CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Antonio Piñero


La segunda parte del libro de Heyer –que estamos comentando esta semana- está consagrada, hasta el final, a aclarar a los lectores en orden cronológico, el motivo, la estructura y la teología principal de Pablo tal como se va mostrando en sus cartas.


VALORACIÓN

En principio estoy muy de acuerdo con la división de las siete cartas genuinas de Pablo que se hace en este volumen, y con la explicación de las ideas paulinas. Aunque no con el orden cronológico de composición, como recalcaré más abajo: no pondría tan cerca Gálatas de Romanos; sin que dejaría más tiempo a Pablo para matizar y cambiar sus ideas sobre la validez de la Ley.

En todo caso añadiría algo a la valoración general de esta segunda parte del libro: cuando se dispone de un cierto número de páginas, fijo, a disposición del autor, y el libro va dirigido, como éste, a un público general, no precisamente a especialistas, daría menos espacio a contar con detalle minucioso las andanzas de Pablo, a saber que si en este momento estaba aquí y allí, que tomó tal o cual dirección y daría más espacio a la dilucidación de las ideas.

¡Ojo! No estoy diciendo que estos prolegómenos, totalmente necesarios, se omitan, sino que se ofrezcan en una medida que no atosiguen al lector y que le permitan consagrar más tiempo a comprender la estructura y marcha del pensamiento paulino y menos a los detalles pequeños de “viajes, andanzas y compañeros”, que luego se le van a olvidar. Y esto es lo que creo que, en ocasiones puede ocurrir con este libro: la contemplación minuciosa de algunos árboles no dejarán contemplar el bosque en su conjunto.


Si comparamos también este volumen, con el de Senén Vidal, que ya conocemos, dedicado a Pablo, observaremos que Heyer es mucho menos crítico a la hora de juzgar algunas frases, o a vece trozos enteros, que probablemente no vienen de la mano de Pablo, pero que se han introducido en sus cartas desde el principio del proceso de edición de ellas ya a finales del siglo I.


Pongo un ejemplo: los famosos párrafos de 2 Cor 6,14-7,1, y su valoración por mi parte:


« “No estéis unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues ¿qué asociación tienen la justicia y la iniquidad? ¿O qué comunión la luz con las tinieblas? 15 ¿O qué armonía tiene Cristo con Belial? ¿O qué tiene en común un creyente con un incrédulo? 16 ¿O qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo, como Dios dijo: Habitaré en ellos, y andaré entre ellos; y seré su dios, y ellos serán mi pueblo”. 7, 1 Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. »



• No me parece sensato admitir que este fragmento sea auténticamente de Pablo: rompe el contexto y por sus ideas y vocabulario parece ser ajeno al pensamiento del Apóstol. Aparte de alguna palabra y de expresiones que no aparecen nunca en el resto del Pablo auténtico, lo más problemático es que contiene recomendaciones contradictorias, inconciliables respec¬to al trato con los paganos. Contrástese 1 Cor 5,9-11 con 2 Cor 6,14-16:


« Al escribiros en mi carta que no os relacionarais con los impuros no me refería a los impuros de este mundo en general o los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así tendríais que salir de este mundo. ¡No! Os escribí que no os relacionarais con quien llamándose hermano es impuro… (1 Cor 5,9-11).

No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial? ¿Qué participación entre el fiel y el infiel? ¿Qué conformidad entre el santuario de Dios y el de los ídolos? (2 Cor 6,14-16). »


La mayoría de los investigadores se inclina a pensar que el fragmento 6,14-7,1 no es paulino, sino que se introdujo muy pronto dentro de la colección de cartas de Pablo (se encuentra en todos los manuscritos), sin que podamos saber cómo y por qué. Los comentaristas suelen señalar que el tono del texto y la prohibición del trato con paganos (¡adiós a todo el ministerio paulino con los gentiles!) parece haber nacido de la pluma de un antiguo miembro del grupo esenio de Qumrán, pasado luego al cristianismo. De todos modos siempre se halla algún escape a este argumento, de modo que la posición contraria –es decir, que el fragmento pertenece originalmente a 2 Cor— no carece de defensores.

• También indiqué al principio de mis comentarios mi extrañeza de que nuestro autor coloque a Gálatas cronológicamente al lado de Romanos. Creo que esta posición es defendida por los investigadores en mucho menor medida que el siguiente orden: 1 Tes; Gál; 1 Cor; Filipenses; Filemón; 2 Corintios y Romanos. La razón fundamental estriba en mi opinión en que hay una notable diferencia, o suavizamiento, de pensamiento respecto a la Ley en las dos cartas. Hay que pensar que Pablo necesitó más tiempo para madurar sus ideas y cambiar incluso de opinión.

• Otra observación que veo ausente de Heyer es la falta de un necesaria insistencia de que las cartas de Pablo fueron seriamente editadas y manipuladas a finales del siglo I o principios del II (el pasaje de 2 Pedro 3,15 es en mi opinión una muestra de que ya se había editado el corpus: “Y considerad la paciencia de nuestro Señor como salvación, tal como os escribió también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le fue dada”, de modo que los lectores caigan en la cuenta de que cuando los exegetas afirman: “esto o eso probablemente no es del Pablo auténtico” no se crean que los exegetas se están sacando cosas de la manga, y como se les acusa a veces, eliminando pasajes que no les interesan, por lo que sea… ¡es decir actuando deshonestamente!

No es así. Se basa esta decisión en muchas horas de análisis y en el consenso de muchos exegetas expresadas muchas veces no en libros, sino en artículos de revistas especializadas que los que critican no han leído.

• Y por último: para hacer reflexionar también a los lectores desearía añadir a este propósito que no tenemos manuscritos de Pablo –ni tampoco en líneas generales- de los Evangelios que sean anteriores al momento –entre los años 150 y 180- que el conjunto de las iglesia más importantes de la cristiandad, que eran todas paulinas, no judeocristianas, decidieron cuál era la lista básica de los escritos cristianos que debían considerarse canónicos.

Quiero decir con ello que cuando nosotros examinamos los manuscritos más antiguos (con alguna excepción; quizá el Papiro 52, que contiene unas pocas líneas de Jn 18 y que quizás sea de +- de los años 125-150) del Nuevo Testamento ya ha tenido lugar la declaración canónica. Y así como fueron terriblemente editadas las cartas de Pablo (de unos 13 fragmentos de cartas auténticas se hicieron sólo 7 cartas con una mutilación y desorden de ideas a veces horrorosos e incomprensibles).

• Del mismo modo debemos suponer que fueron severamente editados los Evangelios en el sentido de acomodarlos a la línea de pensamiento general que era paulina. Pienso que aquí, en los Evangelios la manipulación fue mucho menor que en las cartas de Pablo. No en vano se trataba de tradición sobre hechos y dichos del Señor… que había que respetar mucho más, mientras que Pablo era “simplemente” un apóstol suyo. Pero hay que suponer siempre que fueron editados de todos modos.

Mañana concluiremos el comentario del libro de C. J. Heyer con una síntesis de su pensamiento global sobre la figura y pensamiento de Pablo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

APÉNDICE


Lista de glosas en las cartas paulinas (tal como aparecen impresas hoy día), según Senén Vidal


En 1 Tes:

2,15-16
5,1-11

• En Gálatas:

6,6
6,18

• En 1 Corintios:


1,2b;
1,16;
2,6-16;
7,21b;
11,2;
11,19;
12,31b-14,1b;
14,33b-36;
15,39-41;
15,56;
15,9-10;

En Filipenses:

1,1c;
2,21;
3,1b-4,1;
4,8-9;

• En 2 Corintios:

1,1c;
6,14-7,1;

• En Romanos:

2,16;
5,6-7;
6,17b;
7,25b;
10,17;
13,1-7;
14,12;
15,4;
15,33;
16,1-27

Sábado, 17 de Julio 2010

Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo, un hombre de dos mundos (El Almendro 2003).


Nuestro autor se pregunta qué pensaba Pablo de la ley de Moisés en sus “años obscuros”, es decir, de “formación”, a la vez que hacía algunos escarceos misioneros, como predicador dependiente de la iglesia de Antioquía. Probablemente, nada –responde- ya que mientras se dedicó Pablo a predicar a los judíos no debió de tocar el tema de la Ley, y ni era necesario.

Pero cuando se decidió a predicar plenamente a los gentiles, y esto fue más tarde, el judío helenístico que era Pablo, un hombre pragmático y más flexible que sus colegas fariseos de Palestina/Israel, debió de caer en la cuenta de que Dios tenía otros planes acerca de la salvación de los seres humanos: no podía llegar el fin del mundo y que al menos ciertos paganos buenos no participaran del mundo futuro. No se podían condenar en masa los paganos.

