Bitácora
BOLIVIA-CHILE: LO QUE SE ALEGA EN LA HAYA
José Rodríguez Elizondo
Esta entrevista se publicó en la cadena regional de diarios de El Mercurio, el domingo 3 de mayo y fue realizada por la periodista Mabel González. A mi juicio, comprueba que la técnica pregunta-respuesta -"pimponeo" en la jerga- puede, a veces, aclarar mejor el panorama que un artículo compacto y sesudo. Por eso la transcribo, despojada de su introducción, que contiene una cotextualización ya conocida por los lectores de este blog.
- En términos prácticos, ¿qué se discute el lunes, cuál es el tema principal de discusión?
- ¿En qué se diferencia y asemeja este proceso al vivido el año pasado por la demanda de Perú?
- ¿Y los jueces no se han dado cuenta?
- Usted ha sostenido que no estábamos obligados a comparecer ante la CIJ
- ¿Qué dice ese artículo?
- ¿Por qué no se ha invocado ese artículo?
- ¿Cuáles son las fortalezas de los argumentos de Chile? Y en el caso de Bolivia, ¿qué argumentos podrían aflorar como fuertes o considerarse sólidos?
- ¿Cuáles son los posibles escenarios que podría configurar el fallo? ¿Cuál es el más probable o factible?
- ¿El fallo es apelable?
- ¿Qué efectos podría tener este fallo en el sistema internacional de tratados? ¿Podría ser una resolución que trascienda más allá de la disputa entre Chile y Bolivia?
- ¿Cómo se está mirando desde afuera, internacionalmente, este proceso?
- El canciller Heraldo Muñoz dijo que entre octubre y noviembre podría conocerse el fallo del tribunal. ¿Qué pasaría en las relaciones entre Chile y Bolivia durante ese “paréntesis”?
- ¿Chile está aislado?
Bitácora
LA DIPLOMACIA QUE LA CORTE SE LLEVÓ
José Rodríguez Elizondo
Apuntes a propósito de la demanda de Bolivia contra Chile
Publicado en El Mostrador, 15.04.2015
Durante los últimos siete años la parte estratégica de nuestra política exterior ha estado inmersa en la judicialización. Duro para Chile, pues significa que su diplomacia ha mutado en jus-diplomacia y que su soberanía depende, en parte importante, del comportamiento de litigantes y jueces extranjeros En vísperas de nuevos alegatos ante la Corte Internacional de Justicia, por la demanda de Bolivia, nuestra ensimismada clase política debiera asumir el fenómeno, no para buscar culpables, sino para tomar medidas de fondo y de Estado. Estos apuntes y sus citas de autoridad quizás la ayuden a entender por qué pasó lo que está sucediendo, sea cual fuere el fallo definitivo de los jueces.
La judicialización de nuestra política vecinal nos distancia del paradigma diplomático vigente. Ese que comenzó a perfilarse en plena guerra fría, desde las cancillerías de las grandes potencias y que muestra, entre otras, las siguientes tendencias:
En zona gris
En los conflictos macro, las nuevas tendencias potencian la negociación diplomática, dejando el derecho en las asesorías y subordinando las movidas propias de la disuasión. El metafórico y cuadriculado tablero de ajedrez ha cedido el paso, como plataforma, a esa zona gris que el politólogo de Harvard, Joseph S. Nye, denomina “poder suave”.
Pero ojo: esa suavidad no equivale al fin de la fuerza. Más bien refleja el punto de equilibrio entre la letalidad de las armas modernas, el costo económico que significa su empleo y la proyección externa del prestigio de las naciones. Como escribiera el historiador militar británico Basil H. Liddell Hart: “al llevar la destructividad al extremo del suicidio, el poder atómico está estimulando y acelerando la vuelta a los métodos indirectos, que son la esencia de la estrategia”. En las grandes cancillerías se asumió que, por lo mismo, son de la esencia de la diplomacia.
Como ilustración, valga un testimonio. En 1993, invitado por la Agencia de Información de los Estados Unidos (USIA), pude percibir indicios de lo nuevo en el Departamento de Estado. Era visible, en sus distintas dependencias, la presencia de oficiales militares en plan no de simple coordinación, sino de trabajo conjunto con el personal diplomático. Un jefe de USIA me explicó que eso era posible porque “el Ejército es uno de los sistemas educacionales más adelantados de los Estados Unidos”. Agregó, con sutileza, un rasgo diferencial: los militares estaban bien preparados para ser muy francos con sus superiores civiles, cuando su opinión les era solicitada. Académicos del Foreign Service Institute me ilustraron sobre los métodos de educación compartidos, con énfasis en los problemas globales. A su juicio, coexistiendo como estudiantes, homogeneizaban los criterios de política exterior en sus respectivas instituciones.
