CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero

Notas

El Testimonium Flavianum (IV)
Hoy escribe Fernando Bermejo

Además del TF, hay otro pasaje de las Antigüedades Judías (XX 200) de Flavio Josefo en que se menciona a Jesús al hilo de una referencia a la muerte de Santiago: “el hermano de Jesús el llamado Cristo (adelphòs Iesoû toû legoménou Khristoû). Si este pasaje es auténtico o no tiene cierta importancia en el debate sobre la autenticidad del TF. A diferencia de este, el pasaje sobre Santiago ha sido considerado genuino por la mayoría de estudiosos. Entre las razones se encuentran las siguientes.

En primer lugar, Orígenes cita el pasaje sobre la muerte de Santiago en su Contra Celsum, obra escrita a mediados del s. III, de modo que el alejandrino parece haber confiado en que Josefo escribió ciertamente algo sobre la muerte de Santiago. Además, en tiempos de Orígenes parecen haberse guardado copias de las Antigüedades en Roma, lo que habría permitido a los paganos cultos a los que se dirigía el Contra Celsum comprobar las noticias (téngase en cuenta que los cristianos no se encontraban en la posición legal o social apta para manipular la obra). Además, la expresión usada por Orígenes en ese texto sobre Santiago, “adelphòs Iesoû toû legoménou Khristoû” (Contra Celsum I 47), muestra que estaba familiarizado con la caracterización de Santiago como “tòn adelphòn Iesoû legoménou Khristoû” (Ant XX, 200).

Además, el contenido del pasaje sobre Santiago no respalda la idea de una interpolación o alteración. El relato de Josefo no casa bien, por ejemplo, con lo que a mediados del s. II era la tradición cristiana sobre las fechas y las circunstancias de la muerte de Santiago. Además, las fuentes tardías sobre esta muerte no mencionan –como sí hace Josefo – que “otros” fueron ejecutados con Santiago, y a diferencia de Josefo no proporcionan información específica sobre los oponentes de Santiago.

Es también muy improbable que un falsario cristiano hubiera caracterizado a los simpatizantes de Santiago como estrictos observantes de la Ley, dado que los cristianos posteriores tendieron a dar una idea estereotipada de los fariseos y otros exponentes estrictos de la ley judía como los enemigos implacables de Jesús y de sus seguidores.

Otro argumento es que la expresión “Jesús llamado el Cristo”, aunque como tal no es derogatoria, sí implica una cierta distancia con respecto a la afirmación cristiana de que Jesús es efectivamente el Cristo. Esta distancia es incluso perceptible en el uso de la expresión en el Nuevo Testamento, en donde ho legoménos Khristós se emplea en cuatro ocasiones: una, para explicar a los lectores griegos que Mesías significa Cristo (Juan 4, 25); en dos ocasiones la expresión es utilizada por Poncio Pilato (Mt 27, 17.22); y una vez es usada por Mateo al comienzo mismo de su evangelio, para introducir a Jesús a sus lectores (Mt 1, 16).

Alice Whealey ha aportado otro argumento apenas utilizado con anterioridad, a saber, la implausibilidad de que un cristiano del s. II o III hubiera inventando un pasaje sobre uno de los hermanos de Jesús. A lo largo de la segunda mitad del s. II el mero hecho de que Jesús tenía hermanos (o incluso medio hermanos) se estaba convirtiendo en algo muy problemático en círculos cristianos. Esto es perceptible por ejemplo en el Protoevangelio de Santiago, que aunque nunca entró en el canon, tuvo sin embargo una influencia enorme sobre la visión cristiana de la familia de Jesús (Orígenes, por ejemplo, aprobaba sus ideas sobre la virginidad perpetua de María).

En suma, no parece haber argumentos de peso para rechazar la autenticidad del pasaje de Josefo sobre Santiago, y la mención a Jesús contenida en A. J. XX 200.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 10 de Julio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (3)

Continuamos el repaso a la Carta de Clemente a Santiago, reflejo fiel, como ya hemos dicho de la mentalidad de toda esta literatura. Como vamos viendo y veremos a lo largo del análisis in extenso de los textos, el autor, presunto siempre, tanto de esta carta como de la Literatura Pseudo Clementina, deja escapar de su pluma las ideas y las obsesiones que formarán el fondo de la obra en sus elementos fundamentales.

Como constatamos en días anteriores, la carta abunda en recomendaciones necesarias para la correcta administración de la comunidad cristiana. Recordemos que es Pedro el que habla en una larga recomendación a su sucesor Clemente. El obispo es el que preside y manda, pero junto a él aparece ya el conjunto de ministros y servidores, entre los que ocupan un lugar señalado los presbíteros. A ellos se dirige Pedro en el fragmento del capítulo VII de la carta. Y apunta a una especie de reparto de trabajos y preocupaciones. Es el momento y hora de la juventud con los problemas característicos de la edad. Ante todo, dice el texto, los presbíteros deben procurar un honesto matrimonio para los jóvenes, remedio de la concupiscencia, que dice la moral católica. La carta insiste en la misma idea en el sentido de que el matrimonio es la forma de escapar de los lazos de las pasiones, propias de la juventud.

Pero para el autor de la carta, relator de las palabras de Pedro, esas pasiones no son exclusivas de la juventud. Entre las ocupaciones de los presbíteros está igualmente la atención al matrimonio entre ancianos. Las personas mayores no están exentas de las tentaciones de la carne; en muchas de ellas se da también una akmaía epithymía (poderosa concupiscencia). El matrimonio es también en estos casos el remedio que aleja de la comunidad la peste de la fornicación y apaga el fuego amenazador del adulterio, en metáforas del autor.

El adulterio es, en efecto, un gran mal, hasta el punto de que ocupa el segundo lugar entre los pecados castigados. Sólo tiene delante al error. Ya hemos insistido en la obsesión del autor por la verdad, cuyo antónimo es el error, como ya hemos dicho. Es, pues, el error el mayor pecado, seguido por el adulterio; y nada libra a los equivocados el hecho de que vivan una vida de castidad. Este criterio recuerda la doctrina de Tertuliano en su De Pudicitia V. El capítulo de Tertuliano trata de la comparación del adulterio con la idolatría y el homicidio. El pecado más importante y rechazable es la idolatría. El segundo es, como en la carta de Clemente, el adulterio, situado en el lugar entre la idolatría y el homicidio.

En los capítulos VII y VIII de la carta se subraya la idea de que “la castidad es la principal preocupación de los presbíteros”. Una preocupación que el texto envuelve en un contexto metafórico. “Presbítero” es una denominación hebrea que va más allá del sentido etimológico de “anciano”. Pero como ancianos deben procurar la práctica de la castidad en la esposa de Cristo, que es la Iglesia. Pues la impureza es particularmente odiosa a los ojos de Dios. Es una idea que recorre todos los rincones de la literatura pseudo clementina. Pero se trata de una castidad dentro del matrimonio, porque la castidad absoluta como forma de vida no es en esta literatura como en el campo de los Hechos Apócrifos, donde la vida de castidad absoluta es una actitud de garantía de salvación. Según los Hechos de Nereo y Aquiles, la vida de castidad perfecta es calificada como la virtud más importante y apreciada después del martirio.

