CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Fernando Bermejo

En uno de los comentarios a una postal anterior sobre la hipótesis del Jesús sedicioso antirromano, un amable lector formuló una objeción, relativa a Pablo, que hoy me dispongo a contestar. El núcleo de la objeción consistía en que, si Jesús hubiera sido un resistente antirromano implicado en una resistencia armada, sería difícilmente explicable –por no decir imposible de creer– que Pablo de Tarso, un prorromano convencido, hubiera predicado a Jesús.

Antes de responder, aclaro una vez más que mi idea general (que será expuesta de modo sistemática en sede académica) es que la mejor explicación para lo que se afirma en las fuentes disponibles es la de que Jesús fue un sujeto profundamente religioso que no solo predicó un mensaje que suponía un desafío frontal a los intereses imperiales (predicación del Reino de Dios, pretensión regia, oposición al pago del tributo), sino que estuvo implicado, al menos en el período final de su vida, en algún acto muy concreto de sedición (Lc 22, 36 + Lc 23, 2 + resistencia en Getsemaní, etc.) en el marco de una firme creencia en la intervención inminente de Dios. No presupongo –y, salvo meliori, no he afirmado– que Jesús fuera el jefe de un ejército, ni que la actividad armada haya sido lo más crucial en su trayectoria vital, ni que creyera que iba a ser una actuación armada la que haría irrumpir, como tal, el Reino de Dios. La asociación de Jesús con la resistencia antirromana y con cierta medida de violencia y de ruido de armas no implica ninguna de esas tesis.

Una vez aclarado este punto, sostengo que, a mi modo de ver, la objeción relativa a Pablo no es válida, por las siguientes razones (procederé en lo que sigue de lo más general a lo más concreto).

Ante todo, a mi juicio la objeción descuida la fuerza y el alcance de la capacidad mitopoiética del ser humano. Este es capaz de las transformaciones semánticas más llamativas, tanto porque su capacidad hermenéutica alcanza límites a primera vista insospechados, sea porque los resortes que mueven esas construcciones interpretativas no son la coherencia lógica o la búsqueda de la verdad fáctica, sino las necesidades espirituales y emocionales, que operan en un plano mucho más determinante y son mucho más poderosas, como todo el mundo sabe. Las transformaciones –e incluso inversiones – semánticas en la historia de las religiones son bien conocidas.

Cabe ejemplificar lo anterior, precisamente, con los llamativos procesos que se han dado en la interpretación de la figura de Jesús de Nazaret. Por ejemplo, Jesús fue religiosamente un judío hasta la médula que en ningún sentido inteligible "superó" el judaísmo, pero la tradición posterior –cuya estela han seguido y seguirán fielmente durante muchos siglos la exégesis y la teología cristianas- lo convirtió muy pronto en un debelador del judaísmo y aun en un no-judío, con la mayor naturalidad y sin el menor escándalo para los cristianos. Otro ejemplo: Jesús se dirigió solo a Israel y tenía una idea francamente negativa de los paganos, pero la tradición cristiana lo ha convertido en un universalista sin fronteras y en el Salvador de las naciones, de nuevo sin el menor rubor. Estos ejemplos podrían multiplicarse.

A la luz de tales procesos de inversión que se constatan en la historia del cristianismo, ¿dónde se halla el problema de convertir a un sedicioso antirromano en un paradigma de pacifista? La respuesta es: en ninguna parte. No hay ningún problema, como los propios hechos demuestran. Necesidades ideológicas y espirituales son capaces de numerosos actos de prestidigitación (por supuesto, con la mejor de las conciencias).

Además, la objeción me parece descuidar el carácter y la experiencia del propio Pablo de Tarso. Pablo era un visionario –se le ha llamado “místico”, “carismático”, “poseso”– al cual, según declaración expresa propia, el Jesús “katà sárka” (lo que llamaríamos “la figura histórica de Jesús”) le importaba muy poco. Pablo era un individuo que tenía una serie de profundísimos conflictos espirituales, y que creyó resolverlos al ser arrebatado, si en cuerpo o fuera del cuerpo ni él lo supo, al tercer cielo, al oír cosas que no pueden ser contadas, y al ser partícipe de toda una serie de visiones y revelaciones que le permitieron contemplar en Jesús (al cual, que sepamos, no conoció personalmente, aunque esto ni siquiera es determinante) a un Salvador metahumano cuya muerte había sido causada por poderes arcónticos. Estas productivas experiencias místicas, con la interesante reinterpretación que suponen, dieron –como a millones después de él- sentido a su vida y fuerza para vivir. Y dado que ese sentido y esa fuerza eran tan absolutamente esenciales para él, lo demás –incluyendo quién fue de hecho Jesús– se convirtió en algo del todo secundario. O, mejor dicho: quién había sido de hecho y en realidad Jesús lo sabía Pablo mejor que nadie, porque Dios se lo había revelado en persona, bienaventurado él.

