CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Cristianismo primitivo y reencarnación (y III) (415-03)
Hoy escribe Antonio Piñero


Mi reflexión y valoración personal es que estoy muy de acuerdo con esta sinopsis sobre el cristianismo y la reencarnación en el cristianismo primitivo hasta el siglo IV, pues me parece muy correcta e ilustrativa. Añadiría que la crítica oriental y occidental a la idea de la reencarnación fue tan demoledora que prácticamente esta noción no ha vuelto a defenderse en libros técnicos hasta hoy día. E insisto en que creo que el volumen en general que presentamos merece convertirse en punto de referencia, por la amplitud de sus tratamiento en muy diversas religiones.

Estoy menos de acuerdo con un par de párrafos de la introducción al capítulo sobre cristiansimo que paso a transcribir:

”Los primeros pensadores cristianos, cuando asumieron la concepción del hombre como compuesto de cuerpo y alma, se preguntaron, al igual que los paganos, sobre la vida del alma después de la muerte del cuerpo: si moriría con el cuerpo o le sobreviviría. En caso de sobrevivir se preguntaron por la posibilidad de una retribución post mortem para el alma de los justos o si habría alguna oportunidad para los impíos de redimir sus culpas.

”Estas reflexiones están muy unidas a las concepciones que se tengan sobre el origen y el destino del alma: si se considera que no ha sido generada, como defendía Platón, parece lógico que se piense que es inmortal, pero si se piensa que ha sido creada, como defiende la tradición veterotestamentaria, sería lógico pensar que es perecedera. Pero el cristianismo antiguo siempre cuestionó esta opción.

El primer párrafo es correcto en sí pero podría parecer como si el cristianismo, como religión autónoma y separada del judaísmo, hubiera asumido por su cuenta, a partir de su contacto congénito con la tradición pagana la idea de la distinción entre alma y cuerpo como partes constitutivas del ser humano. Si alguien llegara a esta idea habría que decirle que el cristianismo, que nació como un secta apocalíptica en el seno de un judaísmo muy variado, no hubo de asumir específicamente nada a este respecto, ya que desde el siglo III a.C. el judaísmo helenizado había aceptado, asumido y divulgado en sus escritos esta concepción dual de la naturaleza humana. Como secta o grupo dentro de la gran corriente del judaísmo del siglo I, el cristianismo acepta con gozo esta dicotomía

El segundo párrafo da a entender como que la tradición veterotestamentaria había ya aceptado esa misma distinción antropológica y que afirmaba que el alma había sido creada por Dios. Ciertamente el judaísmo mantenía que había sido creado el “hálito vital” como indica la “insuflación” divina en el Génesis (2,7; nada de esto dice el primer relato de 1,26, de muy distinta tradición), pero los judíos, hasta el advenimiento del helenismo incluso en su propio país no tuvieron nada claro qué era eso del “alma” como separada del cuerpo e inmortal..., aunque emplearan un vocablo, néphesh, que se traduce corrientemente por "alma". Es necesario de nuevo insistir en este cambio antropológico de la mentalidad hebrea que llevó una profunda mutación de la antropología común entre los judíos. Para una mayor aclaración puede verse la sección correspondiente del libro Biblia y Helenismo. El pensamiento griego y la formación del cristianismo (Córdoba, El Almendro, 2006, 129-164), capítulo “El cambio general de la religión judía al contacto con el helenismo” de Luis Vegas-Antonio Piñero.


Para concluir cito los nombres de los distintos autores que han tratado en el volumen que comentamos el tema de la reencarnación en las distintas religiones, y en escritores antiguos de particular relevancia:

• Julia Mendoza y Madayo Kahle: Vedas y Upanishads
• Agustín Paniker: jainismo
• Juan Arnau: budismo
• Pueblos tracios en la antigüedad: Raquel Martín – J. A. Álvarez-Pedrosa
• Órficos: Alberto Bernabé
• Pitágoras y Platón: F. Casadesús Bordoy
• Ferécides de Siro, Heráclito, parménides, Píndaro>: M. A: Santamaría Álvarez
• Empédocles: C. Megino Rodríguez
• Maniqueísmo: Fernando Bermejo
• Plutarco: Rosa M. Aguilar
• Neotestamentario platonismo pagano: Antony Bordoy
• Roma: J. J. Caerols
• Judaísmo: Amparo Alba
• Islam: Montserrat Abumalham
• Celtas: Mª H. Velasco López
• Pueblos siberianos J. A. Alonso de la Fuente
• Esbozo de evolución de las ideas sobre la reencarnación a lo largo del tiempo: Julia Mendoza y A. Bernabé.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Viernes, 3 de Febrero 2012

Notas

Hoy escribe Fernando Bermejo

Entre las muchas historias inolvidables que el estudio de ese período de oro y hierro que fue la denominada Edad Media nos depara, una de mis favoritas es la que tiene como protagonista a Pierre de Bruys (o Bruis, o Bruix, o Bruyns, que al menos de todas estas formas es conocido).

Este personaje, que la fértil imaginación de un Jorge Luis Borges habría podido inventar, fue un cristiano y sacerdote idiosincrásico, de esos que los pastores de la grey califican de heréticos. Había nacido en Bruys, una pequeña villa de la región de los Altos Alpes, allá donde Francia linda con el Piamonte. Su persona y su figura nos son conocidas a través de dos tocayos suyos, ellos mismos más conocidos iconos del Medievo: Pedro Abelardo, que lo menciona en su Introducción a la teología y sobre todo por Pedro el Venerable, que dedicó un tratado entero a refutar sus doctrinas.

Bruys fue –por desgracia para él– lo bastante sensato como para percatarse del fenomenal tinglado en que consistía el cristianismo que le rodeaba, aunque –también por desgracia para él– no lo bastante como para dejar a los demás al albur de sus locuras e intentar pasar inadvertido en las tierras del Delfinado. Creyente vehemente, imbuido de un tan bienintencionado como vano espíritu de reforma, se puso a predicar a sus contemporáneos unas cuantas ideas que no eran del todo nuevas, pero sí un tanto subversivas.