La negociación motriz
La evolución de la diplomacia se puede apreciar considerando el rol de los abogados.
Maquiavelo, en cuanto realista brutal, les tenía poca fe. Además, llevado por su desconfianza en los consejeros de la inactividad (dejar hacer al adversario) y de la reactividad (ceder la iniciativa), planteaba que “los peligros deben conjurarse antes de que aumenten, pues las guerras no se evitan aplazándolas”.
Mucho más matizado fue el escritor y diplomático francés Francois de Calliéres (1645-1717) cuando advirtió que era imperativo negociar con los príncipes y que el punto débil estaba no en la aplicación del derecho, sino en el talante juridicista del personal diplomático: “la formación de un abogado inculca hábitos y disposiciones intelectuales que no son favorables en la práctica de la diplomacia”. Añadió que “la diplomacia es una profesión que merece la misma preparación y atención que los hombres dan a otras profesiones conocidas”.
El diplomático y jurista francés Jules Cambon (1845-1935) fue al detalle, poniendo en guardia contra “la ilusión de creer que no existen más derechos para las naciones que aquellos que los tratados les confieren”. Lo explicó diciendo que “toda acción diplomática acaba en una negociación” y que “la aplicación de las leyes y su interpretación llevan consigo un cierto rigor, que se acomoda mal con el empirismo de la política”.
¿Hemos asumido este debate en Chile?
Puedo mencionar cuatro abogados que lo hicieron. El primero, el ex canciller Carlos Martínez Sotomayor (QEPD), de quien rescato la siguiente cita sabia: “Una negociación diplomática no sólo es acertada cuando obtiene pleno éxito, sino también cuando, considerando las circunstancias adversas que la rodean, logra evitar lo peor para el interés nacional”
También es recordable Luciano Tomassini (QEPD). En un libro suyo de 1989 sostuvo que “la diplomacia oscila entre el derecho y el uso de la fuerza, con una instancia intermedia que es la negociación”. Agregaba que la negociación diplomática es “el método más satisfactorio y menos peligroso para conducir las relaciones entre los Estados”.
Eduardo Ortiz, académico, ex embajador y Director de la Academia Diplomática, aludiendo a las limitaciones del Derecho Internacional, escribió que la relación entre naciones e individuos “sigue y se desarrolla a pesar de las normas o en ausencia de ellas”.
Finalmente, rescato un texto del actual embajador Jorge Heine: “reducir la acción internacional de un país al respeto de las normas jurídicas internacionales es equivalente a decir que el objetivo político clave de un gobierno debe ser respetar la Constitución y las leyes”.
Fetichismo jurídico
Los tratados post conflicto bélico no son igualmente apreciados por las partes. Si crean un nuevo statu quo territorial, los vencedores los valoran más que los vencidos. De esa realidad nació el consenso jurídico global sobre su inmodificabilidad relativa. En latín se llama pacta sunt servanda y significa que sólo pueden modificarse o anularse con la voluntad conjunta de quienes los firmaron.
Los estadistas saben que esa garantía jurídica es imprescindible, pero insuficiente. Para que los tratados no reflejen sólo el espíritu de una victoria pretérita, deben ser sometidos a operaciones de “mantenimiento” (léase, iniciativas de cooperación). Sólo así permiten pasar de una paz a regañadientes a una paz con amistad.
Y aquí está el meollo de nuestro déficit. El historiador Mario Góngora lo detectó cuando dijo que, tras alcanzar límites que siente naturales, “Chile se hizo indiferente a problemas de política exterior, delegando su solución en funcionarios o en las Fuerzas Armadas”. Por eso hoy hablamos de la “intangibilidad de los tratados” y hasta de su “santidad”, reflejando un beatismo burocrático que poco tiene que ver con la responsabilidad de un vencedor. Es como si nos dijéramos “para qué preocuparnos si tenemos una posición jurídica tan sólida”. O como si los tratados se bastaran a sí mismos, a la manera de un dogma religioso y su seguimiento diplomático fuera superfluo. Según estudiosos como Hans J. Morgenthau, todo eso equivale, pura y simplemente, a una “ideología legalista”.
Eso no es todo. Dicho fetichismo jurídico –que eso es- indujo una doctrina informal, de aroma patriótico, según la cual no cabe negociación alguna en temas que afecten la soberanía nacional. Un desplante asombroso pues, ante cualquier conflicto grave, nos deja ante la fuerza impredecible o ante la decisión, también impredecible, de la Corte de La Haya.
El periodista Fernando Paulsen puso el dedo en este ventilador, el 2010, a propósito de la demanda del Perú: “Si los tratados de límites no son negociables, que ha sido la posición intransable de Chile, ¿por qué 15 magistrados extranjeros, asentados en la capital de Holanda, a cargo del máximo tribunal de Naciones Unidas, revisarán las razones de peruanos y chilenos para su disputa limítrofe, tomando una decisión que efectivamente podría alterar lo que para Chile jamás era negociable?
