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Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho XII: El leopardo y el cabrito piden la eucaristía El ms. A, único testigo documental del Hecho XII, reanuda la narración sobre el leopardo y el cabrito, concretamente, con el episodio en el que ambos piden el don de la eucaristía. Habían visto con envidia cómo Bartolomé y Mariamne la recibían y se sentían llenos de gozo. Lloraban, por lo tanto, porque no eran juzgados dignos de la santa eucaristía. Felipe les preguntó la causa de su llanto. El leopardo, convertido en un Demóstenes ocasional, expuso un largo razonamiento para demostrar cómo tanto él como el cabrito merecían participar de la eucaristía, ya que habían recibido el don de la palabra, visto la hermosura del rostro del Unigénito y oído su voz. Habían experimentado una profunda transformación. Despertaban del estado salvaje acercándose poco a poco a una conducta de mansedumbre y al estado de hombres perfectos. Por eso solicitaban la culminación de su proceso, que se cumpliría en cuanto recibieran el pan eucarístico, del que habían oído el misterio glorioso. Mientras esto pedía el leopardo, lloraban ambos animales. Felipe oró pidiendo a Dios que transformara la forma del leopardo y el cabrito en la de hombres para gloria y honor de su nombre. Esparció luego agua sobre ellos, con lo que la forma del rostro y el cuerpo de ambos animales se transformó hasta adquirir la semejanza de hombres. Se irguieron los dos sobre sus pies mientras sus extremidades delanteras tomaban la forma de manos. El relato termina con una acción de gracias que pronunciaron el cabrito y el leopardo despojados ya de la forma animal y revestidos de la mansedumbre de los santos. Hecho XIII: Llegada de Felipe a Hierápolis El título del Hecho XIII afirma que el apóstol Felipe y sus acompañantes llegaron a Hierápolis, en el centro de la península deAnatolia, donde la tradición señala el lugar de la muerte y la sepultura del apóstol. Iban caminando los apóstoles en compañía de los dos animales que parecían hombres. Cuando se acercaron a la ciudad, quisieron saber cuál era su nombre. Vieron que cada uno de los habitantes de la ciudad portaba una serpiente, que les servía de oráculo. Pero aquellos hombres de Hierápolis se equivocaron al interpretar el gesto de las serpientes, humilladas ante Felipe, como signo de comunión con sus creencias, siendo así que se trataba de una actitud de temor y reverencia. Los dos grandes dragones, situados a los dos lados de la puerta, perecieron al ver el rayo de luz que brillaba en la mirada de Felipe. Junto a la entrada de la ciudad encontraron un dispensario vacío que interpretaron como detalle providencial y que utilizaron como centro donde realizar sus curaciones. Felipe exhortó a los suyos a practicar la medicina haciendo uso del cofre que Jesús les entregó cuando aún estaban en Galilea. El episodio recuerda el pasaje de los Hechos de Pedro y los XII Apóstoles (9,20ss), en el que Jesús/Litargoel entregaba a los Apóstoles una caja con medicinas y ungüentos para que curasen las enfermedades . (Cf. Hechos de Pedro y los XII Apóstoles, 9,20ss; 10,30s en A. Piñero & G. del Cerro, Hechos Apócrifos de los Apóstoles, vol. I pp. 673-682. En su exhortación enumeraba Felipe las curaciones mencionadas en los evangelios y en numerosos pasajes de los apócrifos. Terminaba con una doxología a la que respondieron con el “amén” sus compañeros y los dos animales humanizados. (Comentario franciscano a Is 11,6) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 5 de Marzo 2012
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Hoy escribe Antonio Piñero
Interrumpo momentáneamente la serie sobre el pensamiento de F. Bermejo acerca de la relación de Juan Bautista y Jesús según autores modernos e influyentes en el panorama español (seguiré la semana que viene) para cumplir un deseo de algunos lectores que se está retrasando. Se me ha hecho llegar la idea de que la presente serie esta inconclusa… y con toda razón pues al final de la entrega anterior (412-17) había prometido seguir. De hecho el tratamiento sobre Jesús propiamente termina con lo dicho en esa entrega, pero el capítulo de Harrys sigue con las consecuencias de la muerte de Jesús en el ámbito de sus discípulos, en sentido amplio, y cómo el movimiento da pasos agigantadados para convertirse al principio en una secta un tanto disidente pero perfectamente encardinada en el judaísmo de su tiempo y en unas pocas décadas iniciar el camino irreversible de separarse del judaísmo y formar una nueva religión. Así pues, quisiera hoy seguir la serie con unas breves reflexiones sobre el final de este capítulo de Harrys. No sé aún cuánto durará. Harris establece una comparación entre las primeras comunidades de “seguidores de Jesús” y el grupo de Qumrán. Encuentra dos similitudes importantes: son “sectas” de “penitentes” (p. 172) que tienen una idea muy similar del reino de Dios, material/espiritual, en la tierra de Israel, que no rechazan de ningún modo la intervención armada, de Dios y de los hombres para establecer ese Reino, y que forman grupos con una comunión de bienes similar a la espera de que venga el mesías (los cristianos piensan que es un retorno) a instaurar el Reino con todas las consecuencias. Mi comentario es que las similitudes, tal como se interpreta normalmente el grupo qumránico (hay otras diferentes) apuntan en verdad a esas semejanzas. Opino que las diferencias estaban en puntos relativamente menores: el grupo de Qumrán rechazaba adherirse al culto al Templo tal como estaba funcionando, mientras que el de los seguidores de Jesús lo aceptaba tal como era, aunque en su interior estuvieran disconformes (no en vano Jesús había intentado un serio correctivo –la denominad “purificación del Templo”, que fue totalmente ineficaz). Creo también que las diferencias en teología no debían ser tantas ni tan graves entre ambos grupos, qumranitas y mesianistas jesusitas, puesto que la creación del concepto de mesías pacífico aún no se había producido entre le grupo de seguidores de Jesús. es mejor llamarlos “mesianistas”, que “cristianos” –-aunque los dos vocablos signifiquen lo mismo para distinguir al grupo de seguidores de Jesús, muy palestinos y muy judíos, de Jerusalén de los seguidores helenistas, más evolucionados en su teología por influjo de su ambiente y de la mentalidad propia inherente al uso de la lengua griega como lengua materna, congregados sobre todo en Antioquia. Creo que la semejanza de teología explica el que fariseos y sacerdotes, según los Hechos de los apóstoles, se unieron sin problemas al grupo de mesianistas jesusitas. Pienso que Harris está influido por Brandon cuando sostiene que le mentalidad de los dos grupos era muy antirromana, en le fondo “militarista”… y con razón, pues no podía ser de otra manera después de la condena de Jesús. Y todos, sacerdotes y fariseos participaban de esa mentalidad. Ello explica también que se haya señalado desde hace mucho tiempo (en España con el vetusto libro, pero muy útil, sobre