CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
502.  Cuestiones disputadas en torno a Pablo de Tarso. Diario de abordo de un diálogo (I)
Hoy escribeb Carlos Segovia


El lector contemporáneo encuentra el texto de las cartas de Pablo dividido en versículos, capítulos y, frecuentemente, epígrafes. Pero los manuscritos más antiguos —al igual que ocurre con los de otros muchos autores— no contienen esas divisiones, ni puntuación alguna, ni siquiera la separación hoy habitual entre unas frases y otras y entre las palabras de una misma frase. Lo que quiere decir que cuando leemos hoy a Pablo —ya sea que nos asomemos al texto griego original o que consultemos alguna traducción del mismo— lo que leemos es siempre-ya una determinada interpretación.

No hay pues, en último término, nada que avale una lectura de Pablo frente a otra igualmente posible; esto es, nada fuera de las coordenadas interpretativas que determinan y sobredeterminan a cada una de ellas: cada interpretación representa una posible toma de posición, una decisión hermenéutica, y en definitiva una postura auspiciada por tal o cual selección de los focos de interés, los problemas y los conceptos de una serie de textos que son indisociables de sus interpretaciones. Son tales decisiones las que hacen hablar siempre a los textos, las que los dotan de un significado variable de un contexto a otro y las que delimitan las condiciones de su inteligibilidad.

Hay, en líneas generales, tres grandes interpretaciones de Pablo.

Según la primera, Pablo dio su impulso definitivo al cristianismo tratando con ello de superar el judaísmo. Ésta es la interpretación tradicional.

La segunda interpretación mantiene en cambio que Pablo no se propuso superar el judaísmo, sino reformarlo. Ésta es, por su parte, la tesis que defiende la llamada “nueva perspectiva sobre Pablo”, asociada a los nombres de James D. G. Dunn y N. T. Wright

Y hay, por último, quienes pensamos que Pablo no pretendió ni lo uno ni lo otro, esto es, que Pablo no se propuso fundar una nueva religión, el cristianismo, distinta del judaísmo; y que no se propuso tampoco corregir o reformar este último cuestionando sus aspectos supuestamente más nacionalistas, sino que se propuso simplemente, en continuidad con la tradición profética y apocalíptica judía, incorporar a los gentiles a Israel ante la inminencia del fin de los tiempos. Ésta y no otra es la tesis de la “nuevo enfoque radical sobre Pablo”.

¿Cuál es la interpretación específicamente cristiana de Pablo? No la hay, es decir, no hay tal cosa como una única interpretación específicamente cristiana de Pablo. Su interpretación cristiana tradicional coincide con la primera de las interpretaciones enumeradas en el párrafo anterior, pudiendo oscilar entre la idea de que, al fundar una nueva religión, Pablo habría buscado romper con el judaísmo, y la idea de que lo que habría pretendido es llevarlo a su culminación lógica en clave puramente espiritual. Pero son muchos los autores cristianos que, hoy en día, prefieren la interpretación de la “nueva perspectiva sobre Pablo”, que no hace sino desarrollar, a su manera, la última de esas dos ideas. Por otra parte, hay que notar también que la tesis según la cual Pablo trató de fundar una nueva religión no es sólo característica de la interpretación cristiana tradicional del Apóstol: en efecto, la Escuela de la Historia de las Religiones sostiene igualmente que Pablo trató de fundar una nueva religión, sólo que a imagen y semejanza de las religiones mistéricas del helenismo.

Y a tales interpretaciones se añaden, finalmente, la que ve a Pablo como un ideólogo del Imperio Romano y la que ve en él, por el contrario, a un crítico de la ideología imperial romana cuya intención no habría sido sino la de promover “desde abajo” la justicia, en virtud de la cooperación y la solidaridad entre los pueblos sometidos a Roma —¡y por extensión a todo imperio!— frente a su falaz imposición “desde arriba” por medio de la violencia y la guerra.

Como puede observarse, el cuadro de las interpretaciones posibles del mensaje paulino es lo suficientemente plural y rico en matices, y los problemas que todas ellas deben afrontar lo suficientemente complejos, como para pensar que, acerca de Pablo, todo está dicho desde el principio y de una vez por todas.

De acuerdo con ello, mi propósito en esta postal y en los que le seguirán es presentar sucintamente al lector algunas de las cuestiones acerca de las cuales Antonio Piñero y yo hemos conversado más intensamente en los últimos meses al tratar de perfilar los contenidos de la “Guía para entender a Pablo” que ambos estamos preparando. El interés y la dificultad de los temas tratados justifica, creo, nuestra decisión de poner por escrito aquí estos retazos dialogados, que por otra parte se han desarrollado también en su mayor parte por escrito.

