CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (6)

Continuamos con la nota de hoy el recuerdo de esta carta, que tiene la trascendencia de una introducción a las Homilías que siguen inmediatamente. Estos escritos preliminares hacen alusión a dos envíos. El primero es el mencionado por Pedro como envío de sus predicaciones a Santiago. El segundo es el señalado por Clemente como remisión a Santiago de lo que luego es el título del conjunto de las Homilías: Compendio hecho por Clemente de las predicaciones de Pedro durante sus peregrinaciones. El título que muchos editores ponen antes del texto de las Homilías no hace otra cosas que recoger las palabras de Clemente al final de su carta.

Como tendremos ocasión de constatar, las predicaciones de Pedro y sus discusiones con distintos enemigos son una parte fundamental de la obra. Pedro, su personalidad, su autoridad doctrinal y el respeto que inspiraba en sus oyentes es claramente perceptible en el desarrollo de los distintos relatos. Pedro, pues, ocupa un lugar principal como referencia de autor y garante de la doctrina verdadera.

Lo que el texto de la carta prosigue es el desarrollo de los distintos detalles que son necesarios en la administración de la Iglesia. Y como ya vimos, todo dentro de una visión alegórica de la Iglesia como una nave que ha de atravesar mares peligrosos, azotada por furiosas tempestades. Después de los deberes del obispo, de los presbíteros y los diáconos, dirige Pedro su atención a los pasajeros de esa nave y a su comportamiento como tales pasajeros de tal viaje.

La primera recomendación es la de guardar una compostura pacífica y tranquila para no turbar la marcha del navío. Deben, pues, evitar movimientos o sacudidas bruscas que puedan provocar peligro de zozobrar. Para ello, las palabras de Pedro vuelven a repasar las funciones enumeradas anteriormente con un cierto sabor de insistencia. Marineros, diáconos, presbíteros deben velar para que todo esté en orden y todos permanezcan en sus lugares asignados. El obispo tiene la obligación de prestar una atención preferente a las palabras del piloto, que no es otro que Cristo Salvador. El término empleado para “piloto” es el griego kybernētēs, que a partir de su significado marítimo ha pasado a las estructuras de la política. La raíz etimológica es el origen del nombre de “gobernador”, que de director o piloto de un navío ha pasado a gobernador o director de una sociedad.

Para que la nave se mantenga en marcha y en seguridad, la recomendación básica es la unidad. Ante todo, unidad en la oración a Dios para que envíe siempre unos vientos favorables y para que libre a la nave de las diversas tribulaciones que la amenazan, y que pueden ser vencidas con el cumplimiento de las obras de misericordia. La unidad llevará consigo una vida en paz.

Pero el texto no se olvida de la figura literaria dentro de la que se mueve el relato. En consecuencia, enumera los problemas provocados por una turbulenta navegación, en la que son frecuentes las nauseas, “mareos, desmayos y vómitos”, todo dentro del marco de la alegoría de la nave y su peligrosa navegación. Siguiendo el sendero metafórico, el autor recuerda que “los pecados son como bilis mórbida que causa enfermedades”. Las situaciones biliosas se alivian con los vómitos, comunes para los pasajeros poco experimentados. Los vómitos, frecuentes en los navegantes primerizos, son en definitiva un alivio. Desde las alturas de la alegoría, las recomendaciones de Pedro recuerdan que los vértigos y los vómitos son para los navegantes como la confesión para los pecadores: “Si los confesáis, os veréis aliviados de ellos como los que han vomitado tras el mareo, y alcanzaréis una beneficiosa salud por vuestra diligencia” (15,5).

Una obra interesante y moderna sobre la Literatura Pseudo Clementina puede ser la de PHILIPPE LUISIER: “Clements of Rome and the Pseudo-Clementines. History and/or Fiction”. En Studi zu Clemente Romano. En Pontificio Istituto Orientale, Roma, 2003.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro

Lunes, 29 de Julio 2013
Hoy escribe Antonio Piñero


Deseo, en unas cuantas postales, presentarles y comentar un libro pequeño, 160 pp. sin notas, del autor que hemos mencionado en repetidas ocasiones, Daniel Boyarin. Algún estudioso ha escrito que es el libro “más rompedor” sobre temas cristianos que ha leído jamás. Adelanto mi opinión que, hoy por hoy, pienso que no es para tanto, que se exagera, pero que ciertamente la reunión de sus ideas en un pequeño volumen puede impactar.

Desgraciadamente el libro no ha sido traducido al español. Su ficha es:

The Jewish Gospels. The Story of the Jewish Christ, The New Press (empresa no con ánimo de lucro) New York 2012, 200 pp. con índice, bibliografía y notas. ISBN 978-1-29558-468-7.

En la Introducción prepara Boyarin al lector para lo que viene a continuación. Nuestro autor es repetitivo en las ideas principales. Así que el lector no se llama luego a engaño. El tema principal del libro es demostrar que uno de los núcleos principales del cristianismo, la idea de un mesías divino y humano a la vez, no era en absoluto extraña al judaísmo del siglo I e.c. en la que vivieron Jesús, Pablo y los primerísimos cristianos. Para un judío de la época la cuestión no era “¿Va a venir a la tierra un mesías divino?”, sino “¿Es Jesús, el carpintero de Nazaret, ese mesías humano divino al que estamos esperando?”.

Ni entonces ni ahora, argumenta el autor, es el judaísmo una “religión” de una ideología o dogmática inflexible. Es más ni antes ni ahora es ni siquiera una religión. Es más bien una entidad étnico-religiosa, un pueblo elegido por Dios, con el que éste hizo una alianza, que tiene unas normas para vivir y mantenerse dentro de esa alianza y para participar en el mundo futuro cuando venga. En esa entidad étnico-religiosa convivían elementos de una mentalidad teológica absolutamente dispar, como los esenios y los saduceos, cuyas creencias sobre el más allá, por ejemplo, no coincidían en casi en nada. Y ambos eran judíos al cien por cien.

Boyarin pone muchos ejemplos de esta variedad: tras la destrucción del
Templo en el 70 e.c. muchos judíos desearon que se reconstruyera el santuario; pero otros, igualmente judíos, aborrecieron los sacrificios; unos judíos defendían un monoteísmo súper estricto, mientras que otros pensaban que Dios se manifestaba hacia fuera por medio de entidades o emisarios, como la Sabiduría, o incluso que podía tener una suerte de “hijo”, superior a los ángeles, que podía actuar de intermediario entre la suprema divinidad y los hombres.

Incluso lo que más tarde se desarrollaría como un pensamiento trinitario, en apariencia estrictamente cristiano podría encontrar refugio en el judaísmo polivalente del siglo I, y sin notable esfuerzo. Por ello, según Boyarin, conceptos como un “buen Jesús” (el Jesús histórico, judío) y un “ungido/cristo ajeno al judaísmo” (el Cristo celestial de Pablo y seguidores), según muchos, procedente ideológicamente del mundo griego y no judío, no tenía sentido en el siglo I e.c. o incluso antes en la realidad de Israel. En realidad no había propiamente rabinos, sino expertos en la Ley, de la que se discutía casi todo. Por ello la variedad de ideas era inmensa. Todas esas nociones de un mesías humano y a la vez celestial, ¡sin influjo alguno del helenismo!, eran si no moneda corriente, sí al menos una ideología defendible por algún grupo religioso judío. En otras palabras: las nociones centrales de la cristología del cristianismo acerca del cristo o ungido y su naturaleza celeste, su esencia como hijo de la divinidad, su naturaleza humano-divina no son propiamente un préstamo del mundo griego, donde los dioses tienen hijos entre los hombres, sino algo totalmente judío desde hacía siglos.

