CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Antonio Piñero


Como se dijo en la nota anterior, se percibe en este grupo, luego “herejes”, de los montanistas, las llamas del fervor espiritual y la gobernanza por el Espíritu que era muy propio de los inicios de la Iglesia judeocristiana y paulina

En efecto, el Señor Jesús no había revelado todo a sus fieles durante su vida antes y después de la resurrección; quedaban muchas cosas por aprender y esas las enseñaría el Paráclito, el Espíritu enviado por el Salvador, por medio de sus bocas.

Montano sostenía que se cumplía con sus propios oráculos y el de las dos profetisas mencionadas lo afirmado por Jesús en el evangelio de Juan:

« “Cuando llegue él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando hacia toda la verdad, porque no hablará por su cuenta, sino que os comunicará todo lo que oyere y os interpretará lo que habrá de venir. El manifestará mi gloria, porque, para daros la interpretación, tomará de lo mío” (Jn 16, 12-14).  »

Y también Jn 14,26 y 15,26:


« “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, aquel os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho”.  »

« “Pero cuando viniere el Consolador, el cual yo os enviaré del Padre, el Espíritu de Verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio de mí”.  »

De acuerdo con ello el nuevo movimiento, lo que hoy denominamos montanismo, se titulaba en verdad “Nueva Profecía” y “Nuevas Visiones”.

Como es natural, los montanistas sostenían que la profecía y las visiones del Espíritu eran superiores a la jerarquía eclesiástica. Consecuentemente al principio, los montanistas promocionaban grupos de fieles con poca o ninguna jerarquía, sólo gobernados por el Espíritu.


Expansión del montanismo

La comunidad fundada por Montano se expandió con cierta rapidez, y desde Frigia llegó, por un lado, hasta las Galias, y por otro hasta el norte de África, donde conquistó para sus filas nada menos que a Tertuliano, como hemos indicado ya alguna vez. Puede decirse, por lo general, que sus exigencias de renovación cristiana eran en principio bien recibidas por los fieles, pero que a la vez encontraban pronto la oposición de muchos obispos, sencillamente porque un cristianismo regido por el Espíritu es difícilmente gobernable y controlable por los cargos eclesiásticos.

Se conserva un oráculo de Maximila (en Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, V 16,17) que da testimonio de estos ataques:

« “Seré perseguida como un lobo y alejada de las ovejas. Pero no soy un lobo, sino la Palabra, el Espíritu y la Fuerza”. »

Los críticos antimontanistas no lograron al principio censurar al movimiento por desviaciones doctrinales: la estima por el ayuno y la incitación a practicarlo, la confesión de fe en circunstancias difíciles, la disposición para el martirio, la exhortación a una castidad extrema, no eran en sí criticables. Tampoco el aprecio por la profecía, ya que empalmaba con la tradición más venerable del Israel antiguo, con la de la iglesia primitiva en Palestina y con otros cristianismos también espirituales, como el representado por el Evangelio de Juan.

Otra cosa fue cuando los montanistas –de acuerdo con su tendencia rigorista- sostuvieron en sus predicaciones, de acuerdo por otra parte con cierta tradición antigua de la Iglesia (por ejemplo, Epístola a los hebreos y el Pastor de Hermas) que, tras la conversión al cristianismo con el bautismo correspondiente, no eran ya perdonables caídas ulteriores en el pecado, de modo que ciertas faltas graves como el asesinato o el adulterio no pedían ser redimidas por la penitencia y el perdón de la Iglesia. Como un segundo bautismo quedaba excluido, el pecador se condenaba irremisiblemente. Pero la gran mayoría no podía admitir que el que se comportara así tras el bautismo estuviera irremisiblemente destinado al infierno, según decían estos rigoristas.

También fueron criticados los montanistas cuando proclamaron que un segundo matrimonio, tras la muerte de un cónyuge, era igual al adulterio. Los renovadores afirmaban que “La ley de Jesús condenó el divorcio; las nuevas exhortaciones del Espíritu han proscrito el segundo matrimonio”, donde se ve cómo su doctrina –inspirada por el Paráclito- intentaba complementar la de Jesús. Así pues, la mayoría de la Gran Iglesia tampoco consideraba correcto que entre los profetas montanistas fueran mal vistas las relaciones sexuales porque alejaban la presencia del Espíritu.

También se tachó de heterodoxa la concepción de que la profecía verdadera iba siempre acompañada del éxtasis, es decir, de fenómenos paranormales que reflejaban la posesión o inhabitación del Espíritu, y la idea de que Éste trastornaba la función normal de la mente. Los mayoritarios/ortodoxos afirmaban, por el contrario, que esos fenómenos asemejaban el profetismo cristiano al de ciertos vates paganos, por ejemplo los sacerdotes de Cibeles.

Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Miércoles, 13 de Octubre 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos con nuestra tema acerca de la posición de la mujer en la Iglesia primitiva. Concluyo con un pequeño párrafo acerca de las viudas que complementa lo dicho anteriormente sobre estas matronas, como una especie de “cargo” dentro de la organización de la Iglesia primitiva.

En líneas generales el estatus de las viudas con cambia en la “época postapostólica” y sigue las líneas de actuación que señalábamos anteriormente en la nota 164-16. Resta sólo indicar que el estatuto de las viudas queda separado expresamente del orden menor del diaconado tanto en la Didaskalía siríaca como en las Constituciones apostólicas. Tenían cometidos especiales en las iglesias, como orar y recibir avisos divinos (¿revelaciones?) y hacer visitas domiciliarias a compañeras de fe necesitadas de consuelo u orientación espiritual.

A los miembros del estamento de las viudas no se les otorgaba una ordenación clerical expresa (por imposición de manos), como sí tenían la diaconisas.


Posición de la mujer en las facciones cristianas no pertenecientes a la Gran Iglesia postapostólica (“herejes” o grupos marginales).

En este apartado de nuestra serie merecen consideración un grupo que en principio pertenecía de lleno a la Gran Iglesia, pero que luego fue declarado “herético”, el montanista, y el amplio y abigarrado conjunto de las sectas o grupos gnósticos, cuyas doctrinas y prácticas fueron descritas por Ireneo de Lyon, Hipólito de Roma y Epifanio de Salamina en sus escritos contra los herejes, y que se conservan en obras propias rescatadas del olvido por descubrimientos relativamente recientes (1945) como la Biblioteca copto-gnóstica de Nag Hammadi.

Para este apartado utilizo material de dos libros: Los cristianismos derrotados, EDAF [serie Jerusalem 1], Madrid 2007, y Jesús y las mujeres, Aguilar, Madrid 2008 y los Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi, de A. Piñero-J. Montserrat-F. García Bazán, Trotta, Madrid 32008.


