CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero



Hoy escribe Antonio Piñero


El resto sustancial del libro de Guijarro, más de la mitad es un breve comentario, claro, ordenado, sintético, para entender qué dicen en verdad los evangelistas sobre Jesús. Creo que está bien hecho y que es muy útil, pues desgraciadamente los lectores de hoy necesitan bastantes explicaciones para entender qué dicen realmente los evangelistas, autores muchos más alambicados y sutiles que lo que se cree. Así que bienvenida esta parte.

Me ha interesado especialmente la relación del Evangelio de Juan con los otros tres, los Sinópticos, porque he trabajado y publicado sobre ello. Dicho sea también, la sección dedicada al problema sinóptico es muy buena en este libro de Guijarro: sintética, clara, pedagógica y completa, con abundantes ejemplos. Recomendable.

Aparte del último capítulo, en la segunda parte (análisis y comentario del Evangelio de Juan; cuestiones introductorias de autoría, fecha y contexto vital, etc.; pp. 411-528), Guijarro dedica una sección entera en la primera parte de su libro a la “relación entre el Evangelio de Juan con los sinópticos” (pp. 90-103). Muestra el autor diversas posibilidades, una vez estudiadas las divergencias y coincidencias entre Juan y sus antecesores (Guijarro señala, siguiendo el consenso entre los investigadores, hacia una fecha tardía para la composición o edición final del Evangelio, incluido el capítulo 21). Las posibilidades son tres:

A. Juan conoció y utilizó los Sinópticos
B. Juan conoció tradiciones comunes a los Sinópticos
C. Juan conoció los Sinópticos, pero no los utilizó en la composición de su Evangelio.

Con buenas razones, y estoy de acuerdo con él, se inclina Guijarro por la tercera opción, C. Y especifica que Juan conoció el Evangelio de Marcos y probablemente también el de Lucas. A la pregunta de por qué no los utilizó, responde nuestro autor con Clemente de Alejandría (citado por Eusebio, Historia eclesiástica Vi 14,7) porque quiso componer un evangelio espiritual para complementar la visión corporal de estos últimos, demasiado “material”. Y está de acuerdo en que, probablemente, escribió Juan su evangelio para aquellos lectores que ya conocían el trazado general de la vida de Jesús gracias a haber leído el Evangelio de Marcos.

Finalmente, en las últimas páginas del cap. 7 expone una historia plausible de la complicada composición de este Evangelio.

1. El desconocido autor utilizó como base:

• Lo que conocía de memoria de la tradición sinóptica (a través de Marcos, Lucas o la tradición oral en sí misma),

• Lo que él, o su comunidad, sabía de otras tradiciones que los Sinópticos desconocían o no tuvieron en cuenta, pero que se conservaban en su memoria o en la de su comunidad (por cierto, marginal, siro-palestina),

• Más “La fuente de los signos” (relación de 7 milagros de Jesús: de nuevo el número 7),

• Junto con una historia de la pasión de Jesús diferente a la de Marcos, pero relativamente parecida, que quizás iba unida ya a la “Fuente de los signos”, o milagros, formando una suerte de “Evangelio (anterior al de Juan y también probablemente a los Sinópticos) de los signos de Jesús” que databa de una época similar a la “Fuente Q” (hacia el 50).

2. Lo primero que se compuso (por el autor principal, desconocido, quizá un discípulo amado de Jesús, no perteneciente a los Doce, ligado a su vez con Juan Zebedeo) fueron los capítulos 1-14 + 18-20.

Del capítulo 1 habría que exceptuar el Prólogo 1,1,-18, que se fue añadido, probablemente por la misma mano que compuso el grueso del Evangelio, pero después.

3. A este bloque inicial se añadieron, quizás por este orden, y por la mano de un redactor, los capítulos 15-17, que forman bloques de reflexión de diversos grupos johánicos sobre el Evangelio mismo y que se añadieron para lograr la unidad del grupo, y finalmente el cap. 21, con el que el redactor quiso unir formal y conscientemente el Evangelio de Juan con la tradición petrina (primado de Pedro), aceptada comúnmente y base de la Gran Iglesia.

4. Finalmente en este mismo proceso de edición –después- el redactor hizo algunos retoques editoriales al cuerpo principal del Evangelio.

De este modo se afirma que la composición del Cuarto Evangelio fue larga y laboriosa, que pudo empezarse pronto, es decir, cuando se conocía bien el Evangelio de Marcos, utilizando materiales previos como dijimos, -algunos del año 50- y que participaron en su composición varias manos, en especial dos: el autor del gran bloque primitivo y el redactor final.


Guijarro concluye (pp. 527-528):

• La aportación teológica del Evangelio de Juan es independiente y original. Fue determinante, por su cristología elevada, para la formulación definitiva de la fe católica (p. 527).

• El Evangelio de Juan es una interpretación creativa de la tradición sobre Jesús. Aunque buena parte de la tradición de sus dichos y hechos y los acontecimientos de la pasión es común a los Sinópticos, la interpretación que se hace de ellos en el Cuarto Evangelio es original.

Este interpretación se caracteriza por la búsqueda del sentido profundo de las acciones y enseñanzas de Jesús, desde la convicción de que éste era el Logos encarnado. Desde esta perspectiva, los discípulos vinculados a la tradición johánica veían en todo lo que Jesús había dicho y hecho un reflejo de su condición divina preexistente. Habían descubierto el sentido oculto de sus palabras y acciones después de que él resucitara de entre los muertos, gracias a un recuerdo impulsado y asistido por el Paráclito, el Espíritu de la Verdad que el Padre había enviado en nombre de Jesús (Jn 14,26)” (p. 527).

• El “Evangelio de Juan, lo mismo que los otros tres evangelios canónicos es una biografía de Jesús en la que el relato de la pasión ocupa un lugar importante” (p. 528).

• El Evangelio de Juan es un “evangelio espiritual” escrito para completar la visión de Jesús expandida por los Sinópticos (p. 528).


Discutiremos estos puntos en la próxima nota.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Domingo, 25 de Julio 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


Gran parte de la sección introductoria del libro de S. Guijarro está dedicada a la tradición oral. Y con razón, puesto que ello atiende a una percepción que hasta no hace muchos años se había descuidado un poco y que en los tiempos recientes ha pasado a un plano mucho más prominente.

Guijarro presenta un pequeño estado de la cuestión destacando cómo hace un siglo la crítica de fuentes de los Evangelios, que trataba de determinar las relaciones de dependencia entre estos escritos, partía de un supuesto erróneo: pensaba prácticamente sólo en el carácter literario de la tradición sobre Jesús y se imaginaba que la composición de los evangelios era sólo el resultado de un proceso de copia y corrección/edición de documentos escritos.

Luego vino la época del dominio omnímodo en la exégesis técnica de la escuela alemana de la “Historia de las formas”. Esta técnica de análisis suponía ciertamente que al principio de todo existía sólo la tradición oral sobre Jesús, pero que muy pronto, en tres contextos vitales, centrados en la vida de las iglesias primitivas, la predicación, el culto litúrgico y la catequesis, pasaron a repetirse primero y luego a ser puestas por escrito como pequeñas unidades literarias independientes. Luego vinieron los evangelistas, quienes como meros coleccionistas o compiladores, y luego transmisores de tales unidades las ensamblaron sin más en un marco narrativo creado por ellos.

El rasgo más característico de este panorama esta que se concebían las diversas etapas de la formación del texto evangélico como estratos sucesivos que se iban superponiendo. Hoy, con una mayor insistencia en la importancia de la tradición oral, se concibe el proceso como una continuidad simultánea de la acción de poner por escrito lo que se recordaba sobre Jesús a la vez que se defiende que la tradición oral sigue manteniéndose y que uno y otro proceso interaccionan entre sí. Esta nueva idea se basa en la percepción de que la cultura del siglo I d.C. era fundamentalmente oral. Pocos sabían leer y escribir, e incluso los libros se leían primero entre amigos y más tarde, corregidos con sus sugerencias se plasmaban por escrito. E incluso en esta fase los libros se leían siempre en alta voz, incluso cuando uno leía solo, en la intimidad.

S. Guijarro insiste en que la comunicación oral se caracteriza por compaginar fidelidad y flexibilidad. Esta tradición sobre Jesús se origina, en cuanto tradición misma, según nuestro autor, ya en vida del mismo Jesús. Éste tenía discípulos y seguidores “sedentarios”, que no iban con él a todas partes, pero que le eran fieles. En casa o en círculos de amigos comenzaron allí a contarse y a conservar dichos y hechos de Jesús, sobre todo en las casas de familia con las que Jesús había tenido un contacto especial.

Guijarro, con otros autores, mantiene que la tradición oral tenía sus tipos y clases según el grado de control que la comunidad ejercía sobre su fidelidad histórica, y según el momento en el que se producía: en vida de Jesús, en la primera generación, y en la generación postapostólica

A. Había tradición oral descontrolada: consistía sobre todo en hechos de Jesús: milagros sobre todo, que eran narraciones populares, de la gentes a habían oído a Jesús alguna vez o presenciado sus exorcismos o sus sanaciones.