Es curiosa la apreciación de que la caridad viene a ser como el antídoto del adulterio, una caridad que está definida en este contexto con el término “filantropía”. El adulterio, comenta Pedro, reviste diversas formas. La primera de ellas es el hecho de que el marido no se contenta con su propia mujer, ni la mujer con su propio marido. Y así como el adulterio es un gran mal, “la filantropía es el más grande de los bienes”. Dentro de los márgenes de la filantropía, el texto enumera la ayuda a los huérfanos y a las viudas. Su necesidad forma parte de la preocupación de la comunidad cristiana. La ayuda a los necesitados incluye el cuidado de procurar a todos una forma de ganarse la vida.

Una de las recomendaciones es el fomento de las comidas en común, (literalmente “la participación en común de la sal”), de las que se deriva una comunión de sentimientos humanitarios. La ampliación de esta recomendación termina con la enumeración de las obras de misericordia: dar de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, visitar a los enfermos, ayudar a los prisioneros y a los extranjeros. En resumen practicar la filantropía con todos fomenta el ejercicio de las buenas obras, como lo contrario, la “misantropía” es el signo de los que no piensan en su salvación.

En respuesta al ruego de un amable lector, daré poco a poco la referencia de obras sobre esta literatura. Pongo en primer lugar la de ANDRÉ SIOUVILLE, Homélies Clémentines, Dijon, 1933, con prefacio de Christian Jambert. La espléndida traducción y las notas son de A. Siouville.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro


Lunes, 8 de Julio 2013
Hoy escribe Carlos A. Segovia

Daniel Boyarin (Nueva Jersey, 1946) es profesor de estudios talmúdicos en la Universidad de California en Berkeley y autor de Espacios fronterizos: judaísmo y cristianismo en la Antigüedad tardía (Madrid: Trotta, 2013). Sus provocadoras investigaciones sobre la formación del judaísmo y el cristianismo en la Antigüedad tardía son hoy de referencia obligada en los medios académicos internacionales, donde han suscitado una estimulante discusión a la que los lectores españoles pueden ahora asomarse tras la reciente publicación de la edición española de Border Lines: The Partition of Judaeo-Christianity por parte de Edtorial Trotta.

El pasado 24 de mayo de 2013 Editorial Trotta publicó en su blog una breve entrevista, realizada en Madrid en abril de 2013 por Carlos A. Segovia y en la que el profesor Boyarin reflexiona sucintamente sobre la intención que preside su libro, su objeto de estudio y sus implicaciones. Reproducimos a continuación un extracto de la misma:

CAS: En tu obra Espacios fronterizos: Judaísmo y cristianismo en la antigüedad tardía(Madrid: Trotta, 2013), sugieres que la frontera entre el cristianismo y el judaísmo fue inicialmente mucho menos precisa de lo que acostumbramos a pensar. ¿Había hasta el siglo V diferentes maneras de reclamarse “judío”?

DB: Hasta donde yo sé, nadie necesitaba realmente reclamarse judío. Bastaba con formar parte del pueblo judío. Habitualmente, esto significaba haber nacido de padres judíos; o bien que uno de los padres lo era: supongo que generalmente el padre; salvo en los círculos rabínicos, en los que, como es sabido, se estableció el principio opuesto. En cuanto a ser cristiano, se trataba de una elección personal. Con la invención de las nociones de ortodoxia y herejía, se suscitaron numerosas luchas para mostrar que algunos de quienes se reclamaban cristianos no lo eran, pero hasta que no se creó un poder estatal capaz de articular con precisión tales límites esas diferencias fueron muy poco relevantes. No había, en principio, ninguna razón por la que uno no pudiera verse a sí mismo como ambas cosas —como judío y como cristiano—, puesto que se trataba de categorías diferentes.

CAS: ¿Cuándo tuvo lugar la “ruptura” entre el cristianismo y judaísmo? ¿Cuáles fueron los factores determinantes? ¿Y por qué se produjo?

DB: En rigor, no hubo tal ruptura. La noción de “judaísmo”, entendida como “la religión de los judíos”, es una invención cristiana: la inventaron ciertos cristianos de la Antigüedad que querían dotar al “cristianismo”, en tanto que religión igualmente inventada por ellos, de la figura de un “otro”. De hecho, y hasta la época moderna, los judíos casi nunca han empleado el término “judaísmo” con el significado que hoy solemos darle.

El resto de la entrevista puede leerse en el siguiente enlace:

http://www.trotta.es/blog/index.php/2013/05/24/repensando-la-identidad-de-judios-cristianos-y-musulmanes/
Domingo, 7 de Julio 2013
Hoy escribe Antonio Piñero

El Reino de Dios no acaba en la tierra según Jesús de Nazaret, sino que tiene otra fase absolutamente supramundana, definitiva, absoluta, eterna, feliz, en un nuevo paraíso (que como buenos judíos siempre tiene connotaciones materiales: cuerpos, sí, pero espiritualizados; una nueva tierra, un nuevo cielo y una nueva Jerusalén) con un segundo Gran Juicio y una derrota definitiva de Satanás. Entonces dará comienzo al «eón futuro» definitivo, en un paraíso pacífico, más idílico aún que el anterior y totalmente nuevo.

Jesús no es prolífico en describir este Reino, sino sólo como “vida eterna” se supone en el ámbito de Dios.

Así lo expresa un texto del Evangelio de Marcos

Los discípulos asombrados se decían unos a otros: “Y ¿quién se podrá salvar?”. Jesús, mirándolos fijamente, dice: “Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”. Pedro se puso a decirle: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora en este tiempo, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna” (10,26-30).

Tanto para Pablo como para el autor del Apocalipsis, la felicidad futura será estar con el Señor, y con su Padre, por siempre jamás.

La transformación del concepto tan judío, tan pegado a las esperanzas tradicionales de Israel del Reino de Dios sobre la tierra de Israel comienza ya en Pablo de Tarso. Esta transformación y reinterpretación consiste fundamentalmente en la eliminación de la primera fase del Reino de Dios, tan judía, tan «material», en nada aceptable en realidad por los posibles futuros converso de entre los gentiles del Imperio Romano.

El reino de Dios aparece solo 7 veces en las cartas auténticas de Pablo. Son las siguientes

I. A. 1 Tes 2,11-12: “11Sabéis perfectamente que tratamos con cada uno de vosotros personalmente, como un padre con sus hijos, 12exhortando, con tono suave o enérgico, a vivir como se merece Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria”.

B. La entrada en el Reino parece describirse en 1 Tes 4, 15-18:

“Mirad, esto que voy a deciros se apoya en una pala¬bra del Señor: nosotros los que quedemos vivos para cuando venga el Señor, no llevaremos ventaja a los que hayan muerto; 16pues cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta celeste, el Señor en per¬sona bajará del cielo; primero resucitarán los muertos en Cristo, 17luego nosotros, los que quedemos vivos, junto con ellos seremos arrebatados en nubes, para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. 18Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras”.