1. Montanistas


El montanismo toma su nombre de Montano, un cristiano de la región de Frigia, en Asia Menor. Hacia el 172 y junto con dos profetisas cristianas, de nombre Prisca y Maximila, fundó un movimiento profético dentro de la Gran Iglesia, pues afirmaba que había recibido ciertas revelaciones del Espíritu Santo dirigidas a renovar y perfeccionar a los cristianos, sobre todo teniendo en cuenta que el fin del mundo era inmediato, según ellos. Esta renovación afectaba sobre todo a la vida moral, y pretendía avivar la valentía entre los fieles ante las posibles persecuciones, e impulsar un práctica muy rigurosa de vida que ayudara a preparase para el fin.

Poco se sabe de la vida de Montano. Los heresiólogos afirman que era simplemente un neófito cuando fundó su grupo, y que antes había sido sacerdote de la diosa pagana Cibeles. No sabemos si este dato es verdad o se trata simplemente de una difamación, o más bien de una deducción no carente de lógica, pues la religiosidad de los adeptos a Cibeles era también “entusiástica”, es decir, manifestaban externamente signos de posesión divina como los movimientos proféticos. La tierra natal de Montano, Frigia, era efectivamente una zona con profusión de antiguos oráculos y lugares de culto paganos ligados a los fenómenos proféticos, y esto pudo influir en Montano.

Igualmente debemos decir que poco o nada más conocemos de su vida privada, pero de sus doctrinas –en las que desempeñaba un papel muy importante la guía directa del Espíritu Santo por medio de la profecía femenina- nos informan, sobre todo, Tertuliano –miembro al final de su vida de este grupo- y Eusebio de Cesarea, que recoge además noticias de autores eclesiásticos anteriores.

Al principio, Montano no hizo más que dirigir a sus fieles una predicación puramente escatológica, sin desviación doctrinal alguna de la Iglesia mayoritaria. Afirmaba que Jesús, el “Novio”, (véase Mt 9, 15 o Mc 2, 19) vendría muy pronto, y que la última Pascua, es decir el fin del mundo, estaba muy cerca. La venida de Jesús como juez –aseguraba Montano- tendría lugar en una pequeña ciudad de su Frigia natal, Pepuza, donde convenía congregarse para esperarla.

El comportamiento de los miembros de la Iglesia debía ser el adecuado a esta realidad. Dos cosas eran importantes: una valiente confesión de fe en Cristo que no se arredrara ante los paganos, incluso ante el martirio si fuera necesario, y una entrega fervorosa a la vida ascética, sobre todo al ayuno y a una limitación voluntaria de las prácticas sexuales, para que Dios apresurara el fin y encontrara a la Iglesia preparada. La práctica del ayuno estaba justificada por el ejemplo de Ana, la anciana profetisa de Jerusalén, de la que cuenta el evangelista Lucas que ayunaba de día y de noche esperando la liberación de Israel (Lc 2,37s).

Montano, y sus dos profetisas principales, Prisca y Maximila, pensaban que en ellos habitaba el Espíritu Santo, y que la divinidad utilizaba mecánicamente sus órganos fonadores para profetizar (boca, lengua), al igual que un músico experto pulsa las cuerdas de su lira y ésta emite los sonidos que él quiere. Como instrumentos del Espíritu desempeñaban la función de “Paráclito”, es decir, de Exhortador y Consolador, prometida por Jesús para después de su partida (EvJn 14, 15).


Seguiremos con este interesante grupo de cristianos “excéntricos”, no de la “Gran Iglesia” que al principio de su existencia fue en sí muy interesante por lo que revelaba acerca de restos del “entusiasmo” profético y escatológico que tan presente estaba en la iglesia primitiva.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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POSTDATA


Permítanme, como indiqué, repetir un aviso sobre mi nueva “Página web”:

La dirección sigue siendo la misma (www.antoniopinero.com), pero es totalmente nueva.

Como estamos en pruebas durante unas semanas, agradecería mucho que si los lectores, que se animen a entrar y a valorarla, tienen alguna sugerencia o crítica, me la comuniquen a través del correo de la misma página = “Contacto”.

Muchas gracias,

Saludos de nuevo de Antonio Piñero.


Martes, 12 de Octubre 2010
Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJnPr)
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Enfrentamiento con Cínope, el mago

Sigue a continuación un largo apartado consagrado al enfrentamiento de Juan con Cínope, mago que gozaba en Patmos de una alta consideración. Algunos lo consideraban nada menos que como a un dios. Vivía en una gruta solitaria a cuarenta millas de la ciudad, donde practicaba su magia con el apoyo de los demonios. A él recurrieron los sacerdotes de Apolo solicitando su ayuda en el contencioso con Juan, a quien había dejado libre el gobernador por la mediación de Mirón y Apolónidas, a pesar de haber causado la ruina del templo del dios.

Cínope contó que nunca había salido del lugar donde habitaba. Los sacerdotes insistieron que tenían necesidad urgente de su ayuda. Pero Juan no era para Cínope sino un hombrecillo que no merecía ni su atención ni su cuidado. Pero les prometía que enviaría a uno de sus ángeles, que abordaría a Juan, lo dejaría ciego y le sacaría el alma para poder entregarla a un tormento eterno.

Eligió en efecto a uno de los jefes de sus demonios y le transmitió el encargo. El demonio se encaminó a la casa de Mirón y entró hasta el lugar donde descansaba el Apóstol. Juan se dio cuenta y le ordenó severamente no salir de allí sino después de declarar los motivos de su presencia. El demonio hizo un relato prolijo del suceso. Los sacerdotes de Apolo habían suplicado a Cínope que les prestara su ayuda, porque Juan había cometido abundantes delitos y merecía morir. Juan preguntó al demonio cómo es que obedecían a Cínope con tanta fidelidad. El demonio le respondió que “todo el poder de Satanael tiene en él su morada. El nombre de este demonio aparece de forma diversa en las diferentes versiones: Satanael, Satanás, Misael y Samael.

Además, tiene pactos con todos los jefes, y nosotros con él. Por eso, Cínope nos escucha, y nosotros a él” (c. 28,6). La confesión del demonio era suficiente. Juan le intimó que saliera del lugar, que no hiciera daño a nadie y que se ausentara de la isla. Un segundo demonio, enviado para matar a Juan, acabó como el primero expulsado por Juan de la isla de Patmos.

Al ver Cínope que tampoco regresaba el segundo, envió a dos con la orden de no entrar hasta Juan a la vez. Primero entraría uno mientras el otro quedaría observando lo que sucedía. Juan abordó al primero de ellos preguntando los motivos de su venida. El demonio respondió diciendo: “Cínope envió a dos de nuestros jefes para matarte y ninguno de ellos ha regresado” (c. 28,8). Entonces Juan dio al demonio esta orden tajante: “Te ordeno en el nombre del Crucificado que no vuelvas más a Cínope, sino que salgas de esta isla” (c. 28,9). El segundo de los demonios vio el destierro terrible que Juan imponía a su compañero y corrió a contar a Cínope los detalles del suceso.