Durante los siglos I y II se podía ser sin problema, según Boyarin, al menos para bastantes judíos, cristiano y judío a la vez: creer en un mesías divino y ser un observante de la ley de Moisés no era cuestión problemática alguna. Sólo con el correr de los siglos II al IV o incluso el V, las autoridades, tanto por parte de los cristianos como de los judíos, fueron las que manifestaron un interés verdadero, por motivos de control social del grupo religioso, en trazar las fronteras entre el judaísmo y el cristianismo… que eran relativamente fluidas hasta entonces.

Esto supone, entre otras cosas, que el pretendido Concilio o Reunión de Yavne, hacia el 90 e.c., en el noroeste de Israel, cerca de Jaffa, donde –según se dice-- se constituyeron las bases del judaísmo hasta hoy sobre un fundamento fariseo, es una leyenda talmúdica de los siglos V o VI e.c., un cuentecillo que proyecta hacia atrás, hacia finales del siglo I e.c. una situación que reproducía en verdad sólo la de su época, por tanto cuatro o cinco siglos más tarde.

Y supone que los concilios de Nicea, 325, de Constantinopla, 381, y de Calcedonia en el 451, marcaron unas diferencias entre judaísmo y cristianismo que eran en parte artificiales, pues en los dos bandos había personas que creían en una suerte de trinidad y a la vez eran fieles a la leyes de Moisés. Es esos años esa flexibilidad se acabó definitivamente. Boyarin piensa que el Evangelio de los nazarenos, del siglo II y que susbistía aún en el IV y V, criticado por san Jerónimo y luego san Agustín, cuya existencia a finales del siglo IV es evidente, demuestra que había judíos observantes que creían en Jesús como mesías, que había nacido de la virgen María, que había sufrido bajo Poncio Pilato y había luego resucitado y estaba a la derecha del Padre y a la vez observaban la ley mosaica. Sin embargo, tanto para san Jerónimo como san Agustín tales creyentes no eran ni judíos ni cristianos. Ambos querían que las fronteras se marcaran nítidamente para saber quién pertenecía a cada grupo de manera irreconciliable.

En líneas generales, esta tesis, que coinciden con algunas ideas de su otro libro Border Lines, Espacios Fronterizos, son en buena parte un tanto exageradas, pero a la vez muy sugerentes, pues contienen una parte de verdad, aunque sea tangencial y se exagere su proyección al Imperio de la época. El problema es, pues esa excesiva generalización. En el pequeño libro que comentamos Boyarin defiende que no se debe buscar qué ideas hacen a uno judío o cristiano, sino aquellos espacios fronterizos, de igualdades familiares, que constituyen la familia judeo-cristiana, a saber, y por ejemplo, la creencia en que la Biblia hebrea es igualmente sagrada para los dos grupos, y que la fe, típicamente cristiana en apariencia, en el “Hijo del Hombre” era igualmente propia de los judíos. Todo ello puede probarse, argumenta, analizando algunos pasajes evangélicos, por ejemplo, Marcos 2, que demuestran que los evangelios cristianos son ante todo evangelios judíos.

Seguiremos el próximo día con el tema “Del Hijo de Dios al Hijo del Hombre”.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Nota: albergo la sospecha de que –a pesar de haber indicado el vínculo o lazo con “Revistadelibros” en la postal de la semana pasada- la mayoría de los lectores no han leído la reseña y crítica valorativa de los otros libros, de Hurtado, Dunn y Boyarin. Vuelvo a repetir el vínculo porque estimo que el tema de la “divinización de Jesús” en los inicios del cristianismo es sumamente importante:

http://www.revistadelibros.com/articulos/la-divinizacion-de-jesus
Viernes, 26 de Julio 2013
Filosofía china clásica, un nuevo libro de Herder
Hoy escribe Fernando Bermejo

Hubert Schleichert y Heiner Roetz, Filosofía china clásica, Herder, Barcelona, 2013, 412 pp. Traducción de Alejandro Peñataro Sánchez.

Una reseña de un libro dedicado a la filosofía china clásica en un blog dedicado a cuestiones de historia del cristianismo y de otras religiones quizás halle su justificación, ante todo, en el carácter debatido y problemático de la sabiduría china en relación a los propios conceptos de “filosofía” y “religión”. No en vano algunas de las principales corrientes de esta sabiduría, como el confucianismo y el taoísmo/daoísmo, se encuentran expuestas tanto en obras dedicadas a la historia de la filosofía como a las que versan sobre la historia de las religiones.

Aunque no es este el lugar para una discusión del estatus epistemológico de las corrientes de pensamiento y praxis desarrolladas en China, no será quizás superfluo observar que tales discusiones no han estado exentas de componentes políticos e ideológicos. Así, por ejemplo, algunos estudiosos chinos de corte progresista en la primera mitad del s. XX alabaron tendenciosamente el agnosticismo racionalista del confucianismo para demostrar al mundo occidental que, gracias al “confucianismo racionalista y agnóstico”, China había sido siempre un Estado moderado y lleno de equilibrio, intentando así probar que su país y ellos mismos eran capaces de ponerse a la altura de las ideas y los avances occidentales.

Sea como fuere, no hay duda del interés que presenta el pensamiento chino. Autores occidentales tan conocidos como Karl Jaspers y Albert Schweitzer le dedicaron mucha atención, en especial al confucianismo. En su obra de 1959 Los grandes filósofos, Jaspers se ocupó de Confucio y de Laozi. Entre los papeles póstumos de Schweitzer, gran estudioso del cristianismo antiguo, hay material, ya publicado, relativo a una historia del pensamiento chino (precisamente con un epílogo de H. Roetz).

La editorial Herder ha publicado ahora la traducción española de la obra de Hubert Schleichert y Heiner Roetz, editada originalmente en Alemania (Frankfurt) por la prestigiosa editorial Vittorio Klostermann en 2009 con el título Klassische chinesische Philosophie. Eine Einführung. Obsérvese, de entrada, el interés que presenta la doble autoría: Schleichert es catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Constanza (de él hay publicado también en castellano la obra Cómo discutir con un fundamentalista sin perder la razón), mientras que Roetz es un conocido sinólogo, profesor en la Universidad Ruhr de Bochum. La primera versión había sido obra de Schleichert, y en la segunda edición Roetz había participado, aunque sin figurar todavía como responsable del texto. La edición de 2009/2013 es ya una tercera edición en la que todo el texto ha sido revisado y en la que Roetz figura ya como coautor de pleno derecho. Esta revisión ha permitido corregir algunas críticas recibidas por la primera edición.

