Ocurrió al poco de haber enviado mi anterior crónica. Fue por la tarde, todos nos encontrábamos en nuestras tiendas jugando a las cartas, leyendo, charlando, pensando o dormitando, cuando escuchamos la inconfundible voz del Jefe “Se nos va, muchachos. Se nos va”.
En un instante todos estábamos fuera y sin necesidad de que nadie nos lo dijera mirábamos en la dirección donde estaba el Endurance. Allí, a unos tres kilómetros de distancia, nuestro barco vivía su agonía final.
Lo primero en desaparecer fue la proa, entonces el barco basculó y la popa se elevó en el aire, como si quisiera vernos por última vez. Luego se zambulló decidida, sin miedo, y desapareció. Un instante después, el hielo, como si fuera un sudario, se cerraba sobre el lugar donde había permanecido orgullosa pese a sus mortales heridas.
Fue un trago amargo
La distancia amortiguó los sonidos de aquella despedida. Pero quizás por eso la visión nos caló más hondo. Todos sabíamos que su fin estaba próximo. Poco quedaba ya de la gallarda figura que vi hace un año en el puerto de Buenos Aires.
Los mástiles rotos, el maderamente estallado, los cabos enmarañados… la destrucción se había apoderado de aquel barco que había sido construido años atrás para llevar turistas al Ártico, y que luego la inestabilidad económica previa a la guerra había permitido que Shackleton lo comprara a buen precio para la expedición.
En las últimas semanas su visión –objetivamente- podría resultar triste, deplorable, siniestra… pero seguía siendo nuestro barco. Sabíamos que el proceso destructivo era irreversible, pero seguía allí, a nuestro lado, recordándonos de dónde veníamos y hacia dónde tendríamos que luchar para volver.
Hoy todo eso ha desaparecido, engullido por las aguas heladas que un día atravesó con determinación.
La mala suerte se cebó sobre el Endurance y nosotros, pobres mortales, poco podíamos hacer para corregir la voluntad de un destino insidioso y cruel.
Me infundió esperanza
No sé si éste será el peor momento de mi vida, supongo que todavía me quedan muchas tristezas que contemplar. Pero si puedo decir que tenía un nudo en la garganta y que no pude evitar, como muchos compañeros más curtidos que yo por las adversidades, que las lágrimas corrieran por mis mejillas.
De alguna manera, aquel amasijo de maderas nos unía a la civilización y ahora había desaparecido para siempre. Hace unos días, pocos, tan pocos que hasta me da miedo contarlos, vivíamos de una forma ordenada, con ropa limpia, cama caliente y entorno confortable. Hoy parece que una mano cruel nos ha arrojado de un mandoble a una existencia de huérfanos, de náufragos que no saben qué será de ellos.
No tuve valor para entrar en la tienda y mirar las caras de mis compañeros o que ellos vieran la mía. Caminé sobre el hielo alejándome unos pocos metros que se me hicieron kilómetros. Allí permanecí un rato, no sé si largo o corto. Hasta que una voz me sacó de mi estado.
-Hola Alex –era la voz de Shackleton.
Creo que no le respondí. Se quedó a mi lado un rato, también en silencio. Al final comentó, como si hablase para sí mismo.
-Llegaremos. Llegaremos todos.
Por un momento me quedé desconcertado. No sabía a qué se refería. Hasta que volví la cabeza hacia él y lo comprendí. Tenía la mirada fija en la misma dirección en que la había tenido yo todo ese tiempo. En ese momento me di cuenta de que era el Norte, era mi hogar, mi país, nuestra civilización.
Le veía mover la cabeza en suaves movimientos afirmativos, como para convencerse a sí mismo. No sé si lo logró, pero al menos a mí me convenció.
Llegaríamos.
En un instante todos estábamos fuera y sin necesidad de que nadie nos lo dijera mirábamos en la dirección donde estaba el Endurance. Allí, a unos tres kilómetros de distancia, nuestro barco vivía su agonía final.
Lo primero en desaparecer fue la proa, entonces el barco basculó y la popa se elevó en el aire, como si quisiera vernos por última vez. Luego se zambulló decidida, sin miedo, y desapareció. Un instante después, el hielo, como si fuera un sudario, se cerraba sobre el lugar donde había permanecido orgullosa pese a sus mortales heridas.
Fue un trago amargo
La distancia amortiguó los sonidos de aquella despedida. Pero quizás por eso la visión nos caló más hondo. Todos sabíamos que su fin estaba próximo. Poco quedaba ya de la gallarda figura que vi hace un año en el puerto de Buenos Aires.
Los mástiles rotos, el maderamente estallado, los cabos enmarañados… la destrucción se había apoderado de aquel barco que había sido construido años atrás para llevar turistas al Ártico, y que luego la inestabilidad económica previa a la guerra había permitido que Shackleton lo comprara a buen precio para la expedición.
En las últimas semanas su visión –objetivamente- podría resultar triste, deplorable, siniestra… pero seguía siendo nuestro barco. Sabíamos que el proceso destructivo era irreversible, pero seguía allí, a nuestro lado, recordándonos de dónde veníamos y hacia dónde tendríamos que luchar para volver.
Hoy todo eso ha desaparecido, engullido por las aguas heladas que un día atravesó con determinación.
La mala suerte se cebó sobre el Endurance y nosotros, pobres mortales, poco podíamos hacer para corregir la voluntad de un destino insidioso y cruel.
Me infundió esperanza
No sé si éste será el peor momento de mi vida, supongo que todavía me quedan muchas tristezas que contemplar. Pero si puedo decir que tenía un nudo en la garganta y que no pude evitar, como muchos compañeros más curtidos que yo por las adversidades, que las lágrimas corrieran por mis mejillas.
De alguna manera, aquel amasijo de maderas nos unía a la civilización y ahora había desaparecido para siempre. Hace unos días, pocos, tan pocos que hasta me da miedo contarlos, vivíamos de una forma ordenada, con ropa limpia, cama caliente y entorno confortable. Hoy parece que una mano cruel nos ha arrojado de un mandoble a una existencia de huérfanos, de náufragos que no saben qué será de ellos.
No tuve valor para entrar en la tienda y mirar las caras de mis compañeros o que ellos vieran la mía. Caminé sobre el hielo alejándome unos pocos metros que se me hicieron kilómetros. Allí permanecí un rato, no sé si largo o corto. Hasta que una voz me sacó de mi estado.
-Hola Alex –era la voz de Shackleton.
Creo que no le respondí. Se quedó a mi lado un rato, también en silencio. Al final comentó, como si hablase para sí mismo.
-Llegaremos. Llegaremos todos.
Por un momento me quedé desconcertado. No sabía a qué se refería. Hasta que volví la cabeza hacia él y lo comprendí. Tenía la mirada fija en la misma dirección en que la había tenido yo todo ese tiempo. En ese momento me di cuenta de que era el Norte, era mi hogar, mi país, nuestra civilización.
Le veía mover la cabeza en suaves movimientos afirmativos, como para convencerse a sí mismo. No sé si lo logró, pero al menos a mí me convenció.
Llegaríamos.