II. Gál 5,19-21: “Las acciones que proceden de los bajos instintos (lit. “obras de la carne”) son conocidas: lujuria, inmoralidad, libertinaje, 20idolatría, ma¬gia, enemistades, discordia, rivalidad, arrebatos de ira, egoísmos, partidismos, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. 21Y os prevengo, como ya os previne, que los que se dan a esas cosas no heredarán el reino de Dios”.

III. 1 Cor 4,18-20: “En la idea que de que no voy a ir donde vosotros, se han engreído algunos. 19 Pero iré pronto donde vosotros, si el Señor quiere; entonces conoceré no la palabrería de esos orgullosos, sino su poder, 20 pues no está en la palabrería el Reino de Dios, sino en el poder. 21 ¿Qué preferís, que vaya a vosotros con un bastón, o con amor y espíritu de mansedumbre?”

IV. 1 Cor 6,9.10: “¿Habéis olvidado que la gente injusta no heredará el reino de Dios? No os llaméis a engaño: los inmorales, idó¬latras, adúlteros, invertidos, sodomitas, 10ladrones, codi¬ciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios.”

V. 1 Cor 15,22-28: “Lo mismo que por Adán todos mueren, así también por el Mesías (“Cristo”) todos reci¬birán la vida (= ser vivificados = resucitar), 23aunque cada uno en su propio turno: como primer fruto, el Mesías; después, los del Mesías el día de su venida; 24luego el fin, cuando entregue el reinado a Dios Padre, cuando haya aniquilado toda soberanía, autoridad y poder (lit. “principados”, “potestades” y virtudes”) 25Porque su reinado tiene que durar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies; 26como último enemigo aniquilará a la muerte: 27pues «todo lo han sometido bajo sus pies» (Sal 8,7), aunque cuando diga: «Todo le está sometido», se exceptuará evidentemente el que le sometió el universo. 28Y cuando el universo le quede sometido, entonces también el Hijo se someterá al que se lo sometió, y Dios lo será todo en todos”.

VI. 1 Cor 15,50-55: “Quiero decir, hermanos, que esta carne y hueso no pueden heredar el reino de Dios ni lo ya corrompido here¬dar la incorrupción. 51Mirad, os revelo un misterio: no todos moriremos, 52pero todos seremos transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al son de la trompeta final. Cuando resuene, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados; 53porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad. 54Entonces, cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal de inmortalidad, se cumplirá lo que está escrito: «Sucumbió la muerte en la victoria». «Muerte, ¿dónde está tu victoria?, 55¿dónde está, muerte, tu aguijón?» (Os 13,14). 56El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la Ley. 57¡Demos gracias a Dios que nos da esta victoria por medio de nuestro Señor, Jesús Mesías!”.

VII. Rom 14,16-17: “Conque ese bien que tenéis, que no puedan deni¬grarlo, 17porque al fin y al cabo el reinado de Dios no consiste en comida o bebida, sino en honradez, paz y alegría que da el Espíritu Santo;18 y el que sirve así al Mesías, agrada a Dios y lo aprueban los hombres”.

Estos párrafos merecen un comentario por sí mismo que haremos en otra ocasión. Lo que me importa ahora es parar mientes en 1 Tes 4,15-18. Su simple lectura hace sentir al lector vívidamente cuán lejos está Pablo de un posible reino de Dios en este mundo y con bienes materiales como ciertamente pensó Jesús.

Dijimos anteriormente que también en el evangelio Mateo y en general el resto de los evangelios y en la literatura neotestamentaria hallamos ya claramente un olvido casi absoluto de la fase A, o terrenal, en Israel, del reino de Dios según la predicación de Jesús. El reino de Dios en Mateo propicia ya en lector el olvido de esta fase terrena del reino de Dios: presenta el juicio final (Mt 25), a Cristo como rey divino juzgando en él y la consumación del mundo de modo (los cabritos marchan a la condenación eterna), por lo que el lector piensa espontáneamente que el Reino es sólo ultramundano.

La fase material del Reino que intentamos fundamentar en la postal anterior se ha transmitido sólo por los elementos de la tradición, sobre todo en Marcos, que eran imposibles ignorar en una «biografía» de Jesús, y que son preciosos para elaborar con ellos el pensamiento del Jesús histórico por medio de las herramientas filológicas de los criterios de dificultad, discontinuidad y coherencia.

¿Por qué ha quedado tan en la sombra en la tradición cristiana la primera fase del Reino de Dios?

Resta por preguntarnos por qué no aparecen claramente en los Evangelios las dos fases del Reino de Dios si hemos afirmado que –según el testimonio de estos textos, bien analizados- debemos postular su existencia: dos Reinos de Dios, o dos períodos de él, y por qué no es ésta la doctrina que se enseña comúnmente en las Iglesias. La respuesta tiene que ver con una doble circunstancia: A) el momento de composición y B) la tendencia espiritual de los Evangelios, tanto sinópticos -Mateo, Marcos, Lucas- como tras ellos el de Juan.

A) Los escritos evangélicos canónicos se escriben entre el 70 y el 100 d.C., en un momento en el que ha fracasado la “misión a los judíos” por parte de la naciente Iglesia cristiana, es decir, ha concluido en fracaso el intento de convencer a los judíos de que el mesías había llegado ya, y que éste era Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por Dios. Entonces los grupos de cristianos dirigen su propaganda religiosa de captación de nuevos fieles, sobre todo a los paganos habitantes del Imperio romano.

Ahora bien, en el que podríamos denominar osadamente “mercado religioso del siglo I”, en el Mediterráneo oriental sobre todo, muy activo y bullente, pleno de filósofos itinerantes, de propagandistas de las religiones orientales y de los cultos de misterios, no tenía ninguna perspectiva de éxito insistir, en la propaganda de la nueva fe, en la primera fase del Reino de Dios predicado por Jesús. En efecto, ésta presentaba un mesías estrictamente judío, con un reino espiritual sí, pero ante todo de bienes materiales en una “Jauja” paradisíaca en la tierra de Israel. Era la primera fase de un Reino de Dios en la que había algunos felices fieles de procedencia gentil/pagana, pero muy pocos; los beneficiarios eran casi todos judíos. Después de la Gran Revuelta de los judíos contra Roma, que concluyó en el 70 d.C. con la destrucción de Jerusalén y su Templo, y con una animadversión general de los habitantes del Imperio contra los judíos…, no era nada recomendable ni presuntamente exitoso presentar un “Reino de Dios - Primera fase”, casi puramente judío, con un mesías judío y con resultado feliz casi sólo para judíos. Así que los evangelistas optaron por casi silenciar esta “Primera fase del Reino de Dios” e insistir en la Segunda, el Reino de Dios ultramundano. Esta tendencia fue continuada por la Gran Iglesia, cuyos miembros en el siglo II eran ya casi todos de procedencia gentil. Sus efectos duran hasta hoy en la predicación y catecismo cristianos.

