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Blog de Tendencias21 sobre su legendaria expedición a la Antártida
11 de noviembre de 1915
A veces la vida nos lleva a una encrucijada donde es necesario decidir entre lo que es realmente importante y lo que es superfluo. Hoy, las palabras de Shackleton nos han enfrentado a esa realidad y nos ha señalado el camino a seguir.
Produce tristeza ver lo que le ha ocurrido a nuestro barco y a nuestros sueños
Durante unos días estuvimos acercándonos al barco a rescatar todo aquello que pudiese sernos de utilidad. Fueron largas horas de mucha actividad pero, curiosamente, de muy pocas órdenes. Era como si todos supiéramos lo que teníamos que hacer… y lo hacíamos.
El plan de Shackleton era alcanzar isla Paulet donde había almacenado un importante depósito de víveres. Paradójicamente fue el mismo quien, años atrás había sugerido que se instalase allí ese depósito de comida y material. Pero eso es otra historia que ya contaré algún día. Ahora lo que importa es tratar de llegar a esa isla de la que nos separa la friolera de más de 600 kilómetros.
Sí, la distancia ya es de por sí enorme. Sin embargo, esa no era nuestra única dificultad, teníamos otras si cabe todavía mayores. Los trineos cargados con los botes deben de pesar una tonelada cada uno. Por si esto fuera poco, la superficie del mar congelado no es plana, sino que está llena de amontonamientos de bloques de hielo, algunos de una altura próxima a la de una casa de dos pisos.
Si, así expuesto parece una locura, pero después de habernos pasado 9 meses sin hacer nada dentro del barco, simplemente esperando que algo ocurriera, el tener ahora un objetivo claro nos anima a afrontar lo que haga falta, por muy descabellado que pueda parecer.
Nada tiene valor
El día de antes de salir Shackleton nos reunió a todos delante del círculo que formaban las tiendas. Tenía un aspecto grave. Nos empezó hablando de su experiencia en expediciones pasadas, de lo que supone tener que tirar de un trineo cargado de cosas innecesarias.
Le escuchábamos en un silencio expectante. Nos habló con una convicción que no podía ser fingida, que le salía del interior de su ser. Nos explicó que ningún objeto, hasta el de mayor precio tiene el menor valor cuando está en juego la supervivencia.
Entonces, nos fijamos que mientras hablaba buscaba algo entre su ropa. Al final lo encontró y lo sacó. Era su pitillera de oro. Con un gesto teatral, pero sincero, la tiró al suelo helado, mientras me pareció entender que decía: Nada tiene valor.
Todavía estábamos mirando el contraste del brillo del oro con el suelo helado cuando volvió a arrojar unas guineas de oro. Aquello era una fortuna. Otra vez me pareció volverle a escuchar decir: Nada tiene valor.
Pero nuestra sorpresa no había terminado puesto que en aquel momento sacó la Biblia que le había regalado la reina Alejandra para la expedición. Sin titubeos arrancó la página donde la reina madre había escrito unas palabras, luego buscó un par de pasajes, los arrancó también y arrojó el resto de la Biblia al hielo.
Sólo un kilo por persona
Luego, explicó que para reducir el peso al mínimo nadie podría llevar más que un kilo de objetos personales. La ropa de repuesto se reduciría a unos guantes, calcetines y botas. Sin poderlo evitar todos pensamos en las fotos de los seres queridos y en aquellos objetos que para nosotros tenían un valor sentimental.
Según pasaron las horas, el lugar donde Shackleton había arrojado la pitillera, las guineas y la Biblia se convirtió en un montón donde asomaban todo tipo de cosas, algunas objetivamente valiosas. Sólo admitió como caso excepcionales las medicinas a los médicos, el banjo a Hussey, y los diarios de todos aquellos que los escribían.
Tengo que reconocer que no me costó “demasiado” tirar un montón de cosas que llevaban mi maleta cuando me embarque, incluso muchas de las que pensaba que nunca podría separarme de ellas, como mi máquina de escribir, que me había costado una fortuna.. Es verdad, cuando lo que está en juego es la supervivencia, todo lo demás es superfluo.
Y si me permitís que comparta con vosotros mis sentimientos, os diré que después de librarme de ese montón de cosas, prácticamente de casi todo, me sentía mejor. Hasta físicamente me encontro más preparado para afrontar el desafío que nos espera.
El plan de Shackleton era alcanzar isla Paulet donde había almacenado un importante depósito de víveres. Paradójicamente fue el mismo quien, años atrás había sugerido que se instalase allí ese depósito de comida y material. Pero eso es otra historia que ya contaré algún día. Ahora lo que importa es tratar de llegar a esa isla de la que nos separa la friolera de más de 600 kilómetros.