B. Había una tradición controlada con dos grados: informal o formalmente controlada. La formalmente controlada –que es la más fidedigna e importante- suelen ser 1) tradiciones comunitarias, de grupos sobre todo que se reunían en casas. Ejemplos, en la época después de la muerte de Jesús, pueden ser: la Última cena y las tradiciones sobre la pasión; o bien 2) tradiciones discipulares, recogidas por los Doce u otros más o menos íntimos de Jesús: son la mayoría de los dichos y algunas acciones.

Guijarro sostiene que esta tradición formalmente controlada por antiguos testigos oculares, o por los inmediatos seguidores a éstos une fidelidad con creatividad, incluso aquella transmitida y adaptada por los profetas cristianos que hablaban/profetizaban adaptando los dichos de Jesús, pero con plena conciencia de ser fieles a su pensamiento. Los cristianos, además, sabían distinguir entre lo que decían los profetas y las palabras auténticas de Jesús.


VALORACIÓN:

Creo que Guijarro es muy optimista cuando insiste tanto en la fidelidad de la tradición oral sobre Jesús. Aunque el autor hable de creatividad y adaptación de las palabras de Jesús, pienso que el lector no cae en la cuenta al leer su libro de cuán grande pudo ser esa creatividad y cuánto pudo apartarse de lo que pudo ser el Jesús de la historia.

La opinión, que se convierte casi en certeza en el libro, de que hubo una “tradición formalmente controlada” porque el grupo social de habría encargado de que fuera así es una mera conclusión sociológica a priori que no puede probarse en modo alguno. Además, Guijarro insiste demasiado poco en cuánto cambia la tradición sobre Jesús cuando la toma un evangelista y la sitúa, con muy diversísimos acentos e interpretaciones sutiles, en su obra final, que es lo que el lector de hoy lee.

Tampoco creo que esté probado que existiera ya una tradición prepascual, en vida de Jesús. Creo que en vida de éste, lo que existían, naturalmente, eran recuerdos. Opino que Guijarro confunde "recuerdos" con “tradición”. Ésta exige formalmente, por su definición misma, que se transmita de unos a otros cuando el actor, héroe, garante o causante de la tradición ya no está vivo. Mientras Jesús estuvo vivo, no había necesidad de “tradición" estricta alguna, entre otras cosas porque era innecesaria, ya que todos los seguidores de Jesús esperaban un final del mundo inmediato y la irrupción del reino de Dios. Así que no creo probado, ni mucho menos, que existiera una auténtica tradición prepascual, sino sólo la mera base de los recuerdos, como en todas las personas.

Pero cuando esos recuerdos se hacen tradición, es en la época postpascual, cuando se cree ya que Dios lo ha resucitado y que ocupa un lugar especial en el cielo. Desde ese momento la creencia en el nuevo estatus de Jesús determina esencialmente la tradición que pasa a ser tradición ciertamente + testimonio de una fe previa,.

Tampoco veo claro el que la gente cristiana distinguiera entre palabras de los profetas proferidas en nombre de Jesús y las de Jesús mismo, cuando ya estaban puestas por escrito en los Evangelios. Es posible que así fuera en el momento mismo del acto litúrgico o comunitario en el que se producían las tales profecías. Pero, en la corriente de la tradición que nosotros podemos percibir y estudiar, las palabras de los profetas primitivos entran en el cauce de la tradición sin marca alguna. No se decía “Esto dijo un profeta que dijo Jesús”, sino “Esto dijo Jesús”. Y así las hemos recibido. Y los antiguos no tenían los instrumentos de análisis que nosotros tenemos. De modo que en último cuarto del siglo I, 50 años después de la muerte de Jesús, se confunden las dos tradiciones, la del Jesús auténtico y la de sus profetas. Nosotros sabemos distinguirlas; los cristianos, no.

Por último, Guijarro, inmune a las críticas y repitiendo la posición de Joachim Jeremias (casi diría, en plan analógico, que es posición “casi canónica”), sostiene que siempre en Pablo, en donde aparecen en el texto de sus cartas las palabras “recibir” y “transmitir” (y escribe varias veces que ello es así en 1 Cor 11,23, institución de la eucaristía) se trata de una tradición comunitaria… y a partir de los grupos judeocristianos primitivos… Hemos ya sostenido con muy buenos argumentos que no siempre es así. Además, si se examina con lupa la tradición judeocristiana que transmite Pablo, ésta es muy escasa: se reduce a la cruz, la resurrección y a la afirmación vaga e imprecisa de que estos dos eventos y su significado se prueban “por la Escrituras”, sin citar nunca pasaje alguno (1 Cor 15,3-5 y Rom 1,1-4).

En fin, que leyendo pausadamente el libro de Guijarro, y sin consultar otros autores, creo que el lector obtiene una perspectiva demasiado tranquilizante: Guijarro parece transmitir que prácticamente, menos algunas historias de milagros, toda la tradición sobre Jesús, tal como la leemos en los Evangelios es esencialmente fidedigna. Repito, es la impresión obtenida por mí de la lectura e su libro. Pero yo opino que la realidad histórica no fue tan bella como se pinta en su libro.

Concluiremos pronto.
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Sábado, 24 de Julio 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


Sigo explicando lo que creo que fue el inicio formal del proceso de formación del canon del Nuevo Testamento en lo que se ha denominado la Gran Iglesia o grupo mayoritario de cristianos del siglo II y III, proceso que terminó de cristalizar mucho más tarde. En el caso de alguna obra, como el Apocalipsis, tardó siglos. Hubo de ser un pacto expreso porque:

Se escogieron 4 evangelios, ni más ni menos, porque representaban los cuatro puntos cardinales de la tierra, la representación de toda la humanidad. Y Adán, en griego, es un acróstico –pretendido por Dios según los creyentes en la época- de los cuatro puntos cardinales:

- Arkton (“Osa” mayor) = norte;
- Dýsis: poniente, occidente, oeste;
- Anatolé, naciente, oriente, este;
- Mesembría, mediodía, sur

= A-D-A-M.

El evangelio tetramorfo debía estar compuesto de 4 y no de más evangelios. Esto implica una decisión expresa.


Segundo, porque representaba también lo que debía afirmarse como sagrado del segundo y nuevo Adán que es Jesús, que representa también a la humanidad entera.

• Se hizo, del conjunto de las cartas de “Pablo” que se tenían en la época (unas 13 o 14 que hoy consideramos auténticas, conservadas fragmentarias o completas) un grupo compacto de 7 + 7.

Hubo dudas al principio, hasta el siglo IV acerca de cuál completaba el número 14. Sabemos que circularon al menos: una carta complementaria a los Corintios (conservada en el corpus de los Hechos apócrifos de Pablo); una carta a los cristianos de Laodicea; una carta a los cristianos “hebreos” (la “Epístola a los hebreos”). La que “ganó” fue esta última.

• Del resto de los apóstoles se formó otro grupo de 7: 3 de Juan; 2 de Pedro; 1 de Santiago; 1 de Judas.

• De entre los apocalipsis existentes se escogió sólo uno (el que hoy llamamos “Apocalipsis de Juan”, entre otras razones porque contenía en su seno 7 cartas a 7 iglesias de Asia Menor (cf. 1,20: “Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias”; y las siete cartas en los capítulos 2 y 3).

Insisto en estos hechos desde otra perspectiva levemente distinta para recalcar que este proceso, que no pudo suceder por casualidad ni por un dejarse llevar por las circunstancias de que esas obras se leían ya como “sagradas” en las iglesias principales de la cristiandad, puede verse también desde el punto de vista de que hubo ciertos actos de "fuerza" o "imposición" (para ello tomo ahora material de la “Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, Madrid, 3ª ed., 2008, pp. 51-52. Así pues, la formación del canon en su resultado deja entrever varios “actos explícitos de elección y de fuerza”:

• Se forzó un canon complicado de cuatro Evangelios en vez de uno solo; se eliminaron otros muchos evangelios que podían tener a priori fundamentos para ser aceptados como el Evangelio de Pedro, el de Tomás o el los Nazarenos (no en su estado actual, manipulado después de la formación del canon, sino en el que suponemos primitivo); se dividió en dos partes una obra única: Evangelio de Lucas y Hechos de los apóstoles; quedaron barridos todos los escritos de talante claramente gnóstico.

• La formación de la lista deja entrever también un proceso de negociación eclesiástico para admitir en ella obras de tendencias muy diversas dentro de la Gran Iglesia: cartas de Pablo y sus discípulos; escritos judeocristianos de tendencias muy opuestas al Apóstol como el Evangelio de Mateo, la Epístola de Santiago o el Apocalipsis; un Evangelio, el de Juan, que pretende positivamente superar a los otros tres. Fue, por tanto, una obra de consenso y una aceptación explícita de la pluralidad dentro de la Gran iglesia.

