Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
El libro de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (The Case for God. What Religion Really Means, Random House, London, 2009), cuyas tesis principales expuse brevemente en el post anterior está, lamentablemente, plagado no solo de interpretaciones muy discutibles de algunos datos históricos, sino también de simplificaciones y de errores manifiestos. En lo que sigue me limitaré solo a algunos de los límites que creo percibir en esta obra. Un problema básico es que la división de Armstrong, fundamental en su libro, entre dos visiones de la divinidad y la religión (una “premoderna”, en la que la praxis sería esencial para la religiosidad, y otra “moderna”, en la que la religión sería básicamente un asunto de creencia) es una simplificación tan gratuita como insostenible. De hecho, resulta muy obvio que las creencias tienden siempre a justificar ciertas praxis, y estas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones parecen haber ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (v. gr. que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, que la Eucaristía es realmente su sangre y carne…). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una malinterpretación de sus críticos irreligiosos o de los fundamentalistas, sino un hecho, y algo aceptado (comprensiblemente) por la inmensa mayoría de los homines religiosi. Hasta tal punto es así, que la misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128). Este es solo uno de los muchos contraejemplos posibles (y demoledores) a la tesis de la autora. Por supuesto, el propósito de Karen Armstrong es manifiestamente apologético: aislar una presunta concepción pre-moderna de la religión, basada en la praxis (mejor dicho: en los aspectos de la praxis que a ella le resultan simpáticos, pues sobre otros de esos aspectos, más sangrientos o rocambolescos, prefiere convenientemente correr un tupido velo), le permite descuidar una nada desdeñable cantidad de creencias religiosas que no son otra cosa que puras insensateces. Lástima que el resultado de la autora sea una simple invención. Otro problema, asociado al anterior, es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum “religión” con “religión genuina” y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando Armstrong lo que no le gusta como "idolatría" o "aberración". Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado. La arbitrariedad de Armstrong se transparenta por doquier. Acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (v, gr. ignorando lo que en la predicación de Jesús de Nzaret hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327). De hecho,el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que “hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia” (p. 39), algo crasamente falso y francamente asombroso en alguien que se presenta como historiadora de las religiones. Así, en la tradición judía Ibn Ezra lo hizo, y también varios rabís en el Talmud. Los ejemplos de la tradición cristiana llenarían páginas. Ciertamente, es discutible si esa posición fue o no mayoritaria, pero la pretensión de Armstrong se halla en algún lugar entre la ignorancia y la deshonestidad intelectual. La erudición e imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –y ya desenmascarados tiempo ha, como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley sobre la teoría evolucionista-, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando <strong>pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que le censuraron </strong>(pp. 211-214). La ligereza -y la injusticia- del tratamiento de Armstrong puede comprobarse en este caso, por ejemplo, leyendo la amplísima y magnífica monografía del historiador de la ciencia Antonio Beltrán, Talento y poder. En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los “nuevos ateos” sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como V. Stenger o A. Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. La calidad de esta estrategia puede evaluarse según un principio enunciado por la propia autora: “En cualquier estrategia militar es esencial enfrentarse al enemigo en su punto más fuerte; no hacerlo así pone de manifiesto que la polémica es superficial y carece de hondura intelectual”. Si todo lo anterior es ya signo de una falta de rigor impropia de una persona con vocación intelectual, no es aún lo más grave. La cosa empeora todavía, y raya la infamia, cuando la autora, hacia el final de su libro, decide acusar a los “nuevos ateos” de no interesarse por el sufrimiento humano y de que “no muestran ningún anhelo por un mundo mejor” (p. 340). Lo cierto es que, por poner solo un ejemplo, una obra como The God Delusion de Richard Dawkins (dejando ahora al margen la plausibilidad de sus argumentos) revela una profunda preocupación por el sufrimiento físico, psicológico y moral de los seres humanos (y no solo de ellos). Intentar desacreditar a los “nuevos ateos” con este tipo de añagazas es de una mezquindad obvia, y nos retrotrae a épocas y procedimientos en que los cazadores de herejes intentaban desacreditar la heterodoxia de sus adversarios acusándolos de ser individuos soberbios y egoístas. Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. La autora diserta sobre casi todos los temas imaginables y llena su libro de nombres y obras, con lo que sin duda aspira a “épater le bourgeois” y a dar la impresión de una gran erudición. A costa, eso sí, de incurrir en arbitrariedades y errores flagrantes, tanto fácticos como interpretativos, e incluso en procedimientos éticamente deleznables. Un libro como este puede sin duda proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo no se le escapará al lector que no haya puesto en cuarentena su sentido crítico. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 15 de Julio 2010
Comentarios
NotasHoy escribe Antonio Piñero Continuamos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo un hombre de dos mundos, de Editorial El Almendro. Heyer opina que Pablo es como un modelo de cuantos han experimentado un cambio radical en sus vidas. Opina –correctamente- que no se debe llamar “conversión” el cambio de Pablo (el Apóstol nunca lo hace), sino “llamada”. Cuando era perseguidor de los cristianos, Pablo los había asediado con saña porque –aunque vivían dentro de los límites del judaísmo- no eran cumplidores exactos de la Ley de Moisés, y además, como compañeros que eran de Esteban, ponían en duda la ley de Moisés y la eficacia del Templo (p. 72). VALORACIÓN Esta interpretación me parece bastante tópica. No dudo de que pudo haber un cierto transfondo de estas ideas expresadas por Heyer como motivo de la persecución y que aquí el autor de Hechos pudo apuntar certeramente…, pero sólo en parte, porque es posible también que el autor de Hechos esté exagerando, como acostumbra, y desee presentar a Esteban como una auténtico precursor de Pablo de modo que éste no quede como el “inventor” del rechazo a la Ley y al Templo como medio de salvación. Que esto es así se ve porque el autor de Hechos hace una paralelo de Esteban con Jesús, y de la muerte de aquél con la muere de éste. Es posible que Lucas desee establecer artificialmente el siguiente nexo: Jesús – Esteban – Pablo. Opino que lo que pudo provocar una cierta y verdadera oposición, dentro del ámbito sinagogal, y no tan dura como dan a entender los Hechos- fue que los judeocristianos estaban poniendo ya las bases, quizá sin pretenderlo exactamente, para una futura –como ocurrió- divinización de Jesús. Un mesías resucitado, y pensado como que está a la diestra de Dios Padre, adquiere pronto tintes de figura celestial. Pienso que esta suerte de inicios de “diteísmo” (adoración a dos dioses”) por mitigado que fuere, pudo ser el motivo de la saña del celota Pablo contra los judeocristianos, saña que él nunca negó, sino que se preocupó de resaltar (Gál 1,13) para que quedara también clara en él la acción de Dios que es capaz de “convertir” por su gracia al más malvado. SIGUE HEYER: Afirma nuestro autor que el contenido de la visión a las puertas de Damasco se redujo en esencia a lo siguiente (pp. 86; ): Dios le manifestó a su Hijo, a saber, que estaba vivo, que el crucificado había resucitado de entre los muertos, y que eso significaba que los perseguidos por él, los seguidores de Jesús, tenían razón. Jesús era el Cristo y cumpliría su misión, se acercaba el tiempo final. VALORACIÓN: Me parece correcto ese punto de vista, pero tiene en cuenta Heyer Gál 1,17 : “Ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y regresé otra vez a Damasco”, que sugiere que la conversión fue en Damasco mismo, donde él residía. SIGUE HEYER: Finalmente, en esta época de “años oscuros”, cuando