Y así, hacia el año del Señor de 1118, se puso a contar a quienes querían escucharle –y sin duda también a quienes no querían– cosas como que bautizar a niños carentes de raciocinio era un acto totalmente inútil, pues una conversión real requería fe y conciencia; que la eucaristía no debe ser celebrada, pues no contiene la verdadera carne y sangre de Cristo; o que los sacrificios, oraciones, limosnas y todas las otras así llamadas “buenas obras” ofrecidas como sufragios a la intención de los difuntos no son de provecho alguno para ellos. Ideas, como cualquiera puede ver, peregrinas y aberrantes donde las haya.

Pero el bueno de Pierre fue algo más allá. No contento con decir cosas para épater les bourgeois –o, mejor dicho en este caso, para épater les paysans–, se dedicó a hacerlas. Imbuido por lo que, quién sabe, tal vez fuera una especial sensibilidad, predicó sin ambages que la cruz no es en absoluto digna de veneración, pues es el instrumento del suplicio de Cristo, lugar de indecible y de (en perspectiva cristiana) injusto sufrimiento. Siendo así, concluyó, la cruz debe ser deshonrada por todos los medios posibles. Y para demostrar la fuerza de la convicción, él mismo pasó de las palabras a los hechos, y –en un acto paradójico que habría hecho las delicias de no pocos maestros Zen– se dedicó a quemar públicamente cruces allí donde se le presentaba la ocasión.

Resulta previsible que una personalidad como la de Pierre de Bruys –un tipo en las antípodas de aquellos a los que les gusta contemporizar a diestro y siniestro para quedar bien con todo el mundo– estuviera destinada a tener, antes o después, algún encontronazo con la realidad. Y, en efecto, en una ocasión en que, en el pueblo de Saint-Gilles, daba rienda suelta a sus proclividades estaurocáusticas, los piadosos aldeanos, horrorizados por tal sacrilegio, cogieron a nuestro Pierre y, ni cortos ni perezosos, lo pusieron a arder a fuego lento allí mismo, substituyendo las cruces de madera por la carne humana y dejando así constancia, ante sus conciencias y ante los siglos venideros, de su ardiente fe y de su incombustible caridad.

No sabemos ni sabremos qué pasó por la cabeza de Pierre de Bruys mientras sus devotos correligionarios lo quemaban. Quizás maldijo el día en que había nacido. Quizás vislumbró que había ido demasiado lejos. O quizás no. Quizás perdonó a la chusma de sus asesinos. Quizás llegó a preguntarse si ser crucificado le habría causado mayor o menor sufrimiento que ser quemado vivo. Quizás sintió que esa era la hora en que, más que nunca, se identificaría con el Cristo al que amaba. Tal vez lloró de rabia y de dolor, aunque sin duda no lo bastante como para apagar la hoguera, encendida luego tan a menudo por los fieles de la “religión del amor”.

Probablemente pensó que el Dios en el que creía le estaría esperando, más allá de tanta necedad y de tanta barbarie, para abrirle de par en par las puertas del paraíso.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 1 de Febrero 2012
Vida del apóstol Felipe según sus Hechos Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro


Hecho III (cc. 30-36): Ministerio de Felipe en Persia

El Hecho III sigue a Felipe hasta el territorio de los partos, donde “predicaba el evangelio de Cristo” (c. 29,1). En aquella tierra, la Persia tradicional, se encontró con Pedro y con Juan, a quienes rogó que rezaran por él para que pudiera cumplir las tareas de su ministerio. La oración de Pedro y Juan tuvo como respuesta una favorable voz del cielo. En efecto, Felipe percibió cambios en su persona.

El Espíritu del Señor lo llenó de cualidades dialécticas, cuando antes era torpe de palabra. Más aún, Jesús caminaba ocultamente con él llenándole de un espíritu nuevo (III A 3). Lleno de optimismo por su transformación, elevó una larga plegaria al Señor Jesús pidiendo sabiduría y fortaleza para poder aspirar a lo más alto. Felipe creyó recibir la respuesta en un árbol que brotó en el desierto y le brindó alivio y descanso. Comprendió que Dios le hablaba también en un águila, cuyas alas estaban desplegadas en forma de cruz. Efectivamente, Jesús habló por boca del águila de su protección y de la seguridad de sus promesas. Habló luego el Señor que dijo a Felipe: “Levántate y camina, que yo estoy contigo” (III A 9,1).

Viaje por mar y tempestad

Llegó Felipe junto al mar y encontró una nave que partía para Azoto. Embarcó después de concertar con los marineros el precio de su pasaje. Después de navegar un largo trayecto, se levantó una terrible tempestad que puso la nave en peligro de naufragio. Los marineros comenzaron a arrojar el bagaje y se despedían unos de otros, pensado que no tenían salvación. Fue entonces cuando Felipe se levantó, se dirigió a la proa e increpó al mar, que se tranquilizó plenamente hasta producirse una gran bonanza. El prodigio conmovió a los marineros, que cayeron a los pies del apóstol preguntando qué tendrían que hacer para ser siervos del Jesús del que Felipe predicaba (c. 34, III A 12).

El apóstol aprovechó la ocasión para dirigir a los presentes una larga alocución, mitad plegaria, mitad exhortación. Como los vientos y el mar se tranquilizaron, los pasajeros quedaron llenos de espanto y admiración. Mucho más cuando en el cielo apareció un sello luminoso mientras sonaban voces de coros celestiales, que cesaron cuando “el sello fue elevado al cielo” (III A 14). Llegados a Azoto, los marineros contaban la gloria que habían visto durante aquel viaje. Felipe quiso abonar el precio del pasaje, que los marineros no quisieron aceptar. Se consideraban bien pagados con los servicios que habían recibido a lo largo de aquellos días de navegación. El resultado fue que muchos creyeron y dieron gloria a Dios (III A 15).

