Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
En algún momento del libro Antony Flew llega a expresar y abonar la idea de que el Dios de David Conway, el colega británico en el que se apoya repetidas veces, es “el Dios de Aristóteles”. Escribe Flew en p. 89: “El Dios que defendemos Conway y yo es el Dios de Aristóteles: “En suma Aristóteles adjudicó los siguientes atributos al Ser que, en su opinión, era la explicación del mundo y su forma más absoluta: inmutabilidad, inmaterialidad, omnipotencia, omnisciencia, unicidad, indivisibilidad, bondad perfecta. Hay una coherencia impresionante entre ese conjunto de atributos y los que son predicados de Dios por la tradición judeocristiana”. En mi opinión esta afirmación es dudosa en extremo: 1. La “bondad perfecta” no incluye en sí la idea de “Persona”, lo cual es esencial para la “tradición judeocristiana”. Incluir esta noción en la definición de Dios iría contra el sistema aristotélico, en mi opinión. 2. En cuanto a “existencia necesaria”: pienso que Aristóteles jamás creyó en la existencia real de ese Dios (denominado a veces por él la “divinidad” o “lo divino” = to theion en griego, lo que sin duda rechaza el politeísmo), cuya definición sintetiza designándolo como “forma absoluta sin materia alguna”. Ahora bien, tal entidad, que actúa como “Primer Motor” o “Causa final” lógica de todo el universo, no existe en realidad. Es sólo una explicación lógica del universo y de cómo este actúa, sobre todo cómo actúa hacia un fin (teleológicamente). Es un modo cómo el ser humano reflexivo trata de explicarse a sí mismo el universo y su funcionamiento. Explico estos dos puntos: 1. La divinidad aristotélica no es persona. Es cierto que no se puede responder a esta cuestión claramente porque Aristóteles no se plantea el tema expresamente. Ni se le ocurre. Pero se puede deducir del conjunto de su sistema. Por un lado, parece que Aristóteles habla de un Dios personal y que habla de la felicidad de Dios… cuando escribe que siendo Dios el “pensamiento del pensamiento” no puede pensar más que en sí mismo y que esto le produce felicidad. Aparte de la observación de que Aristóteles está usando aquí –indebidamente quizás— un lenguaje figurado, es claro que se puede razonar del modo siguiente dentro de su sistema: sólo una persona podría ser feliz. Ahora bien, ser persona significa un ser que tiene conciencia de ser un individuo existente. Ahora bien, Dios como forma absoluta es el universal absoluto. Y el universal absoluto no puede ser un individuo, no puede ser una persona, sino un concepto; y por lo tanto es muy difícil dentro del sistema que pueda ser concebido como pleno de “bondad”, salvo lógica o metafóricamente. 2. Según Aristóteles algo puede ser real pero a la vez no ser una entidad verdaderamente existente. Ejemplo: el concepto “patria” es real porque es capaz de producir variados efectos (de sobra conocidos como morir o matar por la “patria”). Pero a la vez es evidente que “patria” como mero concepto que es no tiene existencia real. Dios, o la divinidad, según Aristóteles es la forma absoluta. Ahora bien, según su sistema, todo absolutamente todo ha de existir como compuesto de “materia y forma” (por ello el sistema se denomina “hilemorfismo”, donde hýle significa “materia” y morphé, “forma). Aristóteles afirma que no puede existir la materia pura, sólo materia, sin algún tipo de forma; y de igual modo sostiene que no puede existir la forma absoluta, sin materia. Dado que Dios es pura forma absoluta, no puede existir de acuerdo con las premisas del sistema. Podría objetar alguien que Dios podría ser forma absoluta porque está fuera de la materia, por tanto no sujeto a condicionante alguna. La respuesta es: en el sistema de Aristóteles eso parece imposible, puesto que supondría que la forma absoluta tendría que crear la materia desde la nada. Esa concepción es radicalmente ajena al sistema aristotélico. Por tanto, el Dios de Aristóteles es el Primer Motor, la Causa final de todo, pero solo como una condición lógica, como premisa para entender el cosmos y para aclarar cómo este aspira siempre a la perfección (es decir, es como si estuviera atraído por la “Causa final” o impulsado por el “Primer motor”. Pero en sí esa divinidad no existe. En mi opinión, Aristóteles fue uno de los primeros ateos prácticos de la historia. Por último: una postrera dificultad a la llegada hacia Dios postulada por Flew se halla en su definición de Dios como Espíritu, totalmente opuesto y superior a la materia. En este caso, y por muchas vueltas que se le dé, es muy difícil encontrar una razón suficiente para explicar por qué un Dios espiritual, omnisciente, omnipotente y totalmente feliz en sí mismo, haya podido crear la materia, es decir, el universo entero material. Esa creación no parece tener sentido alguno. De hecho este el problema que percibió nítidamente Aristóteles en el sistema de su maestro Platón: siendo el mundo de las ideas, absoluto, eterno, inamovible, sin defecto alguno, nao hay razón alguna para que esas ideas absolutamente