NotasHoy escribe Antonio Piñero Como anuncié, este primer apéndice al libro de Antony Flew, “Dios existe”, va firmado por Roy Abraham Varghese. El autor no hace un resumen de los argumentos de los libros principales de estos autores, sino que sintetiza en una frase su tesis principal y luego la crítica conforme a su postura respecto a cinco fenómenos que se explicitan enseguida. La tesis que se va a criticar reza así: “No hay un Dios, una fuente eterna e infinita de todo cuanto existe”. La crítica a esta frase, en opinión de Varghese es la siguiente: “Se dan en nuestra experiencia inmediata cinco fenómenos que solo pueden ser explicados postulando la existencia de Dios”. Tales fenómenos son: • La racionalidad implícita en toda nuestra experiencia del mundo físico; • La vida; la capacidad de actuar autónomamente. • La conciencia, la capacidad de ser consciente; • El pensamiento conceptual, el poder articular y comprender símbolos como los incluidos en el lenguaje; • El yo humano, el “centro” de la conciencia, el pensamiento y la acción. Varghese realiza tres apostillas a la existencia de tales fenómenos y su relación con la existencia de Dios: • Los cinco fenómenos arriba descritos no son hipótesis o probabilidades, sino hechos de cuya existencia y fundamento se debe dar razón. • Las llamadas pruebas usuales de la existencia de Dios (se supone que incluso las incluidas también en el libro de Flew) no son auténticas pruebas; no tienen validez para determinar la existencia de Dios despejando cualquier tipo de duda. Por ello hay que bucear en estos fenómenos. • El que no existan pruebas contundentes sobre la existencia de Dios es razonable: de lo contrario la evidencia abrumadora de la existencia de Dios sería aplastante para el libre albedrío humano. Otra observación general e importante para la posición de Varghese es la siguiente: Es claro, a partir de los descubrimiento científicos que hay amplias redes neuronales y genéticas que subyacen a la vida, a la conciencia, al pensamiento y al yo. “Pero decir que un pensamiento determinado es una transacción neuronal específica es tan descabellado como sugerir que la idea de justicia no es más que ciertas marcas de tinta sobre un papel” (p. 139). Vayamos ahora a la reflexión de Varghese sobre estos cinco fenómenos: 1. La existencia del universo y la racionalidad que muestra su estructura Argumenta Varghese: Dios y el universo no pueden haber existido eternamente, desde siempre y a la vez. Por tanto hay que escoger una de ellas entre las dos como existente esencialmente. Es evidente que debe escogerse a Dios, porque cada una de las partes del universo no tienen razón de su existencia en sí mismas; son contingentes; luego igualmente la suma es contingente. Además, de la nada absoluta no puede haberse generado nada por sí mismo, porque en la nada solo hay nada. Ni siquiera tiempo. Por tanto el universo ha tenido que ser empujado a la existencia desde un origen externo. Ahora bien, como el mundo es racional, es necesario en absoluto que este orden refleje el orden de la mente suprema que lo ha empujado a la existencia desde fuera y, por lo tanto, es ella la que lo gobierna racionalmente. 2. La vida De los autores reseñados, solo Dawkins aborda en sus libros la cuestión del origen de la vida y su posible relación con la existencia Dios. Según Varghese, incluso en el nivel físico-químico el tratamiento de Dawkins es manifiestamente inadecuado: “El origen de la vida fueron acontecimientos químicos gracias a los cuales se dieron por primera vez las condiciones para la selección natural… esto ocurrió después de innumerables pruebas fallidas. La vida surge en un planeta de cada billón…”. La crítica de Varghese es: “Según este razonamiento, que sería más justo describir como superstición, cualquier cosa que deseemos puede existir en algún sitio… los unicornios o el elixir de la eterna juventud… el único requisito es un modelo químico adecuado y un planeta de cada billón”. Por tanto, el argumento de Dawkins es infantil. 3. La conciencia Si la reducimos a puros términos neuronales y físico-químicos podríamos decir que en términos esenciales no hay diferencia alguna entre un montón de arena y el cerebro de un Einstein. Dennett opina que no debemos preocuparnos por cómo son los fenómenos mentales, sino qué efectos producen, como funcionan. Varghese replica que el “funcionalismo” no es una explicación adecuada, ya que las acciones mentales van acompañadas de estados mentales, en los que somos conscientes de lo que estamos haciendo. Esto supone una realidad suprafísica que debe explicarse. Ninguno de los escritores ateos analizados, opina Varghese, ofrece explicación alguna, más que sostener, como lo hace Sam Harris que “La conciencia es un fenómeno mucho más elemental (por tanto que requiere menos explicación) que los seres vivos y sus cerebros”, es decir, si ésta se explica por reacciones físico-químicas y eléctricas, igualmente la conciencia…, lo que es inaceptable, según Varghese. 4. El pensamiento “La capacidad de pensar con conceptos absolutamente abstractos es por su propia naturaleza algo que trasciende la materia”, sostiene Varghese. Defender que nuestros pensamientos son entidades puramente físicas es “evidentemente absurdo” en sí mismo. Pensar abstractamente es un proceso holístico (complejo y completo) en su esencia y significado. Aunque se manifieste físicamente en el movimiento de las neuronas y las palabras, pensar abstractamente es en sí algo diverso. Esta acción “es un acto de una persona que está ineluctablemente tanto encarnada como ‘animada’ es decir, dotada de alma”. 