Qumrán de Antonio González Lamadrid (BAC) publicado a los 25 años del descubrimiento) que la organización y nombres de ambas comunidades son muy similares. Sin embargo, el llamado “comunismo de consumo” de los mesinaistas jesusitas de Jerusalén debía ser algo diferente en cuanto que el esenio en general (sobre todo este = los casi cuatro mil que vivían en Palestina/Israel fuera del asentamiento de Qumrán y el qumránico propiamente tal, en la interpretación común, estaba organizado para durar y aguantar hasta que viniera el mesías en un tiempo más o menos largo…, mientras que el movimiento jesusita contaba con que ese tiempo sería brevísimo. Opina Harris también (p. 172) que la “imagen de mesías pacifista no se perfeccionó probablemente hasta después de la caída de Jerusalén en el año 70. Durante el intervalo entre la muerte de Jesús y esta caída, más la redacción del primer evangelio, el de Marcos, hacia el 71, fue Pablo el que sentó las bases para la formación de la imagen del mesianismo pacífico de Jesús”. Pienso que tiene razón Harris. Hoy día entre los comentaristas católicos de las obras de Pablo se tiende a minimizar la importancia de éste en cuanto “primer inventor” de una serie de reinterpretaciones de Jesús que hacen cambiar su figura. Normalmente se achaca a los “helenistas” de Antioquía y a la “Comunidad primitiva” (apenas sin diferenciación) el “invento” de esas reinterpretaciones paulinas, de modo que Pablo no habría seguido más que una tradición que existía bien en Jerusalén o sobre todo en Antioquía. Así se intenta reducir el porcentaje de la novedad del pensamiento paulino sobre Jesús de modo que esta novedad (por ejemplo la construcción teológica de un “Cristo celestial” que se superpone a la figura del Jesús histórico) no caiga sobre Pablo sino sobre sus antecesores. Otro caso típico es presentar la institución de la eucaristía, interpretada al modo paulino, por vez primera en 1 Corintios 11,23 no como una interpretación de Pablo recibida pro revelación personal (¡como casi tos su “evangelio”!), sino como una tradición recibida directamente del mismo Jesús sin reinterpretación alguna. Mi opinión es que no tenemos ni una sola línea fehaciente sobre el pensamiento de los “cristianos de Antioquia” que no proceda de las cartas paulinas… y que los análisis literarios complicados y difíciles no pueden darnos la seguridad de que no fue Pablo directamente quien reinterpretó a Jesús, de un modo tan distante a lo que fue su figura histórica. Por ello, volviendo a Harris, opino de nuevo que tiene razón, que quien puso los fundamentos serios para pensar a Jesús como un mesías pacífico fue sobre todo Pablo de Tarso y no en bloque “la comunidad primitiva” o los “cristianos de Antioquia” y que Pablo no hizo más que seguir las huellas que estaban previamente marcadas. Piénsese que la “llamada” de Jesús a Pablo (lo que otros llaman con poca propiedad su “conversión”) debió de ocurrir tan sólo unos tres años después de la muerte de Jesús: del 30 al 33 d.C. Seguiremos, según espero, con algunas interrupciones. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 2 de Marzo 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
El nombre de Diarmaid MacCulloch no es muy conocido en España. A los especialistas en historia del cristianismo les resultará familiar como el coeditor de la imprescindible revista Journal of Ecclesiastical History. Los interesados en la historia de la Reforma reconocerán en él al autor de obras como la biografía del arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer (Thomas Cranmer: A Life) o varias monografías relevantes: Reformation: Europe’s House Divided (1490-1700), o The Later Reformation in England: 1547-1603. Es posible, sin embargo, que desde hace algunos meses ese nombre les suene como el del autor de una obra ambiciosa sobre la historia del cristianismo. En efecto, en el año 2009 fue publicada en Gran Bretaña y Estados Unidos una obra de Diarmaid MacCulloch que lleva por título A History of Christianity. The First Three Thousand Years (Una historia del cristianismo. Los primeros tres mil años). El subtítulo, más allá de la rentable provocación, apunta al hecho de que el autor considera necesario comprender la génesis de la nueva religión en el contexto de la cultura judía y grecorromana, de modo que puedan entenderse mejor las cuestiones a las que la fe cristiana proporciona una nueva respuesta. Cuando hace unos meses tuve la fortuna de recibir este libro como regalo (por fortuna en el original inglés), al ver el título temí de inmediato que fuera de esos autores, que todos conocemos, que igual escriben una Historia del cristianismo que una Historia de la aviación o de las enfermedades venéreas; es decir, temí que fuera uno de los muchos escribientes de turno, que pueblan el mundo impunemente para desgracia de sus semejantes, de la así llamada cultura, y –en última instancia– también para desgracia de sí mismos. Por fortuna, nada más lejos de la realidad. Aunque obviamente una obra de esta envergadura es susceptible de ser criticada y el especialista encontrará reparos aquí y allá (llamaré la atención sobre algunos en próximas entregas), es de justicia decir que nos hallamos ante una obra de una calidad extraordinaria, a la que no es exagerado calificar de obra maestra. Las razones son varias. Ante todo, esta es una obra de amplias miras. Uno no encuentra en ella solo los temas más manidos, o únicamente aquellos en los que el autor se ha especializado. La expansión del cristianismo en Oriente (y en particular en Bizancio) o la trágica historia de las Iglesias en Asia Central merecen interesantes capítulos, como lo merece la historia del cristianismo en Rusia, desde sus orígenes en el s. IX. Además, esta es una obra intelectualmente honrada. No sé cuánto tiempo ha invertido el autor en ella, pero está claro que no es fruto de la improvisación, sino de una sabiduría adquirida a lo largo de años, en atento diálogo con muchos especialistas con cuyos trabajos el autor está familiarizado (y que indica con precisión en notas), y en la que se han destilado numerosas y atentas lecturas. Está ausente aquí ese sudoroso apresuramiento tan típico –y cada vez más– de nuestra época (aunque de ese apresuramiento a la hora de enfrentarse a actividades intelectuales ya habló por ejemplo Nietzsche con comprensible desprecio). Y el autor no se guarda para sí lo que sabe: lo comparte generosamente con un lector cuya inteligencia y voluntad de saber respeta. Esta Historia está, por lo demás, escrita como debe escribirse la historia: con sentido crítico, pero también con la empatía necesaria para con el objeto de estudio. Está muy bien escrita, con estilo, con gusto, con orden, con esmero, con claridad, con amor por el detalle. Sus 7 partes, subdivididas a su vez en total en 25 capítulos (subdivididos a su vez en secciones) proporcionan un panorama casi enciclopédico de un vastísimo material. En fin, que da gusto leer este libro. Ahora bien, por desgracia da gusto leerlo únicamente en inglés, porque la traducción española en la