Por ello, poco a poco, llegó al convencimiento de que la Ley –gran obstáculo para la conversión de los gentiles- sólo podía tener una validez temporal, hasta la venida de Cristo- y que sólo y en todo caso podría ser válida para los judíos. De hecho incluso llega a postular para ellos Pablo que podrían salvarse sólo con la fe en Jesús aunque dejaran de cumplir una Ley obsoleta (posición de Gálatas).

Pero en la epístola a los Romanos, echa Pablo marcha atrás. Volvió a resurgir el judío Pablo e hizo una encendida defensa de la Ley, aunque con toda claridad admitiendo su validez sólo para los judíos. Heyer insiste en que la teología de Pablo era “contextual”: se pronunciaba, avanzaba y precisaba según las circunstancias de sus lectores y según las ocasiones.

Heyer no obtiene aquí más consecuencias. Yo añadiría por mi cuenta que algunos investigadores (recuerdo de memoria un libro de H. Räisänen, aunque no me acuerdo del título exacto, en el que defiende que Pablo es un teólogo inconsecuente; casi lo tilda de un tanto inconstante y de opinión volátil, de cambiar de opinión según la audiencia que tenía ante sus ojos conforme a su dicho “Me hago todo a todos; con los judíos me muestro judío y con los griegos, griego”.

También dentro de la etapa de Pablo en Antioquía, como es natural, discute Heyer la posición de Pedro y la de Pablo a propósito de la famosa disputa relatada en Gál 2,11-14:


« “Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. 12 Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. 13 Y el resto de los judíos se le unió en su hipocresía, de tal manera que aun Bernabé fue arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos” »


Pienso que al leer los comentarios de Heyer a esta disputa entre Pablo y Pedro se le nota un tanto la fobia antipetrina protestante (= iglesia romana) y su disposición interna, positiva, respecto a Pablo, pues destaca con rotundidad y nitidez la inconsecuencia de la posición de Pedro.

En efecto, la negativa de éste a comer con los gentiles, convertidos ya en seguidores plenos de Cristo no casa, en primer lugar, con lo que transmite Mt 16,16-17: si Jesús fundó su iglesia sobre esa roca (= Pedro), éste debería comportarse como el jefe de todos los creyentes, no sólo de la facción judeocristiana más estricta.

Segundo, el presunto espíritu universal de Pedro tampoco casa con el desprecio que mostró hacia los pobres “helenistas” que huyeron de Jerusalén tras la muerte de su jefe, Esteban. Pedro se quedó en la capital…, tan tranquilo, con lo que demostró que nada quería saber con esos “aperturistas” iniciales hacia los paganos.

Tercero: el espíritu de Pedro reflejado en la disputa antioquena, que hemos transcrito arriba, tampoco casa con la escena que pinta Lucas en Hch 10, 1-48: Pedro recibe en visión divina la revelación de que todos los alimentos son puros (cf especialmente Hch 10, 15 “De nuevo, por segunda vez, llegó a él una voz: Lo que Dios ha limpiado, no lo llames tú impuro”. ¿Cómo es posible que este mismo Pedro que había recibido tal orden del cielo, y que llegó a bautizar al centurión Cornelio, ¡un pagano!, luego se retirara de comer con los paganocristianos, obedeciendo las órdenes de la gente de Santiago, venidas de Jerusalén, porque éstos comían “cosas impuras”?

Heyer muestra en estas páginas de su libro que el autor de Hechos dulcifica o distorsiona la historia, pretendiendo en este caso mostrar una unidad imposible en la iglesia primitiva, haciendo que el verdadero “inventor” de la misión a los paganos fuera Pedro (¡y por revelación divina!) y no Pablo.


El tema del “decreto” en el Concilio de Jerusalén


Heyer apenas discute en profundidad el problema de cómo los Hechos de los apóstoles (cap. 15: “Concilio de Jerusalén”) afirman que Santiago, jefe de la iglesia jerusalemita, emitió un documento de consenso, compuesto de dos secciones Pablo ideas principales (más una tercera, de carácter práctico: dar limosna a los pobres de la comunidad madre, como muestra de unidad eclesial):

a) podía continuarse la misión a los gentiles;

b) éstos, sin embargo, debían cumplir ciertas normas de la Ley, las llamadas “leyes noáquicas” de Génesis 9,3ss, cuyo precepto más llamativo para un ex pagano era no ingerir carne con su sangre.

Heyer afirma que Pablo aceptó y “firmó” ese convenio, pero que luego no lo nombra y no lo cumple asqueado como estaba por el incumplimiento de la cláusula a) del mismo decreto por parte de los judeocristianos de Jerusalén.


VALORACIÓN:

Hemos indicado en notas anteriores, de hace ya tiempo, cómo la solución para el absoluto silencio de Pablo (tanto en Gálatas, como en resto de su correspondencia) respecto a este famoso decreto con tres prescripciones, y su falta de cumplimiento por su parte se explica mucho mejor si se supone que el autor de Hechos está confundiendo las fechas y mezclando las cosas. Ese decreto se produjo más tarde, no en el Concilio de Jerusalén.

En efecto, Pablo afirma rotundamente –y parece que tiene razón- en Gálatas 2, que en tal asamblea “Nada me impusieron”, es decir, que no hubo decreto alguno.

En mi opinión, y en la de otros muchos, este decreto nació después de la Asamblea, y en la propia y sola iglesia jerusalemita, por su cuenta, cuando vieron que se disparaban las conversiones de gentiles que no guardaban la Ley. Fue entonces cuando enviaron emisarios a Antioquía a urgir ciertas normas que ellos habían pensado que debían cumplir los conversos del paganismo, es decir, las “Leyes de Noé”.

Y fue entonces cuando Pedro les hizo tanto caso, tanto que desde ese momento desistió de participar en la mesa común con los paganocristianos. Y además, otros “pesos pesados” de la iglesia de Antioquía, como el antiguo compañero de Pablo Bernabé, se unieron a Pedro en el cumplimiento de ese decreto, que en el fondo consagraba la división entre paganocristianos y judeocristianos.

Y entonces fue cuando Pablo se enfadó…, y pasado muy poco tiempo, dejó a Bernabé, a la comunidad de Antioquia, y con el refuerzo de Silas y Timoteo, inició su etapa de misionero independiente.

Esta me parece ser la mejor hipótesis y no la de Heyer que sitúa el conflicto entre Pedro y Pablo antes del Concilio de Jerusalén y como causa inmediata de que éste se celebrara…, en contra de los datos proporcionados por la Epístola a los Gálatas.

Concluiremos pronto.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

Viernes, 16 de Julio 2010
Hoy escribe Fernando Bermejo

El libro de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (The Case for God. What Religion Really Means, Random House, London, 2009), cuyas tesis principales expuse brevemente en el post anterior está, lamentablemente, plagado no solo de interpretaciones muy discutibles de algunos datos históricos, sino también de simplificaciones y de errores manifiestos. En lo que sigue me limitaré solo a algunos de los límites que creo percibir en esta obra.

Un problema básico es que la división de Armstrong, fundamental en su libro, entre dos visiones de la divinidad y la religión (una “premoderna”, en la que la praxis sería esencial para la religiosidad, y otra “moderna”, en la que la religión sería básicamente un asunto de creencia) es una simplificación tan gratuita como insostenible. De hecho, resulta muy obvio que las creencias tienden siempre a justificar ciertas praxis, y estas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones parecen haber ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (v. gr. que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, que la Eucaristía es realmente su sangre y carne…). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una malinterpretación de sus críticos irreligiosos o de los fundamentalistas, sino un hecho, y algo aceptado (comprensiblemente) por la inmensa mayoría de los homines religiosi. Hasta tal punto es así, que la misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128). Este es solo uno de los muchos contraejemplos posibles (y demoledores) a la tesis de la autora.

Por supuesto, el propósito de Karen Armstrong es manifiestamente apologético: aislar una presunta concepción pre-moderna de la religión, basada en la praxis (mejor dicho: en los aspectos de la praxis que a ella le resultan simpáticos, pues sobre otros de esos aspectos, más sangrientos o rocambolescos, prefiere convenientemente correr un tupido velo), le permite descuidar una nada desdeñable cantidad de creencias religiosas que no son otra cosa que puras insensateces. Lástima que el resultado de la autora sea una simple invención.

Otro problema, asociado al anterior, es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum “religión” con “religión genuina” y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando Armstrong lo que no le gusta como "idolatría" o "aberración". Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado.

La arbitrariedad de Armstrong se transparenta por doquier. Acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (v, gr. ignorando lo que en la predicación de Jesús de Nzaret hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327).