5. El yo Es el dato más importante sobre el que pasan los ateos como sobre ascuas, según Varghese. Su percepción es un hecho constante y el fundamento de toda experiencia. Esta verdad, obvia e inexpugnable, es el arma “más letal para todas las formas de fisicalismo” (reducción de la vida a la materia física). La percepción del yo no puede ser descrita ni explicada en términos físico-químicos. Varghese concluye que existe lo “suprafísico”. ¿Cuál es su origen?, se pregunta. “La vida, la consciencia, la mente y el yo… sólo pueden proceder de una fuente suprafísica… que ha de ser divina, consciente y pensante… pues no pueden provenir de algo que no sea capaz de tales operaciones” (p. 150). Hasta aquí Varghese. Mi opinión al respecto: Estos argumentos podrían ser sólidos solo en el sentido estoico o spinoziano que he admitido en postales anteriores: en mi opinión es muy plausible que exista una Razón universal, que pueda dar razón del orden del mundo. Por otro lado, he afirmado que no veo cómo --si se postula un orden suprafísico-- se puede admitir que este cree e intervenga en el orden físico, puesto que es esencialmente diferente. La respuesta de que esa intervención es “intencional” me parece casi un juego de palabras que no soluciona el problema. Por otro lado, la admisión de que lo suprafísico y lo físico pertenecen al mismo orden, aunque sean cualitativamente diferentes dentro de ese orden, aclara mejor los efectos de lo que se suele denominar el “alma”. De lo contrario, incluso en una persona totalmente sana, ¿cómo puede explicarse que tomando un fármaco, del orden físico, puedan perturbarse las funciones esenciales del alma, es decir, se la convierte desde la sanidad a un estado de demencia y delirio (fenómenos también en apariencia suprafísicos)? Me queda, sin embargo, una duda: si atribuimos a la totalidad del cosmos, incluida la Razón universal, los predicados que se afirman de Dios: omnipotencia, omnisciencia, etc., ¿cómo respondemos al argumento de que cada una de las partes, tomadas aisladamente, es contingente, con lo que la suma es también contingente? Los griegos respondieron que la materia (y aquí entendemos la materia más lo suprafísico) existe eternamente. Que no hay razón alguna para postular que si existe ahora, no haya existido en el segundo anterior, lo mismo en el anterior… y así sucesivamente. Luego el universo es eterno, con lo que puede predicarse de él al menos la eternidad, uno de los atributos de la divinidad. De cualquier modo, la existencia de esa Mente Suprema, la Razón universal del Cosmos no nos conduce, como dijimos, a una divinidad personal, ni menos al Dios de la tradición judeocristiana. Tampoco, como también afirmamos, a una inmortalidad “personal”, de plena consciencia aunque sería, no cabe duda, en extremo deseable. Pero no puede probarse ni negarse. Nos queda aún, del libro “Dios existe”, comentar el Apéndice B: ¿Existe la revelación de Dios en Jesús? de N. T. Wright que es realmente bueno. Lo haremos en la siguiente postal Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 4 de Enero 2013
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Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Como fácilmente puede comprobarse, la enseñanza de la Iglesia ha sido abrumadoramente mayoritaria en la aprobación de la pena de muerte. Como incluso los propios actuales pro-abolicionistas reconocen, no puede demostrarse la existencia de una tradición monolítica opuesta a esta pena en el seno de la cristiandad. De hecho, la tradición es mayoritariamente favorable a ella. La pena de muerte la han defendido papas, concilios, teólogos y canonistas. Pío XI exceptúa del principio de la intangibilidad de la vida humana a quienes han cometido crímenes dignos de muerte. Por su parte, Pío XII recogería una larga tradición afirmando que “está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida como expiación de su culpa y después de que, por su crimen, ha quedado ya desposeído de su derecho a la vida” (Acta apostolicae Sedis 44 (1952), p. 787). Como un solo ejemplo del retencionismo de la pena de muerte entre los diversos teólogos contemporáneos que podrían aducirse mencionemos a Karl Hörmann, cuyo ampliamente difundido Diccionario de Moral Cristiana fue traducido al castellano en 1975. Las fuentes documentales, suficientemente representativas, citadas por este autor son: el Antiguo Testamento, el pasaje neotestamentario de Rom 13,4, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Pío XII y Bernard Häring. [Inciso: La postura de Häring, citadísimo moralista católico, no es abolicionista, sino que está caracterizada por la típica ambigüedad eclesiástica, incapaz de librarse de las posturas retencionistas: por una parte, tras citar Gn 9, 6; Num 35, 19 y Rom 13,4, afirma que “todos estos textos de la Sagrada Escritura, junto con la tradición unánime del cristianismo, muestran que no es justo negar, en principio, al Estado el derecho de imponer la pena de muerte” (La Ley de Cristo III, Herder, Barcelona, 1973, p. 149), a la vez que sostiene que “el Estado, empero, no debe usar este derecho sino amoldándose a la más estricta justicia y con la mayor clemencia posible” (ibid.).] Apologista consecuente de la pena de muerte, según Hörmann no se puede negar el derecho de instituir y de aplicar esa pena contra determinados criminales -por supuesto, siempre que su culpabilidad conste con absoluta certidumbre, añade el buen moralista- y en determinadas circunstancias. Según Hörmann, de la visión global de la Escritura se deduce que la prohibición de matar contenida en el 5º precepto del Decálogo se refiere únicamente a los inocentes. El colofón de su artículo sobre Pena de Muerte en el mencionado Diccionario merece ser citado: “El que ve la pena de muerte en contradicción con el progreso de la cultura, debiera reflexionar en qué consiste semejante progreso. Si su esencia está en el desenvolvimiento moral del hombre, habría que examinar si, en ciertas situaciones, no será la pena de muerte una ayuda imprescindible para el progreso” (pp. 964-965). Profundas palabras, dignas de cuidadosa meditación... Saludos cordiales de Fernando Bermejo, y los mejores deseos para el nuevo año
Miércoles, 2 de Enero 2013
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Hoy escribe Gonzalo del ´Cerro
Bartolomé en los Hechos Apócrifos del apóstol Felipe Los datos sobre la personalidad del apóstol san Bartolomé no se reducen al relato de su Martirio en el apócrifo sobre su martirio. Los Hechos de Felipe contienen largas referencias y un significativo coprotagonismo de Bartolomé con Felipe y su hermana Mariamne. No es exagerado afirmar que los tres comparten extensos relatos sobre el ministerio y martirio de Felipe. Pero la presencia de Bartolomé, como la de la hermana de Felipe Mariamne, tiene una destacada aparición a partir del Hecho VIII, el que refiere la historia de la conversión del leopardo y el cabrito. El Hecho VIII presenta en su principio el recuerdo del reparto de las tierras de la evangelización mediante sorteo. Felipe recibió el encargo de evangelizar Grecia, lo que le provocó una fuerte crisis de desaliento y de tristeza. El autor presenta entonces a Mariamne, hermana de Felipe. Era ella la que preparaba los elementos necesarios para la celebración de la eucaristía, mientras que su otra hermana Marta se afanaba en el servicio de la gente. Sorprende que las dos hermanas del apóstol Felipe coincidan en sus nombres con las de