editorial Debate, aparecida hace tan solo unos meses (Historia de la cristiandad), está literalmente plagada de errores. A pesar de la cuidada presentación en tapa dura, de las escasas erratas y de los casi 50 euros que cuesta, contiene suficiente cantidad de imprecisiones y dislates (a algunos de los cuales me referiré en próximas entregas) como para que ya desde ahora considere mi deber disuadirles de comprarla. La traducción es una actividad que exige tiempo y mimo. Cualquiera puede tener un desliz, y a alguien que debe traducir más de mil páginas de letra apretada se le pueden disculpar unos cuantos. Pero cuando los errores los hay no a docenas sino a cientos, cuando dejan perplejo a cualquier lector atento, y cuando no pocos de ellos atentan flagrantemente contra la sabiduría más superficial y aun contra el sentido común, no resultan fácilmente disculpables. Resulta lamentable que la edición de una obra generalista de tal calidad se vea enturbiada por una traducción que de modo intermitente pero constante confunde al lector y oscurece el sentido del original. De hecho, ya el título está mal traducido. A History of Cristianity debe ser traducido como (Una) historia del cristianismo, pues “cristiandad” corresponde en inglés a “Christendom”, un término anglosajón nuevo creado, según parece, por algún amanuense en el s. IX. Esta opción hace, además, del todo inconsistente el uso de los términos en la traducción allí donde el autor se refiere a “Christendom”. Me permito recomendar vivamente a nuestros lectores, muchos de los cuales leen con fluidez el inglés, la adquisición y/o lectura de esta excelente obra en su idioma original (la edición de Penguin es muy barata). Y me permito desaconsejarles no menos vivamente que se abstengan de comprar la traducción española, al menos hasta que la editorial se redima de sus muchos pecados publicando una nueva edición totalmente corregida. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 29 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho IX (cc. 102-106): Muerte de un dragón El Hecho IX refiere la muerte de un gran dragón que surgió de las sombras y se dirigió amenazante hacia los siervos de Dios, Felipe, Bartolomé y Mariamne, que caminaban acompañados por el leopardo y el cabrito. Su dorso era negro y su vientre como de bronce con chispas de fuego. Tenía más de cien codos de largo y estaba acompañado por una multitud de serpientes con sus crías. El desierto se estremecía a su paso. Felipe tranquilizó a Bartolomé y a Mariamne recordando la palabra de Cristo, que les recomendó que no tuvieran miedo ni de las serpientes ni del dragón tenebroso. Oraron, pues, y rociaron el aire con el cáliz rezando para que se apagara el fuego del dragón, quedara anulado su furor y cerrada su madriguera. Felipe rogó a sus compañeros que alzaran el cáliz, trazaran en el aire la señal de la cruz, con lo que verían la gloria del Poderoso. Se produjo entonces un relámpago de fuego que cegó al dragón y a las serpientes que lo acompañaban. A la vez se secaron mientras los rayos de luz penetraban por los orificios de su madriguera y rompían los huevos de las serpientes. Los apóstoles cerraron sus ojos hasta que el relámpago hubo desaparecido. “Continuaron luego su camino alabando a nuestro Señor Jesucristo” (c. 106,1). Hecho XI (cc. A XI 1-A XI 10): Los demonios y las serpientes Desparecidos del ms. A los folios que contenían el Hecho X, el relato prosigue en el Hecho XI tras las huellas de Felipe, Bartolomé y Mariamne. Estaban a punto de recibir “la eucaristía del Salvador” cuando se produjo un violento terremoto del que surgían voces confusas de unos demonios, que protestaban quejándose de la actividad de Felipe y sus acompañantes, principio de ruina para ellos. Ante la intimación de Felipe, contaron su relación natural con la serpiente del Paraíso, con los ángeles de Génesis 6 y con las serpientes devoradas por el dragón de Moisés (Éx 7). El texto repite que Felipe y sus amigos caminaban a través de una tierra desierta. El apóstol Felipe ordenó a los demonios que se manifestaran como eran tanto en número como en apariencia. Sus órdenes incluían su salida y desaparición. Salieron, pues, cincuenta serpientes que alzaban sus cabezas a gran altura, pues cada una de las serpientes medía más de sesenta codos. Se produjo un nuevo terremoto, pero Felipe intimó al causante del seísmo para que diera la cara. Y apareció en medio de las serpientes un dragón de unos cien codos de largo, negro como el hollín, respirando fuego y vertiendo veneno. Se encaró con Felipe y le prometió edificar para él una iglesia como en otro tiempo edificaron los demonios el templo de Jerusalén para Salomón. Felipe les ordenó que tomaran forma humana, pero declararon ser de naturaleza oscura y tenebrosa. Su padre se llamaba Tinieblas, su madre Negrura. Eran “negros, de pies pequeños, retorcidos cabellos, sin rodillas, piernas como el viento, de ojos centelleantes, barba puntiaguda, cabellos hirsutos, lascivos, afeminados”. Tenemos aquí una descripción de los demonios según la mentalidad popular. El dragón invitó a Felipe a que mirara su forma. Entonces el dragón y las cincuenta serpientes “echaron a volar como vientos”. En menos de tres horas trajeron por el aire cincuenta columnas altas y lograron hacer la edificación en seis días, pero huyeron para no tener que vérselas más con Felipe. El apóstol pronunció una oración de colorido gnóstico al inefable, al verdadero, al retoño del Padre, al misterio que está en el silencio, en cuyo honor cantan las plenitudes de la ogdóada, al que oye por nuestros oídos y ve por nuestros ojos. El Hecho acaba con una eucaristía que Felipe administra a Bartolomé y a Mariamne. (Figura popular del demonio) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 27 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como prometí la semana pasada, expondré y comentaré brevemente la crítica de Bermejo a la tesis de Crossan de que “Juan Bautista es exactamente lo opuesto a Jesús”. Por mor de la brevedad Bermejo ha escogido los pasajes fundamentales de los Evangelios, citados por Crossan como base de su apreciación, en sus obras fundamentales: “El Jesús histórico. Vida de campesino judío mediterráneo” y “Jesús. Una biografía revolucionaria” (Bermejo utiliza, para mayor rigor, la edición inglesa y en las notas prueba sus apreciaciones con citas del texto inglés). Crossan “admite… que Jesús fue bautizado por Juan, y que esto y otros textos (Lc 7, 24-27 con paralelo en Mt 11, 7-11) indican que Jesús aceptó la expectación apocalíptica de Juan y lo consideró un profeta. Sin embargo, Crossan opone de inmediato el contenido de Lc 7, 24-27 al de Lc 7, 28 (Mt 11, 11), y afirma que, si se acepta que ambos pasajes se remontan a Jesús, la única conclusión que puede extraerse es que este cambió de opinión acerca de Juan y de su mensaje”. He aquí los textos: Lc 7,24-27: “24 Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? 