Por “filosofía china clásica” se entiende el pensamiento chino desde sus inicios registrados (s. mediados del s. IX a.e.c.) hasta la unificación del reino bajo los Qin en el 221 a.e.c. Resulta crucial tener en cuenta el contexto histórico-político de esta filosofía, de signo eminentemente práctico. La obra de Schleichert – Roetz trata el confucianismo clásico (Confucio y Mencio), las alternativas al confucianismo en las obras de Mo Di y Yang Zhu, el Daoísmo (Laozi y Zhuangzi), la corriente de los llamados “legalistas”, la obra de Xunzi, así como un capítulo dedicado a los dialécticos y lógicos.

El libro es muy informativo y está escrito con claridad. Uno de sus grandes aciertos, a juicio de quien esto escribe, es el de estar construido mediante una combinación de textos citados y comentario, lo que permite al lector ir conociendo la literatura mencionada e ir apreciando su carácter y su riqueza.

El lector familiarizado con los Evangelios percibirá por momentos la expresión de pensamientos similares en algunos puntos. Piénsese, por ejemplo, en la idea de ver la paja ajena y no ver la viga en el propio. Un pasaje del confuciano Mencio dice así:

“Mencio le dijo al rey Xuan de Qi: ‘Si un ministro de vuestra majestad encomienda a su mujer y a sus hijos a un amigo y se marcha de viaje, y cuando vuelve descubre que su mujer e hijos han pasado frío y hambre, ¿qué debería hacer?’. Y el rey dijo: ‘Se debería distanciar de un amigo así’. ‘Y si un general no es capaz de mantener en orden a sus tropas, ¿qué se debe hacer con él?’. El rey respondió: ‘Destituirlo’. ‘Y si el Estado no es gobernado (correctamente), ¿qué se tiene que hacer?’ Ante esta pregunta el rey miró hacia otro lado y se puso a hablar de otra cosa.”

La idea de ser moralmente generosos también respecto a los malos, en virtud de la idea de que Dios hace llover sobre buenos y malos podrá verse reflejada, por ejemplo, en el siguiente pasaje de Mo Di. “[El cielo] desea que los hombres se quieran y se ayuden los unos a los otros, en vez de odiarse o hacerse daño. ¿Y de dónde sabemos nosotros esto? Porque él ama y ayuda (es de provecho) a todos”.

La traducción, de Alejandro Peñataro Sánchez, es, en términos generales, magnífica. He detectado solo unos pocos gazapos. En la p. 66, por ejemplo, “grobe Schuhe” es traducido como “(zapatos) vastos” en lugar de “bastos”. En la p. 103, en la frase “Si reinara en la tierra un amor mutuo universal, de manera que se amase a las otras personas tal como uno se ama a sí mismo, entonces ¿acaso quedarían niños que olvidasen sus obligaciones?” la expresión “pflichtvergessene Kinder” debería traducirse como “hijos…” (como se traduce correctamente en el párrafo anterior). En la p. 107, la frase “Mo Di es el clásico pensador chino cuya filosofía requiere una justificación tan directa y concreta por parte del cielo (tian) que eventualmente se podría considerar como ‘religioso’” debería ser más bien “Mo Di es el único pensador chino clásico... (der einzige klassische chinesische Denker)”.

Estos y algunos otros errores son del todo menores y no desmerecen en absoluto la estupenda traducción de un libro que ha sido editado con buen sentido y con buen gusto por la editorial Herder, a cuyos responsables en España solo podemos felicitar por esta magnífica iniciativa. Cualquier interesado en la historia del pensamiento leerá este estupendo libro con deleite y con provecho.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Martes, 23 de Julio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (5)

La larga alocución de Pedro viene a ser una exposición práctica del gobierno de la Iglesia con sus circunstancias y sus actores. Hemos visto su visión del obispo, como presidente. Siguieron los presbíteros con sus funciones específicas y sus concretas responsabilidades en la tarea de la administración en sus diferentes grados. A continuación van los diáconos, etiquetados como “los ojos del obispo” (XII 1). El autor de la carta tiene una gran habilidad para encerrar personas y conceptos en el marco de la alegoría.

Los ojos en el cuerpo humano son elementos esenciales para la calidad de la vida y su amplio abanico de seguridades. Porque los ojos no sólo ven, sino que miran y observan. Tratan de ver lo que está más allá de las apariencias y escudriñar el campo de la sospecha. Antes del error y del pecado se produce una serie de indicios que deben ver “los ojos del obispo” con el objetivo de impedir el pecado en sus prolegómenos. Y cuando el fiel ha caído, queda en las manos de los diáconos la tarea salvífica de devolver al redil a los descarriados.

Un capítulo importante es el apartar a los negligentes de las malas compañías y recuperarlos para hacerlos asiduos escuchas de la palabra de la verdad. Moviéndose en un ambiente de conceptos alegóricos, los diáconos deben cuidar a los que viven como campo baldío, abandonado o en barbecho. Porque su situación es la ocasión propicia para el fuego. Sus visitas y sus exhortaciones deben ir protegidas por el consejo del obispo, que ve, observa y actúa a través de sus diáconos.

El cap. XIII hace referencia al tema de los catequistas jugando con las palabras. Dice algo así como que “los catequistas deben catequizar después de ser catequizados”. Deben ser “sabios, irreprochables y experimentados”. Es, dice, lo que los catequistas podrán hallar en Clemente, el encargado de catequizar a los fieles después de Pedro. No quiere entrar en detalles excesivos, pero sí resume en una palabra su actividad y el fruto de su trabajo. La palabra que lo resume es la ”concordia” contenida en el verbo homonoéo, vivir con un mismo corazón, o en griego con una misma mentalidad.

Desarrolla luego el autor la alegoría de la nave del estado, aplicada aquí a la Iglesia azotada por peligrosas tempestades. La idea tiene su origen en los fragmentos de Alceo de Mitilene y se convirtió en un verdadero topos en la definición del estado. Es famosa la oda 14 del libro primero de las Odas de Horacio. Y los teóricos de la política recuerdan la República de Platón en su libro VI, 488a-490ª. La literatura cristiana tomó la idea y la aplicó a la Iglesia y a su marcha por el mundo. Es lo que hace con finos detalles el autor de la carta que comentamos. Me permito reproducir mi traducción del cap. XIV, cuyo contenido supera cualquier comentario que podamos intentar. En un contexto de la alegoría, no queda en el olvido ningún elemento esencial para el perfil de la Iglesia y de sus circunstancias reales.

“1Toda la empresa de la Iglesia se asemeja a un gran navío que transporta a muchos hombres de muy diversos lugares en medio de una gran tormenta, que desean habitar en la única ciudad de un gran reino. 2Sea para vosotros Dios el dueño de esta nave, e imaginad que el piloto es Cristo; el jefe de proa, el obispo; los marineros, los presbíteros; los encargados de los remos, los diáconos; los expertos en navegación, los catequistas; 3los pasajeros, la multitud de los hermanos; el profundo mar, el mundo; los vientos adversos, las tentaciones; las grandes olas, las persecuciones, peligros y toda suerte de calamidades; las lluvias y tormentas que vienen de la tierra, las palabras de los impostores y falsos profetas; 4las rocas y acantilados, los jueces que desde las alturas profieren terribles amenazas; los sitios donde confluyen dos mares y los lugares agrestes, los individuos irracionales y los que dudan de las promesas de la verdad. 5Pensemos que los hipócritas son como los piratas, y considerad que los torbellinos, infernales Caribdis, naufragios asesinos y mortíferos choques no son otra cosa que los pecados. 6Rezad con plegarias que puedan ser escuchadas para que naveguéis con vientos favorables y arribéis sin peligro al puerto de la ciudad deseada. Las preces escuchadas son las que van acompañadas de obras buenas”.