No es fácil concordar todos estos datos con las informaciones que ofrece el libro de los Hechos canónicos cuando sitúa el lugar de la reina Candaces en Etiopía. El viaje desde el Sur del mar Caspio hasta el territorio de los candaces, luego la visita a Azoto y a Nicatera ha hecho pensar que detrás de la mención de los partos deba entenderse otra tierra. Lo mismo podríamos sospechar del reino de los candaces y hasta de Nicatera, que F. Amsler sospecha que pudiera tratarse de la Cesarea de Palestina al Norte precisamente de Azoto . (Cf. F. Amsler, HchFlp 38-39).

Felipe entró en la ciudad vestido con una túnica y un manto de lino. Dirigió una alocución a los presentes sobre la diferencia entre el alma y la carne. Insistía en la idea de que la continencia de la carne era el descanso del alma y el preludio de la vida celestial. Les proponía como modelo la vida del águila, para quien la esencia reside en las alturas. Así deben ser los cristianos, que tampoco deben tener nada común con las cosas de aquí abajo. Para ellos está el nuevo nacimiento, que es la manera de prepararse para gozar de las delicias eternas. Y partiendo de las Escrituras, les predicó la doctrina sobre el Hijo de Dios. La consecuencia fue la conversión de los presentes. Felipe los bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (c. 36,1).

Águila en forma de cruz.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro

Lunes, 30 de Enero 2012
Reencarnación y cristianismo primitivo (II) 415-02
Hoy escribe Antonio Piñero


Prometí en la postal del viernes pasado escribir en esta semana sobre la reencarnación en el cristianismo primitivo. Era mi idea hacer un resumen del capítulo correspondiente y valorarlo. Al releer el capítulo con más detenimiento, veo que el resumen que los dos autores, Mercedes López Salvá Miguel Herrero de Jáuregui, hacen de su capítulo es excelente, por lo que pienso que lo mejor es dejarles a ellos la palabra. Transcribo, pues, su conclusión:

”En conclusión, podemos afirmar:

”a) La reflexión de los cristianos sobre la transmigración comienza a cobrar auge en el siglo II con el platonismo medio y llega probablemente hasta el siglo VI, cuando se declaró anatema a todo el que defendiera las ideas "origenistas", como se etiquetaba a estas alturas a cualquier posición en defensa de la reencarnación de las almas.

”b) Las visiones pagana y cristiana del alma tienen ciertos supuestos comunes, como son la dualidad cuerpo/alma, la pervivencia del alma después de la muerte y la creencia en una vida futura bienaventurada.

”c) La preexistencia del alma ha sido aceptada por algunos de los primeros teólogos cristianos, sobre todo por los que estaban más familiarizados con la filosofía de Platón, como Orígenes y los gnósticos, lo que queda de manifiesto tanto en los textos de Nag-Hammadi, como en las críticas que les hace Ireneo de Lyon. Aparece también en Sinesio de Cirene e incluso asoma en Gregorio de Nazianzo. Esta idea estuvo presente hasta que en el II Concilio de Constantinopla, celebrado en 553, fueron declarados anatemas aquéllos que la defendieran. Otros autores como Tertuliano y Gregorio de Nisa sostuvieron que cuerpo y alma se originan y se desarrollan simultáneamente.

”d) La culpa antecedente es otro elemento de la transmigración que comparten cristianismo y algunas ramas del paganismo, aunque con diferentes matices: así, por ejemplo, en el orfismo se debe la culpa antecedente a la parte titánica del hombre. Los órficos consideraban las sucesivas reencarnaciones como castigo que purificaba la culpa heredada de los Titanes. Para Orígenes sería razonable que el cuerpo en el que se introduce el alma estuviera en consonancia con los méritos y hábitos previos de ella, que procederían de la dirección que toma el alma movida por algún espíritu externo y por su propia voluntad. Sinesio habla de la “huella de las penas”. Sin embargo, en ninguno de estos textos se alude al pecado original, concepto acuñado posteriormente.

”e) El acceso del alma a otros cuerpos no fue en principio extraño al cristianismo primitivo. San Justino, que vivió a principios del siglo II, habla de ello como de algo asumido y considera que las almas humanas que habitan cuerpos de fieras están como castigo en esa cárcel para purgar sus pecados. Aparece también esta idea en algunos tratados de Nag-Hammadi, como en la Carta a Regino y en el tratado Exposición sobre el alma. También se encuentra en el tratado denominado Pistis Sophia. Debió de ser defendida por Basílides y Carpócrates. Parece que el autor del Apocalipsis de Pablo también creía que las almas pecadoras ingresaban en otro cuerpo. Orígenes, en cambio, censuró la metensōmatosis, pero aceptó alguno de los elementos que la constituyen y habló de ella como de una creencia muy difundida en su entorno social. La opuso a su concepto de resurrección, según el cual, cuando el hombre muere, el alma se despoja de su vestimenta, el cuerpo, y asciende a regiones más puras y celestes para preparar su encuentro con Dios. Basilio de Cesarea y Gregorio Nazianceno rechazaron la reencarnación. Sin embargo, Gregorio de Nisa puso en boca de su hermana Macrina que, a fin de cuentas, reencarnación y resurrección no eran tan diferentes, ya que ambas implicaban que el alma después de morir reingresa en un cuerpo: según los cristianos en el mismo al que estuvo unida; en otro u otros según los paganos. La Iglesia definió como dogma la resurrección de los muertos en el Concilio de Nicea (325), convocado bajo la égida del Emperador Constantino, y lo codificó en el credo niceno. Precisamente a partir de esa fecha empieza a manejarse la doctrina de la resurrección en contra de la transmigración. Atrapadas entre los dos extremos opuestos, las doctrinas de Orígenes fueron condenadas como defensoras sin más de la transmigración, aunque su posición era muy matizada.

”f) La purificación final y la consecución de una vida beatífica son creencias comunes a la transmigración y a la resurrección. Para la consecución de esa otra vida en ambas doctrinas se defiende la necesidad de una expiación de las culpas o purificación y el cumplimiento de ciertos ritos, que son clave para acceder a los misterios de esa vida beatífica. Para pitagóricos y órficos la transmigración era purificadora. Los Padres cristianos admitieron el fuego como elemento purificador, pero no eterno, sino hasta que el alma quedara purificada y en condiciones de restituir en ella la imagen de Dios. Hasta el IV Concilio de Letrán (1215), presidido por el Papa Inocencio III, quien introdujo la práctica de bulas e indulgencias, no se definió como dogma la eternidad del infierno.