Sí, la distancia ya es de por sí enorme. Sin embargo, esa no era nuestra única dificultad, teníamos otras si cabe todavía mayores. Los trineos cargados con los botes deben de pesar una tonelada cada uno. Por si esto fuera poco, la superficie del mar congelado no es plana, sino que está llena de amontonamientos de bloques de hielo, algunos de una altura próxima a la de una casa de dos pisos.
Si, así expuesto parece una locura, pero después de habernos pasado 9 meses sin hacer nada dentro del barco, simplemente esperando que algo ocurriera, el tener ahora un objetivo claro nos anima a afrontar lo que haga falta, por muy descabellado que pueda parecer.
Nada tiene valor
El día de antes de salir Shackleton nos reunió a todos delante del círculo que formaban las tiendas. Tenía un aspecto grave. Nos empezó hablando de su experiencia en expediciones pasadas, de lo que supone tener que tirar de un trineo cargado de cosas innecesarias.
Le escuchábamos en un silencio expectante. Nos habló con una convicción que no podía ser fingida, que le salía del interior de su ser. Nos explicó que ningún objeto, hasta el de mayor precio tiene el menor valor cuando está en juego la supervivencia.
Entonces, nos fijamos que mientras hablaba buscaba algo entre su ropa. Al final lo encontró y lo sacó. Era su pitillera de oro. Con un gesto teatral, pero sincero, la tiró al suelo helado, mientras me pareció entender que decía: Nada tiene valor.
Todavía estábamos mirando el contraste del brillo del oro con el suelo helado cuando volvió a arrojar unas guineas de oro. Aquello era una fortuna. Otra vez me pareció volverle a escuchar decir: Nada tiene valor.
Pero nuestra sorpresa no había terminado puesto que en aquel momento sacó la Biblia que le había regalado la reina Alejandra para la expedición. Sin titubeos arrancó la página donde la reina madre había escrito unas palabras, luego buscó un par de pasajes, los arrancó también y arrojó el resto de la Biblia al hielo.
Sólo un kilo por persona
Luego, explicó que para reducir el peso al mínimo nadie podría llevar más que un kilo de objetos personales. La ropa de repuesto se reduciría a unos guantes, calcetines y botas. Sin poderlo evitar todos pensamos en las fotos de los seres queridos y en aquellos objetos que para nosotros tenían un valor sentimental.
Según pasaron las horas, el lugar donde Shackleton había arrojado la pitillera, las guineas y la Biblia se convirtió en un montón donde asomaban todo tipo de cosas, algunas objetivamente valiosas. Sólo admitió como caso excepcionales las medicinas a los médicos, el banjo a Hussey, y los diarios de todos aquellos que los escribían.
Tengo que reconocer que no me costó “demasiado” tirar un montón de cosas que llevaban mi maleta cuando me embarque, incluso muchas de las que pensaba que nunca podría separarme de ellas, como mi máquina de escribir, que me había costado una fortuna.. Es verdad, cuando lo que está en juego es la supervivencia, todo lo demás es superfluo.
Y si me permitís que comparta con vosotros mis sentimientos, os diré que después de librarme de ese montón de cosas, prácticamente de casi todo, me sentía mejor. Hasta físicamente me encontro más preparado para afrontar el desafío que nos espera.
4 de noviembre de 1915
La situación no podía ser más desesperada. Nos habíamos quedado sin barco y estábamos sobre una capa de hielo de dos metros de espesor que nos separaba de un abismo de agua. Sin embargo, Shackleton supo, sin ocultarnos la gravedad de la situación, inculcarnos la seguridad de que saldríamos de allí con vida. Nunca olvidaré sus palabras y menos su última frase.
Provocaba una profunda pena ver, lo que pocos meses atrás, había sido nuestro flamante buque, convertido ahora en un amasijo de cuerdas y maderas destrozadas.
Es difícil describir nuestros sentimientos cuando tuvimos que abandonar el Endurance. Supongo que cada una de las 28 personas que allí estábamos vivíamos las cosas de forma diferente. Para Shackleton y los expedicionarios aquello era el final de su aventura antártica, ya no iba a ser posible que atravesasen la Antártida y su regreso como héroes se había esfumado.
Para los marineros había ocurrido lo que más habían temido en toda su vida en el mar: naufragar. Aunque ahora la tragedia quedaba amortiguada por el hecho de que el hielo que nos rodeaba, y sobre el que estábamos, les ofrecía una extraña impresión de solidez. Parecía que estaban sobre un suelo nevado, aunque bien sabían que era una costra que nos separaba de un abismo de agua.
Para mí, un pobre reportero que pensaba que iba a conseguir el gran reportaje de su vida al acompañar, aunque fuese por unas semanas a la expedición del gran explorador inglés, aquello era una pesadilla de la que incluso pensaba que podría despertar de un momento a otro.