25 ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten magníficamente y viven con molicie están en los palacios.:26 Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta.27 Este es de quien está escrito: = He aquí que envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino. ” Lc 7,28: “«Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”. Crossan sostiene, pues, que el v. 28 supone una ruptura de pensamiento entre discípulo y antiguo maestro. Para probar este aserto acude al logion 104 del Evangelio de Tomás gnóstico y a Mc 2,18-20. He aquí los textos: EvTom: 104. Dijeron a Jesús: “¡Ven, oremos hoy y ayunemos! Jesús dijo: “Pues, ¿qué pecado he cometido? ¿O en qué he sido vencido? Más bien, ayunemos y oremos cuando el esposo salga de la cámara nupcial”. Mc 2,18-20: “18 Como los discípulos de Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen: «¿Por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?» 19 Jesús les dijo: «¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. 20 Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día.” Es evidente la osadía de Crossan ya que EvTom 104 no sirve como prueba, en absoluto. Se queda, pues con un texto sólo. Según Crossan un único pasaje nada prueba sobre Jesús; hacen falta por lo menos dos y de clase diferente (criterio de múltiple atestiguación). Trae a colación entonces Q (Lc 7, 31-35 / Mt 11, 16-19); de este modo, concluye que tanto Mc como Q oponen el ascetismo de Juan a un comportamiento contrario en Jesús. Sintetizo la argumentación de Bermejo con sus propias palabras (pp. 11-14 “En esta argumentación existen considerables problemas. El primero es que Lc 7, 28 no parece entrañar cambio alguno de opinión con respecto a Juan. El dicho refleja una superlativa admiración por Juan y todo lo que afirma es que incluso el status de alguien tan grande como Juan palidece en comparación con la grandeza de la existencia en el Reino de Dios”. Ahora bien, añado yo, como el reino de Dios aún no ha venido, es evidente que tanto Juan Bautista como el mismo Jesús serían, como entidades existenciales que aún no han entrado en el Reino, inferiores a cualquiera que ya estuviera en el Reino. “Además, el texto no testimonia ningún cambio de perspectiva respecto a la escatología apocalíptica de Juan: ‘los nacidos de mujer’ sigue designando el tiempo presente, en el que impera el régimen de la generación y la corrupción, a diferencia de lo que ocurre en el Reino de Dios, en el que la filiación que habría sería la divina (Lc 20, 35ss). Así pues, la pretensión de Crossan de que el pasaje obliga a extraer la conclusión de un “cambio de opinión” de Jesús respecto a Juan el Bautista carece de fundamento. “Un problema ulterior es que Mc 2, 18-20 no establece una distinción entre Juan y Jesús, sino entre los discípulos de uno y otro, lo cual no es exactamente lo mismo. Esto significa en rigor que Crossan vulnera aquí una de sus reglas metodológicas, que impide apoyarse en testimonios no garantizados por atestiguación múltiple. Lo que es más relevante, el pasaje no testimonia necesariamente una distinción relevante, pues podría no referirse a una ausencia sistemática de ayuno; de hecho, comienza mencionando una situación particular en que determinados individuos realizan un ayuno (“Y estaban ayunando los discípulos de Juan…”), y ciertas personas preguntan/cuestionan a Jesús por qué sus discípulos no ayunan. Por tanto, la pregunta formulada podría referirse plausiblemente no a una diferencia de principio, sino ocasional: por qué los discípulos no ayunan en un momento determinado en que otros lo hacen. Además, debe observarse que en este diálogo Jesús, lejos de poner en cuestión la legitimidad de la práctica del ayuno como tal, la reconoce de modo implícito. “Otra objeción es que Crossan no distingue a qué tipo de ayuno se refiere el texto, pues en el judaísmo existe tanto ayuno normativo como ayuno voluntario, y la mayor parte de los comentadores parecen aceptar que el texto se refiere a ayunos voluntarios, es decir, a prácticas opcionales. En efecto, la referencia a ayunos de determinados grupos (“los discípulos de Juan”, “los fariseos”) indica que no estamos ante pronunciamientos generales, y por tanto no nos dice algo concluyente ni sobre las prácticas de ayuno de los discípulos ni sobre las de Jesús. “Además, resulta muy implausible extraer –como hace Crossan– la consecuencia de que Jesús no ayunaba a la luz de otras consideraciones. Ante todo, sería extraño que Jesús hubiera renunciado a algo tan básico como el ayuno prescrito en la Torá, el ayuno por antonomasia del día del Yom Kippur(“Día de la expiación: Lv 16,29-31; 23,27-32; Núm 29,7); y lo sería no solo porque cualquier judío piadoso habría seguido esta norma (halakah), sino también porque, de no haber sido así, con toda seguridad se habrían conservado rastros de tal comportamiento. La tradición cristiana, tan interesada en todo lo que pudiera interpretarse como divergencias de Jesús respecto a sus coetáneos, dejó constancia de otras polémicas –sobre la pureza, la observancia del Shabbat…–, pero nada recoge sobre una transgresión del ayuno prescrito. Que Jesús renunciara a tal práctica (que tiene a menudo un sentido penitencial) resulta tanto más improbable cuanto que –a pesar de las creencias de la propia tradición cristiana– parece haber tenido una conciencia aguda de sus propias limitaciones. “Lo que resulta improbable a priori resulta aún más dudoso a posteriori, si se tienen en cuenta diversos indicios textuales en los Evangelios de que Jesús no renunció al ayuno (voluntario). Uno de ellos es Mt 4, 1ss; aunque el carácter legendario del texto no permite hacer inferencias, resulta curioso que el autor no tenga reparo en atribuir a Jesús duras prácticas de ayuno. “Más pertinente es Mt 6, 16-18, texto muy probablemente jesuánico (“Y cuando ayunéis, no os pongáis ceñudos como los hipócritas, pues desfiguran sus rostros para figurar ante los hombres como ayunadores. En verdad os digo, firman el recibo de su paga. Mas tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu cara, para que no parezcas a los hombres como quien ayuna, sino a tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve lo escondido, te dará la paga”); resulta claro que esta perícopa no se dirige contra el ayuno (¡el texto presupone tal práctica en los interlocutores, y en ningún momento es rechazada!), sino contra las muestras externas asociadas al ayuno: uso de cenizas, vestiduras rasgadas, etc. Así pues, Mt 6, 16-18 y Mc 2, 18-19 no son textos mutuamente excluyentes. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 24 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