B) En segundo lugar esta puesta en segundo plano de la “Primera Fase del Reino de Dios”, tan terrenal, tiene que ver con el talante espiritual de los Evangelistas. Los cuatro son seguidores de la reinterpretación paulina de la figura y misión de Jesús de Nazaret, que insiste desde luego en el valor salvífico de la cruz y resurrección de Jesús (el cuarto evangelista en menor grado), pero que presenta a Jesús no tanto como un mesías judío cuanto como el salvador universal de todos los hombres. Por ello los cuatro evangelistas restringen las expresiones sobre el Hijo del Hombre escatológico sólo al tiempo de Jesús. En las cartas auténticas de Pablo de Tarso, compuestas de veinte a treinta años después de la muerte del Nazareno, tanto la figura del “Hijo del Hombre” como la expresión tan judía el “Reino de Dios” apenas desempeñan función alguna.

Lo mismo ocurre con el resto de los escritos del Nuevo Testamento donde casi ni parece el “Hijo del Hombre”. La concepción paulina –como veremos- de un reino de Dios totalmente ultraterreno, tal como se deduce sobre todo de su idea del final del mundo en 1 Tesalonicenses 4 y 5, se corresponde ante todo con la Segunda fase del Reino de Dios, la postrera, ultraterrena. Pablo de Tarso, aunque creyente como Jesús en un fin inmediato del mundo, modifica un tanto la concepción del final…, como ocurre en su teología con muchos puntos de la religión y religiosidad de Jesús de Nazaret. Y tras los pasos del Apóstol han ido la mayoría de las iglesias cristianas, que son paulinas fundamentalmente.

El próximo día pondremos fin a esta serie

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Viernes, 5 de Julio 2013

Notas

David Brakke, "Los gnósticos"
Hoy escribe Fernando Bermejo

A partir sobre todo de los años 90, varios especialistas (e.g. Michael Williams, Rethinking Gnosticism; Karen King, What is Gnosticism?) han puesto en cuestión la validez de la categoría “gnosticismo”, en virtud de los problemas lógicos y epistemológicos que presenta: su aceptación presupone que textos y grupos muy diversos presentan una serie de rasgos en común cuando en realidad, al ser considerados con detenimiento, se puede comprobar que no los poseen, e incluso que en ocasiones se contradicen mutuamente. En este sentido, en los últimos veinte años se ha llevado a cabo una suerte de deconstrucción del “gnosticismo”, que aboga por el desmantelamiento de la categoría e incluso por la la evitación del adjetivo “gnóstico”.

Ahora bien, aun si optamos por rechazar “gnosticismo” como una categoría válida (algunos autores, como Birger Pearson, se han opuesto a esta inflexión), ello no significa, sin embargo, que tengamos que desterrar totalmente el término “gnóstico”. Parece posible identificar un movimiento cristiano específico cuyos miembros fueron conocidos concretamente como “los gnósticos”, que comparten una mitología y un ritual distintivos; esto implica que “gnósticos” puede ser usado como una categoría social, que corresponde a un grupo que se autodefinía como tal y que era también reconocido así por otros. Esta es la propuesta que especialistas como Bentley Layton o Alastair Logan han avanzado recientemente.

Una obra en la que esta propuesta es presentada de modo especialmente claro y ordenado es la de David Brakke, The Gnostics. Myth, Ritual, and Diversity in Early Christianity (Harvard University Press, 2010), que la editorial Sígueme ha tenido el gran acierto de publicar en castellano: Los gnósticos. Mito, ritual y diversidad en el cristianismo primitivo (Sígueme, Salamanca, 2013, Biblioteca de Estudios Bíblicos 140, traducción de Francisco J. Molina de la Torre) ha visto la luz recientemente en la colección dirigida por Santiago Guijarro y de la que se ocupa el excelente equipo humano que forma esta editorial.

Brakke, que se doctoró en 1992 en Religious Studies por la Universidad de Yale, es editor del Journal of Early Christian Studies y actual presidente de la International Association for Coptic Studies, y actualmente es profesor de historia del cristianismo en la Universidad de Ohio. Antes había publicado monografías significativas, como Athanasius and the Politics of Asceticism (Oxford UP 1995; Johns Hopkins UP 1998), y Demons and the Making of the Monk: Spiritual Combat in Early Christianity (Harvard UP 2006).

La obra de Brakke sobre los gnósticos, como el autor mismo reconoce en el prefacio de su libro, no es en su mayor parte original, pero ello no disminuye en modo alguno su importancia, también porque aunque sus principales argumentos son conocidos a los especialistas, no lo son para el gran público. El autor adopta una posición intermedia entre la adopción acrítica de un concepto genérico de “gnosticismo” y el rechazo de las categorías “gnósticos” o “mito gnóstico”, gracias en buena parte a una lectura crítica del Adversus Haereses de Ireneo.

Lejos de fáciles y apresuradas divulgaciones, la obra de Brakke ha sido pensada largamente y discutida previamente con otros especialistas, y la posición del autor difiere en algunos puntos de las de los autores cuya obra le sirve de principal referencia. Su relativa brevedad (164 pp. en la edición inglesa, 222 pp. en la castellana), su orden y su claridad –índice incluido- la convierten en una contribución importante, cuya lectura es francamente muy recomendable.

Por supuesto, es posible efectuar algunas observaciones críticas. Habría sido deseable quizás una conclusión que recapitulase las ideas principales del autor, y que la bibliografía no se limitase a las fuentes (el lector debe buscarla en las notas). Con unas pocas excepciones, la bibliografía es casi exclusivamente anglosajona. Aunque el público del autor parece ser anglófono, debería tenerse en cuenta la investigación alemana, francesa, italiana o española. Por lo demás, en una obra histórica, resulta extraña la referencia a “las décadas que siguieron a la muerte y resurrección de Jesús” (p. 147 de la traducción).