después de su llamada Pablo pasó madurando sus nuevas ideas, es donde, con toda verosimilitud, sitúa Heyer la primera plasmación de la teología paulina cuyas ideas maestras eran: • Una mentalidad apocalíptica: el tiempo que resta es escasísimo; el fin del mundo es casi inmediato. Pero los que crean en el mesías Jesús se salvarán. Dios rescata a los justos de su ira terrible, venidera. Esos justos no son muchos; pertenecen al Israel de verdad. Aquí no hay nada que objetar. Sigue Heyer: • A pesar de sus novedades, Pablo perteneció fiel –en parte- a la tradición judía. “Saulo se convirtió en Pablo, pero dentro de Pablo permaneció siempre un poco de Saulo”. A pesar de sus novedades teológicas, nunca declaró Pablo que Dios había abrogado la Ley. · También Pablo permaneció fiel a ciertas tradiciones básicas judeocristianas, pocas, que había recibido de la comunidad de Antioquía, como se muestra, por ejemplo, en 1 Cor 15,3-5: “3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; :5 que se apareció a Cefas y después a los doce;”, etc. Según Heyer, un ejemplo claro de dependencia por parte de Pablo de la tradición cristiana es la transmisión de las palabras de Jesús en la Última Cena y la institución de la eucaristía. Sostiene Heyer que hay dos tradiciones distintas al respecto: por un lado, Marcos/Mateo; por otro, Pablo/Lucas. De estas dos piensa nuestro autor que la más antigua es la de Marcos, porque es la más sencilla (por ejemplo, no contiene la idea de repetición litúrgica: “Haced esto en memoria mía…”, que sí parece en Pablo/Lucas y que es secundario, proviene de la tradición litúrgica cristiana. El traductor al español, José Valiente Malla, o el editor, Jesús Peláez, en la revisión, utilizan aquí (si no me equivoco) la versión de 1 Cor 11,23 de Juan Mateos: “Porque lo mismo que yo recibí y que venía del Señor os lo transmití a vosotros…”, Versión en la que se ve claro que Pablo no transmite ninguna visión celeste, suya propia, sobre el sentido de la Eucaristía, sino una tradición cristiana que sólo puede provenir de los propios apóstoles, los únicos que estuvieron en la Última Cena (pp. 92-94). VALORACIÓN La traducción de J. Mateos de 1 Cor 11,23 es interpretativa y, en mi opinión, errónea. Lo que dice el texto es sólo “Yo recibí del Señor…” (sin intermedio de tradición comunitaria alguna). Los lectores ya conocen mi opinión al respecto, que sintetizo: a) “Transmitir”/”recibir” no significa siempre tradición comunitaria (ejemplo Misná, Abot, 1,1); puede significar recepción de Dios directamente; b) Los relatos de la Última Cena no son firmes, sino variados y hasta contradictorios; c) La interpretación de Pablo y de Marcos no es posible en el judaísmo de Jesús y de la comunidad primitiva; hubiera sido una blasfemia contra su religión; sólo es posible en una comunidad pagano helenística con mentalidad de religiones de misterios (como la corintia); d) La comunidad de Jerusalén, y tampoco la de la Didaché, no conoció la eucaristía tal como la interpreta Pablo; la fracción del pan es sólo una comida (común), semi solemne, de rememoración de la Última Cena, ciertamente, pero no de una Cena como la interpreta Pablo, en sentido de unión mística con Jesús. e) La tradición que transmite Marcos depende de Pablo, que es cronológicamente anterior; f) Es absurdo –conforme a la traducción de J. Mateos transcrita arriba y entendida al pie de la letra- que el iniciador de una “tradición” sea Jesús; la tradición vendría no de Jesús sino de los apóstoles que transmiten lo que oyeron a Jesús. Pero la interpretación paulina es imposible de concebir en la mentalidad de esos inmediatos e íntimos seguidores de Jesús, como hemos sostenido. g) Tal como aparece en los evangelios sinópticos, esa “tradición” es susceptible de ser analizada y de descubrir en ella dos estratos. 1. Una cena de despedida de Jesús con sentido escatológico. “Presiento que voy a morir; es la última vez que bebo en vida el fruto de la vid, la vez siguiente será, ya resucitado junto con otros fieles, en el reino de Dios”. 2. A ese estrato escatológico se añadió por influencia de Pablo y en comunidades paulinas la interpretación mistérica de esa Cena como ingestión, entendida simbólicamente en esos momentos, sin transustanciación (eso vendrá más tarde), de la carne y sangre del mesías. SIGUE AHORA HEYER: Pablo cayó en la cuenta –gracias a su visión de Damasco- de que Jesús, a pesar de que fue crucificado –lo que significa maldición divina Dt 27,26- es el mesías. El escándalo de la cruz se convierte así en el inicio de la reflexión de Pablo. No precisamente la consideración de Jesús como el “justo sufriente” en sí, sino precisamente crucificado, anonadado por esa muerte, por ese suplicio de esclavo. Pero la cruz/muerte no va sola. La clave es la unión con la resurrección. Ese bloque compacto es lo que forma el inicio del misterio de la redención-expiación, que Pablo irá desarrollando poco a poco en su teología. Aquí, en este punto, no hay apostilla o crítica alguna que hacer. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Miércoles, 14 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero El penúltimo libro, por ahora, que deseo comentar de la serie “En los orígenes del cristianismo” de la benemérita Editorial El Almendro, de Córdoba, España, es de un profesor holandés, C. J. den Heyer (atención: en los créditos de la traducción se escribe H. C. den Heyer, por despiste del editor), que escribe referentemente en inglés, y cuyo título es igual al que encabeza esta postal (original inglés de 2000: Paul. A Man of Two Worlds, SCM Press, Londres). Es un libro que me ha interesado mucho, porque es una visión bastante personal a la vez que es una destilación condensada de lo mejor que se ha escrito sobre Pablo en la inmensa bibliografía moderna sobre él. Complemento su ficha: 312 pp. ISBN: 84-8001-061-6. El autor parte de la idea obvia, pero no siempre tenida en cuenta de que Pablo es un autor de cartas, no de tratados de teología, y de cartas contextuales, condicionadas por los problemas de sus lectores. Además, escribió hace 2000 años, en un mundo tan diferente al nuestro que no es fácil entenderlo, ni sentir por qué se preocupaba de ciertos problemas omitiendo otros más candentes hoy día. Por tanto, para comprenderlo bien, hay que contextualizarlo: describir su época, su educación, su modo de vida y las circunstancias en las que vivió. De lo contrario, no se entenderá nada en profundidad.., sino sólo la superficie de las palabras, que en muchas ocasiones significan otra cosa de lo que parece hoy. Por ello el autor no adopta en este libro una actitud de “teólogo sistemático”, sino de historiador. Su aproximación es biográfica y cronológica e intenta no ver en el Apóstol –como se ha procurado- el Pablo católico, o luterano o simplemente “reformado”/protestante, sino lo que fue en verdad, un pensador original, difícil de entender a veces, porque ni él mismo tenía claras sus ideas, que las iba a veces generando mientras escribía y a impulsos de las circunstancias a partir de nociones base, a veces imprecisas, que debía ir perfilando. Por ello comienza Heyer haciendo un esquema de procedimiento que, por otra parte, es usual en muchos autores: ¿qué fuentes hay? ¿Me puedo fiar de ellas? ¿Qué cartas pueden ser en verdad de Pablo, y cuáles no y por qué? Es decir, lo normal en los inicios de un trabajo fundamentalmente histórico y de interpretación de un pensamiento de un personaje de la antigüedad. Sigue luego una información biográfica necesaria: Pablo, hombre cosmopolita, judío, de una ciudad ilustrada y amante de las artes, Tarso de Cilicia, “alumno de Gamaliel” (¿?), fariseo, celota, es decir, celador del cumplimiento por él y por los demás de la ley de Moisés, de su exacta observancia caiga quien caiga; un hombre fuerte y enfermo a la vez, aventurero, apasionado, colérico, apocalíptico, poco organizador, retórico en extremo, místico, etc. Sigue luego en el libro la típica disquisición acerca del contenido de la mal llamada “conversión” de Pablo y cómo su posible contenido cambió su vida; su “formación como cristiano”; cuáles fueron los temas principales que abordó en su reflexión continua durante los primeros años antes de lanzarse a predicar autónomamente a Jesús, y la descripción del ambiente literario y teológico de Antioquía como base de la modelación del pensamiento de Pablo. En la segunda parte del libro, y al hilo también de la cronología (presupone Heyer que Pablo nace en el año 15 d.C.; que la muerte de Jesús fue en el año 30, y la “conversión” en el 34; que escribió sus cartas desde el 50 al 55/56; que estuvo encarcelado en Roma en los años 59-61, y que luego se le pierde la pista, y muere, presuntamente como mártir, en Roma