De hecho,el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que “hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia” (p. 39), algo crasamente falso y francamente asombroso en alguien que se presenta como historiadora de las religiones. Así, en la tradición judía Ibn Ezra lo hizo, y también varios rabís en el Talmud. Los ejemplos de la tradición cristiana llenarían páginas. Ciertamente, es discutible si esa posición fue o no mayoritaria, pero la pretensión de Armstrong se halla en algún lugar entre la ignorancia y la deshonestidad intelectual.

La erudición e imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –y ya desenmascarados tiempo ha, como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley sobre la teoría evolucionista-, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando <strong>pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que le censuraron </strong>(pp. 211-214). La ligereza -y la injusticia- del tratamiento de Armstrong puede comprobarse en este caso, por ejemplo, leyendo la amplísima y magnífica monografía del historiador de la ciencia Antonio Beltrán, Talento y poder.


En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los “nuevos ateos” sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como V. Stenger o A. Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. La calidad de esta estrategia puede evaluarse según un principio enunciado por la propia autora: “En cualquier estrategia militar es esencial enfrentarse al enemigo en su punto más fuerte; no hacerlo así pone de manifiesto que la polémica es superficial y carece de hondura intelectual”.

Si todo lo anterior es ya signo de una falta de rigor impropia de una persona con vocación intelectual, no es aún lo más grave. La cosa empeora todavía, y raya la infamia, cuando la autora, hacia el final de su libro, decide acusar a los “nuevos ateos” de no interesarse por el sufrimiento humano y de que “no muestran ningún anhelo por un mundo mejor” (p. 340). Lo cierto es que, por poner solo un ejemplo, una obra como The God Delusion de Richard Dawkins (dejando ahora al margen la plausibilidad de sus argumentos) revela una profunda preocupación por el sufrimiento físico, psicológico y moral de los seres humanos (y no solo de ellos). Intentar desacreditar a los “nuevos ateos” con este tipo de añagazas es de una mezquindad obvia, y nos retrotrae a épocas y procedimientos en que los cazadores de herejes intentaban desacreditar la heterodoxia de sus adversarios acusándolos de ser individuos soberbios y egoístas.

Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. La autora diserta sobre casi todos los temas imaginables y llena su libro de nombres y obras, con lo que sin duda aspira a “épater le bourgeois” y a dar la impresión de una gran erudición. A costa, eso sí, de incurrir en arbitrariedades y errores flagrantes, tanto fácticos como interpretativos, e incluso en procedimientos éticamente deleznables.

Un libro como este puede sin duda proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo no se le escapará al lector que no haya puesto en cuarentena su sentido crítico.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 15 de Julio 2010
“Todo empezó en Antioquía”. Pablo, un hombre de dos mundos (II) (150-02)


Hoy escribe Antonio Piñero


Continuamos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo un hombre de dos mundos, de Editorial El Almendro.

Heyer opina que Pablo es como un modelo de cuantos han experimentado un cambio radical en sus vidas. Opina –correctamente- que no se debe llamar “conversión” el cambio de Pablo (el Apóstol nunca lo hace), sino “llamada”.

Cuando era perseguidor de los cristianos, Pablo los había asediado con saña porque –aunque vivían dentro de los límites del judaísmo- no eran cumplidores exactos de la Ley de Moisés, y además, como compañeros que eran de Esteban, ponían en duda la ley de Moisés y la eficacia del Templo (p. 72).

VALORACIÓN

Esta interpretación me parece bastante tópica. No dudo de que pudo haber un cierto transfondo de estas ideas expresadas por Heyer como motivo de la persecución y que aquí el autor de Hechos pudo apuntar certeramente…, pero sólo en parte, porque es posible también que el autor de Hechos esté exagerando, como acostumbra, y desee presentar a Esteban como una auténtico precursor de Pablo de modo que éste no quede como el “inventor” del rechazo a la Ley y al Templo como medio de salvación. Que esto es así se ve porque el autor de Hechos hace una paralelo de Esteban con Jesús, y de la muerte de aquél con la muere de éste. Es posible que Lucas desee establecer artificialmente el siguiente nexo: Jesús – Esteban – Pablo.

Opino que lo que pudo provocar una cierta y verdadera oposición, dentro del ámbito sinagogal, y no tan dura como dan a entender los Hechos- fue que los judeocristianos estaban poniendo ya las bases, quizá sin pretenderlo exactamente, para una futura –como ocurrió- divinización de Jesús. Un mesías resucitado, y pensado como que está a la diestra de Dios Padre, adquiere pronto tintes de figura celestial. Pienso que esta suerte de inicios de “diteísmo” (adoración a dos dioses”) por mitigado que fuere, pudo ser el motivo de la saña del celota Pablo contra los judeocristianos, saña que él nunca negó, sino que se preocupó de resaltar (Gál 1,13) para que quedara también clara en él la acción de Dios que es capaz de “convertir” por su gracia al más malvado.


SIGUE HEYER:

Afirma nuestro autor que el contenido de la visión a las puertas de Damasco se redujo en esencia a lo siguiente (pp. 86; ): Dios le manifestó a su Hijo, a saber, que estaba vivo, que el crucificado había resucitado de entre los muertos, y que eso significaba que los perseguidos por él, los seguidores de Jesús, tenían razón. Jesús era el Cristo y cumpliría su misión, se acercaba el tiempo final.


VALORACIÓN:


Me parece correcto ese punto de vista, pero tiene en cuenta Heyer Gál 1,17 : “Ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y regresé otra vez a Damasco”, que sugiere que la conversión fue en Damasco mismo, donde él residía.


SIGUE HEYER:

Finalmente, en esta época de “años oscuros”, cuando después de su llamada Pablo pasó madurando sus nuevas ideas, es donde, con toda verosimilitud, sitúa Heyer la primera plasmación de la teología paulina cuyas ideas maestras eran:

• Una mentalidad apocalíptica: el tiempo que resta es escasísimo; el fin del mundo es casi inmediato. Pero los que crean en el mesías Jesús se salvarán. Dios rescata a los justos de su ira terrible, venidera. Esos justos no son muchos; pertenecen al Israel de verdad.


Aquí no hay nada que objetar. Sigue Heyer:

• A pesar de sus novedades, Pablo perteneció fiel –en parte- a la tradición judía. “Saulo se convirtió en Pablo, pero dentro de Pablo permaneció siempre un poco de Saulo”. A pesar de sus novedades teológicas, nunca declaró Pablo que Dios había abrogado la Ley.


· También Pablo permaneció fiel a ciertas tradiciones básicas judeocristianas, pocas, que había recibido de la comunidad de Antioquía, como se muestra, por ejemplo, en 1 Cor 15,3-5: “3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; :5 que se apareció a Cefas y después a los doce;”, etc.

Según Heyer, un ejemplo claro de dependencia por parte de Pablo de la tradición cristiana es la transmisión de las palabras de Jesús en la Última Cena y la institución de la eucaristía. Sostiene Heyer que hay dos tradiciones distintas al respecto: por un lado, Marcos/Mateo; por otro, Pablo/Lucas. De estas dos piensa nuestro autor que la más antigua es la de Marcos, porque es la más sencilla (por ejemplo, no contiene la idea de repetición litúrgica: “Haced esto en memoria mía…”, que sí parece en Pablo/Lucas y que es secundario, proviene de la tradición litúrgica cristiana.

El traductor al español, José Valiente Malla, o el editor, Jesús Peláez, en la revisión, utilizan aquí (si no me equivoco) la versión de 1 Cor 11,23 de Juan Mateos:

“Porque lo mismo que yo recibí y que venía del Señor os lo transmití a vosotros…”,

Versión en la que se ve claro que Pablo no transmite ninguna visión celeste, suya propia, sobre el sentido de la Eucaristía, sino una tradición cristiana que sólo puede provenir de los propios apóstoles, los únicos que estuvieron en la Última Cena (pp. 92-94).


VALORACIÓN


La traducción de J. Mateos de 1 Cor 11,23 es interpretativa y, en mi opinión, errónea. Lo que dice el texto es sólo “Yo recibí del Señor…” (sin intermedio de tradición comunitaria alguna). Los lectores ya conocen mi opinión al respecto, que sintetizo:

a) “Transmitir”/”recibir” no significa siempre tradición comunitaria (ejemplo Misná, Abot, 1,1); puede significar recepción de Dios directamente;

b) Los relatos de la Última Cena no son firmes, sino variados y hasta contradictorios;

c) La interpretación de Pablo y de Marcos no es posible en el judaísmo de Jesús y de la comunidad primitiva; hubiera sido una blasfemia contra su religión; sólo es posible en una comunidad pagano helenística con mentalidad de religiones de misterios (como la corintia);

d) La comunidad de Jerusalén, y tampoco la de la Didaché, no conoció la eucaristía tal como la interpreta Pablo; la fracción del pan es sólo una comida (común), semi solemne, de rememoración de la Última Cena, ciertamente, pero no de una Cena como la interpreta Pablo, en sentido de unión mística con Jesús.

e) La tradición que transmite Marcos depende de Pablo, que es cronológicamente anterior;

f) Es absurdo –conforme a la traducción de J. Mateos transcrita arriba y entendida al pie de la letra- que el iniciador de una “tradición” sea Jesús; la tradición vendría no de Jesús sino de los apóstoles que transmiten lo que oyeron a Jesús. Pero la interpretación paulina es imposible de concebir en la mentalidad de esos inmediatos e íntimos seguidores de Jesús, como hemos sostenido.

g) Tal como aparece en los evangelios sinópticos, esa “tradición” es susceptible de ser analizada y de descubrir en ella dos estratos.

