IV sobre todo. Con ciertas dudas podría suscribir los análisis que hace el autor de 2 Cor 3,6 y la Carta a los hebreos y sus consecuencias para la formación del canon. De ningún modo puedo adherirme, como espero que sepan ya los lectores, a un análisis del texto paulino y evangélico (sobre todo de Marcos) de la “Cena del Señor” como si Pablo estuviere transmitiendo una tradición eclesial anterior a él. No amplifico porque he escrito ampliamente contra este supuesto en “La verdadera historia de la pasión”, Edad, Madrid, 2009 y también en el presente blog.

Tampoco puedo adherirme al juicio de que la personalidad de Jesús era de “chocante originalidad”. Hemos escrito en este Blog abundantemente sobre que la figura de Jesús es perfectamente discernible y situable en el panorama de los “maestros de la Ley del siglo I”, y entre los “profetas de signos” como para designarla como “chocante”

Considero que la parte III del libro de Penna, “El nuevo testamento como conjunto literario” dice muy poco al lector, en especial al que haya tenido ya, incluso, un mínimo interés sobre el contenido del Nuevo Testamento. Sin duda debería haber sido más amplio.

La parte IV me parece muy interesante, tanto por lo que se dice sobre el uso del códice por los cristianos, como por las consideraciones sobre la formación muy temprana, probablemente, a principios del siglo II, de un corpus de escritos paulinos; el autor no tiene espacio en este breve libro para hablar de ciertos modos --diría que estúpidos o incomprensibles-- del anónimo editor/redactor del corpus paulino y las consecuencias que su acción editora tiene para la comprensión cabal de la doctrina del Apóstol. Su manera de editar, fundiendo cartas, omitiendo pasajes, trastocando el orden de algunas cartas( en especial 2 Cor y Filipenses) nos vuelve literalmente perplejos y nos produce más de un dolor de cabeza.

Estoy totalmente de acuerdo con Penna en su indicación de que los impulsos para la formación de un canon del Nuevo Testamento hay que verlos en las dos formaciones previas: por parte de los judíos (el AT) y del heresiarca Marción cuy canon de “Escrituras cristianas” era muy peculiar: eliminaba totalmente el Antiguo Testamento; dejaba un solo evangelio, el de Lucas; y un solo apóstol, Pablo).

Solo al final del libro, en la página 156 se hace una mención demasiado breve y fugaz de otros dos impulsos que ayudaron a la formación del canon del Nuevo Testamento:

• El contenido de los escritos sacros debía atenerse a la “regla de la fe”, ya bastante firme a mediados del siglo II entre las iglesias paulinas que son las que forman y deciden el canon

• Las lecturas públicas en las iglesias paulinas y no paulinas de textos que se creían inspirados ayudaron también a la formación del canon.

Desgraciadamente, el autor, Romano Penna, ni siquiera menciona que el canon del Nuevo Testamento fue muy probablemente el producto de un pacto entre las principales iglesias paulinas, hecho sobre la base de realzar sus propias ideas, pero con la voluntad de acoger cuantos escritos judeocristianos fueran asimilables.

En este aspecto hubiera sido notable señalar que la epístola de Santiago solo a duras penas y tarde, entró, junto con la de Judas, en la lista de escritos sagrados cristianos.
Por último, los lectores agradecerán que el libro presente les transmita íntegro el fragmento conservado del “Canon de Muratori”; este texto se cita mucho pero casi nunca se reproduce.


Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 13 de Julio 2012

Notas

Hoy escribe Fernando Bermejo

A la ineluctable cuota de estulticia e indignidad que toca a cualquier lugar habitado por una colectividad considerable de seres humanos, Santiago de Compostela añade el plus de infamia y corrupción consistente en ser un pueblo que pivota en buena parte en torno a un gran templo administrado por una corporación eclesiástica que se regodea en sus prebendas seculares (de siglos, y del Siglo). Gratulantes celebremus festum.