De entre estos grupos no sabía dónde encajar a Worsley, para un capitán su barco es algo más que su hogar, como le pasaba a sus marineros y a todos nosotros. Para él el barco es su razón de ser, su responsabilidad, su motivación. Daba pena ver cómo miraba su barco retorcido por los hielos, doblegado por la presión, destrozado por aquellas fuerzas inclementes hasta convertirlo en poco más que astillas.
Para todos, el pisar el hielo donde nos encontrábamos era, en cierto modo, como sentir a nuestro salvador, dado que nos parecía mantener una sensación de normalidad. Pero el capitán parecía recordar en cada pisada que aquel hielo era el sádico causante de las heridas mortales que habían llevado a la muerte a su barco.
Acampados en el hielo
La primera noche la pasamos como pudimos. Montamos las tiendas y nos metimos en ellas de cualquier manera. Estábamos agotados físicamente y hundidos psicológicamente. Yo traté de cumplir mis tareas de periodista y me mantuve levantado algo más que el resto. Eso me permitió ver que Shackleton no debió de dormir en toda la noche. Paseaba con expresión grave por entre las tiendas y no perdía de vista ni al barco ni al hielo.
Eso le hizo advertir que una grieta en el hielo crecía desmesuradamente muy cerca de las tiendas. Dio la voz de alarma y pese al cansancio todos nos levantamos y cambiamos la ubicación del campamento, alejándonos del barco y buscando el refugio del interior del témpano donde nos encontrábamos.
A la mañana siguiente volvió a despertarnos. En compañía de Wild habían subido al barco y recogido algunas cosas de comer, luego improvisaron un fogón y después de calentar leche, pasaron tienda por tienda repartiéndola.
Los hombres acogieron esto con tal naturalidad que hizo que Wild, con esa sorna con la que suele hablar, comentase en alta voz: “caballeros, si alguno quiere que también le limpiemos las botas, sólo tiene que ponerlas fuera.”
Unas sentidas palabras
Poco después, posiblemente para servirse del estado bienestar fisiológico que siempre produce la comida, nos reunió. Sin ambages, nos describió la situación en que nos encontrábamos y enumeró los distintos lugares a los que podríamos dirigirnos en busca de ayuda, que evidentemente no eran muchos.
Estaba claro que las corrientes del mar de Weddell nos estaban moviendo hacia el Norte. Su plan era caminar nosotros también sobre el hielo en esa misma dirección para así acelerar el proceso y antes de que terminase el verano poder alcanzar alguna de las estaciones balleneras de la Península Antártica.
Nos comentó que nos llevaríamos algunos botes, aunque eso significase que tuviéramos que subirlos sobre trineos y tirar de ellos, porque estaba convencido que tendríamos que utilizarlos cerca de la costa cuando el hielo se fuese derritiendo.
Tenía el gesto serio. No ocultó los sinsabores que nos esperaban, pero en su voz había una seguridad que despertó nuestra confianza en que conseguiríamos salvarlos. Terminó con una frase que nos emocionó a todos porque no había ni un ápice de duda cuando exclamó:
“Muchachos, nos vamos a casa”.
Le vitoreamos a rabiar.
Para los marineros había ocurrido lo que más habían temido en toda su vida en el mar: naufragar. Aunque ahora la tragedia quedaba amortiguada por el hecho de que el hielo que nos rodeaba, y sobre el que estábamos, les ofrecía una extraña impresión de solidez. Parecía que estaban sobre un suelo nevado, aunque bien sabían que era una costra que nos separaba de un abismo de agua.
Para mí, un pobre reportero que pensaba que iba a conseguir el gran reportaje de su vida al acompañar, aunque fuese por unas semanas a la expedición del gran explorador inglés, aquello era una pesadilla de la que incluso pensaba que podría despertar de un momento a otro.
De entre estos grupos no sabía dónde encajar a Worsley, para un capitán su barco es algo más que su hogar, como le pasaba a sus marineros y a todos nosotros. Para él el barco es su razón de ser, su responsabilidad, su motivación. Daba pena ver cómo miraba su barco retorcido por los hielos, doblegado por la presión, destrozado por aquellas fuerzas inclementes hasta convertirlo en poco más que astillas.
Para todos, el pisar el hielo donde nos encontrábamos era, en cierto modo, como sentir a nuestro salvador, dado que nos parecía mantener una sensación de normalidad. Pero el capitán parecía recordar en cada pisada que aquel hielo era el sádico causante de las heridas mortales que habían llevado a la muerte a su barco.
Acampados en el hielo
La primera noche la pasamos como pudimos. Montamos las tiendas y nos metimos en ellas de cualquier manera. Estábamos agotados físicamente y hundidos psicológicamente. Yo traté de cumplir mis tareas de periodista y me mantuve levantado algo más que el resto. Eso me permitió ver que Shackleton no debió de dormir en toda la noche. Paseaba con expresión grave por entre las tiendas y no perdía de vista ni al barco ni al hielo.