1. Una cena de despedida de Jesús con sentido escatológico. “Presiento que voy a morir; es la última vez que bebo en vida el fruto de la vid, la vez siguiente será, ya resucitado junto con otros fieles, en el reino de Dios”.

2. A ese estrato escatológico se añadió por influencia de Pablo y en comunidades paulinas la interpretación mistérica de esa Cena como ingestión, entendida simbólicamente en esos momentos, sin transustanciación (eso vendrá más tarde), de la carne y sangre del mesías.


SIGUE AHORA HEYER:

Pablo cayó en la cuenta –gracias a su visión de Damasco- de que Jesús, a pesar de que fue crucificado –lo que significa maldición divina Dt 27,26- es el mesías. El escándalo de la cruz se convierte así en el inicio de la reflexión de Pablo. No precisamente la consideración de Jesús como el “justo sufriente” en sí, sino precisamente crucificado, anonadado por esa muerte, por ese suplicio de esclavo. Pero la cruz/muerte no va sola. La clave es la unión con la resurrección. Ese bloque compacto es lo que forma el inicio del misterio de la redención-expiación, que Pablo irá desarrollando poco a poco en su teología.


Aquí, en este punto, no hay apostilla o crítica alguna que hacer.

Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
Miércoles, 14 de Julio 2010
Pablo, un hombre de dos mundos (I)  (150-01)

Hoy escribe Antonio Piñero


El penúltimo libro, por ahora, que deseo comentar de la serie “En los orígenes del cristianismo” de la benemérita Editorial El Almendro, de Córdoba, España, es de un profesor holandés, C. J. den Heyer (atención: en los créditos de la traducción se escribe H. C. den Heyer, por despiste del editor), que escribe referentemente en inglés, y cuyo título es igual al que encabeza esta postal (original inglés de 2000: Paul. A Man of Two Worlds, SCM Press, Londres). Es un libro que me ha interesado mucho, porque es una visión bastante personal a la vez que es una destilación condensada de lo mejor que se ha escrito sobre Pablo en la inmensa bibliografía moderna sobre él. Complemento su ficha: 312 pp. ISBN: 84-8001-061-6.

El autor parte de la idea obvia, pero no siempre tenida en cuenta de que Pablo es un autor de cartas, no de tratados de teología, y de cartas contextuales, condicionadas por los problemas de sus lectores. Además, escribió hace 2000 años, en un mundo tan diferente al nuestro que no es fácil entenderlo, ni sentir por qué se preocupaba de ciertos problemas omitiendo otros más candentes hoy día. Por tanto, para comprenderlo bien, hay que contextualizarlo: describir su época, su educación, su modo de vida y las circunstancias en las que vivió. De lo contrario, no se entenderá nada en profundidad.., sino sólo la superficie de las palabras, que en muchas ocasiones significan otra cosa de lo que parece hoy.

Por ello el autor no adopta en este libro una actitud de “teólogo sistemático”, sino de historiador. Su aproximación es biográfica y cronológica e intenta no ver en el Apóstol –como se ha procurado- el Pablo católico, o luterano o simplemente “reformado”/protestante, sino lo que fue en verdad, un pensador original, difícil de entender a veces, porque ni él mismo tenía claras sus ideas, que las iba a veces generando mientras escribía y a impulsos de las circunstancias a partir de nociones base, a veces imprecisas, que debía ir perfilando.

Por ello comienza Heyer haciendo un esquema de procedimiento que, por otra parte, es usual en muchos autores: ¿qué fuentes hay? ¿Me puedo fiar de ellas? ¿Qué cartas pueden ser en verdad de Pablo, y cuáles no y por qué? Es decir, lo normal en los inicios de un trabajo fundamentalmente histórico y de interpretación de un pensamiento de un personaje de la antigüedad.

Sigue luego una información biográfica necesaria: Pablo, hombre cosmopolita, judío, de una ciudad ilustrada y amante de las artes, Tarso de Cilicia, “alumno de Gamaliel” (¿?), fariseo, celota, es decir, celador del cumplimiento por él y por los demás de la ley de Moisés, de su exacta observancia caiga quien caiga; un hombre fuerte y enfermo a la vez, aventurero, apasionado, colérico, apocalíptico, poco organizador, retórico en extremo, místico, etc.

Sigue luego en el libro la típica disquisición acerca del contenido de la mal llamada “conversión” de Pablo y cómo su posible contenido cambió su vida; su “formación como cristiano”; cuáles fueron los temas principales que abordó en su reflexión continua durante los primeros años antes de lanzarse a predicar autónomamente a Jesús, y la descripción del ambiente literario y teológico de Antioquía como base de la modelación del pensamiento de Pablo.

En la segunda parte del libro, y al hilo también de la cronología (presupone Heyer que Pablo nace en el año 15 d.C.; que la muerte de Jesús fue en el año 30, y la “conversión” en el 34; que escribió sus cartas desde el 50 al 55/56; que estuvo encarcelado en Roma en los años 59-61, y que luego se le pierde la pista, y muere, presuntamente como mártir, en Roma en la década de los 60), nuestro autor analiza el contexto y expone los temas principales de las cartas auténticamente paulinas, en el orden siguiente:

• 1 Tesalonicenses;
• Primera parte de la correspondencia con Corinto: diversas cartas
• 1ª Carta a Filipenses
• Carta a Filemón,
• Segundo momento de la correspondencia con Corinto ¿cuántas cartas?
• 2ª Carta a los filipenses
• Gálatas (un tanto anormal este orden, pues la mayoría de los comentaristas la sitúa después de 1 Tes y antes de 1 Cor y 1ª Filipenses)
• Romanos

Y concluye con unas páginas, que se agradecen, de resumen de las ideas de su libro “A modo de recopilación”.


A propósito de esta primera parte del libro debo observar:

• El tratamiento cronológico y por orden evolutivo de la teología de Pablo me parece totalmente adecuado y oportuno; no puede hacerse otra cosa.

• El tratamiento filológico-histórico usual de estudiar bien el contexto, los momentos de la vida de Pablo que generaron las cartas concretas, posible descripción de los adversarios de Pablo de modo que al entender su pensamiento se comprenda a su vez, la argumentación paulina…; el rechazar cartas de los discípulos (2 Tesalonicenses; Colosenses; Efesios; 1 2 Timoteo; Tito; Hebreos) como fuente de información directa, etc., me parece también correcto y también normal hoy. De igual modo el acostumbrado contraste entre la información de Hechos de los apóstoles y las cartas, se hace también: nada que objetar, sino alabar.

· Por otro lado, no estoy nada convencido del tratamiento de Heyer a la hora de contrastar la información cruzada de Hechos-Pablo en materias como

- Formación “teológico-rabínica de Pablo a los pies de Gamaliel”;

- Descripción de la persecución de los “helenistas” (Hch 6-7) y participación en el asesinato de Esteban

- Fecha de celebración y contenido (¿publicó la iglesia jerusalemita un decreto?) del llamado Concilio de Jerusalén, que Heyer sitúa después de la disputa entre él y Pedro en Antioquía (Gál 2),

porque me parece poco crítica y ponderada. Heyer hace demasiado caso al autor de los Hechos, sin discutir de verdad, aunque lo diga, pero no lo hace, los puntos de vista muy idealista del autor de los Hechos, que cambian la realidad. Pienso que hay problemas fundamentales como el de la formación farisea de Pablo en Jerusalén ya como casi un adulto o el Concilio de Jerusalén, que no están en el libro que comentamos bien tratados desde el punto de vista histórico-crítico. En todos estos puntos me parece mucho más acertada la posición de Senén Vidal que hemos ya analizado y comentado en este blog.