La edición española, en la que apenas se detectan erratas, tiene la ventaja de haber puesto las notas al pie, en lugar de como notas finales en la edición original, algo que los lectores agradecerán. La traducción es en líneas generales correcta. Solo aquí y allá se detectan algunos gazapos y detalles mejorables. Por ejemplo, en la p. 15 se afirma que el Evangelio de Judas “sobrevive únicamente en una traducción gnóstica”, aunque el original habla de una “Coptic traduction”: traducción copta. En la p. 20 se lee: “hoy los historiadores van más allá de Ireneo y afirman que el gnosticismo era una religión independiente”, pero el original inglés no generaliza tanto, pues tiene “historians today sometimes go beyond even what Irenaeus claimed…”. En la p. 25, al referirse a la biblioteca de Nag Hammadi, se dice que incluía obras de “‘cristianismos perdidos’, incluyendo los gnósticos”, pero algunas importantes comillas del original (including “Gnostic” ones) se han perdido –lo que podría generar perplejidad en el lector atento. A menudo, el término “scholars” (“estudiosos” o “especialistas”) se vierte por “exegetas”, lo que a menudo no es correcto (el libro suele tener en mente a historiadores del cristianismo, que no es lo mismo, y el inglés posee el término “exegete”). En la página 41, “Gnosticism” and Its Limits –un título referido al término “gnosticismo”– se traduce como “El ‘gnosticismo’ y sus límites”, lo que induce a confusión al lector. En alguna ocasión, el traductor se toma libertades excesivas, como cuando en las pp. 41-42 traduce “strongly” por “totalmente” o “many” por “innumerables”. En la p. 45, “la naturaleza […] distorsionada del ‘gnosticismo’” debería ser “la naturaleza […] distorsionante de ‘gnosticismo’”. En la p. 60, n. 8, “un importante exegeta” debería ser “una importante estudiosa”, pues se refiere a Simone Pétrement. “The Secret Book (of John)” es traducido como “El libro secreto (de Juan)”, pero a partir de la p. 66 se traduce como Apócrifo de Juan. En la p. 152, “las Escrituras sagradas” debería ser más bien “escritos sagrados”. Estos y otros pequeños detalles deberían corregirse en una eventual segunda edición.

Estas cuestiones menores no disminuyen sustancialmente, sin embargo, la calidad de esta publicación, ni la oportunidad de su aparición. Los responsables de Sígueme –una editorial en la que se toma en serio la relevancia cultural de lo que se ofrece, a menudo al margen de los intereses del mercado– han prestado una vez más un gran servicio a los interesados en los orígenes del cristianismo. Ahora, solo falta que el libro encuentre en el ámbito hispanohablante los muchos lectores que merece.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo

A continuación, otra prueba de la incurable estupidez e indignidad de las tribus humanas. Por si alguien quiere firmar:

https://secure.avaaz.org/fr/burma_the_next_rwanda_loc/?bVldtab&v=26554
Miércoles, 3 de Julio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (2)

Continuamos explicando los entresijos de esta carta introductoria a la literatura pseudo clementina entre dos personajes importantes en los albores del cristianismo. El valor de documento introductorio tiene un primer argumento en la presencia de ambos personajes. El autor presunto de esta literatura que lleva prendido en su epígrafe el nombre de Clemente y el hermano del Señor a quien Pedro tiene el interés de enviar el resumen de sus predicaciones.

Este detalle justifica la solemne afirmación de H. Waitz (Die Pseudoklementinen, Leipzig, 1904, pág. 2), en el sentido de que sin esta carta, no se comprenden ni las Homilías ni las Recognitiones. Esta afirmación abarca el perfil personal de ambos personajes y el núcleo de sus mentalidades, tal como aparecen manifiestas en esta literatura. El autor de la carta tiene interés evidente en que se conozca la personalidad del nuevo sucesor de Pedro en la cátedra de Roma y que Pedro le encargara de escribir sus discursos (tà kērýgmata Pétrou) y se los enviara a Santiago. Es un hecho innegable la presentación del ideario del autor de la carta, que coincide con el de toda esta literatura. Veremos, además, que la doctrina de Pedro es un elemento nuclear en la obra, presente en situaciones diversas y en contextos y temas muy amplios y diferentes.

Ya hablamos en el día anterior de la reticencia de Clemente en aceptar su nombramiento como obispo de Roma. A su humilde profesión de indignidad para el cargo, respondió Pedro con toda clase de argumentos llevados hasta el paroxismo. La Iglesia merece al mejor, y no hay otro mejor que Clemente; si lo hubiera, no tendría Pedro problema en elegirlo. Sabe muy bien por experiencia propia que el “regalo” que le hace es un conjunto de pesadumbres en forma de preocupaciones, angustias, peligros. Lo pone Pedro por delante, pero trata de compensar sus previsiones negativas con la prometida recompensa en los cielos, donde se ratificará la acción episcopal de Clemente con premios eternos.

Las circunstancias actuales exigen colaboradores que cesarán como tales cuando venga el Reino y no quede otro trabajo que la recogida de la cosecha de los frutos nacidos de la buena semilla de la palabra. Una consecuencia lógica, expuesta como aforismo sin titubeos, es la recomendación de Pedro: “Acepta el episcopado con alegría” (4,4). Como argumento importante, le recuerda Pedro que ha sido su maestro en el arte de administrar la Iglesia a favor de los que acuden a nosotros en busca de la salvación.

Continúa Pedro recordando las lecciones a las que alude. El obispo debe ser ajeno a los asuntos de este mundo. Temas, como la gestión económica, personal y como recomendación, nada tiene que ver con los deberes del que tiene como solicitud primaria la salvación de sus fieles. No siempre es fácil distinguir a los buenos y bien intencionados de los malvados. Una función esencial del obispo es la de presidir y enseñar. Los fieles son por definición “los que aprenden”, que en la versión de Rufino son los laicos (discentes, id est laici).

Presidir y enseñar es una manera de decir “gobernar”, lo que es lo mismo que la ocupación fundamental del obispo. Presidir equivale a desarrollar las enseñanzas salvadoras, responsabilidad que pesa sobre los hombros del docente. Esta obligación puede tener el matiz de un lazo en el que puede verse enredado el que enseña, si no sabe sortear los asuntos mundanos. Pues su defecto equivale a dejar a los fieles sin el alimento espiritual, que no es otro sino el conocimiento de la verdad, auténtica obsesión de esta literatura. Su consecuencia sería nada menos que la perdición de los que se extravían por las tinieblas de la ignorancia. Obispo docente, fieles discentes, verdad como antónimo no de la mentira sino de la ignorancia. Y en juego nada menos que la salvación eterna.

El obispo, recoge la misión encomendada a los apóstoles por su Maestro, “el heraldo de la verdad”. Un buen resumen es en labios de Pedro la insistencia de que la principal obligación del obispo es el cuidado de la Iglesia, su gobierno desde las perspectivas espirituales y la enseñanza de la verdad. Para asuntos temporales y materiales están los diáconos en el sentido y el contexto de su creación en los Hechos canónicos de Lucas, cáp. 6.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro

Lunes, 1 de Julio 2013
“Sobre las religiones” de Alexis de Tocqueville (452)
Hoy escribe Antonio Piñero

Cualquiera que haya leído la obra magna, opino, de Tocqueville “La democracia en América”, como es mi caso, sentirá en seguida una enorme curiosidad y respeto por adelantado ante esta obrita del gran maestro del análisis político y de la escritura clara y precisa, que fue Alexis de Tocqueville (1805-1859). Un amigo me ha regalado el libro y se lo agradezco sinceramente. He aquí la ficha completa:

Alexis de Tocqueville, Sobre las religiones. Cristianismo, hinduismo e islam. Edición de Jean-Louis Benoît. Traducción de Fernando Caro. Ediciones Encuentro. Serie “Filosofía”. Madrid 2013, 159 pp. ISBN: 978-84- 9920-168-9.

El título español de la obra que comentamos (“Notas sobre el Corán y otros textos sobre las religiones”) hace mejor honor al contenido de la obra, ya que el cristianismo es el que ocupa el mayor número de páginas.