en la década de los 60), nuestro autor analiza el contexto y expone los temas principales de las cartas auténticamente paulinas, en el orden siguiente: • 1 Tesalonicenses; • Primera parte de la correspondencia con Corinto: diversas cartas • 1ª Carta a Filipenses • Carta a Filemón, • Segundo momento de la correspondencia con Corinto ¿cuántas cartas? • 2ª Carta a los filipenses • Gálatas (un tanto anormal este orden, pues la mayoría de los comentaristas la sitúa después de 1 Tes y antes de 1 Cor y 1ª Filipenses) • Romanos Y concluye con unas páginas, que se agradecen, de resumen de las ideas de su libro “A modo de recopilación”. A propósito de esta primera parte del libro debo observar: • El tratamiento cronológico y por orden evolutivo de la teología de Pablo me parece totalmente adecuado y oportuno; no puede hacerse otra cosa. • El tratamiento filológico-histórico usual de estudiar bien el contexto, los momentos de la vida de Pablo que generaron las cartas concretas, posible descripción de los adversarios de Pablo de modo que al entender su pensamiento se comprenda a su vez, la argumentación paulina…; el rechazar cartas de los discípulos (2 Tesalonicenses; Colosenses; Efesios; 1 2 Timoteo; Tito; Hebreos) como fuente de información directa, etc., me parece también correcto y también normal hoy. De igual modo el acostumbrado contraste entre la información de Hechos de los apóstoles y las cartas, se hace también: nada que objetar, sino alabar. · Por otro lado, no estoy nada convencido del tratamiento de Heyer a la hora de contrastar la información cruzada de Hechos-Pablo en materias como - Formación “teológico-rabínica de Pablo a los pies de Gamaliel”; - Descripción de la persecución de los “helenistas” (Hch 6-7) y participación en el asesinato de Esteban - Fecha de celebración y contenido (¿publicó la iglesia jerusalemita un decreto?) del llamado Concilio de Jerusalén, que Heyer sitúa después de la disputa entre él y Pedro en Antioquía (Gál 2), porque me parece poco crítica y ponderada. Heyer hace demasiado caso al autor de los Hechos, sin discutir de verdad, aunque lo diga, pero no lo hace, los puntos de vista muy idealista del autor de los Hechos, que cambian la realidad. Pienso que hay problemas fundamentales como el de la formación farisea de Pablo en Jerusalén ya como casi un adulto o el Concilio de Jerusalén, que no están en el libro que comentamos bien tratados desde el punto de vista histórico-crítico. En todos estos puntos me parece mucho más acertada la posición de Senén Vidal que hemos ya analizado y comentado en este blog. Pero seguiremos haciendo un resumen de su obra, aunque esta vez, como ahora mismo señalando las críticas, sin esperar al final, sino como voy presentando las ideas. Espero que queda claro qué es resumen, y qué es valoración. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Martes, 13 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
La polimorfía del Señor Una mención ocasional de la que será heroína de estos Hechos, Drusiana, da ocasión para el desarrollo variado de la idea de la polimorfía del Señor (c. 87,1). Todo parte del hecho de la grandeza y multiplicidad de Dios. Ser omnipotente, lo es todo y todo lo posee. Después de una de las lagunas en el texto de estos Hechos, la narración continúa mencionando la perplejidad de “los presentes” ante la afirmación de Drusiana, a la que el Señor se le había aparecido en la tumba como Juan y como un jovencito (neanískos). Juan se sintió obligado a hacer la exégesis de las palabras de Drusiana. Recurrió en consecuencia a supuestas experiencias de su vida. Recordaba que cuando Jesús hubo elegido a Pedro y a Andrés, llamó también a Santiago y a su hermano Juan. Santiago había visto al Señor como a un muchacho (paidíon); Juan lo había visto como un “varón de buena presencia” (ándra éumorphon). Más delante, el Señor se apareció a Juan como un hombre casi calvo, pero con la barba larga y espesa; por el contrario, a Santiago se le mostró como un jovencito barbilampiño. Cuenta Juan que a veces se le apareció como un hombre pequeño y feo, que siempre tenía los ojos abiertos. Tuvo también la experiencia de apoyar su cabeza sobre el pecho del Señor, y unas veces lo sentía llano y blando, y otras duro como las piedras. Todos estos detalles tenían sumido a Juan en un estado de perplejidad. En el mismo contexto del tema de la polimorfía, cuenta Juan el suceso bíblico de la transfiguración. El Señor llevó a un monte alto a Pedro, Santiago y Juan. Vieron allí una luz que no es posible comprender ni explicar a ninguna mente humana. Autores, como Bonnet y Schimmelpfeng, suponen aquí una laguna, en la que debían darse detalles del suceso narrado en los Sinópticos. Sigue en el texto del Apócrifo el relato de otra transfiguración, de la que fueron testigos los tres discípulos predilectos de Jesús conducidos por él a una montaña. Como Juan se sentía especialmente amado por el Señor, se acercó hasta él con todo sigilo. Se dio cuenta de que “no llevaba ropa, sino que se había despojado de todos los vestidos con los que lo habían visto” (c. 90,2). Juan afirma que no era un ser humano, que sus pies eran más blancos que la nieve, que el suelo resplandecía debajo de ellos y que con su cabeza se apoyaba en el cielo. Gritó presa del terror, pero Jesús se volvió apareciendo entonces como un hombre pequeño. Jesús lo tomó por el mentón, lo atrajo hacía sí y le dijo: “Juan, no seas incrédulo, sino fiel (Jn 20,27) ni seas entrometido”. Juan sintió un fuerte dolor en el lugar del mentón por donde lo había cogido, dolor que le duró más de treinta días. Pedro y Santiago se sentían enojados mientras Juan hablaba con el Señor. Cuando volvió hasta ellos, le preguntaron quién era el anciano, que hablaba con el Señor en la cumbre. Juan acabó comprendiendo el misterio que intenta describir diciendo: “Caí entonces en la cuenta de su abundante gracia, de su unidad polimorfa y de su sabiduría que continuamente nos contempla”. La idea de la polimorfía del Señor aparece también en los HchPe 21,5-6 en el episodio de las viudas ciegas, que habían visto unas a un anciano, otras a un joven y otras a un niño cuando recibieron la luz que les devolvió la vista. Pedro dio una explicación del fenómeno diciendo: “Dios es mayor que nuestros pensamientos, según hemos podido aprender de estas ancianas viudas, que han visto al Señor de formas diversas”. Dentro del contexto de la polimorfía cuenta Juan una nueva experiencia que tuvo en Genesaret. Mientras los demás discípulos dormían, él observaba lo que hacía Jesús, que entonces se dirigió a él diciendo: “Juan, duerme”. Fingió Juan que dormía cuando vio que bajaba otro semejante a Jesús, que le recordaba que sus elegidos no acababan de creer en él. Cuenta igualmente que en una ocasión en que quiso tocar a Jesús, encontró sorprendido que tenía “un cuerpo material y sólido”, mientras que en otros casos su ser parecía sin sustancia, incorpóreo y como inexistente (c. 93,1). Recordamos que el Concilio II de Nicea contiene tres citas de los HchJn. La primera es la del retrato de Juan de los cc. 27-28a. La segunda se refiere el tema del docetismo (cc. 93,1-95,2a). La tercera, sobre la especial revelación del evangelio a Juan, va desde 97,1 hasta 98,2. Refiere Juan en su largo discurso que cuando Jesús era invitado por los fariseos, cada uno de los invitados recibía un pan, pero que Jesús repartía el suyo entre los discípulos. Con ello subraya lo que afirmaba en 90,2 cuando decía que “no era de ningún modo un hombre”, por lo que no necesitaba comer. Sigue a continuación el fragmento etiquetado por los críticos como “Revelación del verdadero evangelio”, que contiene el famoso Himno de la Danza”, que Jesús bailó en coro con sus discípulos antes de salir camino de Getsemaní. El autor refiere las circunstancias de la danza diciendo que Jesús animó a los suyos para que cantaran un himno: “Nos ordenó formar un círculo, y que nos cogiéramos unos a otros de la mano” (c. 94,1). El himno comienza y termina con una doxología: “Gloria a ti, Padre”. Se desarrolla, como es natural, de forma rítmica con las repeticiones habituales en himnos rituales: Gloria, yo deseo, tengo, soy. Entre los dedicatarios de esa ¡Gloria! figuran el Padre, el Verbo, la gracia y el Espíritu; entre las cosas que desea, considero interesantes la salvación, la liberación y el baño (del bautismo); entre lo que tiene y no tiene, menciona lugar y templo; entre lo que es, enumera lámpara, puerta y camino. Cuando en una segunda parte cambia el ritmo del himno, aparecen numerosos términos del campo semántico del conocimiento: aprender, comprender, saber, conocer, entender. El himno es, como todos los comentaristas reconocen, ajeno a la mano y a la mentalidad del autor original