Cínope tomó a todo el ejército de sus demonios y les exhortó para realizar un ataque total. Dejó a todos fuera de la ciudad mientras él se lanzaría solo contra Juan para castigarlo con una muerte cruel. La presencia del mago en la ciudad provocó un alboroto formidable. Todos se reunían a su alrededor y le proponían preguntas a las que respondía. Los fieles se reunieron a su vez en casa de Mirón, donde Juan los instruía y animaba. No salían de la casa para no correr riesgos inútiles. El Apóstol les exhortaba a tener confianza. La ciudad que ahora se congrega para ensalzar a Cínope, no tardará en reunirse para contemplar su ruina. Al fin, después de diez días salió Juan con Prócoro y se dirigió a un lugar llamado Botri, donde se puso a enseñar a la multitud. Cínope se llenó de furor al ver que Juan adoctrinaba a la gente. Recurrió entonces a la más ingeniosa de sus magias.

Tomó a un joven a quien preguntó si su padre había muerto y de qué género de muerte. Cínope retó a Juan a que resucitara al muerto, náufrago en el mar, y lo trajera vivo a vista de todos. Juan pareció titubear cuando dijo al mago que Cristo no lo había enviado a resucitar muertos sino a dar testimonio de la verdad. Aquello parecía una confesión de impotencia, que Cínope aprovechó para acusar a Juan de mago e impostor. Ordenó a los suyos que arrestaran a Juan hasta que recuperara del mar al marinero muerto. Cínope extendió las manos, las sacudió produciendo un gran estruendo. Desapareció de su vista provocando una uniforme aclamación: “Grande eres, Cínope, y no hay otro como tú” (c. 28,14). Aclamación que creció fuertemente cuando volvió a aparecer llevando al padre del joven, reconocido como tal por su joven hijo. Los presentes querían matar a Juan, pero Cínope no se lo permitió para que tuviera la ocasión de contemplar mayores hazañas del mago.

El otro caso aducido por Cínope era el del hijo muerto por envidia. La operación se repitió en sus detalles esenciales. Cínope llamó al muerto y a su verdugo, que se presentaron inmediatamente confesando que eran el hijo muerto y su matador. Como Juan se mostraba indiferente ante los aparentes prodigios del mago, Cínope se dirigió a él prometiendo que no lo haría morir hasta que no viera las mayores cosas. Juan tuvo la osadía de replicar que todos aquellos prodigios se desvanecerían con él. Los presentes interpretaron las palabras de Juan como una blasfemia contra el purísimo Cïnope, se lanzaron contra Juan, lo derribaron en tierra, lo golpearon y mordieron hasta que lo creyeron muerto. Cínope ordenó que lo dejaran insepulto para que lo devoraran las aves rapaces y las bestias de la tierra.

Juan quedó en el lugar sin poder pronunciar palabra. Prócoro estaba a su lado prestando atención a todo lo que sucedía. Cuando todo estaba tranquilo, hacia la segunda hora de la noche, Prócoro se acercó a Juan que lo envió a casa de Mirón para anunciar que Juan estaba vivo y sin daño alguno. No sin trabajo logró Prócoro entrar donde los hermanos estaban reunidos en pleno luto por Juan, pues se temían cualquier asechanza de parte de los ciudadanos hostiles. Pero cuando se convencieron de que Juan vivía, no quisieron saber más y salieron corriendo hacia el lugar donde Juan estaba ya en pie y orando. Los presentes respondieron con el “amén”. Luego les exhortó a tener paciencia, porque la ruina de Cínope era inminente. Mientras tanto, debían permanecer tranquilos en la casa de Mirón.

Diversos pasajes de estos Hechos van unidos mediante la referencia cronológica expresada con la fórmula “al día siguiente”. Pues bien, al día siguiente de los sucesos narrados hasta el apaleamiento de Juan, acudieron curiosos al lugar denominado “Tiro de Piedra” y advirtieron sorprendidos que Juan estaba vivo. Corrieron a anunciar a Cínope la novedad, que dejaba el combate en la calificación de nulo. El mago llamó a su ayudante en las tareas de la magia. La realidad era que Cínope se servía de demonios que aparecían bajo la apariencia de los muertos y sus matadores. Se presentó, pues, Cínope con su demonio lugarteniente, seguido de una gran muchedumbre. Se dirigió a Juan proclamando a gritos que lo había dejado con vida para que pudiera contemplar prodigios todavía mayores. Para ello, dio órdenes a los suyos para que de nuevo arrestaran a Juan. Luego volvió a repetir la ceremonia del día anterior. Batió las manos y se arrojó al mar en medio del entusiasmo de sus seguidores, que le cantaban himnos y quemaban incienso en su honor. Cínope desapareció bajo las aguas.

Juan pasó al contraataque ordenando a los dos demonios, presuntos resucitados y acompañantes del mago, que aguardaran inmóviles hasta que Cínope acabara en la ruina. El Apóstol extendió sus manos en forma de cruz y pronunció la siguiente oración: “Oh Señor Jesucristo, que concediste a Moisés el vencer a Amalec con esta figura (Éx 17,8-13), haz bajar a Cínope hasta los más profundos abismos del mar, y que nunca más vuelva a ver este sol ni a ser contado entre los vivos” (c. 29,2). A las palabras de Juan resonó un gran estruendo en el mar y se formó un remolino en el lugar donde Cínope había desaparecido. Luego, ordenó a los dos demonios que desaparecieran definitivamente de aquella tierra.

Como era de esperar, los familiares de los muertos, presuntamente resucitados por Cínope, se irritaron contra Juan reclamando que les devolvieran a sus feudos. Lo mismo exigía la multitud acusando a Juan de haber dispersado lo que el purísimo Cïnope había recogido. Y le amenazaban con darle muerte si no les devolvía lo que les había quitado. Otros eran de la opinión de que no debían hacer ningún mal a Juan hasta que regresara Cínope y lo condujera al suplicio. Y dado que Cínope había ordenado a sus fieles que no se alejaran hasta que volviera a salir del mar, esperaron tres días y tres noches ayunando y aclamando al mago. Al cabo del tiempo quedaron agotados y caídos en tierra sin palabra; tres incluso murieron de inanición.

Cuando Juan vio el resultado de aquella inútil espera, oró a Cristo para que dirigiera e iluminara el corazón de aquellos hombres. Después se dirigió a los presentes para recordarles que Cínope había perecido y que no regresaría de su abismo de perdición. Se acercó, pues, a los tres muertos y les devolvió la vida en el nombre de Jesucristo, el Señor. La gente, conmovida por el milagro, se postró a los pies del Apóstol reconociendo en él a un maestro venido de Dios. Juan los envió a sus casas recomendándoles que comieran para recuperarse del prolongado ayuno, mientras él se retiró a la casa de Mirón, donde reinó una alegría desbordante (c. 30,3).