Dicho de otro modo: si a Pablo le hubieran interpelado: “oiga, mire, que Jesús fue crucificado por los romanos y la crucifixión se aplicaba a delitos de sedición; y que fue crucificado con varios lestai; y que fue detenido por muchos hombres armados; y que les dijo a sus seguidores que no tuvieran espada que se hicieran con una; y que varios de sus seguidores estaban armados con espadas; y que sabían manejarlas armas, y que las utilizaron; y que Jesús fue el responsable de un incidente violento en Jerusalén; y que hay indicios de que Jesús se opuso al pago del tributo; y que además resulta que pretendió ser rey de los judíos, lo que constituía una obvia lesión de la maiestas populi Romani; y que los propios discípulos de Jesús esperaban que este les aportara la liberación de Israel, y que tanto Jesús y sus discípulos concebían el reino de Dios como una realidad no solo espiritual sino sociopolítica; y que todo eso, y muchas otras cosas… lamentablemente, con su Cristo metahistórico no me acaban de cuadrar bien, y necesito otra hipótesis para explicarlo”, el Tarsiota habría respondido con el mismo tono entre burlón y compasivo que emplean muchos cristianos cuando se les dicen ciertas cosas:

“Pobre desgraciado, no entiende usted nada. Su inepcia congénita y su superficialidad intelectual y espiritual le impiden comprender lo más mínimo. Y además, sospecho que su visión tan terrena y mísera de Jesús solo prueba que es usted un sujeto moralmente mezquino, pues todo eso que usted dice no son sino calumnias y penosa malinterpretación. Y ahora perdóneme, que tengo prisa, pues he de predicar mi mensaje salvador y no puedo perder mi tiempo con gente como usted”.

En suma, Pablo estaba –como otros muchos en su estela– “en otro nivel”, en el nivel de la revelación personalizada de Dios, que le permitía comprender la cruz de Jesús y toda la historia de este de un modo que los mortales de a pie somos incapaces de vislumbrar, porque no hemos sido, ay, receptores de la divina gracia. Y, por tanto, la tradición que Pablo pudo llegar a conocer –que si romanos, que si lestai, que si espadas que se desenvainan, que si Jesús-rey de los judíos…– se convirtieron, tras sus experiencias religiosas, y con la mejor de las conciencias, en simples pamplinas, que constituían para él el mismo impedimento que constituyen para sus millones de sucesores: ¡es decir, ninguno! Porque cuando Dios habla, la razón se calla; porque cuando Dios habla, no hay contradicción que valga; porque cuando Dios habla, las preguntas y la lógica y la filosofía humana no son más que humo y cháchara insustancial; y porque cuando se trata de la eternidad, la historia es cosa de niños.

Así pues, en mi modesta opinión, la experiencia de Pablo no constituye una objeción válida a la hipótesis del Jesús sedicioso.

Posdata:

Mutatis mutandis, ¿saben Vds. qué cantidad de documentación y testimonios fehacientes demuestran que Marcial Maciel Degollado fue un abusador sistemático de menores, un mentiroso compulsivo, un drogodependiente, y un falsificador sin escrúpulos?

¿Y saben cuántos obispos y cardenales y papas –hombres de profundo acumen teológico, y sin duda también de moral no menos exquisita y concienzuda que Pablo– mientras pudieron, echaron tierra sobre el asunto y permitieron que durante décadas la visión de Maciel que tenía la opinión pública fuera la de un santo varón, y ello a pesar de que tenían indicios y aun pruebas más que suficientes que demostraban lo contrario?

¿Y saben cómo se habría escrito la historia de Maciel si –como ha pasado en tantos otros casos– algunas víctimas o sus familiares no hubieran podido manifestarse, y algunos periodistas no hubieran tenido el coraje de sacar los trapos sucios a la luz?

¿Y saben cuánta gente todavía hoy en día considera a M. M. un santo hombre de Dios, al que rezan devotamente cada noche y cuya intercesión piden a Nuestro Señor?

¿Y saben lo que piensa esta gente de quienes dicen que su particular san Marcial fue un abusador sistemático de menores, mentiroso compulsivo, etc…?

Saludos cordiales de Fernando Bermejo

Miércoles, 22 de Agosto 2012


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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