Fueron horas de un trabajo agotador
Recuerdo que cuando Shackleton nos habló de avanzar caminando por aquel paisaje de hielos retorcidos, para tratar de escapar del lugar a donde nos había conducido nuestro infortunio, todos le respondimos entusiasmados.
No fuimos igual de entusiastas cuando nos alertó sobre la dureza de tirar de un trineo sobre el hielo o cuando nos advirtió de no llevar más un kilogramo de objetos personales por persona. Todos nos creíamos que un poco de peso más no importaba y sólo su ejemplo al deshacerse de lo superfluo nos hizo cumplir sus órdenes.
Estos días hemos comprendido ambas cosas, que cuando estás agotado al límite cada gramo se siente como una tonelada y que esta superficie, aparentemente blanca e inmaculada, se puede convertir en el peor de los terrenos para caminar, especialmente si arrastras un cargamento tan pesado como el nuestro.
La marcha más agotadora
Costó prepararlo todo para avanzar por aquel mar de helado donde la presión de los hielos había levantado obstáculos en todas partes.
Al final, cuando todo estuvo listo salió el primer equipo formado por Shackleton y tres hombres más, armados con picos, piquetas, palas y todo objeto contundente que pudiese romper el hielo. Su objetivo era seleccionar la ruta más cómoda y allanar o rellenar, según fuera el caso, todos los obstáculos que se iban encontrando.
Les seguían los grupos de los perros, que parecían no tener grandes dificultades en tirar de unos trineos que pesaban unos 400 kilogramos cada uno. Avanzaban, se les soltaba del trineo y volvían a tirar de otro. Todo entre un concierto de ladridos que sólo se acallaba cuando el esfuerzo de tirar les exigía toda su atención.
Después venían los dos grandes trineos donde en cada uno se había montado un bote salvavidas. Aquellos sí que era agotador. Nunca nos hubiéramos podido imaginar hasta qué punto.
Como los botes pesaban casi una tonelada, los trineos se hundían en la nieve multiplicando la resistencia al avance. El peor momento era ponerse en marcha. Éramos quince hombres tirando con todas nuestras fuerzas pero aquello parecía no moverse. Afortunadamente llevábamos arneses que nos permitían inclinarnos hacia adelante, en algún caso nos llegábamos a poner paralelos al suelo.
Cuando el trineo se ponía en movimiento, la resistencia de la nieve se hacía algo menor. Era el momento de avanzar. Tengo que reconocer que era una sensación maravillosa notar que aquel monstruo se movía. Pero bastaba encontrar un pequeño amontonamiento de hielo o que uno de los nuestros perdiera el pie y cayese, para que la comitiva se detuviera y hubiera que afrontar de nuevo el ponerla en movimiento.
Cuando habíamos logrado avanzar un centenar de metros, volvíamos a por el otro trineo cargado con el otro bote. Así hora tras horas de un esfuerzo agotador.
Campamento Océano
Así estuvimos dos días. Sudábamos por el esfuerzo y en cuanto nos quedábamos quietos el sudor se nos congelaba en la piel. Pero lo peor no fue ni el trabajo, ni el frío, lo peor fueron los resultados conseguidos. No avanzamos más de tres kilómetros por día, y puesto que muchas veces teníamos que cambiar de rumbo y rodear para evitar los grandes montículos, al final resultó que no hacíamos mucho más de kilómetro y medio en línea recta.
Era evidente que así no íbamos a ninguna parte y tres días después de haber empezado esta travesía, Shackleton decidió dar por terminado el intento. Buscó un tempano grueso, que garantizase en la medida de lo posible que no se fuese a romper de improviso, y dio la orden de dirigirse hacia él y acampar.
Reunió a los hombres, comentó que pese a los grandes esfuerzos el resultado era muy pequeño y que lo mejor era permanecer allí hasta que el movimiento del mar helado nos acercase algo más a tierra.
Personalmente me sorprendió la forma en que con total naturalidad reconoció que no tenía sentido seguir. Cualquier otro jefe hubiera seguido para demostrar que no se había equivocado o hubiese justificado de mil maneras lo que había pasado o hubiera echado la culpa a quien fuera. Él no. Reconoció que así no podíamos seguir y basta.
Mientras todos estaban ocupados montando el campamento, al que puso el nombre de Campamento Océano, estuve charlando un rato con él sobre todo esto. Le comenté, en un tono que traté que no sonara a reproche, el tremendo esfuerzo que habían hecho los hombres para nada, porque no habíamos avanzado ni tres kilómetros.
Entonces me miró con complicidad y me comentó que tenía razón, pero que desde aquí no veríamos la agonía del Endurance.
Aquí terminó la conversación, se dio la vuelta y se acercó al campamento danto órdenes a unos, bromeando con otros, echando una mano aquí y allá. Yo me quedé mirando los restos del barco. Medio ocultos por los bloques de hielo que se interponían en el camino que habíamos recorrido, los restos del barco no resultaban tan impactante como cuando, desde cerca, veías el amasijo en que se había convertido.