perfectas se vean reflejadas en la materia. Precisamente por ello construye Aristóteles su sistema lógico de comprensión del universo en el que se presume que la materia es eterna y en el que la Forma absoluta, el Primer Motor inmóvil actúa sólo como explicación lógica del porqué existe un universo tal cual es con materia inorgánica, orgánica, animales, ser humano, estrellas en progresión siempre ascendente impulsado por el deseo de alcanzar la Forma absoluta, que es en si inalcanzable. En síntesis: • El Dios al que llegan las disquisiciones de Flew no es un Dios personal. Por tanto, no es el Dios de la revelación cristiana y no puede garantizar una supervivencia al ser humano después de la muerte • Ese Dios como explicación del mundo es muy parecido a la Razón universal de los estoicos antiguos o a la Naturaleza de Baruch Spinoza. • No es fácil encontrar una razón de por qué el Espíritu absoluto y perfecto, inamovible, feliz y omnisciente sienta “necesidad” o “conveniencia” de crear la materia, que es un escalón totalmente degradado respecto al ámbito espiritual. • En cualquier caso si esa divinidad fuera persona, estallaría ante la magnitud del mal y del dolor humano. La solución de los estoicos y de Spinoza a esta última cuestión es que el espíritu no se distingue cualitativamente de la materia, sino cuantitativamente. Por ello desde el espíritu a la materia no hay un paso infranqueable. Son entidades del mismo orden. Solo que el espíritu tiene una cualidades que la hacen aparecer a nuestra imaginación como distinta. Por ello, la Razón universal que es la explicación de todo el orden del mundo, puesto que está dentro de todo, permeando todo e invadiéndolo de su calidad, sería la más sublime expresión de la materia, aquella en la que parece estar en un escalón decididamente elevado o superior. En esta suposición la “vida” del ser humano después de la muerte, no sería una inmortalidad personal. Por así decirlo la parte razonable del ser humano, lo que llamamos “alma”, se disolvería como un átomo en la Razón universal. Lo que no quedaría claro en esta hipótesis es qué grado de consciencia tendría cada uno de esos átomos En los próximos días, y ya como final, pasaremos a comentar los dos apéndices del libro. A.: “El nuevo ateísmo. Una aproximación crítica a Dawkins, Dennett, Wolpert, Harris y Stanger, de Roy Abraham Varghese y B.: “La autorrevelación de Jesús en la historia humana. Un diálogo sobre Jesús con N. T. Wright. Seguiremos, pues. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Miércoles, 26 de Diciembre 2012
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Hoy escribe Fernando Bermejo
Hemos visto ya que las argumentaciones tomistas justificativas de la pena de muerte, desarrolladas de forma sistemática, tendrían eco a través de los siglos, y de hecho siguen estando muy difundidas, hasta hoy, en el mundo católico. A la hora de justificar la pena capital, no obstante, los protestantes tampoco se han quedado atrás. Baste citar el artículo 16 de la Confesión de Augsburgo (1530) -“De rebus civilibus”-, que enseña que “entre las leyes y normas de buen orden establecidas” figura también “el derecho de administrar justicia y dictar sentencia según las leyes imperiales y otras normas usuales, castigar con la espada a los malhechores y hacer guerras justas”. Los reformadores fundan en la función de la autoridad la facultad de imponer y aplicar la pena capital: la autoridad ha recibido por disposición divina la función de castigar, el ministerio de la espada. En particular, varios reformadores propugnaron la licitud de la pena capital contra los miembros de la llamada "Reforma radical" (v. gr. anabaptistas), porque consideraban que su negación equivalía a poner en tela de juicio la función y legitimidad de la autoridad secular. Para una concepción tan centrada en la prevención del crimen, la pena capital era una forma lícita de castigo, si bien Lutero recomendaba -en plena consonancia con el equívoco comportamiento de los católicos- la benignidad de un amor razonable y de la epiqueya. Consciente o inconscientemente, el cristianismo se confabula así con el poder temporal para cerrar herméticamente el círculo armonioso del orden político. La sociedad destruye físicamente el cuerpo hostil o enojoso con la autorización divina, pero garantizando siempre que sus esfuerzos se dirigen a salvar para Dios el alma de la víctima. Las últimas palabras de las sentencias de muerte dictadas durante siglos y siglos recogen el deseo de que “Dios tenga piedad del alma del condenado”, una piedad que los jueces no creen conveniente tener con su cuerpo. De modo fraterno o acusador, la religión cristiana y sus representantes -a veces, hermandades o cofradías piadosas- han querido estar siempre presentes en el último trance de los condenados a muerte, para tratar sencillamente de que se consuelen con su suerte. Como escribió Larra en alguna ocasión, “gran consuelo debe ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno”. Feliz solsticio de invierno, feliz Navidad.