Ese plus de corrupción es, por lo demás, directamente proporcional a la envergadura del embuste capital que fundó hace muchos siglos en su momento la mencionada población y que la mantiene hasta hoy en su carácter enmarañado y pueblerino (Iacobe, virginei frater pretiose Ioannis…): la invención de Teodomiro y sus adláteres, para apuntalar la cual un buen número de eclesiásticos y sus cómplices han vertido toneladas de las acostumbradas mentiras, sandeces y pamplinas, que desde hace tanto tiempo les permiten vivir del cuento. Aunque me consta de manera fehaciente que algunos de los canónigos compostelanos no creen siquiera en la existencia de divinidad alguna, ello no es óbice para que sigan predicando con voz engolada desde los púlpitos catedralicios y gozando de los privilegios de siempre. Sancte Iacobe, ora pro nobis.

El verdadero alcance de la fenomenal corrupción que alberga ese pueblo se vislumbra cuando se cae en la cuenta de que en ella participa una gran caterva de individuos. Dado que la economía compostelana depende en buena parte del turismo, y que el turismo se alimenta en singular medida de la atracción circense de la catedral –alrededor de la cual se multiplican tiendas de recuerdos (también dentro de ella), bares, restaurantes y demás–, en la ceremonia de corrupción la implicación es general: eclesiásticos, políticos y comerciantes forman una entente cordial que se ve apoyada (économie oblige) por buena parte de los lugareños, desde notarios y periodistas hasta agentes del orden.

Los que se rasgan ahora las vestiduras por las cantidades de dinero que circulan por la catedral compostelana o son tontos de remate o son hipócritas (o ambas cosas). Cualquiera que sepa mínimamente cómo funciona el mundo sabe que los centros de peregrinación –y desde luego la Catedral de Santiago– generan cuantiosas sumas de dinero, de las que los miembros de las corporaciones eclesiásticas (en este caso, los canónigos del Cabildo) se aprovechan sobremanera mediante el reparto de pingües beneficios. Los donativos particulares son lo de menos. La Catedral de Santiago está generosamente financiada por las instituciones regionales (autonómicas), nacionales y europeas. Y, desde siempre, los miembros de la corporación –orgullosos celadores, por cierto, de esa bonita imagen de concordia católica que es el “Santiago Matamoros”– se han repartido anualmente inmensos dividendos (¿o por qué creen Vds. que los clérigos han tenido siempre tanto interés en convertirse en canónigos…?). Así ha sido siempre, así es y así seguirá siendo.

Por lo demás, la corrupción económica es lo de menos. ¿Alguien sabe algo de la verdadera corrupción, la corrupción moral más flagrante, y no me refiero a la derivada del embuste en el que se basa todo el tinglado compostelano (y que, en última instancia, ciertamente a nadie le interesa), sino a los abusos de poder que el Cabildo compostelano ha practicado durante años en relación con sus inmuebles, a las coacciones sobre huérfanos y viudas, a los chantajes… por algunos de los cuales algún que otro canónigo de la corporación catedralicia –por actos de los que es responsable directa y moralmente la totalidad del Cabildo compostelano– ha sido condenado con sentencia firme por los Juzgados de Santiago de Compostela? ¿Sabe alguien, por lo demás, la cantidad de ocasiones en que estos flagrantes y miserables abusos no han llegado a los tribunales de justicia, o –cuando han llegado – han sido oportunamente acallados?

¿Cuántos peregrinos tienen la menor idea de tales latrocinios morales cuando llegan al Monte del Gozo? ¿Cuántos ciudadanos españoles? ¿Tiene la menor idea de esto el señor José Manuel Vidal, que ha escrito –evidentemente sin tener la menor idea de lo que dice– que Julián Barrio es “un amigo de la verdad” y que Santiago tiene “un cabildo de altura”…?

Pero no teman: aquellos de Vds. que conserven la capacidad de indignarse no deben preocuparse lo más mínimo. No leerán en los periódicos nada al respecto. Solo interesa la historia de un pobre diablo que sustrajo un códice que –seamos claros– no interesaba hasta ahora prácticamente a nadie, pero con el cual desde ahora los canónigos compostelanos aumentarán sus negocios.