¿Cuáles fueron los argumentos iconoclastas del obispo español Claudio de Turín en el s. IX, las razones esgrimidas para sus comportamientos estauroclastas tan contrarios a la tradición? En efecto, el obispo hispánico no se contentó con destruir las imágenes. Convencido de tener razón y de defender la ortodoxia, se dedicó a explicar y justificar por escrito su actitud. Su argumentación iconoclasta se contiene en particular en su Apologeticum, aunque de este se conservan únicamente los extractos que sus detractores han citado. Estos catorce extractos que los censores han transmitido a la posteridad es de donde podemos extraer, mal que bien, su doctrina. El primer argumento era previsible, pues constituye el arma empleada más a menudo en la panoplia iconoclasta: se trata del segundo artículo del Decálogo, la prohibición de representar y adorar las criaturas celestes, terrestres o acuáticas (Ex 20, 4-5), el fundamento de un aniconismo hebreo que, como han mostrado entre otros los descubrimientos de Dura Europos, se relajó un tanto en los primeros siglos de nuestra era y no volvió a ser observado estrictamente hasta los ss. V o VI. A nivel teológico se le respondió con la ocurrencia de que la representación de Dios era imposible antes de la encarnación del Hijo, pues Dios es por naturaleza incomprensible (aperíleptos), no susceptible de ser circunscrito (aperígraptos), infinito (ápeiros) e irrepresentable (askhemátistos), pero que con la encarnación la cosa cambia. De este modo, los iconófilos, en un alarde de creatividad, podían relativizar el aniconismo judío subrayando su carácter específico y circunstancial. El segundo argumento desvela mejor todavía las convicciones del obispo de Turín. Los iconódulos, incluso cuando no creen que haya algo divino en las imágenes y se contentan con venerarlas para honrar a aquel al que representan, en la medida en que fabrican y veneran imágenes de Dios o de los santos, imitan ellos también a los paganos y reemplazan una idolatría por otra. El hombre, decía Claudio (citando un escrito de Cipriano dirigido a un pagano) ha sido llamado por dios para volverse hacia el cielo, y el culto que da a las imágenes lo abaja hacia la tierra. Entre los argumentos de Claudio se hallaba también la idea de la absoluta trascendencia divina, y el peligro de idolatría en todo culto prestado a lo que no es Dios. Y continuaba: “Si adoramos la cruz porque Cristo padeció en ella, adoremos a las doncellas, porque de una virgen nació Cristo. Adoremos los pesebres, porque fue reclinado en un pesebre. Adoremos los paños viejos, porque después de muerto en un paño viejo fue envuelto. Adoremos las barcas, porque navegó con frecuencia en ellas y desde una enseñó a las turbas y en una de ellas durmió. Adoremos a los asnos, porque en un asno entró en Jerusalén…”. Estas “raras ilaciones que de la adoración de la cruz saca el iconoclasta” (Menéndez Pelayo dixit) continúan así: “Dios mandó que llevásemos la cruz, no que la adorásemos. Y precisamente la adoran los que ni espiritual ni corporalmente quieren llevarla […] Adoremos las piedras, porque Cristo, después del descendimiento, fue enterrado en un sepulcro de piedra. Adoremos las espinas y las zarzas, porque el Salvador llevó corona de espinas. Adoremos las cañas, porque en la mano de Jesús pusieron los soldados un cetro de caña. Adoremos las lanzas, porque una lanza hirió el costado del señor”. Remito a los lectores interesados en Claudio a la minuciosa obra de Pierre Boulhol, Claude de Turin. Un évêque iconoclaste dans l’Occident Carolingien, Institut d’Études Augustiniennes, Paris, 2002. Quede constancia, con estas referencias a Claudio, de las distintas sensibilidades cristianas en aquellos siglos que probablemente no fueron ni más ni menos oscuros que los nuestros, que los de siempre. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 22 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho VII (cc. 87-93): Actividades de Felipe en Nicatera El Hecho VII se desarrolla también en Nicatera. Ireo, Nercela, Artemila y hasta la portera de su casa vivían alegres en compañía de Felipe, a quien pidieron que los bendijese. Recibida la bendición, Ireo propuso al apóstol la construcción de una iglesia y una residencia episcopal. Nereo, padre del joven resucitado, se ofreció para ser él quien corriera con los gastos de la construcción. Pero puestos de acuerdo sobre el modo y el lugar, gastaron gran cantidad de dinero. Los judíos fueron testigos de la obra con cierta envidia y resignación. Todos los creyentes acudían al nuevo edificio para recibir las enseñanzas del apóstol. Tomó entonces Felipe a Ireo y lo nombró obispo, como guía espiritual de los conversos. Hizo votos para que tuviera mansedumbre y recibiera “la gracia de apacentar a los hermanos en la fe”. Luego pronunció unas palabras de despedida, porque, dijo, “yo ya me voy”. Estas palabras llenaron de tristeza a los hermanos, que empezaron a gemir y a llorar. No querían que Felipe se separara de ellos. A pesar de las palabras de aliento y de consuelo que el apóstol les dirigía, salieron muchos hermanos con provisiones para acompañarle en su marcha hasta el barco en el que pudiera zarpar. Tomando sólo cinco panes, invocó Felipe al Señor y ordenó a los demás regresar a sus hogares. Sus palabras de despedida fueron sencillas: “Id en paz y rogad a Cristo por mí” (c. 93,2). Ellos se postraron sobre su rostro hasta que el apóstol desapareció de su vista. Regresaron a sus hogares llorando, pensando en la hermosa doctrina de Felipe y dando gloria al Señor. Hecho VIII (cc. 94-101): Un cabrito y un leopardo se convierten a la fe El Hecho VIII comienza aludiendo a la distribución por sorteo de las tierras de misión. A Felipe le correspondió ir a la tierra de los griegos, lo que le produjo tal contrariedad, que se echó a llorar desconsoladamente. Su hermana Mariamne se acercó a Jesús para interceder por su hermano. El Salvador le pidió que fuera con su hermano a todo lugar y en todo tiempo para darle ánimos en sus momentos de debilidad. Felipe era, en efecto, “un hombre audaz e irascible” que podía crear problemas a la gente. Para ayudarle, enviaría también a Bartolomé y a Juan a causa de la maldad de los habitantes de aquella tierra, que eran adoradores de la Víbora, la madre de las serpientes. La narración introduce a continuación una larga exhortación de Jesús dirigida a Felipe, en la que le reprende por sus dudas y temores. Le habla de forma insistente de sus promesas de ayuda y asistencia con recurso a métodos retóricos. Es él quien envía a los suyos como ovejas siendo pastor, como discípulos siendo maestro, como rayos siendo sol. Los anima a no devolver mal por mal, sino a hacer siempre el bien. Estará con ellos en los caminos y en las ciudades, en la tierra y en el mar. No tienen motivo para temer las mordeduras de las serpientes aunque hayan de vivir en el país de los ofitas, que les dan culto. Las palabras de Jesús conmovieron a Felipe hasta el punto de que nuevamente se echó a llorar. Temía no saber cumplir con los mandamientos del Señor cuando les recomendaba no devolver mal por mal. Pues si las serpientes lo asaltaban con sus venenos, quizá no tuviera paciencia para soportar sus pesadumbres. El Señor le recordaba que mayor mérito tenía el que no hacía el mal cuando podía, y más aún si en toda ocasión devolvía bien por mal. Pero de todos modos, el bien era en el mundo más abundante que el mal, como en el mundo animal abundan más los mansos que los feroces. Quedaron consolados Felipe y sus compañeros con las palabras del Señor. Se