Miércoles, 26 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Martirio y sepultura de Bartolomé El episodio quinto de la Pasión de san Bartolomé cuenta de la conversión del rey Polimio y de su bautismo en compañía de toda su familia. Con él se había convertido todo su ejército y todo el pueblo, dice el narrador con evidente hipérbole. También habían creído y se habían bautizado todos los habitantes de las ciudades vecinas. El rey se había quitado la corona y se había despojado de la púrpura. Su retirada del poder fue aprovechada por los pontífices con la complacencia del sucesor de Polimio, su hermano mayor, de nombre Astriges. Los pontífices se dirigieron al nuevo rey para denunciar la conducta de su hermano, que se había sometido al mago extranjero, el que usurpaba los templos y destruía a sus dioses (c. 8,1). Lo mismo contaban entre lágrimas los pontífices de otras ciudades. El mago los había dejado en la miseria. El rey Astriges, lleno de indignación, envió a mil soldados para que detuvieran a Bartolomé y se lo llevaran atado. Cuando lo tuvo delante, le preguntó si era él quien había pervertido a su hermano. La respuesta del apóstol ocultaba su decisión tras un juego de palabras: “Yo no lo he pervertido, sino que lo he convertido” (c. 8,2). El rey continuaba su interrogatorio preguntando a Bartolomé si era el que había hecho trizas las estatuas de sus dioses. El apóstol contó la realidad concreta. Había sido él quien, hablando a los demonios, que moraban en los ídolos, les ordenó que los destruyeran para que los hombres abandonaran el error y creyeran en el único Dios, creador de cielos y tierra. El rey recurrió a las amenazas. De la misma manera que Bartolomé consiguió que su hermano abandonara a su dios para creer en el Dios cristiano, él haría que el apóstol abandonara a su Dios para creer en el dios del país y le ofreciera los acostumbrados sacrificios. Bartolomé respondió con la referencia de sus hechos. Había mostrado atado al demonio que Astriges veneraba, y le había obligado a destruir su propia imagen. Retaba luego al rey para que hiciera lo mismo con el Dios de los cristianos. Si lo hacía, se comprometía Bartolomé a ofrecerle sacrificios. Pero si no lo conseguía, el apóstol destruiría a todos los dioses del rey, quien tendría que creer en el Dios único y verdadero de Bartolomé. En ésas estaban cuando le llegó al rey la noticia de que su dios Vualdat había caído de su altar y se había hecho trizas. El rey, en el colmo de su indignación, rasgó sus vestiduras de púrpura, “mandó azotar al santo apóstol Bartolomé; y después de azotarlo, lo mandó decapitar” (c. 9,1). El códice Véneto Marciano 362 añade en este pasaje el detalle de que el rey mandó que le arrancaran la piel y luego lo decapitaran. Es un detalle concreto de la tradición extendida en la comunidad cristiana. Bartolomé fue despellejado vivo antes de ser decapitado. Miguel Ángel daba artístico testimonio de esta tradición en el fresco del Juicio Final en la Capilla Sixtina. Llegó entonces una turba numerosa de doce ciudades que habían creído en la fe de Bartolomé, recogieron su cuerpo en compañía del mismo rey y se lo llevaron con toda solemnidad. Construyeron una basílica espléndida, en la que depositaron sus sagrados despojos. A los treinta días, llegaron a la basílica del apóstol el nuevo rey y los pontífices, poseídos por los demonios. Todos confesaron muy a pesar suyo la dignidad apostólica de Bartolomé. Enseguida salió un demonio que los asaltó y estranguló. Era evidente que, a pesar de muchos pesares, los enemigos del Apóstol no se habían salido con la suya. El poder de los Apóstoles seguía actuando incluso después de la muerte. Los demonios no habían podido defender a sus protegidos del influjo inevitable de su enemigo. Por el contrario, los habían castigado por haber cedido creyendo en la dignidad y en el poder del apóstol de Cristo, Bartolomé. (Detalle del Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina) Saludos cordiales y felicies fiestas. Gonzalo del Cerro
Lunes, 24 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como vemos, los argumentos, más complejos quizás que las cinco vías de Santo Tomás, se reducen en realidad a uno solo (o a dos): el argumento cosmológico (o de la contingencia), aunque adornado por razones del tipo de la complejidad del universo, su finalidad constante de progreso, la generación de la vida, etc. más el argumento del orden del mundo (que la gente suele formular como “No hay reloj sin relojero”). Diría, sin embargo, que sólo con el razonamiento de Conway, que expusimos en la postal anterior, avanzamos algo en esta argumentación sobre la posible existencia de Dios más allá de lo que hicieron los antiguos griegos y en concreto Anaxágoras (nacido hacia el 500 en Clazómene, Asia Menor, y que hacia el 450-440 estaba en Atenas, en donde se hizo amigo de Pericles). Argumentaba Anaxágoras que el universo, que existe desde siempre, es ordenado, no creado, por la Mente primordial. Un ejemplo: Si alguien descubre en un desierto las ruinas de una ciudad bien asentada y organizada, en seguida deducirá que allí hubo una mente que ordenó los materiales hasta formar algo organizado. Por el contrario, se pasaría de la raya si dedujera que el arquitecto ordenador es también el creador de los materiales. Igual pasa con el argumento del orden del cosmos o con el de la teleología (el cosmos tiende hacia un fin) para probar la existencia de Dios. Esta sólo se “prueba” si se la añade otra de las vías de Santo Tomás, la de la contingencia, que ya hemos contemplado: el universo y todo lo que contiene está compuesto de seres contingentes, no necesarios. Y entonces viene lo que argüía Conway que en el fondo es los mismo que la argumentación de Santo Tomás. Repito para que no hay que ir a la postal anterior: “las explicaciones causales de las partes