Lázaro, en sus nombres y en sus actitudes. Mariamne aparece como más contemplativa, mientras que su hermana Marta es la que se ocupa de atender a la gente. Al ver Mariamne la desolación y las lágrimas de su hermano, se dirigió al Salvador para interceder por él. El Salvador comprendió que Felipe necesitaba ayuda, porque su personalidad podía provocar problemas a la gente. Pidió, pues, a Mariamne que acompañara a su hermano Felipe a todas partes para darle ánimos. Más aún, le prometió que enviaría también a los apóstoles Bartolomé y Juan para que ayudaran a Felipe a soportar los trabajos que le sobrevendrían de parte de los habitantes de la ciudad de la Víbora. Frente a las vacilaciones de Felipe, Jesús le prometía una presencia perpetua. Eso significa en la historia bíblica garantías de éxito en virtud de la asistencia de la omnipotencia divina. El texto ofrece un alegato complicado y prolijo de Jesús con variedad en sus promesas. Es el pastor que envía a sus apóstoles como ovejas, es el sol que los envía como rayos, es el maestro que los envía como alumnos (c. VIII G 5,1). Contra ellos nada podrán ni los venenos de los hombres ni las tempestades de la naturaleza. Todas estas recomendaciones del Salvador llegaron a oídos de Felipe y sus acompañantes Bartolomé y Mariamne, quienes besaron agradecidos la diestra del Señor y se dirigieron llenos de confianza al país de los ofitas. Historia del leopardo y el cabrito Fue en este contexto en el que se produjo el encuentro de los apóstoles y Mariamne con el leopardo y el cabrito, que tanta presencia tendrán de aquí en adelante en el relato de los HchFlp. Atravesaban Felipe y sus compañeros el desierto de los dragones cuando llegó hasta ellos un gran leopardo que se postró ante ellos y tomando voz humana les habló pidiendo que le ordenara hablar con lenguaje humano. Felipe le concedió la gracia solicitada. El leopardo explicó su caso en un lenguaje perfecto. Contaba cómo estaba a punto de devorar a un cabrito que había capturado, cuando el cabrito comenzó a suplicarle como si fuera un niño pequeño. Le pedía que abandonara su ferocidad y se abstuviera de devorarlo. Notó en su interior cómo se iba transformando su naturaleza salvaje en una nueva actitud de mansedumbre. En ese momento vio pasar a Felipe y sus acompañantes y fue corriendo a postrarse ante ellos para pedir su ayuda en el proceso que se estaba produciendo en su naturaleza. Pedía en consecuencia nada menos que un don tan humano como la libertad para poder viajar por todas partes después de abandonar su condición animal (c. 97,1-3). El relato implica a Bartolomé y a Mariamne en los acontecimientos. Y guiados por el leopardo se dirigieron todos en busca del cabrito herido. Felipe dijo a Bartolomé: “Vamos allá, para ver al herido, curado, que cura al que lo hirió” (c. 98,1). A continuación Felipe y Bartolomé pronunciaron un alegato común, dirigido al bondadoso Jesús, al que solicitaban la conversión de aquellos dos animales en seres racionales. De acuerdo con la mentalidad encratita del apócrifo, pedían al Señor que el leopardo no volviera a comer carne y que el cabrito se alimentara en adelante como los humanos. El leopardo y el cabrito levantaron sus patas delanteras y pronunciaron en lenguaje humano una acción de gracias a Dios que les favorecía con aquellos dones extraordinarios. Enseguida se postraron delante de Felipe, Bartolomé y Mariamne. El texto añade que los apóstoles dieron gloria a Dios y ordenaron al leopardo y al cabrito que caminaran delante de ellos hacia la ciudad a la que se dirigían. En el siguiente hecho de los HchFlp, que es el IX, prosigue el relato diciendo: “Los apóstoles iban caminado en mutua compañía, a saber: Felipe, Bartolomé y Mariamne con el leopardo y el cabrito”. Bartolomé es mencionado siempre como compañero de Felipe bajo la denominación común de “los apóstoles”. Iban de camino cuando les salió al paso un enorme dragón de dimensiones gigantescas. Felipe invitó a sus dos acompañantes a elevar una plegaria al Señor recordando sus promesas de asistencia perpetua. Les rogó luego que tomaran el cáliz y trazaran con él la señal de la cruz. Se produjo al instante un gran relámpago que cegó al dragón y mató a las serpientes que lo acompañaban. Después de haber ayunado durante cinco días, se disponían Bartolomé y Mariamne para recibir la eucaristía. Cuando estaban llenos de gozo los tres, se produjo un terremoto con ruido de piedras y voces de demonios que pedían a los apóstoles que los dejaran en paz. Ellos habían heredado aquel lugar para cincuenta demonios, mientras que los apóstoles tenían a su disposición el mundo entero. Felipe los ordenó salir del país no sin antes declarar cuál era su naturaleza. Un dragón que estaba entre ellos se declaró consorte de la serpiente del paraíso y de otros demonios que actuaron en la historia de la salvación. Por lo demás, reconocían su situación de debilidad frente a los apóstoles de Jesús. Cuando Felipe les ordenó salir de sus moradas, se produjo un nuevo terremoto que habría asustado a Bartolomé y Mariamne si no hubiera sido por el aviso que les había dado Felipe. (Icono de san Bartolomé) Saludos cordiles. Gonzalo del Cerro
Lunes, 31 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
En algún momento del libro Antony Flew llega a expresar y abonar la idea de que el Dios de David Conway, el colega británico en el que se apoya repetidas veces, es “el Dios de Aristóteles”. Escribe Flew en p. 89: “El Dios que defendemos Conway y yo es el Dios de Aristóteles: “En suma Aristóteles adjudicó los siguientes atributos al Ser que, en su opinión, era la explicación del mundo y su forma más absoluta: inmutabilidad, inmaterialidad, omnipotencia, omnisciencia, unicidad, indivisibilidad, bondad perfecta. Hay una coherencia impresionante entre ese conjunto de atributos y los que son predicados de Dios por la tradición judeocristiana”. En mi opinión esta afirmación es dudosa en extremo: 1. La “bondad perfecta” no incluye en sí la idea de “Persona”, lo cual es esencial para la “tradición judeocristiana”. Incluir esta noción en la definición de Dios iría contra el sistema aristotélico, en mi opinión. 