”g) La ortodoxia cristiana mostró siempre reticencias, aunque asimilara alguno de sus elementos, frente a la doctrina de la transmigración. Justino pone en boca de su interlocutor Trifón que las almas reencarnadas no son conscientes de que han cambiado de cuerpo como castigo y por tanto la reencarnación se revela ineficaz. Orígenes piensa que los que se adhieren a esta doctrina lo hacen porque no creen en la parusía y porque no saben que el castigo de los pecados es el fuego y no las sucesivas reencarnaciones. Una de las críticas más generalizadas se dirige a la posibilidad de que un alma humana pudiera reencarnarse en el cuerpo de un animal o incluso en una planta; otra, lo absurdo que sería pensar que de la región celestial el alma cayera a lo más bajo y que, sin embargo, desde lo más bajo se elevara a lo superior. Basilio ensaya una explicación “científico-teológica” en un intento de dar cuenta de las diferencias entre el alma humana y la de los animales, y la imposibilidad de transmigrar de unos a otros. El Nazianceno también ridiculizó esta doctrina.

”h) Entre los Padres latinos fue Tertuliano quien elaboró la más completa refutación de la reencarnación, mientras que entre los Padres griegos fue Gregorio de Nisa el que hizo una crítica más elaborada de la transmigración, sin dejar de lado las más populares. Muestra los puntos comunes entre transmigración y resurrección para pasar a continuación a refutar la reencarnación y a hacer el elogio de la resurrección.

”i) La crítica a la reencarnación en autores como Gregorio de Nazianzo es compatible con la adopción de terminología neoplatónica sobre el destino del alma para expresar en categorías filosóficas las doctrinas cristianas sobre el alma (por ejemplo, palingenesia para resurrección).


Aquí concluyo. El próximo viernes publicaré mi valoración.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com


Viernes, 27 de Enero 2012
Hoy escribe Fernando Bermejo

Rudolf Bultmann, uno de los exegetas y teólogos de referencia tanto para católicos como para protestantes, no fue en modo alguno un antisemita. Además, su amistad y su solidaridad con judíos es un hecho, y también que no estaba dispuesto a permitir en su presencia comentarios despectivos hacia los judíos. Que Bultmann tenía buenas relaciones personales con judíos está ampliamente demostrado por el caso de Hans Jonas, el filósofo e historiador de la gnosis, que fue obligado a abandonar Alemania durante la guerra, y que mantuvo su amistad con él. Además, en 1938, Bultmann salió en defensa del filólogo judío Paul Friedländer cuando este fue arrestado.

No obstante, esto no resuelve la cuestión que aquí nos ocupa. Cuando se examinan sus obras y se atiende a lo que dice sobre el judaísmo, se hallan posiciones –y consecuencias– más inquietantes. Ante todo, la resistencia pública de Bultmann al régimen nazi está relacionada en especial con la política eclesiástica, en tanto que –al igual que Karl Barth– se posicionó contra la política eclesial del nacionalsocialismo expresada en el llamado "párrafo ario", defendiendo el derecho de la Iglesia a emplear ministros y trabajadores no arios. De todos modos, los dos teólogos difirieron con respecto al juramento de lealtad a Hitler, un juramento que todos los funcionarios públicos debían firmar: mientras que Barth rehusó realizar el juramento a menos que incluyera una cláusula de obediencia al Führer “en la medida en que puedo responsablemente como cristiano protestante”, Bultmann eligió una senda más pragmática y aconsejó a Barth que lo firmara.

En todo caso, en la agenda de Bultmann lo que se salvaguardaba era la libertad de la Iglesia para configurar su propia ley. Esto en teoría suena muy bien, pero la tajante división entre los derechos de la iglesia y los derechos del Estado, aunque funciona como una defensa de la libertad de la Iglesia, implica también una concesión al gobierno existente (en ese caso, el del partido nazi) para definir el estatus del pueblo judío. Dicho de otro modo, en palabras de Anders Gerdmar, “el precio de la libertad de la Iglesia era la libertad del Estado para proseguir su política racial”. Wolfgang Stegemann añade: “de un plumazo esta posición anula la historia de la emancipación de la judería alemana y abandona los derechos humanos y civiles de los judíos, poniéndolos a discreción del Estado”.

El antijudaísmo teológico de Bultmann es visible en varias de sus obras más relevantes: en su libro sobre Jesús de 1926 (en el que caricaturiza la ética judía como una “ética de obediencia” meramente superficial sin ulterior reflexión o motivación); en su obra El cristianismo primitivo en el marco de las religiones antiguas, la sección sobre el judaísmo lleva el epígrafe “Das jüdische Gesetzlichkeit” (El legalismo judío), y se atribuye a Jesús la manida y alucinada idea de que el judaísmo es “superado” por Jesús. Por derroteros parecidos discurre la Teología del Nuevo Testamento. Resulta llamativo que durante la segunda mitad del período nacionalsocialista y en los primeros años de la posguerra, la descripción del judaísmo sea casi consistentemente negativa, aunque la ambivalencia típica de tantos autores cristianos al respecto (con la reiterada conjunción de respeto por el judaísmo y caricaturización) se mantiene: la ley judía es el telón de fondo para la “gracia” cristiana, y el “legalismo” el necesario contraste para la “libertad” cristiana. La cantilena de nunca acabar.

Al respecto, merece la pena citar de nuevo a uno de los autores que ha examinado con más detenimiento la cuestión (Gerdmar): “Aun si Bultmann rechaza explícitamente leer a Pablo y la cuestión de la Ley con anteojos luteranos, esto parece ser precisamente lo que está haciendo. El legalismo judío es casi tan meticuloso y absurdo como en una caricatura luterana del legalismo “católico”. A este respecto, las críticas de Moore o de Perles a las caricaturas cristianas del judaísmo, que Bultmann tiene que haber conocido, no parecen importar lo más mínimo”.