“Al día siguiente” se reunió casi toda la ciudad ante la casa de Mirón. Llamaban al dueño de la casa pidiéndole que les mostrara a su común maestro. Mirón sospechó en principio que se trataba de algún engaño. Pero Juan le tranquilizó y salió afuera. La gente gritó entusiasmada: “Tú eres el bienhechor de nuestras almas, tú eres el Dios grande que nos iluminas con una luz inmortal” (c. 30,4). Juan se rasgó las vestiduras, se esparció tierra sobre la cabeza, subió a un estrado y les dirigió un breve y denso alegato explicando los hechos de Jesús a partir de los libros de Moisés y de los Profetas. La consecuencia fue que algunos, en número de treinta, le pidieron el sello en Cristo, a los que Juan bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 11 de Octubre 2010



Hoy escribe Antonio Piñero


Aunque el ámbito público y externo, el de los cargos eclesiásticos, no era precisamente el más propicio para la práctica de la virtud especialmente femenina, el pudor, y para el ejercicio de las cualidades propias de las mujeres, el control de lo doméstico, persistió en la Iglesia el rango del diaconado femenino. Tal institución no se perdió nunca, sobre todo en Oriente, mientras que en Occidente languideció, a tenor de la falta de fuentes durante mucho tiempo para acabar por resurgir con cierta pujanza en el siglo V.

Con toda claridad tenemos algunos textos de la Iglesia Oriental que vuelven a hablar del diaconado femenino a principios del siglo III (¿?) y a recordar las normas por las que debía regirse que son –como adelantamos- prácticamente las mismas que las que aparecen en las Epístolas Pastorales.

Así, una obra compuesta originariamente en griego pero conservada sólo en traducción al siríaco, la Didaskalía, o “Enseñanza / Doctrina” de los XII apóstoles y de los santos discípulos de nuestro Señor, que parece ser de los primeros decenios del siglo III, menciona en los caps. 14, 15 y 16 el diaconado femenino, y exigía que la mujer que lo desempeñase debía tener 50 años. Sus funciones y tareas, además del ejercicio de la beneficencia general de la Iglesia, consistían en la instrucción de los catecúmenos, la asistencia a las ceremonias del bautismo y las visitas domiciliarias a mujeres de carácter pastoral.

Las llamadas Constituciones apostólicas, que proceden quizás de Egipto (Johannes Quasten, Patrología I 427) y que son probablemente la plasmación tardía de un original anterior, en el cap. 21 menciona también el diaconado femenino como una suerte de “orden menor” concedida a ciertas mujeres por medio de la imposición de las manos. En su caso, debían las diaconisas tener más de 60 años, ser viudas, casadas una sola vez, o vírgenes, para poder ejercer las mismas funciones ya enumeradas por la Didaskalía.

No está claro que se permitiera a las mujeres bautizar ni siquiera en caso de necesidad. El ejemplo de Tecla, que se bautizó a sí misma cuando se vio en gravísimo peligro de muerte (Hechos de Pablo y Tecla 34, cf. Piñero-del Cerro, Hechos apócrifos de los apóstoles [B.A.C. Madrid 2006] II 765), fue rechazado expresamente por Tertuliano, en su obra Sobre el bautismo 17, como inválido (cf. Piñero-del Cerro, II 716). Estas diaconisas nunca alcanzaban la ordenación sacerdotal ni el ejercicio vicario de las funciones propias de este cargo.

El diaconado femenino y la expansión del monacato masculino, en Siria y Egipto a finales del siglo III, hizo que un poco después, desde el siglo IV, se comenzaran a desarrollar formas de vida ascética y celibataria para las mujeres en Egipto, Palestina, Italia, sur de las Galias, España e Irlanda.


En la próxima postal hablaremos de nuevo de las “viudas” como institución”

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Domingo, 10 de Octubre 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


Es absolutamente necesario señalar en el momento en el que estamos en esta serie que lo que algunos estudiosos y comentaristas llaman hoy la Gran Iglesia es ni más ni menos que la iglesia fundamentalmente paulina que va poco a poco aglutinando en torno a sus ideas a otros grupos que en principio podían tener afinidades, fuertes en algunos casos, con otras corrientes, como el judeocristianismo: el Evangelio de Mateo; Epístolas de Judas y de Santiago; Apocalipsis, o con un cierto protognosticismo como el Evangelio de Juan.

De este modo, cuando en la segunda mitad del siglo II se llegue a un consenso entre las diversas iglesias de cuño paulino y se determine la lista de libros sagrados propios del cristianismo, ya separado del judaísmo, es decir el Nuevo Testamento, entonces y sólo entonces es cuando puede decirse que comienza la andadura del cristianismo como movimiento plenamente separado y autónomo respecto al judaísmo.


Esta observación no impide afirmar también que la Iglesia seguirá evolucionando ideológicamente y que su constitución plena no tendrá lugar hasta el siglo IV, cuando empiece a ocupar un lugar visible en la realidad social del Imperio Romano. Ello ocurre tras la declaración del cristianismo como “religión lícita” en el Edicto de Milán por el Emperador Constantino.


Y atención también, porque hemos dicho repetidas veces que no poseemos ningún documento explícito, de ninguna clase, acerca del acto decisorio de la formación de la primera lista de libros canónicos. Puede decirse con razón que ese corpus de escritos cristianos más que la expresión de la pluralidad del cristianismo primitivo, es la expresión de la pluralidad de un cristianismo, el vencedor, la interpretación fundamentalmente paulina de la figura y misión de Jesús (cf. A Piñero, Cristianismos derrotados, pp. 176ss; y A. Piñero-J. Peláez [eds.] Los libros sagrados en las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo. Los fundamentalismos, El Almendro, Córdoba, 2007, capítulo “Cómo y porqué se formó el canon del Nuevo Testamento”, pp. 177-210).


A. Sobre la situación de la mujer en general en la Iglesia postapostólica

Prosigue a buena marcha en esta época la asimilación de la Gran Iglesia, en su constitución y en sus elementos sociales, al ideario social imperante en el Imperio Romano. Si antes era ya claro que las virtudes eminentemente femeninas, propias de su sexo y condición, eran el pudor/castidad, el silencio, la obediencia y la sumisión, en esta época aún más.

Mientras la Gran Iglesia, que sigue creciendo en número de fieles, se va convirtiendo –como hemos indicado- en una entidad cada vez más abierta al exterior y por tanto más sujetas a las reglas de lo público, se afianza la idea de que el ámbito propio de la mujer es el doméstico, con lo que los cargos eclesiásticos, que pertenecen al dominio de lo público, son vistos como propios sólo de los varones.