2. En cuanto a “existencia necesaria”: pienso que Aristóteles jamás creyó en la existencia real de ese Dios (denominado a veces por él la “divinidad” o “lo divino” = to theion en griego, lo que sin duda rechaza el politeísmo), cuya definición sintetiza designándolo como “forma absoluta sin materia alguna”. Ahora bien, tal entidad, que actúa como “Primer Motor” o “Causa final” lógica de todo el universo, no existe en realidad. Es sólo una explicación lógica del universo y de cómo este actúa, sobre todo cómo actúa hacia un fin (teleológicamente). Es un modo cómo el ser humano reflexivo trata de explicarse a sí mismo el universo y su funcionamiento. Explico estos dos puntos: 1. La divinidad aristotélica no es persona. Es cierto que no se puede responder a esta cuestión claramente porque Aristóteles no se plantea el tema expresamente. Ni se le ocurre. Pero se puede deducir del conjunto de su sistema. Por un lado, parece que Aristóteles habla de un Dios personal y que habla de la felicidad de Dios… cuando escribe que siendo Dios el “pensamiento del pensamiento” no puede pensar más que en sí mismo y que esto le produce felicidad. Aparte de la observación de que Aristóteles está usando aquí –indebidamente quizás— un lenguaje figurado, es claro que se puede razonar del modo siguiente dentro de su sistema: sólo una persona podría ser feliz. Ahora bien, ser persona significa un ser que tiene conciencia de ser un individuo existente. Ahora bien, Dios como forma absoluta es el universal absoluto. Y el universal absoluto no puede ser un individuo, no puede ser una persona, sino un concepto; y por lo tanto es muy difícil dentro del sistema que pueda ser concebido como pleno de “bondad”, salvo lógica o metafóricamente. 2. Según Aristóteles algo puede ser real pero a la vez no ser una entidad verdaderamente existente. Ejemplo: el concepto “patria” es real porque es capaz de producir variados efectos (de sobra conocidos como morir o matar por la “patria”). Pero a la vez es evidente que “patria” como mero concepto que es no tiene existencia real. Dios, o la divinidad, según Aristóteles es la forma absoluta. Ahora bien, según su sistema, todo absolutamente todo ha de existir como compuesto de “materia y forma” (por ello el sistema se denomina “hilemorfismo”, donde hýle significa “materia” y morphé, “forma). Aristóteles afirma que no puede existir la materia pura, sólo materia, sin algún tipo de forma; y de igual modo sostiene que no puede existir la forma absoluta, sin materia. Dado que Dios es pura forma absoluta, no puede existir de acuerdo con las premisas del sistema. Podría objetar alguien que Dios podría ser forma absoluta porque está fuera de la materia, por tanto no sujeto a condicionante alguna. La respuesta es: en el sistema de Aristóteles eso parece imposible, puesto que supondría que la forma absoluta tendría que crear la materia desde la nada. Esa concepción es radicalmente ajena al sistema aristotélico. Por tanto, el Dios de Aristóteles es el Primer Motor, la Causa final de todo, pero solo como una condición lógica, como premisa para entender el cosmos y para aclarar cómo este aspira siempre a la perfección (es decir, es como si estuviera atraído por la “Causa final” o impulsado por el “Primer motor”. Pero en sí esa divinidad no existe. En mi opinión, Aristóteles fue uno de los primeros ateos prácticos de la historia. Por último: una postrera dificultad a la llegada hacia Dios postulada por Flew se halla en su definición de Dios como Espíritu, totalmente opuesto y superior a la materia. En este caso, y por muchas vueltas que se le dé, es muy difícil encontrar una razón suficiente para explicar por qué un Dios espiritual, omnisciente, omnipotente y totalmente feliz en sí mismo, haya podido crear la materia, es decir, el universo entero material. Esa creación no parece tener sentido alguno. De hecho este el problema que percibió nítidamente Aristóteles en el sistema de su maestro Platón: siendo el mundo de las ideas, absoluto, eterno, inamovible, sin defecto alguno, nao hay razón alguna para que esas ideas absolutamente perfectas se vean reflejadas en la materia. Precisamente por ello construye Aristóteles su sistema lógico de comprensión del universo en el que se presume que la materia es eterna y en el que la Forma absoluta, el Primer Motor inmóvil actúa sólo como explicación lógica del porqué existe un universo tal cual es con materia inorgánica, orgánica, animales, ser humano, estrellas en progresión siempre ascendente impulsado por el deseo de alcanzar la Forma absoluta, que es en si inalcanzable. En síntesis: • El Dios al que llegan las disquisiciones de Flew no es un Dios personal. Por tanto, no es el Dios de la revelación cristiana y no puede garantizar una supervivencia al ser humano después de la muerte • Ese Dios como explicación del mundo es muy parecido a la Razón universal de los estoicos antiguos o a la Naturaleza de Baruch Spinoza. • No es fácil encontrar una razón de por qué el Espíritu absoluto y perfecto, inamovible, feliz y omnisciente sienta “necesidad” o “conveniencia” de crear la materia, que es un escalón totalmente degradado respecto al ámbito espiritual. • En cualquier caso si esa divinidad fuera persona, estallaría ante la magnitud del mal y del dolor humano. La solución de los estoicos y de Spinoza a esta última cuestión es que el espíritu no se distingue cualitativamente de la materia, sino cuantitativamente. Por ello desde el espíritu a la materia no hay un paso infranqueable. Son entidades del mismo orden. Solo que el espíritu tiene una cualidades que la hacen aparecer a nuestra imaginación como distinta. Por ello, la Razón universal que es la explicación de todo el orden del mundo, puesto que está dentro de todo, permeando todo e invadiéndolo de su calidad, sería la más sublime expresión de la materia, aquella en la que parece estar en un escalón decididamente elevado o superior. En esta suposición la “vida” del ser humano después de la muerte, no sería una inmortalidad personal. Por así decirlo la parte razonable del ser humano, lo que llamamos “alma”, se disolvería como un átomo en la Razón universal. Lo que no quedaría claro en esta hipótesis es qué grado de consciencia tendría cada uno de esos átomos En los próximos días, y ya como final, pasaremos a comentar los dos apéndices del libro. A.: “El nuevo ateísmo. Una aproximación crítica a Dawkins, Dennett, Wolpert, Harris y Stanger, de Roy Abraham Varghese y B.: “La autorrevelación de Jesús en la historia humana. Un diálogo sobre Jesús con N. T. Wright. Seguiremos, pues. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Miércoles, 26 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Hemos visto ya que las argumentaciones tomistas justificativas de la pena de muerte, desarrolladas de forma sistemática, tendrían eco a través de los siglos, y de hecho siguen estando muy difundidas, hasta hoy, en el mundo católico. A la hora de justificar la pena capital, no obstante, los protestantes tampoco se han quedado atrás. Baste citar el artículo 16 de la Confesión de Augsburgo (1530) -“De rebus civilibus”-, que enseña que “entre las leyes y normas de buen orden establecidas” figura también “el derecho de administrar justicia y dictar sentencia según las leyes imperiales y otras normas usuales, castigar con la espada a los malhechores y hacer guerras justas”. Los reformadores fundan en la función de la autoridad la facultad de imponer y aplicar la pena capital: la autoridad ha recibido por disposición divina la función de castigar, el ministerio de la espada. En particular, varios reformadores propugnaron la licitud de la pena capital contra los miembros de la llamada "Reforma radical" (v. gr. anabaptistas), porque consideraban que su negación equivalía a poner en tela de juicio la función y legitimidad de la autoridad secular. Para una concepción tan centrada en la prevención del crimen, la pena capital era una forma lícita de castigo, si bien Lutero recomendaba -en plena consonancia con el equívoco comportamiento de los católicos- la benignidad de un amor razonable y de la epiqueya. Consciente o inconscientemente, el cristianismo se confabula así con el poder temporal para cerrar herméticamente el círculo armonioso del orden político. La sociedad destruye físicamente el cuerpo hostil o enojoso con la autorización divina, pero garantizando siempre que sus esfuerzos se dirigen a salvar para Dios el alma de la víctima. Las últimas palabras de las sentencias de muerte dictadas durante siglos y siglos recogen el deseo de que “Dios tenga piedad del alma del condenado”, una piedad que los jueces no creen conveniente tener con su cuerpo. De modo fraterno o acusador, la religión cristiana y sus representantes -a veces, hermandades o cofradías piadosas- han querido estar siempre presentes en el último trance de los condenados a muerte, para tratar sencillamente de que se consuelen con su suerte. Como escribió Larra en alguna ocasión, “gran consuelo debe ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno”. Feliz solsticio de invierno, feliz Navidad.
Miércoles, 26 de Diciembre 2012
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Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Martirio y sepultura de Bartolomé El episodio quinto de la Pasión de san Bartolomé cuenta de la conversión del rey Polimio y de su bautismo en compañía de toda su familia. Con él se había convertido todo su ejército y todo el pueblo, dice el narrador con evidente hipérbole. También habían creído y se habían bautizado todos los habitantes de las ciudades vecinas. El rey se había quitado la corona y se había despojado de la púrpura. Su retirada del poder fue aprovechada por los pontífices con la complacencia del sucesor de Polimio, su hermano mayor, de nombre Astriges. Los pontífices se dirigieron al nuevo rey para denunciar la conducta de su hermano, que se había sometido al mago extranjero, el que usurpaba los templos y destruía a sus dioses (c. 8,1). Lo mismo contaban entre lágrimas los pontífices de otras ciudades. El mago los había dejado en la miseria. El rey Astriges, lleno de indignación, envió a mil soldados para que detuvieran a Bartolomé y se lo llevaran atado. Cuando lo tuvo delante, le preguntó si era él quien había pervertido a su hermano. La respuesta del apóstol ocultaba su decisión tras un juego de palabras: “Yo no lo he pervertido, sino que lo he convertido” (c. 8,2). El rey continuaba su interrogatorio preguntando a Bartolomé si era el que había hecho trizas las estatuas de sus dioses. El apóstol contó la realidad concreta. Había sido él quien, hablando a los demonios, que moraban en los ídolos, les ordenó que los destruyeran para que los hombres abandonaran el error y creyeran en el único Dios, creador de cielos y tierra. El rey recurrió a las amenazas. De la misma manera que Bartolomé consiguió que su hermano abandonara a su dios para creer en el Dios cristiano, él haría que el apóstol abandonara a su Dios para creer en el dios del país y le ofreciera los acostumbrados sacrificios. Bartolomé respondió con la referencia de sus hechos. Había mostrado atado al demonio que Astriges veneraba, y le había obligado a destruir su propia imagen. Retaba luego al rey para que hiciera lo mismo con el Dios de los cristianos. Si lo hacía, se comprometía Bartolomé a ofrecerle sacrificios. Pero si no lo conseguía, el apóstol destruiría a todos los dioses del rey, quien tendría que creer en el Dios único y verdadero de Bartolomé. En ésas estaban cuando le llegó al rey la noticia de que su dios Vualdat había caído de su altar y se había hecho trizas. El rey, en el colmo de su indignación, rasgó sus vestiduras de púrpura, “mandó azotar al santo apóstol Bartolomé; y después de azotarlo, lo mandó decapitar” (c. 9,1). El códice Véneto Marciano 362 añade en este pasaje el detalle de que el rey mandó que le arrancaran la piel y luego lo decapitaran. Es un detalle concreto de la tradición extendida en la comunidad cristiana. Bartolomé fue despellejado vivo antes de ser decapitado. Miguel Ángel daba artístico testimonio de esta tradición en el fresco del Juicio Final en la Capilla Sixtina. Llegó entonces una turba numerosa de doce ciudades que habían creído en la fe de Bartolomé, recogieron su cuerpo en compañía del mismo rey y se lo llevaron con toda solemnidad. Construyeron una basílica espléndida, en la que depositaron sus sagrados despojos. A los treinta días, llegaron a la basílica del apóstol el nuevo rey y los pontífices, poseídos por los demonios. Todos confesaron muy a pesar suyo la dignidad apostólica de Bartolomé. Enseguida salió un demonio que los asaltó y estranguló. Era evidente que, a pesar de muchos pesares, los enemigos del Apóstol no se habían salido con la suya. El poder de los Apóstoles seguía actuando incluso después de la muerte. Los demonios no habían podido defender a sus protegidos del influjo inevitable de su enemigo. Por el contrario, los habían castigado por haber cedido creyendo en la dignidad y en el poder del apóstol de Cristo, Bartolomé. (Detalle del Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina) Saludos cordiales y felicies fiestas. Gonzalo del Cerro
