Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
La semana pasada llamé de modo entusiasta la atención de los lectores sobre el interés y la calidad de la obra de Diarmaid MacCulloch, A History of Christianity. The First Thousand Years, así como, de modo apesadumbrado, sobre los considerables problemas de traducción que contiene la edición española. Una extensa –pero muy selectiva– muestra de más de cien errores obra ya en poder de la editorial, del autor y del traductor. Según la edición de Debate, a Jesús lo mataron “por blasfemar contra las autoridades romanas” (p. 121; MacCulloch no es responsable, pues el original dice algo un tanto diferente: “to hand over a man condemned for blasphemy to the Roman authorities”); Pablo de Tarso “insiste” a sus interlocutores “en que se circunciden” (p. 128; la frase pasiva “Pressure is being brought on them to be circumcised” es interpretada como referida a Pablo, no a sus oponentes); las palabras que habría visto Constantino antes de su crítica batalla fueron “Conquistada con esto” (p. 222; y no “Vence/vencerás con esto”). Siempre según la edición de Debate, el cristianismo reivindicaba la existencia de “tres dioses en uno” (p. 185; así se vierte “made exclusive claims for its three-in-one God”); “Kyrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison” significaría “el Señor es misericordioso, Cristo es misericordioso, el Señor es misericordioso” (p. 166); Ambrosio de Milán habría ordenado al emperador Teodosio “que castigara la venganza de una matanza de los habitantes descontrolados de Thessaloniki” (p. 335; en lugar de: “que hiciera penitencia por su afán de venganza al masacrar a los habitantes”); y los árabes se denominaban a sí mismos “romanos” (p. 473; en el original inglés se dice que es así como llamaban a los bizantinos). Por lo demás, el siglo III se convierte en el II (p. 108); el año 100 n.e. se convierte en el 200 (p. 112); el siglo V, en el XV (p. 211); la España del s. VII, en la del s. XVIII (p. 318); el siglo VII, en el XVII (p. 369); el XIX, en el XII (p. 439); el s. XX, de nuevo en el XII (p. 418); 8 años se convierten en 80 (p. 513); los cristianos se convierten en los judíos (p. 289); Constancio en Constantino (p. 249), etc. Valgan estas indicaciones como insignificante botón de muestra de una edición que, si mis cálculos no fallan, debe de superar con mucho el millar de errores. Criticar públicamente una edición que, a pesar de su cuidada presentación, contiene una gran cantidad de defectos es un derecho e incluso un deber, pero no es para mí en lo más mínimo un plato de gusto, en especial cuando la honradez, la amabilidad y la calidad personal del traductor se traslucen en los comentarios efectuados por él en este blog (y he tenido ocasión de constatarlas en correspondencia privada). Y lo es aún menos cuanto uno sabe bien que traducir una obra de estas características le supone a una sola persona (como ha sido el caso) un esfuerzo colosal; y ello no solo a causa de la extraordinaria extensión del original, sino también en virtud de la cantidad de temas diferentes abordados, la voluntad de estilo del autor y la abundancia de alusiones y de ironía que encierra. Por lo demás, la responsabilidad de los problemas que presenta el texto no es ni mucho menos exclusiva del traductor (y no me refiero únicamente al título, que parece haber sido elegido por la editorial). Dada la falibilidad humana y la obvia dificultad de toda empresa de traducción, es –o debería ser– responsabilidad elemental del editor cuidar de que se realice una revisión experta de las obras que se publican en su sello. Así, por ejemplo, las editoriales alemanas prestigiosas tienen una figura –llamada Lektor(en): “lector(es)”: a veces, comprensiblemente, más de uno–, que son personas especializadas en diversos ámbitos cuya labor consiste en revisar concienzudamente manuscritos y traducciones. Aunque estas personas no son obviamente infalibles, gracias a su amplia preparación constituyen un eficacísimo filtro que evita la publicación de muchos errores y disparates, contribuyendo a limpiar, fijar y dar esplendor. Lamentablemente, muchos editores (no digamos en España) prefieren ahorrarse los costes de contratar a tales figuras, con las previsibles consecuencias. Tal desidia –que no se limita a tiempos de crisis económica, pues en nuestros lares se arrastra desde siempre– es uno de los factores que explican muchas de las barrabasadas que se encuentran en las librerías y que, más allá de las alharacas al uso, sirven para indicar con cierta precisión cuál es el genuino alcance del interés de muchos editores por la “cultura”. Resulta inquietante que muchos de estos caballeros –en los casos en que es posible denominarlos así– hayan decidido que la calidad de los resultados que de otra forma podrían obtener no les compensa el coste de la inversión. Pero la responsabilidad no se acaba aquí, pues se extiende a muchos de nosotros. Quienes se dedican a tareas intelectuales y tienen la oportunidad de confrontar a menudo ediciones en español con sus originales en otras lenguas son bien conscientes de la cantidad de libros publicados en este país que sería mejor, para los cerebros de quienes los leen y para el medio ambiente que los soporta, que no hubieran visto la luz. En este sentido, sería posible escribir varios tomos de una al mismo tiempo divertidísima y penosísima Antología del disparate. Pero, aunque todos lo sabemos, son muy pocos quienes denuncian la situación en público, sea porque no están dispuestos a perder su tiempo, sea porque no quieren indisponerse con los venerados editores o con los traductores –no raramente sus colegas de profesión–, sea porque les da pudor hacer pasar un mal rato a los responsables, sea porque lo juzgan inútil, o porque formular una crítica (aunque sea constructiva) expone más fácilmente a quien lo hace a convertirse él mismo en el blanco de críticas futuras. Y esto explica que numerosos dislates y bazofias editoriales pasen inadvertidos e impunes por el apocamiento, la acedía o la simple cobardía de quienes están en condiciones de desenmascararlos, mientras no raramente son celebrados con fuegos artificiales en las revistas de libros y en los suplementos así llamados “culturales”. Ignoro si la editorial Debate será capaz algún día de ofrecer a los hispanohablantes una versión de la obra de MacCulloch a la altura del original, aunque para curarnos en salud sigo aconsejando a los lectores que puedan hacerlo que adquieran la edición de Penguin. Uno de mis colegas-y-sin-embargo-amigos me contó recientemente que calculaba que en un libro de nuestra especialidad traducido recientemente al español debía de haber más de dos mil errores. Cuando, haciendo gala de una elemental (pero peligrosa) responsabilidad, lo puso en conocimiento del correspondiente editor, la respuesta que recibió de ese hombre ilustre e ilustrado fue que ya se había gastado lo suficiente en la traducción como para gastarse más en las correcciones. Sic transit gloria mundi. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 7 de Marzo 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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