Esta tendencia, llamémosle natural en la época, se vio robustecida por un fenómeno singular. Como señala Karen Jo Torjesen (op. cit., 149ss), ya en


“El siglo III comenzó el cristianismo a incorporar a los miembros de las minorías gobernantes de los municipios, que habían sido formados para participar en la vida pública y que poseían experiencia de la política ciudadana. Muchas comunidades acogieron con satisfacción a estos miembros de la aristocracia y los promovieron rápidamente a puestos de dirección”.


Naturalmente al sustrato anterior de ideas de subyugación de la mujer, que provenían del ámbito religioso judío, se añadieron las normas usuales restrictivas sobre la competencia de las mujeres y sus apariciones en la esfera de lo público, dominantes en el mundo grecorromano. Si ya en el siglo II había comenzado con toda claridad la declinación de la iglesia doméstica, y el poder en ellas de las mujeres, en el siglo III aún más.

El obispo de esta época -que sepamos siempre un varón salvo en los grupos montanistas tardíos (siglo IV)- había robustecido su autoridad monárquica en la línea de Ignacio de Antioquía (sus cartas se escribieron hacia el 110), y se habían extendido por el mundo cristiano las teorías de Tertuliano, quien consideraba a la Iglesia, en su faz terrenal, como una asociación de derecho público.

Por tanto, todo el gobierno de la comunidad recaía en manos del clero varón: aparte del económico, etc., administrar el bautismo, la enseñanza, la presidencia de la eucaristía y el ejercicio del derecho de admitir a los pecadores de nuevo en el seno de la Iglesia administrando la penitencia.

En sus obras De virginibus velandis ("Sobre el velo de las vírgenes", 7s) y De praescriptione haereticorum ("Sobre la 'prescdripción' de los herejes", 41,5) establecía Tertuliano la doctrina de la inferioridad de la mujer desde el punto de vista religioso y moral: es un ser más débil y más propenso a los deslices sexuales y morales en general. La idea no era en absoluto nueva y en el judaísmo intertestamentario ya lo había puesto de moda el Testamento de Rubén (en la obra Testamentos de los XII patriarcas, caps. 4-6) que hemos citado anteriormente en esta miniserie.

Seguiremos
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Sábado, 9 de Octubre 2010
Hoy escribe Antonio Piñero


En el haber de lo positivo dentro de los seguidores de Pablo han de señalarse dos logros respecto a la consideración de la mujer.

A. En primer lugar -y dentro de la tendencia antes indicada de una Iglesia que va acomodando su ética a un fin del mundo ya no inminente sino cada vez más lejano-, el que el autor de 1ª Timoteo diga ya de modo expreso:

“Quiero que las jóvenes se casen, que tengan hijos y que gobiernen la propia casa, no dando al Adversario ningún motivo para hablar mal” (5,14)


y que el autor de Hebreos honre la institución marital (13,4):


“Tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado”


Quizás, sin embargo, estas recomendaciones no expresen una valoración positiva del eros matrimonial en sí, pues acabamos de decir que los segundos matrimonios estaban muy mal vistos en el cristianismo primitivo, como inducidos por los “placeres contrarios a Cristo”:


“Descarta (de la beneficencia eclesiástica) a las viudas jóvenes, porque cuando les asaltan los placeres contrarios a Cristo, quieren casarse, e incurren así en condenación por haber faltado a su compromiso anterior “ (es decir, cumplido ya el “deber biológico” del matrimonio con las primeras nupcias, deben consagrase a Dios): 1 Tim 5,11; cf. 1 Tim 3, 2. 12 (el obispo sólo casado una vez).


Mirado desde otra óptica, ya en 1 Tes 4,4, citado anteriormente en diversa perspectiva, había un cierto adelanto de esta noción algo más elevada del matrimonio:


“Que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo (el suyo, o el de su mujer) con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios”


B. En segundo lugar, la insistencia misma de los textos citados en el amor y respeto del marido por la mujer. Así

1 Pedro 3,7:

“Y vosotros, maridos, igualmente, convivid de manera comprensiva con vuestras mujeres, como con un vaso más frágil, puesto que es mujer, dándole honor como a coheredera de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no sean estorbadas”;


Colosenses 3,19b:


“Maridos, amad a vuestras mujeres y no seáis ásperos con ellas”;


Efesios 5,33:


“En todo caso, cada uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete a su marido”),

pues en la recepción de la gracia divina son iguales ambos sexos, 1 Pe 3,7:


“Y vosotros, maridos, igualmente, convivid de manera comprensiva con vuestras mujeres, como con un vaso más frágil, puesto que es mujer, dándole honor como a coheredera de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no sean estorbadas”.


Puede asegurarse que para la sociedad antigua estos textos son realmente un progreso. Elogios al amor a la propia mujer no son difíciles de encontrar en la Antigüedad, pero el tono de este elenco de pasajes es distinto y muy positivo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Viernes, 8 de Octubre 2010


Hoy escribe Fernando Bermejo

Desde un punto de vista ético, tal vez no sea lo más preocupante el que diversas investigaciones recientes hayan mostrado que existen pruebas de que varios altos dignatarios vaticanos (según algunas, también Joseph Ratzinger en su época como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe) han sido cómplices de numerosos casos de pederastia, al menos en la modalidad de encubridores, y que deberían comparecer por ello ante los tribunales de justicia. Al fin y al cabo, el corporativismo eclesiástico ha existido siempre y va a seguir existiendo.

Tal vez no sea lo más preocupante que las actuales alharacas del Vaticano y de las jerarquías eclesiásticas sobre la “intolerancia” con la pederastia no estén, por tanto, obviamente expresando una profunda convicción moral ni la sensibilidad moral de muchos (no todos, por supuesto, pero sí muchos) dignatarios eclesiásticos –cómplices (cuando no algo peor), junto con el pontífice, del encubrimiento de sus colegas pederastas–, sino solo el intento hipócrita y cínico de lavar la cara a una institución en un momento en el que resulta ya imposible ocultar la existencia de múltiples escándalos a la opinión pública. Al fin y al cabo, el cinismo de tantos dignatarios eclesiásticos no es nada nuevo.

[A propósito, en España se han producido varios condenas a sacerdotes –la punta del iceberg– cuyos abusos fueron conocidos v. gr. por el Arzobispado de Madrid sin que su titular, Rouco Varela, hiciera nada al respecto–; v.gr., en julio de 2007, el Tribunal Supremo ratificó una sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid condenando al Arzobispado de Madrid a pagar 30.000 euros de indemnización por abusos sexuales a un menor, como responsable civil subsidiario].