El texto traducido está hecho sobre el original griego de la edición de BERNHARD REHM, Die Pseudoklementinen. Vol. I Homilien, Berlín, Akademie Verlag, 1953.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Domingo, 21 de Julio 2013
Hoy escribe Antonio Piñero


Hace poco más de un mes publiqué en la “Revistadelibros”, que dirige el filósofo y escritor Álvaro Delgado Gal, un ensayo-reseña de cuatro libros que creo de máximo interés para el lector de este Blog. Son los siguientes:

William Horbury, Jewish Messianism and the Cult of Christ, SCM Press, Londres, 1998, 234 pp.

Larry W. Hurtado, ¿Cómo llegó Jesús ser Dios? Cuestiones históricas sobre la primitiva devoción a Jesús, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2013, 157 pp. ISBN: 978-84301-1821-2. Traducción de F. J. Molina de la Torre del original inglés, How on Earth Did Jesus become a God? Historical Questions about Earliest Devotion to Jesus.

James D. G. Dunn, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento, Editorial Verbo Divino, Estella, 2011, 230 pp. ISBN: 978-84-9945-234-0. Traducción de J. Pérez Escobar, del original inglés, Did the First Christians Worship Jesus? The New Testament Evidence.

Daniel Boyarin, Espacios fronterizos. Judaísmo y cristianismo en la Antigüedad tardía, Editorial Trotta, 2013, 419 pp. ISBN: 978-84-9879-433-5. Traducción de Carlos A. Segovia del original inglés, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity.

Como la edición, solo electrónica de esta prestigiosa revista, puede pasar desapercibida, voy a presentarles a Ustedes la reseña del primer libro, el de Horbury, y luego, les doy el enlace para el resto del ensayo, como parece conveniente. Como el conjunto del trabajo es larguito, creo que hay lectura para viernes y sábado. Espero que provechosa.


“Tres libros recientes, y un cuarto, de 1998, han planteado de manera diversa e interesante una de las mayores y fundamentales cuestiones de los orígenes del cristianismo: ¿cómo fue posible que un ser humano, el “rabino” Jesús de Nazaret, fuera estimado por sus seguidores, muy poco tiempo después de su muerte, no un simple hombre sino un ser divino? ¿Cómo puede entenderse históricamente este proceso? ¿Debe considerarse como algo único y sin parangón en la historia? Probablemente los lectores de Revistadelibros recordarán que hace poco se comentó en estas “páginas” el libro de Javier Gomá, Necesario pero imposible, que planteaba una cuestión análoga.

El primer libro no ha sido traducido al castellano, aunque lo merece, y afecta directamente al tema, por lo que lo incluimos aquí. Su autor es “Reader” de judaísmo y cristianismo primitivo en el Corpus Christi College de Cambridge. El libro ofrece un nuevo planteamiento de dos temas centrales para el credo cristiano. El primero es la importancia del mesianismo en el judaísmo de la época del Segundo Templo (desde la reconstrucción del santuario de Salomón en el siglo V a.C. hasta su destrucción en el 70 d.C. tras la Gran Revuelta judía iniciada en el 66), menos reconocida por los investigadores de lo que debería; el segundo, el origen del culto a Cristo, en apariencia una manifestación clara de la helenización del cristianismo para muchos estudiosos, pero cuyas raíces, según Horbury, hay que buscarlas en el judaísmo.

El libro comienza con una excelente introducción al “mesianismo” en el Antiguo Testamento, labor absolutamente necesaria porque en este corpus encontramos sólo un mesianismo indirecto. Como afirma con razón Florentino García Martínez, el editor y traductor al español de los Manuscritos del Mar Muerto (Trotta), de las 39 veces que aparece en él el vocablo “mesías” ninguna significa exactamente lo que entendemos hoy por tal término, pero las raíces de las concepciones que posteriormente emplearán el título de ‘mesías’ se hallan en textos del Antiguo Testamento que no emplean tal voca¬blo. Las bendiciones de Jacob (Génesis 49,10), el oráculo de Balaán (Números 24,17), la profecía de Natán (2 Samuel 7) y los salmos reales (como los Salmos 2 y 110) serán desarrollados por Isaías, Jeremías y Ezequiel hacia la espera de un futuro mesías heredero del trono de David. Las promesas de restauración del sacerdocio en Jeremías 33,14-26 y Zacarías 3 son el origen de la creencia en un mesías sacer¬do¬tal. Igual¬mente la misteriosa figu¬ra del siervo de Yahvé de los capítulos 40-55 de Isaías dará como resultado el desarrollo de la esperanza de un ‘mesías sufriente’, y el anuncio de Mal 3,1 de que Dios ha de enviar a su ‘ángel’ como mensajero para prepa¬rar su venida permitirá desarrollar la creencia de un mediador escatológico de origen no terrestre.

Horbury describe con precisión los prototipos mesiánicos, Moisés, David, el Hijo del Hombre de Daniel, El Siervo sufriente, ángeles especiales como Miguel, figuras del Antiguo Testamento que influirán en las ideas mesiánicas cristianas, y expone cómo en la época del Segundo Templo el mesianismo se hace moneda común entre las esperanzas del pueblo judío. El hecho de que la Biblia hebrea fuera traducida al griego (denominada Septuaginta o los “Setenta” traductores) en la Diáspora --desde el 270 a.C. en adelante-- contribuyó notablemente a la consolidación del mesianismo, pues toda ella se convirtió en una suerte de alegato mesiánico por la tarea de edición: ciertas transformaciones del texto base hebreo realizadas voluntariamente en el proceso de esa versión de una lengua a la otra. Horbury insiste con razón en este punto. El mesianismo en el corpus de los Apócrifos del Antiguo Testamento, casi todo él anterior al cristianismo, e igualmente en los escritos de Qumrán, proporciona también la base para afirmar la centralidad y la importancia de las esperanzas mesiánicas previas al cristianismo.

El siguiente paso de Horbury es destacar con toda razón la coherencia esencial del mesianismo a lo largo de siglos de desarrollo y consolidación, digamos hasta finales del siglo I de nuestra era: la figura del mesías, a pesar de tener rasgos variadísimos en el judaísmo, conserva siempre la unión de las esperanzas mesiánicas con la sucesión de reyes y gobernantes o personajes prominentes “israelitas”: Henoc, Melquisedec, Moisés, Josué David… hasta las diez u once “mesías” –Juan Bautista y Jesús de Nazaret incluidos-- que surgen desde la muerte de Herodes el Grande hasta el fin de la Gran Guerra entre Roma e Israel (66-70 d.C.). Incluso cuando el pueblo piensa en una liberación celestial, por Dios mismo o por sus agentes incluidos los ángeles, se trata de algo coherente con lo anterior, pues todo el conjunto se imagina en torno al reino divino en la tierra ejercido a través del rey “mesías”. La tesis central de Horbury es por ello afirmar la existencia de un vínculo de causa – efecto entre este floreciente mesianismo precristiano y el que se dio en la época herodiana y posterior, en la que nace el culto a Cristo como entidad mesiánica divina: ambos mesianismos están centrados en la figura de un rey mesías. Los parecidos entre el culto cristiano y el que se ofrecía a los héroes, soberanos en el mundo pagano no debe sorprender –sostiene Horbury-- porque el mesianismo judío, por la veneración hacia reyes y figuras mesiánicas, compartía muchos rasgos con estos cultos gentiles, principalmente griegos, a personas humanas.