de una totalidad en términos de la existencia de otras partes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, ya que los entes (partes) invocados como causa de la totalidad necesitan para explicar su propia existencia de una causa exterior (y superior) a ellos mismos”. En el fondo, pues, no son nada novedosos los argumentos que hemos expuesto: ¿De dónde proceden las leyes de la naturaleza?; ¿Sabía el universo que nosotros vendríamos?; ¿Cómo llegó a existir la vida?; Es imposible que algo surja de la nada. La única diferencia radica en que Flew, que conocía de memoria los argumentos tomistas se vio forzado a tomarlos en serio porque una serie de científicos de su época afirmaron que la ciencia modernísima podía llegar a las mismas conclusiones que, por medio de la razón, había alcanzado Santo Tomás, muchos siglos antes. En ese momento Flew (últimos dos capítulos de su libro) responde a dificultades verdaderamente gruesas: ¿Cómo es posible que un Ser definido como omnipotente y omnisciente, pero ante todo como espiritual pueda actuar en la materia, es decir, en una entidad sujeta al espacio y tiempo? Flew responde que todo depende de cómo se entienda esta actuación y que ello debe hacerse superando a David Hume el concepto de causa. Hay causas materiales, pero hay otras fuera del ámbito de la pura materia = las causas intencionales: Dios es una causa intencional; No todos loa agentes tienen que ser corpóreos; por tanto no se ve que sea imposible en sí que pueda actuar en la materia. Finalmente Flew confiesa que lo único que en el fondo puede demostrar la ciencia hodierna es que la existencia de un “Espíritu omnisciente, omnipotente y que actúa fuera de sí no es un concepto incoherente”. Hasta aquí he ido recogiendo, y sintetizando el trayecto vital de Antony Flew desde el ateísmo hacia el teísmo. Ahora viene el turno a mis comentarios. El primero: Este viaje (intelectual) se presenta como “provisto con grandes alforjas”. Pero, en realidad avanza muy poco más allá de lo que hizo la filosofía griega, que luego desarrolló la Escolástica. Lo más importante es que Flew confiesa, a veces con alguna contradicción, pienso, que este Ser Espiritual omnisciente, omnipresente y omnipotente A) No es una persona, y que nada tiene que ver con el Dios de la tradición judeocristiana que es ante todo una Persona, y en especial un Padre personal. B) Incluso admite que no cree que su propio espíritu sobrevivirá a la muerte. Pues bien, estas dos afirmaciones no sobrepasan tampoco lo que dijeron los estoicos en la Antigüedad, y en el fondo, si se reflexiona bien, se trata de variantes refinadas de la sentencia de Baruch Spinoza, “Dios es la naturaleza”: “Deus sive natura”. Incluso podría considerarse el pensamiento de Flew como otra variante del panteísmo. De cualquier modo no se trata del Dios de la revelación judeocristiana. No sé, personalmente, si llegar a esta consecuencia inevitable supone algún consuelo para los teístas cristianos. Seguiremos Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 21 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Si ya desde muy pronto la colusión de la Iglesia con los poderes civiles hace justificar la pena máxima, ha sido Tomás de Aquino quien consolida una nueva era en la historia del problema, resultando decisiva su aportación al defender la legitimidad de la pena de muerte aplicada por la suprema autoridad civil en nombre de la estricta justicia y del bien común. Es en la Summa Theologiae donde se encuentra el pensamiento definitivo del Doctor Angélico sobre la cuestión, que surge en diversos lugares: en el tratado sobre la fe, al hablar de la herejía; en el tratado sobre la caridad, al tratar de los cismáticos; y, finalmente, en el tratado sobre la justicia, como en su lugar propio, en el contexto del homicidio y, por tanto, del derecho humano a la vida: “Si un hombre resulta peligroso para la comunidad y la corrompe por culpa de algún pecado, es loable y justo matarlo para preservar el bien común (laudabiliter et salubriter occiditur, ut bonum communem conservetur). Mt 13 [parábola de la cizaña] obliga a proceder con prudencia; pero cuando no se corre peligro de matar al inocente hay que ajusticiar a los pecadores. Lo mismo que hace el propio Dios, también la justicia humana matará al que resulta peligroso para los demás y reservará para la penitencia a los que, aun habiendo pecado, no son gravemente peligrosos. Cuando el hombre peca, cae del orden racional y de la dignidad humana, que consiste en el hecho de que el hombre es por naturaleza libre y existente por sí mismo; al perder esta dignidad, cae al nivel de los animales, y entonces se procederá con él en función de la utilidad de los demás” Y en la Summa contra gentiles: “El bien común es mejor que el bien particular de una sola persona. Por consiguiente, hay que suprimir un bien particular para conservar el bien común. Pues bien, la vida de algunos hombres pestilentes impide el bien común, que consiste en la concordia de la sociedad humana. Dicen algunos que el hombre puede mejorar mientras vive y que por eso no se debe matarlo, sino darle ocasión de penitencia; pero son razones que no se sostienen (haec autem frivola sunt)” Este último texto es interesante ya que no muestra únicamente el pensamiento de Tomás, sino que de él se puede deducir que había contemporáneos contrarios a la pena de muerte basándose en el argumento de que ésta no es el único medio para proteger a la sociedad. Tal testimonio muestra la evidente inconsistencia del argumento -tan fútil como reiterado, y típico en la historiografía eclesiástica- con el que se pretende exculpar actitudes morales de otras épocas alegando que entonces apenas se podía pensar de otro modo. La posibilidad de pensar en cuestiones morales de manera distinta a como piensan los contemporáneos existe siempre que uno no sea lo bastante perezoso o mezquino como para no intentarlo. Las argumentaciones tomistas, desarrolladas de forma sistemática, tendrán eco a través de los siglos, y siguen estando muy difundidas, no sólo en el mundo católico. De hecho, se mantendrá desde entonces el curioso concepto de la caridad justificativa de la pena -caridad para con la sociedad que se libra de la grave amenaza del reo y caridad para con el reo al alejarle con la muerte la posibilidad de nuevas caídas y ofrecerle a la vez la oportunidad de “salvarse”-. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 19 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Confesión del demonio y destrucción del templo En un cuarto capítulo, narra el relator del apócrifo el cumplimiento de la promesa de Bartolomé. Desenmascaró en efecto al demonio y le obligó a confesar sus fechorías. Cuando los pontífices estaban ofreciendo sacrificios a los ídolos, se oyeron los gritos del demonio que les imprecaba pidiendo que cesaran de ofrecerle sacrificios no fuera que resultaran castigados tanto como él. Reconocía que se encontraba “atado con cadenas de fuego por los ángeles de Jesucristo” (c. 6,1). El que fuera crucificado y muerto por obra de los judíos había vencido a la muerte, reina de los demonios, y había encadenado con vínculos de fuego a su príncipe, marido de la muerte. Otorgó el signo de la cruz a sus apóstoles y los envió a predicar su evangelio a todo el mundo. Uno de ellos estaba allí y era el que lo tenía atado. Pedía a sus compañeros que intercedieran por él ante aquel apóstol para que le diera la libertad de marchar a otras regiones. Bartolomé le preguntó quién y cómo lastimaba a todos los que en aquel templo padecían tan distintas enfermedades. El demonio se sintió obligado a dar todas las explicaciones solicitadas. Su príncipe, el Diablo, los enviaba a lastimar en la carne a los hombres, porque no podían dañarlos en el alma. Cuando los enfermos ofrecían sacrificios de súplica, cesaban los demonios de hacerles daño, lo que era interpretado por los curados como señal de que los ídolos eran dioses y escuchaban sus plegarias. Pero la realidad es que eran demonios, servidores de aquel a quien encadenó Jesús cuando estaba en la cruz. Desde el día en que llegó al país su apóstol Bartolomé, el demonio interpelado confirmaba que estaba encadenado con vínculos de fuego. Si ahora hablaba, es porque se lo ordenaba aquel hombre, ante quien no se atrevían a pronunciar palabra ni él ni su mismo príncipe. Siguió un largo diálogo entre Bartolomé y el demonio. Quería saber el apóstol por qué los demonios no acababan de salvar a los enfermos. El demonio respondió que ellos procuraban dañar también a las almas, lo que conseguían cuando los hombres creían que eran dioses y les ofrecían sacrificios. Bartolomé se dirigió a los presentes con toda solemnidad y les ofreció el auxilio del Dios verdadero, creador del universo y que habita en los cielos. Debían dejar de creer en las piedras vanas. Si querían que todos aquellos enfermos se vieran libres de sus dolencias, tenían que deshacerse de aquel ídolo, quitarlo de en medio y hacerlo trizas. En tal caso, dedicaría aquel templo al nombre de Jesucristo y a todos los presentes los consagraría con el bautismo. En aquel momento, a una orden del rey, todos trajeron cuerdas y poleas para derribar la estatua del ídolo. Como no eran capaces de conseguirlo, Bartolomé imprecó al demonio que habitaba en aquella estatua diciendo: “Si quieres que no te haga caer en el abismo, sal de esta estatua y hazla trizas. Luego, vete a los desiertos donde ni el ave vuela, ni el campesino ara, ni se ha oído jamás la voz del hombre” (c. 6,4). El demonio salió inmediatamente e hizo trizas toda clase de ídolos desde los mayores a los más pequeños y borró hasta las mismas pinturas. El pueblo entero prorrumpió en un grito uniforme confesando que sólo hay un Dios verdadero, el que predicaba Bartolomé. El apóstol ratificó la confesión del pueblo recordando algunos pasos de la historia de la salvación a partir del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, que envió al mundo a su Hijo para que salvara a los hombre con su sangre. Ese Dios permanece siempre inmutable “Padre uno con el Hijo, y uno también con el Espíritu Santo” (c. 7,1). Es el Dios que ha enviado al mundo a los apóstoles, dotados con el poder de curar enfermedades, expulsar a los demonios y resucitar a los muertos. Después de recordar la promesa de Jesús de que “todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá”, Bartolomé pidió la curación para todos los presentes con el objetivo de que todos creyeran en el único Dios que devuelve la salud en el nombre de Jesucristo. Cuando todos respondieron con el “amén”, apareció un ángel dotado de alas quien, volando por los cuatro ángulos del templo, esculpió con su dedo el signo de la cruz en las piedras talladas. El ángel comunicó a los presentes que de la misma manera que los enfermos habían quedado limpios de toda dolencia, el templo quedaría puro de toda presencia diabólica. Pero antes de que desapareciera para siempre, el apóstol lo haría visible a los ojos de todos. Para que nadie se asustara, debían hacer sobre sus frentes la señal de la cruz, y todos los males huirían de ellos para siempre. El diablo que apareció era un ser a la manera de “un egipcio enorme, más negro que el hollín, con el rostro ovalado y luenga barba, el cabello hasta los pies, ojos de fuego como hierro incandescente, que echaba chispas por la boca; de sus narices salía una llama de azufre, con las plumas de las alas llenas de espinas como un puerco espín. Estaba con las manos atadas a la espalda y sujeto con cadenas de fuego” (c. 7,3). El ángel del Señor habló al demonio diciéndole que por su obediencia a la orden dada por Bartolomé de purificar el templo de inmundicias, le daba la libertad para marchar al desierto y permanecer en él hasta el día del juicio. El demonio echó a volar y desapareció para siempre mientras el ángel regresó volando al cielo. (Cuadro de san Bartolomé) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Domingo, 16 de Diciembre 2012