Resulta significativo el video donde aparece el presidente del Gobierno/desfacedor de entuertos –el mismo que nos iba a sacar de la crisis, el mismo que perrunamente se inclina ante otros jerarcas eclesiásticos– junto al presidente de la Xunta (otro que tal baila) entregando el Códice de marras al arzobispo y los canónigos de marras. En la inanidad, la confusión, la incompetencia, la indignidad que traslucen sus principales y facinerosos actores, la escena no tiene desperdicio, y podría ser calificada de surrealista si lo surreal no fuera, en la repugnante y mafiosa combinación político-eclesiástica, la realidad cotidiana de este país. (Por cierto, y dicho sea de paso, al mentor de los políticos y amigo de los clérigos del video, el egregio Manuel Fraga, entre otras muchas cosas, los gallegos y Compostela le deben una totalmente inútil Ciudad de la Incultura en la que se han derrochado miles de millones de euros, y cuyo mero mantenimiento asciende anualmente a decenas de millones. At Iacobus gaudet carnali carcere liber).

Ignoro cuál es la calidad personal del caballero que sustrajo el Códice calixtino y algunas otras cosas de la Catedral compostelana (Dum sic fructificat gladio sub Herode feritur). Pero sé perfectamente y sin la menor duda que lo preferiría como compañero de piso a cualquiera de los miembros del Cabildo compostelano o al titular de su arzobispado. Al menos, ese electricista ha dicho algunas verdades (“Allí robaba todo el mundo”) y es capaz de hacer algo de verdadero provecho para sus semejantes. Y dice el conocido refrán que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Debería tenerlos, pobre hombre, pero no los tendrá.

La cantidad de bazofia que sobreabunda en todo este asunto de la Santa, Apostólica y Metropolitana Iglesia Catedral (el embuste va ya en el primer adjetivo) en de tal calibre y apesta hasta tal punto, que le entran a uno arcadas que le impiden seguir escribiendo. Benedicat ergo plebs fidelis.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 11 de Julio 2012
Muerte de san Bernabé en Salamina de Chipre
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Muerte de Bernabé en Salamina de Chipre

El judío Bariesús apareció de nuevo en la estela de Bernabé. Incitó a sus correligionarios judíos para que arrestaran al apóstol y lo llevaran al tribunal del gobernador de la isla. Se presentó entonces un pariente de Nerón, hombre importante y poderoso llamado Eusebio, quien se unió a los judíos locales en la operación de acabar con Bernabé.

La narración del apócrifo resulta por demás detallada y plástica en el relato del martirio del apóstol: “Los judíos, tomando de noche a Bernabé, le ataron una soga al cuello y lo arrastraron desde la sinagoga al hipódromo. Lo sacaron fuera de la puerta de la ciudad, lo rodearon y le prendieron fuego de manera que sus huesos quedaron reducidos a ceniza. Inmediatamente, en aquella misma noche tomaron las cenizas y las envolvieron en una sábana que sellaron con plomo con intención de arrojarlas al mar” (c. 23,2). La tradición pone estos sucesos an la antigua capital de Chipre.

Vuelve al texto la referencia al autor de la narración de los hechos. Cuenta, en efecto, cómo se desarrollaron los sucesos tras la muerte de Bernabé. El narrador, Timón y Rodón salieron de noche, recogieron las cenizas del santo y las escondieron en una gruta en la que antes habían habitado los jebuseos o primitivos preisraelitas. En otro escondite cercano escondieron los escritos doctrinales que Bernabé había recibido de Mateo. A pesar de la persecución de los judíos, pudieron escapar y refugiarse en la aldea de Limnes en el extremo sur oriental de la isla.

Marcos y sus compañeros Timón y Rodón se dirigieron a la playa cercana, donde encontraron una nave que estaba presta para zarpar hacia Egipto. Se embarcaron en ella y navegaron hasta arribar a la ciudad de Alejandría. Allí permaneció Marcos predicando y enseñando cuanto había aprendido de los apóstoles. Alejandría es, en efecto, el lugar en el que la tradición señala el lugar donde Marcos ejerció el final de su ministerio.

Termina el autor el relato de los viajes y el martirio de Bernabé recordando que fueron los apóstoles de Jesús quienes lo bautizaron y le cambiaron el nombre de Juan por el de Marcos. A su recuerdo une como colofón de su narración la habitual doxología que pone fin a muchos de los Hechos Apócrifos.