Por tanto, debe insistirse –sostiene Horbury-- en que el mesianismo cristiano se halla en continuidad indudable con las concepciones judías, anteriores y posteriores al cristianismo, de veneración y exaltación de los gobernantes de Israel: el culto a Cristo, el “ungido” como los monarcas israelitas, nace directamente cuando los primeros seguidores de Jesús reconocen su carácter de rey mesiánico celestial. Caer en la cuenta de ello y aceptar sus consecuencias llevó, según Horbury, a venerar a Cristo como divino, un ser a quien conviene incluso la proskínesis (doblar la rodilla ante la divinidad). Ahora bien, los seguidores de Jesús creyeron que su mesianismo comenzó ya en su ministerio terrestre, pero que se hizo patente y se intensificó con su exaltación por Dios en la resurrección. Y desde el cielo volverá a la tierra a implantar definitivamente su reino Los rasgos principales del Cristo viviente y exaltado son ser plenamente “señor y rey/mesías”.

Un punto interesante para los cristianos en la argumentación de nuestro autor es que el judaísmo precristiano había desarrollado ya la noción de un mesías con rasgos angélico-espirituales y celestes, características luego asumidas por el cristianismo. Textos judíos precristianos señalan en primer lugar la coordinación de las tareas angélicas con las labores de las figuras mesiánicas y luego, con más claridad, la concepción de un mesías con verdaderos rasgos angélicos y suprahumanos. Horbury indica cómo se crea dentro del judaísmo incluso una cierta idea de la preexistencia del mesías, si no como figura concreta, sí al menos como concepto. Probablemente debe entenderse del siguiente modo: al igual que los judíos estaban convencidos de que la ley otorgada a Moisés era eterna y preexistía en la mente divina antes de la creación del mundo, del mismo modo el concepto de mesías existía también en la mente de Dios antes del universo. Naturalmente este mesías está muy espiritualizado y es celestial. En torno a la época cristiana ya está bien formada la idea de que el mesías es una figura humana, ciertamente, pero dotada de virtudes y poderes celestes que pueden verse como manifestación y “encarnación” del Espíritu divino. A lo largo de la historia muchos grupos judíos, los cristianos entre ellos, han ido teniendo su mesías; pero han sido los últimos los que han acentuado hasta hoy este aspecto espiritual del mesianismo…, pero todo ello es profundamente judío.

Un problema metodológico de este libro puede ser la abundantísima utilización por parte de Horbury de textos judíos cronológicamente posteriores al Nuevo Testamento para completar las fuentes respecto al mesianismo israelita y los orígenes del cristianismo. Me refiero a los midrasim (composiciones judías que toman pie de uno o varios textos de la Escritura, y los reescriben en clave homilética o teológica para expresar con claridad una noción que no aparece claramente en el texto bíblico), a los targumim/targumes (traducciones parafrásticas del texto hebreo de la Biblia --leída los sábados en las sinagogas, que la gente normal no entendía bien ya que su lengua usual, en Israel, era el arameo, no el hebreo-- que incorporaban el texto original frases complementarias, o eliminaban sentencias aparentemente escandalosas, variaciones éstas que nos dan pistas sobre lo que se pensaba teológicamente en las sinagogas de esos tiempos) y a literatura rabínica en general, originada desde el siglo III d.C. Este sistema de retroproyección de nociones teológicas tomadas de fuentes posteriores está fuertemente lastrado metodológicamente por la dificultad de la fecha de composición, pero Horbury urge al lector a aceptar que, aunque los textos aducidos en refuerzo sean tardíos, sirven al menos para percibir corrientes comunes de exégesis que continúan en el judaísmo tiempo y tiempo sin variaciones perceptibles, líneas de evolución seguras, descubrimiento de textos del Antiguo Testamento que fueron considerados mesiánicos de modo continuo, etc.

En síntesis: aunque ayudado por el entorno de cultos paganos semejantes en su exaltación de seres humanos a entes divinos, el culto a Cristo se deriva directa y concretamente de la veneración muy antigua al soberano “mesiánico” judío (aparezca o no el vocablo “mesías”) dotado de virtudes especiales. Según Horbury, los títulos otorgado a Jesús como cristo o mesías en el Nuevo Testamento –Señor, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Salvador, sumo sacerdote (Epístola a los Hebreos) y Dios directamente (Evangelio Juan, Hebreos, Tito y 2 Pedro)— apuntan hacia una derivación directa de este mesianismo judío, terrenal, espiritual, celeste y poderoso en dones divinos.

El libro de Horbury es de una erudición avasalladora, pero no me acaba de convencer su argumentación. No llego a ver en el mesianismo de Jesús una relación única de causa y efecto sino una de las causas, importante sin duda, que llevan a su culto. Pero no percibo con nitidez una línea de continuidad entre la simple veneración por parte de los judíos del siglo I a las figuras mesiánicas de su pasado y la explosión del culto cristiano a Jesús que muestran ya las cartas de Pablo. No me parece correcto describir la veneración judía por sus héroes mesiánicos como un “culto”. Tampoco veo espontáneamente, al recordar el tenor de las cartas de Pablo, los primeros testimonios cristianos del culto a Cristo, que el Apóstol hubiera concebido a Jesús como una suerte de figura de monarca, un rey angélico/espiritual, lo que hubiera favorecido tal culto (a pesar de su designación de Jesús como “espíritu vivificante” en 1 Corintios 15,45). Sí me parecen acertadas dos cosas señaladas por Horbury: primera, la noción de preexistencia, al menos del concepto de mesías, apunta hacia el camino correcto en la generación de la divinización de Jesús y su culto. Segunda: a juzgar por el contenido del primer discurso de Pedro, recogido en Hechos de los Apóstoles 2, el mesianismo consolidado de Jesús tras su resurrección forma una de las bases sólidas de tal culto (pero no la única). Queda sin aclarar en la obra de Horbury cómo se dio concretamente el paso de la divinización de Jesús y qué razones psicológicas llevaron a los primeros cristianos al culto a su mesías, cuando sus connacionales judíos no lo rendían a las figuras que, según Horbury, eran casi iguales.

Para el resto del ensayo, he aquí el enlace:

http://www.revistadelibros.com/articulos/la-divinizacion-de-jesus

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Viernes, 19 de Julio 2013
Mover montañas: Mc 11,23 y el Monte de los Olivos
Hoy escribe Fernando Bermejo

Según Mc 11,23, Jesús dijo: “Os aseguro que si uno le dice a este monte: ‘Quítate de ahí y arrójate al mar’, si lo hace sin titubeos en su interior y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá”.