Es que tamaña tesis nos estaciona en el peor de los mundos posibles. Al cerrar los espacios para la negociación de las controversias graves y entregarlas al dictamen de jueces internacionales, no sólo deja sin piso a la diplomacia. También nos aisla y debilita la credibilidad de la disuasión defensiva. Sin previa negociación, ésta luce como una pura e impresentable amenaza.
La lección de los casos
En 2002 sostuvimos a) que no había controversia jurídica con el Perú y b) que teníamos tratados específicos e intangibles de frontera marítima. En lo primero retrocedimos y comparecimos a proceso ante la Corte de La Haya. En lo segundo empatamos en los descuentos: la Corte nos reconoció un “tratado tácito” pero, cuantitativamente hablando, nos hizo perder 22 mil kilómetros cuadrados de mar.
Respecto a Bolivia, la falta de mérito jurídico de su aspiración marítima nos llevó a subestimar su impacto político, actuar reactivamente en lo diplomático y hasta a invocar la experiencia adquirida en el pleito con el Perú (como si hubiéramos triunfado en toda la línea). Resultado, en 2013 fuimos demandados y arrastrados a un proceso judicial artificioso, ante la misma Corte de La Haya.
En ambos casos seguimos lo que el diplomático y tratadista británico sir Harold Nicolson llama “la bella tradición de cautela”, según la cual “un paso en falso es siempre una cosa más terrible que no dar paso alguno”. Dicho sin su fina ironía, usamos la estrategia futbolística del murciélago –todos colgados del travesaño-, en una muestra clara de aversión al riesgo.
¿Pudimos actuar de otra manera?
Es lo que sostuve y sigo sosteniendo. Una negociación inteligente con el Perú nos habría dado mejores resultado, porque supone concesiones recíprocas y no un juego suma cero. No es inteligente negociar cuando una parte no puede ganar nada, que fue lo que nos sucedió ante la Corte. Además y de rebote, esa negociación inteligente habría abortado la demanda de Bolivia, que nació como efecto-demostración de la demanda peruana... y tampoco nos da margen de ganancia. Repase el lector, por favor, la precedente cita de Martínez Sotomayor y recuerde el consejo que nos dio Alan García: “no le den bola a la demanda de Bolivia”.
En definitiva, habría que entender dos cosas entrelazadas: Una, que la política exterior es demasiado importante para dejarla en manos de jueces y abogados litigantes. Otra, que debemos pasar desde la simplicidad del derecho vigente a la complejidad de la diplomacia moderna.
Todo lo cual no equivale a llorar sobre la leche derramada, sino a impedir que ésta siga derramándose, cada vez que alguien enciende un hornillo en la vecindad.
Durante los últimos siete años la parte estratégica de nuestra política exterior ha estado inmersa en la judicialización. Duro para Chile, pues significa que su diplomacia ha mutado en jus-diplomacia y que su soberanía depende, en parte importante, del comportamiento de litigantes y jueces extranjeros En vísperas de nuevos alegatos ante la Corte Internacional de Justicia, por la demanda de Bolivia, nuestra ensimismada clase política debiera asumir el fenómeno, no para buscar culpables, sino para tomar medidas de fondo y de Estado. Estos apuntes y sus citas de autoridad quizás la ayuden a entender por qué pasó lo que está sucediendo, sea cual fuere el fallo definitivo de los jueces.
La judicialización de nuestra política vecinal nos distancia del paradigma diplomático vigente. Ese que comenzó a perfilarse en plena guerra fría, desde las cancillerías de las grandes potencias y que muestra, entre otras, las siguientes tendencias:
- Profesionalización integral
- Profesionales formados en la multidisciplinariedad,
- Reconocimiento de que estrategia y diplomacia son integrables
- Métodos de trabajo conjunto con las instituciones de la defensa
- Equilibrio virtuoso entre el derecho y la creatividad
- Imaginación prospectiva como destreza laboral
- Técnicas de negociación sofisticadas
- Transparencia en mayor medida de lo posible
En zona gris
En los conflictos macro, las nuevas tendencias potencian la negociación diplomática, dejando el derecho en las asesorías y subordinando las movidas propias de la disuasión. El metafórico y cuadriculado tablero de ajedrez ha cedido el paso, como plataforma, a esa zona gris que el politólogo de Harvard, Joseph S. Nye, denomina “poder suave”.
Pero ojo: esa suavidad no equivale al fin de la fuerza. Más bien refleja el punto de equilibrio entre la letalidad de las armas modernas, el costo económico que significa su empleo y la proyección externa del prestigio de las naciones. Como escribiera el historiador militar británico Basil H. Liddell Hart: “al llevar la destructividad al extremo del suicidio, el poder atómico está estimulando y acelerando la vuelta a los métodos indirectos, que son la esencia de la estrategia”. En las grandes cancillerías se asumió que, por lo mismo, son de la esencia de la diplomacia.