• Además se intentó con el canon un cierto equilibrio entre las tendencias: frente al gran bloque de cartas paulinas se admitieron otros bloques de cartas que compensaran su influencia (tres cartas “católicas” atribuidas a las tres columnas de la Iglesia de Jerusalén: Santiago, Pedro y Juan, y un cierto número de cartas johánicas [tres de Juan más las siete del Apocalipsis] en contrapeso a las cartas paulinas); frente al bloque de los Evangelios Sinópticos se admitió el Evangelio espiritual o místico de Juan.

¿Dónde se dio este paso tan trascendental de política eclesiástica? Tampoco se sabe. Se sospecha que pudo ser en la misma Roma, donde ejerció Marción su ministerio y en donde todas las corrientes confluían. Si había algún sitio donde pudieran guardarse copias de los textos que las iglesias principales de la cristiandad leían los domingos, en sus oficios litúrgicos, como sagrados… ¡era Roma!

Roma era ya la iglesia principal de la cristiandad y su lengua oficial era el griego, no el latín, a pesar de ser la capital del Imperio; por tanto estaba abierta a otras iglesias. Es verosímil que, debido a los múltiples contactos de los miembros de otras iglesias con la capital del Imperio, en las alacenas de la iglesia de Roma se hubieran almacenado esas copias aludidas de los principales escritos que circulaban sobre el Señor y sus apóstoles. Roma estaba en la mejor disposición para saber cuál podría ser el consenso común con otras iglesias y escoger entre los escritos cuáles le ofrecían la mejor confianza. Por tanto, es verosímil también que este proceso positivo –si se dio, como creemos— lo emprendiera la iglesia de Roma.

Las circunstancias históricas de mediados del siglo II hasta el comienzo del III vinieron a ayudar en la toma de esta decisión por parte de la Gran Iglesia: durante sus primeros decenios de vida los grupos cristianos, sobre todo los de procedencia judía, se habían amparado bajo el manto legal del judaísmo para gozar libremente de los derechos de reunión y asociación que no tenían otros grupos religiosos en el Imperio. A partir de las revueltas de los judíos contra Roma en Chipre, Libia y Egipto, en época de Trajano (117 d.C.), estos privilegios fueron recortados. Con el triste final de la segunda revolución contra Roma en tiempos de Adriano (130-135 d.C.) tales privilegios fueron prácticamente anulados.

A la vez fue una época en la los judíos se estaban replegando en sí mismos y no querían ya tener nada que ver con los que consideraban ya herejes redomados, los cristianos (minim: ¡que consideraban divino a Jesús!). En esos momentos los grupos cristianos no necesitaban seguir amparándose bajo el manto legal del judaísmo porque les reportaba más molestias que beneficios. Se siguió unido a Israel porque se tenía el mismo libro, la Biblia hebrea; pero la separación definitiva del judaísmo era ya un hecho.

La circunstancia histórica estaba madura para que los cristianos, que tenían ya gran cantidad de literatura propia y que estaba en la práctica al mismo nivel de “sacralidad” que el Antiguo Testamento, hicieran que esta literatura se añadiera definitiva y legalmente a los textos del pasado de Israel con la misma consideración y respeto.

Al adjuntarse al Antiguo Testamento los escritos cristianos considerados de igual valor como inspirados y como normativos se formó un nuevo canon de Escrituras y con ello pudo decirse también que la secta judía que fue en un principio los “nazarenos” y luego cristianos se convirtió plenamente en una nueva religión: el cristianismo.

Para terminar una breve nota bibliográfica:

Opino –y es mera opinión y debe ser modesta porque estoy implicado en lo que voy a decir- que nuestro autor, Santiago Guijarro, debería de haber tenido en cuenta más la bibliografía española, producto de la historiografía universitaria, en principio no confesional. Toda la historia del canon cristiano está expuesta con bastante detalle en dos libros de colaboración (aparte de la “Guía para entender el Nuevo Testamento”, por supuesto, donde está tratado con suficiente amplitud), ambos publicados por El Almendro, Córdoba, que el autor, S. Guijarro, no ha tenido en cuenta, pero que han tenido amplia difusión en España:

Orígenes del cristianismo, con múltiples reediciones desde 1991 hasta el presente, capítulo: “Cómo y por qué se formó el Nuevo Testamento, pp. 339-400”;

Libros sagrados en las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo. Los fundamentalismos del 2007, capítulo “Cómo y porqué se formó el canon del Nuevo Testamento”, pp. 177-210.

El tema de los “evangelios apócrifos” y otros como el uso del vocablo evangelio y la cuestión del genero literario de los evangelios cristianos fue tratado ampliamente y al día en su momento en largos capítulos de la obra colectiva, también editada por El Almendro:

Fuentes del cristianismo. Tradiciones primitivas sobre Jesús, de 1995. Cap. II: "Evangelio y Evangelios. Observaciones sobre el término y el género literario"; cap. 8: "El evangelio paulino y los restantes 'evangelios' del Nuevo Testamento"; cap. 9: "Los Evangelios apócrifos" (de cerca de 100 pp.).

Al haber en este país tan poco bibliografía científica sobre estos temas, pienso que debían haber sido citadas estas aportaciones, al menos la del 2007, por parte de Guijarro.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Viernes, 23 de Julio 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


En la primera parte del libro de S. Guijarro se expone convenientemente el entorno del nacimiento de los evangelios por medio de una catálogo –muy buen sistema, para empezar el tratamiento- bastante completo de los Evangelios, o fragmentos, conservados hasta hoy, cuya composición puede considerarse en torno aproximadamente al 150 d.C., con los testigos que nos transmiten el texto (papiros) y los autores cristianos primitivos que dan testimonio de esos escritos evangélicos.

La observación minuciosa de este catálogo revela rápidamente que ya hacia el 180/200 los evangelios mejor atestiguados son los atribuidos a un apóstol (incluidos el Evangelio de Pedro y el de Tomás, aunque mucho más débilmente), y revela también la “variedad de formas en las que cristalizó la tradición sobre Jesús”.

Afirma con toda razón Guijarro una doble realidad que explica el estado fluido de lo que a finales del siglo II sería ya literatura cristiana “canónica”:

A. Por un lado, la minuciosa crítica de la redacción de los Evangelios canónicos actuales revela con bastante nitidez que antes de que ellos circularan, hubo pequeñas colecciones escritas, temáticas, de dichos y hechos de Jesús que ellos, los evangelistas, utilizaron e incorporaron en sus obras: colecciones de dichos, de milagros, de parábolas y de breves discursos y diálogos de Jesús. Lo importante es que tales colecciones –por un lado- dejaron de generarse (y de copiarse en manuscritos aparte) porque fueron integradas en los evangelios. Por eso se perdieron.

B. Pero a la vez, en grupos marginales del cristianismo, se siguieron produciendo nuevas colecciones sobre Jesús, o ampliando las ya existentes. La prueba está en el Evangelio gnóstico de Tomás, de Nag Hammadi, y de otras obras como el Diálogo del Salvador, también de Nag Hammadi. Éstas amplían dichos y discursos -o comentan- de Jesús en tono gnóstico, ya en pleno siglo II (¡más de cien años después de la muerte de Jesús!). Así, una colección de sentencias de Jesús, como pudo ser algo parecido al Documento Q, pudo ser ampliado una centuria después de haber aparecido ante el público cristiano. Hay que dudar del valor histórico de tales ampliaciones.

En la sección dedicada expresamente a la “recepción” eclesial de los libros sobre Jesús, es decir, a la formación del canon, Guijarro hace una distinción interesante a la vez que se muestra poco concreto. Explico las dos impresiones que tengo como lector.

Es fina la distinción porque resulta interesante separar entre “la valoración de un texto como Escritura” y “su reconocimiento como canónico”. Valorar un texto sobre Jesús como Escritura significa “reconocer que posee cierto estatus o importancia debido a su valor sagrado o a su autoridad”. Equivale a decir “Este texto posee autoridad sagrada”. Pero, al decir “canónico” se afirma: “Estos textos y no otros poseen autoridad normativa”.

Y es poco concreta y poco práctica porque es más bien una distinción intelectual: no conduce luego en el libro de S. Guijarro a mostrar al lector claramente una historia de la formación del canon al menos en sus líneas generales. Esta historia sintética del proceso de formación está casi ausente del libro que comentamos, aparte de afirmaciones y noticias de tipo muy general.

En la práctica de las iglesias del siglo II “valorar un texto como Escritura” y “reconocerlo como canónico” fue una misma cosa, fue algo más que un “proceso simultáneo y complementario por lo general”. ¿Por qué? Porque el signo externo de ese reconocimiento era el mismo, a saber iniciar una cita de una palabra de Jesús o de un apóstol con la frase “está escrito”, o “como dice el Espíritu santo”, o frases parecidas, cuando se leían en grupo, los domingos, en las “iglesias” cristianas.

