El mi anterior crónica les contaba que habíamos abandona el campamento Océano para, llevando todas nuestras pocas pertenencias con nosotros, y tratar de acercarnos a isla Paulet donde hay almacenados una gran cantidad de víveres que nos serán de gran utilidad en las circunstancias en que nos encontramos.
También les comentaba las dificultades que habíamos tenido para avanzar. Aunque la capa de hielo que tenemos por debajo mide cerca de dos metros de espesor, la parte superior está medio derretida, lo que significa que al pisar te vas hundiendo hasta los tobillos, y a veces hasta las rodillas, en una especie de granizado de hielo.
Aunque tratamos de avanzar de noche para que el frío nocturno haya vuelto a congelar la superficie, a veces no aguanta nuestro peso y nos hundimos igualmente. En estas condiciones se pueden imaginar que estábamos agotados e irascibles. Unos trataban de liberar su rabia con improperios y otros nos los callábamos porque no iban a solucionar nada.
Rebelión en el hielo
En aquellas circunstancias pasó lo que tenía que pasar. El carpintero McNish se enfrentó con Worsley y se negó a seguir haciendo aquel trabajo inhumano, puesto que –según argumentaba- como el barco se había hundido el capitán ya no tenía autoridad sobre él para mandarle nada.
Siento decirlo, pero Worsley no supo manejar la situación, es un buen navegante, tiene un gran sentido de la orientación y maneja el sextante como nadie, pero no sabe llevar a sus hombres. Y aquello muy posiblemente hubiera terminado en las manos, de no ser porque alguien fue a llamar a Shakleton.
Su llegada produjo una gran expectación. Al principio no dijo nada, se marchó a buscar algo en el bulto donde tenía sus cosas personales. Durante unos instantes continuaron las murmuraciones entre unos y otros, hasta que reaparecer con unos papeles en las manos. Entonces, empezó a leer en alta voz los nombres de cada uno de nosotros.
Aquello nos dejó desconcertados, era evidente que estábamos todos, ¿a dónde podía haberse marchado alguien?. Además, para qué le hacía falta una lista para llamarnos, nos conocía a todos perfectamente.
Los primeros respondieron malhumorados, pero respondieron y un silencio respetuoso se fue extendiendo por el grupo. Entonces me di cuenta del efecto psicológico que tenía sobre los hombres algo tan aparentemente anodino como el ”pasar lista”. Era algo que les recordaba el colegio, el ejército…sin tener que expresarlo con palabras, el Jefe les estaba diciendo que allí él era la autoridad.
Cuando terminó les leyó algunas de las cláusulas del contrato que habían firmado. Una de ellas decía que tendrían que obedecer al jefe de la expedición tanto en el barco como en la costa. Y que donde estaban era la costa, luego-según la ley- tendrían que obedecerle. No dijo nada más y mandó un descanso de unos minutos.
Unas palabras a solas
Aprovechó ese tiempo para acercarse a McNish y decirle que le siguiera. Los dos hombres se alejaron unos pasos para que nadie escuchase lo que hablaban. Yo, como buen periodista, no pude evitar el seguirles ocultándome detrás de uno de los trineos.
No hablaron mucho, cuando llegué a su altura pude escuchar al Jefe decirle que en el bolsillo llevaba una pistola y que no dudaría en utilizarla si fuera necesario. Desde donde estaba no podía ver la cara de Shackleton, pero sí la del carpintero. Por la expresión que tenía parecía que había visto al diablo en persona.
Al rato, cuando volvieron a llamar al trabajo. Todos, incluido McNish, volvieron a tirar de los trineos.
Según avanzó el día el estado de la superficie helada se complicó más, por todas partes había canales de agua que impedían continuar avanzando y Shackleton se vio obligado a decir que así no podríamos seguir adelante y que habría que volver a montar el campamento.