Como ilustración, valga un testimonio. En 1993, invitado por la Agencia de Información de los Estados Unidos (USIA), pude percibir indicios de lo nuevo en el Departamento de Estado. Era visible, en sus distintas dependencias, la presencia de oficiales militares en plan no de simple coordinación, sino de trabajo conjunto con el personal diplomático. Un jefe de USIA me explicó que eso era posible porque “el Ejército es uno de los sistemas educacionales más adelantados de los Estados Unidos”. Agregó, con sutileza, un rasgo diferencial: los militares estaban bien preparados para ser muy francos con sus superiores civiles, cuando su opinión les era solicitada. Académicos del Foreign Service Institute me ilustraron sobre los métodos de educación compartidos, con énfasis en los problemas globales. A su juicio, coexistiendo como estudiantes, homogeneizaban los criterios de política exterior en sus respectivas instituciones.
La negociación motriz
La evolución de la diplomacia se puede apreciar considerando el rol de los abogados.
Maquiavelo, en cuanto realista brutal, les tenía poca fe. Además, llevado por su desconfianza en los consejeros de la inactividad (dejar hacer al adversario) y de la reactividad (ceder la iniciativa), planteaba que “los peligros deben conjurarse antes de que aumenten, pues las guerras no se evitan aplazándolas”.
Mucho más matizado fue el escritor y diplomático francés Francois de Calliéres (1645-1717) cuando advirtió que era imperativo negociar con los príncipes y que el punto débil estaba no en la aplicación del derecho, sino en el talante juridicista del personal diplomático: “la formación de un abogado inculca hábitos y disposiciones intelectuales que no son favorables en la práctica de la diplomacia”. Añadió que “la diplomacia es una profesión que merece la misma preparación y atención que los hombres dan a otras profesiones conocidas”.
El diplomático y jurista francés Jules Cambon (1845-1935) fue al detalle, poniendo en guardia contra “la ilusión de creer que no existen más derechos para las naciones que aquellos que los tratados les confieren”. Lo explicó diciendo que “toda acción diplomática acaba en una negociación” y que “la aplicación de las leyes y su interpretación llevan consigo un cierto rigor, que se acomoda mal con el empirismo de la política”.
¿Hemos asumido este debate en Chile?
Puedo mencionar cuatro abogados que lo hicieron. El primero, el ex canciller Carlos Martínez Sotomayor (QEPD), de quien rescato la siguiente cita sabia: “Una negociación diplomática no sólo es acertada cuando obtiene pleno éxito, sino también cuando, considerando las circunstancias adversas que la rodean, logra evitar lo peor para el interés nacional”
También es recordable Luciano Tomassini (QEPD). En un libro suyo de 1989 sostuvo que “la diplomacia oscila entre el derecho y el uso de la fuerza, con una instancia intermedia que es la negociación”. Agregaba que la negociación diplomática es “el método más satisfactorio y menos peligroso para conducir las relaciones entre los Estados”.
Eduardo Ortiz, académico, ex embajador y Director de la Academia Diplomática, aludiendo a las limitaciones del Derecho Internacional, escribió que la relación entre naciones e individuos “sigue y se desarrolla a pesar de las normas o en ausencia de ellas”.
Finalmente, rescato un texto del actual embajador Jorge Heine: “reducir la acción internacional de un país al respeto de las normas jurídicas internacionales es equivalente a decir que el objetivo político clave de un gobierno debe ser respetar la Constitución y las leyes”.
Fetichismo jurídico
Los tratados post conflicto bélico no son igualmente apreciados por las partes. Si crean un nuevo statu quo territorial, los vencedores los valoran más que los vencidos. De esa realidad nació el consenso jurídico global sobre su inmodificabilidad relativa. En latín se llama pacta sunt servanda y significa que sólo pueden modificarse o anularse con la voluntad conjunta de quienes los firmaron.
Los estadistas saben que esa garantía jurídica es imprescindible, pero insuficiente. Para que los tratados no reflejen sólo el espíritu de una victoria pretérita, deben ser sometidos a operaciones de “mantenimiento” (léase, iniciativas de cooperación). Sólo así permiten pasar de una paz a regañadientes a una paz con amistad.
Y aquí está el meollo de nuestro déficit. El historiador Mario Góngora lo detectó cuando dijo que, tras alcanzar límites que siente naturales, “Chile se hizo indiferente a problemas de política exterior, delegando su solución en funcionarios o en las Fuerzas Armadas”. Por eso hoy hablamos de la “intangibilidad de los tratados” y hasta de su “santidad”, reflejando un beatismo burocrático que poco tiene que ver con la responsabilidad de un vencedor. Es como si nos dijéramos “para qué preocuparnos si tenemos una posición jurídica tan sólida”. O como si los tratados se bastaran a sí mismos, a la manera de un dogma religioso y su seguimiento diplomático fuera superfluo. Según estudiosos como Hans J. Morgenthau, todo eso equivale, pura y simplemente, a una “ideología legalista”.