Pero seguiremos haciendo un resumen de su obra, aunque esta vez, como ahora mismo señalando las críticas, sin esperar al final, sino como voy presentando las ideas. Espero que queda claro qué es resumen, y qué es valoración.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com


Martes, 13 de Julio 2010
El apóstol Juan en la literatura apócrifa
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La polimorfía del Señor

Una mención ocasional de la que será heroína de estos Hechos, Drusiana, da ocasión para el desarrollo variado de la idea de la polimorfía del Señor (c. 87,1). Todo parte del hecho de la grandeza y multiplicidad de Dios. Ser omnipotente, lo es todo y todo lo posee. Después de una de las lagunas en el texto de estos Hechos, la narración continúa mencionando la perplejidad de “los presentes” ante la afirmación de Drusiana, a la que el Señor se le había aparecido en la tumba como Juan y como un jovencito (neanískos).

Juan se sintió obligado a hacer la exégesis de las palabras de Drusiana. Recurrió en consecuencia a supuestas experiencias de su vida. Recordaba que cuando Jesús hubo elegido a Pedro y a Andrés, llamó también a Santiago y a su hermano Juan. Santiago había visto al Señor como a un muchacho (paidíon); Juan lo había visto como un “varón de buena presencia” (ándra éumorphon).

Más delante, el Señor se apareció a Juan como un hombre casi calvo, pero con la barba larga y espesa; por el contrario, a Santiago se le mostró como un jovencito barbilampiño. Cuenta Juan que a veces se le apareció como un hombre pequeño y feo, que siempre tenía los ojos abiertos. Tuvo también la experiencia de apoyar su cabeza sobre el pecho del Señor, y unas veces lo sentía llano y blando, y otras duro como las piedras. Todos estos detalles tenían sumido a Juan en un estado de perplejidad.

En el mismo contexto del tema de la polimorfía, cuenta Juan el suceso bíblico de la transfiguración. El Señor llevó a un monte alto a Pedro, Santiago y Juan. Vieron allí una luz que no es posible comprender ni explicar a ninguna mente humana. Autores, como Bonnet y Schimmelpfeng, suponen aquí una laguna, en la que debían darse detalles del suceso narrado en los Sinópticos. Sigue en el texto del Apócrifo el relato de otra transfiguración, de la que fueron testigos los tres discípulos predilectos de Jesús conducidos por él a una montaña.

Como Juan se sentía especialmente amado por el Señor, se acercó hasta él con todo sigilo. Se dio cuenta de que “no llevaba ropa, sino que se había despojado de todos los vestidos con los que lo habían visto” (c. 90,2). Juan afirma que no era un ser humano, que sus pies eran más blancos que la nieve, que el suelo resplandecía debajo de ellos y que con su cabeza se apoyaba en el cielo. Gritó presa del terror, pero Jesús se volvió apareciendo entonces como un hombre pequeño. Jesús lo tomó por el mentón, lo atrajo hacía sí y le dijo: “Juan, no seas incrédulo, sino fiel (Jn 20,27) ni seas entrometido”. Juan sintió un fuerte dolor en el lugar del mentón por donde lo había cogido, dolor que le duró más de treinta días.

Pedro y Santiago se sentían enojados mientras Juan hablaba con el Señor. Cuando volvió hasta ellos, le preguntaron quién era el anciano, que hablaba con el Señor en la cumbre. Juan acabó comprendiendo el misterio que intenta describir diciendo: “Caí entonces en la cuenta de su abundante gracia, de su unidad polimorfa y de su sabiduría que continuamente nos contempla”. La idea de la polimorfía del Señor aparece también en los HchPe 21,5-6 en el episodio de las viudas ciegas, que habían visto unas a un anciano, otras a un joven y otras a un niño cuando recibieron la luz que les devolvió la vista. Pedro dio una explicación del fenómeno diciendo: “Dios es mayor que nuestros pensamientos, según hemos podido aprender de estas ancianas viudas, que han visto al Señor de formas diversas”.

Dentro del contexto de la polimorfía cuenta Juan una nueva experiencia que tuvo en Genesaret. Mientras los demás discípulos dormían, él observaba lo que hacía Jesús, que entonces se dirigió a él diciendo: “Juan, duerme”. Fingió Juan que dormía cuando vio que bajaba otro semejante a Jesús, que le recordaba que sus elegidos no acababan de creer en él. Cuenta igualmente que en una ocasión en que quiso tocar a Jesús, encontró sorprendido que tenía “un cuerpo material y sólido”, mientras que en otros casos su ser parecía sin sustancia, incorpóreo y como inexistente (c. 93,1).

Recordamos que el Concilio II de Nicea contiene tres citas de los HchJn. La primera es la del retrato de Juan de los cc. 27-28a. La segunda se refiere el tema del docetismo (cc. 93,1-95,2a). La tercera, sobre la especial revelación del evangelio a Juan, va desde 97,1 hasta 98,2. Refiere Juan en su largo discurso que cuando Jesús era invitado por los fariseos, cada uno de los invitados recibía un pan, pero que Jesús repartía el suyo entre los discípulos. Con ello subraya lo que afirmaba en 90,2 cuando decía que “no era de ningún modo un hombre”, por lo que no necesitaba comer.

Sigue a continuación el fragmento etiquetado por los críticos como “Revelación del verdadero evangelio”, que contiene el famoso Himno de la Danza”, que Jesús bailó en coro con sus discípulos antes de salir camino de Getsemaní. El autor refiere las circunstancias de la danza diciendo que Jesús animó a los suyos para que cantaran un himno: “Nos ordenó formar un círculo, y que nos cogiéramos unos a otros de la mano” (c. 94,1). El himno comienza y termina con una doxología: “Gloria a ti, Padre”. Se desarrolla, como es natural, de forma rítmica con las repeticiones habituales en himnos rituales: Gloria, yo deseo, tengo, soy. Entre los dedicatarios de esa ¡Gloria! figuran el Padre, el Verbo, la gracia y el Espíritu; entre las cosas que desea, considero interesantes la salvación, la liberación y el baño (del bautismo); entre lo que tiene y no tiene, menciona lugar y templo; entre lo que es, enumera lámpara, puerta y camino. Cuando en una segunda parte cambia el ritmo del himno, aparecen numerosos términos del campo semántico del conocimiento: aprender, comprender, saber, conocer, entender. El himno es, como todos los comentaristas reconocen, ajeno a la mano y a la mentalidad del autor original de los Hechos, y responde a la terminología y a la doctrina de la gnosis. Con los danzantes salmodia la Ogdóada única, y danza el número Doce (c. 95,2). Puede verse la excelente exégesis de M. Brioso “Sobre el Tanzhymnus de Acta Joannis 94-96”: Emerita 40 (1972) 31-45; igualmente nuestras notas en A. Piñero & G. Del Cerro, Hechos Apócrifos de los Apóstoles, Madrid, 2004, vol. I 343-355.

Tras la danza, “salió el Señor”, mientras que los discípulos se dispersaron. Juan, por su parte, cuenta de su huida al Monte de los Olivos, donde tuvo un encuentro con el Señor que le habló de las circunstancias de la crucifixión, como de sucesos aparentes más que reales. Después de una exégesis de la pasión a la luz de la cruz luminosa y la consiguiente revelación esotérica, Juan concluye diciendo que “guardaba en sí mismo solamente la idea de que el Señor había hecho todo simbólicamente y según su plan en orden a la conversión y salvación del hombre” (c. 102,1).

De una forma fuera de contexto, termina Juan su alocución aludiendo nuevamente a Drusiana y a su esposo, el general Andrónico, el conocido jefe de Éfeso, tan hostil antes a Juan, pero ahora en actitud de amistad íntima con el apóstol. Es evidente que en este lugar del Apócrifo había una laguna en la que se narraban sucesos, cuyos resultados aparecen ahora sin contextualizar.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 12 de Julio 2010
La resurrección de Jesús. Apostillas a la obra de G. Vermes(y V)  (149-05)


Hoy escribe Antonio Piñero



Concluimos esta miniserie con algunas apostillas a la obra de G. Vermes, La resurrección (“Ares y Mares” 2008).

En conjunto estoy de acuerdo con la argumentación de Geza Vermes en sus líneas generales. Sigo pensando que los judíos, expertos en cristianismo y que a la vez conocen desde pequeños todo el corpus, inmenso, de literatura rabínica o prerrabínica: apócrifos del Antiguo Testamento, Qumrán, targumim, midrahism, Misná más aledaños (Tosefta, Sifra, Sifre), junto con los dos Talmudes, tienen una inmensa ventaja sobre los cristianos, no formados convenientemente en ese inmenso corpus (como mínimo varios centenares de veces más amplio que el Nuevo Testamento) desde pequeñitos.

Esas lecturas, y su conocimiento a fondo del siglo I, hacen que tengan los eruditos judíos un “ojo” especial para interpretar el Nuevo Testamento, al fin y al cabo un producto netamente judío de la primera centuria, incluido Lucas (fuera o no converso… ni importa para el argumento). Quizá E. P. Sanders es el único entre los cristianos que puede igualarse a ellos hasta cierto punto en conocimiento, aparte del famoso Billerbeck (y su poco ético socio Strack, que sólo corrigió la obra y se puso el primero en el título), quien hizo un comentario al Nuevo Testamento en seis volúmenes aportando todos los textos paralelos del Talmud y de los midrasim .