dirigieron, pues, animosos al país de los ofitas, los que daban culto a la Víbora, madre de las serpientes. Atravesaban el desierto de los dragones cuando les salió al paso un gran leopardo, que se postró a sus pies y comenzó a hablarles con voz humana. Contó que la noche anterior topó con un rebaño de cabras frente al monte de la madre de las serpientes. Se llevó un cabrito al que golpeó con intención de devorarlo. Pero el cabrito se echó a llorar como un niño y le habló diciendo que debía cambiar su ferocidad por mansedumbre. La razón es que iban a pasar por el lugar los “apóstoles del Dios de la majestad” para consumar la promesa de su Hijo. El leopardo sintió que su corazón se transformaba y se abstuvo de devorar al cabrito. Vio entonces que pasaban Felipe y sus compañeros. Comprendió al punto que se trataba de los servidores del buen Dios; se acercó a ellos para pedirles el don de la libertad, porque deseaba vivir una vida humana. Fueron todos guiados por el leopardo al lugar donde yacía el cabrito. El texto comenta que “el herido curó al que lo hirió” (c. 98,1). Felipe y Bartolomé oraron al bondadoso Jesús pidiendo para los dos animales “vida, aliento y subsistencia” lejos de la naturaleza animal, para que el leopardo no volviera a comer carne, y el cabrito dejara de tomar el alimento de los ganados. Estos detalles están de acuerdo con la mentalidad encratita del autor. Deseaban ambos animales tener corazón humano, comer como hombres y hablar de forma humana para gloria de Jesús. Al momento levantaron el leopardo y el cabrito sus patas delanteras y hablaron en lenguaje humano dando gracias a Dios y bendiciendo su nombre, porque había cambiado su naturaleza salvaje en mansedumbre. Se postraron en tierra y reverenciaron a Felipe, Bartolomé y Mariamne. Los apóstoles glorificaron a Dios y decidieron que el cabrito y el leopardo caminaran con ellos hacia la ciudad a la que se dirigían. Y en efecto, “caminaron en su compañía alabando y glorificando a Dios” (c. 101,1). (El leopardo duerme con el cabrito. De Lladró. Is 11,6) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 20 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Quiero llamar hoy la atención acerca del último número de “BANDUE. Revista de la Sociedad española de ciencias de las religiones”, V (2011); Editorial Trotta, Madrid 2011, en el que aparece un artículo del profesor Fernando Bermejo: “La relación de Juan el Bautista y Jesús de Nazaret en la historiografía contemporánea: la persistencia del mito de la singularidad de Jesús”, pp. 5-19. No insisto en este artículo por el deseo de ser un pesadito o por amistad con F. Bermejo, sino porque creo que el análisis de la obras, traducidas al español, que circulan entre los estudiosos o aficionados hispanos al tema de Jesús de Nazaret así lo exige. A pesar de nuestra insistencia, el peso de la autoridad de los autores señalados en el título de esta postal entre los estudiosos españoles es evidente. Y eso peso, en el tema de la singularidad de Jesús lleva, opino, a una visión de Jesús que no me parece correcta. Y en segundo lugar, para comenzar una “biografía” de Jesús, o simplemente para introducirse en el estudio del personaje, opino que es de enorme interés la determinación de la situación inicial en la que se desarrolla el pensamiento, la figura y la misión de Jesús. Por tanto, si ya desde los inicios desenfocamos la perspectiva, la continuación del estudio puede llevar a resultados muy problemáticos. Y a la inversa, si situamos bien esos inicios, tendremos un marco de compresión del personaje. Pero ello no significa que después el personaje en cuestión no hay podido introducir matices, o inclusos cambios en el marco inicial. Pero habrá que probar que es así. El planteamiento de la cuestión por parte de Bermejo comienza por afirmar que todo personaje, y más si ha dejado impacto es singular. Esto es obvio, pero también lo es para que alguien, en el ámbito de la historia pueda ser considerado absolutamente singular hacen falta argumentos absolutamente poderosos y convincentes. Es más, la singularidad absoluta, como se pretende en ocasiones al calificar así la figura de Jesús es casi imposible en la historia. Y en segundo lugar “la posibilidad de hallar términos de comparación para lo pretendidamente singular en la Palestina del s. I e.c. está singularmente limitada por la escasez de fuentes disponibles”. Hay que observar, además, como punto de partida es que la impresión popular sobre la pareja Juan Bautista y Jesús era que el segundo era como un Bautista redivivo (“Se enteró el rey Herodes, pues su nombre se había hecho célebre. Algunos decían: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas”. «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 6,14); “Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas»” (Mc 8,28) La segunda observación de Bermejo es que “De hecho, la incomodidad que la impronta de la fuerte personalidad del predicador palestino Juan el Bautista creó en los autores de los Evangelios –cuyo indiscutible héroe parece haber sido uno de los seguidores de aquel– los llevó a introducir en el relato de Marcos alteraciones deliberadas, cuya implausibilidad ha sido reconocida por la crítica moderna”. Y el ejemplo está en las modificaciones del relato del bautismo de Jesús desde el mismo Evangelio de Marcos (que añade una teofanía, es decir, una audición de una voz divina, y la visión de un símbolo, una paloma, para firmar que Jesús no era de modo alguno un pecados, sino “el Hijo amado, en el que Dios se complace” (Mc 1,11), hasta el Evangelio de Juan donde el bautismo ha sido eliminado Y sustituido por una proclamación de Juan Bautista de la divinidad y de la función de mártir de Jesús cuya muerte como cordero (pascual) eliminará los pecados del mundo. Es bien sabido que todo la imagen que se desprende de este cambio en el episodio del bautismo ha sido considerado totalmente implausible por la crítica moderna incluso católica. La tercera observación respecto al estado de la crítica sobre la relación Juan Bautista y Jesús es la siguiente “La lectura crítica de los Evangelios y de la noticia relativa a Juan el Bautista en Flavio Josefo (Antiquitates Judaicae 18, 116-119) ha permitido obtener una visión sensiblemente distinta: la reconstrucción histórica de la figura de Jesús a partir del s. XVIII ha corrido pareja con la de la figura de Juan, lo cual ha redundado en el descubrimiento de la importancia de este y de su relevancia e idiosincrasia en el judaísmo palestino del s. I d.C. “A su vez, esto ha permitido reconocer sin ambages el impacto decisivo que Juan tuvo sobre la figura de Jesús y la continuidad en el mensaje de ambos individuos/ sujetos. Hasta tal punto es así, que –a pesar de las limitaciones de las fuentes disponibles– una comparación detallada arroja como resultado la existencia de numerosísimos paralelismos y semejanzas entre ambos predicadores, lo cual resulta obviamente muy relevante para una correcta categorización socio-religiosa del galileo como un profeta popular de liderazgo y, por ende, como