***

(1) ¿Es posible leer a Pablo literalmente o es necesario interpretarlo? Yendo más lejos: ¿es realmente posible leer a Pablo sin interpretarlo?

C. A. S. — Mi respuesta es que no: no podemos leer a Pablo sin interpretarlo, luego tampoco podemos leerlo literalmente. De hecho, la interpretación de Pablo comienza con la elaboración del corpus paulino: tenemos el Pablo que otros han querido que tengamos. En esto diferimos, ya que, si te he entendido bien, tú piensas que hay pasajes paulinos que pueden leerse atendiendo a su significado más inmediato y aparente, y que la labor del verdadero filólogo está, por definición, libre de supuestos previos (“el filólogo se ciñe a la letra”). Para mí, en cambio, no hay tal letra.

A. P. — Me remito a las repeticiones de vocablos e ideas, a la acumulación de textos en contextos diversos que apuntan hacia lo mismo, es decir, a la atmósfera que se repite en ellos, etc., y que hacen por tanto casi obligatoria una interpretación y no otra. Una vez conseguidas ciertas interpretaciones firmes, es necesario que las demás sean coherentes con lo que parece casi totalmente seguro. Que tengamos el Pablo que otros han querido que tengamos no es argumento alguno. Hablo de la interpretación de lo que hay.

(2) ¿Es posible que Pablo piense y escriba en varios registros diferentes? Y, de ser así, ¿cómo determinar cuál es el prioritario y cuál o cuáles los subordinados en cada caso?

C. A. S. — No sólo es posible, sino que parece claro. La presencia de estrategias retóricas en su escritura lo muestra suficientemente. Pero sólo es posible determinar cuál es en cada caso el registro principal y cuál o cuáles los subordinados (a) en función de la interpretación general de su pensamiento por la que uno opte y (b) en función del valor que uno otorgue a cada pasaje en cuestión en relación con otros, con los conceptos desplegados en él y con la intención que pueda asignársele.
Ahora bien, bien, determinar cuáles son tales conceptos, cuál la intención del pasaje a esclarecer y cuáles los otros pasajes a los que eventualmente recurrir para clarificarlo es, una vez más, algo que únicamente puede hacerse en virtud de tales o cuales decisiones interpretativas. Por otra parte, no es evidente que, de entre esos tres procedimientos, uno sea siempre mejor que los otros: habrá casos en los que recurrir a otros textos parezca probar más que tratar de reconstruir la intención que subyace al primero, y a la inversa; y lo mismo vale para el valor asignable a los conceptos. Es más, habrá quienes defiendan que, en un caso, lo que hay es que cotejar tales o cuáles pasajes; y quienes defiendan en cambio que, respecto de ese caso, lo que hay que hacer es examinar los conceptos que él presenta y/o examinar cuál es su intención. Tú, por ejemplo, recurres a veces al primero de esos métodos, mientras que yo recurro al segundo, y a la inversa. Por eso no tiene sentido, a mi juicio, esperar que el otro vaya a resolver los problemas que uno se plantea (probado que lo sean para el otro) de la misma manera en que uno lo haría. ¿Pero por qué debería incomodarnos esto? ¿Hemos de abogar por una hermenéutica de la univocidad o por una hermenéutica pluralista?

A. P. — Los diferentes registros no pueden ser contradictorios, sino coherentes. A veces nos cuesta ver la coherencia, pero pienso que debe de estar siempre. Como filólogo sospecho además de la “hermenéutica”, que para mí está casi siempre ligada a mecanismos apologéticos de un signo u otro.

(3) ¿Podemos aplicar a Pablo categorías y conceptos elaborados por la teología cristiana posterior? ¿Es posible que unas y otros sobredeterminen inadvertidamente, en ocasiones, nuestra interpretación de lo que él dice y no dice? ¿Por qué es necesario liberar hoy a Pablo de su interpretación cristiana?