de los Hechos, y responde a la terminología y a la doctrina de la gnosis. Con los danzantes salmodia la Ogdóada única, y danza el número Doce (c. 95,2). Puede verse la excelente exégesis de M. Brioso “Sobre el Tanzhymnus de Acta Joannis 94-96”: Emerita 40 (1972) 31-45; igualmente nuestras notas en A. Piñero & G. Del Cerro, Hechos Apócrifos de los Apóstoles, Madrid, 2004, vol. I 343-355. Tras la danza, “salió el Señor”, mientras que los discípulos se dispersaron. Juan, por su parte, cuenta de su huida al Monte de los Olivos, donde tuvo un encuentro con el Señor que le habló de las circunstancias de la crucifixión, como de sucesos aparentes más que reales. Después de una exégesis de la pasión a la luz de la cruz luminosa y la consiguiente revelación esotérica, Juan concluye diciendo que “guardaba en sí mismo solamente la idea de que el Señor había hecho todo simbólicamente y según su plan en orden a la conversión y salvación del hombre” (c. 102,1). De una forma fuera de contexto, termina Juan su alocución aludiendo nuevamente a Drusiana y a su esposo, el general Andrónico, el conocido jefe de Éfeso, tan hostil antes a Juan, pero ahora en actitud de amistad íntima con el apóstol. Es evidente que en este lugar del Apócrifo había una laguna en la que se narraban sucesos, cuyos resultados aparecen ahora sin contextualizar. Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 12 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Concluimos esta miniserie con algunas apostillas a la obra de G. Vermes, La resurrección (“Ares y Mares” 2008). En conjunto estoy de acuerdo con la argumentación de Geza Vermes en sus líneas generales. Sigo pensando que los judíos, expertos en cristianismo y que a la vez conocen desde pequeños todo el corpus, inmenso, de literatura rabínica o prerrabínica: apócrifos del Antiguo Testamento, Qumrán, targumim, midrahism, Misná más aledaños (Tosefta, Sifra, Sifre), junto con los dos Talmudes, tienen una inmensa ventaja sobre los cristianos, no formados convenientemente en ese inmenso corpus (como mínimo varios centenares de veces más amplio que el Nuevo Testamento) desde pequeñitos. Esas lecturas, y su conocimiento a fondo del siglo I, hacen que tengan los eruditos judíos un “ojo” especial para interpretar el Nuevo Testamento, al fin y al cabo un producto netamente judío de la primera centuria, incluido Lucas (fuera o no converso… ni importa para el argumento). Quizá E. P. Sanders es el único entre los cristianos que puede igualarse a ellos hasta cierto punto en conocimiento, aparte del famoso Billerbeck (y su poco ético socio Strack, que sólo corrigió la obra y se puso el primero en el título), quien hizo un comentario al Nuevo Testamento en seis volúmenes aportando todos los textos paralelos del Talmud y de los midrasim . Por ello, por ejemplo, jamás pueden despreciarse sus interpretaciones por aventuradas y demasiado judías, sino que hay que estudiarlas y estudiarlas de nuevo. De ese modo, deben tenerse siempre en cuenta las interpretaciones de Jesús y del Nuevo Testamento de ilustres investigadores judíos como Klausner, D. Flusser, Ben Chorim, Hyam Maccoby, Paul Winter y tantos otros que me dejo en el tintero (el mismísimo Rudolf Schnackenburg publicó un extenso artículo acerca de la investigación judía sobre Jesús en el siglo XX). Y este es el caso del presente libro: Vermes es uno de esos estudiosos judíos a tener muy en cuenta. Sin embargo, tengo un “pero” fundamental respecto a él en esta obra: es un libro demasiado rápido y tajante. Con frecuencia, por el deseo de hacer un volumen popular, concentrado y breve, omite el análisis de textos claves, o indirectamente claves esparcidos por los evangelios, y emite juicios demasiado tajantes con pocas líneas de análisis. Así, por ejemplo, Vermes no discute el importante pasaje de “No beberé de nuevo del fruto de la vid hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22,16, sin paralelos). Es éste un dicho probablemente auténtico -por el criterio de semejanza con otros dichos de Jesús que parecen indudablemente auténticos- y que encaja muy bien en la escatología del Nazareno. Pues bien, este dicho supone, previamente a 1 Tesalonicenses 4,13ss (que Vermes señala como inicio en el cristianismo de una conciencia plena de la resurrección de los cristianos muertos antes de la venida esperada del reino de Dios), que Jesús preveía su muerte y que participaba de una creencia, muy posiblemente común, no sólo en su grupo, de que los muertos fieles –él incluido- resucitarían antes de la venida del Reino, si se retrasase…, y resucitarían para participar en él corporalmente y gozar de sus bendiciones, tanto materiales como espirituales. Y esta noción, ciertamente popular –estimo- es la que soporta la creencia del milenio (es decir, en la tierra) en el Apocalipsis, el autor más judeocristiano del Nuevo Testamento. Y Vermes, al no tratar este pasaje clave de Lucas, se olvida también del pasaje de IV Esdras 7,26ss que menciona la realidad de que el mesías morirá al final del reino mesiánico en la tierra, y luego resucitará para participar en el Juicio y en el reino mesiánico definitivo, probablemente ultramundano. Aunque el paralelo de los textos (Lucas-IV Esdras) no sea totalmente exacto, sí apunta a la idea de que el concepto de mesías pudo albergar la idea de que había de morir antes de la instauración del reino de Dios y que, naturalmente había de resucitar… también corporalmente. También considero demasiado arriesgado por parte de Vermes el rebajar el nivel a casi a nada de la extensión de la idea de la resurrección entre el pueblo judío en tiempos, sólo porque lo albergaban únicamente los fariseos. Quizá Vermes minimiza (también con Sanders) el influjo de los fariseos entre el pueblo judío de la época. Igualmente Vermes se inclina a pensar que los esenios no defendían la resurrección corporal. Pero hemos indicado cinco textos claros (de 1QS, de 1QH y 4Q521: véase la postal II de esta semana) –entre otros muchos silencios y oscuridades…-, que creo que bastan para no eliminar tajantemente a los esenios de la defensa de esta creencia. En mi opinión, hay que contarlos entre los que creían en la resurrección de la carne y no sólo pensaban en la inmortalidad del alma. En otros casos también, los análisis me han parecido ultrarrápidos y carentes de la necesaria complejidad de matices. Son resueltos por Vermes de un “plumazo”, en dos frases o así, cuando se han escrito libros y libros sobre el tema que nos dejan entrever que la cuestión es más compleja. Igualmente veo que la prisa editorial lleva a Vermes a no ser tan preciso como debiera, como cuando habla que el “Nuevo Testamento relaciona a Juan Bautista con Elías resucitado (sic)” (p. 138). En verdad, en la tradición judía Elías no resucita porque no muere nunca. Es un caso, entro otros pocos como el de Henoc, de la noción luego tradicional (citamos 2 Reyes 2,1. 11) de una asunción al cielo sin muerte alguna. Elías no resucita, sino que como sigue vivo, bajará a la tierra a fungir el cargo de precursor del mesías, o bien –como en el caso de Eliseo, su discípulo, en el mismo capítulo de 2 Reyes- hará que una porción de su espíritu baje a la tierra por obra de Dios, y se introduzca en el cuerpo de otro hombre, Juan Bautista o Jesús mismo, por ejemplo. Pero aparte de imprecisiones, ciertas omisiones y prisas, el libro de Vermes es en extremo juicioso cuando juzga los textos neotestamentarios (la traductora del libro emplea el neologismo de “novotestamentarios” en múltiples ocasiones en vez del consagrado “neotestamentarios”) certeramente y deduce conclusiones tajantes y rápidas. Vermes se une a Reimarus, Strauss y Bruno Bauer cuando analiza concienzudamente los textos evangélicos y demás sobre la resurrección y apariciones y los considera confusos, mezcla de tradiciones inconciliables, y contradictorios. Si no fuera porque se trata del caso nuclear cristiano, la metodología histórica firmemente asentada hoy día consideraría –de un plumazo también y sin necesidad de pensar mucho, porque es evidente- que los testimonios aducidos en los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no prueban nada. Son iguales a otros juzgados muy duramente por los historiadores profesionales. Estos historiadores -cuando abordan otros casos similares de la historia antigua de tradiciones contrarias-, rechazan su historicidad como poco probables y espurios, porque tales textos son notablemente confusos, inconciliables y contradictorios. Creo que la solución a las cuestiones en torno a la resurrección apuntada por Vermes (experiencias místicas colectivas, reales, pero difíciles de explicar racionalmente), ciertamente no es original, pero es defendida por muchos investigadores. Considerar que la