contribución a un juicio histórico equilibrado sobre los orígenes del cristianismo”. En este Blog, y en un artículo especial dedicado al tema (“Juan el Bautista y Jesús de Nazaret en el judaísmo del Segundo Templo: paralelismos fenomenológicos y diferencias implausibles”, Ilu. Revista de Ciencias de las religiones [2010] 15, pp. 27-56), Bermejo ha insistido en las semejanzas entre los dos personajes. La última observación de F. Bermejo sobre el estado de la cuestión hoy se refiere a que “sería tan ingenuo como erróneo concluir que la distorsión del Bautista ha sido cancelada de la investigación moderna. La figura de Juan y su relación con Jesús son temas obligados en las monografías sobre el galileo, y es un hecho que la importancia cultural e ideológica de este ha producido y sigue produciendo severas distorsiones en su evaluación. Así, por ejemplo, se ha demostrado a menudo que la existencia de agendas teológicas –antijudaísmo latente, creencia en la singularidad de Jesús, minimización de la discontinuidad entre su mensaje y las creencias cristianas, etc.– afecta decisivamente a la reconstrucción de la figura de Jesús en muchas obras pretendidamente rigurosas, y ello a pesar de que una y otra vez se reitera la pretensión de que tales agendas no son ya operativas. Pues bien, en muchas obras sobre Jesús –provenientes generalmente de círculos confesionales– sigue hallándose una marcada insistencia en las presuntas notables diferencias entre este y Juan –empleándose a menudo la imagen de la “oposición” y aun la “ruptura” entre ambos–, no pareciendo existir para ello otra razón que el imperioso interés de hacer del galileo un sujeto del todo especial y singular” Y en una nota añade: “Es menester tener en cuenta que una buena parte de los resultados virtualmente seguros obtenidos en la historia de la investigación contradicen la imagen de Jesús consagrada en la visión eclesiástica. Por ejemplo, Jesús fue religiosamente un judío (en ningún sentido el “fundador” del cristianismo); fue bautizado por Juan (lo que permite traslucir su conciencia de pecado); tomó muchas ideas de Juan (su originalidad es limitada); ciñó su predicación a Israel (no fue un universalista, y albergó prejuicios antipaganos); creyó en la llegada inminente del Reino de Dios (es decir, se equivocó); no contradijo la Torá ni se salió de su marco (no “superó” el judaísmo en ningún sentido); fue arrestado y ejecutado por la autoridad romana, verosímilmente por razones políticas (su destino es comparable al de tantas figuras históricas). Estos resultados, nolens volens, obligan a postular un alto grado de discontinuidad entre Jesús y su imagen en las corrientes cristianas históricamente exitosas. En otro lugar he conjeturado que este hecho explica la existencia de una corriente exegético-teológica (tanto católica como protestante) en la que, sin fundamento argumentativo suficiente, se proclama la irrelevancia del estudio histórico de la figura de Jesús”. He hecho estas citas amplias porque estoy convencido de que el tema sigue mereciendo la pena. No sé en qué grado es accesible la revista Bandue para los lectores, pero desde luego es posible conseguirla entrando en la página Web de la Editorial Trotta y viendo el sistema de venta por correo. Es posible también, no lo sé seguro, que exista una versión electrónica del artículo muy asequible. El próximo día y de los cuatro autores estudiados pro Fernando Bermejo en este artículo haré una exposición y valoración de la crítica al primero de ellos, John Dominic Crossan, tan conocido en España. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 17 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Los episodios principales de la crisis iconoclasta que tuvo lugar en el Imperio bizantino entre los ss. VIII y IX son lo bastante bien conocidos como para que no haya necesidad alguna de insistir en ellos. Menos manido es el fenómeno de la iconoclastia occidental en el Imperio carolingio, que –aunque no tuvo el alcance ni la repercusión que en la Iglesia Ortodoxa– se manifestó de varios modos. Dado que hemos tenido ocasión de referirnos a Pedro de Bruys y los petrobrusianos en una época posterior, el s. XII, vale la pena hoy llamar la atención de los lectores sobre un fenómeno de iconoclastia -y, más específicamente, de estauroclastia- que tuvo lugar en época carolingia, máxime teniendo en cuenta el hecho de que quienes estuvieron implicados en él fueron esta vez eclesiásticos, y de origen español. Una personalidad especialmente curiosa en este contexto es la de Claudio,un clérigo de origen español, aunque ninguna fuente fija el pueblo o la comarca de su nacimiento. Dado que sí se sabe que fue discípulo del obispo adopcionista Félix de Urgel, y en virtud de otros testimonios, no es descabellado pensar que hubiera nacido en una región que Carlomagno reconquistó entre 785 y 810, y que fue llamada, entre 821 y 850, Marca Hispánica (Marca Hispaniae o Marca Hispanica) que comprendía el territorio de la península ibérica adyacente a los Pirineos (norte de Aragón y Cataluña). Una vez ordenado presbítero, Claudio estuvo un tiempo en la corte de Ludovico Pío, el único hijo superviviente de Carlomagno, con el cargo de maestro del palacio imperial. Claudio fue nombrado obispo de Turín de 816 hasta su muerte, acaecida hacia 828-830. Su fecha de nacimiento se desconoce (prob. ca. 780). A pesar de que la iconomaquia no resume la personalidad de un hombre que se proclamaba biblista de vocación (de hecho, la mayor parte de sus escritos consiste no en textos doctrinales o polémicos, sino en comentarios del Antiguo y el Nuevo Testamento), Claudio debe sobre todo su notoriedad a su oposición activa y violenta al culto de las imágenes, una actitud relativamente excepcional en el Imperio carolingio, que hizo de él, de algún modo, un propagador, consciente o no, del iconoclasmo bizantino entre los francos. Resulta que, llegado a Turín, Claudio halló en su diócesis lo que consideró supersticiones paganas en lo relativo al culto de las imágenes. Queriendo atajarlas, él mismo –según su propia declaración en uno de sus escritos, el Apologeticum- procedió a destruirlas: “Después de que yo, contra mi voluntad, hubiera tomado sobre mí la carga de la función pastoral, y de que hubiera sido enviado por Luis, el piadoso príncipe, hijo de la santa Iglesia Católica del Señor, llegué a Italia, a la ciudad de Turín. Encontré todas las basílicas, en desprecio del orden de la verdad, llenas de exvotos e imágenes, y, dado que todos les daban culto (quia quod omnes colebant), me puse yo solo a destruirlas (ego destruere solus coepi). He aquí por qué todos abrieron sus bocas para blasfemar contra mí, y, si el Señor no me hubiera socorrido, quizás me habrían devorado vivo (forsitan vivum deglutissent me). Adviértase que el año en que tiene lugar esta acción es probablemente el de 816. En Bizancio, había llegado al trono tres años antes León V (813), que tenía convicciones iconófobas tan fuertes como las de su predecesor homónimo, León III el Isaurio, lo que hará de nuevo revivir la