Por ello, por ejemplo, jamás pueden despreciarse sus interpretaciones por aventuradas y demasiado judías, sino que hay que estudiarlas y estudiarlas de nuevo. De ese modo, deben tenerse siempre en cuenta las interpretaciones de Jesús y del Nuevo Testamento de ilustres investigadores judíos como Klausner, D. Flusser, Ben Chorim, Hyam Maccoby, Paul Winter y tantos otros que me dejo en el tintero (el mismísimo Rudolf Schnackenburg publicó un extenso artículo acerca de la investigación judía sobre Jesús en el siglo XX).

Y este es el caso del presente libro: Vermes es uno de esos estudiosos judíos a tener muy en cuenta. Sin embargo, tengo un “pero” fundamental respecto a él en esta obra: es un libro demasiado rápido y tajante. Con frecuencia, por el deseo de hacer un volumen popular, concentrado y breve, omite el análisis de textos claves, o indirectamente claves esparcidos por los evangelios, y emite juicios demasiado tajantes con pocas líneas de análisis.

Así, por ejemplo, Vermes no discute el importante pasaje de “No beberé de nuevo del fruto de la vid hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22,16, sin paralelos). Es éste un dicho probablemente auténtico -por el criterio de semejanza con otros dichos de Jesús que parecen indudablemente auténticos- y que encaja muy bien en la escatología del Nazareno.

Pues bien, este dicho supone, previamente a 1 Tesalonicenses 4,13ss (que Vermes señala como inicio en el cristianismo de una conciencia plena de la resurrección de los cristianos muertos antes de la venida esperada del reino de Dios), que Jesús preveía su muerte y que participaba de una creencia, muy posiblemente común, no sólo en su grupo, de que los muertos fieles –él incluido- resucitarían antes de la venida del Reino, si se retrasase…, y resucitarían para participar en él corporalmente y gozar de sus bendiciones, tanto materiales como espirituales. Y esta noción, ciertamente popular –estimo- es la que soporta la creencia del milenio (es decir, en la tierra) en el Apocalipsis, el autor más judeocristiano del Nuevo Testamento.

Y Vermes, al no tratar este pasaje clave de Lucas, se olvida también del pasaje de IV Esdras 7,26ss que menciona la realidad de que el mesías morirá al final del reino mesiánico en la tierra, y luego resucitará para participar en el Juicio y en el reino mesiánico definitivo, probablemente ultramundano.

Aunque el paralelo de los textos (Lucas-IV Esdras) no sea totalmente exacto, sí apunta a la idea de que el concepto de mesías pudo albergar la idea de que había de morir antes de la instauración del reino de Dios y que, naturalmente había de resucitar… también corporalmente.

También considero demasiado arriesgado por parte de Vermes el rebajar el nivel a casi a nada de la extensión de la idea de la resurrección entre el pueblo judío en tiempos, sólo porque lo albergaban únicamente los fariseos. Quizá Vermes minimiza (también con Sanders) el influjo de los fariseos entre el pueblo judío de la época.

Igualmente Vermes se inclina a pensar que los esenios no defendían la resurrección corporal. Pero hemos indicado cinco textos claros (de 1QS, de 1QH y 4Q521: véase la postal II de esta semana) –entre otros muchos silencios y oscuridades…-, que creo que bastan para no eliminar tajantemente a los esenios de la defensa de esta creencia. En mi opinión, hay que contarlos entre los que creían en la resurrección de la carne y no sólo pensaban en la inmortalidad del alma.

En otros casos también, los análisis me han parecido ultrarrápidos y carentes de la necesaria complejidad de matices. Son resueltos por Vermes de un “plumazo”, en dos frases o así, cuando se han escrito libros y libros sobre el tema que nos dejan entrever que la cuestión es más compleja.

Igualmente veo que la prisa editorial lleva a Vermes a no ser tan preciso como debiera, como cuando habla que el “Nuevo Testamento relaciona a Juan Bautista con Elías resucitado (sic)” (p. 138). En verdad, en la tradición judía Elías no resucita porque no muere nunca. Es un caso, entro otros pocos como el de Henoc, de la noción luego tradicional (citamos 2 Reyes 2,1. 11) de una asunción al cielo sin muerte alguna. Elías no resucita, sino que como sigue vivo, bajará a la tierra a fungir el cargo de precursor del mesías, o bien –como en el caso de Eliseo, su discípulo, en el mismo capítulo de 2 Reyes- hará que una porción de su espíritu baje a la tierra por obra de Dios, y se introduzca en el cuerpo de otro hombre, Juan Bautista o Jesús mismo, por ejemplo.

Pero aparte de imprecisiones, ciertas omisiones y prisas, el libro de Vermes es en extremo juicioso cuando juzga los textos neotestamentarios (la traductora del libro emplea el neologismo de “novotestamentarios” en múltiples ocasiones en vez del consagrado “neotestamentarios”) certeramente y deduce conclusiones tajantes y rápidas. Vermes se une a Reimarus, Strauss y Bruno Bauer cuando analiza concienzudamente los textos evangélicos y demás sobre la resurrección y apariciones y los considera confusos, mezcla de tradiciones inconciliables, y contradictorios.

Si no fuera porque se trata del caso nuclear cristiano, la metodología histórica firmemente asentada hoy día consideraría –de un plumazo también y sin necesidad de pensar mucho, porque es evidente- que los testimonios aducidos en los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no prueban nada. Son iguales a otros juzgados muy duramente por los historiadores profesionales. Estos historiadores -cuando abordan otros casos similares de la historia antigua de tradiciones contrarias-, rechazan su historicidad como poco probables y espurios, porque tales textos son notablemente confusos, inconciliables y contradictorios.

Creo que la solución a las cuestiones en torno a la resurrección apuntada por Vermes (experiencias místicas colectivas, reales, pero difíciles de explicar racionalmente), ciertamente no es original, pero es defendida por muchos investigadores.

Considerar que la creencia en la resurrección física del cuerpo de Jesús es deudora de una mentalidad de la época que creía firmemente en toda clase de fenómenos espirituales (raptos del alma, viajes celestes, etc.) y que expresaba con el concepto de resurrección la sensación íntima de que el difunto, quien fuera, vivía entre el grupo de un modo real, pero espiritualmente, es muy razonable. Dijimos que Vermes, con muchos otros, considera las apariciones –sin entrar en más honduras- fenómenos realmente místicos, en este caso individuales y colectivos, como tantos otros en la historia de la mística.

De hecho teólogos católicos como Torres Queiruga y R. Haight, y muchos otros más, caminan por estas vías, cuando destacan que, muy probablemente, las primeras ideas acerca de la resurrección de Jesús en sus primero seguidores no implicaban una resurrección del cuerpo de Jesús, sino una exaltación, elevación de su espíritu cabe el Padre de todos. Es decir, los primeros cristianos tenían una idea de la resurrección de Jesús más bien espiritual, no sensible.

La “noticia” de la tumba vacía es una leyenda apologética cristiana que nace posteriormente, para defenderse de los judíos, quienes ante las afirmaciones por parte de los judeocristianos de que Jesús había “resucitado” y vivía espiritualmente entre ellos, comenzaron a propalar la idea de que el cadáver de Jesús había sido en realidad robado por sus propios discípulos (posible explicación del nacimiento fraudulento de la creencia, luego adoptada por Reimarus; en general hoy no se sostiene).

Además, la idea de una resurrección con cuerpo “craso”, que aparece sólo en Lucas (Lc 24,30. 41) y en el Evangelio de Juan (cap. 21 sobre todo: Jesús como y bebe también) es muy tardía en el cristianismo, de finales del siglo I, y sirve sólo para fortalecer ante los increyentes la fe en la resurrección de Jesús. Antes, probablemente, de la aparición de los evangelios de Lucas y Juan (entre el 90-100 d.C.) no se había planteado así la resurrección entre los cristianos, como hemos sostenido.

Y la diversidad de tradiciones sobre las apariciones se aclara posiblemente de un modo parecido al que he escrito en la Guía para entender el Nuevo Testamento (32008, pp. 228-229):


"La disparidad e incluso contradicciones de los testimonios que nos hablan de la resurrección de Jesús (p. ) hace que muchos de los historiadores del cristianismo primitivo piensen que es imposible que la creencia en esta resurrección se generase en Jerusalén: un grupo cohesionado y pequeño no pudo dar lugar a tradiciones tan dispares y contradictorias. Pero este mismo argumento es válido para negar su nacimiento en cualquier otro lugar, Antioquía por ejemplo. A pesar de la disparidad de tradiciones textuales sobre este evento, no es imposible que tras un período de dudas se apoderara pronto del grupo apiñado en Jerusalén la idea de que el Maestro seguía vivo de algún modo: la vivencia era la misma en todos (la creencia en la resurrección), pero la expresión de esa vivencia (las tradiciones que hablan de ella) se realizó por personas diferentes y en lugares diferentes, allí donde se creía haber gozado de una aparición del Resucitado… en Emaús, en Jerusalén, más tarde en Galilea…."