Desde un punto de vista ético, tal vez no sea lo más preocupante que algunas circunstancias básicas (doctrinales, sociológicas, psicológicas) que han posibilitado la comisión de tal cantidad de abusos y delitos (el fomento del respeto y aun la veneración por una casta de individuos a los que se confiere una especial autoridad y fiabilidad en función de supuestas encomiendas divinas) ni se hayan cuestionado ni vayan a ser cuestionadas. Al fin y al cabo, lo que los sociólogos de la religión llaman “compensadores” –las ventajas de tipo material y/o social que obtienen los grupos de especialistas religiosos– son muy apetitosos, y nadie va a renunciar a ellos.

Tal vez no sea tampoco lo más preocupante que Joseph Ratzinger, el máximo representante de una Iglesia bimilenariamente corresponsable de una “enseñanza del desprecio” al pueblo judío, que firmó acuerdos con el Tercer Reich y muchos de cuyos altos dignatarios, tanto en Alemania como en Italia (incluyendo al pontífice Pío XII) fueron tan complacientes o tan cobardes con este régimen, y en particular con sus ultrajes al pueblo judío, tenga la desfachatez de haber asociado –en su reciente visita al Reino Unido– nazismo y laicismo, como si la irreligiosidad fuera sinónimo de barbarie o la religiosidad sinónimo de decencia. Al fin y al cabo, sabemos que la tendencia a ver –o inventar– la paja en el ojo ajeno en lugar de considerar la viga en el propio es algo inherente a la condición humana, y que toda la prédica del “amor cristiano” no lo aminora lo más mínimo.

[A propósito: en 1939, casi la mitad (el 43, 1%) de la población del Tercer Reich era católica. En el mismo año, casi una cuarta parte (22, 7%) de los miembros de las SS eran católicos].

Desde un punto de vista ético, tal vez no sea lo más preocupante que tantos dignatarios eclesiásticos, que deberían ser perseguidos por los tribunales de justicia, y que son además corresponsables del daño que causan a tantas personas con enseñanzas simplemente insensatas y perversas en relación a cuestiones como la homosexualidad o el uso de preservativos, vayan dando lecciones de moralidad por el mundo, siendo aclamados y jaleados por millones de individuos. Al fin y al cabo, que vivimos literalmente rodeados de idiotas morales no es ninguna novedad.

Tal vez lo más preocupante sea, en estas circunstancias, que resulte tan difícil decidir qué es lo más preocupante de todo.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 7 de Octubre 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


Preguntábamos: ¿de dónde se obtenía el dinero para pagar las prestaciones a diáconos, presbíteros y para las ayudas sociales?


Para una época unos cien años posterior a la que estamos considerando, Tertuliano (hacia el 210) nos informa del cómo…, y podemos suponer que cien años antes existía algo parecido, pues el sistema era ya usual en el judaísmo del que procedían en último término los cristianos. Éstos, una vez al mes, daban lo que podían de sus emolumentos o salarios al tesoro de la Iglesia:

« “No hay compra ni venta de ningún tipo en las cosas de Dios. Aunque tenemos nuestra caja, no está hecha de dinero obtenido de las ventas como una religión que tiene su precio. En un día del mes, si se desea, cada uno aporta una pequeña donación; pero sólo si así lo quiere, y si puede; puesto que no hay obligación alguna; todo es voluntario. Estos dones son por así decirlo los fondos de la piedad” (Apologético 39). »


Y sabían que estos dineros se gastarían adecuadamente:


« “Los fondos de las donaciones no se sacan de las iglesias y se gastan en banquetes, borracheras y comilonas, sino que van destinados a apoyar y enterrar a la gente pobre, a proveer las necesidades de niños y niñas que no tienen padres ni medios, y de ancianos confinados en sus casas, al igual que los que han sufrido un naufragio; y si sucede que hay alguno en las minas, o exilado en alguna isla, o encerrado en prisión por sólo la fidelidad a la causa de la iglesia de Dios, son como infantes cuidados por los de su misma fe (Apologético, 39)”. »

« “Es nuestra preocupación por el desposeído, nuestra práctica de amorosos cuidados, lo que nos marca ante los ojos de nuestros adversarios. “¡Mira tan sólo! -dicen -, ¡Mira cómo se aman!” (Apologético, 39). »

En segundo lugar, según el pasaje de 1 Timoteo que comentamos en la nota anterior, parece que se hacía un “catálogo” (v. 9) de viudas, también de vida irreprochable, para el cumplimiento de ciertas obligaciones hacia la comunidad, como orar por ella (v. 5), enseñar la virtud a las jóvenes (deducido no de este pasaje, sino de la Epístola a Tito, 2,3-5:

« “Asimismo, las ancianas deben ser reverentes en su conducta: no calumniadoras ni esclavas de mucho vino, que enseñen lo bueno, que enseñen a las jóvenes a que amen a sus maridos, a que amen a sus hijos, a ser prudentes, puras, hacendosas en el hogar, amables, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada.”) y practicar las visitas domésticas (deducido de la crítica a las “malas” viudas en v. 13). »

Las viudas jóvenes, al no haber cumplido, por supuesto, 60 años, deben casarse de nuevo (aunque lo consigan es un mal menor, porque el segundo matrimonio era en general mal visto en el cristianismo: ¿una tendencia de la teología esenia recogida por el mismo Jesús? Cf. A. Piñero, Jesús y las mujeres, 2008, 171ss; También J. P. Meier, Un judío marginal, 2010, Verbo Divino, 114ss).

En realidad, esto es todo lo que sabemos de esta institución para las primeras comunidades deuteropaulinas, pero estas pocas normas servirán de pauta para épocas posteriores.

..............................


Por otro lado, hay que destacar que la escuela postpaulina prosigue, como el maestro Pablo muy tímidamente, el intento teológico de enmarcar el ámbito de la mujer, lo sexual y el matrimonio en “la esfera de Cristo” (1 Cor 6,15).

El paso hacia una radical sublimación del matrimonio es notable respecto a Pablo, pues llega hasta contradecir al maestro: el amor entre hombre y mujer no es algo tolerado, un mal menor como en 1 Corintios 7, sino que es ya el símbolo sagrado (gr. mysterion; lat. sacramentum) del amor que Cristo tiene por su Iglesia. Este progreso estaba, sin embargo, incoado en Pablo, 2 Cor 11,2: “Os he dispuesto como virgen pura para presentaros a Cristo”.

Recordemos que dadas las premisas socio-teológicas de Pablo, jamás podría hallarse en él un valoración positiva del eros y de la sexualidad por sí misma. Es en la Epístola a los Efesios donde percibimos con más claridad este nuevo enfoque teológico, que redunda sin duda alguna a mejorar la situación de la mujer en el cristianismo:

« “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella… los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos… porque nadie aborreció jamás a su propia carne; antes bien, la alimenta y cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia”.  »


Sigue luego la cita de Gn 2,24 (“Se harán una sola carne”), y exclama el autor: “¡Gran misterio es éste!, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (5,25-33).