La orientación general de la obra es la pregunta de Tocqueville acerca de uno de los impulsos de la Revolución francesa que cambia el “antiguo régimen” por uno “nuevo”: ¿Es una ventaja el intento de sustituir las formas religiosas por otras seculares e ideológicas? Y la respuesta –que viene de un personaje escéptico y racionalista— es que “el remedio es peor que la enfermedad”. La religión es necesaria en todas las sociedades, más aún en las democráticas.

No elude, pues, Tocqueville el aspecto político de las religiones, ni tampoco otro aspecto que hoy llamaríamos moral y existencial. Entonces, conforme a estas ideas directrices, prosigue Tocqueville estudiando y comparando tres religiones, hinduismo, islam y cristianismo en relación con las sociedades en las que se desarrollan. Es éste un enfoque sociológico de la aproximación a las religiones que hace de Tocqueville un pionero, un adelantado respecto al último cuarto del siglo XX cuando se hace casi “moda” en la investigación los aspectos sociales del cristianismo (Bruce C. Malina; Gerd Theissen; Abraham Malherbe, B. L. Mack, etc., y en nuestro país Rafael Aguirre, como introductor de la disciplina).

No es moderno, sin embargo, en algunas de sus conclusiones en este ámbito como que “las ideas generales sobre Dios y la naturaleza humana son las que le conviene (a la sociedad) sustraer a la acción habitual del pensamiento del individuo y de las que más tiene que ganar y menos que perder al reconocer una autoridad”. A la verdad, esta opinión es hoy insufrible,… pero quizás el pragmatismo de Tocqueville –y aun cierto cinismo-- lo lleve a pensar así, pues ciertamente para la sociedad y el gobernante (¡ante todo!) el rebaño es más fácilmente dirigible e incluso manipulable que el pensador libre. Esta idea se compensa con otra sentencia, que aboga por la separación Iglesia – Estado: “Las religiones deben permanecer en el ámbito que le es propio… no tratar de escaparse de sus límites… ni querer ampliar su poder más allá de los asuntos religiosos, con lo que se arriesgan a no ser creídas en ninguno”.

Respecto al hinduismo, Tocqueville formula un juicio muy severo: considera que es la peor forma de religión. Pudo ciertamente comenzar con buenas ideas, pero al establecer un vínculo intrínseco entre la religión y el perverso sistema de castas… se convierte en “una religión abominable, tal vez la única que valga menos que la incredulidad”. No me atrevo a juzgar el terrible juicio condenatorio de nuestro autor, pues no me siento competente para ver si dentro del hinduismo existen en verdad correcciones que hagan no válido este juicio… Quizás no. Pero sí es cierto que el hinduismo --que se ha convertido en la mayoría de sus practicantes ante todo en una religión interior, que ignora el proselitismo, que se mantiene separada de la política, la ciencia y el progreso tecnológico-- no se ha sentido en absoluto impedido en su incorporación al mundo moderno…, al menos exteriormente y en todo aquello que significa avance tecnológico e incluso social.

Los juicios de Tocqueville sobre el islam no están formulados de oídas, sino después de haber leído muy detenidamente el Corán. De hecho este libro que comentamos se transforma en algunas de sus páginas (de la 37 a la 47) en una guía de lectura del Corán, al que resume con cuidado por capítulos (no por azoras y aleyas). Pero, en general, su opinión del islam es muy dura, resaltando los aspectos guerreros del Corán y su fanatismo cierto, y considera que es retroceso respecto al evangelio.

El juicio global sobre el islam es el siguiente: “La doctrina de que la fe salva, que el primero de los deberes religiosos es obedecer ciegamente al Profeta, que la guerra santa es la primera de todas las buenas obras… tienen resultados prácticos obvios… Las tendencias violentas y sensuales del Corán chocan de tal modo a la vista que no concibo que escapen a un hombre con sentido común. El Corán es un avance sobre el politeísmo en cuanto que contiene conceptos más ciertos y más claros sobre la divinidad y abarca con una visión más amplia y nítida algunos deberes generales de la humanidad. Pero excita pasiones, y en este sentido no sé si no ha hecho más daño a los hombres que el politeísmo, que no siendo uno ni por su doctrina ni por su sacerdocio, jamás constreñía las almas muy de cerca, dejándolas tomar vuelo bastante libremente. Mientras que Mahoma ha ejercido sobre la humanidad un poder inmenso que creo, en definitiva, ha sido más perjudicial que provechoso”.

En Occidente hoy –pienso-- se opina de un modo semejante en general. Pero opino que es erróneo cualquier intento de convencer a los musulmanes la adopción de ideas políticas, por ejemplo, la democracia al estilo occidental, o religiosas, porque tampoco Occidente está para enseñar… si se considera la historia de violencia y crueldad que ha ido acompañando al cristianismo desde el siglo IV hasta hace muy poco. Cualquier evolución del islam ha de nacer desde dentro, y la única obligación que tenemos en Occidente, pienso, es colaborar y apoyar al islam moderado.

Tocqueville distingue también entre la religión islámica y los deberes sociales respecto a ella de los colonizadores. No olvida nuestro autor ciertos efectos negativos de la influencia de Francia en el norte de África sobre todo y ciertas consecuencias también negativas de su política colonizadora. Por ello insiste Tocqueville en respetar la religión musulmana, en condenar cualquier expolio y abuso por parte de Francia y en exhortar a las autoridades francesas para que ayuden a los musulmanes a levantar escuelas y mezquitas para educar adecuadamente a sus gentes.

El cristianismo y el catolicismo en particular ocupan la parte del león del presente libro (de la p. 91 hasta la 151). La actitud de Tocqueville sobre el cristianismo es ambivalente. Por un lado admira el mensaje general del Jesús de los evangelios, la implantación por parte del cristianismo de nuevos valores morales sobre el politeísmo al que sustituye…, y ve en esta religión el germen de la democracia futura y la exaltación de los valores y derechos del hombre. Sostiene, pues, que el cristianismo es muy superior como religión al hinduismo y al islam. Pero no acepta el dogma cristiano que considera mítico: él es personalmente un no creyente respetuoso.

Al contemplar la sociedad norteamericana, aboga decididamente Tocqueville por la separación de iglesia y estado siguiendo el ejemplo de los EE.UU. Allí observó más de cerca los valores del protestantismo; sobre todo el espíritu de libertad, que contagia la política y la Constitución…, pero critica también acertadamente que el protestantismo es un caldo de cultivo para la proliferación de sectas, muchas de ellas ridículas.

Del catolicismo critica Tocqueville la injerencia de los obispos sobre todo en los asuntos de la política; y su ambición terrena, que le lleva estar cerca del poder aunque sea no democrático; denuncia la lucha contra la libertad de enseñanza, aunque reconoce que el clero en general, al menos en Francia, estaba bien preparado intelectualmente. Otra crítica certera de Tocqueville al catolicismo es sobre su inflexibilidad para adaptarse al progreso intelectual de los tiempos, defecto que achaca a sus ataduras a los poderes terrenos… y sobre todo a los esquemas mentales, muy rígidos, que ha ido generando el catolicismo a lo largo de la historia. Su crítica a la postura antiliberal y reaccionaria del papa Pío IX es muy dura.