Eso no es todo. Dicho fetichismo jurídico –que eso es- indujo una doctrina informal, de aroma patriótico, según la cual no cabe negociación alguna en temas que afecten la soberanía nacional. Un desplante asombroso pues, ante cualquier conflicto grave, nos deja ante la fuerza impredecible o ante la decisión, también impredecible, de la Corte de La Haya.
El periodista Fernando Paulsen puso el dedo en este ventilador, el 2010, a propósito de la demanda del Perú: “Si los tratados de límites no son negociables, que ha sido la posición intransable de Chile, ¿por qué 15 magistrados extranjeros, asentados en la capital de Holanda, a cargo del máximo tribunal de Naciones Unidas, revisarán las razones de peruanos y chilenos para su disputa limítrofe, tomando una decisión que efectivamente podría alterar lo que para Chile jamás era negociable?
Es que tamaña tesis nos estaciona en el peor de los mundos posibles. Al cerrar los espacios para la negociación de las controversias graves y entregarlas al dictamen de jueces internacionales, no sólo deja sin piso a la diplomacia. También nos aisla y debilita la credibilidad de la disuasión defensiva. Sin previa negociación, ésta luce como una pura e impresentable amenaza.
La lección de los casos
En 2002 sostuvimos a) que no había controversia jurídica con el Perú y b) que teníamos tratados específicos e intangibles de frontera marítima. En lo primero retrocedimos y comparecimos a proceso ante la Corte de La Haya. En lo segundo empatamos en los descuentos: la Corte nos reconoció un “tratado tácito” pero, cuantitativamente hablando, nos hizo perder 22 mil kilómetros cuadrados de mar.
Respecto a Bolivia, la falta de mérito jurídico de su aspiración marítima nos llevó a subestimar su impacto político, actuar reactivamente en lo diplomático y hasta a invocar la experiencia adquirida en el pleito con el Perú (como si hubiéramos triunfado en toda la línea). Resultado, en 2013 fuimos demandados y arrastrados a un proceso judicial artificioso, ante la misma Corte de La Haya.
En ambos casos seguimos lo que el diplomático y tratadista británico sir Harold Nicolson llama “la bella tradición de cautela”, según la cual “un paso en falso es siempre una cosa más terrible que no dar paso alguno”. Dicho sin su fina ironía, usamos la estrategia futbolística del murciélago –todos colgados del travesaño-, en una muestra clara de aversión al riesgo.
¿Pudimos actuar de otra manera?
Es lo que sostuve y sigo sosteniendo. Una negociación inteligente con el Perú nos habría dado mejores resultado, porque supone concesiones recíprocas y no un juego suma cero. No es inteligente negociar cuando una parte no puede ganar nada, que fue lo que nos sucedió ante la Corte. Además y de rebote, esa negociación inteligente habría abortado la demanda de Bolivia, que nació como efecto-demostración de la demanda peruana... y tampoco nos da margen de ganancia. Repase el lector, por favor, la precedente cita de Martínez Sotomayor y recuerde el consejo que nos dio Alan García: “no le den bola a la demanda de Bolivia”.
En definitiva, habría que entender dos cosas entrelazadas: Una, que la política exterior es demasiado importante para dejarla en manos de jueces y abogados litigantes. Otra, que debemos pasar desde la simplicidad del derecho vigente a la complejidad de la diplomacia moderna.
Todo lo cual no equivale a llorar sobre la leche derramada, sino a impedir que ésta siga derramándose, cada vez que alguien enciende un hornillo en la vecindad.
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CHILE, BOLIVIA Y LA CORTE RIZAN EL RIZO
José Rodríguez Elizondo
En América Latina la judicialización de los conflictos internacionales está desplazando a la negociación diplomática tradicional. Por esa vía, los tribunales -en especia la Corte de La Haya- se están saliendo de sus casillas onusianas y, en vez de dirimir controversias jurídicas, están definiendo conflictos de poder, Lo notable es que, al hacerlo se inmiscuyen en tareas propias del Consejo de Seguridad, con el riesg de crear desbarajustes mayores. Ese es el contenido del siguiente artículo.
Publicado en El Mercurio de 1.4.2015
Hay quienes, de puro complicados, traducen el Quijote desde el ruso o abren con ariete una puerta que estaba sin llave. Los españoles los definen con una metáfora burlona: dicen que les gusta "rizar el rizo".