Eso le hizo advertir que una grieta en el hielo crecía desmesuradamente muy cerca de las tiendas. Dio la voz de alarma y pese al cansancio todos nos levantamos y cambiamos la ubicación del campamento, alejándonos del barco y buscando el refugio del interior del témpano donde nos encontrábamos.
A la mañana siguiente volvió a despertarnos. En compañía de Wild habían subido al barco y recogido algunas cosas de comer, luego improvisaron un fogón y después de calentar leche, pasaron tienda por tienda repartiéndola.
Los hombres acogieron esto con tal naturalidad que hizo que Wild, con esa sorna con la que suele hablar, comentase en alta voz: “caballeros, si alguno quiere que también le limpiemos las botas, sólo tiene que ponerlas fuera.”
Unas sentidas palabras
Poco después, posiblemente para servirse del estado bienestar fisiológico que siempre produce la comida, nos reunió. Sin ambages, nos describió la situación en que nos encontrábamos y enumeró los distintos lugares a los que podríamos dirigirnos en busca de ayuda, que evidentemente no eran muchos.
Estaba claro que las corrientes del mar de Weddell nos estaban moviendo hacia el Norte. Su plan era caminar nosotros también sobre el hielo en esa misma dirección para así acelerar el proceso y antes de que terminase el verano poder alcanzar alguna de las estaciones balleneras de la Península Antártica.
Nos comentó que nos llevaríamos algunos botes, aunque eso significase que tuviéramos que subirlos sobre trineos y tirar de ellos, porque estaba convencido que tendríamos que utilizarlos cerca de la costa cuando el hielo se fuese derritiendo.
Tenía el gesto serio. No ocultó los sinsabores que nos esperaban, pero en su voz había una seguridad que despertó nuestra confianza en que conseguiríamos salvarlos. Terminó con una frase que nos emocionó a todos porque no había ni un ápice de duda cuando exclamó:
“Muchachos, nos vamos a casa”.
Le vitoreamos a rabiar.
28 de octubre de 1915
Nunca imaginé que tuviera que escuchar esa orden. El hielo no nos ha perdida el haber profanado sus dominios y no ha cejado hasta triturar nuestro barco. Los desgarradores crujidos de la estructura de madera se unen a los sordos lamentos de nuestras almas en un coro que parece implicar ayuda. ¡¡ Qué va a ser de nosotros sin nuestro Endurance !!
Hicimos todo lo que pudimos pero al final tuvimos que abandonar el barco
Haber resistido al último ataque de los hielos y el hecho de que apareciesen algunas canales en la superficie del mar congelado nos hacía pensar que pronto saldríamos de aquí.
Aunque el día del año en que escribo esto haga pensar que estamos camino del invierno, les recuerdo que en el hemisferio Sur lo que estamos es acercándonos al verano. Por lo que todos pensábamos que, con un poco de suerte podríamos salir de ésta. Pero, no ha sido así.
Durante tres días hemos luchado con todas nuestras fuerzas por salvar a este barco, que es lo único que tenemos, nuestra casa y nuestro cobijo, de la furia de estos hielos. Pusimos todo nuestro empeño, pero no logramos.
El hielo presiono inmisericorde contra los costados del barco, arrancando parte del codaste del entarimado de estribor y abriendo una tremenda vía de agua. Worsley mandó llamar al carpintero, McNish, y éste con un simple vistazo supo lo que tenía que hacer. No era la primera vez que se las veía con un problema de este tipo.
Las bombas no funcionan
Mientras el carpintero trataba de sellar la parte posterior del barco para evitar la entrada de agua, había que tratar de sacar toda el agua que ya estaba dentro. Para ello la única solución eran las bombas manuales, un sistema normal en este tipo de situación. Sin embargo, algo pasaba porque pese a todos los esfuerzos de los marineros que accionaban las bombas, el agua no salía.
El mecanismo de una bomba es tan sencillo que no cabía una avería y menos en todas a la vez. El motivo se sugirió pronto: el frío había congelado el agua de los conductos de las bombas. Worsley se llevó a un par de hombres a la zona donde se almacena el carbón y por donde pasaba la tubería que se había congelado. Uno tras otro los cubos de agua hirviendo trataron de fundir el bloque compacto de hielo que obstruía la tubería.
Al final tuvo que ser un soplete el que consiguió calentar el metal lo suficiente para que el hielo se fundiese y el agua volviese a fluir. Había pasado más de una hora en realizar esta operación, pero el resultado no podía ser mejor, las bombas comenzaron a funcionar y, al menos, el nivel del agua ya no subía a tanta velocidad.