En síntesis: un libro breve y claro, muy interesante porque no sólo nos dibuja el pensamiento acerca de la religión y lo religioso de la intelectualidad francesa del siglo XIX, sino una disección válida también hoy de las tres religiones analizadas. Una palabra sobre la traducción: aunque no tengo el texto inglés delante, se nota que el traductor ha hecho bien su oficio. La traducción es buena, ya que se lee bien y su castellano es muy correcto. Un libro, pues, recomendable.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 28 de Junio 2013

Notas

El Testimonium Flavianum (III)
Hoy escribe Fernando Bermejo

La semana pasada ofrecí algunos ejemplos de autores que han abogado recientemente, sea por considerar que el Testimonium Flavianum es falso (no proveniente de Josefo) en su totalidad, sea por sostener íntegramente su carácter auténtico.

El hecho de haber comenzado facilitando algo de bibliografía sobre dos opiniones minoritarias y mutuamente contradictorias no significa en modo alguno que quien escribe estas líneas se oponga a la idea mayoritaria según la cual el textus receptus es básicamente de Josefo, con la excepción de algunas interpolaciones posteriores. En modo alguno, pues yo comparto en este caso –como en su momento argumentaré – lo básico de la opinión mayoritaria.

El motivo es un caveat, no por elemental menos necesario: el de advertir que, en el examen del TF, conviene tener mucho cuidado con las precomprensiones al uso. De hecho, como veremos, uno de los aspectos que genera las discrepancias es la pretensión, por parte de algunos autores, de que ciertos segmentos del texto no dicen lo que parecen querer decir (son paradigmáticos, a este respecto, trabajos como los de Ulrich Victor o Serge Bardet). En este sentido, y solo en este, conviene a mi juicio comenzar prestando atención a los argumentos esgrimidos por los defensores de las opiniones minoritarias.

Por lo demás, debe tenerse en cuenta que adoptar la opinión mayoritaria (texto original de Josefo + interpolaciones posteriores) no implica en modo alguno haber llegado al final de la discusión. En efecto, existen dos posiciones encontradas en la investigación: la de quienes opinan que el texto original (no retocado) de Josefo era hostil hacia Jesús, y la de quienes sostienen que ese presunto texto original tenía una visión “neutral” sobre el predicador galileo.

Esta última subhipótesis es hoy en día la opinión mayoritaria sobre el texto. Después de que diversos autores muy respetados (Geza Vermes, John P. Meier, Gerd Theissen…) la hayan sostenido, se ha convertido en algo parecido a una nueva ortodoxia, repetida por doquier. Entre los trabajos clásicos de esta posición pueden citarse los siguientes:

C. Martin, “Le ‘Testimonium Flavianum’. Vers une solution définitive?”, Revue Belge de Philosophie et d’Histoire 20 (1941), 409-465.

G. Vermes, “The Jesus Notice of Josephus Re-Examined”, Journal of Jewish Studies 38 (1987), pp. 1-10.

J. P. Meier, “Jesus in Josephus: A Modest Proposal”, Catholic Biblical Quarterly 52 (1990) 76-101. Las posiciones de Meier son retomadas en el volumen I de su Un judío marginal.

G. Theissen – A. Merz, Der historische Jesus. Ein Lehrbuch, Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht 1996; traducción castellana en Sígueme, Salamanca).

En su momento examinaremos sus argumentos.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 26 de Junio 2013
Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos

La Carta de Clemente a Santiago (1)

De lo que denominamos “Preliminares de las Homilías”, poseemos los tres documentos, dos de los cuales han sido referidos y comentados en los días anteriores. Son La Carta de Pedro a Santiago y el Compromiso Solemne (Diamartyría) de los que han recibido los libros de las Predicaciones de Pedro. Ambos nos ofrecen datos interesantes para el conocimiento de la mentalidad y las intenciones de toda esta literatura. Hoy comenzamos la revisión del tercero de estos documentos que es la Carta de Clemente a Santiago, larga y abundante en detalles importantes.

En el escrito de presentación de las Recognitiones, dirigido al obispo Gaudencio, habla Rufino de esta carta, cuya versión omite por dos razones: Porque la considera posterior cronológicamente a otros escritos de esta literatura y porque ya fue traducida y editada por él en otro momento. Hace también una descripción breve, pero completa de los elementos esenciales de su contenido. Clemente escribe a Santiago, el hermano del Señor, para anunciarle la triste noticia de la muerte violenta del apóstol Pedro.

Le comunica igualmente que Pedro nombró al mismo Clemente como obispo y sucesor en su sede y en su cátedra. Y resuelve a su manera la aporía que surge sobre los datos concretos de esta sucesión. Los nombres de Lino y Cleto, que figuran en las listas de los sucesores de Pedro, habrían sido una especie de obispos auxiliares, que se ocupaban de los problemas de la Iglesia de Roma durante los viajes y ausencias de Pedro. La designación de Clemente como sucesor de Pedro sería para después de la muerte del Apóstol. De todos modos, estas vacilaciones sobre una sucesión bien conocida en Roma son una demostración palmaria de que loa carta no fue escrita precisamente en la Ciudad Eterna.

Pongo el principio del escrito porque ofrece matices interesantes. Dice así el presunto autor de la carta: “Clemente a Santiago, señor y obispo de obispos, que dirige la santa iglesia de los hebreos de Jerusalén y las que en todas partes, por la providencia de Dios, están bien fundamentadas, y a los presbíteros y diáconos y todos los demás hermanos, paz por siempre”. Señalamos la importancia, ya constatada en otras comunicaciones, de Santiago, el hermano del Señor. Su cartel de “obispo de obispos” parece situarlo en la cumbre de la jerarquía universal. Así lo sugieren las referencias a su categoría de director de la iglesia de Jerusalén y de las que en todas partes están bien fundamentadas.

Está clara la autoría del documento para el responsable de esta literatura. El Clemente, sucesor de Pedro en la cátedra de Roma ofrece noticias personales de su relación con Pedro y su ministerio junto al Príncipe de los Apóstoles. Es, sin embargo, uno de los problemas que suscita esta carta, relacionado naturalmente con el problema de su autor. Para muchos investigadores, formaría ya parte del Escrito Básico de las Pseudo Clementinas (GrundSchrift).

Un detalle sorprendente es su relato de la consagración episcopal de Clemente, paralela a la de Zaqueo como obispo de Cesarea en la Homilía III 60-72. El paralelismo en la estructura del relato y hasta en el lenguaje terminológico provoca una nueva cuestión sobre al original de ambos relatos. Para C. Schmidt, sería el relato de la consagración de Clemente, imitado más tarde por el redactor de las Homilías. Lo que llama la atención es la extensión distinta de los relatos. El de las las Homilías ocupa 13 capítulos, los 60-72 de la Homilía III; el de las Recognitiones apenas viene recogido en el Libro III, cap. 66. El talante de la carta deja entrever un interés en el hecho de que Santiago conozca quién es el sucesor de Pedro, del que comunica abundantes datos identificativos de su personalidad.