Continuará.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 25 de Enero 2012
Vida del apóstol Felipe según sus Hechos Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Hecho II (cc. 6-29): Enfrentamiento con los filósofos de Grecia

El Hecho II sitúa a Felipe en Atenas. Era su destino atribuido en el sorteo realizado por el mismo Salvador. Los textos son testigos del disgusto de Felipe por el resultado del sorteo. Pero en este Hecho II encontramos ya a Felipe en Atenas enfrentado a los filósofos de la ciudad. El texto del apócrifo da testimonio de la obsesión de los atenienses por oír “novedades”. Esta circunstancia proporcionó a Pablo una base dialéctica particularmente original y oportuna para dirigir a los areopagitas el discurso de Hch 17,21-31, pronunciado sobre la cima del Areópago.

El dato recogido en estos HchFlp (II 7 y 8) era ya conocido por Demóstenes y está confirmado por Pablo. Puede verse Demóstenes Filípica I, IV 43, 10 y Hch 17, 21. El debate mantenido por Felipe con los filósofos tiene los perfiles de una discusión intelectual, en la que los filósofos parten de posiciones filosóficasm distintas. Sintiéndose un tanto descolocados, aquellos hombres reclamaron por carta el auxilio del sumo sacerdote de los judíos de Jerusalén.

Llegada del sumo sacerdote de Jerusalén

El sumo sacerdote, de nombre Ananías, acudió a Atenas con una numerosa comisión de expertos. En el debate que se produjo, el sumo sacerdote se aferraba a sus ancestrales tradiciones. Felipe recurrió a los milagros, en la seguridad de que para los judíos eran un argumento más convincente que cualquier razonamiento dialéctico. El sacerdote persistía en su actitud rebelde y atribuía a las artes mágicas los prodigios operados por Felipe.

Ante su actitud valiente, el sacerdote se lanzó contra él con intención de azotarlo. Pero en el mismo momento la mano del sacerdote se quedó seca, y sus ojos ciegos. Sus acompañantes quedaron a la vez ciegos, por lo que maldijeron al sumo sacerdote (c. 17,1). Convencidos de que no era posible luchar contra Dios, rogaban a Felipe que les devolviera la luz con la promesa de hacerse siervos suyos. El sumo sacerdote perseveraba en su actitud y echaba en cara a Felipe que no podría arrancar de sus corazones el respeto a sus tradiciones y la fe en el Dios que los había alimentado con el maná en el desierto. El apóstol respondió con la promesa de un prodigio extraordinario si no aceptaban sus enseñanzas.

Hubo entonces una solemne teofanía. Apareció Jesús revestido de luz y majestad. Los ídolos de Atenas cayeron hechos trizas mientras los demonios huían gritando (c. 20,1). En cambio el sumo sacerdote persistía recalcitrante. En efecto, se produjo un enorme terremoto y se abrió la tierra en el lugar donde se encontraban. La gente corrió y se postró a los pies del apóstol pidiendo piedad. Felipe devolvió la vista al sacerdote, que atribuyó el prodigio a los poderes mágicos del apóstol. Éste, al ver que ni aun ante los prodigios el sacerdote creía en Jesús, hizo que se hendiera la tierra y sumergiera a Ananías hasta las rodillas. Pero el infiel sacerdote no cambiaba de opinión.

Resurrección de un joven ahogado

En medio de la discusión se presentó un hombre principal de la ciudad. Contaba que su joven hijo había sido ahogado por un demonio. Felipe preguntó a Ananías si creería en el caso de que el ahogado resucitara. Ananías, lleno de insolencia, respondió: “Sé que lo resucitarás con tus artes mágicas, pero yo no te creeré” (c. 28,2). Fue la gota que colmó la escasa paciencia del apóstol, que maldijo al sumo sacerdote y provocó su ruina en el infierno. Solamente la vestidura sacerdotal se salvó del infierno, pero nadie supo a dónde había ido a parar.

Los quinientos acompañantes del sumo sacerdote, testigos de los prodigios operados por Felipe, se convirtieron y recibieron el bautismo. La estancia de Felipe en Grecia se prolongó por espacio de dos años, que le proporcionaron la oportunidad de fundar una iglesia con un obispo y un presbítero para que la cuidaran (c. 29,1).

(Escalera de subida a la colina del Areópago en el Ágora de Atenas)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro

Lunes, 23 de Enero 2012

Notas

Reencarnación (415-01)
Hoy escribe Antonio Piñero

Repetidas veces me han preguntado por un tema al que, en verdad, he dedicado poca atención en mi vida profesional, aunque hay indicios ciertos de que en el cristianismo de los comienzos, siglos II y III, existen autores quienes, a veces, de una manera un tanto velada profesaron esta doctrina. Una vez más, se observa que el cristianismo de los comienzos se muestra enormemente variado.

Ahora tengo entre mis manos un libro excelente que trata, de una menara clara, ordenada, y diría que casi completa, este tema entre los escritores de nuestra cultura y en las que nos rodean y que han podido influir en ella. He aquí su ficha

Alberto Bernabé, Madayo Kahle y Marco Antonio Santamaría (eds.), Reencarnación. La transmigración de las almas entre Oriente y Occidente, Abada Editores, Madrid, 2011, ISBN: 978-84-15289-25-8. Señalaré el nombre de los autores de cada capítulo concreto en la postal de la semana que viene.


La idea de la transmigración de las almas ha tenido una notable difusión en el espacio y en el tiempo. A pesar de que en el cristianismo esta doctrina había sido abandonada casi totalmente ya en el siglo IV, el interés que suscita incluso hoy entre gentes, sencillas o no, es importante. Conozco personalmente a gentes que me han contado experiencias, de las que afirman que fueron vividas en una existencia anterior. He sido respetuoso con sus opiniones, aunque quizás se me haya escapado una mueca de escepticismo.

Con el fin de ofrecer un panorama de las concepciones sobre esta creencia ha surgido este libro, que es casi como una enciclopedia sobre el tema: en él se recogen estudios que van desde la India hasta Europa occidental, y desde la antigüedad hasta testimonios orales recogidos en el siglo pasado. El propósito es comprender mejor el desarrollo, la expansión y las variantes de esta doctrina, para muchos tan singular.