C. A. S. — En cuanto a lo primero: podemos, pero no deberíamos. En cuanto a lo segundo: no sólo es posible, sino que es, de hecho, lo más habitual. Creo haber dado numerosos ejemplos de ello, ejemplos que van más allá de los tópicos del tipo “Pablo se convirtió al cristianismo”, que son infinitamente más sutiles que esos tópicos, pero no por ello menos peligrosos (e.g. la interpretación sacrificial de Pablo, la atribución a Cristo de preexistencia, etc.). En cuanto a lo tercero: por un motivo muy sencillo: ¡porque eso que llamamos el cristianismo, cualquiera que fuera la contribución de Pablo a su puesta en marcha, es rigurosamente posterior a Pablo! Hay que estudiar a Pablo, un autor judío del siglo I, en su contexto histórico, intelectual y religioso. Y hoy sabemos que éste es mucho más complejo de lo que tradicionalmente hemos supuesto. Si nuestra visión sobre el judaísmo anterior al 70 ha cambiado como lo ha hecho en el curso de las últimas décadas, debe también hacerlo, pienso, nuestra visión de Pablo. ¿Y el Pablo helenístico, influido por las religiones mistéricas o competidor de éstas?, te preguntas tú. A mi juicio, debemos retrazar análogamente sus contornos a la luz de su nuevo rostro judío.

A. P. — Respecto de lo segundo: En un historiador que se procura independiente como yo y absolutamente racionalista y agnóstico esa posibilidad es tan predeterminante como que en los “new radicals” aparecen clarísimos unos aprioris absolutamente cuestionables, al menos para mí, y que pueden ser los siguientes:

(a) después de Auschwitz “sólo se puede hacer un tipo de teología”;

(b) para mejorar la relación con los judíos es necesario que el primer intérprete de Jesús y aquel que marca para siempre el desarrollo de la cristología, Pablo, esté exento de todo tipo de antisemitismo;

(c) todas la concepciones de Pablo han de ser esencial y exclusivamente judías; las raíces de su teología son del más puro judaísmo. Esta tesitura mental lleva a una exégesis aventurada y forzada de un notable número de textos paulinos, y a otros aprioris absolutamente inverosímiles también. Los que me llaman más la atención son los siguientes:

(d) es perfectamente plausible que todos los discípulos de Pablo no entendieran al maestro en puntos esenciales; se equivocaron todos, incluso los más cercanos cronológicamente; (e) en realidad, Pablo jamás dice nada en contra de la ley judía; lo que afirma Pablo de la Ley se refiere exclusivamente a los gentiles, etc. Por otra parte, ¿hay algo más judío y más helénico mediterráneo que el sistema sacrificial y que la muerte vicaria? Y si hemos llegado incluso a pensar, con sólo unos pocos textos (1 Henoc, por ejemplo), en un posible binitarismo judío (los rabinos se refieren a la teología de los “dos poderes en el cielo”), ¿por qué pensar entonces que interpretar que Pablo veía a Cristo como prexistente se debe a la perversa influencia del cristianismo de Nicea, naturalmente ya profundamente antijudío?

Y respecto de lo tercero: “Cualquiera que fuera la contribución de Pablo a su puesta en marcha, el cristianismo es rigurosamente posterior a Pablo”. ¡Menudo descubrimiento del Mediterráneo! Pues naturalmente que sí. Pablo es desarrollado por sus discípulos. Esto es tan evidente… En cuanto a la formulación “cualquiera que fuera la contribución de Pablo”, es sencillamente increíble desde el punto de vista de la historia de las ideas cristianas. Olvidas que, aun admitiendo la tesis de error absoluto interpretativo por parte de todos los seguidores de Pablo —tesis tuya que me parece absurda—, el cristianismo posterior es rigurosamente paulino.

Y este es mi argumento. El Nuevo Testamento no es el fundamento del cristianismo, sino el fundamento de un cristianismo: el paulino. Desde el siglo IV todos los demás cristianismos son marginales. Los otros múltiples cristianismos, muchos pero adscribibles a dos ramas generales, el judeocristianismo y los de tendencia gnóstica, son o bien eliminados por el devenir histórico o bien por la certera y astuta acción organizativa de las iglesias paulinas. Espero haberlo demostrado, o mostrado, en *Los cristianismos derrotados*. Todo lo posiblemente asimilable del judeocristianismo por la estructura más profunda del paulinismo es admitido por pacto de las iglesias paulinas en el Nuevo Testamento (Evangelio de Mateo, Apocalipsis, Epístolas de Santiago y de Judas).

***

En los próximos días seguiré transcribiendo otros varios retazos de nuestras discusiones, sin preámbulo alguno ya y prosiguiendo con la enumeración consignada en esta primera postal.

Saludos cordiales,

Carlos A. Segovia

Domingo, 3 de Marzo 2013


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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