creencia en la resurrección física del cuerpo de Jesús es deudora de una mentalidad de la época que creía firmemente en toda clase de fenómenos espirituales (raptos del alma, viajes celestes, etc.) y que expresaba con el concepto de resurrección la sensación íntima de que el difunto, quien fuera, vivía entre el grupo de un modo real, pero espiritualmente, es muy razonable. Dijimos que Vermes, con muchos otros, considera las apariciones –sin entrar en más honduras- fenómenos realmente místicos, en este caso individuales y colectivos, como tantos otros en la historia de la mística. De hecho teólogos católicos como Torres Queiruga y R. Haight, y muchos otros más, caminan por estas vías, cuando destacan que, muy probablemente, las primeras ideas acerca de la resurrección de Jesús en sus primero seguidores no implicaban una resurrección del cuerpo de Jesús, sino una exaltación, elevación de su espíritu cabe el Padre de todos. Es decir, los primeros cristianos tenían una idea de la resurrección de Jesús más bien espiritual, no sensible. La “noticia” de la tumba vacía es una leyenda apologética cristiana que nace posteriormente, para defenderse de los judíos, quienes ante las afirmaciones por parte de los judeocristianos de que Jesús había “resucitado” y vivía espiritualmente entre ellos, comenzaron a propalar la idea de que el cadáver de Jesús había sido en realidad robado por sus propios discípulos (posible explicación del nacimiento fraudulento de la creencia, luego adoptada por Reimarus; en general hoy no se sostiene). Además, la idea de una resurrección con cuerpo “craso”, que aparece sólo en Lucas (Lc 24,30. 41) y en el Evangelio de Juan (cap. 21 sobre todo: Jesús como y bebe también) es muy tardía en el cristianismo, de finales del siglo I, y sirve sólo para fortalecer ante los increyentes la fe en la resurrección de Jesús. Antes, probablemente, de la aparición de los evangelios de Lucas y Juan (entre el 90-100 d.C.) no se había planteado así la resurrección entre los cristianos, como hemos sostenido. Y la diversidad de tradiciones sobre las apariciones se aclara posiblemente de un modo parecido al que he escrito en la Guía para entender el Nuevo Testamento (32008, pp. 228-229): "La disparidad e incluso contradicciones de los testimonios que nos hablan de la resurrección de Jesús (p. ) hace que muchos de los historiadores del cristianismo primitivo piensen que es imposible que la creencia en esta resurrección se generase en Jerusalén: un grupo cohesionado y pequeño no pudo dar lugar a tradiciones tan dispares y contradictorias. Pero este mismo argumento es válido para negar su nacimiento en cualquier otro lugar, Antioquía por ejemplo. A pesar de la disparidad de tradiciones textuales sobre este evento, no es imposible que tras un período de dudas se apoderara pronto del grupo apiñado en Jerusalén la idea de que el Maestro seguía vivo de algún modo: la vivencia era la misma en todos (la creencia en la resurrección), pero la expresión de esa vivencia (las tradiciones que hablan de ella) se realizó por personas diferentes y en lugares diferentes, allí donde se creía haber gozado de una aparición del Resucitado… en Emaús, en Jerusalén, más tarde en Galilea…." Esto “explica” más o menos que la vivencia de la resurrección fuera común a muchos, pero que se generaran tradiciones muy dispares: cada uno contaba su experiencia como le parecía. Ello dio origen a líneas diversas de tradiciones y leyendas complementarias; por ello los relatos de las apariciones son tan diferentes y contradictorios. Unos afirmaban que Jesús se había presentado ante sus discípulos como dotado de un cuerpo etéreo y casi transparente, que podía atravesar las paredes (Lc,24,36-37); otros que lo habían visto como un cuerpo real que podía comer (Jn 21,12) y ser palpado (Jn 20,17.25). Poco a poco a estos relatos de apariciones se unieron otras historias –también provenientes de diversas personas y por tanto diferentes— acerca de la tumba vacía de Jesús. Todo el conjunto se desarrolló durante decenios. En síntesis, pues, y a pesar de las prisas, libro interesante, complejo, superficial y denso a la vez, rico en ideas y sintético, de Geza Vermes sobre la resurrección. Digno de leerse. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Domingo, 11 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Seguimos con resumen y comentario al libro de G. Vermes sobre la Resurrección (Col. “Ares y Mares” de Editorial Crítica, Barcelona 2008). Respecto a los anuncios de Jesús acerca de su muerte y resurrección futura, repetidos seis veces en los Sinópticos (además de otras indicaciones breves como Mt 12,40: el Hijo del Hombre estará en seno de la tierra tres días y tres noches como Jonás en el vientre del monstruo marino) se extraña Vermes de que los evangelistas afirmen una y otra vez que los discípulos no comprendieran el anuncio de Jesús (Mc 9,10; 9,32; Lc 9,44 y 18,34) a pesar de tantísimas y claras predicciones. Algo falla aquí, sobre todo porque la última predicción directa de Jesús fue dos días antes de su crucifixión según Mateo: “Ya sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del Hombre va a ser entregado para ser crucificado (Mt 26,2)”. ¿Cómo pudieron olvidarla?. Afirma Vermes: “Más adelante nos enteramos de algo todavía más curioso. Las mujeres amigas de Jesús olvidaron incluso lo que parece ser la afirmación más trascendental de su Maestro hasta que dos ángeles con forma humana les refrescan la memoria” (p. 133). Finalmente, Vermes se detiene pausadamente en hacer un análisis de los relatos de la resurrección en los cuatro Evangelios canónicos y tabula los datos en una tabla amplia en una doble página, 176-177. El lector aprecia así claramente las diferencias y contradicciones entre los textos. En esa tabla distingue también el autor entre las noticias del final auténtico de Marcos -hasta el 16,8- y el añadido en el siglo II, 16,9-19, y la interpretación e importancia de la resurrección en los Hechos de los apóstoles, en las Epístolas paulinas y en los demás escritos del Nuevo Testamento. Aquí es notablemente duro nuestro autor con la fiabilidad de los textos evangélicos desde el punto de vista histórico y se sitúa en una posición muy crítica –con H. S. Reimarus- citando una frase de David Friedrich Strauss, el autor de la famosa “Vida de Jesús” (1835-6): “Rara vez un prodigio ha sido peor documentado y nunca ha resultado tan poco creíble” (Der alte und der neue Glaube (“La antigua y la nueva fe”), Editorial Hirzel, Leipzig, 1872, p. 72 (obra escrita dos años antes de su muerte). Sus críticas conciernen a las muchas dudas que suscitan las imprecisiones de los Evangelios (y de los Hechos, respecto a la ascensión en concreto), sobre la secuencia de los acontecimientos, la inseguridad de la identidad de los informantes y testigos, y la localización de las apariciones (pp. 147-175). Critica también Vermes la sustancia de los dos argumentos de la resurrección de Jesús, a saber la poca sustancia del hecho o del descubrimiento de la tumba vacía, y de las visiones y apariciones, pues siempre ocurrieron a testigos que no eran independientes, es decir, no se narra ninguna prueba de apariciones de Jesús a gentes que no pertenecieran a sus seguidores. Finalmente expone y critica Geza Vermes cinco teorías (escribe que son seis, pero en realidad no son más que cinco, pues una está duplicada) formuladas para explicar la resurrección de Jesús. En esta enumeración no cuenta, no considera –es decir, elimina a priori- dos puntos de vista que él cree extremos: “La fe ciega del creyente fundamentalista y el rechazo desmedido del escéptico inveterado. Los fundamentalistas no aceptan en realidad la historia tal como está escrita en el Nuevo Testamento, sino como ha sido modificada, transmitida e interpretada por la tradición eclesiástica. Éstos liman asperezas y se abstiene de hacer preguntas inoportunas. Los no creyentes, por su parte, tratan toda la historia de la resurrección como un producto de la imaginación cristiana primitiva. La mayoría de los investigadores con algunas nociones (sic) de historia de las religiones se situará entre estos dos extremos” (pp. 223-224). Las cinco teorías expuestas, analizadas y criticadas son: 1. Alguien que no tenía relación con Jesús se llevó el cuerpo de Jesús a otra tumba más apropiada 2. El cuerpo de Jesús fue robado por sus discípulos 3. El sepulcro hallado vacío no era la tumba de Jesús 4. Enterrado aún vivo, en estado cataléptico, Jesús abandona la tumba. Luego (5ª teoría) abandona Israel y se dirigió al Oriente en busca de las tribus perdidas y murió en Cachemira 5 (6). La resurrección fue espiritual y no corporal. Vermes considera que ninguna de ellas es válida para explicar en realidad qué