Cuando lo dijo me quedé sorprendido, estaba reconociendo que se había equivocado y pensé que aquello iba a hacerle perder el respeto ante sus hombres, pero no fue así. Todos lo aceptaron con naturalidad.
También les comentaba las dificultades que habíamos tenido para avanzar. Aunque la capa de hielo que tenemos por debajo mide cerca de dos metros de espesor, la parte superior está medio derretida, lo que significa que al pisar te vas hundiendo hasta los tobillos, y a veces hasta las rodillas, en una especie de granizado de hielo.
Aunque tratamos de avanzar de noche para que el frío nocturno haya vuelto a congelar la superficie, a veces no aguanta nuestro peso y nos hundimos igualmente. En estas condiciones se pueden imaginar que estábamos agotados e irascibles. Unos trataban de liberar su rabia con improperios y otros nos los callábamos porque no iban a solucionar nada.
Rebelión en el hielo
En aquellas circunstancias pasó lo que tenía que pasar. El carpintero McNish se enfrentó con Worsley y se negó a seguir haciendo aquel trabajo inhumano, puesto que –según argumentaba- como el barco se había hundido el capitán ya no tenía autoridad sobre él para mandarle nada.
Siento decirlo, pero Worsley no supo manejar la situación, es un buen navegante, tiene un gran sentido de la orientación y maneja el sextante como nadie, pero no sabe llevar a sus hombres. Y aquello muy posiblemente hubiera terminado en las manos, de no ser porque alguien fue a llamar a Shakleton.
Su llegada produjo una gran expectación. Al principio no dijo nada, se marchó a buscar algo en el bulto donde tenía sus cosas personales. Durante unos instantes continuaron las murmuraciones entre unos y otros, hasta que reaparecer con unos papeles en las manos. Entonces, empezó a leer en alta voz los nombres de cada uno de nosotros.
Aquello nos dejó desconcertados, era evidente que estábamos todos, ¿a dónde podía haberse marchado alguien?. Además, para qué le hacía falta una lista para llamarnos, nos conocía a todos perfectamente.
Los primeros respondieron malhumorados, pero respondieron y un silencio respetuoso se fue extendiendo por el grupo. Entonces me di cuenta del efecto psicológico que tenía sobre los hombres algo tan aparentemente anodino como el ”pasar lista”. Era algo que les recordaba el colegio, el ejército…sin tener que expresarlo con palabras, el Jefe les estaba diciendo que allí él era la autoridad.
Cuando terminó les leyó algunas de las cláusulas del contrato que habían firmado. Una de ellas decía que tendrían que obedecer al jefe de la expedición tanto en el barco como en la costa. Y que donde estaban era la costa, luego-según la ley- tendrían que obedecerle. No dijo nada más y mandó un descanso de unos minutos.
Unas palabras a solas
Aprovechó ese tiempo para acercarse a McNish y decirle que le siguiera. Los dos hombres se alejaron unos pasos para que nadie escuchase lo que hablaban. Yo, como buen periodista, no pude evitar el seguirles ocultándome detrás de uno de los trineos.
No hablaron mucho, cuando llegué a su altura pude escuchar al Jefe decirle que en el bolsillo llevaba una pistola y que no dudaría en utilizarla si fuera necesario. Desde donde estaba no podía ver la cara de Shackleton, pero sí la del carpintero. Por la expresión que tenía parecía que había visto al diablo en persona.
Al rato, cuando volvieron a llamar al trabajo. Todos, incluido McNish, volvieron a tirar de los trineos.
Según avanzó el día el estado de la superficie helada se complicó más, por todas partes había canales de agua que impedían continuar avanzando y Shackleton se vio obligado a decir que así no podríamos seguir adelante y que habría que volver a montar el campamento.
Cuando lo dijo me quedé sorprendido, estaba reconociendo que se había equivocado y pensé que aquello iba a hacerle perder el respeto ante sus hombres, pero no fue así. Todos lo aceptaron con naturalidad.