(Gimnasio de Salamina de Chipre)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 9 de Julio 2012
¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Valoración (432-02)
Hoy escribe Antonio Piñero


Mi valoración del libro de Dunn es muy positiva, con algunos pequeños reparos. Es una buena introducción a la “cristología elevada”, o mejor a las diversas cristologías, elevadas/altas, del Nuevo Testamento; trata los temas con extrema claridad y con agudeza crítica, y al haberse escrito como respuesta a los libros de Hurtado y Bauckham tiene una visión más completa que estos.

El primer problema que realmente veo en el libro de Dunn está en el título: “Los primeros cristianos”, en realidad Dunn da por supuesto que el Nuevo Testamento es el reflejo del cristianismo primitivo. Sin embargo, como he indicado múltiples veces, el Nuevo Testamento es la representación de un cristianismo, el paulino, y deja fuera otros múltiples cristianismos de los orígenes. El Nuevo Testamento, que se concreta entre el 150 y el 200, (proceso lento y complejo) es el producto de un pacto entre las iglesias paulinas, en esos momentos triunfantes, en el que prima el paulinismo pero se intenta, con amplitud de mirar, aceptar dentro de su seno a otros cristianismos como el judeocristiano y el protognóstico.

Las triunfantes iglesias paulinas introducen dentro escritos judeocristianos sólo si son asimilables por el paulinismo, como el Evangelio de Mateo y el Apocalipsis; otros escritos que apenas hacen justicia a Pablo, como la primera carta de Clemente de Roma, la Didaché o el Pastor de Hermas, quedan fuera del canon, por no hablar de la “Predicación de Pedro (Kerygma Petrou) que está en la base de una buena parte de la literatura pseudoclementina. Estas obras quedaron fuera del canon, pero eran cristianismo primitivo.

Otros tipos de cristianismo protognóstico o espiritualizante, de los que doy cuenta en “Los Cristianismos derrotados”, quedan también fuera del canon controlado por los paulinos.

A este propósito quiero precisar mi mente: cuando hablo de “protognósticos” quiero que se me comprenda bien. Entiendo por “protognósticos” aquellos autores y sus obras que manejan conceptos que tienen un fondo de platonismo o estoicismo popularizados y que sirven de base para que cien años más tarde pueda aparecer en el seno del cristianismo una gnosis bien formada. Como he señalado el origen de esta gnosis filosófica cristiana del siglo II está en el judaísmo marginal con más de cien años sobre sus espaldas que unen la Escrituras judías con Platón.

Entre estos autores protognósticos incluyo a Pablo y el Evangelio de Juan, no porque representen una “protognosis bien formada” como sistema, sino por la utilización de conceptos como (espíritu, psíquico, letra, hombre interior/exterior, arriba, abajo, luz, materia) que representan un mundo platónico en el que las ideas de arriba son la única realidad emparentada con el Uno, el Bien, o la Luz, mientras que la materia, el cuerpo y análogos, son considerados como un reflejo imperfecto de esa realidad.

Volviendo a Dunn: en el resto del libro, en líneas generales, estoy de acuerdo con el autor en sus precisiones sobre el culto dado exclusivamente a Dios a través de Jesús y por la intermediación de Jesús; que éste es la representación de Dios más cercana a los hombres y la humanidad más cercana posible a Dios. La riqueza conceptual que el cristianismo primitivo une la figura del señor exaltado como intermediario entre la humanidad y el Dios transcendente está muy destacada por Dunn.

Otro aspecto en el que disentiría de Dunn es, en ocasiones, sus razonamientos teológicos como si olvidara que los datos evangélicos son el efecto de una reinterpretación de la vida de Jesús, no historia pura; así, al hablar de la impresión que Jesús dejó a sus discípulos (pp. 127-129), Dunn raciocina a partir de la convicción explícita o implícita que lo que recordaban los primeros discípulos de Jesús, de su misión y enseñanza (por ejemplo, su autocomprensión como Hijo del Hombre) puede aplicarse totalmente al Jesús histórico. Dunn parece dar a entender que Jesús mismo se habría inspirado directamente en la visión de Daniel 7 para explicar su propia misión y destino. Todo esto es muy discutible, pero Dunn lo presenta como excesivamente seguro.