Supongo que ninguno de ustedes ha manejado una de estas bombas. Pues les puedo decir que es un trabajo agotador y que estos hombres acostumbrados a los trabajos más duro no podían aguantar más de 15 minutos, después tenían que ser relevados por sus compañeros.
Así estuvimos toda la noche, un cuarto de hora en las bombas y luego un descanso similar para volver a accionar las bombas. A la mañana siguiente, todos estábamos tan cansados que íbamos dando
trompicones por cubierta.
Después de 24 horas de trabajo, el carpintero terminó su trabajo, pero pese a todo, el agua seguía entrando y se tuvo que continuar achicando agua. Así hora tras hora, durante todo un día y otra noche. Mientras la presión del hielo no cesaba y la estructura del barco se retorcía produciendo unos sonidos que se parecían, y no les exagero, a los gritos de dolor de un animal herido
El canto de los pingüinos
Llevábamos dos días de lucha incesante cuando un grupo de diez pingüinos emperador, nadie sabe de dónde salieron, se aproximaron al barco. Durante un rato se quedaron mirando el desalentador espectáculo de nuestro barco, como considerando la situación. Luego, comenzaron a emitir una especie tonada compuesta con chillidos a cual más lastimero.
Nadie había visto a los pingüinos comportarse hasta ahora así y, aquella especie de canto fúnebre, no fue la mejor medicina para nuestros deprimidos espíritus. Miré a Shackleton que le tenía muy cerca. Se mordía el labio. Aquello era un mal presagio.
Pese a todos seguimos luchando. Pasó otra noche y llegó otro día. Las cosas no mejoraban. Todo lo contrario, la presión del hielo aumentaba, como ensañándose con un enemigo al que ya tiene aniquilado a sus pies. Los estampidos de las vigas al romperse parecían sentenciar la suerte del barco.
Finalmente, Shackelton, que ya había ordenado bajar todos los equipos y las provisiones al hielo, hizo un gesto a Frank Wild. No hacían falta palabras, los dos sabían que todo había terminado y se ordenó la evacuación del barco.
Aunque el día del año en que escribo esto haga pensar que estamos camino del invierno, les recuerdo que en el hemisferio Sur lo que estamos es acercándonos al verano. Por lo que todos pensábamos que, con un poco de suerte podríamos salir de ésta. Pero, no ha sido así.
Durante tres días hemos luchado con todas nuestras fuerzas por salvar a este barco, que es lo único que tenemos, nuestra casa y nuestro cobijo, de la furia de estos hielos. Pusimos todo nuestro empeño, pero no logramos.
El hielo presiono inmisericorde contra los costados del barco, arrancando parte del codaste del entarimado de estribor y abriendo una tremenda vía de agua. Worsley mandó llamar al carpintero, McNish, y éste con un simple vistazo supo lo que tenía que hacer. No era la primera vez que se las veía con un problema de este tipo.
Las bombas no funcionan
Mientras el carpintero trataba de sellar la parte posterior del barco para evitar la entrada de agua, había que tratar de sacar toda el agua que ya estaba dentro. Para ello la única solución eran las bombas manuales, un sistema normal en este tipo de situación. Sin embargo, algo pasaba porque pese a todos los esfuerzos de los marineros que accionaban las bombas, el agua no salía.
El mecanismo de una bomba es tan sencillo que no cabía una avería y menos en todas a la vez. El motivo se sugirió pronto: el frío había congelado el agua de los conductos de las bombas. Worsley se llevó a un par de hombres a la zona donde se almacena el carbón y por donde pasaba la tubería que se había congelado. Uno tras otro los cubos de agua hirviendo trataron de fundir el bloque compacto de hielo que obstruía la tubería.
Al final tuvo que ser un soplete el que consiguió calentar el metal lo suficiente para que el hielo se fundiese y el agua volviese a fluir. Había pasado más de una hora en realizar esta operación, pero el resultado no podía ser mejor, las bombas comenzaron a funcionar y, al menos, el nivel del agua ya no subía a tanta velocidad.
Supongo que ninguno de ustedes ha manejado una de estas bombas. Pues les puedo decir que es un trabajo agotador y que estos hombres acostumbrados a los trabajos más duro no podían aguantar más de 15 minutos, después tenían que ser relevados por sus compañeros.
Así estuvimos toda la noche, un cuarto de hora en las bombas y luego un descanso similar para volver a accionar las bombas. A la mañana siguiente, todos estábamos tan cansados que íbamos dando
trompicones por cubierta.