Los autores de los diversos artículos son reconocidos especialistas españoles de los temas que tratan y han escrito anteriormente, al menos sobre cuestiones conexas, artículos o libros de merecida buena fama. Los editores han tenido muy en cuenta el que este volumen pueda dirigirse a lectores que no son especialistas, por lo que han urgido la claridad y el orden en el tratamiento de los diversos apartados. Creo que este propósito esta, por lo general, muy bien conseguido y el libro es de lectura relativamente fácil.

La India antigua y la Grecia clásica conforman los dos bloques centrales de este libro, porque es en esos dos ámbitos donde encontramos un mayor volumen de textos que tratan de la transmigración, y porque desarrollan con mayor claridad el concepto. En concreto, la India ofrece la posibilidad de estudiar el proceso gradual de nacimiento y consolidación de esta doctrina, aunque en los textos más antiguos no aparezca. Poco a poco, sin embargo, las ideas en torno a la retribución divina de las buenas y malas acciones, las nociones acerca de las consecuencias y la compensación de la acciones perversas realizadas en la vida (es decir, la teoría del "karma") se va expresando en la noción de que la retribución divina puede realizarse en principio no en la existencia ultramundana en un infierno, o en cualquier otro lugar de compensación, sino en esta vida, por medio del traslado del alma a otro cuerpo. Y también poco a poco la reencarnación acaba por convertirse en una de las doctrinas fundamentales del hinduismo, jainismo y budismo.

No hay en este libro ningún capítulo sobre la transmigración en el mundo egipcio (si es que alguna vez se defendió esa idea). Habría sido posible que, habiendo en la Universidad Complutense, Alma Mater de muchos de los autores de este libro, se hubiera encargado un capítulo, por ejemplo, al notable egiptólogo J. Ramón Pérez-Accino. En el CSIC los hay también, y buenos. Al menos podrían haberse rastreado ciertos indicios, o --por el contrario-- establecer que en la religión egipcia no existe tal doctrina

En Grecia la aparición de la metempsícosis es más repentina: tenemos testimonios de ella entre los órficos y en los "cultos de misterios" (noticias desde el siglo VI a.C.), en Pitágoras (igualmente de este siglo: nació entre el 580 y 570 en la isla de Samos y la leyenda cuenta que viajó por Egipto y Oriente hasta que, hacia la mitad de su vida, se asentó en Crotona, en el sur de Italia: no sabemos cuándo murió; es curioso que el autor del capítulo correspondiente no indique en ningún momento –salvo que se me haya escapado-- las coordenadas cronológicas vitales de este pensador; supone que todo el mundo lo sabe) en el prosista Ferécides de Tiro, también del siglo VI a.C. (hasta él, no conservamos ningún escrito en prosa en la literatura griega) en pensadores posteriores hasta Píndaro (518-444) y sobre todo en Platón (Se discute la fecha exacta de su nacimiento. Probablemente hacia el 429/427. Muerto hacia el 345 a.C.).

Al principio, en Grecia, la creencia en la transmigración estaba limitada prácticamente a los círculos órficos y de iniciados en los misterios, hasta que encontró un defensor muy notable en Platón. A partir de la notable difusión de sus obras, encontramos esta creencia en el platonismo medio/tardío (Plutarco: 50-125 d.C.) y en los neopitagóricos (hasta +- los siglos III/IV d.C.). En Roma tuvieron estas ideas más bien una acogida regular, mencionándose sólo en escritos eruditos y en los poetas, pero siendo atacada por los filósofos (sobre todo Lucrecio y Séneca; Cicerón mantuvo una postura escéptica) y autores por el estilo.

En el cristianismo –y este tema lo trataremos más detenidamente la semana que viene—la creencia en la transmigración quedó reducida a círculos restringidos, y a partir del siglo IV empezó a ser ridiculizada por los Padres de la Iglesia, por lo que pronto cayó en gran descrédito.

En cada uno de los capítulos de este libro se identifican los testimonios, se establecen las coordenadas espacio-temporales y se estudian en la medida de lo posible, el principio de identidad del ser humano y las concepciones sobre sus componentes espirituales, en especial sobre el alma que son la base, naturalmente, para la creencia en la reencarnación. El presente volumen presta atención especial al paso el Más Allá, a las condiciones que determinan la vuelta a una nueva vida en la tierra, así como a la periodicidad de los ciclos. En conjunto el volumen tiene la intención de mostrar cómo las diferentes expresiones de la doctrina sobre la transfiguración se influyeron unas a otras. El capítulo final efectúa un balance de resultados: las diversas teorías, las analogías entre ellas y sus diferencias.

Insisto en que el presente volumen no tiene la vista puesta en el especialista, sino en un público más amplio, pero no deja de tener un notable corpus de referencias bibliográficas para aquel que desee profundizar en alguno de los temas presentados. Uno de los propósitos de este libro es no sólo explicar las teorías de los diferentes autores, sino también presentar textos significativos. Para que el lector pueda disponer cómodamente de ellos, se ha incluido al final un antología con los textos más significativos de cada una de las culturas y autores que se estudian, traducidos al español, en general por los autores de los correspondientes capítulos.

En conjunto me parece un libro excelente; rellena un hueco en nuestra bibliografía y es utilísimo para informarse debidamente sobre el tema. Deseo a editores y autores que se convierta en un libro de referencia.

La semana que viene hablamos de la transmigración en el cristianismo primitivo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Viernes, 20 de Enero 2012
Hoy escribe Fernando Bermejo

Como cualquier lector mínimamente inteligente puede fácilmente entender, algunos textos recientes en los que se han mencionado tics antijudíos en teólogos conocidos de los lectores simplemente constituyen una ilustración elocuente del alcance del antijudaísmo teológico, una realidad que cualquier historiador conoce y sobre la que se han escrito numerosos trabajos documentados (que, comprensible pero desgraciadamente, la mayor parte de las personas desconoce). En ningún caso constituyen, por supuesto, ataques personales, no solo porque tal tarea sería una absurda pérdida de tiempo, sino también, y sobre todo, porque, como he dicho clara y explícitamente, los tics antijudíos se reiteran de modo sistemático en miles y miles de exegetas y teólogos, egregios o no.