Pablo de Tarso consideró el dicho relativo a mover una montaña escatológica o metafóricamente en 1 Cor 13,2, mientras que es asociado con el exorcismo en Mt 17,20 y con la fe en general en Lc 17,6. Durante un siglo después de él apenas se encuentra en los escritos cristianos conservados (salvo quizás en el Protoevangelio de Santiago). En los Acta Pauli, el dicho se cita para ilustrar los milagros que pueden efectuar los cristianos, pero en las PseudoClementinas se toma como una referencia a las montañas de las pasiones humanas. Clemente de Alejandría lo entiende metafóricamente en sus Stromata. Orígenes considera la montaña como un símbolo de Satán en su Comentario a Mateo, y el dicho como alegórico.

Porfirio aseveró que la incapacidad de los apóstoles para mover montañas demostraba su falta de fe. La fácil chanza del neoplatónico incitó a varios escritores cristianos a reaccionar. Por ejemplo, Juan Crisóstomo afirmó que los apóstoles habían hecho cosas más arduas que mover montañas, puesto que resucitaron a muchos muertos, e insinúa que probablemente también movieron montañas, pues no todos sus milagros quedaron consignados (argumentos sólidos donde los haya).

Como aseveró por ejemplo Charles Harold Dodd, la tradición ha tendido a ofrecer una aplicación general y permanente a dichos originariamente dirigidos a una situación inmediata y particular. Mc 11,23 parece ser un caso de este tipo. Diversos comentadores han señalado que el monte que Jesús parece haber tenido en mente no es otro que el Monte de los Olivos, el lugar donde el predicador galileo (y otros, como el profeta egipcio del que nos habla Josefo), a la luz de las profecías del Deutero-Zacarías, parece haber esperado el milagro escatológico.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 17 de Julio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (4)

Como vamos viendo en las notas anteriores, la carta de Clemente a Santiago contiene una larga alocución de Pedro en presencia de todos los hermanos reunidos en asamblea. Pedro habla como quien tiene autoridad y medios para hacerla eficaz en favor de la Iglesia. El contexto de sus recomendaciones es el bien de sus corresponsales y la organización de la comunidad con un reparto eficaz de las distintas funciones que hacen coherente y solidario el funcionamiento social de sus instituciones y distintos actores.

La organización piramidal comenzaba con la presentación del obispo o presidente. Seguía el grupo de los presbíteros, que tenían como tarea fundamental el cuidado y cultivo de la castidad de los fieles, los riesgos que pueden ponerla en peligro y los remedios para garantizar su perseverancia. El gran contexto donde florece y se fortalece es la vida de caridad o “filantropía” presentada como atención sistemática a los necesitados.

Pero la sociedad cristiana no es una institución etérea, sino que tiene su residencia en la tierra en medio de hombres de carne y hueso con problemas y necesidades que chocan con la vida de sus prójimos. Y aquí vuelve Pedro a señalar un campo de la actividad de los presbíteros. Los cristianos tienen una mentalidad que choca fácilmente con la de los paganos, ya que su visión de la vida tiene parámetros inconciliables con las de los ajenos. La vida presente y la esperanza en una vida futura dan como resultado formas de conducta condicionadas por esa visión. Era la preocupación fundamental de Clemente, si todo en la vida humana se resuelve en esta vida transitoria, o hay otra vida precedida de un juicio y la correspondiente sentencia. La creencia en este juicio condiciona todo el desarrollo consciente de la vida visible de este mundo presente.

En consecuencia, los presbíteros deben ser los jueces de actitudes y conductas (X). Para resolver las situaciones y sus diferencias, el cristiano debe recurrir a la discreción de sus presbíteros. Resulta problemático poner los problemas en manos de “los poderes seculares”, que ignoran todo sobre el futuro que aguarda a los mortales al final de su carrera mortal. El “recuerdo perpetuo del juicio inminente de Dios” es una forma de ver ante los ojos la prohibición de obrar el mal y la garantía para evitarlo.

El que está convencido de que tras las esquinas de la vida aguarda el juicio inexorable de un Dios bueno pero justo, tendrá cuidado para no violar las normas de justicia, que pueden arrojarlo a los castigos eternos. Y vuelven los consejos proféticos de la precisión en las balanzas, pesos y medidas (X 3). Pedro recuerda una vez más la autoridad del Profeta Verdadero o Profeta de la Verdad, personaje esencial y nuclear en toda la Literatura Pseudo Clementina.

Pedro repite que los cristianos son los auténticos “discípulos del Profeta Verdadero” (XI 1), cuya doctrina es tan firme y tan clara que, ante sus palabras no cabe la menor duda. El principio aplicado a los profetas del Antiguo Testamento, es un hecho confirmado en el Profeta Verdadero. Son verdaderos profetas aquellos cuyos vaticinios se cumplen. Las enseñanzas del Profeta Verdadero son pura verdad. La duda es fuente de malas acciones, mientras que la fe verdadera es una garantía de una vida eterna feliz en el reino reservado a los buenos.

Una nueva obra, interesante y moderna, sobre el segundo bloque de las Pseudo Clementinas: SILVANO COLA: I Ritrovamenti: (Recognitiones) Pseudo-Clemente; traduzione, introduzione, note e indici a cura di Silvano Cola; Roma, 1993. Traduce al italiano el título de las Recognitiones, que, como vimos, en griego es Anagnōrismoí o “Reconocimientos”.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro



Lunes, 15 de Julio 2013

Hoy escribe Antonio Piñero


Es curioso observar que el único texto rotundo –o únicos-- que puede resistir en apariencia la navaja de la crítica se halle sólo en el Evangelio de Lucas: 11,20 (“Si expulso a los demonios… sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros) y quizás 17,20 (“El Reino de Dios está entre vosotros”). Y es curioso también que sea este Evangelio en el que se observa con más claridad, sobre todo en la transcripción y acomodación del material apocalíptico de Mc 13, el retraso de la parusía. Lucas hace decir a su Jesús con absoluta claridad: “Pero cuando oyereis guerras y sediciones, no os espantéis; porque es necesario que estas cosas ocurran primero; mas el fin no será de inmediato”. Y es el único evangelio que hace decir también a Jesús “el Reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17,20).

No es extraño que la iglesia naciente, al sentir que la parusía se retrasaba, encontrase pronto la solución a esta aporía: no hay que esperar un fin inmediato del mundo… ¡porque en realidad el reino ya estaba aquí, con Jesús! La presencia actual del Reino es la gran solución del problema del retraso de la parusía.

Es curioso también que el autor de este evangelio, o la misma comunidad lucana, haya conservado un texto que parece indicar que Jesús y los de su entorno pensaban que el reino de Dios vendría en el futuro, aunque inminente: Lc 21, 27-26::

Entonces verán llegar al Hijo del hombre en una nube con gran potencia y gloria (Dn 7,13-14). 28 Cuando empiece a suceder esto, poneos derechos y alzad la cabeza, porque está cerca vuestra liberación.

El reino de Dios, la liberación, coincide con la venida del Hijo del Hombre que es futura;:

“Como ellos lo estaban escuchando, añadió una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el reinado de Dios iba a despuntar de un momento a otro” (Lc 19,11).

La impresión que produce el aislamiento del texto de Lucas entre tantos otros que afirman la futuridad del Reino, es que fue precisamente en esa comunidad lucana donde con más viveza y en primer lugar se halló la solución para la aporía de que el Reino futuro profetizado por Jesús como inminente aún no hubiera llegado. Si se entiende el Reino como ya presente de algún modo, se acaban todos los problemas. Su llegada real y futura puede esperar.