Lo que –creo- que ocurrió fue que ese proceso expreso de canonización casi explícita se comenzó a dar por separado en las diversas iglesias importantes del siglo II: Roma, Alejandría, Antioquía, Éfeso, quizás Cartago, o Corinto, etc. por medio del uso y lectura como texto litúrgico de los escritos evangélicos. Y luego hubo un momento claro y preciso –aunque no quede de ello un documento expreso- en el que por decisión de las iglesias en común, y por un acto formal y expreso de política eclesiástica, de entre lo que se consideraba ya “Escritura” en esas iglesias principales de la cristiandad se hizo una lista consensuada –también expresa y formal- de lo que debía tenerse por “Escritura normativa”.

¿Por qué afirmo que hubo de haber una suerte de pacto entre las iglesias principales, y añado que entre el 150 y el 170/180?

En primer lugar porque a finales del siglo II tenemos ya una suerte de lista clarísima de lo que es canónico y de lo que no lo es en la obra de Ireneo de Lyon, la Refutación de todas las herejías; la tenemos también un poco más tarde (hacia el 200) en la obra de Tertuliano, y también hacia el 200 en el Documento llamado “Canon de Muratori”. Pero a la vez hay que afirmar que hacia el 150, época del florecimiento de la obra de Justino Mártir, esa lista aún no existía.

En segundo lugar: porque el resultado de la canonización ofrece todas las pistas de ser un pacto armonizador de tendencias teológicas entre las diversas iglesias, y un pacto que tuvo mucho de filigrana y de juego con números que se consideraba sagrado: el siete.

Tercero: porque en la iglesia principal de la cristiandad, Roma, se produjo un hecho que fue observado atentamente por las autoridades eclesiásticas y que significó un revulsivo o impulso decisivo: una iglesia herética y competidora de la gran iglesia, el grupo de los marcionitas, que tenía también su sede principal en Roma, había dado el paso de efectuar una declaración formal de un canon de las Escrituras cristianas: éstas “Escrituras” constaban de 1 evangelio, el de Lucas, y de 1 apóstol, Pablo. La gran comunidad cristiana de Roma, con sus dirigentes a la cabeza hubieron de observar atentamente lo que había ocurrido, algo novedoso e importante que contribuía notablemente a formar la identidad de grupo de la iglesia marcionita, aunque tardaron años en reaccionar ante él.

Como este proceso es largo de explicar, lo vemos en la siguiente nota.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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Jueves, 22 de Julio 2010
Sobre el Prólogo y la Conclusión a “Los cuatro evangelios”, de Santiago Guijarro   (II) 151-02


Hoy escribe Antonio Piñero


Sobre el “Prólogo” y la “Conclusión”:

Voy a adelantar como base a mi comentario sobre la obra de Santiago Guijarro que desde mi punto de vista -que intenta por todos los medios ser objetivo y atenerse a las normas, a veces no escritas, de lo que es un estudio histórico-, el Prólogo del libro me parece que apunta a una intención loable, pero que tal intención es ya más bien irénica (en el sentido de difuminadora de contrastes y diferencias) y concordista.

Está bien señalar que la disociación que en ocasiones se establece entre unos y otro evangelios (Sinópticos/Juan), por lo cual se tratan por separado “no tiene en cuenta la importancia de los rasgos y elementos que poseen en común” (por ejemplo, incluyen la tradición sobre Jesús en un relato de carácter biográfico que concluye con un extenso relato de la pasión; o que Marcos y Juan tienen una actitud muy parecida hacia las palabras de Jesús, pues ambos insisten de diversas formas en la necesidad de interpretarlas)…, pero no me resulta evidente que se trate simplemente de dos formas distintas de conservar y transmitir la memoria de Jesús” (p. 11). Así dicho, me parece impreciso.

Creo que hay una enorme diferencia entre “Marcos”, que interpreta a Jesús ciertamente y a veces modifica sus palabras, pero de cuya obra logramos extraer la mayoría de los datos que tenemos sobre el Jesús de la historia, y “Juan”, de cuya obra extraemos algunos datos externos, históricos, sobre Jesús, pero casi ninguno de sus discursos y diálogos.

El primero, "Marcos", conserva, transmite y a veces recrea, interpreta y añade; el segundo, "Juan", apenas si conserva o transmite en la mayoría de los casos (en las escenas ideales, por ejemplo, al pie de la cruz; la conversación con Nicodemo y con la samaritana; la aparición de Jesús a María Magdalena), sino que recrea pura y simplemente palabras y situaciones para expresar lo que cree que era la identidad profunda y el pensamiento de Jesús.

Para mí el peligro que ha sufrido, sobre todo hasta el siglo XIX, el pueblo cristiano –respecto a la valoración histórica de los Evangelios- ha consistido en que, al tener el Evangelio de Juan una estructura biográfica semi similar a la de los Sinópticos, y un relato de la pasión bastante parecido, no ha caído en la cuenta, en su inmensa mayoría, de que la presunta transmisión de la memoria de Jesús por parte de Juan podría calificarse como “apócrifa” si se compara a fondo ya con la de Marcos. Y si “apócrifo” es un término muy duro (la expresión no la he inventado yo), habría que decir “totalmente otra” e “incompatible”. Sobre este tema debemos volver cuando tratemos de la cristología expresada en los Evangelios.

Y si algún lector cree que exagero, que pregunte a un cristiano normal de hoy día a ver si percibe las inmensas diferencias y contradicciones que hay entre las dos imágenes de Jesús –las de Marcos y Juan- comenzando por su identidad sustancial… Para Marcos, Jesús es un hombre normal que es “hijo de Dios” por adopción en el bautismo, acción divina complementada por la resurrección”… para Marcos no hay encarnación ni posibilidad de Trinidad alguna; y para Juan Jesús, es el Hijo de Dios desde toda la eternidad, preexistente, el Logos, la base para ser interpretada más tarde como una segunda persona de la Trinidad, y sí hay encarnación.

Seguro que ese cristiano normal hasta se extrañará de la pregunta sobre las diferencias, a veces extremas, entre los evangelistas. Para él los dos evangelios, Marcos y Juan, son simplemente complementarios. O quizás ni siquiera caiga en la cuenta de esa complementariedad. Los verá quizá “un poquito distintos” sin más.

Y empalmando con lo que decía en la nota de ayer, hacia el final: esta perspectiva del “Prólogo” del libro de Guijarro casa muy bien con la de la “Conclusión” o epílogo acerca del “misterio de la identidad de Jesús”, un misterio que está “más allá de las concepciones de los evangelistas” y “más allá de todos los caminos”… Creo que la interpretación de los datos textuales evangélicos se ve condicionada por la teología previa que estas frases expresan.

Probablemente, sin embargo, esta postura no sea criticable, ya que el libro pretende ser no sólo un estudio histórico, sino una introducción confesional a unos textos de la antigüedad, los evangelios, que se aceptan como testimonios de fe. Yo lo admito. Pero los términos deberían estar más claros, porque el lector sencillo se cree que lo que le ofrece el autor de esta introducción a los Evangelios es pura historia.

La radical novedad, la inventiva teológica, de Juan queda dulcificada basándose, pues, en una cierta concordancia entre los evangelistas, concordancia real, pero en la que no se destacan cuando se hace un resumen conclusivo en el libro. El “prólogo” (¡que se escribe al final, incluso después de la conclusión!, por tanto es en cierto modo conclusivo) no destaca debidamente las radicales novedades johánicas que impiden considerar al Cuarto Evangelio como histórico en su conjunto. Y si este evangelio se aleja radicalmente del Jesús de la historia, como admitiría el mismo Guijarro, ¿de qué me vale ponderar su excelsa teología? En el trasfondo estoy diciendo que esa teología carece de base histórica fidedigna. Este es un problema sustancial que debe abordarse con absoluta nitidez.

Sin embargo, otras perspectivas del libro me parecen interesantes y algunas novedosas.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com


Miércoles, 21 de Julio 2010
“Los cuatro evangelios”, de Santiago Guijarro (I)  (151-01)
Hoy escribe Antonio Piñero



Comentaremos esta semana el último libro, creo, del conocido biblista Santiago Guijarro Oporto, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, publicado por Ediciones Sígueme, también de Salamanca (colección “Biblioteca de estudios bíblicos, 130), 2010, 575 pp. PVP: 34 €. ISBN: 978-84-301-1730-7.


En conjunto, y lo adelanto ya, me parece un libro totalmente oportuno y necesario, aunque tiene sus limitaciones debidas sobre todo, como veremos, a que el autor -que es un buen historiador, y filólogo, inteligente y mesurado- no puede sobrepasar ciertos límites que impone su aceptación de las fronteras del círculo confesional.

El libro fue concebido en principio como un manual de amplio espectro, que ha ido tomando a lo largo del tiempo un aspecto más de monografía especializada, pero sin perder las virtudes que caracterizan a los buenos manuales: visión de conjunto de la opinión de los especialistas, orden en la disposición de los materiales, claridad en la exposición gracias a un estilo sencillo, abundante información bibliográfica y opinión propia bien argumentada.