El caso de Rudolf Bultmann resulta interesante a este respecto, no solo por su importancia en la exégesis y la teología, sino también porque –en virtud de esa misma importancia– su antijudaísmo ha sido objeto de diversos trabajos, provenientes normalmente de autores cristianos particularmente lúcidos. Sin querer en absoluto ser exhaustivo, enumero a continuación algunos de estos estudios, para que quienes prefieren creer que el antijudaísmo teológico resulta ser poco menos que una invención (bendita ignorancia) puedan, si quieren o pueden, ir tomándose la molestia de estudiar el tema por sí mismos.

Por orden cronológico:

Charlotte Klein, Theologie und Anti-Judaismus, Chr. Kaiser Verlag, München, 1975 (dedica solo unas pocas páginas, pero enjundiosas, que contienen v. gr. citas de la Teología del Nuevo Testamento del autor de Marburgo).

Peter von der Osten-Sacken, “Rückzug ins Wesen und aus der Geschichte. Anti-judaismus bei Adolf von Harnack und Rudolf Bultmann”, Wissenschaft und Praxis in Kirche und Gesellschaft 67, 1 (1978), pp. 106-122.

Paul-Gerhard Müller, “Altes Testament, Israel und das Judentum in der Theologie Rudolf Bultmanns”, en P.-G. Müller y Werner Stenger, Kontinuität und Einheit. Für Franz Mussner, Herder, Freiburg, 1981, pp. 439-472.

Wolfgang Stegemann, “Das Verhältnis Rudolf Bultmanns zum Judentum. Ein Beitrag zur Pathologie des strukturellen theologischen Antijudaismus”, Kirche und Israel 5 (1990), pp. 26-44 (un artículo elocuente cuyo subtítulo apenas necesita traducción).

Anders Gerdmar, Roots of Theological Anti-Semitism. German Biblical Interpretation and the Jews, from Herder and Semler to Kittel and Bultmann, Brill, Leiden, 2010, pp. 373-411.

Todos estos estudios, realizados por estudiosos cristianos –muchos de ellos, bien conocidos en la Academia– concluyen la existencia de antijudaísmo y caricaturas del judaísmo en Bultmann, aunque sea un antijudaísmo que no es en absoluto (digámoslo por enésima vez) privativo de un autor, sino un patrimonio compartido por las corrientes mayoritarias de la teología cristiana.

Continuará.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 18 de Enero 2012
Vida del apóstol Felipe según sus Hechos Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Hecho I (cc. 1-I A 18): Salida de Galilea

Resurrección del hijo de la viuda

El apóstol Felipe era natural de Betsaida en la zona septentrional del lago de Galilea, como Pedro y Andrés. El relato de los HchFlp empieza precisamente con su salida de Galilea, ocasión en la que inició el curso de sus prodigios resucitando al hijo único de una viuda. La pobre mujer que había malgastado su hacienda en médicos y en ofrendas a los ídolos vanos (I 1,2-3). Felipe consoló a la doliente madre prometiéndole la resurrección de su hijo por obra de Jesucristo, el redentor de la humanidad. El que cree en el crucificado recibirá la vida eterna, decía Felipe.

La mujer lamentaba el haberse casado y alababa la vida moderada, libre de alimentos y bebidas excitantes, como eran el vino y la carne. Creía más práctica la dieta a base de pan y agua. Felipe hizo un elogio de la vida de castidad, que era la mejor forma de vivir lejos de los criterios mundanos. La reacción de la viuda fue hacer confesión de su fe en el Jesús predicado por el apóstol. La consecuencia de su confesión fue la resurrección del joven difunto en virtud de las palabras habituales en estos casos. Felipe, en efecto, dijo dirigiéndose al cadáver: “Levántate, joven, por el poder de Jesucristo” (I 4,1).

Descripción de las penas del infierno

Tenemos en este pasaje una de las descripciones más detalladas en los Apócrifos de las penas del infierno. El joven se levantó como de un sueño, pero habló enseguida de lo que había visto al otro lado de la vida: cárceles, tribunales y castigos. Continuó describiendo que había visto a una mujer, armada de un garfio, que empujaba a los hombres hacia el abismo. Los engañaba para conducirlos a la perdición (I A 5). Observó también cómo un hombre era terriblemente atormentado por un ángel que blandía una espada de fuego. El joven pidió piedad para él, pero el mismo condenado reconocía que no merecía misericordia, porque había golpeado a obispos y presbíteros. Había pronunciado calumnias y mentiras contra ellos. Hizo aquellas cosas porque no creía que hubiera un juicio después de la muerte. Ahora sufría las consecuencias de su ignorancia “recibiendo justamente el pago de lo que había hecho” (I 6,1-2).

Cuenta a continuación de un jovenzuelo, que tenía las costillas a la vista y yacía sobre un lecho de ascuas. Explicaba que su situación era debida al hecho de no haber escuchado las advertencias. Faltó al respeto debido a los padres y ultrajó a una virgen afirmando que era una pecadora. Estaba convencido de que no había remedio para sus males. El resucitado había rogado que lo llevaran a los eunucos y a las vírgenes para intentar conseguir el perdón para aquel joven tan atormentado. El arcángel Miguel le respondió que no era posible porque “el que calumnia sobre la castidad no obtiene misericordia”. Unos hombres que se arrojaban mutuamente bolas de fuego contaban que su castigo era debido a que habían hablado mal de los que vivían en castidad (I 9 A). Un condenado a severos castigos lo era por haber abusado del vino, cuyo influjo produce diversos pecados, entre otros, la calumnia contra las autoridades religiosas, los eunucos y las vírgenes (I 10,1). El vino había desatado su lengua hasta el punto de que componía canciones en son de burla contra personas venerables.