Tampoco aparece claramente en el libro de Dunn la posibilidad que se percibe cada vez más nítida, de que toda la teología sobre Jesús como entidad cercana a Dios (que aparece en el Nuevo Testamento incluso en textos judeocristianos, como el Evangelio de Mateo y el Apocalipsis) sea un impacto de la teología de Pablo, altamente especulativa pero no histórica, más que del recuerdo de Jesús.

Me parecen muy iluminativas las páginas que Dunn dedica a la consideración del Jesús exaltado como Logos, Sabiduría y Espíritu; estas especulaciones son la base del proceso de divinización de Jesús como lucubraciones judías desde el siglo II a.C. para explicar la acción de Dios hacia fuera. Dunn sin embargo no señala que tales especulaciones proceden de la asimilación consciente por parte del judaísmo helenístico del platonismo y estoicismo popularizados.

Otro mérito de Dunn consiste en haber abordado de una manera directa el posible proceso psicológico intracristiano de cómo tanto los judeocristianos como los cristianos paulinos, de procedencia gentil, pudieron ensanchar su concepción del monoteísmo judío, de tal modo que la concepción de Dios paulino-cristiana casi más que monoteísmo resulta ser un binitarismo. Dunn pone de relieve como las especulaciones de Pablo van a poner en bandeja los desarrollos posteriores que conducirán inevitablemente a la doctrina de la trinidad. Dunn, sin embargo, no presta demasiada tención al ambiente helénico del entorno griego, en donde se diviniza a humanos en vida desde el 400 a.C.

En síntesis, un libro como otros de Dunn (por ejemplo, la Theology of Paul the Apostle, de 1996, que bien merecía una traducción al español aunque sea un libro muy amplio, unas 750 pp. y resulte caro), que merece la pena ser leído lentamente porque invita a un diálogo fecundo en torno a la interpretación de los textos, siempre crítica e inteligente por parte del autor. Dunn, como el ya difunto Raymond E. Brown, tiene un talento especial para enfocar pasajes muy discutidos de tal modo que encajen suficientemente bien dentro de la gran ortodoxia interpretativa constituida hoy por el protestantismo moderado y la teología católica avanzada o abierta.

Por último, una palabra muy positiva sobre la traducción del libro. La versión de José Pérez Escobar es, en líneas generales, buena; entiende bien el texto y su dominio del castellano es bueno; ha resuelto con garbo las trampas en las que caen por desgracia otros que se llaman traductores al verter palabras como evidence, claim, template, etc. Dunn escribe a veces en un inglés bastante popular lleno de phrasal verbs y no es fácil a menudo encontrar el mejor equivalente en buen castellano.

No tengo ante mis ojos el texto original inglés, pero dada mi experiencia como corrector de traducciones literarias, históricas, filosóficas y teológicas sobre todo del inglés al castellano, puedo repetir que estamos ante una buena versión, lo que es reconfortante; presumo algunos pequeños errores, hipotéticos por supuesto, que no merece la pena reseñar y que no menoscaban la bondad de la traducción en general. Pero si el traductor tuviere intención de conocer, no tengo inconveniente en enviárselos –insisto, como mera hipótesis--, en comunicación privada.

En síntesis un libro digno de ser leído con calma.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 6 de Julio 2012
Hoy escribe Fernando Bermejo

Aunque este no es un blog de reflexión filosófica, los lectores atentos se habrán percatado de que quien esto escribe concibe la actividad intelectual como indisociable de una tarea ética. Comprender e iluminar la realidad, para uno mismo y para otros, supone dotar de instrumentos para el examen lúcido de esta, y por tanto para desenmascarar las altísimas (inagotables) dosis de autoengaño, distorsión y tergiversación de lo real que constituyen los discursos humanos. Resulta claro que en el ámbito de la religión estos fenómenos de mistificación se nos ofrecen por doquier, con el añadido de que los intensos compromisos emocionales que genera favorecen la confusión perpetua del autoengaño con la Verdad.