“Los cuatro evangelios” parte del supuesto de que a finales del siglo II la Iglesia reconoció como sagrado el evangelio “tetramorfo”, es decir, lo que se definió como un “único” evangelio, predicado desde el principio, en “cuatro versiones” o perspectivas, en las cuales los seguidores de Jesús vieron reflejada plenamente la “buena nueva” de su Maestro. Desde esta realidad, la obra de Guijarro se construye a partir de la convicción de que los cuatro evangelios reclaman ser leídos y estudiados conjuntamente.

La estructura del libro es la siguiente: una extensa introducción que sitúa a los evangelios en el contexto de la producción escrita sobre Jesús en la última mitad del siglo I, junto con la explicación de la historia del canon: por qué fueron seleccionados estos cuatro y no otros; es decir, qué criterios actuaron en su elección.

Luego se aborda el tema del uso del término “evangelio” para designar los libros sobre Jesús y cómo se pasó del evangelio proclamado al evangelio escrito, junto con un breve tratamiento de los títulos de los Evangelios: ¿eran originales? ¿Cuándo nacieron y por qué? No podía faltar tampoco en este apartado la exposición de la problemática en torno al “género literario” al que pueden adscribirse los Evangelios. Tras estudiar los rasgos comunes a los cuatro y presentar su proclamación como un “kerigma cerrado”, Guijarro se decanta por situar los evangelio en el amplio marco de las biografías de época helenístico-romana, con algunas peculiaridades.

Después de esta amplia introducción general viene una primera parte del libro que es como una continuación de los temas introductorios, aunque ya referidos a la problemática estricta de los cuatro evangelios canónicos concretos:

A. Esta primera sección aborda las relaciones entre los cuatro Evangelios, comenzando por el problema de cómo ha llegado su texto hasta nosotros:

• La crítica textual y sus limitaciones.

• ¿Cómo abordar hoy el problema sinóptico?, es decir, qué relaciones mantienen entre sí los tres primeros evangelios? Aquí se decanta claramente Guijarro por la prioridad del Evangelio de Marcos y por la admisión de la “Teoría de las dos fuentes” o documentos: acepta como muy probable la existencia de la Fuente “Q”, como hipótesis más probable que su contraria.

• La relación del sorprendente Evangelio de Juan con sus tres antecesores.

B. Otro apartado importante está dedicado a dilucidar los antecedentes orales y escritos a los cuatro Evangelios. Guijarro destaca más que otros autores la importancia vital de la tradición oral en la formación de los Evangelios, en consonancia con el interés dedicado a este tema en artículos científicos suyos sobre este tema. Distingue aquí entre tres tipos de tradición oral, que empezó a formarse en tiempos de Jesús –tema discutible, como veremos-, la de la generación apostólica, tras la muerte del Maestro, y la postapostólica, tras el fallecimientos de los testigos oculares.

Luego estudia la cristalización de la tradición oral sobre Jesús en las primera “hojas volantes”, primeras composiciones, normalmente muy breves, sobre dichos de Jesús y luego grupos de relatos y también de dichos: de milagros o de parábolas. Esta sección concluye con una pregunta sustancial: por qué y para quién se escribieron los Evangelios.

C. En la tercera sección de este apartado Guijarro presenta los rasgos generales y el balance de la investigación actual sobre los tres posibles documentos escritos anteriores a los Evangelios actuales, de los que podemos tener noticia deductiva:

• El Relato de la pasión previo a Marcos y a Juan;

• El Documento “Q”, las pruebas de su existencia, reconstrucción, su contenido y contexto vital: qué comunidad, o comunidades había detrás de este documento perdido.

• Y por último lo que desde R. Bultmann –en su comentario al Evangelio de Juan (en la famosa serie alemana Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament)- se ha llamado “La fuente de los signos”, una posible composición que contenía no sólo un relato de milagros de Jesús, sino que quedó asociada posteriormente con un relato de la pasión, parecido al que tuvo ante sus ojos Marcos para finalizar su evangelio.

La segunda parte del libro, un tercio más voluminosa que la primera, está dedicada a explicar cada uno de los cuatro evangelios, según el esquema siguiente:

A. Transmisión textual; tradiciones previas; redacción y composición.

B. Lectura del Evangelio: división en partes y una suerte de breve exégesis y comentario destacando lo más importante para la comprensión global del Evangelio.

C. El contexto vital: autor, fecha y lugar de composición: situación en la que nació el Evangelio en cuestión; sus destinatarios y el lugar de cada Evangelio dentro del contexto del cristianismo primitivo.

La síntesis final del autor, o “Conclusión”, no muy amplia, pero importante, recoge las ideas y perspectivas más sustanciales desgranadas a lo largo del libro. Al estar titulada tal conclusión “La memoria de Jesús” recuerda un tanto la línea del libro de J. S. G. Dunn, Jesús recordado (Verbo Divino), que hemos comentado anteriormente en estas páginas.

El volumen se completa con una transcripción de las tres composiciones anteriores, escritas, a los Evangelios, todas ellas científicamente reconstruidas:

a) “El Relato premarcano de la pasión”;

b) El Documento “Q” y

c) “La fuente de los signos”. Este apéndice es un buen servicio al lector.


Me parece que la transcripción del último párrafo del libro merece la pena, porque indica la mentalidad con la que está compuesto el libro:

« “El reconocimiento de los cuatro evangelios ponía de manifiesto que ninguna visión (es decir, concepción) de Jesús podía reflejar completamente el misterio de su identidad. La afirmación de que los cuatro constituían un único evangelio en cuatro formas situaba el ‘evangelio’ más allá de todos ellos, porque al ser necesarios los cuatro para manifestarlo se reconocía que ninguno de ellos lo contenía plenamente. El reconocimiento Dios que los cuatro eran necesarios muestra también que la pluralidad de visiones de (es decir, de concepciones sobre) Jesús es imprescindible para entrar en un misterio que está más allá de cada una de ellas. En última instancia la decisión de la Iglesia al proponer los cuatro evangelios como vía de acceso a Jesús expresaba una doble convicción: no hay un solo camino para llegar a él, y que él está más allá de todos los caminos” (subrayados míos) (p. 239). »

El lector de este blog sabe de “qué pie cojeo”, y comprende también –creo- que no es necesario más que el subrayado en el texto transcrito, que es obra mía, para saber qué es lo que pienso al respecto.

En las próximas notas ampliaremos aspectos que me parecen importantes en este libro y haremos nuestras modestas apostillas o comentarios.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
Martes, 20 de Julio 2010
El apóstol Juan de Zebedeo en la literatura apócrifa
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El episodio de la perdiz de los HchJn

En atención a un amable lector de nuestras notas adelanto lo que tendría que ir en un apéndice según mi proyecto original. En la edición de los HchJn, incluida en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles (Acta Apostolorum Apocrypha) de R. A. Lipsius y M. Bonnet, aparece el episodio como capítulos 56-57 del texto (vol II 1, pág. 178-179). Un asterisco delante de los números de los dos capítulos y las referencias a ellos en la Introducción al volumen II 1, pág. XXIX, es una prueba de las dudas que fomenta el fragmento sobre su posibilidad de pertenecer a los primitivos HchJn.

El fragmento se ha conservado en el códice Q de la Biblioteca Nacional de París (s. XI), en el contexto de otras tradiciones sobre el apóstol Juan. Junod & Kaestli dan por supuesto que no pertenece al conjunto primitivo de los HchJn, como pensaban la mayoría de los investigadores hasta entonces (1983). Sin embargo, no está claro que se trate de un fragmento totalmente ajeno a la obra. Además, el lugar en que suelen situarlo los editores es una de las lagunas detectadas en el texto, en la que podría encajar sin problemas la anécdota de la perdiz. En la edición de los HchJn del primer volumen de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles de nuestra edición (de A. Piñero y G. Del Cerro) puede verse el texto griego del códice Q con su traducción española como Apéndice 1, págs. 456-457.

El texto del códice Q ofrece una versión, que luego ha sido modificada por obra y gracia de los ascetas que le han dado un sentido distinto. Se encontraba Juan descansando cuando llegó volando una perdiz, que se puso a revolcarse en el polvo delante de él. Juan se entretuvo en contemplar la escena. Un sacerdote, que era oyente de Juan, cuando lo vio entretenido en un asunto tan poco trascendente, quedó escandalizado. Pensaba cómo era posible que un hombre tan importante se entretuviera en detalles tan poco dignos. Juan conoció en espíritu lo que pensaba el sacerdote y le dijo: “Mejor sería que te entretuvieras contemplando a una perdiz bañándose en el polvo en vez de mancharte con malvadas e impuras acciones”. Añadió que el Señor lo había traído hasta allí para obtener la conversión y el arrepentimiento. “La perdiz, en efecto, es tu alma”.

El anciano se dio cuenta de que nada le pasaba inadvertido a Juan, quien le reveló secretos que ocultaba en su corazón. Se postró sobre su rostro, arrepentido de sus osados pensamientos, y le pidió que rogara por él. Juan le instruyó y lo envió a su casa. Se retiró a su casa dando gloria a “Dios que está sobre todas las cosas”.