Aquí demostraré que con Bolivia y los jueces de La Haya, los chilenos estamos en una afanosa competencia de rizadores de rizos. Para explicarlo me remito a la Carta de la ONU, artículo 33, que da pautas sobre el arreglo pacífico de las controversias que puedan comprometer la paz o la seguridad internacional.
Primera pregunta: ¿Es el caso de la aspiración de Bolivia?
Respuesta: Hay jurisprudencia. Desde su creación en 1825, Bolivia aspira a asumir soberanía sobre Arica, que entonces era peruana. Con ese tema en el corazón, ha combatido tres guerras: una contra el Perú, otra confederada con parte del Perú contra Chile y la última como aliada del Perú contra Chile.
Segunda pregunta: ¿Sigue vigente Arica como su objetivo?
Respuesta: Cedo la palabra a Carlos Mesa, historiador, ex Presidente boliviano y actual vocero de Evo Morales. En texto donde analiza mi prólogo al libro "El Tratado de 1904", de José Miguel Concha y Cristián Garay, dice que:
-Arica es el nudo gordiano de la historia trilateral de Chile, Perú y Bolivia.
-Chile es un subrogante de facto del Perú respecto de la búsqueda de una solución.
-El carácter de honor nacional que tiene Arica para el Perú es una cuestión de primerísima importancia que chilenos y bolivianos no hemos considerado.
-No hay otro camino que Arica si no queremos el "absurdo impracticable" de partir el territorio de Chile.
Vuelvo al artículo 33 y me remito a su lista de seis medios específicos para solucionar controversias, que pueden recomendar el Consejo de Seguridad o escoger las partes: negociación, investigación, mediación, conciliación, arbitraje y arreglo judicial.
Como cualquier hermeneuta sabe, el primer lugar de un listado suele designar lo más idóneo, y el último, lo más improbable. Sobre esa base, la lista privilegia la negociación y su mención al "arreglo judicial", ni siquiera alude a la Corte de La Haya. Al parecer, subentiende que las controversias de alta intensidad no suelen ser solo jurídicas.
Tercera pregunta: ¿Por qué Bolivia desestimó la negociación directa?
Respuesta: Porque en sus negociaciones directas con Chile no obtuvo lo que pretendía: un corredor soberano a través de Arica, hasta el mar y sin contrapartidas. Por eso, ahora pide una "negociación protegida". Esto es, una que produzca ese resultado, con el patrocinio del órgano judicial de la ONU.
Ese es el rizo que riza Bolivia: una orden judicial de negociar, para negociar a la orden. Equivale a una alianza que permita intimidar a Chile, y por eso es tan notable que la Corte no haya rechazado, de oficio, esa instrumentalización política.
Cuarta pregunta: ¿Por qué Chile también riza el rizo?
Respuesta: Porque nos resignamos a ese proceso rizado, en vez de plantear en voz muy alta, preferentemente presidencial, tres puntos principales:
Primero, que estamos llanos a una negociación que no seccione a Chile y que no viole el artículo 1° del Protocolo Complementario del Tratado de 1929.
Segundo, que para ceder soberanía sobre Arica, ese texto exige "un previo acuerdo" con Perú y no una simple anuencia.
Tercero, que las negociaciones anteriores con Bolivia fracasaron porque quisimos ignorar los dos puntos anteriores.
Me explico:
Los chilenos ya sabemos que negociar directamente con Bolivia una salida soberana al mar por Arica, con la posterior anuencia del Perú, nunca fue viable. Para los diplomáticos peruanos el orden de los factores era de la esencia del producto, pues una anuencia posterior no es "un previo acuerdo" y, si no se otorga, se parece a un veto. A mayor abundamiento, las tesis del almirante Faura sobre inexistencia de frontera marítima con Chile tenían un claro componente de retorsión contra el bilateralismo ariqueño de Chile y Bolivia. Agrego que Conrado Ríos Gallardo, el canciller y negociador chileno del Tratado de 1929, advirtió proféticamente este problema en 1950, en la prensa de la época y, luego, en su libro sobre las fronteras con Bolivia.
Por último, de asumir la Corte que tiene competencia para fallar la demanda boliviana, tendría (en teoría) dos posibilidades básicas: rechazarla o acogerla. La primera la complica, pues equivaldría a un mea culpa por haberle dado tramitación. La segunda obligaría a Chile a negociar con Bolivia, sin o con pautas previas, por lo cual la solución final ya no sería judicial. En rigor, dependería de la primera medida del artículo 33 de la Carta de la ONU, que debiera recomendar -y sin pautas- el Consejo de Seguridad.
Rizado estaría, entonces, todo lo que había que rizar.
Hay quienes, de puro complicados, traducen el Quijote desde el ruso o abren con ariete una puerta que estaba sin llave. Los españoles los definen con una metáfora burlona: dicen que les gusta "rizar el rizo".