Lunes, 24 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como vemos, los argumentos, más complejos quizás que las cinco vías de Santo Tomás, se reducen en realidad a uno solo (o a dos): el argumento cosmológico (o de la contingencia), aunque adornado por razones del tipo de la complejidad del universo, su finalidad constante de progreso, la generación de la vida, etc. más el argumento del orden del mundo (que la gente suele formular como “No hay reloj sin relojero”). Diría, sin embargo, que sólo con el razonamiento de Conway, que expusimos en la postal anterior, avanzamos algo en esta argumentación sobre la posible existencia de Dios más allá de lo que hicieron los antiguos griegos y en concreto Anaxágoras (nacido hacia el 500 en Clazómene, Asia Menor, y que hacia el 450-440 estaba en Atenas, en donde se hizo amigo de Pericles). Argumentaba Anaxágoras que el universo, que existe desde siempre, es ordenado, no creado, por la Mente primordial. Un ejemplo: Si alguien descubre en un desierto las ruinas de una ciudad bien asentada y organizada, en seguida deducirá que allí hubo una mente que ordenó los materiales hasta formar algo organizado. Por el contrario, se pasaría de la raya si dedujera que el arquitecto ordenador es también el creador de los materiales. Igual pasa con el argumento del orden del cosmos o con el de la teleología (el cosmos tiende hacia un fin) para probar la existencia de Dios. Esta sólo se “prueba” si se la añade otra de las vías de Santo Tomás, la de la contingencia, que ya hemos contemplado: el universo y todo lo que contiene está compuesto de seres contingentes, no necesarios. Y entonces viene lo que argüía Conway que en el fondo es los mismo que la argumentación de Santo Tomás. Repito para que no hay que ir a la postal anterior: “las explicaciones causales de las partes de una totalidad en términos de la existencia de otras partes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, ya que los entes (partes) invocados como causa de la totalidad necesitan para explicar su propia existencia de una causa exterior (y superior) a ellos mismos”. En el fondo, pues, no son nada novedosos los argumentos que hemos expuesto: ¿De dónde proceden las leyes de la naturaleza?; ¿Sabía el universo que nosotros vendríamos?; ¿Cómo llegó a existir la vida?; Es imposible que algo surja de la nada. La única diferencia radica en que Flew, que conocía de memoria los argumentos tomistas se vio forzado a tomarlos en serio porque una serie de científicos de su época afirmaron que la ciencia modernísima podía llegar a las mismas conclusiones que, por medio de la razón, había alcanzado Santo Tomás, muchos siglos antes. En ese momento Flew (últimos dos capítulos de su libro) responde a dificultades verdaderamente gruesas: ¿Cómo es posible que un Ser definido como omnipotente y omnisciente, pero ante todo como espiritual pueda actuar en la materia, es decir, en una entidad sujeta al espacio y tiempo? Flew responde que todo depende de cómo se entienda esta actuación y que ello debe hacerse superando a David Hume el concepto de causa. Hay causas materiales, pero hay otras fuera del ámbito de la pura materia = las causas intencionales: Dios es una causa intencional; No todos loa agentes tienen que ser corpóreos; por tanto no se ve que sea imposible en sí que pueda actuar en la materia. Finalmente Flew confiesa que lo único que en el fondo puede demostrar la ciencia hodierna es que la existencia de un “Espíritu omnisciente, omnipotente y que actúa fuera de sí no es un concepto incoherente”. Hasta aquí he ido recogiendo, y sintetizando el trayecto vital de Antony Flew desde el ateísmo hacia el teísmo. Ahora viene el turno a mis comentarios. El primero: Este viaje (intelectual) se presenta como “provisto con grandes alforjas”. Pero, en realidad avanza muy poco más allá de lo que hizo la filosofía griega, que luego desarrolló la Escolástica. Lo más importante es que Flew confiesa, a veces con alguna contradicción, pienso, que este Ser Espiritual omnisciente, omnipresente y omnipotente A) No es una persona, y que nada tiene que ver con el Dios de la tradición judeocristiana que es ante todo una Persona, y en especial un Padre personal. B) Incluso admite que no cree que su propio espíritu sobrevivirá a la muerte. Pues bien, estas dos afirmaciones no sobrepasan tampoco lo que dijeron los estoicos en la Antigüedad, y en el fondo, si se reflexiona bien, se trata de variantes refinadas de la sentencia de Baruch Spinoza, “Dios es la naturaleza”: “Deus sive natura”. Incluso podría considerarse el pensamiento de Flew como otra variante del panteísmo. De cualquier modo no se trata del Dios de la revelación judeocristiana. No sé, personalmente, si llegar a esta consecuencia inevitable supone algún consuelo para los teístas cristianos. Seguiremos Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 21 de Diciembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Si ya desde muy pronto la colusión de la Iglesia con los poderes civiles hace justificar la pena máxima, ha sido Tomás de Aquino quien consolida una nueva era en la historia del problema, resultando decisiva su aportación al defender la legitimidad de la pena de muerte aplicada por la suprema autoridad civil en nombre de la estricta justicia y del bien común. Es en la Summa Theologiae donde se encuentra el pensamiento definitivo del Doctor Angélico sobre la cuestión, que surge en diversos lugares: en el tratado sobre la fe, al hablar de la herejía; en el tratado sobre la caridad, al tratar de los cismáticos; y, finalmente, en el tratado sobre la justicia, como en su lugar propio, en el contexto del homicidio y, por tanto, del derecho humano a la vida: “Si un hombre resulta peligroso para la comunidad y la corrompe por culpa de algún pecado, es loable y justo matarlo para preservar el bien común (laudabiliter et salubriter occiditur, ut bonum communem conservetur). Mt 13 [parábola de la cizaña] obliga a proceder con prudencia; pero cuando no se corre peligro de matar al inocente hay que ajusticiar a los pecadores. Lo mismo que hace el propio Dios, también la justicia humana matará al que resulta peligroso para los demás y reservará para la penitencia a los que, aun habiendo pecado, no son gravemente peligrosos. Cuando el hombre peca, cae del orden racional y de la dignidad humana, que consiste en el hecho de que el hombre es por naturaleza libre y existente por sí mismo; al perder esta dignidad, cae al nivel de los animales, y entonces se procederá con él en función de la utilidad de los demás” Y en la Summa contra gentiles: “El bien común es mejor que el bien particular de una sola persona. Por consiguiente, hay que suprimir un bien particular para conservar el bien común. Pues bien, la vida de algunos hombres pestilentes impide el bien común, que consiste en la concordia de la sociedad