El episodio de la perdiz tiene una versión más interesante en las Colaciones de Casiano, asceta que vivió del 360/65 al 435 (Colaciones, 24, 20 (CSEL 13, 697,8s). Así suena el relato en el texto de Casiano: Se encontraba el apóstol Juan entretenido en jugar acariciando a una perdiz. Vino a él un filósofo vestido de cazador, que se sorprendió al ver a Juan ocupado en una diversión tan poco elevada. Le preguntó si era aquel famoso Juan, cuya fama lo había atraído con el deseo de conocerlo. Y sin más le espetó una pregunta que sonaba a reproche y acusación: “¿Cómo es que te ocupas en tan viles diversiones?”.

Juan le contestó con una pregunta ad hominem, llena de intención: “¿Qué es lo que llevas en la mano?” “Un arco”, respondió el cazador. Juan insistió: “¿Y por qué no lo llevas siempre tensado y preparado para disparar?” El cazador se entretuvo en dar explicaciones propias de un profesional de la caza. No era conveniente llevar siempre el arco tenso, porque perdería potencia a causa de la rigidez. Llegado el caso, no se podría realizar el disparo con suficiente vigor por haber estado el arco sometido a una constante tensión. Por esa razón, el arco tenía que mantenerse continuamente en situación de relajación para mantener intactas sus cualidades.

La respuesta de Juan no tenía vuelta de hoja. Él era cuna especie de arco que tenía como tarea la delicada misión de la evangelización con sus trabajos y pesadumbres. El alma necesitaba momentos de relajación para mantenerse en plena capacidad de esfuerzo y eficacia. Si no disponía de momentos de distensión, no podía obedecer a la exigente voz del Espíritu porque estaría agotada por el esfuerzo constante. Entretenimientos como el jugar con una perdiz y similares diversiones eran la mejor medicina para el cansancio y la debilidad del ser humano.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro





Lunes, 19 de Julio 2010
Síntesis final de “Pablo, un hombre de dos mundos” (V)  (150-05)


Hoy escribe Antonio Piñero


Llegamos al final de nuestro comentario sobre el libro de C. J. Heyer, publicado por El Almendro en 2003 y sintetizamos lo que creemos que son ideas válidas del autor en su visión global de la figura y pensamiento de Pablo.

Ante todo Pablo fue un judío muy judío, pero profundamente marcado por su cultura básica helenística. Fue un hombre de dos mundos: el judío y el grecorromano (no hay que suponerle, por tanto, influencias importantes del pensamiento egipcio o del la india lejana, budismo, etc.).

Pablo esperaba la pronta destrucción de este mundo pecador. Su pensamiento estaba muy influido por la teología de los grupos judíos que llamamos apocalípticos. (A propósito, el modo de estudiar el pensamiento de estos grupos: aparte de escritos más bien tardíos del Antiguo Testamento como Malaquías, Daniel Is 26-29, etc., sobre todo a base de los Apócrifos del Antiguo Testamento y de los mss. de Qumrán).

Tuvo una revelación (a las puertas de) Damasco cuyo contenido esencial fue que Jesús, el que había sufrido la muerte maldita de la crucifixión, había sido resucitado por Dios. Esto era el preludio de la era y la realidad mesiánica. El sentido del sacrificio de Jesús le fue revelado también, y Pablo lo interpretó de una manera compleja y rica: como salvación del pecado, renovación del hombre y del cosmos, filiación divina, libertad, amor, paz, justicia, camino a seguir y ejemplo a imitar.

La doctrina de Pablo se fue desarrollando poco a poco y gracias al impulso del contexto en el que vivió. No hay en sus cartas ningún tratado sistemático ni nos ha dejado ningún resumen de su pensamiento esencial. A pesar de ser (probablemente) un fariseo, desde su juventud debió de acostumbrarse a pensar no sólo a base de sublimes ideas abstractas, sino también con un gran sentido práctico. Intentó dar soluciones a problemas que nunca antes se habían planteado en el judaísmo que él estaba interpretando a luz de lo ocurrido con Jesús.

Pero las soluciones prácticas de Pablo van mezcladas con grandes dosis de sentimiento que pueden obscurecerlas. Significa que el Apóstol se tomaba a pecho los altibajos de sus comunidades, y que intentaba orientarlas, pero esas emociones que acompañan a sus ideas deben ser tenidas en cuenta y a la vez deben ser filtradas.

Estuvo persuadido Pablo de que su misión de predicar el evangelio al mundo gentil era una consecuencia de su visión en Damasco. Pensó que al final de los tiempos Dios hacía pesar más en la balanza de su justicia la “Promesa a Abrahán” -que contemplaba una salvación universal (Gn 12,3)- que la estricta teología del “Pacto sólo con Israel” como pueblo elegido. Pero –según Pablo- los que se acogieran a la fe en Jesús como mesías no formaban una religión nueva, sino el verdadero Israel de los últimos tiempos. A pesar de su apostolado gentil, siempre intentó Pablo persuadir a sus connacionales judíos de la necesidad de la fe en Jesús como Cristo o mesías.

No conoció Pablo a Jesús personalmente, sino por una visión. Y a partir de este momento esperó ardientemente la llegada de ese Jesús de nuevo. Pablo expresó su vínculo con Jesús de diversas maneras en sus cartas. A veces deseaba morir para estar ya con Jesús; en otras ocasiones tenía Pablo la seguridad de que su unión con Cristo era tan intensa que no necesitaba anhelar el futuro. Hay en Pablo una “mística de Cristo”, expresada por la frase “estar o actuar en Cristo”.

Heyer da la impresión de que no cree en la divinidad real de Jesús: basta con leer su exégesis del himno a Cristo de Filipenses 2,6ss en pp. 196-202, en la que dice que Jesús era un mero ser humano, pero muy especial y que sus discípulos conservaron el recuerdo de que se sentía muy cerca de Dios. Y para expresarlo el autor del himno, un cristiano viejo anterior a Pablo recurrió a la imagen del Génesis: Jesús era un hombre según el corazón de Dios, no un hombre meramente terrestre sino como Dios quiso que fuera el ser humano al principio de la creación, en su condición divina” como imagen de Dios.

Creo que aquí se equivoca Heyer al ponderar así el pensamiento de Pablo sobre Jesús en su conjunto: parece muy difícil concebir un sacrificio (la cruz) que aplaque verdaderamente a la divinidad si la víctima (Jesús) no es de algún modo divina. Segundo: la mística de la unión con Cristo (“en Cristo”), y la interpretación de la ingestión del pan y del vino en la Eucaristía, según Pablo, no se explican bien si el Apóstol no concebía que Jesús era el Hijo de Dios de verdad, divino…; no simplemente “divino” porque fue el único en verdad creado a “imagen de Dios”, como Éste quería. Me parece ésta una exégesis desesperada.

Pablo vivía en la frontera de mundos diferentes. Su mente polifacética y su creatividad le facilitaban el situarse en el mundo de las ideas de sus lectores, de modo que trataba de hablar su lenguaje. El resultado de este esfuerzo era que el Pablo apocalíptico podía expresarse con términos e imágenes propios de un gnóstico. De ahí se explica la mezcla de apocalipticismo y gnosticismo temprano que hay en sus ideas.

Añadiría: hay un deseo positivo en Pablo de presentar su mensaje sobre Jesús con el ropaje de las religiones de misterios helenísticas: Jesús era el verdadero salvador y ofrecía una salvación mejor, más fácil y más barata de conseguir que la ofrecida en las iniciaciones de las religiones de misterio.

Su conversión de perseguidor de los que creían en Jesús a anunciador o proclamador de éste incluso entre los gentiles le llevó a preguntarse qué significaba la ley de Moisés para su empeño de atraerlos a Cristo. Aunque íntimamente podía estar de acuerdo Pablo en que la Ley debía imperar tanto entre los judíos como entre los seguidores de Jesús y los gentiles, la urgencia de la conversión de éstos le llevó, incluso, contrariando su deseo más íntimo, a negar el valor absoluto de la Ley. La circuncisión, la observancia del sábado y las normas de la pureza eran un estorbo para la aceptación de Jesús por parte de los gentiles, por lo que se vio obligado a relativizar su valor.

De este modo, aunque su deseo era que judíos y creyentes en Jesús fueran uno, una sola comunidad, en la práctica los dos grupos se separaron definitivamente por “culpa” del Apóstol. Pablo nunca lo deseó y expresó su confianza de que en el futuro todos Israel sería creyente en Cristo. Por ello, estrictamente, nunca declaró totalmente abolida la Ley y pensó que la comunidad de creyentes en Cristo nunca habría sido viable sin haber sido injertada, como rama de oleastro, en el olivo verdadero que era Israel.