Después de 24 horas de trabajo, el carpintero terminó su trabajo, pero pese a todo, el agua seguía entrando y se tuvo que continuar achicando agua. Así hora tras hora, durante todo un día y otra noche. Mientras la presión del hielo no cesaba y la estructura del barco se retorcía produciendo unos sonidos que se parecían, y no les exagero, a los gritos de dolor de un animal herido
El canto de los pingüinos
Llevábamos dos días de lucha incesante cuando un grupo de diez pingüinos emperador, nadie sabe de dónde salieron, se aproximaron al barco. Durante un rato se quedaron mirando el desalentador espectáculo de nuestro barco, como considerando la situación. Luego, comenzaron a emitir una especie tonada compuesta con chillidos a cual más lastimero.
Nadie había visto a los pingüinos comportarse hasta ahora así y, aquella especie de canto fúnebre, no fue la mejor medicina para nuestros deprimidos espíritus. Miré a Shackleton que le tenía muy cerca. Se mordía el labio. Aquello era un mal presagio.
Pese a todos seguimos luchando. Pasó otra noche y llegó otro día. Las cosas no mejoraban. Todo lo contrario, la presión del hielo aumentaba, como ensañándose con un enemigo al que ya tiene aniquilado a sus pies. Los estampidos de las vigas al romperse parecían sentenciar la suerte del barco.
Finalmente, Shackelton, que ya había ordenado bajar todos los equipos y las provisiones al hielo, hizo un gesto a Frank Wild. No hacían falta palabras, los dos sabían que todo había terminado y se ordenó la evacuación del barco.
21 de octubre de 1915
Por unas pocas horas creímos que íbamos a escapar de nuestra prisión. Posiblemente lo hubiésemos logrado de no ser por una avería en las calderas. Luego el carcelero helado que nos aprisiona nos hizo pagar nuestra osadía. No sé qué va a ser de nosotros.
Un durante un tiempo que se nos hizo interminable el Endurance siguió inclinándose. Muchos pensamos que todo estaba ya perdido.
Han pasado muchas cosas desde mi última crónica. Hoy hace una semana que el tempano que había estado aplastando la borda de estribor desde hacía tres meses se distanció. Aliviado de la presión el Endurance volvió a flotar en una pequeña laguna de agua.
Hacía nueve meses que el barco había quedado anclado en el hielo y el sentirlo balancearse en el agua fue una sensación inolvidable. Muchos incluso llegaron a bromear con que había “roto aguas” después de un embarazo.
Durante un par de días, y pese a que la temperatura seguía rondando los diez grados bajo cero, la banquisa parecía disolverse a nuestro alrededor. No se pueden imaginar lo que eso suponía para nosotros. Era como si las cadenas que nos aprisionaban se fueran disolviendo.
¡ Enciendan las calderas !
Cuánto habíamos esperado escuchar esa orden de boca de Shackleton. No tuvo que repetirla dos veces. Durante varias horas la tripulación no escatimó esfuerzos, aunque era un trabajo agotador. Creo que más de uno ya se veía navegando de regreso a casa.
Entonces surgió una voz de alarma. Se perdía agua por uno de los ajustes. De mala gana hubo que descargar la mayor parte del agua para que los mecánicos arreglaran la fuga. Cuando lo terminaron ya era de noche y no tenía sentido tratar de encender la caldera para abrirse paso en la oscuridad. De mala gana nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente descubrimos que por la proa se había abierto un paso de agua. Había que aprovechar esa oportunidad, pero no había tiempo para encender la caldera y dar la suficiente presión para que las hélices propulsaran el barco, así que se izaron todas las velas.
Pero el barco, como si una fuerza invisible le tuviese anclado, no se movió.
Como si todos los elementos quisieran confabularse, una espesa niebla lo cubrió todo. Además, comenzó una copiosa nevada. Tendríamos que esperar un poco más. Bien pensado después de nueve meses, qué más daba un día más.
El hielo no perdona
Pero al día siguiente la abertura había desaparecido, y como si lo que hubiéramos visto fuera un espejismo volvíamos a estar rodeados. Todavía peor, los hielos comenzaban a presionar el casco de nuevo.
En pocos minutos la situación tomó un cariz preocupante. El barco se estremecía como nunca antes lo había hecho. Era como si una zarpa gigante quisiera castigarnos por aquel intento de escapada.
De repente el Endurance recibió un golpe terrible y se inclinó hacia babor. Fue tan brutal la sacudida que todo lo que no estaba fijado se cayó al suelo, o fue arrastrado hacia un lado. En unos segundos el barco se escoró 20 grados a babor.
La inclinación fue tal que lámparas encendidas cayeron al suelo y provocaron varios incendios. Entre los gritos alertando del fuego y las carreras para apagarlo, el barco siguió inclinándose. Ya parecía que íbamos a volcar sin remisión cuando el movimiento se paró a los 30 grados.
No sé si ustedes se hacen una idea de lo que es esa inclinación, pero yo les sugiero que piensen lo que sentirían si el suelo y las paredes de su habitación se hubiesen desplazado ese ángulo. Simplemente: horroroso.