Esto “explica” más o menos que la vivencia de la resurrección fuera común a muchos, pero que se generaran tradiciones muy dispares: cada uno contaba su experiencia como le parecía. Ello dio origen a líneas diversas de tradiciones y leyendas complementarias; por ello los relatos de las apariciones son tan diferentes y contradictorios. Unos afirmaban que Jesús se había presentado ante sus discípulos como dotado de un cuerpo etéreo y casi transparente, que podía atravesar las paredes (Lc,24,36-37); otros que lo habían visto como un cuerpo real que podía comer (Jn 21,12) y ser palpado (Jn 20,17.25). Poco a poco a estos relatos de apariciones se unieron otras historias –también provenientes de diversas personas y por tanto diferentes— acerca de la tumba vacía de Jesús. Todo el conjunto se desarrolló durante decenios.

En síntesis, pues, y a pesar de las prisas, libro interesante, complejo, superficial y denso a la vez, rico en ideas y sintético, de Geza Vermes sobre la resurrección. Digno de leerse.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
Domingo, 11 de Julio 2010

Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos con resumen y comentario al libro de G. Vermes sobre la Resurrección (Col. “Ares y Mares” de Editorial Crítica, Barcelona 2008).

Respecto a los anuncios de Jesús acerca de su muerte y resurrección futura, repetidos seis veces en los Sinópticos (además de otras indicaciones breves como Mt 12,40: el Hijo del Hombre estará en seno de la tierra tres días y tres noches como Jonás en el vientre del monstruo marino) se extraña Vermes de que los evangelistas afirmen una y otra vez que los discípulos no comprendieran el anuncio de Jesús (Mc 9,10; 9,32; Lc 9,44 y 18,34) a pesar de tantísimas y claras predicciones. Algo falla aquí, sobre todo porque la última predicción directa de Jesús fue dos días antes de su crucifixión según Mateo:


“Ya sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del Hombre va a ser entregado para ser crucificado (Mt 26,2)”.


¿Cómo pudieron olvidarla?. Afirma Vermes:


“Más adelante nos enteramos de algo todavía más curioso. Las mujeres amigas de Jesús olvidaron incluso lo que parece ser la afirmación más trascendental de su Maestro hasta que dos ángeles con forma humana les refrescan la memoria” (p. 133).


Finalmente, Vermes se detiene pausadamente en hacer un análisis de los relatos de la resurrección en los cuatro Evangelios canónicos y tabula los datos en una tabla amplia en una doble página, 176-177. El lector aprecia así claramente las diferencias y contradicciones entre los textos.

En esa tabla distingue también el autor entre las noticias del final auténtico de Marcos -hasta el 16,8- y el añadido en el siglo II, 16,9-19, y la interpretación e importancia de la resurrección en los Hechos de los apóstoles, en las Epístolas paulinas y en los demás escritos del Nuevo Testamento.

Aquí es notablemente duro nuestro autor con la fiabilidad de los textos evangélicos desde el punto de vista histórico y se sitúa en una posición muy crítica –con H. S. Reimarus- citando una frase de David Friedrich Strauss, el autor de la famosa “Vida de Jesús” (1835-6): “Rara vez un prodigio ha sido peor documentado y nunca ha resultado tan poco creíble” (Der alte und der neue Glaube (“La antigua y la nueva fe”), Editorial Hirzel, Leipzig, 1872, p. 72 (obra escrita dos años antes de su muerte).

Sus críticas conciernen a las muchas dudas que suscitan las imprecisiones de los Evangelios (y de los Hechos, respecto a la ascensión en concreto), sobre la secuencia de los acontecimientos, la inseguridad de la identidad de los informantes y testigos, y la localización de las apariciones (pp. 147-175).

Critica también Vermes la sustancia de los dos argumentos de la resurrección de Jesús, a saber la poca sustancia del hecho o del descubrimiento de la tumba vacía, y de las visiones y apariciones, pues siempre ocurrieron a testigos que no eran independientes, es decir, no se narra ninguna prueba de apariciones de Jesús a gentes que no pertenecieran a sus seguidores.

Finalmente expone y critica Geza Vermes cinco teorías (escribe que son seis, pero en realidad no son más que cinco, pues una está duplicada) formuladas para explicar la resurrección de Jesús. En esta enumeración no cuenta, no considera –es decir, elimina a priori- dos puntos de vista que él cree extremos:


“La fe ciega del creyente fundamentalista y el rechazo desmedido del escéptico inveterado. Los fundamentalistas no aceptan en realidad la historia tal como está escrita en el Nuevo Testamento, sino como ha sido modificada, transmitida e interpretada por la tradición eclesiástica. Éstos liman asperezas y se abstiene de hacer preguntas inoportunas. Los no creyentes, por su parte, tratan toda la historia de la resurrección como un producto de la imaginación cristiana primitiva. La mayoría de los investigadores con algunas nociones (sic) de historia de las religiones se situará entre estos dos extremos” (pp. 223-224).


Las cinco teorías expuestas, analizadas y criticadas son:


1. Alguien que no tenía relación con Jesús se llevó el cuerpo de Jesús a otra tumba más apropiada

2. El cuerpo de Jesús fue robado por sus discípulos

3. El sepulcro hallado vacío no era la tumba de Jesús

4. Enterrado aún vivo, en estado cataléptico, Jesús abandona la tumba. Luego (5ª teoría) abandona Israel y se dirigió al Oriente en busca de las tribus perdidas y murió en Cachemira

5 (6). La resurrección fue espiritual y no corporal.


Vermes considera que ninguna de ellas es válida para explicar en realidad qué ocurrió exactamente en el seno del grupo de seguidores de Jesús. Sin embargo, debe constatarse que llegaron a creer tan firmemente en la realidad de la resurrección, que es evidente que sin esta firme creencia no se explica de ningún modo el origen del cristianismo.

Sin decirlo expresamente con palabras absolutamente claras, Vermes opina que desde “un punto de vista existencial, histórico y psicológico” (p. 237), la resurrección de Jesús fue una experiencia psicológica colectiva como la de los místicos de todos los tiempos (p. 233), y que la


“Misteriosa e interna mano amiga que había dado fuerza a sus discípulos para seguir adelante con su tarea (proclamar el mensaje de Jesús) era la (verdadera) prueba de que él había resucitado de entre los muertos” (p. 238).


Vermes suscribe el famoso párrafo final del libro de Paul Winter, El proceso de Jesús (original de 1974; edic. castellana, Muchnik, Barcelona):


“Dictaron la sentencia; se lo llevaron. Crucificado, muerto y sepultado, resucitó pese a todo en los corazones de los discípulos que lo habían amado y lo sentían cercano. Juzgado por el mundo, condenado por la autoridad, sepultado por las iglesias que proclaman su nombre, resucitado de nuevo, hoy y mañana en los corazones de los hombres que lo aman y lo sienten cercano (p. 284 de Winter).


La convicción de la presencia espiritual de Jesús viviente explica el resurgimiento del movimiento de Jesús después de la crucifixión:


“Sin embargo, fue la destreza doctrinal y organizativa de Pablo la que permitió que el naciente cristianismo se erigiera en una poderosa religión mundial centrada en la resurrección” (p. 239)


El próximo día haremos algunas apostillas a esta obra de G. Vermes.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
Sábado, 10 de Julio 2010
Hoy escribe Antonio Piñero


Como decíamos en la nota de ayer, Vermes sostiene que el peso, en número de personas, de los que creían en la “resurrección de la carne” era escaso en el Israel del siglo I.

En efecto, afirma, si tenemos en consideración que a los saduceos, negadores de la resurrección, hay que añadirle la mayoría de los sacerdotes de Jerusalén; si se duda de que los esenios abrazaron todos la creencia en la resurrección (véase la nota anterior); si se piensa que sólo los fariseos sostenían esta doctrina con toda seguridad, pero que eran poco más de seis o siete mil en toda Judea, y que había muy pocos en Galilea; si se piensa también que los judíos de la Diáspora sólo aceptaban la inmortalidad del alma –al modo griego- y no la resurrección del cuerpo, se llega claramente a la conclusión de que no eran muchos en Israel (que contaba en el siglo I con unas 600.000 personas) los que creían en la resurrección de la carne en tiempos de Jesús.