El transfondo para esta sublimación estaba ya en el Antiguo Testamento: el matrimonio de Dios con Israel: Os 2,19.21; Is 54,4; 61,10; 62,4, o del Rey, como representante de la divinidad, con su esposa (Sal 45,10), y lo que más tarde sería una tradición rabínica de las bodas en el Sinaí entre Dios y el pueblo (cf. para quien pueda leer en alemán, E. Stauffer, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament I 652 = “Diccionario teológico del Nuevo Testamento”; lástima que no esté en castellano, porque su información, sobre todo de análisis de textos antiguos, es impresionante).

Seguiremos
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

Miércoles, 6 de Octubre 2010

Hoy escribe Antonio Piñero


En estas comunidades postpaulinas, cuya atmósfera social hemos intentado dibujar en las notas que han antecedido, sigue existiendo el diaconado en el que participan las mujeres, al parecer en pie de igualdad con los varones. Leemos en 1 Tim 3,8-13:


« De la misma manera (griego hosaútos; se sobreentiende que los “obispos”: vv. 1ss), también los diáconos deben ser dignos, deben tener una sola palabra, no dados al mucho vino, ni amantes de ganancias deshonestas, 9 sino guardando el misterio de la fe con limpia conciencia. 10 Que también éstos sean sometidos a prueba primero, y si son irreprensibles, que entonces sirvan como diáconos. 11 De igual manera (griego hosaútos), las mujeres (diáconos) deben ser dignas, no calumniadoras, sino sobrias, fieles en todo. 12 Que los diáconos sean maridos de una sola mujer, y que gobiernen bien sus hijos y sus propias casas. 13 Pues los que han servido bien como diáconos obtienen para sí una posición honrosa y gran confianza en la fe que es en Cristo Jesús.  »


Este diaconado nada tiene que ver con la institución -o estamento- de las “viudas” como ayudantes en el ministerio de la Iglesia que se regula unas cuantos párrafos más adelante en la Epístola (cap. 5) y que veremos a continuación.


El párrafo que acabamos de citar más arriba es muy oscuro en cuanto al estado civil de las mujeres que, al perecer, han de servir como diaconisas. ¿Casadas una sola vez? (en el sentido no tanto de ser divorciadas y vueltas a casar, como de viudas que permanecen como tal, sin volver a contraer matrimonio).

Sin embargo, en el caso de las mujeres diáconos no parece que pudieran estar casadas, puesto que se exigía una dedicación completa al servicio de la comunidad. Tanto era así que para poder subsistir los diáconos de ambos sexos percibían ya probablemente una compensación económica de las arcas de la comunidad al igual que los presbíteros gobernantes. Lo deducimos del siguiente pasaje (1 Tim 6,17-18):


« Los ancianos que gobiernan bien sean considerados dignos de doble honor, principalmente los que trabajan en la predicación y en la enseñanza. 18 Porque la Escritura dice: ‘No pondrás bozal al buey cuando trilla’ (Dt 25,4), lo cual significa que el obrero es digno de su salario, incluso los que tienen por cometido el servicio al Señor en el Tabernáculo (véase Núm 18,31). »


La institución del “orden” de las viudas


1 Tim 5,3-16 es el texto básico que rige la institución de las viudas, como orden más o menos clerical/eclesial (no puede saberse si recibían o no la ordenación estricta por medio de la imposición de las manos; lo más probable es que no fuera así):


« “Honra a las viudas que en verdad son viudas; 4 pero si alguna viuda tiene hijos o nietos, que aprendan éstos primero a mostrar piedad para con su propia familia y a recompensar a sus padres, porque esto es agradable delante de Dios. 5 Pero la que en verdad es viuda y se ha quedado sola, tiene puesta su esperanza en Dios y continúa en súplicas y oraciones noche y día. 6 Mas la que se entrega a los placeres desenfrenados, aun viviendo, está muerta. 7 Ordena también estas cosas, para que sean irreprochables. 8 Pero si alguno no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo.

9 Que la viuda sea puesta en la lista (griego, literalmente “catálogo”) sólo si no es menor de sesenta años, habiendo sido la esposa de un solo marido, 10 que tenga testimonio de buenas obras; si ha criado hijos, si ha mostrado hospitalidad a extraños, si ha lavado los pies de los santos, si ha ayudado a los afligidos y si se ha consagrado a toda buena obra. 11 Pero rehúsa poner en la lista a viudas más jóvenes, porque cuando sienten deseos sensuales, contrarios a Cristo, se quieren casar, 12 incurriendo así en condenación, por haber abandonado su promesa anterior.

13 Y además, aprenden a estar ociosas, yendo de casa en casa; y no sólo ociosas, sino también charlatanas y entremetidas, hablando de cosas que no son dignas. 14 Por tanto, quiero que las viudas más jóvenes se casen, que tengan hijos, que cuiden su casa y no den al adversario ocasión de reproche. 15 Pues algunas ya se han apartado para seguir a Satanás. 16 Si alguna creyente tiene viudas en la familia , que las mantenga, y que la iglesia no lleve la carga para que pueda ayudar a las que en verdad son viudas. »

En primer lugar, las viudas auténticas, desprotegidas y de vida irreprochable no son ante todo una institución que ofrece sus prestaciones, sino particularmente una que las recibe: deben ser cuidadas por el sistema de “seguridad social de la comunidad”, es decir, bien por su familia (hijos, v. 4, o parientes, v. 16), o por los fondos al respecto de la comunidad misma.


¿Cómo se conseguían estos fondos? Lo veremos en la próxima postal.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com


Postscriptum:

Acabo de cambiar totalmente la "página web", cuya dirección sigue siendo la misma. La anterior cumplía más o menos su cometido, pero era muy estática y apenas permitía añadir contenidos, por lo que he debido cambiarla.

Estamos en pruebas. Si algunos de los lectores que la visiten, tiene algún comentario que hacer, tanto el diseñador -Guillermo León, el mismo que ha diseñado la página web de Iker Jiménez- como yo mismo, estaríamos muy agradecidos por las observaciones que pudieran ayudar a corregir algún defecto.

Repetiré este anuncio algún día más.

Saludos cordiales de nuevo.
Martes, 5 de Octubre 2010
Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa (HchJnPr)
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Nuevos prodigios de Juan en Patmos

Había otro hombre rico en la ciudad de Forá que se llamaba Basilio y era el tribuno. Tenía una pena particular porque su esposa, Caris de nombre, era estéril por lo que no podría nunca dar a luz un hijo. Basilio tuvo noticia de que algo importante sucedía en casa de Mirón. Se dirigió a un sobrino de Mirón para informarse. Y supo de Juan, hombre que nunca se equivocaba cuando hacía alguna afirmación y que era capaz de hacer todo cuanto quería. El tribuno se acordó de su problema y se encaminó a casa de Mirón para encontrarse con Juan.