Afortunadamente, poco después la presión cedió y el barco se enderezó lentamente. El hielo nos había recordado que estábamos en sus dominios y que podía estrujarnos cuando quisiera. Creo que muy pocos pudieron dormir esa noche.
Hacía nueve meses que el barco había quedado anclado en el hielo y el sentirlo balancearse en el agua fue una sensación inolvidable. Muchos incluso llegaron a bromear con que había “roto aguas” después de un embarazo.
Durante un par de días, y pese a que la temperatura seguía rondando los diez grados bajo cero, la banquisa parecía disolverse a nuestro alrededor. No se pueden imaginar lo que eso suponía para nosotros. Era como si las cadenas que nos aprisionaban se fueran disolviendo.
¡ Enciendan las calderas !
Cuánto habíamos esperado escuchar esa orden de boca de Shackleton. No tuvo que repetirla dos veces. Durante varias horas la tripulación no escatimó esfuerzos, aunque era un trabajo agotador. Creo que más de uno ya se veía navegando de regreso a casa.
Entonces surgió una voz de alarma. Se perdía agua por uno de los ajustes. De mala gana hubo que descargar la mayor parte del agua para que los mecánicos arreglaran la fuga. Cuando lo terminaron ya era de noche y no tenía sentido tratar de encender la caldera para abrirse paso en la oscuridad. De mala gana nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente descubrimos que por la proa se había abierto un paso de agua. Había que aprovechar esa oportunidad, pero no había tiempo para encender la caldera y dar la suficiente presión para que las hélices propulsaran el barco, así que se izaron todas las velas.
Pero el barco, como si una fuerza invisible le tuviese anclado, no se movió.
Como si todos los elementos quisieran confabularse, una espesa niebla lo cubrió todo. Además, comenzó una copiosa nevada. Tendríamos que esperar un poco más. Bien pensado después de nueve meses, qué más daba un día más.
El hielo no perdona
Pero al día siguiente la abertura había desaparecido, y como si lo que hubiéramos visto fuera un espejismo volvíamos a estar rodeados. Todavía peor, los hielos comenzaban a presionar el casco de nuevo.
En pocos minutos la situación tomó un cariz preocupante. El barco se estremecía como nunca antes lo había hecho. Era como si una zarpa gigante quisiera castigarnos por aquel intento de escapada.
De repente el Endurance recibió un golpe terrible y se inclinó hacia babor. Fue tan brutal la sacudida que todo lo que no estaba fijado se cayó al suelo, o fue arrastrado hacia un lado. En unos segundos el barco se escoró 20 grados a babor.
La inclinación fue tal que lámparas encendidas cayeron al suelo y provocaron varios incendios. Entre los gritos alertando del fuego y las carreras para apagarlo, el barco siguió inclinándose. Ya parecía que íbamos a volcar sin remisión cuando el movimiento se paró a los 30 grados.
No sé si ustedes se hacen una idea de lo que es esa inclinación, pero yo les sugiero que piensen lo que sentirían si el suelo y las paredes de su habitación se hubiesen desplazado ese ángulo. Simplemente: horroroso.
Afortunadamente, poco después la presión cedió y el barco se enderezó lentamente. El hielo nos había recordado que estábamos en sus dominios y que podía estrujarnos cuando quisiera. Creo que muy pocos pudieron dormir esa noche.
7 de octubre de 1915
A veces nos pensamos que los seres que están bajo la superficie de las aguas del mar llevan una vida apacible y feliz, que tienen comida en abundancia y que pocos son los peligros que tienen que afrontar. Nos equivocamos. Esta semana, la caza de unas focas me ha hecho conocer, de primera mano, la filosofía de vida de Shackleton.
La captura de este par de focas ha supuesto un alivio para nuestra mermada despensa de carne para los perros
Después de la dura presión que los hielos ejercieron sobre el Endurance la semana ha transcurrido tranquila, incluso como si la Antártida hubiera querido rendir un homenaje a la tenacidad de nuestro barco, hasta se abrieron unos canales de agua a nuestro alrededor.
No eran lo suficientemente amplios como para que pudiéramos intentar escapar, pero sí por lo menos para atraer a algunas focas y que éstas salieran a tumbarse sobre la superficie helada.
Eso significó que se pusieron a tiro de nuestros cazadores, en especial de Wild que no suele fallar un disparo. Especialmente cuando eso significa comida.
Un pequeño cambio en nuestra dieta
El primer día mató dos focas cangrejeras de bastante buen tamaño. Todos nos alegramos, especialmente los perros que ese día volvieron a tener carne en abundancia. Nosotros también, puesto que el hígado de foca es un manjar. De sabor fuerte pero sabroso y nutritivo.