NotasHoy escribe Antonio Piñero Lo que hizo realmente cambiar de postura a Flew fue que sus colegas, filósofos teístas, le hicieran concentrar su atención en las posibles nuevas perspectivas sobre la existencia de un Ser Supremo derivadas de la consideración de la imagen del mundo que emerge de la ciencia moderna, al menos para muchos científicos. Flew se propuso entonces aceptar el envite y decidió, pensando como filósofo, no rechazar a priori la escucha de cualquier argumentación en contra de sus teorías; se propuso dejar guiar su razón por el propósito metodológico socrático: “Debemos seguir la argumentación hasta dondequiera nos lleve”. Las tres áreas que despertaron su atención fueron las generadas por las cuestiones siguientes: • ¿Cómo llegaron a existir las leyes de la naturaleza? • ¿Cómo pude emerger la vida a partir de la materia inorgánica, es decir de lo no vivo? • ¿Cómo llegó a existir el universo entendido como “todo lo que es físico”? Los capítulos siguientes del libro (del 5 al 10) están dedicados a debatir y reflexionar sobre estas cuestiones y extraer las consecuencias. 1. ¿De dónde proceden las leyes de la naturaleza? Flew responde que su racionalidad, su uniformidad, su complejidad, que conducen desde los gases informes hasta la vida, la conciencia y la inteligencia exigen la existencia de una Mente Superior que posea esas cualidades y que de algún modo --¿por una creación de algún modo?-- las hubiera “diseñado”. Aparece aquí por vez primera ante él la teoría de un “diseño inteligente”, aunque no en el sentido antidarwiniano de muchos. Esa Mente superior, o si se quiere Dios en abstracto, podría ser definido provisoriamente como un Ser omnipotente y omnisciente. 2. ¿Sabía el universo que nosotros vendríamos? Flew considera que las leyes del universo conforman una “arquitectura” antrópica, es decir, dirigida hacia la existencia futura del ser humano: • El principio de relatividad especial garantiza que fuerzas como el electromagnetismo tengan un efecto invariable. • Las leyes cuánticas impiden que los electrones se colapsen sobre el núcleo del átomo. • La fuerza electromagnética es de una intensidad calculada de modo que permita el funcionamiento de procesos clave para la vida. Se pregunta entonces: ¿Cómo es posible que la intensidad de una misma fuerza satisfaga requisitos tan variados? De aquí se postula que detrás de esta “arquitectura” debía de haber una Mente superior. Respecto a la dificultad de la posible existencia de millones de mundos, es decir, no de un “uni-verso”, sino de un “multi-verso”, responde Flew que el hecho de que esta hipótesis sea posible lógicamente no demuestra que tal multiverso exista realmente. Se trata de una hipótesis innecesaria. Y aunque las leyes de la naturaleza fueran simplemente resultados accidentales de la forma que el universo se enfrió después del Bing Bang (teoría que prácticamente todos los físicos o cosmólogos aceptan), de todos modos tales accidentes o leyes universales serían solo fenómenos secundarios de una ley profunda y anterior que regiría el conjunto de los múltiples universos, si existieren. Por tanto, llegaríamos al mismo resultado con un universo o con un multiverso: tiene que haber detrás una Mente Superior, racional. 3. ¿Cómo llegó a existir la vida? No se puede argumentar seriamente, explica Flew, que la vida procede únicamente de la materia, que es inorgánica. “La materia viva posee una intrínseca organización teleológica (es decir, que tiene hacia un fin: existir bien y reproducirse) que no aparece por ningún lado en la materia que la precedió”. Así la autoreproducción, opina, no puede surgir por medios naturales a partir de una base puramente material. La codificación y el proceso de información (ADN, etc.) que rige la vida están coordinadas por un código genético (es decir, de comportamiento y funcionalidad) universal. No es posible postular que algo tan complejo hay existido por casualidad…, ni siquiera postulando miles de billones de años porque las posibilidades de que eso ocurriera son de 10 elevado a 609 4. Es imposible que algo surja de la nada Flew afirma que en su etapa atea sostenía algo parecido a la teoría del “universo contenido” formulada por Sephen King en su Breve historia del tiempo, a saber: un universo realmente autoconcentrado, sin límites ni perímetro, no tendría un principio ni un final. Simplemente existiría por lo que la presencia de un creador es innecesaria. Posteriormente Flew responde: A) Con Conway: No es posible admitir que exista una serie de realidades contingentes sin inicio como causa suficiente de la existencia del universo en su conjunto. ¿Por qué? Porque las explicaciones causales de las partes contingentes de una totalidad en términos de la existencia de otras partes también contingentes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, ya que los entes (partes) invocados como causa de la totalidad necesitan para explicar su propia existencia de una causa exterior (y superior) a ellos mismos, puesto que son contingentes. B) Con Swinburne: la existencia de un universo (finito en sus partes) a lo largo de un tiempo infinito sería un hecho inexplicable. Estados de cosas sólo pueden ser explicados a base de otros estados de cosas. Por tanto, si no tenemos estados de cosas previos y leyes generales previas no podría existir un universo en sí finito. Por tanto: se abre así el camino para la existencia de un creador anterior al universo. Por la mera ley de la probabilidad es muy improbable que un universo exista sin causa alguna, pero es bastante más probable que Dios exista sin causa alguna. Por tanto, el argumento que se remonta desde la existencia de un universo, complejo, a la existencia de Dios es un buen argumento inductivo. Seguiremos Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 14 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