Los testimonios de la arqueología (inscripciones en tumbas claramente judías) muestra un panorama similar. Normalmente para el siglo I aparece dibujada la menorá, candelabro judío de siete brazos del Templo) en los monumentos sepulcrales, o una rama de palmera o una cidra (fruto del cidro, árbol semejante al limón, pero cuyo fruto es muchas veces más grande y esférico), tenemos que confesar que tales representaciones suelen significar una creencia en la vida futura = inmortalidad del alma espiritual, pero no necesariamente en la resurrección de la carne; bastaba con esa idea de la inmortalidad del alma.

Igualmente las palabras de despedida escritas en las tumbas (epígrafes o inscripciones sepulcrales) en catacumbas judías, en el cementerio de Beth Shearim y en otros lugares, pocas veces afirman claramente la resurrección de la carne, y se contentan también con expresar la inmortalidad (del alma) o un sentimiento aún muy judío de que con la vida aquí abajo se acaba todo. Además, en los textos rabínicos (Misná y similares) sólo parece claramente la creencia en la resurrección como bien común de la religión judía desde el siglo III d.C., cuando los sucesores de los fariseos y de los escribas dominaban ya completamente el pensamiento religioso judío.

Total que –según Vermes- extraña un poco el que Jesús creyese tan firmemente en la resurrección de la carne y que los cristianos hicieran de la resurrección de Jesús uno de los centros de sus creencias. En esto eran especialmente de tendencia farisea.

En su libro, Vermes estudia además la conexión de la idea de la resurrección con la de “vida eterna”, tanto en Jesús como en el pensamiento propio de los evangelistas (pasajes redaccionales), distinguiendo claramente lo que le parece más histórico -lo transmitido por los Evangelios Sinópticos acerca de Jesús- de la teología del evangelista “Juan”, que escribe a finales del siglo I y expresa más su teología que el pensamiento o las palabras de Jesús.

Constata Vermes que tratamientos explícitos y expresos de la resurrección según el pensamiento seguro de Jesús (es decir, diferenciándolo de las predicciones de su propia resurrección, que son dudosas históricamente pro ser demasiado concordantes con lo que luego ocurrió) sólo hay dos textos. Uno muy general: Lc 14, 13-14:


“13 Antes bien, cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, 14 y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte; pues tú serás recompensado en la resurrección de los justos”;

y la disputa con los saduceos en Mc 12,18-25 (y su copia por Mt y Lc: La mujer que muere después de haber tenido siete maridos…).

Vermes opina que este último pasaje no es auténticamente histórico, pues refleja un ambiente ficticio, más bien propio de las disputas de la iglesia primitiva judeocristiana con los saduceos, pero que la idea en sí de la resurrección encaja bien con lo que podría haber pensado Jesús. De todos modos, si se lee la versión de Lucas sobre todo, 20,27-36, se observará que Jesús insiste en que los que resuciten, los “hijos de la resurrección”, no se casarán, ni serán dados en matrimonio; serán como ángeles. Por tanto, concluye Vermes, en estricto sentido, cuando Jesús habla de la “resurrección”, no tiene estrictamente en cuenta el cuerpo; los hijos de la resurrección habrían de tener una realidad angélica, no corpórea. Al menos de este texto, pues, no se puede deducir que Jesús creyera en algo más que la inmortalidad del alma.

El único texto que habla con toda claridad de la realidad de la resurrección universal, con cuerpo, y de premios y castigos, es la descripción del Juicio final según Mateo, 25,31-46 (ovejas y cabritos; unos van al cielo, otros, al infierno). Pero este texto no es atribuible al Jesús histórico, sino que refleja la creencia postpascual de un “Jesús como Hijo del Hombre celeste”, casi Dios, que juzga como lugarteniente de éste. Esta idea no pudo albergarla para sí mismo el Jesús histórico.

Aquí –en este momento del razonamiento que trato de resumir-añadiría yo: los evangelios sinópticos hablan por lo menos seis veces del infierno eterno. Normalmente habría que pensar que las llamas y el crujir de dientes hacen clara alusión a sufrimientos corpóreos; por tanto, Jesús pensaba en la resurrección de la carne. Sin embargo, hay que decir que esta deducción no es segura, ni mucho menos.

En efecto, si se leen los textos grecorromanos, de época anterior al cristianismo, o más o menos coetáneos), textos que son sin duda influyentes en las creencias judías y cristianas –el texto más “cristiano” sobre el infierno se halla en el Canto VI de la Eneida, ¡escrita por Virgilio unos cincuenta años antes de la vida pública de Jesús! (el poeta latino muere en el 19 a.C.)- se observará que aunque los autores hablan de penas corporales, no piensan en verdad en un cuerpo resucitado, sin sólo en el alma, pero en un alma que tiene “facultadas” para padecer, con penas que sólo pueden expresarse poéticamente como castigos corporales, pero que son en realidad espirituales. Pues lo mismo pudo pasar con el infierno de Jesús: castigos “corporales” para sólo el alma.

Respecto al concepto de la resurrección según el Jesús del Evangelio de Juan, Vermes acepta –no puede menos- que ese Jesús del IV Evangelio promete la resurrección de la carne, indudablemente (Jn 6,38-40.44.54; 11,25: “Yo soy la resurrección y la vida”); 5,26-29 (quizás del redactor final; no del autor).

Pero luego se espanta y se horroriza Vermes, como buen judío, de la fundamentación para esa resurrección prometida por el Jesús johánico: “comer su cuerpo y su sangre” aunque sea simbólicamente (Jn 6,35. 51 especialmente). Pero tal idea no puede atribuirse al Jesús histórico. Escribe Vermes:


“Difícilmente puede atribuirse esta alegoría canibalística a Jesús cuando hablaba a su público de Galilea. Si hubiera escuchado estas palabras, la mayoría de los judíos de Palestina del siglo I habrían sentido náuseas” (p. 115).


Recuerden, por favor, los lectores mi argumentación acerca de la eucaristía y su sentido, sentido recibido por Pablo –dice él en 1 Cor 11,23-16- por revelación directa de Jesús: es absolutamente imposible que el Jesús histórico y los judeocristianos de Jerusalén hubiesen interpretado así la Última Cena y la “fracción del pan”, como transmite Marcos también y sus sucesores Mateo y Lucas. Lo creo sinceramente imposible.

Esa interpretación simbólico-realista de comer carne y beber sangre –humanas- es sólo propia y posible de comunidades paulinas, compuestas de gentiles sobre todo, y con una mentalidad de unión mística con la divinidad o semidivinidad (Jesús) de carácter propio de las religiones de misterios, imposible de postular en el judeocristianismo primitivo, en el transmitido por los primero capítulos de Hechos y los evangelios (sus restos) judeocristianos.

Respecto a la noción de “vida eterna” -argumenta Vermes con los textos en la mano- que en la inmensa mayoría de los casos en el Jesús de los Evangelios sinópticos, “vida eterna” es equivalente a “entrar en el reino de Dios y vivir en él la vida”. Le resulta evidente a nuestro autor que “Jesús parecía menos interesado en los detalles de la vida futura que en los requisitos generales que permiten la entrada en reino de Dios” (p. 119). Incluso –como hemos indicado antes al hablar de los castigos del infierno- el pasaje de Mt 25,31-46 la vida eterna prometida a los justos por el Jesús mateano puede entenderse como inmortalidad del alma, no como resurrección.

El Evangelio de Juan habla unas 25 veces de la vida eterna y para él este concepto significa ciertamente la “remuneración última de la fe en Jesús, Hijo de Dios” (p. 210). Pero ya hemos dicho que todo ello es teología del Evangelista, no de Jesús.

Seguiremos con estas interesantes discusiones y argumentos.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com


Viernes, 9 de Julio 2010




Hoy escribe Fernando Bermejo


Hoy comienzo a comentar brevemente un libro reciente de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (he Case for God. What Religion Really Means<, Random House, London, 2009).

El propósito de este libro de la prolífica ex-monja católica y sedicente “monoteísta freelance” es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora, creyente, presupone– pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los “nuevos ateos” (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole).

Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho, como de costumbre, un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del s. XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (“mil millones trescientos mil” en lugar de “mil trescientos millones”: p. 333) o la del adjetivo “superhuman” por el substantivo “superhombre” (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana.

Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux- habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo (“El Dios desconocido” se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad.

Según Armstrong, en algún momento de la modernidad (“el Dios moderno” es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea- de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos.

Lo dicho permite entrever ya que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología: está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus "denigradores" como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente- fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349ss y passim). Todo esto, con los arbitrarios juicios de valor que comporta, resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones. En realidad, Armstrong no tiene talante de historiadora, aunque sí lo tiene, como veremos, de teóloga.

Continuará.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 8 de Julio 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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