Un durante un tiempo que se nos hizo interminable el Endurance siguió inclinándose. Muchos pensamos que todo estaba ya perdido.
Han pasado muchas cosas desde mi última crónica. Hoy hace una semana que el tempano que había estado aplastando la borda de estribor desde hacía tres meses se distanció. Aliviado de la presión el Endurance volvió a flotar en una pequeña laguna de agua.
Hacía nueve meses que el barco había quedado anclado en el hielo y el sentirlo balancearse en el agua fue una sensación inolvidable. Muchos incluso llegaron a bromear con que había “roto aguas” después de un embarazo.
Durante un par de días, y pese a que la temperatura seguía rondando los diez grados bajo cero, la banquisa parecía disolverse a nuestro alrededor. No se pueden imaginar lo que eso suponía para nosotros. Era como si las cadenas que nos aprisionaban se fueran disolviendo.
¡ Enciendan las calderas !
Cuánto habíamos esperado escuchar esa orden de boca de Shackleton. No tuvo que repetirla dos veces. Durante varias horas la tripulación no escatimó esfuerzos, aunque era un trabajo agotador. Creo que más de uno ya se veía navegando de regreso a casa.
Entonces surgió una voz de alarma. Se perdía agua por uno de los ajustes. De mala gana hubo que descargar la mayor parte del agua para que los mecánicos arreglaran la fuga. Cuando lo terminaron ya era de noche y no tenía sentido tratar de encender la caldera para abrirse paso en la oscuridad. De mala gana nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente descubrimos que por la proa se había abierto un paso de agua. Había que aprovechar esa oportunidad, pero no había tiempo para encender la caldera y dar la suficiente presión para que las hélices propulsaran el barco, así que se izaron todas las velas.
Pero el barco, como si una fuerza invisible le tuviese anclado, no se movió.
Como si todos los elementos quisieran confabularse, una espesa niebla lo cubrió todo. Además, comenzó una copiosa nevada. Tendríamos que esperar un poco más. Bien pensado después de nueve meses, qué más daba un día más.
El hielo no perdona
Pero al día siguiente la abertura había desaparecido, y como si lo que hubiéramos visto fuera un espejismo volvíamos a estar rodeados. Todavía peor, los hielos comenzaban a presionar el casco de nuevo.
En pocos minutos la situación tomó un cariz preocupante. El barco se estremecía como nunca antes lo había hecho. Era como si una zarpa gigante quisiera castigarnos por aquel intento de escapada.
De repente el Endurance recibió un golpe terrible y se inclinó hacia babor. Fue tan brutal la sacudida que todo lo que no estaba fijado se cayó al suelo, o fue arrastrado hacia un lado. En unos segundos el barco se escoró 20 grados a babor.
La inclinación fue tal que lámparas encendidas cayeron al suelo y provocaron varios incendios. Entre los gritos alertando del fuego y las carreras para apagarlo, el barco siguió inclinándose. Ya parecía que íbamos a volcar sin remisión cuando el movimiento se paró a los 30 grados.
No sé si ustedes se hacen una idea de lo que es esa inclinación, pero yo les sugiero que piensen lo que sentirían si el suelo y las paredes de su habitación se hubiesen desplazado ese ángulo. Simplemente: horroroso.
Afortunadamente, poco después la presión cedió y el barco se enderezó lentamente. El hielo nos había recordado que estábamos en sus dominios y que podía estrujarnos cuando quisiera. Creo que muy pocos pudieron dormir esa noche.
Hacía nueve meses que el barco había quedado anclado en el hielo y el sentirlo balancearse en el agua fue una sensación inolvidable. Muchos incluso llegaron a bromear con que había “roto aguas” después de un embarazo.
Durante un par de días, y pese a que la temperatura seguía rondando los diez grados bajo cero, la banquisa parecía disolverse a nuestro alrededor. No se pueden imaginar lo que eso suponía para nosotros. Era como si las cadenas que nos aprisionaban se fueran disolviendo.
¡ Enciendan las calderas !
Cuánto habíamos esperado escuchar esa orden de boca de Shackleton. No tuvo que repetirla dos veces. Durante varias horas la tripulación no escatimó esfuerzos, aunque era un trabajo agotador. Creo que más de uno ya se veía navegando de regreso a casa.
Entonces surgió una voz de alarma. Se perdía agua por uno de los ajustes. De mala gana hubo que descargar la mayor parte del agua para que los mecánicos arreglaran la fuga. Cuando lo terminaron ya era de noche y no tenía sentido tratar de encender la caldera para abrirse paso en la oscuridad. De mala gana nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente descubrimos que por la proa se había abierto un paso de agua. Había que aprovechar esa oportunidad, pero no había tiempo para encender la caldera y dar la suficiente presión para que las hélices propulsaran el barco, así que se izaron todas las velas.
Pero el barco, como si una fuerza invisible le tuviese anclado, no se movió.
Como si todos los elementos quisieran confabularse, una espesa niebla lo cubrió todo. Además, comenzó una copiosa nevada. Tendríamos que esperar un poco más. Bien pensado después de nueve meses, qué más daba un día más.
El hielo no perdona
Pero al día siguiente la abertura había desaparecido, y como si lo que hubiéramos visto fuera un espejismo volvíamos a estar rodeados. Todavía peor, los hielos comenzaban a presionar el casco de nuevo.
En pocos minutos la situación tomó un cariz preocupante. El barco se estremecía como nunca antes lo había hecho. Era como si una zarpa gigante quisiera castigarnos por aquel intento de escapada.
De repente el Endurance recibió un golpe terrible y se inclinó hacia babor. Fue tan brutal la sacudida que todo lo que no estaba fijado se cayó al suelo, o fue arrastrado hacia un lado. En unos segundos el barco se escoró 20 grados a babor.
La inclinación fue tal que lámparas encendidas cayeron al suelo y provocaron varios incendios. Entre los gritos alertando del fuego y las carreras para apagarlo, el barco siguió inclinándose. Ya parecía que íbamos a volcar sin remisión cuando el movimiento se paró a los 30 grados.
No sé si ustedes se hacen una idea de lo que es esa inclinación, pero yo les sugiero que piensen lo que sentirían si el suelo y las paredes de su habitación se hubiesen desplazado ese ángulo. Simplemente: horroroso.
Afortunadamente, poco después la presión cedió y el barco se enderezó lentamente. El hielo nos había recordado que estábamos en sus dominios y que podía estrujarnos cuando quisiera. Creo que muy pocos pudieron dormir esa noche.