En su obra A History of Christianity. The First Three Thousand Years, Diarmaid MacCulloch ha escrito historia sin perder de vista esa dimensión ética de la actividad intelectual cabal. Lo ha hecho, en un sentido muy básico, ya en la medida en que ha escrito con mucho cuidado y reflexión. Como ya señalé en su momento, MacCulloch no ha escrito su obra como se escriben tantas otras –cada vez más en nuestro tiempo–, es decir, a toda prisa y sin pensar lo suficiente, sino con la atención y el tiempo que requiere la obra de un orfebre de la palabra, aunque de un orfebre que es más que un esteta onanista productor de fuegos de artificio, porque la palabra es el medio en que aspiramos a decir lo real y, por tanto, el lugar de la verdad y (también) de su mistificación. MacCulloch no ha querido con su obra simplemente escribir un libro con el que obtener dinero y reconocimiento, sino producir una obra intelectualmente honrada, y prestar con ello un servicio poderoso y real a sus lectores.

Por otro lado, y lo que es no menos relevante, MacCulloch ha explicitado la dimensión moral de la historia, y de su propia obra, en la Introducción a su libro:

“No me avergüenza afirmar que aunque los historiadores modernos no tienen una capacidad especial para ser árbitros de la verdad o, más en general, de la religión, desempeñan de todos modos una tarea moral. Deberían buscar promover la razón y poner freno a la retórica que alimenta el fanatismo. No hay un fundamento más seguro para el fanatismo que la mala historia, la cual es, invariablemente, una historia simplificada en exceso”.

El modo de promover la cordura es no solo elaborar una descripción lo más independiente e imparcial posible, sino, como dice el autor unas líneas antes, “ayudar a los lectores a tomar distancia respecto al cristianismo, sea que lo amen o lo detesten, o tengan simplemente curiosidad por él”. Tomar distancia significa que, quienes tienden a identificar el cristianismo con una Verdad hipostasiada tengan la oportunidad de hacerse conscientes no solo de la gran cantidad de arbitrariedad, violencia y miseria moral que existe en la historia del cristianismo, sino también del carácter mudable, transitorio y a menudo idiota de sus doctrinas. Significa también, desde luego, al mismo tiempo, que quienes tengan la tendencia contraria (la de identificar al cristianismo con una Mentira hipostasiada), se tornen capaces de apreciar las dimensiones de dignidad, verdad y decencia que existen en la historia de esta religión, y su contribución –como casi todo lo humano, a menudo equívoca– a la formación de la sensibilidad y la cultura. Dicho de otro modo, significa aprender a ver el cristianismo como el fenómeno humano-demasiado-humano que, como todos los demás, es.

Esta voluntad de verdad que alienta en la obra de MacCulloch convierte en un imperativo no solo intelectual sino también ético que la versión de su obra a otras lenguas sea lo más fiel posible, sin incurrir en mistificaciones distorsionadoras que traicionen el sentido del original y siembren la confusión a diestro y siniestro. Esa misma voluntad de verdad contribuye a explicar que cualquiera que comparta el respeto por el valor intelectual y moral de la labor del historiador (y por la obra de este autor) sienta la necesidad imperiosa de denunciar cualquier mistificación producida en el proceso editorial, y no pueda sino considerar que los responsables de la eventual bazofia –desde el primero hasta el último (y no son pocos los eslabones en esta cadena)– son todos ellos esbirros y cómplices miserables, por muchas alharacas que exhiban y por mucho que se pavoneen a la hora de mostrar su presunto interés por la cultura. Porque la única actividad cultural cabal y respetable consiste en iluminar el mundo, no en oscurecerlo.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 4 de Julio 2012
Vida de san Bernabé según los Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Ministerio de Bernabé en solitario

El relato está redactado en primera persona, por lo que desaparece Pablo de la escena de los sucesos. El autor cuenta que “bajamos de Laodicea”, “llegamos a Corasio”, “arribamos a Palea de Isauria”, “llegamos a Pitiusa”, “arribamos a Anemurio”. En esta ciudad de Anatolia frente a Chipre, encontraron a dos griegos que les preguntaron quiénes y de dónde eran. Bernabé recurrió a la alegoría para ofrecerles un vestido que nunca se marchita y siempre está radiante.

Los griegos, motivados por el Espíritu Santo, le rogaron que les entregara el vestido misterioso, ya que ellos creían en el Dios que Bernabé predicaba. Bajaron a una fuente, en cuyas aguas Bernabé “los bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (c. 13,1). Juan Marcos dio a uno de ellos un vestido, y Bernabé dio al otro parte del suyo propio. Los griegos agradecidos les proporcionaron abundante dinero que Bernabé repartió inmediatamente entre los menesterosos.