Para el Jefe también fueron buenas noticias, puesto que las reservas de comida de los perros se estaban terminando.
Eché una mano para despellejarlas. Aquello no me gustó tanto y terminé lleno de sangre, pero no quise parecer un pusilánime y traté de mantener el gesto de tipo duro. No sé si lo conseguí.
Una de las cosas que más me sorprendió fue las grandes cicatrices que cubrían el cuerpo de las focas. Ambas tenían dos grandes marcas separadas unos centímetros. No hacía falta ser muy listo para intuir que eran consecuencia de un encuentro con las orcas.
Hay que luchar hasta el final
Al día siguiente volvimos a cazar otra foca. Nuevamente me ofrecí a ayudar a descuartizarla. Esta vez Shackleton estaba con nosotros.
Como el día anterior, ésta también tenía unas profundas marcas de los dientes de una orca en su piel. En este caso eran cuatro cicatrices paralelas, de cuarenta centímetros de largo a cada lado del cuerpo que llegaban hasta una de las aletas.
-¿Te has fijado, Alex?-Escuché decir a Shackleton- Casi le arrancan la aleta. Se escapó de los dientes de esa condenada orca por muy poco. Hay que luchar hasta el final. No hay que darse nunca por vencido.
Aunque se estaba dirigiendo a mí, hablaba en voz muy alta para que todos le escucharan. Sus hombres, aparentaron que seguían concentrados en sus trabajos, pero noté cómo hubo un rápido intercambio de miradas entre ellos.
Todos se habían percatado del mensaje. Y yo, que tenía las manos chorreando sangre, nunca lo olvidaré. Espero que ustedes también lo recuerden.
No eran lo suficientemente amplios como para que pudiéramos intentar escapar, pero sí por lo menos para atraer a algunas focas y que éstas salieran a tumbarse sobre la superficie helada.
Eso significó que se pusieron a tiro de nuestros cazadores, en especial de Wild que no suele fallar un disparo. Especialmente cuando eso significa comida.
Un pequeño cambio en nuestra dieta
El primer día mató dos focas cangrejeras de bastante buen tamaño. Todos nos alegramos, especialmente los perros que ese día volvieron a tener carne en abundancia. Nosotros también, puesto que el hígado de foca es un manjar. De sabor fuerte pero sabroso y nutritivo.
Para el Jefe también fueron buenas noticias, puesto que las reservas de comida de los perros se estaban terminando.
Eché una mano para despellejarlas. Aquello no me gustó tanto y terminé lleno de sangre, pero no quise parecer un pusilánime y traté de mantener el gesto de tipo duro. No sé si lo conseguí.
Una de las cosas que más me sorprendió fue las grandes cicatrices que cubrían el cuerpo de las focas. Ambas tenían dos grandes marcas separadas unos centímetros. No hacía falta ser muy listo para intuir que eran consecuencia de un encuentro con las orcas.
Hay que luchar hasta el final
Al día siguiente volvimos a cazar otra foca. Nuevamente me ofrecí a ayudar a descuartizarla. Esta vez Shackleton estaba con nosotros.
Como el día anterior, ésta también tenía unas profundas marcas de los dientes de una orca en su piel. En este caso eran cuatro cicatrices paralelas, de cuarenta centímetros de largo a cada lado del cuerpo que llegaban hasta una de las aletas.
-¿Te has fijado, Alex?-Escuché decir a Shackleton- Casi le arrancan la aleta. Se escapó de los dientes de esa condenada orca por muy poco. Hay que luchar hasta el final. No hay que darse nunca por vencido.
Aunque se estaba dirigiendo a mí, hablaba en voz muy alta para que todos le escucharan. Sus hombres, aparentaron que seguían concentrados en sus trabajos, pero noté cómo hubo un rápido intercambio de miradas entre ellos.
Todos se habían percatado del mensaje. Y yo, que tenía las manos chorreando sangre, nunca lo olvidaré. Espero que ustedes también lo recuerden.
Editor del Blog
Javier Cacho
Javier Cacho es científico y escritor especializado en historia de la exploración polar.
Fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresó en otras cinco ocasiones, las últimas como jefe de la base antártica Juan Carlos I. Recientemente ha publicado “Amundsen-Scott, duelo en la Antártida” (2011), y “Shackleton, el indomable” (2013). En el blog, recrea la expedición de Shackleton a través de un periodista imaginario, Alexander Vera O’Hara.
Fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresó en otras cinco ocasiones, las últimas como jefe de la base antártica Juan Carlos I. Recientemente ha publicado “Amundsen-Scott, duelo en la Antártida” (2011), y “Shackleton, el indomable” (2013). En el blog, recrea la expedición de Shackleton a través de un periodista imaginario, Alexander Vera O’Hara.
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Blog de Tendencias21 sobre la legendaria expedición de Shackleton a la Antártida
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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