Aquí demostraré que con Bolivia y los jueces de La Haya, los chilenos estamos en una afanosa competencia de rizadores de rizos. Para explicarlo me remito a la Carta de la ONU, artículo 33, que da pautas sobre el arreglo pacífico de las controversias que puedan comprometer la paz o la seguridad internacional.
Primera pregunta: ¿Es el caso de la aspiración de Bolivia?
Respuesta: Hay jurisprudencia. Desde su creación en 1825, Bolivia aspira a asumir soberanía sobre Arica, que entonces era peruana. Con ese tema en el corazón, ha combatido tres guerras: una contra el Perú, otra confederada con parte del Perú contra Chile y la última como aliada del Perú contra Chile.
Segunda pregunta: ¿Sigue vigente Arica como su objetivo?
Respuesta: Cedo la palabra a Carlos Mesa, historiador, ex Presidente boliviano y actual vocero de Evo Morales. En texto donde analiza mi prólogo al libro "El Tratado de 1904", de José Miguel Concha y Cristián Garay, dice que:
-Arica es el nudo gordiano de la historia trilateral de Chile, Perú y Bolivia.
-Chile es un subrogante de facto del Perú respecto de la búsqueda de una solución.
-El carácter de honor nacional que tiene Arica para el Perú es una cuestión de primerísima importancia que chilenos y bolivianos no hemos considerado.
-No hay otro camino que Arica si no queremos el "absurdo impracticable" de partir el territorio de Chile.
Vuelvo al artículo 33 y me remito a su lista de seis medios específicos para solucionar controversias, que pueden recomendar el Consejo de Seguridad o escoger las partes: negociación, investigación, mediación, conciliación, arbitraje y arreglo judicial.
Como cualquier hermeneuta sabe, el primer lugar de un listado suele designar lo más idóneo, y el último, lo más improbable. Sobre esa base, la lista privilegia la negociación y su mención al "arreglo judicial", ni siquiera alude a la Corte de La Haya. Al parecer, subentiende que las controversias de alta intensidad no suelen ser solo jurídicas.
Tercera pregunta: ¿Por qué Bolivia desestimó la negociación directa?
Respuesta: Porque en sus negociaciones directas con Chile no obtuvo lo que pretendía: un corredor soberano a través de Arica, hasta el mar y sin contrapartidas. Por eso, ahora pide una "negociación protegida". Esto es, una que produzca ese resultado, con el patrocinio del órgano judicial de la ONU.
Ese es el rizo que riza Bolivia: una orden judicial de negociar, para negociar a la orden. Equivale a una alianza que permita intimidar a Chile, y por eso es tan notable que la Corte no haya rechazado, de oficio, esa instrumentalización política.
Cuarta pregunta: ¿Por qué Chile también riza el rizo?
Respuesta: Porque nos resignamos a ese proceso rizado, en vez de plantear en voz muy alta, preferentemente presidencial, tres puntos principales:
Primero, que estamos llanos a una negociación que no seccione a Chile y que no viole el artículo 1° del Protocolo Complementario del Tratado de 1929.
Segundo, que para ceder soberanía sobre Arica, ese texto exige "un previo acuerdo" con Perú y no una simple anuencia.
Tercero, que las negociaciones anteriores con Bolivia fracasaron porque quisimos ignorar los dos puntos anteriores.
Me explico:
Los chilenos ya sabemos que negociar directamente con Bolivia una salida soberana al mar por Arica, con la posterior anuencia del Perú, nunca fue viable. Para los diplomáticos peruanos el orden de los factores era de la esencia del producto, pues una anuencia posterior no es "un previo acuerdo" y, si no se otorga, se parece a un veto. A mayor abundamiento, las tesis del almirante Faura sobre inexistencia de frontera marítima con Chile tenían un claro componente de retorsión contra el bilateralismo ariqueño de Chile y Bolivia. Agrego que Conrado Ríos Gallardo, el canciller y negociador chileno del Tratado de 1929, advirtió proféticamente este problema en 1950, en la prensa de la época y, luego, en su libro sobre las fronteras con Bolivia.
Por último, de asumir la Corte que tiene competencia para fallar la demanda boliviana, tendría (en teoría) dos posibilidades básicas: rechazarla o acogerla. La primera la complica, pues equivaldría a un mea culpa por haberle dado tramitación. La segunda obligaría a Chile a negociar con Bolivia, sin o con pautas previas, por lo cual la solución final ya no sería judicial. En rigor, dependería de la primera medida del artículo 33 de la Carta de la ONU, que debiera recomendar -y sin pautas- el Consejo de Seguridad.
Rizado estaría, entonces, todo lo que había que rizar.