ocurrió exactamente en el seno del grupo de seguidores de Jesús. Sin embargo, debe constatarse que llegaron a creer tan firmemente en la realidad de la resurrección, que es evidente que sin esta firme creencia no se explica de ningún modo el origen del cristianismo. Sin decirlo expresamente con palabras absolutamente claras, Vermes opina que desde “un punto de vista existencial, histórico y psicológico” (p. 237), la resurrección de Jesús fue una experiencia psicológica colectiva como la de los místicos de todos los tiempos (p. 233), y que la “Misteriosa e interna mano amiga que había dado fuerza a sus discípulos para seguir adelante con su tarea (proclamar el mensaje de Jesús) era la (verdadera) prueba de que él había resucitado de entre los muertos” (p. 238). Vermes suscribe el famoso párrafo final del libro de Paul Winter, El proceso de Jesús (original de 1974; edic. castellana, Muchnik, Barcelona): “Dictaron la sentencia; se lo llevaron. Crucificado, muerto y sepultado, resucitó pese a todo en los corazones de los discípulos que lo habían amado y lo sentían cercano. Juzgado por el mundo, condenado por la autoridad, sepultado por las iglesias que proclaman su nombre, resucitado de nuevo, hoy y mañana en los corazones de los hombres que lo aman y lo sienten cercano (p. 284 de Winter). La convicción de la presencia espiritual de Jesús viviente explica el resurgimiento del movimiento de Jesús después de la crucifixión: “Sin embargo, fue la destreza doctrinal y organizativa de Pablo la que permitió que el naciente cristianismo se erigiera en una poderosa religión mundial centrada en la resurrección” (p. 239) El próximo día haremos algunas apostillas a esta obra de G. Vermes. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Sábado, 10 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como decíamos en la nota de ayer, Vermes sostiene que el peso, en número de personas, de los que creían en la “resurrección de la carne” era escaso en el Israel del siglo I. En efecto, afirma, si tenemos en consideración que a los saduceos, negadores de la resurrección, hay que añadirle la mayoría de los sacerdotes de Jerusalén; si se duda de que los esenios abrazaron todos la creencia en la resurrección (véase la nota anterior); si se piensa que sólo los fariseos sostenían esta doctrina con toda seguridad, pero que eran poco más de seis o siete mil en toda Judea, y que había muy pocos en Galilea; si se piensa también que los judíos de la Diáspora sólo aceptaban la inmortalidad del alma –al modo griego- y no la resurrección del cuerpo, se llega claramente a la conclusión de que no eran muchos en Israel (que contaba en el siglo I con unas 600.000 personas) los que creían en la resurrección de la carne en tiempos de Jesús. Los testimonios de la arqueología (inscripciones en tumbas claramente judías) muestra un panorama similar. Normalmente para el siglo I aparece dibujada la menorá, candelabro judío de siete brazos del Templo) en los monumentos sepulcrales, o una rama de palmera o una cidra (fruto del cidro, árbol semejante al limón, pero cuyo fruto es muchas veces más grande y esférico), tenemos que confesar que tales representaciones suelen significar una creencia en la vida futura = inmortalidad del alma espiritual, pero no necesariamente en la resurrección de la carne; bastaba con esa idea de la inmortalidad del alma. Igualmente las palabras de despedida escritas en las tumbas (epígrafes o inscripciones sepulcrales) en catacumbas judías, en el cementerio de Beth Shearim y en otros lugares, pocas veces afirman claramente la resurrección de la carne, y se contentan también con expresar la inmortalidad (del alma) o un sentimiento aún muy judío de que con la vida aquí abajo se acaba todo. Además, en los textos rabínicos (Misná y similares) sólo parece claramente la creencia en la resurrección como bien común de la religión judía desde el siglo III d.C., cuando los sucesores de los fariseos y de los escribas dominaban ya completamente el pensamiento religioso judío. Total que –según Vermes- extraña un poco el que Jesús creyese tan firmemente en la resurrección de la carne y que los cristianos hicieran de la resurrección de Jesús uno de los centros de sus creencias. En esto eran especialmente de tendencia farisea. En su libro, Vermes estudia además la conexión de la idea de la resurrección con la de “vida eterna”, tanto en Jesús como en el pensamiento propio de los evangelistas (pasajes redaccionales), distinguiendo claramente lo que le parece más histórico -lo transmitido por los Evangelios Sinópticos acerca de Jesús- de la teología del evangelista “Juan”, que escribe a finales del siglo I y expresa más su teología que el pensamiento o las palabras de Jesús. Constata Vermes que tratamientos explícitos y expresos de la resurrección según el pensamiento seguro de Jesús (es decir, diferenciándolo de las predicciones de su propia resurrección, que son dudosas históricamente pro ser demasiado concordantes con lo que luego ocurrió) sólo hay dos textos. Uno muy general: Lc 14, 13-14: “13 Antes bien, cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, 14 y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte; pues tú serás recompensado en la resurrección de los justos”; y la disputa con los saduceos en Mc 12,18-25 (y su copia por Mt y Lc: La mujer que muere después de haber tenido siete maridos…). Vermes opina que este último pasaje no es auténticamente histórico, pues refleja un ambiente ficticio, más bien propio de las disputas de la iglesia primitiva judeocristiana con los saduceos, pero que la idea en sí de la resurrección encaja bien con lo que podría haber pensado Jesús. De todos modos, si se lee la versión de Lucas sobre todo, 20,27-36, se observará que Jesús insiste en que los que resuciten, los “hijos de la resurrección”, no se casarán, ni serán dados en matrimonio; serán como ángeles. Por tanto, concluye Vermes, en estricto sentido, cuando Jesús habla de la “resurrección”, no tiene estrictamente en cuenta el cuerpo; los hijos de la resurrección habrían de tener una realidad angélica, no corpórea. Al menos de este texto, pues, no se puede deducir que Jesús creyera en algo más que la inmortalidad del alma. El único texto que habla con toda claridad de la realidad de la resurrección universal, con cuerpo, y de premios y castigos, es la descripción del Juicio final según Mateo, 25,31-46 (ovejas y cabritos; unos van al cielo, otros, al infierno). Pero este texto no es atribuible al Jesús histórico, sino que refleja la creencia postpascual de un “Jesús como Hijo del Hombre celeste”, casi Dios, que juzga como lugarteniente de éste. Esta idea no pudo albergarla para sí mismo el Jesús histórico. Aquí –en este momento del razonamiento que trato de resumir-añadiría yo: los evangelios sinópticos hablan por lo menos seis veces del infierno eterno. Normalmente habría que pensar que las llamas y el crujir de dientes hacen clara alusión a sufrimientos corpóreos; por tanto, Jesús pensaba en la resurrección de la carne. Sin embargo, hay que decir que esta deducción no es segura, ni mucho menos. En efecto, si se leen los textos grecorromanos, de época anterior al cristianismo, o más o menos coetáneos), textos que son sin duda influyentes en las creencias judías y cristianas –el texto más “cristiano” sobre el infierno se halla en el Canto VI de la Eneida, ¡escrita por Virgilio unos cincuenta años antes de la vida pública de Jesús! (el poeta latino muere en el 19 a.C.)- se observará que aunque los autores hablan de penas corporales, no piensan en verdad en un cuerpo resucitado, sin sólo en el alma, pero en un alma que tiene “facultadas” para padecer, con penas que sólo pueden expresarse poéticamente como castigos corporales, pero que son en realidad espirituales. Pues lo mismo pudo pasar con el infierno de Jesús: castigos “corporales” para sólo el alma. Respecto al concepto de la resurrección según el Jesús del Evangelio de Juan, Vermes acepta –no puede menos- que ese Jesús del IV Evangelio promete la resurrección de la carne, indudablemente (Jn 6,38-40.44.54; 11,25: “Yo soy la resurrección y la vida”); 5,26-29 (quizás del redactor final; no del autor). Pero luego se espanta y se horroriza Vermes, como buen judío, de la fundamentación para esa resurrección prometida por el Jesús johánico: “comer su cuerpo y su sangre” aunque sea simbólicamente (Jn 6,35. 