Tenía razón.
No fuimos igual de entusiastas cuando nos alertó sobre la dureza de tirar de un trineo sobre el hielo o cuando nos advirtió de no llevar más un kilogramo de objetos personales por persona. Todos nos creíamos que un poco de peso más no importaba y sólo su ejemplo al deshacerse de lo superfluo nos hizo cumplir sus órdenes.
Estos días hemos comprendido ambas cosas, que cuando estás agotado al límite cada gramo se siente como una tonelada y que esta superficie, aparentemente blanca e inmaculada, se puede convertir en el peor de los terrenos para caminar, especialmente si arrastras un cargamento tan pesado como el nuestro.
La marcha más agotadora
Costó prepararlo todo para avanzar por aquel mar de helado donde la presión de los hielos había levantado obstáculos en todas partes.
Al final, cuando todo estuvo listo salió el primer equipo formado por Shackleton y tres hombres más, armados con picos, piquetas, palas y todo objeto contundente que pudiese romper el hielo. Su objetivo era seleccionar la ruta más cómoda y allanar o rellenar, según fuera el caso, todos los obstáculos que se iban encontrando.
Les seguían los grupos de los perros, que parecían no tener grandes dificultades en tirar de unos trineos que pesaban unos 400 kilogramos cada uno. Avanzaban, se les soltaba del trineo y volvían a tirar de otro. Todo entre un concierto de ladridos que sólo se acallaba cuando el esfuerzo de tirar les exigía toda su atención.
Después venían los dos grandes trineos donde en cada uno se había montado un bote salvavidas. Aquellos sí que era agotador. Nunca nos hubiéramos podido imaginar hasta qué punto.
Como los botes pesaban casi una tonelada, los trineos se hundían en la nieve multiplicando la resistencia al avance. El peor momento era ponerse en marcha. Éramos quince hombres tirando con todas nuestras fuerzas pero aquello parecía no moverse. Afortunadamente llevábamos arneses que nos permitían inclinarnos hacia adelante, en algún caso nos llegábamos a poner paralelos al suelo.
Cuando el trineo se ponía en movimiento, la resistencia de la nieve se hacía algo menor. Era el momento de avanzar. Tengo que reconocer que era una sensación maravillosa notar que aquel monstruo se movía. Pero bastaba encontrar un pequeño amontonamiento de hielo o que uno de los nuestros perdiera el pie y cayese, para que la comitiva se detuviera y hubiera que afrontar de nuevo el ponerla en movimiento.
Cuando habíamos logrado avanzar un centenar de metros, volvíamos a por el otro trineo cargado con el otro bote. Así hora tras horas de un esfuerzo agotador.
Campamento Océano
Así estuvimos dos días. Sudábamos por el esfuerzo y en cuanto nos quedábamos quietos el sudor se nos congelaba en la piel. Pero lo peor no fue ni el trabajo, ni el frío, lo peor fueron los resultados conseguidos. No avanzamos más de tres kilómetros por día, y puesto que muchas veces teníamos que cambiar de rumbo y rodear para evitar los grandes montículos, al final resultó que no hacíamos mucho más de kilómetro y medio en línea recta.
Era evidente que así no íbamos a ninguna parte y tres días después de haber empezado esta travesía, Shackleton decidió dar por terminado el intento. Buscó un tempano grueso, que garantizase en la medida de lo posible que no se fuese a romper de improviso, y dio la orden de dirigirse hacia él y acampar.
Reunió a los hombres, comentó que pese a los grandes esfuerzos el resultado era muy pequeño y que lo mejor era permanecer allí hasta que el movimiento del mar helado nos acercase algo más a tierra.
Personalmente me sorprendió la forma en que con total naturalidad reconoció que no tenía sentido seguir. Cualquier otro jefe hubiera seguido para demostrar que no se había equivocado o hubiese justificado de mil maneras lo que había pasado o hubiera echado la culpa a quien fuera. Él no. Reconoció que así no podíamos seguir y basta.
Mientras todos estaban ocupados montando el campamento, al que puso el nombre de Campamento Océano, estuve charlando un rato con él sobre todo esto. Le comenté, en un tono que traté que no sonara a reproche, el tremendo esfuerzo que habían hecho los hombres para nada, porque no habíamos avanzado ni tres kilómetros.
Entonces me miró con complicidad y me comentó que tenía razón, pero que desde aquí no veríamos la agonía del Endurance.
Aquí terminó la conversación, se dio la vuelta y se acercó al campamento danto órdenes a unos, bromeando con otros, echando una mano aquí y allá. Yo me quedé mirando los restos del barco. Medio ocultos por los bloques de hielo que se interponían en el camino que habíamos recorrido, los restos del barco no resultaban tan impactante como cuando, desde cerca, veías el amasijo en que se había convertido.
Tenía razón.