La aceptación de la pena de muerte es igualmente asumida cuando es impuesta a los herejes por delitos cometidos contra la fe. Como el hereje era considerado también como un criminal que atentaba contra la paz y convivencia religiosa, mucho más importante y necesaria que la armonía civil, su condena a muerte se aceptó sin la menor dificultad. La Inquisición, respaldada por la doctrina de la Iglesia, fue el fruto de esa ideología. Los historiadores de la Iglesia y los moralistas acostumbran a hacer hincapié en el hecho de que la Iglesia siempre rechazó la participación de clérigos directamente en las ejecuciones, según los celebérrimos adagios "Ecclesia non sitit sanguinem" o "Ecclesia abhorret a sanguine", a menudo como si esto significase una repulsa indirecta de la pena de muerte . Sin embargo, no puede dejar de señalarse que, lejos de ver ahí una condena implícita, una conciencia ética lúcida sólo puede juzgar tal comportamiento como la aceptación de la legitimidad de la pena, cuando no como una muestra de hipocresía. De hecho, con respecto a la Inquisición hay que decir que si bien algunos historiadores han intentado con objetivos apologéticos exculpar a la Iglesia aduciendo que la Inquisición no hacía otra cosa en sus sentencias de relajación que entregar a los reos al brazo secular, lo cierto es que el Estado no hacía sino servir de ejecutor y ministro de sentencias que podían revestirse con fórmulas más o menos eufemísticas, pero que en resumidas cuentas significaban la muerte de los sentenciados. Prueba de ello es que los ministros a quienes eran entregados los reos de la Inquisición invariablemente ejecutaban las sentencias y aun eran amenazados con excomunión en el caso de que se resistiesen a cumplirlas. Por consiguiente, el Santo Oficio era el responsable verdadero de las sentencias que se imponían a los reos de herejía. De modo sintomático, un cuestionamiento radical del ius gladii o potestad para condenar a muerte sólo se encuentra claramente expresado en grupos calificados de heréticos, como los valdenses, quienes protestaron abiertamente contra la presunta legitimidad de la pena capital y sostuvieron que un hombre no puede ser matado por otros hombres “en ningún caso, en ninguna circunstancia y bajo ningún pretexto”. Ciertamente, no es una casualidad que los primeros brotes abolicionistas sean heréticos y merezcan la primera declaración solemne de un Papa en favor de la pena de muerte. En efecto, en 1210, el papa Inocencio III exige a Durando de Huesca y a sus compañeros valdenses una larga profesión de fe en la que está incluída la declaración de que no peca mortalmente quien ejerza iudicium sanguinis, con tal de que lo haga sin odio y con legalidad: “En relación con el poder civil afirmamos que, sin caer en pecado mortal, puede ejercitarse el derecho a la pena capital, con tal de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión” Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Martes, 11 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Curación de una lunática El tema manifiesto de un segundo relato de la Pasión de san Bartolomé es el de la curación de una lunática. El padre de la muchacha era el rey Polimio, que tuvo noticia de la liberación del endemoniado por obra de Bartolomé. Envió mensajeros en busca del apóstol para pedirle que curara a su hija como había curado al endemoniado de referencia. Bartolomé fue con los enviados en busca de la lunática. La encontró atada con una cadena, porque era peligrosamente agresiva. Mordía y golpeaba a todos los que se le acercaban. Por ello, cuando Bartolomé ordenó que la desataran, le respondieron que no había posibilidad de que nadie se acercara a la joven. El apóstol les explicó que ya tenía sujeto al demonio que en ella moraba, que no temieran, sino que la desataran, la lavaran y al día siguiente se la llevaran. Cumplida la recomendación de Bartolomé, quedó el rey tan satisfecho que cargó varios camellos con oro, plata, joyas y vestidos para llevárselos al bienhechor de su hija. Pero no pudieron encontrar al apóstol, por lo que regresaron a palacio con su preciosa carga. Predicación de Bartolomé en presencia del rey Al amanecer del día siguiente, se presentó en palacio el apóstol ante el rey estando cerradas las puertas. Bartolomé dirigió al rey el alegato más largo de este apócrifo. Le preguntaba sorprendido por qué lo había estado buscando con un cargamento de oro, plata, joyas y vestidos como si él tuviera necesidad de tales cosas. Su corazón y sus intereses estaban en las cosas eternas del cielo, lejos de las riquezas efímeras de la tierra. Y sin solución de continuidad, pasó a exponerle la historia de la salvación partiendo de la concepción del Hijo de Dios en las entrañas de la virgen María. Ese Hijo de Dios hecho hombre nunca había tenido principio, sino que había dado principio a todas las cosas creadas. Su madre fue la primera mujer que hizo a Dios la ofrenda de su perpetua virginidad, la primera que decidió permanecer perpetuamente virgen por el amor de Dios. En el contexto de esta solemne afirmación, hace el apóstol un relato pormenorizado de la anunciación a María y su encuentro con el arcángel Gabriel en el interior de su casa. Hizo una referencia a la caída de Adán por comer del fruto prohibido y a la victoria de Jesús por resistir a las tentaciones del diablo. Adán cedió a la recomendación de la serpiente que le animaba a comer del fruto prohibido; Jesús rechazó la tentación de cambiar las piedras en pan para tener alimento. Frente a estos dos casos, concluye el autor