51 especialmente). Pero tal idea no puede atribuirse al Jesús histórico. Escribe Vermes: “Difícilmente puede atribuirse esta alegoría canibalística a Jesús cuando hablaba a su público de Galilea. Si hubiera escuchado estas palabras, la mayoría de los judíos de Palestina del siglo I habrían sentido náuseas” (p. 115). Recuerden, por favor, los lectores mi argumentación acerca de la eucaristía y su sentido, sentido recibido por Pablo –dice él en 1 Cor 11,23-16- por revelación directa de Jesús: es absolutamente imposible que el Jesús histórico y los judeocristianos de Jerusalén hubiesen interpretado así la Última Cena y la “fracción del pan”, como transmite Marcos también y sus sucesores Mateo y Lucas. Lo creo sinceramente imposible. Esa interpretación simbólico-realista de comer carne y beber sangre –humanas- es sólo propia y posible de comunidades paulinas, compuestas de gentiles sobre todo, y con una mentalidad de unión mística con la divinidad o semidivinidad (Jesús) de carácter propio de las religiones de misterios, imposible de postular en el judeocristianismo primitivo, en el transmitido por los primero capítulos de Hechos y los evangelios (sus restos) judeocristianos. Respecto a la noción de “vida eterna” -argumenta Vermes con los textos en la mano- que en la inmensa mayoría de los casos en el Jesús de los Evangelios sinópticos, “vida eterna” es equivalente a “entrar en el reino de Dios y vivir en él la vida”. Le resulta evidente a nuestro autor que “Jesús parecía menos interesado en los detalles de la vida futura que en los requisitos generales que permiten la entrada en reino de Dios” (p. 119). Incluso –como hemos indicado antes al hablar de los castigos del infierno- el pasaje de Mt 25,31-46 la vida eterna prometida a los justos por el Jesús mateano puede entenderse como inmortalidad del alma, no como resurrección. El Evangelio de Juan habla unas 25 veces de la vida eterna y para él este concepto significa ciertamente la “remuneración última de la fe en Jesús, Hijo de Dios” (p. 210). Pero ya hemos dicho que todo ello es teología del Evangelista, no de Jesús. Seguiremos con estas interesantes discusiones y argumentos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Viernes, 9 de Julio 2010
NotasHoy escribe Fernando Bermejo Hoy comienzo a comentar brevemente un libro reciente de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (he Case for God. What Religion Really Means<, Random House, London, 2009). El propósito de este libro de la prolífica ex-monja católica y sedicente “monoteísta freelance” es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora, creyente, presupone– pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los “nuevos ateos” (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole). Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho, como de costumbre, un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del s. XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (“mil millones trescientos mil” en lugar de “mil trescientos millones”: p. 333) o la del adjetivo “superhuman” por el substantivo “superhombre” (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana. Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux- habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo (“El Dios desconocido” se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad. Según Armstrong, en algún momento de la modernidad (“el Dios moderno” es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea- de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos. Lo dicho permite entrever ya que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología: está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus "denigradores" como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente- fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349ss y passim). Todo esto, con los arbitrarios juicios de valor que comporta, resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones. En realidad, Armstrong no tiene talante de historiadora, aunque sí lo tiene, como veremos, de teóloga. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 8 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Seguimos con el comentario al libro de Geza Vermes, La resurrección, de 2008. La noción de la inmortalidad del alma –muy probablemente, casi seguro, por influjo directo de la religiosidad y filosofía helénicas en tierras israelitas, a partir de la época tras la muerte de Alejandro Magno, 323 a.C.- aparece tardíamente en escritos del Antiguo Testamento. Sólo de modo esporádico, y durante y después del Exilio de Babilonia siglo VI a.C.) se inician tímidamente algunos tanteos. En realidad lo que aparece primero en la Biblia hebrea es la necesidad de una cierta vida de ultratumba de modo que la justicia divina equilibre las injusticias de la vida en la tierra. No se habla estrictamente de inmortalidad del alma ni mucho menos de resurrección de los cuerpos. Vermes cita en apoyo los textos clásicos Sal 73,23-24.26; Is 26,13-14. La estricta noción de la “resurrección de la carne” no se hace clara en el pensamiento judío hasta los años de la revolución macabea, hacia el 165 a.C., época de composición del Libro de Daniel: 12,2: “Muchos de los que duermen en el polvo se despertarán…”. La idea clásica, nuestra, de hoy día también, de resurrección, debe distinguirse de la “resucitación” (denominada también “resurrección”) de algunos fallecidos, que gracias a un intermediario divino vuelven de nuevo a esta vida y siguen en ella su transcurso normal hasta que vuelven a morir definitivamente. Este hecho aparece en historias muy antiguas del Antiguo Testamento de los profetas Elías y Eliseo, quienes devuelven a la vida a dos niños, el hijo de la viuda de Sarepta y el de la sunamita (Elías: 1 Reyes 17,17-22; Eliseo: 2 Reyes 4,18-37). Resucitar a un difunto podía considerarse como la culminación de una sanación milagrosa. Casos de Jesús: resucitación de la hija de Jairo (Mc 5,22) del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11ss) y de Lázaro (Jn 11,) Por el contrario, la resurrección propiamente, judía y cristiana, de la que trata el libro de G. Vermes e interesa al cristiano de hoy se refiere o bien al caso único de Jesús o bien a la “resurrección general de todos los difuntos, el último” día. Es decir, se trata de un evento del final de los tiempos, escatológico. También aquí pueden distinguirse dos casos, según las concepciones que aparecen en los textos: la resurrección de algunos difuntos para participar del reino de Dios en la tierra, en su primera fase; o bien la resurrección universal (no en todos los autores del Nuevo Testamento; en algunos, Lucas, por ejemplo, y en algún caso presentan la idea de la resurrección de solo los justos) para participar en el mundo de ultratumba, paraíso o cielo, o eventualmente para ser lanzados a los infiernos (tampoco en todos los autores del Nuevo Testamento). La creencia en la resurrección (de Jesús) tuvo su preparación en el tiempo, en ambientes religiosos tanto populares como cultos judíos, como se muestra por las historias del Antiguo Testamento que hablan de “traslaciones al cielo” -sin morir propiamente- de algunos, pocos, ilustres personajes. Así, el caso de Henoc (Gn 5,24 con prolongaciones en los midrasim y targumim judíos y en textos de Qumrán, en los apócrifos del Antiguo Testamento como el “Libro de las parábolas de Henoc” y en 2 y 3 Henoc eslavo y hebreo). Es también el caso de Melquisedec (deducido de Gen 14 y del Salmo 110), Moisés (excepción: ciertamente muere y resucita y es trasladado al cielo = apócrifo: “Asunción de Moisés”; y de Elías (2 Reyes 2,11 + Malaquías 3,24). Igualmente se prepara el terreno ideológico para la creencia en la resurrección de Jesús en ambientes judeocristianos la idea judía de que los mártires (judíos) que mueren por ser fieles a la Ley recibirán de Dios el premio de la resurrección (inicios muy oscuros en Oseas 6, 1-2; más claramente en el texto tardío [¿siglo IV a.C.] de Isaías 26, 19, y muy claro en Dn 12,2, como vimos; también en Salmos de Salomón 3,9.12: 2 Baruc (siríaco) 30,1. Para la época de Jesús tenemos textos judíos -más o menos contemporáneos- que nos dan también la idea de que las gentes estaban más o menos preparadas para aceptar con gozo la idea de la resurrección de los cuerpos. Desde luego, hay excepciones, como la de Filón de Alejandría (que muere hacia el 50 d.C.), de espíritu tan griego, que no presenta nunca en sus escritos la idea de la resurrección, aunque sí firmemente la de la inmortalidad del alma; pero su semicontemporáneo Flavio Josefo la afirma claramente. Josefo se contrapone con cierto desprecio a los saduceos y afirma que él como fariseo creía en la “resurrección de la carne” (Antigüedades XVIII 16, y Guerra II 165). La posición de los esenios, incluidos los del Mar Muerto = Qumrán, parece difícil de dilucidar, porque Josefo dice expresamente de ellos que no creían en la resurrección de los cuerpo (Guerra II 154-157), mientras que Hipólito de Roma, a comienzos del siglo III, afirma taxativamente en su Refutación de las herejías IX 27, que sí creían. Desde luego entre los manuscritos de Qumrán hay al menos tres textos más o menos claros que la afirman. Dos en la Regla de la Comunidad (1QS IV 7-8; XI 5-9); otros dos de los salmos o himnos atribuidos al Maestro Justo o “Maestro de Justicia” (1QH XIV 34-35; XIX 12) y sobre todo el famoso texto de 4Q521, del que transcribo lo principal: “Curará Dios a los heridos, revivificará a los muertos y traerá la buena nueva a los pobres” = ¡previo a Jesús! (Fragmento 2, 2, lín. 12). La posición de los fariseos es la más clara de todas. Los Hechos de los apóstoles (Pablo como fariseo, 23,6), F. Josefo (Guerra II 163; Antigüedades XVIII 14; Contra Apión II 217-218), etc. Sin embargo, Geza Vermes pone en duda –en contra de lo que se afirma corrientemente- que la creencia en la resurrección fuera usual y común en el Israel de los años de Jesús, es decir, que la idea de Jesús de la resurrección no era tan corriente, como se sigue pensando, en el siglo I. Lo veremos en la nota siguiente. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Miércoles, 7 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Es archisabido que la resurrección de Jesús es la piedra angular de la fe que fundamenta el cristianismo. Sin embargo, la cuestión de “¿En qué pruebas se basa uno de los fenómenos más milagrosos de las religiones actuales?” suscita interminables debates. Por ello me ha interesado la respuesta de Geza Vermes, el famoso autor judío que con sus libros fundamentales sobre Jesús (tres sobre todo), sobre su judaísmo y su religión, ha dejado una impronta notable en la investigación de hoy: la caracterización de Jesús de Geza Vermes como un rabino galileo, carismático, sanador, experto en la Ley, muy religioso, muy judío, al estilo de otras figuras galileas de época similar, como Haniná ben Dosa y Honí el trazador de círculos ha tenido un fuerte impacto en la investigación. El libro que comentamos esta semana trata precisamente sobre la resurrección dentro de una miniserie de obras pequeñas que abordan el nacimiento, la pasión y la resurrección de Jesús: Geza Vermes, La resurrección (de la Serie, o marca editorial “Ares y Mares” de Editorial Crítica), Barcelona, 2008, 261 pp. ISBN: 978-84-8432-982-4. Es éste un libro muy breve, de caja pequeña, escrito con claridad (a veces un poco oscurecida por la traducción castellana), apenas sin notas, al estilo de otros libros del autor. En ellos pretende hacer la presentación de un problema religioso que afecta a Jesús y a los orígenes cristianos, y su aclaración por medio del análisis de textos del entorno, grecorromano y judío especialmente que hablan de la misma cuestión y que aclaran los antecedentes ideológicos, junto con exposición y análisis de los textos principales de Jesús o del cristianismo primitivo y la obtención de claras y contundentes conclusiones (muchas de ellas sorprendentes, ya que en el cristianismo y judaísmo antiguos, como en otras disciplinas históricas de la Antigüedad, casi nada es como parece). La estructura general del libro es, pues, simple: I Exposición de las concepciones judías sobre el más allá en tiempos anteriores a Jesús: las concepciones bíblicas de la inmortalidad; cuándo aparece la idea de la resurrección en el Antiguo Testamento; qué relación tiene ésta con la simple inmortalidad del alma; martirio y sus relaciones con el tema de la resurrección en el judaísmo del Segundo Templo, para finalizar con las actitudes judías ante el más allá y en concreto la resurrección explícita de los cuerpos tal como la entendían las gentes en tiempos de Jesús. II La resurrección y la vida eterna en el Nuevo Testamento: enseñanzas del Jesús histórico al respecto; relatos de resurrección de personas distintas a Jesús; valoración de las diversas narraciones acerca de la resurrección (y la ascensión) en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, en Pablo de Tarso y en el resto de los escritos del Nuevo Testamento, y finalmente el significado profundo del concepto de la resurrección en el conjunto del Nuevo Testamento. Como ven, el tema es amplio, pero G. Vermes lo trata a pinceladas, escogiendo los textos principales con precisos y sintéticos comentarios, dejando al lado cuestiones accesorias. Basta comparar el escaso número de páginas de la obra que comentamos con el monumental volumen de N. T. Wright, obispo de Durham, The Resurrection of the Son of God (“La resurrección del Hijo de Dios”), SPCK, Londres 2003, que tiene más de 800 densas páginas en su original inglés. Por cierto, si no me equivoco, este libro ha sido traducido al español por la Editorial Verbo Divino. Vermes parte del supuesto de que Jesús existió, y ofrece un argumento similar a uno de los que he esgrimido en el libro ¿Existió Jesús realmente? El Jesús de la historia a debate, de Editorial Raíces, Madrid, 2009: las dificultades que plantea el hecho de negar existencia de Jesús exceden con mucho, desde el punto de vista de los métodos históricos, las que suscita el hecho de aceptarla. G. Vermes opina también que la fecha probable de la muerte (fallecimiento real; rechaza totalmente interpretaciones fabulosas modernas de supervivencia tras la crucifixión) de Jesús fue el viernes 7 de abril del 30 d.C. = 14 del mes judío nisán (a punto, pues, de comenzar el sábado hacia las 18 horas de ese día, pero para nosotros aún viernes hasta las doce de la noche), un sábado que coincidía además con la Pascua de ese año: 15 de nisán. Esta es –como es sabido- la cronología del Evangelio de Juan, según la cual la Pascua no caía en viernes (como suponen los Sinópticos), sino en sábado. Aquí se produce la confusión de siempre para nosotros, pues tanto los Sinópticos como Juan dicen que Jesús murió un viernes. Pero, para los primeros –los Sinópticos- ese viernes era 15 de nisán; para Juan era el 14 de nisán. G. Vermes “olvida”, o no se siente predeterminado por, las opiniones de autores precedentes respecto al tema de la resurrección, y procede de nuevo como un detective –así lo afirma él-, analizando desde el punto de vista de un judío que conoce bien el siglo I qué dicen realmente los autores del Nuevo Testamento de este evento, separando nítidamente la opinión de los textos de lo que la tradición interpretativa de la iglesia posterior les atribuye. Vermes recuerda que la idea de la resurrección debe distinguirse claramente de la noción de la inmortalidad del alma. Esta última –basándose desde el siglo IV a.C. en el argumento platónico del Fedón sobre todo- era casi unánimemente considerada espiritual en la Antigüedad que nos afecta y por tanto no sujeta a la muerte. El cuerpo, por el contrario, es considerado puramente material y sujeto a la generación y a la corrupción. La resurrección, pues, se refiere estrictamente al cuerpo: las almas no pueden resucitar puesto que son inmortales; el cuerpo fenecido sí. Hablar, por tanto, de la “resurrección de los muertos” se refiere a la suscitación de nuevo a la vida de los cuerpos ya fallecidos. Es ésta una idea muy judía, palestino/israelita en concreto, pues a griegos y romanos, y a los judíos de la Diáspora ni se les había ocurrido porque era perfectamente inútil…, ya que bastaba con la inmortalidad del alma. ¿para qué vale lo material ante un elemento puramente espiritual libre de los lazos carnales? ¿Para qué la resurrección de la cárcel del alma = el cuerpo? Bastante era con que el alma siguiera su curso libre del elemento corpóreo/material, con que no fuera condenada a sufrir espiritualmente en algún lugar misterioso tras separarse del cuerpo, y con que no tuviera necesidad de reencarnarse –nueva maldición, generalmente- en otro cuerpo una vez que hubiera sido liberada por Dios del dominio de la materia corpórea. El alma como tal tampoco admitía la “generación” humana, sino que era creada por Dios, ya desde toda la eternidad, o bien ya desde el momento en el que existía (como fuere) un ser humano. Pues bien, es sabido que en el judaísmo antiguo, hasta finales del siglo III a.C. no existía entre la generalidad del pueblo judío ni una ni otra concepción: ni la inmortalidad del alma, ni mucho menos la resurrección del cuerpo. Todo acababa en esta vida. El ser humano, era en esto igual a los animales. Y, como en la concepción griega, el “almicuerpo” del ser humano, conservando sus rasgos fisiognómicos distintivos, descendía al Sheol/Hades y quedaba allí en sombras sempiternas separado de Dios. Vermes cita textos clásicos que sustentan esta opinión en el Antiguo Testamento: Job 14,10.12; Sal 49,14; 1 Reyes 2,1; Ecles 3,19-20; 9,7-10; Is 14,9-11; Ez 32, 19-32, etc. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com b[
Martes, 6 de Julio 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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