Como las cartas de Pablo tuvieron la condición de documentos condicionados por el tiempo y el lugar en el que se compusieron, sus discípulos, al caer en la cuenta de su valor limitado, complementaron los escritos del maestro en varias direcciones. Es decir, compusieron nuevas cartas en nombre de Pablo.

Los autores de las Pastorales se apoyaron en Pablo para fundar unas estructuras que ayudaran a la iglesia a mantenerse unida y bien organizada en este mundo. El autor de 2 Tesalonicense trató de corregir la creencia en un fin inmediato del mundo, relativizando esta concepción apocalíptica y alejándola hacia un futuro no inmediato. Los autores de Colosenses y Efesios complementaron la cristología y el sentido de la iglesia en el universo que no había tocado a fondo el maestro Pablo.

Como el Apóstol no escribió sino cartas contextuales, ello obliga a plantearse la cuestión de la validez de su pensamiento para la época presente. Pablo no escribió para personas que iban a vivir 2.000 años más tarde. Por ello parte de sus cartas e ideas no tienen valor para hoy. Ha dejado de existir el Imperio romano; el pensamiento griego del helenismo es cosa remota; el judaísmo y el cristianismo se han consolidado como entidades muy distintas y separadas que han seguido caminos muy diferentes. La visión apocalíptica de los seres humanos y del mundo no inspira a casi nadie hoy día, en donde imperan nociones muy distintas a las de Pablo acerca de las relaciones personales, de la familia, de la sociedad, del matrimonio, de la situación de la mujer y del estado, etc.

De todos modos, el libro de Heyer termina con una suerte de ditirambo que –creo- puede atraer a creyentes y no creyentes hacia el estudio de Pablo. “Lo extraño, sin embargo, es que la voz de Pablo sigue fascinando”…, escribe en la p. 311.

Fue un hombre, cuyas ideas podían inclinarle hacia el pesimismo, pero se mantuvo optimista. Se esforzó por lograr la unidad entre judíos y gentiles, personas de tan diferente transfondo. Al estar seguro de haber visto al Jesús resucitado estuvo convencido que desde el momento de la resurrección de éste

« “la vida y no la muerte tendría la última palabra, de que no iba a triunfar el pecado, sino el amor y la gracia de Dios, que la enemistad y el odio no seguirían dando el tono, sino que al final se impondría la paz y la reconciliación. Todo el que valore estos ideales afirmará que esto tiene que ocurrir pronto. No podemos acusar a Pablo de haberse equivocado en esto. Por encima de todo su estilo de vida y sus ideas todavía merecen ser tenidas en cuenta” (p. 312). »

Creo que ideas semejantes inspiraron a Teilhard de Chardin.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

Domingo, 18 de Julio 2010


Hoy escribe Antonio Piñero


La segunda parte del libro de Heyer –que estamos comentando esta semana- está consagrada, hasta el final, a aclarar a los lectores en orden cronológico, el motivo, la estructura y la teología principal de Pablo tal como se va mostrando en sus cartas.


VALORACIÓN

En principio estoy muy de acuerdo con la división de las siete cartas genuinas de Pablo que se hace en este volumen, y con la explicación de las ideas paulinas. Aunque no con el orden cronológico de composición, como recalcaré más abajo: no pondría tan cerca Gálatas de Romanos; sin que dejaría más tiempo a Pablo para matizar y cambiar sus ideas sobre la validez de la Ley.

En todo caso añadiría algo a la valoración general de esta segunda parte del libro: cuando se dispone de un cierto número de páginas, fijo, a disposición del autor, y el libro va dirigido, como éste, a un público general, no precisamente a especialistas, daría menos espacio a contar con detalle minucioso las andanzas de Pablo, a saber que si en este momento estaba aquí y allí, que tomó tal o cual dirección y daría más espacio a la dilucidación de las ideas.

¡Ojo! No estoy diciendo que estos prolegómenos, totalmente necesarios, se omitan, sino que se ofrezcan en una medida que no atosiguen al lector y que le permitan consagrar más tiempo a comprender la estructura y marcha del pensamiento paulino y menos a los detalles pequeños de “viajes, andanzas y compañeros”, que luego se le van a olvidar. Y esto es lo que creo que, en ocasiones puede ocurrir con este libro: la contemplación minuciosa de algunos árboles no dejarán contemplar el bosque en su conjunto.


Si comparamos también este volumen, con el de Senén Vidal, que ya conocemos, dedicado a Pablo, observaremos que Heyer es mucho menos crítico a la hora de juzgar algunas frases, o a vece trozos enteros, que probablemente no vienen de la mano de Pablo, pero que se han introducido en sus cartas desde el principio del proceso de edición de ellas ya a finales del siglo I.


Pongo un ejemplo: los famosos párrafos de 2 Cor 6,14-7,1, y su valoración por mi parte:


« “No estéis unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues ¿qué asociación tienen la justicia y la iniquidad? ¿O qué comunión la luz con las tinieblas? 15 ¿O qué armonía tiene Cristo con Belial? ¿O qué tiene en común un creyente con un incrédulo? 16 ¿O qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo, como Dios dijo: Habitaré en ellos, y andaré entre ellos; y seré su dios, y ellos serán mi pueblo”. 7, 1 Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. »



• No me parece sensato admitir que este fragmento sea auténticamente de Pablo: rompe el contexto y por sus ideas y vocabulario parece ser ajeno al pensamiento del Apóstol. Aparte de alguna palabra y de expresiones que no aparecen nunca en el resto del Pablo auténtico, lo más problemático es que contiene recomendaciones contradictorias, inconciliables respec¬to al trato con los paganos. Contrástese 1 Cor 5,9-11 con 2 Cor 6,14-16:


« Al escribiros en mi carta que no os relacionarais con los impuros no me refería a los impuros de este mundo en general o los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así tendríais que salir de este mundo. ¡No! Os escribí que no os relacionarais con quien llamándose hermano es impuro… (1 Cor 5,9-11).

No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial? ¿Qué participación entre el fiel y el infiel? ¿Qué conformidad entre el santuario de Dios y el de los ídolos? (2 Cor 6,14-16). »


La mayoría de los investigadores se inclina a pensar que el fragmento 6,14-7,1 no es paulino, sino que se introdujo muy pronto dentro de la colección de cartas de Pablo (se encuentra en todos los manuscritos), sin que podamos saber cómo y por qué. Los comentaristas suelen señalar que el tono del texto y la prohibición del trato con paganos (¡adiós a todo el ministerio paulino con los gentiles!) parece haber nacido de la pluma de un antiguo miembro del grupo esenio de Qumrán, pasado luego al cristianismo. De todos modos siempre se halla algún escape a este argumento, de modo que la posición contraria –es decir, que el fragmento pertenece originalmente a 2 Cor— no carece de defensores.

• También indiqué al principio de mis comentarios mi extrañeza de que nuestro autor coloque a Gálatas cronológicamente al lado de Romanos. Creo que esta posición es defendida por los investigadores en mucho menor medida que el siguiente orden: 1 Tes; Gál; 1 Cor; Filipenses; Filemón; 2 Corintios y Romanos. La razón fundamental estriba en mi opinión en que hay una notable diferencia, o suavizamiento, de pensamiento respecto a la Ley en las dos cartas. Hay que pensar que Pablo necesitó más tiempo para madurar sus ideas y cambiar incluso de opinión.

• Otra observación que veo ausente de Heyer es la falta de un necesaria insistencia de que las cartas de Pablo fueron seriamente editadas y manipuladas a finales del siglo I o principios del II (el pasaje de 2 Pedro 3,15 es en mi opinión una muestra de que ya se había editado el corpus: “Y considerad la paciencia de nuestro Señor como salvación, tal como os escribió también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le fue dada”, de modo que los lectores caigan en la cuenta de que cuando los exegetas afirman: “esto o eso probablemente no es del Pablo auténtico” no se crean que los exegetas se están sacando cosas de la manga, y como se les acusa a veces, eliminando pasajes que no les interesan, por lo que sea… ¡es decir actuando deshonestamente!

No es así. Se basa esta decisión en muchas horas de análisis y en el consenso de muchos exegetas expresadas muchas veces no en libros, sino en artículos de revistas especializadas que los que critican no han leído.

• Y por último: para hacer reflexionar también a los lectores desearía añadir a este propósito que no tenemos manuscritos de Pablo –ni tampoco en líneas generales- de los Evangelios que sean anteriores al momento –entre los años 150 y 180- que el conjunto de las iglesia más importantes de la cristiandad, que eran todas paulinas, no judeocristianas, decidieron cuál era la lista básica de los escritos cristianos que debían considerarse canónicos.

Quiero decir con ello que cuando nosotros examinamos los manuscritos más antiguos (con alguna excepción; quizá el Papiro 52, que contiene unas pocas líneas de Jn 18 y que quizás sea de +- de los años 125-150) del Nuevo Testamento ya ha tenido lugar la declaración canónica. Y así como fueron terriblemente editadas las cartas de Pablo (de unos 13 fragmentos de cartas auténticas se hicieron sólo 7 cartas con una mutilación y desorden de ideas a veces horrorosos e incomprensibles).

