CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Fernando Bermejo

Hemos visto ya que las argumentaciones tomistas justificativas de la pena de muerte, desarrolladas de forma sistemática, tendrían eco a través de los siglos, y de hecho siguen estando muy difundidas, hasta hoy, en el mundo católico.

A la hora de justificar la pena capital, no obstante, los protestantes tampoco se han quedado atrás. Baste citar el artículo 16 de la Confesión de Augsburgo (1530) -“De rebus civilibus”-, que enseña que “entre las leyes y normas de buen orden establecidas” figura también “el derecho de administrar justicia y dictar sentencia según las leyes imperiales y otras normas usuales, castigar con la espada a los malhechores y hacer guerras justas”. Los reformadores fundan en la función de la autoridad la facultad de imponer y aplicar la pena capital: la autoridad ha recibido por disposición divina la función de castigar, el ministerio de la espada.

En particular, varios reformadores propugnaron la licitud de la pena capital contra los miembros de la llamada "Reforma radical" (v. gr. anabaptistas), porque consideraban que su negación equivalía a poner en tela de juicio la función y legitimidad de la autoridad secular. Para una concepción tan centrada en la prevención del crimen, la pena capital era una forma lícita de castigo, si bien Lutero recomendaba -en plena consonancia con el equívoco comportamiento de los católicos- la benignidad de un amor razonable y de la epiqueya.

Consciente o inconscientemente, el cristianismo se confabula así con el poder temporal para cerrar herméticamente el círculo armonioso del orden político. La sociedad destruye físicamente el cuerpo hostil o enojoso con la autorización divina, pero garantizando siempre que sus esfuerzos se dirigen a salvar para Dios el alma de la víctima. Las últimas palabras de las sentencias de muerte dictadas durante siglos y siglos recogen el deseo de que “Dios tenga piedad del alma del condenado”, una piedad que los jueces no creen conveniente tener con su cuerpo. De modo fraterno o acusador, la religión cristiana y sus representantes -a veces, hermandades o cofradías piadosas- han querido estar siempre presentes en el último trance de los condenados a muerte, para tratar sencillamente de que se consuelen con su suerte.

Como escribió Larra en alguna ocasión, “gran consuelo debe ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno”.

Feliz solsticio de invierno, feliz Navidad.

Miércoles, 26 de Diciembre 2012


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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