A este respecto obsérvese el cambio del Evangelio de Lucas en las Bienaventuranzas, comparando los textos de Mateo y Lucas, que deja la contradicción de fondo más clara: Mt 5, 3-8: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados”. Pero en Lc 6,21 Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis.


Y es de suponer que desde ese momento la misma iglesia comenzara a interesarse mucho más por los dichos del Maestro que podían indicar aunque obscuramente que el reino de Dios ya había llegado, y que estaba presente de algún modo entre los hombres. Esta tendencia es la que ha llevado durante diecinueve siglos -y continúa vivísima ahora, según los ejemplos examinados- a hacer sobre todo exégesis de los pasajes de los que se puede obtener la idea teológica de que el reino de Dios está ya presente y ha venido a ser de algún modo, la responsable también de que hayan quedado obscurecidos los dichos, tan claros, de Jesús sobre el reino de Dios como una entidad futura y sobre que ante todo sus elementos más visibles serán materiales (1ª fase).


Conclusión general de la serie


Cuando escriben sobre el reino de Dios según Jesús de Nazaret, los expositores cristianos por lo general hacen hoy día una reinterpretación y transposición profunda de las ideas de ese Jesús acerca del Reino. La figura y misión del Maestro, recordada y transmitida por tradición, es el fundamento del cristianismo (no hablo de «fundador»), aunque no sin cambios, pues es el cristianismo resultante una religión diferente al judaísmo.

De hecho, como hemos sostenido, esta transformación, a veces muy profunda y antitética con el pensamiento originario de Jesús, comienza inmediatamente después de la muerte de éste: recuérdese el discurso de Pedro en Pentecostés, cap. 2, con sus nuevas interpretaciones de Jesús a causa de su resurrección y su exaltación cabe el Padre. La interpretación de Pablo de Tarso, que se inicia quizás unos tres o cinco años después de la muerte de Jesús es mucho más radical y profunda. Y tras él siguen los evangelistas… y el resto de los escritores del Nuevo Testamento. Por ello la Iglesia de hoy tiene también todo su derecho histórico en predicar un concepto del reino de Dios acomodado al tiempo presente. Es, pues, una nueva y constante reinterpretación.

Sin embargo, no me parece correcto que la inmensa mayoría de los libros acerca de Jesús, de talante pretendida y expresamente científico e histórico (incluso el libro de J. A. Pagola como indicamos arriba), presenten al público una concepción del reino de Dios según Jesús que no es la de Jesús. Debe decirse claramente: lo que se escribe es una reinterpretación del pensamiento de Jesús y es conforme a derecho; la historia del cristianismo lo avala. Pero no deben presentarse las que son reinterpretaciones como si fueran el auténtico el pensamiento del Jesús de la historia.

La insistencia en un reino de Dios presente ya en Israel, que ha venido ya a la tierra durante el ministerio de Jesús, ofrecida al público sin muestra si quiera de duda razonable, y sobre todo con la solemne afirmación de que es lo más real, interesante y novedoso de la predicación de Jesús no me parece correcta. En tales libros, la diferencia de páginas –y de énfasis- otorgada al evento futuro del Reino y a la presencia o «venida ya actuada» del Reino suele ser abrumadora en pro de la segunda perspectiva. Que el Reino de Dios sea una «acción continuada del Padre», casi exclusivamente en el ámbito de la ética, y que ya empezó con la venida y acción de Jesús es algo que va contra todas las ideas judías y de Jesús mismo, y es algo que debe ser probado con lo textos más seriamente.

Como he sostenido, tales libros confunden los inicios, los preludios, las afirmaciones proléptico-proféticas, el comienzo del «tiempo de salvación» –como en otros profetas apocalípticos que se creen afortunados por vivir el final- con la venida del reino de Dios, y se presenta esta venida no como simplemente incoada, sino como efectivamente llegada y presente.

En realidad nadie debería de admirarse de la existencia en los Evangelios de dichos que parecen indicar un reino de Dios ya venido. Lo extraño sería, en mi opinión, lo contrario. Que un Jesús que, como otros profetas apocalípticos, se veía inmerso en la dicha y en la tortura de estar viviendo los momentos finales del mundo presente y los instantes preparatorios, breves y trascendentales, para la inauguración de un «nuevo eón» sería un personaje raro si no hubiese sentido en algunos momentos «que el reino de Dios estaba ya ahí». Al sentir los inicios de la derrota de Satanás en los exorcismos y sanaciones obradas por Dios a través de sus manos tenía necesariamente que sentir que la llegada del Reino se estaba acelerando y era casi palpable. Pero creo, a la vez, que si se le hubiese preguntado a Jesús si el reino de Dios había venido ya, y si estaba realmente presente, habría contestado con un no rotundo. Estimo que ese «no» apuntaba al pensamiento real de Jesús.

Sin embargo, lo que deduce cualquier lector de hoy leyendo los libros criticados en los inicios de esta serie (Pagola; Theissen- Merz; Dunn; R. Aguirre-C. Bernabé-C. Gil) es exactamente lo contrario: una impresión o una «certeza» que creo errónea, a saber, que lo verdaderamente importante en Jesús es que él creía que el Reino había llegado ya.

El que haya una corriente de investigación seria desde Johannes Weiss hasta hoy que pone seriamente en cuestión ese punto de vista exegético sobre que Jesús pensaba en un reino de Dios presente y ya venido, debería hacer a los exegetas mucho más prudentes. En la actualidad hay suficientes ejemplos de libros escritos por notables autores para actuar con esa prudencia, pero sus argumentos son generalmente ignorados.

Y con esto concluimos.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com



Viernes, 12 de Julio 2013

Notas

El Testimonium Flavianum (IV)
Hoy escribe Fernando Bermejo

Además del TF, hay otro pasaje de las Antigüedades Judías (XX 200) de Flavio Josefo en que se menciona a Jesús al hilo de una referencia a la muerte de Santiago: “el hermano de Jesús el llamado Cristo (adelphòs Iesoû toû legoménou Khristoû). Si este pasaje es auténtico o no tiene cierta importancia en el debate sobre la autenticidad del TF. A diferencia de este, el pasaje sobre Santiago ha sido considerado genuino por la mayoría de estudiosos. Entre las razones se encuentran las siguientes.

En primer lugar, Orígenes cita el pasaje sobre la muerte de Santiago en su Contra Celsum, obra escrita a mediados del s. III, de modo que el alejandrino parece haber confiado en que Josefo escribió ciertamente algo sobre la muerte de Santiago. Además, en tiempos de Orígenes parecen haberse guardado copias de las Antigüedades en Roma, lo que habría permitido a los paganos cultos a los que se dirigía el Contra Celsum comprobar las noticias (téngase en cuenta que los cristianos no se encontraban en la posición legal o social apta para manipular la obra). Además, la expresión usada por Orígenes en ese texto sobre Santiago, “adelphòs Iesoû toû legoménou Khristoû” (Contra Celsum I 47), muestra que estaba familiarizado con la caracterización de Santiago como “tòn adelphòn Iesoû legoménou Khristoû” (Ant XX, 200).