del apócrifo diciendo: “Era justo que aquel que había vencido al hijo de una virgen, fuera vencido por el hijo de otra virgen” (c. 4,3). El texto griego aclara el pasaje diciendo que la madre virgen de Adán era la tierra. Luego, contrapone al primer hombre y al primer Adán con el segundo hombre y segundo Adán, que es Cristo. El rey quiso conocer detalles de la doctrina predicada por Bartolomé. El apóstol trató de satisfacer la curiosidad del rey y le explicó el sentido en que la tierra, madre de Adán, era virgen. Nunca había sido manchada con sangre ni había sido abierta por el arado. Recordemos que “tierra” (adamah en hebreo) y Adán tienen el mismo significado etimológico. El diablo tuvo la habilidad suficiente para engañar a Adán y hacer que comiera del árbol prohibido, por lo que el primer hombre fue expulsado del paraíso. El arte del diablo no logró que Cristo comiera durante los cuarenta días que pasó ayunando en el desierto. Pero cuando pasaron los cuarenta días, advirtiendo el diablo que Cristo tenía hambre, pensó que no era Dios. Fue entonces cuando se acercó a proponerle que cambiara las piedras en pan para poder saciar el hambre. El relator del apócrifo presenta la diferencia entre Adán y Cristo. Aquél cedió a las insinuaciones del diablo; Cristo rechazaba sus sugerencias reparando la caída de Adán y arrojando al diablo de la posición que adquirió al vencer al primer hombre. Entonces el diablo se asoció a otro ángel apóstata, de nombre Mammona, y trajo inmensas cantidades de oro, plata, joyas y toda la gloria del mundo diciendo: ”Todas estas cosas te daré si me adoras” (Mt 4,9). Jesús respondió al tentador con la cita de la doctrina del Deuteronomio. Hubo una tercera tentación de soberbia que Jesús rechazó sin titubeos. De esta manera el nuevo Adán vencía tres veces al que una sola vez venció al primer Adán en el paraíso. Dentro de ese contexto, expone el autor del apócrifo la misión de los apóstoles al mundo, que fueron enviados para expulsar a los demonios residentes en los ídolos y para liberar a los hombres del poder de aquel que fue vencido por Cristo. Por ello, los apóstoles hacen prodigios para ayudar a los necesitados sin exigir precio alguno por sus servicios a imitación de su Maestro. Gratis habían recibido, y gratis daban a los demás. Al demonio que engaña a los incautos lo tengo ya encadenado, afirmaba Bartolomé. Pero continuaba explicando el proceso de la conducta de aquellos demonios. Con sus artes mágicas provocaban enfermedades en los hombres, lo que los obligaba a recurrir a su presunto auxilio. Cuando se acercaban los enfermos a los ídolos y se dirigían a ellos diciendo: “Tú eres mi dios”, cesaban de hacerles mal. Creían entonces los incautos que habían sido curados por la acción de aquellos dioses de piedra o de metal. No obstante, todo quedaría aclarado al día siguiente. Bartolomé haría entrar de nuevo al demonio en su ídolo y le obligaría a confesar que ya estaba amarrado, por lo que no podía dar respuestas a las eventuales consultas de los devotos. (Cuadro de san Bartolomé) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Domingo, 9 de Diciembre 2012
NotasHoy escribe Antonio Piñero Aunque Flew no lo dice expresamente en su libro, considero que el cambio desde el atrincheramiento de sus posiciones ateas comenzó de verdad que cuando consideró que podría tener alguna razón, o mejor que era digno de una consideración detenida y no de inmediato rechazo, el argumento cosmológico a favor de la existencia de Dios, tal como lo había expuesto uno de sus adversarios en los múltiples debates que sostuvo, Terry Miethe, del Oxford Study Center de Dallas. Flew expone así este argumento: • Existen en el universo seres limitados y mutables • La existencia actual de todo ser limitado y mutable es causada por otro ser • No puede haber un proceso ad infinitum de causas, pues una cadena, aunque indefinida, de seres finitos no causará la existencia de nada. • Por tanto debe haber una Primera Causa de la existencia actual de esos seres finitos • La primera Causa debe ser infinita, eterna y única. • Es posible identificar a esa Primera Causa con lo que se denomina Dios en la tradición judeocristiana (p. 76). Otra de las brechas en su atrincheramiento contra la fe en Dios fue, sin duda, el debate libresco que sostuvo con uno de sus colegas ateos, Richard Dawkins. De él dedujo Flew que un biólogo como Dawkins no llegaba con facilidad, por deformación profesional, a la profundidad de las causas, a razones estrictamente filosóficas, sino que se queda en razones biológicas, las cuales no son razones últimas. Así, postular que la “selección natural” de Darwin produce cosas es no entender que la generación de la vida, el salto de la materia inorgánica a la orgánica, no es un producto de la selección natural, sino que ésta viene después de que la vida se haya generado. La crítica de Flew a Dawkins se concentró en el análisis de la teoría de este sobre el “gen egoísta”. El error de Dawkins –opinaba-- consistía en atribuir a los genes unas características que no son observables en los genes mismos, sino en las personas; y las personas son algo distinto de la suma o combinación de genes. Por ello, sostiene Flew, no puede afirmarse que los genes sean egoístas, o bien desprendidos, ya que son entidades no conscientes. No somos máquinas de pura supervivencia, robots ciegamente programados para conservar unas moléculas egoístas llamados genes. Y ello por una razón fundamental: si fuera así, sería imposible la enseñanza, por ejemplo, de la generosidad o el altruismo. Ningún sermón elocuente conseguiría afectar a un robot programado (pp. 82-83). Seguiremos con esta argumentación Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 7 de Diciembre 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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