La solución a la esterilidad de su mujer no podía ser más sencilla: “Basilio, hijo mío, cree en Cristo y él cumplirá todos los deseos de tu corazón” (c.22,4). Lleno de ilusión, Basilio fue con su esposa a visitar al Apóstol. Cuando Juan se encontró con los esposos, les garantizó que Dios cumpliría sus deseos y “a ti, Caris, te dará un buen fruto de tu seno”. Suplicaron a Juan que los iluminase, lo que realizó Juan bautizándolos en el nombre de la Trinidad. Basilio quería que Juan y Prócoro se trasladasen a su casa, pero Mirón permitió solamente que Juan fuera con los esposos para rezar con ellos.

“Regresamos”, sigue diciendo Prócoro, “a la casa de Mirón”. Por su parte, la esposa de Basilio concibió y dio a luz un hijo a quien puso el nombre de Juan en señal de recuerdo y gratitud. Basilio entregó a Juan bienes en abundancia para que los distribuyera entre los pobres. Y como en otros casos, el Apóstol prefirió que se encargara el mismo Basilio de repartir sus bienes en la esperanza de que así tendría un tesoro en los cielos.

Al cabo de dos años, fue liberado de su cargo el gobernador Lorenzo, esposo de Crisipa. Se dirigió a Juan con la intención de cumplir su promesa de hacerse cristiano perfecto. Le explicó en forma un tanto confusa las razones de su retraso, por el que solicitaba comprensión y perdón. El Apóstol le instruyó sirviéndose de las Escritura sagradas. Y después de haberlo catequizado suficientemente, lo bautizó y lo envió a su casa en paz.

En Forá se encontró Juan con otro hombre importante, llamado Crisos, que era politarca o jefe de la ciudad. Aquel hombre tenía un hijo único que estaba atormentado por un espíritu inmundo. Al oír hablar de los prodigios que Juan realizaba, se dirigió a casa de Mirón en su busca. Juan conoció las razones de la situación y echó en cara al politarca su actitud de venalidad en el ejercicio de su cargo. Pensaba que Juan actuaba según sus mismos criterios personales, por lo que le ofreció cualquier cosa que deseara con tal de devolver la salud a su hijo. Pero las palabras del Apóstol no ofrecían duda: “Criso, tus pecados están matando a tu hijo. Deja de aceptar regalos, y serás alabado por Dios. No practiques la acepción de personas en contra de tu alma, y así guardarás el mandamiento de Dios” (c 24,1). Le pedía, además, que creyera en el crucificado si quería ver sano a su hijo. El politarca respondió con la plegaria literal del padre del epiléptico de Mc 9,23: “Creo, Señor, ayuda mi incredulidad” (c. 24,3). Para ayuda de su incredulidad, Criso fue catequizado por Juan con el apoyo de las Escrituras. Luego regresó a su casa para recoger a su esposa y a su hijo y volvió con grandes regalos a casa de Mirón, donde solicitó el sello en Cristo para toda la familia. Juan explicó a Criso que el sello en Cristo no exigía ninguna clase de riquezas, sino solamente una fe sincera. El episodio acabó un vez más con el bautismo.

Tres años llevaba Juan residiendo con Prócoro en la casa de Mirón, donde seguía predicando a los creyentes. Salió un día con su discípulo y se dirigió al lugar donde se levantaba el templo de Apolo. Unos eran fieles a Juan, otros eran paganos. Había allí unos sacerdotes de Apolo, que hablaron a la multitud reunida acusando a Juan de impostor recordando que había venido a la isla como desterrado por su práctica de la magia. El Apóstol replicó con las palabras de Jesús en Mt 23,38 y Lc 13,35: “He aquí que vuestra morada de Apolo queda desierta”. Al momento, el templo se vino abajo, aunque sin provocar ninguna víctima. Los sacerdotes de Apolo golpearon a Juan y lo encerraron en una cárcel tenebrosa con Prócoro. Se dirigieron luego al gobernador al que dijeron que el mago y desterrado había destruido el templo de Apolo con sus artes mágicas.

Enterados Mirón y su hijo Apolónidas de lo sucedido, se dirigieron al nuevo gobernador al que pidieron que dejara libre a los prisioneros. Ellos se hacían responsables con sus personas y sus bienes de lo que pudiera suceder. La autoridad de los suplicantes y la fuerza de sus razonamientos lograron lo que pretendían. Mirón pedía a Juan que no abandonara su casa porque la gente de la ciudad era malvada y hostil. Pero Juan insistía en recordar que los apóstoles no habían sido enviados para estarse quietos en las casas, sino para predicar al mundo. Para cumplir su misión estaban dispuestos incluso a morir si preciso fuera.

Salieron Juan y Prócoro de la casa de Mirón y se dirigieron a la localidad de Tiquio, donde había un paralítico que les abordó diciendo que tenía alimentos y que los invitaba a comer con él. Juan le prometió que comerían juntos aquel día. En eso estaban cuando una mujer se acercó a Juan para preguntarle que dónde estaba el templo de Apolo. La pobre tenía un hijo atormentado de un mal demonio y quería consultar al dios acerca de su modo de tratar el caso. Pero Juan resolvió el problema a su manera: “Vete a tu casa, que tu hijo ya está curado en el nombre de Cristo” (c. 26,3).

Continuaron Juan y Prócoro su camino hacia Tiquio, donde los esperaba el paralítico. “Aquí estamos para la comida”, -le dijo Juan-, “a ver quién nos sirve”. El paralítico se excusaba por haberlos molestado. Pero Juan replicó: “Nada de eso, sino que en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, levántate y sírvenos tú”. Y tomaron juntos la comida, servida por el paralítico ya curado de su dolencia. Al día siguiente, llegó a casa de Mirón el antiguo paralítico, se arrojó a los pies de Juan y le pidió el sello en Cristo. El relato termina diciendo: “El Apóstol lo catequizó y lo bautizó” (c. 26,5).

Al día siguiente de los hechos, se dirigieron Juan y Prócoro a un lugar llamado Proclo, situado junto al mar, donde había varias tiendas de curtidores. Uno de ellos era el judío Caros, quien entabló con Juan un fuerte debate sobre los libros de Moisés. Juan le explicaba los misterios del cristianismo a partir de las Escrituras. Pero Caros empezó a blasfemar. Juan le espetó sin contemplaciones: “Calla, enmudece”. Caros se tornó mudo, incapaz de hablar. Juan, en cambio, continuaba hablando a la turba. Un filósofo que se hallaba presente intercedió por el mudo recordando que “la miel no conoce amargura, ni la leche malicia”. Después de tres horas, Juan habló a Caros diciendo: “En el nombre de Jesucristo quedó cerrada tu boca; en el mismo nombre tus labios se abrirán” (c. 27,3). El suceso terminó con la habitual instrucción y el consiguiente bautismo.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 4 de Octubre 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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