Además, el contenido del pasaje sobre Santiago no respalda la idea de una interpolación o alteración. El relato de Josefo no casa bien, por ejemplo, con lo que a mediados del s. II era la tradición cristiana sobre las fechas y las circunstancias de la muerte de Santiago. Además, las fuentes tardías sobre esta muerte no mencionan –como sí hace Josefo – que “otros” fueron ejecutados con Santiago, y a diferencia de Josefo no proporcionan información específica sobre los oponentes de Santiago.

Es también muy improbable que un falsario cristiano hubiera caracterizado a los simpatizantes de Santiago como estrictos observantes de la Ley, dado que los cristianos posteriores tendieron a dar una idea estereotipada de los fariseos y otros exponentes estrictos de la ley judía como los enemigos implacables de Jesús y de sus seguidores.

Otro argumento es que la expresión “Jesús llamado el Cristo”, aunque como tal no es derogatoria, sí implica una cierta distancia con respecto a la afirmación cristiana de que Jesús es efectivamente el Cristo. Esta distancia es incluso perceptible en el uso de la expresión en el Nuevo Testamento, en donde ho legoménos Khristós se emplea en cuatro ocasiones: una, para explicar a los lectores griegos que Mesías significa Cristo (Juan 4, 25); en dos ocasiones la expresión es utilizada por Poncio Pilato (Mt 27, 17.22); y una vez es usada por Mateo al comienzo mismo de su evangelio, para introducir a Jesús a sus lectores (Mt 1, 16).

Alice Whealey ha aportado otro argumento apenas utilizado con anterioridad, a saber, la implausibilidad de que un cristiano del s. II o III hubiera inventando un pasaje sobre uno de los hermanos de Jesús. A lo largo de la segunda mitad del s. II el mero hecho de que Jesús tenía hermanos (o incluso medio hermanos) se estaba convirtiendo en algo muy problemático en círculos cristianos. Esto es perceptible por ejemplo en el Protoevangelio de Santiago, que aunque nunca entró en el canon, tuvo sin embargo una influencia enorme sobre la visión cristiana de la familia de Jesús (Orígenes, por ejemplo, aprobaba sus ideas sobre la virginidad perpetua de María).

En suma, no parece haber argumentos de peso para rechazar la autenticidad del pasaje de Josefo sobre Santiago, y la mención a Jesús contenida en A. J. XX 200.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 10 de Julio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (3)

Continuamos el repaso a la Carta de Clemente a Santiago, reflejo fiel, como ya hemos dicho de la mentalidad de toda esta literatura. Como vamos viendo y veremos a lo largo del análisis in extenso de los textos, el autor, presunto siempre, tanto de esta carta como de la Literatura Pseudo Clementina, deja escapar de su pluma las ideas y las obsesiones que formarán el fondo de la obra en sus elementos fundamentales.

Como constatamos en días anteriores, la carta abunda en recomendaciones necesarias para la correcta administración de la comunidad cristiana. Recordemos que es Pedro el que habla en una larga recomendación a su sucesor Clemente. El obispo es el que preside y manda, pero junto a él aparece ya el conjunto de ministros y servidores, entre los que ocupan un lugar señalado los presbíteros. A ellos se dirige Pedro en el fragmento del capítulo VII de la carta. Y apunta a una especie de reparto de trabajos y preocupaciones. Es el momento y hora de la juventud con los problemas característicos de la edad. Ante todo, dice el texto, los presbíteros deben procurar un honesto matrimonio para los jóvenes, remedio de la concupiscencia, que dice la moral católica. La carta insiste en la misma idea en el sentido de que el matrimonio es la forma de escapar de los lazos de las pasiones, propias de la juventud.

Pero para el autor de la carta, relator de las palabras de Pedro, esas pasiones no son exclusivas de la juventud. Entre las ocupaciones de los presbíteros está igualmente la atención al matrimonio entre ancianos. Las personas mayores no están exentas de las tentaciones de la carne; en muchas de ellas se da también una akmaía epithymía (poderosa concupiscencia). El matrimonio es también en estos casos el remedio que aleja de la comunidad la peste de la fornicación y apaga el fuego amenazador del adulterio, en metáforas del autor.

El adulterio es, en efecto, un gran mal, hasta el punto de que ocupa el segundo lugar entre los pecados castigados. Sólo tiene delante al error. Ya hemos insistido en la obsesión del autor por la verdad, cuyo antónimo es el error, como ya hemos dicho. Es, pues, el error el mayor pecado, seguido por el adulterio; y nada libra a los equivocados el hecho de que vivan una vida de castidad. Este criterio recuerda la doctrina de Tertuliano en su De Pudicitia V. El capítulo de Tertuliano trata de la comparación del adulterio con la idolatría y el homicidio. El pecado más importante y rechazable es la idolatría. El segundo es, como en la carta de Clemente, el adulterio, situado en el lugar entre la idolatría y el homicidio.

En los capítulos VII y VIII de la carta se subraya la idea de que “la castidad es la principal preocupación de los presbíteros”. Una preocupación que el texto envuelve en un contexto metafórico. “Presbítero” es una denominación hebrea que va más allá del sentido etimológico de “anciano”. Pero como ancianos deben procurar la práctica de la castidad en la esposa de Cristo, que es la Iglesia. Pues la impureza es particularmente odiosa a los ojos de Dios. Es una idea que recorre todos los rincones de la literatura pseudo clementina. Pero se trata de una castidad dentro del matrimonio, porque la castidad absoluta como forma de vida no es en esta literatura como en el campo de los Hechos Apócrifos, donde la vida de castidad absoluta es una actitud de garantía de salvación. Según los Hechos de Nereo y Aquiles, la vida de castidad perfecta es calificada como la virtud más importante y apreciada después del martirio.

Es curiosa la apreciación de que la caridad viene a ser como el antídoto del adulterio, una caridad que está definida en este contexto con el término “filantropía”. El adulterio, comenta Pedro, reviste diversas formas. La primera de ellas es el hecho de que el marido no se contenta con su propia mujer, ni la mujer con su propio marido. Y así como el adulterio es un gran mal, “la filantropía es el más grande de los bienes”. Dentro de los márgenes de la filantropía, el texto enumera la ayuda a los huérfanos y a las viudas. Su necesidad forma parte de la preocupación de la comunidad cristiana. La ayuda a los necesitados incluye el cuidado de procurar a todos una forma de ganarse la vida.

Una de las recomendaciones es el fomento de las comidas en común, (literalmente “la participación en común de la sal”), de las que se deriva una comunión de sentimientos humanitarios. La ampliación de esta recomendación termina con la enumeración de las obras de misericordia: dar de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, visitar a los enfermos, ayudar a los prisioneros y a los extranjeros. En resumen practicar la filantropía con todos fomenta el ejercicio de las buenas obras, como lo contrario, la “misantropía” es el signo de los que no piensan en su salvación.

En respuesta al ruego de un amable lector, daré poco a poco la referencia de obras sobre esta literatura. Pongo en primer lugar la de ANDRÉ SIOUVILLE, Homélies Clémentines, Dijon, 1933, con prefacio de Christian Jambert. La espléndida traducción y las notas son de A. Siouville.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro


Lunes, 8 de Julio 2013
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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