humana. Dicen algunos que el hombre puede mejorar mientras vive y que por eso no se debe matarlo, sino darle ocasión de penitencia; pero son razones que no se sostienen (haec autem frivola sunt)” Este último texto es interesante ya que no muestra únicamente el pensamiento de Tomás, sino que de él se puede deducir que había contemporáneos contrarios a la pena de muerte basándose en el argumento de que ésta no es el único medio para proteger a la sociedad. Tal testimonio muestra la evidente inconsistencia del argumento -tan fútil como reiterado, y típico en la historiografía eclesiástica- con el que se pretende exculpar actitudes morales de otras épocas alegando que entonces apenas se podía pensar de otro modo. La posibilidad de pensar en cuestiones morales de manera distinta a como piensan los contemporáneos existe siempre que uno no sea lo bastante perezoso o mezquino como para no intentarlo. Las argumentaciones tomistas, desarrolladas de forma sistemática, tendrán eco a través de los siglos, y siguen estando muy difundidas, no sólo en el mundo católico. De hecho, se mantendrá desde entonces el curioso concepto de la caridad justificativa de la pena -caridad para con la sociedad que se libra de la grave amenaza del reo y caridad para con el reo al alejarle con la muerte la posibilidad de nuevas caídas y ofrecerle a la vez la oportunidad de “salvarse”-. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 19 de Diciembre 2012
Notas![]()
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Confesión del demonio y destrucción del templo En un cuarto capítulo, narra el relator del apócrifo el cumplimiento de la promesa de Bartolomé. Desenmascaró en efecto al demonio y le obligó a confesar sus fechorías. Cuando los pontífices estaban ofreciendo sacrificios a los ídolos, se oyeron los gritos del demonio que les imprecaba pidiendo que cesaran de ofrecerle sacrificios no fuera que resultaran castigados tanto como él. Reconocía que se encontraba “atado con cadenas de fuego por los ángeles de Jesucristo” (c. 6,1). El que fuera crucificado y muerto por obra de los judíos había vencido a la muerte, reina de los demonios, y había encadenado con vínculos de fuego a su príncipe, marido de la muerte. Otorgó el signo de la cruz a sus apóstoles y los envió a predicar su evangelio a todo el mundo. Uno de ellos estaba allí y era el que lo tenía atado. Pedía a sus compañeros que intercedieran por él ante aquel apóstol para que le diera la libertad de marchar a otras regiones. Bartolomé le preguntó quién y cómo lastimaba a todos los que en aquel templo padecían tan distintas enfermedades. El demonio se sintió obligado a dar todas las explicaciones solicitadas. Su príncipe, el Diablo, los enviaba a lastimar en la carne a los hombres, porque no podían dañarlos en el alma. Cuando los enfermos ofrecían sacrificios de súplica, cesaban los demonios de hacerles daño, lo que era interpretado por los curados como señal de que los ídolos eran dioses y escuchaban sus plegarias. Pero la realidad es que eran demonios, servidores de aquel a quien encadenó Jesús cuando estaba en la cruz. Desde el día en que llegó al país su apóstol Bartolomé, el demonio interpelado confirmaba que estaba encadenado con vínculos de fuego. Si ahora hablaba, es porque se lo ordenaba aquel hombre, ante quien no se atrevían a pronunciar palabra ni él ni su mismo príncipe. Siguió un largo diálogo entre Bartolomé y el demonio. Quería saber el apóstol por qué los demonios no acababan de salvar a los enfermos. El demonio respondió que ellos procuraban dañar también a las almas, lo que conseguían cuando los hombres creían que eran dioses y les ofrecían sacrificios. Bartolomé se dirigió a los presentes con toda solemnidad y les ofreció el auxilio del Dios verdadero, creador del universo y que habita en los cielos. Debían dejar de creer en las piedras vanas. Si querían que todos aquellos enfermos se vieran libres de sus dolencias, tenían que deshacerse de aquel ídolo, quitarlo de en medio y hacerlo trizas. En tal caso, dedicaría aquel templo al nombre de Jesucristo y a todos los presentes los consagraría con el bautismo. En aquel momento, a una orden del rey, todos trajeron cuerdas y poleas para derribar la estatua del ídolo. Como no eran capaces de conseguirlo, Bartolomé imprecó al demonio que habitaba en aquella estatua diciendo: “Si quieres que no te haga caer en el abismo, sal de esta estatua y hazla trizas. Luego, vete a los desiertos donde ni el ave vuela, ni el campesino ara, ni se ha oído jamás la voz del hombre” (c. 6,4). El demonio salió inmediatamente e hizo trizas toda clase de ídolos desde los mayores a los más pequeños y borró hasta las mismas pinturas. El pueblo entero prorrumpió en un grito uniforme confesando que sólo hay un Dios verdadero, el que predicaba Bartolomé. El apóstol ratificó la confesión del pueblo recordando algunos pasos de la historia de la salvación a partir del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, que envió al mundo a su Hijo para que salvara a los hombre con su sangre. Ese Dios permanece siempre inmutable “Padre uno con el Hijo, y uno también con el Espíritu Santo” (c. 7,1). Es el Dios que ha enviado al mundo a los apóstoles, dotados con el poder de curar enfermedades, expulsar a los demonios y resucitar a los muertos. Después de recordar la promesa de Jesús de que “todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá”, Bartolomé pidió la curación para todos los presentes con el objetivo de que todos creyeran en el único Dios que devuelve la salud en el nombre de Jesucristo. Cuando todos respondieron con el “amén”, apareció un ángel dotado de alas quien, volando por los cuatro ángulos del templo, esculpió con su dedo el signo de la cruz en las piedras talladas. El ángel comunicó a los presentes que de la misma manera que los enfermos habían quedado limpios de toda dolencia, el templo quedaría puro de toda presencia diabólica. Pero antes de que desapareciera para siempre, el apóstol lo haría visible a los ojos de todos. Para que nadie se asustara, debían hacer sobre sus frentes la señal de la cruz, y todos los males huirían de ellos para siempre. El diablo que apareció era un ser a la manera de “un egipcio enorme, más negro que el hollín, con el rostro ovalado y luenga barba, el cabello hasta los pies, ojos de fuego como hierro incandescente, que echaba chispas por la boca; de sus narices salía una llama de azufre, con las plumas de las alas llenas de espinas como un puerco espín. Estaba con las manos atadas a la espalda y sujeto con cadenas de fuego” (c. 7,3). El ángel del Señor habló al demonio diciéndole que por su obediencia a la orden dada por Bartolomé de purificar el templo de inmundicias, le daba la libertad para marchar al desierto y permanecer en él hasta el día del juicio. El demonio echó a volar y desapareció para siempre mientras el ángel regresó volando al cielo. (Cuadro de san Bartolomé) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Domingo, 16 de Diciembre 2012