propaganda iconoclasta y la persecución de los iconódulos, con su triste cortejo de encarcelamientos, exilios, y pronto también de violencias y crueldades, a veces asesinas. Claudio no pudo ignorar estos acontecimientos, y aun si pudo reprobar los excesos más graves, es verosímil que encontrara en el retorno al poder de los iconoclastas griegos un impulso a su propio rechazo del culto de las imágenes. No sabemos si Claudio pudo ser auxiliado en su celo estauroclasta por algún ayudante, pero el relato del Apologeticum más bien indica el aislamiento de su posición. Dicho sea de paso, nótese que el final de la cita tiene una doble alusión bíblica (recordemos que Claudio era ante todo un exegeta), que combina Lam 2, 16 o 3, 46 y Sal 123, 3. De este modo, el obispo se asimila implícitamente a los justos perseguidos –y solitarios– del Antiguo Testamento. En todo caso, no es posible reconstruir en la acción de Claudio nada parecido a las rebeliones populares contra las imágenes como las que se darían en la época de la Reforma en la década de 1520 en Zürich o Estrasburgo. El hecho de haber escandalizado a sus feligreses y a otros colegas de episcopado ganó a Claudio la reputación de hereje. De hecho, su comportamiento y algunos de sus escritos le valieron al obispo acusaciones de tal vehemencia que se convirtió en el dignatario eclesiástico más execrado de su tiempo. Sus enemigos hicieron todo lo posible para pintarle a una luz odiosa y literalmente monstruosa (incluyendo, por supuesto, la acostumbrada inspiración diabólica). El propio papa Pascual I (817-824) le comunicó su desaprobación, lo que no llama la atención en un pontífice que intentó defender el culto de las imágenes contra los inconoclastas, como lo prueba la carta que escribió al emperador bizantino León V. Aunque la intervención de la sede romana no hizo variar las ideas de Claudio, al menos parece haberle vuelto más circunspecto, pues a pesar de todas las críticas, siguió en su sede episcopal hasta su muerte. ¿Cuáles fueron los argumentos iconoclastas de Claudio, las razones esgrimidas para un comportamiento tan contrario a la tradición y la praxis eclesial de Occidente? Lo veremos en un próximo episodio. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 15 de Febrero 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho VI (cc. 64-86): Debate con los judíos en Nicatera El Hecho VI tiene lugar en la ciudad griega de Nicatera. El judío Ireo es también aquí el centro del relato. Como Felipe residía en la casa de Ireo, era éste el blanco de la hostilidad de los ciudadanos, movidos por los judíos de la ciudad. Se sentían ofendidos no solamente porque Ireo había creído en Cristo, sino porque además alojaba a Felipe en su casa. Llegaron, pues siete hombres, calificados por la criada de la entrada como “llenos de maldad y de injusticia”. Ireo aseguraba que nunca se separaría del apóstol. Pero se fue con ellos como le pedían. Le exigían explicaciones de su cambio, es decir, cómo es que se había dejado engañar por aquel mago. Querían además que se lo entregara. Al ver que la actitud de los jefes era de todo menos pacífica, Felipe tomó la decisión de entregarse para evitar males mayores. Ireo hizo lo posible por proteger al apóstol exigiendo que se le proporcionara un juicio justo. La gente gritaba contra el “mago” diciendo que, según su doctrina, todos debían “permanecer castos si querían vivir y ser como luceros en el cielo” (c. 71,2). Otro judío importante, de nombre Aristarco, intervino con buenas palabras, pero rechazaba las amenazas de herir a todos de ceguera, proferidas por Felipe. Afirmaba con cierta presunción que, si quería, podía hacer que Felipe fuera lapidado con sus amigos. Tuvo luego la osadía de mesar la barba del apóstol, que no aguantó más sino que dijo a Aristarco: “Tu mano quedará seca, tus oídos sordos y doloridos, y tu ojo derecho ciego”. Afloró el talante de Felipe como en otros pasajes de su historia. Se cumplió al punto la palabra de Felipe con exactitud. Aristarco pedía a gritos la compasión de Felipe y suplicaba a sus compañeros que insistieran con él en sus ruegos. Conmovido Felipe, pidió a Ireo que lo curara poniendo sobre su cabeza la mano derecha y haciendo sobre él la señal de la cruz. Ireo se acercó al enfermo y le dijo: “En el nombre de Jesucristo crucificado, recobra la salud”. Curado Aristarco de inmediato, propuso al apóstol un debate doctrinal a partir de las Escrituras sagradas. La gente apoyaba el proyecto añadiendo que si Felipe vencía, todos creerían en el Cristo que predicaba. Como ambos contendientes aceptaban la Sagrada Escritura como criterio de verdad, la disputa tenía puntos de apoyo comunes que facilitaban el entendimiento. Después de una serie de citas bíblicas aportadas por Aristarco y otra de referencias hechas por Felipe, concluía éste diciendo que “todo el coro de los profetas y todos los patriarcas habían anunciado la venida de Cristo” (c. 78,3). Los ciudadanos, testigos y jueces del debate, decantaron su veredicto a favor de Felipe, pero agradeciendo las positivas aportaciones de Aristarco. El juicio quedó interrumpido con la llegada de un féretro en el que yacía el cadáver de un joven, hijo único de sus padres. Con el féretro venían doce esclavos que iban a ser quemados junto con el difunto. Los presentes comprendieron que la posibilidad de resucitar al joven muerto introducía un aspecto nuevo y emocionante a la situación. Aristarco y Felipe tenían la oportunidad de demostrar el poder de su Dios y su doctrina. Aristarco, obligado por las circunstancias, lo intentó inútilmente. El pueblo presente se insolentó contra él. El mismo padre del difunto estaba dispuesto a combatir contra los judíos. Felipe exigió como condición indispensable para que se cumpliera el milagro, que nadie hiciera a los judíos el menor daño. En efecto, una breve oración, seguida de una orden poco menos que ritual, bastaron para que el joven volviera a la vida: “Joven, en el nombre de Jesucristo, crucificado bajo Poncio Pilato, levántate” (84,2). La reacción de los presentes ante el prodigio fue la habitual en casos similares de los apócrifos. El grito unánime proclamaba que “hay un solo Dios, el de Felipe, que resucita a los muertos”. Los siervos condenados a la hoguera como ofrenda a su amo difunto, recuperaron la libertad, el muerto la vida y sus padres adoptaron la fe y recibieron el bautismo. El caso de los esclavos era una bárbara costumbre censurada por el apócrifo, lo mismo que el sacrificio de las esposas en los funerales de los maridos que morían. El episodio termina con el relato de la actividad de Felipe, que catequizaba y bautizaba en el nombre de la Trinidad. Acompañado de Ireo y de los principales de la ciudad, iba destruyendo los templos de los ídolos a la vez que construía iglesias, elegía presbíteros y establecía reglas y cánones para la gloria de Cristo. (La Biblia de Gutenberg) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 13 de Febrero 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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