Pero después del saludo inicial, el autor introduce un elogio de Pedro, al que califica de “fundamento de la Iglesia” y el “primero de los Apóstoles”. Subraya el trato especial que Cristo le dispensó. Incluso le cambió el nombre de Simón a Pedro para destacar su fortaleza como roca viva sobre la que la Iglesia desafiaría los ataques y las tempestades que encontraría en su camino. Pedro hubo de afrontar las pesadumbres de su ministerio llevando la luz a la parte más tenebrosa del mundo, que era el occidente.

Después del anuncio de la muerte violenta de Pedro, cuenta la elección de un sucesor bien dotado para heredar la misión de jefe de la Iglesia. La inicial reticencia de Clemente, casi rechazo del cargo de obispo, da paso a un elogio generoso del personaje, que bebió su formación doctrinal de labios de Pedro, así como las normas de la administración de la comunidad cristiana y la dirección de los fieles hacia la verdad y la salvación. Clemente recibió la orden de atar y desatar en la tierra con decisiones que serán ratificadas en el cielo.

Ante las humildes protestas de Clemente, que no se considera digno del encargo que se le confía, cuenta el autor la respuesta de Pedro en el sentido de que elegiría a otro en el caso difícil de que pudiera encontrar a otro mejor y más idóneo para la misión de gobernar la Iglesia. No debe Clemente negar su colaboración en unos momentos en que el Maligno ha emprendido una lucha sin cuartel contra la esposa de Cristo.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro










Lunes, 24 de Junio 2013
Hoy escribe Antonio Piñero

Mis conclusiones son las siguientes

A. No encuentro ni una sola frase atribuible al Jesús histórico que me obligue a pensar que éste defendía la presencia actual del Reino, a saber que el reino de Dios había llegado ya. Ni siquiera en Lucas 11,20. Estoy de acuerdo con C.C. Caragounis (Se trata de un resumen de la doctrina de Jesús para un artículo de diccionario: C.C. Caragounis, «Kingdom of God/Kingdom of Heaven», en J. B. Green-S. McKnight (eds.), Dictionary of Jesus and the Gospels, Intervarsity, Downers Grove 1992, p. 424) en que no hay un solo dicho sobre el reino de Dios en la tradición de Jesús que «exija de modo constringente ser interpretado como alusivo a un reino de Dios presente».

B. No veo razón alguna convincente para que la contundente realidad del Reino futuro según Jesús quede obscurecida en tan alto grado en los tratamientos librescos tanto científicos como populares. O incluso a veces que se haga decir a Jesús implícitamente lo contrario de lo que él pensaba, comentando en muy pocas páginas el «reino de Dios futuro» y triplicando o cuadruplicando las páginas otorgadas a la presencia y venida real del reino de Dios, cuando la base textual de esta presencia es en realidad un solo pasaje… y al menos dudoso.

C. Tampoco encuentro razón alguna convincente de que sistemáticamente se obscurezca, o que se interprete simbólica o metafóricamente, el aspecto en parte material, geográfico, espacial y temporal, del reino de Dios futuro según Jesús. Quien se introduzca en la mentalidad de los judíos del siglo I, sentiría que para ellos el reino de Dios -aunque se viera aún como futuro- ha de concebirse como algo bien real, un evento concreto, sensible y palpable. A quien les hablara de que es un «símbolo» o «metáfora» podrían tenerlo por loco.

En lo que sigue esbozaré unos apuntes para la continuación de la perspectiva esbozada en estas notas críticas.

1. A partir de las premisas de que el reino de Dios según Jesús poseerá bienes materiales y espirituales, y que será un evento concreto, espacio-temporal, en la tierra de Israel, renovada y restaurada, el investigador de hoy puede pensar que –según esa mentalidad reconstruible del Jesús histórico- el reino de Dios futuro habría de tener dos fases:

A. Una «acá abajo», en la tierra de Israel

B. Una fase absolutamente supramundana /celeste, definitiva, absoluta, eterna, feliz, en un nuevo paraíso


Inicio hoy este tema con la fase primera:

A. Una «acá abajo», en la tierra («(Aquí) el ciento por uno y luego la vida eterna», sentencia muy clara en Mc 10,30; más difusa pero suficiente en Mt 19,29). Un Reino divino cuya «constitución» o norma de gobierno sería la ley de Moisés, cuya estructura sería teocrática (gobierno del mesías y sus discípulos); cuyos bienes serían sin duda espirituales, pero también materiales (el símbolo principal de este reino es el “banquete” y la hartura que produce), y cuya duración no se especifica nunca.

En la última fase de la vida de Jesús, este Reino vendría a la tierra de Israel tras su muerte y resurrección, que habrían de operar como evento acelerador de la voluntad omnímoda de Dios (sea como fuere la exacta interpretación), que es el único que instaurará su Reino; pero será muy pronto, en vida de sus discípulos más inmediatos.

Si es lícito reconstruir la duración temporal de esta primera fase del Reino según Jesús a partir de las noticias de su discípulo Juan, autor del Apocalipsis (cap. 20), este reino podría durar mil años.

Estaría compuesto por los fieles a Jesús supervivientes a la destrucción de los enemigos de Israel y por los resucitados después de la resurrección del Maestro, tras la persecución y muerte sufrida en su nombre. Algunos gentiles participarán de este Reino, pero la mayoría de los paganos –de acuerdo con los profetas, Tritoisaías sobre todo- se mantendrían a prudente distancia, alejados, pero con gran respeto por el Israel restaurado. El Templo, aniquilado, sería reconstruido no por mano humana, sino por la divinidad, y sería el centro de la adoración a Dios en la tierra renovada. Los gentiles mirarán hacia él como lugar posible de adoración del Dios verdadero por todos los seres humanos que lo deseen.

La duración de aproximadamente mil años se acomoda al principio apocalíptico de que el «final es una repetición de los orígenes»: antes del diluvio, la historia de los patriarcas nos cuenta que todos ellos vivieron sobre la tierra unos mil años. Sólo después del diluvio la vida de los hombres quedó limitada a ciento veinte años (Gn 6,3).

En esos mil años no habría diversos nacimientos de generaciones diferentes, no habría necesidad de matrimonio alguno, porque los agraciados con ese Reino serán como ángeles (Mc 12,25; por tanto esta sentencia de Jesús no se refiere al reino supramundano, celeste, sino al material, de aquí abajo, pero en las circunstancias especiales del milenio). Los mismos que comenzaron el Reino (ya resucitados expresamente para él; o bien que entraron en el Reino aún en vida) durarían en él hasta el final, al cabo más o menos de esos mil años. Esta fase es de algún modo el «eón futuro», pero no el definitivo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Viernes, 21 de Junio 2013
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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