NotasHoy escribe Antonio Piñero Lo que hizo realmente cambiar de postura a Flew fue que sus colegas, filósofos teístas, le hicieran concentrar su atención en las posibles nuevas perspectivas sobre la existencia de un Ser Supremo derivadas de la consideración de la imagen del mundo que emerge de la ciencia moderna, al menos para muchos científicos. Flew se propuso entonces aceptar el envite y decidió, pensando como filósofo, no rechazar a priori la escucha de cualquier argumentación en contra de sus teorías; se propuso dejar guiar su razón por el propósito metodológico socrático: “Debemos seguir la argumentación hasta dondequiera nos lleve”. Las tres áreas que despertaron su atención fueron las generadas por las cuestiones siguientes: • ¿Cómo llegaron a existir las leyes de la naturaleza? • ¿Cómo pude emerger la vida a partir de la materia inorgánica, es decir de lo no vivo? • ¿Cómo llegó a existir el universo entendido como “todo lo que es físico”? Los capítulos siguientes del libro (del 5 al 10) están dedicados a debatir y reflexionar sobre estas cuestiones y extraer las consecuencias. 1. ¿De dónde proceden las leyes de la naturaleza? Flew responde que su racionalidad, su uniformidad, su complejidad, que conducen desde los gases informes hasta la vida, la conciencia y la inteligencia exigen la existencia de una Mente Superior que posea esas cualidades y que de algún modo --¿por una creación de algún modo?-- las hubiera “diseñado”. Aparece aquí por vez primera ante él la teoría de un “diseño inteligente”, aunque no en el sentido antidarwiniano de muchos. Esa Mente superior, o si se quiere Dios en abstracto, podría ser definido provisoriamente como un Ser omnipotente y omnisciente. 2. ¿Sabía el universo que nosotros vendríamos? Flew considera que las leyes del universo conforman una “arquitectura” antrópica, es decir, dirigida hacia la existencia futura del ser humano: • El principio de relatividad especial garantiza que fuerzas como el electromagnetismo tengan un efecto invariable. • Las leyes cuánticas impiden que los electrones se colapsen sobre el núcleo del átomo. • La fuerza electromagnética es de una intensidad calculada de modo que permita el funcionamiento de procesos clave para la vida. Se pregunta entonces: ¿Cómo es posible que la intensidad de una misma fuerza satisfaga requisitos tan variados? De aquí se postula que detrás de esta “arquitectura” debía de haber una Mente superior. Respecto a la dificultad de la posible existencia de millones de mundos, es decir, no de un “uni-verso”, sino de un “multi-verso”, responde Flew que el hecho de que esta hipótesis sea posible lógicamente no demuestra que tal multiverso exista realmente. Se trata de una hipótesis innecesaria. Y aunque las leyes de la naturaleza fueran simplemente resultados accidentales de la forma que el universo se enfrió después del Bing Bang (teoría que prácticamente todos los físicos o cosmólogos aceptan), de todos modos tales accidentes o leyes universales serían solo fenómenos secundarios de una ley profunda y anterior que regiría el conjunto de los múltiples universos, si existieren. Por tanto, llegaríamos al mismo resultado con un universo o con un multiverso: tiene que haber detrás una Mente Superior, racional. 3. ¿Cómo llegó a existir la vida? No se puede argumentar seriamente, explica Flew, que la vida procede únicamente de la materia, que es inorgánica. “La materia viva posee una intrínseca organización teleológica (es decir, que tiene hacia un fin: existir bien y reproducirse) que no aparece por ningún lado en la materia que la precedió”. Así la autoreproducción, opina, no puede surgir por medios naturales a partir de una base puramente material. La codificación y el proceso de información (ADN, etc.) que rige la vida están coordinadas por un código genético (es decir, de comportamiento y funcionalidad) universal. No es posible postular que algo tan complejo hay existido por casualidad…, ni siquiera postulando miles de billones de años porque las posibilidades de que eso ocurriera son de 10 elevado a 609 4. Es imposible que algo surja de la nada Flew afirma que en su etapa atea sostenía algo parecido a la teoría del “universo contenido” formulada por Sephen King en su Breve historia del tiempo, a saber: un universo realmente autoconcentrado, sin límites ni perímetro, no tendría un principio ni un final. Simplemente existiría por lo que la presencia de un creador es innecesaria. Posteriormente Flew responde: A) Con Conway: No es posible admitir que exista una serie de realidades contingentes sin inicio como causa suficiente de la existencia del universo en su conjunto. ¿Por qué? Porque las explicaciones causales de las partes contingentes de una totalidad en términos de la existencia de otras partes también contingentes no pueden sumarse para constituir una explicación global de la totalidad, ya que los entes (partes) invocados como causa de la totalidad necesitan para explicar su propia existencia de una causa exterior (y superior) a ellos mismos, puesto que son contingentes. B) Con Swinburne: la existencia de un universo (finito en sus partes) a lo largo de un tiempo infinito sería un hecho inexplicable. Estados de cosas sólo pueden ser explicados a base de otros estados de cosas. Por tanto, si no tenemos estados de cosas previos y leyes generales previas no podría existir un universo en sí finito. Por tanto: se abre así el camino para la existencia de un creador anterior al universo. Por la mera ley de la probabilidad es muy improbable que un universo exista sin causa alguna, pero es bastante más probable que Dios exista sin causa alguna. Por tanto, el argumento que se remonta desde la existencia de un universo, complejo, a la existencia de Dios es un buen argumento inductivo. Seguiremos Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 14 de Diciembre 2012
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Editado por
Antonio Piñero
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Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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