Como se trataba de un anciano, el joven pretendió dirigirse al lugar de las vírgenes con la seguridad de que en ellas podría encontrar alivio para el anciano. De nuevo el arcángel Miguel le estaba explicando que no era posible ayudar a tales condenados, cuando recibió la noticia de que alguien lo reclamaba en el mundo de los vivos. Desde aquel momento se decidió a contar en el mundo lo que ocurría en el más allá. En su marcha hacia el que lo llamaba, tuvo ocasión de pasar junto al tribunal de Dios, en el que sonaban diversas acusaciones, como la embriaguez, la maledicencia, la ira. La gran recomendación era la llamada regla de oro, que enseña a no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros (1 A 13).

Todo lo refería el resucitado al apóstol Felipe, que le recomendó recordar los males que había visto para evitar los pecados que los producen. Recordó entonces un caso que había contemplado en su periplo por el otro mundo. Dos hombres con las manos atadas a la espalda eran atormentados sobre una parrilla. El encargado los obligaba a beber plomo derretido, con lo que se abrasaban por fuera con el fuego y por dentro con el plomo. El ángel le explicó que eran hombres que habían realizado muchos males en vida. A cambio de los muchos placeres que tuvieron en el mundo, ahora se veían obligados a beber plomo.

A continuación, arrebatado por el viento, llegó al lugar donde se encontraba Felipe, al que hizo el relato de sus experiencias. Los que crean en Dios serán felices y gozarán de eterno refrigerio. Era la conclusión del resucitado, que se convirtió a la fe en compañía de su madre y recibió el bautismo. Muchos creyeron por el testimonio del resucitado, que siguió al apóstol y vivió con él el resto de su vida sirviendo y dando gloria a Dios.

(Las Puertas del infierno, de Rodin)

Saludos cordiales, Gonzalo del Cerro

Lunes, 16 de Enero 2012
Hoy escribe Antonio Piñero

Esta semana les presento, como prometí a su autor, una crítica radical a la manera de concebir a Jesús, a partir de un análisis mío al libro de Hans Urs von Balthasar, "¿Nos conoce Jesús? ?Lo conocemos?, reedición de Editorial Herder, 2010, Barcelona, por un alumno de filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. supongo que esta crítica es también aplicable a Fernando Bermejo.


COPIA

"Sobre su blog, su crítica a von Balthasar... En definitiva sobre su concepción de Jesús


Me presento: soy Alejandro, un estudiante de filosofía de la UAM. Estoy en mi último año de la carrera y en la clase de filosofía de la religión ya le hemos citado alguna vez, aunque yo ya le conocía antes gracias a la obra que editó en Edaf: "Todos los Evangelios".

Con todo mi respeto hacia su trabajo como filólogo, explicaré porqué su concepción de Jesús, o mejor, del cristianismo me parece un poco ingenua.

En primer lugar, tengo la sensación de que en el asunto le hubiera gustado leer "sobre LA concepción de Jesús" y creo que es lo que está implícito en todo su trabajo y en toda su crítica: la idea de que se puede llegar a partir de la investigación histórico-filológica a la "verdadera figura" de Jesús. (En este punto pongo en duda que haya leído a Kierkegaard o a algún teólogo no ingenuo, pero sobretodo pongo en duda que haya leído algo del movimiento teológico más importante del momento: la Ortodoxia Radical encabezada por John Milbank, Catherine Pickstock, Conor Cunningham...

Digo que su postura es "ingenua" porque es de un positivismo acrítico que parece que ha ignorado toda la filosofía de la ciencia del siglo XX. Toda observación tiene carga teórica, diferenciación entre ver qué y ver cómo... (Hanson, segundo Popper, Kuhn, Feyerabend...). ¿Veían lo mismo Caifás y san Juan cuando miraban a Jesús? No ¿Por qué no? ¿Por qué divergían? ¿Cómo comprobar que uno veía lo correcto y el otro no? Usted sigue a Caifás yo a san Juan, ¿por qué está usted en lo cierto?

"Desde que aparece la doctria de la indeterminabilidad interpretativa, las cuestiones doctrinales no pueden resolverse por el simple recurso a una interpretación más exacta de las prácticas y las narrativas precedentes. SI pudiera hacerse, las respuestas a las herejías consistirían en repetir las narrativas en un tono más firme, con la vana esperanza qde que la escena que asumen se torne más transparente. Pero, de hecho, la doctrina representa una especie de "elemento especulativo" que no puede ser reucido a la protección heurística de la narrativa porque se refiere al ejemplo sincrónico paradigmáico del "escenario" último que todasecuencia sintagmática tiene que asumir y que, sin embargo, no puede representarse adecuadamente" (John Milbank, "Teología y teoría social", pag.513, ed. Herder).

Usted acusa, por ejemplo a von Bathasar, de una postura difícilmente aceptable porque hoy en día tenemos una manera de ver el mundo científica, le cito: "Yo me siento como estupefacto al leer todas estas afirmaciones que me parecen totalmente lejanas al sentir del hombre actual, inmerso en una concepción del universo, científica, astronómica, astrofísica, etc. ,que, creo, le impide entender o asimilar tales afirmaciones". (A mí sí que me deja estupefacto esta frase, digna del Carnap más radical).

Creo que la ingenuidad está en considerar de una manera u otra que hay una versión fundamental, en el sentido de algo neutral, racional y universal cuando queremos acceder a un acontecimiento, en este caso a Jesús ("En la medida en que es fundador, no es susceptible de conocimiento objetivo" Michel de Certeau) .
El anacronismo de su postura está en que no toma en cuenta que la teología es, primordialmente, una explicitación de una práctica sociolingüística, una renarración de esta práctica tal y como ha ido evolucionando a lo largo de la historia.

Una teología que no se basa en una serie de proposiciones acerca de Dios, divinidad encarnada... ni en expresiones de experiencias internas que preceden totalmente a las creencias. Sino que más bien es consciente de que la teología es la articulación teórica de lo que está implícito en la praxis de los seguidores de Cristo y de los textos canónicos que son, obviamente, una manera de acercarse a Jesús mediada por el aparato teórico y divergen de otras maneras de acercarse que son "extraeclesiales" y desde luego no son más legítimas, neutrales o verosímiles.

Espero que pueda contestarme.
Un saludo,
Alejandro


FIN DE COPIA

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www,antoniopinero.com
Jueves, 12 de Enero 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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