Después de dirigirles la palabra y dar a todos la bendición, hicieron la travesía hasta Chipre. Allí se alojaron en casa de dos hierodulos, uno de los cuales, de nombre Timón, estaba enfermo de fiebres. Lo liberamos de la fiebre, dice el relator, mediante la imposición de manos y la invocación del nombre de Jesús. Bernabé poseía un libro, que contenía las enseñanzas de Mateo y relatos de milagros. Tenía virtudes curativas, de forma que Bernabé lo colocaba sobre los enfermos que recobraban al punto la salud. Se cumple en Chipre de forma especial el sistema de relato, que consiste en meros movimientos geográficos sin contenidos de carácter doctrinal.

Llegaron a una ciudad, de nombre Lapitos, pero se vieron impedidos para entrar en ella porque se celebraba una ceremonia idolátrica en el teatro. Caminaron a través de los montes y llegaron a otra localidad, Lampadisto, de donde era oriundo Timón que viajaba con ellos. Encontraron allí a un antiguo conocido, de nombre Heraclio, que les ofreció alojamiento. Bernabé recordó que ya se había encontrado con él cuando viajaba con Pablo. Cuenta Juan Marcos que lo bautizaron, le cambiaron el nombre llamándole Heraclides, lo nombraron obispo y le encomendaron el cuidado de la iglesia de Tamaso.

Atravesaron nuevamente una montaña llamada Nevada y se dirigieron a Pafos, ciudad situada en la costa occidental de la isla de Chipre, era considerada como la patria de Afrodita, que había surgido del mar en sus cercanías. Allí conocieron a un hierodulo llamado Rodón, que se convirtió y fue bautizado. Se encontraron también con el judío Bariesús, que no les permitió entrar en la ciudad. Este Bariesús es calificado en los Hechos canónicos de los Apóstoles como mago y falso profeta (Hch 13,6). Se dirigieron entonces a la localidad de Curio, en la que se estaba celebrando una inmunda carrera. Muchos hombres y mujeres en gran cantidad corrían desnudos. Como en el lugar se producía engaño y error, Bernabé pronunció una imprecación contra el templo que se vino abajo en su lado occidental. Hubo muchos heridos y varios muertos, mientras los demás huían hasta el vecino templo de Apolo.

Cuando Bernabé y los suyos pretendieron entrar en la ciudad, salieron a su encuentro muchos judíos incitados y guiados por Bariesús, que se lo impidieron. Pasaron el día descansando bajo un árbol. Más adelante llegaron a una aldea, donde vivía un hombre llamado Aristocliano. Era un personaje al que Pablo y Bernabé habían curado de la lepra en Antioquía, lo habían consagrado obispo y lo habían enviado a su aldea de Chipre. Desde allí, dice el autor, “nos dirigimos a Amatunte”, en cuyo templo idolátrico había muchas mujeres sin pudor y muchos hombres que ofrecían libaciones a los ídolos. También allí el judío Bariesús les impidió la entrada en la población. Una anciana viuda los atendió y recibió unas horas en su casa. Ellos sacudieron el polvo de sus pies delante de aquel templo y se retiraron.

Los viajeros siguieron caminando por lugares desiertos hacia el territorio de los Kitieos. El texto hace referencia a un lugar cercano a Lárnaca, puerto de mar en el sur de la isla. Como nadie los recibió, se marcharon después de sacudir el polvo de sus pies. El narrador cuenta que “zarpamos” de aquel territorio hasta arribar a Salamina , donde había un lugar repleto de ídolos. Salamina era una Ciudad marítima situada en la costa oriental de Chipre, al norte de la moderna Famagusta. Encontraron allí al obispo Heraclides, a quien instruyeron sobre la forma de predicar el Evangelio, fundar iglesias y nombrar ministros (c. 22,1). En la ciudad de Salamina, entraron en la sinagoga, en la que Bernabé, tomando el evangelio que había recibido de Mateo, dirigió la palabra a los judíos.

(Ruinas romanas de Famagusta de Chipre)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro

Lunes, 2 de Julio 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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