• Del mismo modo debemos suponer que fueron severamente editados los Evangelios en el sentido de acomodarlos a la línea de pensamiento general que era paulina. Pienso que aquí, en los Evangelios la manipulación fue mucho menor que en las cartas de Pablo. No en vano se trataba de tradición sobre hechos y dichos del Señor… que había que respetar mucho más, mientras que Pablo era “simplemente” un apóstol suyo. Pero hay que suponer siempre que fueron editados de todos modos.

Mañana concluiremos el comentario del libro de C. J. Heyer con una síntesis de su pensamiento global sobre la figura y pensamiento de Pablo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

APÉNDICE


Lista de glosas en las cartas paulinas (tal como aparecen impresas hoy día), según Senén Vidal


En 1 Tes:

2,15-16
5,1-11

• En Gálatas:

6,6
6,18

• En 1 Corintios:


1,2b;
1,16;
2,6-16;
7,21b;
11,2;
11,19;
12,31b-14,1b;
14,33b-36;
15,39-41;
15,56;
15,9-10;

En Filipenses:

1,1c;
2,21;
3,1b-4,1;
4,8-9;

• En 2 Corintios:

1,1c;
6,14-7,1;

• En Romanos:

2,16;
5,6-7;
6,17b;
7,25b;
10,17;
13,1-7;
14,12;
15,4;
15,33;
16,1-27

Sábado, 17 de Julio 2010

Hoy escribe Antonio Piñero


Seguimos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo, un hombre de dos mundos (El Almendro 2003).


Nuestro autor se pregunta qué pensaba Pablo de la ley de Moisés en sus “años obscuros”, es decir, de “formación”, a la vez que hacía algunos escarceos misioneros, como predicador dependiente de la iglesia de Antioquía. Probablemente, nada –responde- ya que mientras se dedicó Pablo a predicar a los judíos no debió de tocar el tema de la Ley, y ni era necesario.

Pero cuando se decidió a predicar plenamente a los gentiles, y esto fue más tarde, el judío helenístico que era Pablo, un hombre pragmático y más flexible que sus colegas fariseos de Palestina/Israel, debió de caer en la cuenta de que Dios tenía otros planes acerca de la salvación de los seres humanos: no podía llegar el fin del mundo y que al menos ciertos paganos buenos no participaran del mundo futuro. No se podían condenar en masa los paganos.

Por ello, poco a poco, llegó al convencimiento de que la Ley –gran obstáculo para la conversión de los gentiles- sólo podía tener una validez temporal, hasta la venida de Cristo- y que sólo y en todo caso podría ser válida para los judíos. De hecho incluso llega a postular para ellos Pablo que podrían salvarse sólo con la fe en Jesús aunque dejaran de cumplir una Ley obsoleta (posición de Gálatas).

Pero en la epístola a los Romanos, echa Pablo marcha atrás. Volvió a resurgir el judío Pablo e hizo una encendida defensa de la Ley, aunque con toda claridad admitiendo su validez sólo para los judíos. Heyer insiste en que la teología de Pablo era “contextual”: se pronunciaba, avanzaba y precisaba según las circunstancias de sus lectores y según las ocasiones.

Heyer no obtiene aquí más consecuencias. Yo añadiría por mi cuenta que algunos investigadores (recuerdo de memoria un libro de H. Räisänen, aunque no me acuerdo del título exacto, en el que defiende que Pablo es un teólogo inconsecuente; casi lo tilda de un tanto inconstante y de opinión volátil, de cambiar de opinión según la audiencia que tenía ante sus ojos conforme a su dicho “Me hago todo a todos; con los judíos me muestro judío y con los griegos, griego”.

También dentro de la etapa de Pablo en Antioquía, como es natural, discute Heyer la posición de Pedro y la de Pablo a propósito de la famosa disputa relatada en Gál 2,11-14:


« “Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. 12 Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. 13 Y el resto de los judíos se le unió en su hipocresía, de tal manera que aun Bernabé fue arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos” »


Pienso que al leer los comentarios de Heyer a esta disputa entre Pablo y Pedro se le nota un tanto la fobia antipetrina protestante (= iglesia romana) y su disposición interna, positiva, respecto a Pablo, pues destaca con rotundidad y nitidez la inconsecuencia de la posición de Pedro.

En efecto, la negativa de éste a comer con los gentiles, convertidos ya en seguidores plenos de Cristo no casa, en primer lugar, con lo que transmite Mt 16,16-17: si Jesús fundó su iglesia sobre esa roca (= Pedro), éste debería comportarse como el jefe de todos los creyentes, no sólo de la facción judeocristiana más estricta.

Segundo, el presunto espíritu universal de Pedro tampoco casa con el desprecio que mostró hacia los pobres “helenistas” que huyeron de Jerusalén tras la muerte de su jefe, Esteban. Pedro se quedó en la capital…, tan tranquilo, con lo que demostró que nada quería saber con esos “aperturistas” iniciales hacia los paganos.

Tercero: el espíritu de Pedro reflejado en la disputa antioquena, que hemos transcrito arriba, tampoco casa con la escena que pinta Lucas en Hch 10, 1-48: Pedro recibe en visión divina la revelación de que todos los alimentos son puros (cf especialmente Hch 10, 15 “De nuevo, por segunda vez, llegó a él una voz: Lo que Dios ha limpiado, no lo llames tú impuro”. ¿Cómo es posible que este mismo Pedro que había recibido tal orden del cielo, y que llegó a bautizar al centurión Cornelio, ¡un pagano!, luego se retirara de comer con los paganocristianos, obedeciendo las órdenes de la gente de Santiago, venidas de Jerusalén, porque éstos comían “cosas impuras”?

Heyer muestra en estas páginas de su libro que el autor de Hechos dulcifica o distorsiona la historia, pretendiendo en este caso mostrar una unidad imposible en la iglesia primitiva, haciendo que el verdadero “inventor” de la misión a los paganos fuera Pedro (¡y por revelación divina!) y no Pablo.


El tema del “decreto” en el Concilio de Jerusalén


Heyer apenas discute en profundidad el problema de cómo los Hechos de los apóstoles (cap. 15: “Concilio de Jerusalén”) afirman que Santiago, jefe de la iglesia jerusalemita, emitió un documento de consenso, compuesto de dos secciones Pablo ideas principales (más una tercera, de carácter práctico: dar limosna a los pobres de la comunidad madre, como muestra de unidad eclesial):

a) podía continuarse la misión a los gentiles;

b) éstos, sin embargo, debían cumplir ciertas normas de la Ley, las llamadas “leyes noáquicas” de Génesis 9,3ss, cuyo precepto más llamativo para un ex pagano era no ingerir carne con su sangre.

Heyer afirma que Pablo aceptó y “firmó” ese convenio, pero que luego no lo nombra y no lo cumple asqueado como estaba por el incumplimiento de la cláusula a) del mismo decreto por parte de los judeocristianos de Jerusalén.


VALORACIÓN:

Hemos indicado en notas anteriores, de hace ya tiempo, cómo la solución para el absoluto silencio de Pablo (tanto en Gálatas, como en resto de su correspondencia) respecto a este famoso decreto con tres prescripciones, y su falta de cumplimiento por su parte se explica mucho mejor si se supone que el autor de Hechos está confundiendo las fechas y mezclando las cosas. Ese decreto se produjo más tarde, no en el Concilio de Jerusalén.

En efecto, Pablo afirma rotundamente –y parece que tiene razón- en Gálatas 2, que en tal asamblea “Nada me impusieron”, es decir, que no hubo decreto alguno.

En mi opinión, y en la de otros muchos, este decreto nació después de la Asamblea, y en la propia y sola iglesia jerusalemita, por su cuenta, cuando vieron que se disparaban las conversiones de gentiles que no guardaban la Ley. Fue entonces cuando enviaron emisarios a Antioquía a urgir ciertas normas que ellos habían pensado que debían cumplir los conversos del paganismo, es decir, las “Leyes de Noé”.

Y fue entonces cuando Pedro les hizo tanto caso, tanto que desde ese momento desistió de participar en la mesa común con los paganocristianos. Y además, otros “pesos pesados” de la iglesia de Antioquía, como el antiguo compañero de Pablo Bernabé, se unieron a Pedro en el cumplimiento de ese decreto, que en el fondo consagraba la división entre paganocristianos y judeocristianos.

Y entonces fue cuando Pablo se enfadó…, y pasado muy poco tiempo, dejó a Bernabé, a la comunidad de Antioquia, y con el refuerzo de Silas y Timoteo, inició su etapa de misionero independiente.

Esta me parece ser la mejor hipótesis y no la de Heyer que sitúa el conflicto entre Pedro y Pablo antes del Concilio de Jerusalén y como causa inmediata de que éste se celebrara…, en contra de los datos proporcionados por la Epístola a los Gálatas.

Concluiremos pronto.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com

Viernes, 16 de Julio 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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