Bitácora
EL PRESIDENTE HUMALA SORPRENDE DOS VECES
José Rodríguez Elizondo
Un nuevo caso de espionaje bloquea el camino de Chile y Perú hacia una relación sin traumas. Es un tema delicado, pues los temas que comprometen a los servicios secretos nunca admiten claridad plena. Hemos visto demasiadas películas a ese respecto, como para pretender que exista una solución impecable.
Publicado en El Mostrador de 17.3.2015
De llegar al gobierno, voy a apoyar a los bolivianos.
Tienen todo el litoral peruano para que tengan su marina de Guerra.
Creo que hay un pueblo chileno valeroso donde hay hermandad,
pero también creo que han tenido una política de gobierno de prepotencia.
Ollanta Humala, 2006
Con susto enfrentaron los peruanos las dos candidaturas presidenciales sucesivas de Ollanta Humala. No era para menos: sospechaban que su padre político y financista era Hugo Chávez y sabían que don Isaac, su padre genético, le había inoculado el “etnocacerismo”, un mix ideológico de estalinismo, nacionalismo extremo y racismo indígena.
Los humalistas tampoco vendían tranquilizantes. Exigían la nacionalización de todas las empresas, la suspensión del pago de la deuda externa y el restablecimiento obligatorio de los idiomas nativos. Antauro, ex militar, hermano y activista de Ollanta, añadía la interesante idea de fusilar a la cúpula castrense y a los políticos, diplomáticos y ex presidentes corruptos. "Estamos contra el amariconamiento político y militar", proclamaba.
Aquí en el sur también nos pusimos nerviosos y con razón, pues la vertiente nacionalista de Humala nos apuntaba a la yugular. El TLC firmado con Perú en la época de Alejandro Toledo le parecía un “acto de traición a la patria” y acusaba a Alan García como “genuflexo” ante el gobierno de Michelle Bachelet. En 2009 incluso llamó a romper relaciones con Chile a propósito de un caso de presunto espionaje (los espías siempre son presuntos). Luego organizó un acto para ejercer soberanía en el “triángulo terrestre” que, si no lo frustra García, habría terminado demasiado mal.
SORPRESA NUMERO UNO
En 2010 –al filo de su victoria electoral- Humala dejó en claro que mantenía su talante belicoso, entregando en persona una carta al Presidente Sebastián Piñera. En ella planteaba su desconfianza respecto al cumplimiento chileno del fallo pendiente en La Haya y lo conminaba a dar diversas “satisfacciones” al Perú. Entre ellas, “reconocer la responsabilidad histórica de Chile” en la Guerra del Pacífico.
Por eso, cuando se instaló en Palacio Pizarro y en vez de darse gustitos comenzó a ejercer la ética de la responsabilidad, la sorpresa fue grata e internacional. El temible nuevo Presidente no sólo se abstuvo de fusilar malos peruanos, estatizarlo todo y pisarle el poncho a los chilenos. También dejó que Antauro siguiera cumpliendo una previa condena en la cárcel, entró en conflicto con su ideologizado padre y aceptó la buena relación con Chile que le aconsejaban los economistas y los sabios de Torre Tagle.
Así, no sólo reconoció la buena fe chilena en el juicio de La Haya. De la mano con Piñera y sus homólogos de México y Colombia lanzó al mundo la Alianza del Pacífico, un eficiente instrumento de integración y cooperación económica. En 2014 admitió, ante el legendario periodista Enrique Zileri, que “las relaciones que hemos venido construyendo con Chile son muy cordiales y francas”.
SORPRESA NUMERO DOS
Sin embargo, de repente en el verano, Humala produjo una segunda sorpresa. El 19 de febrero, sombrío el rostro, denunció ante los medios un caso de espionaje militar chileno en colusión con militares peruanos. Agregó que eso era “gravísimo para las relaciones bilaterales”, que “la dignidad del país no tiene precio” y que el tema “no puede quedar así no más”. En paralelo, anunció el envío de una nota de protesta, retiró a su embajador en Chile, exigió satisfacciones que no especificó y sugirió que el caso podía bloquear la implementación del fallo de la Haya.
En Chile se escuchó el onomatopéyico ¡plop! de Condorito. Aquello lucía disfuncional para los intereses nacionales de ambos países y cualquier analista acucioso podía discernir cinco razones de perplejidad:
1) La denuncia no surgía en el marco de un curso de colisión, donde el Jefe de Estado es la última ratio. Aquí la ratio primera era Humala, en un contexto reciente de relaciones “cordiales y francas”.
2) Los servicios de inteligencia existen en Chile, Perú y en todo el mundo y una de sus funciones es recopilar información sobre los vecinos, aunque se trate de una potencia aliada.
3) El tema lucía como secuela del “caso Ariza”, suboficial de la Fuerza Aérea peruana que habría vendido información a Chile durante los gobiernos de García y Bachelet, antes del fallo de La Haya. Es decir, cuando los profesionales de inteligencia estratégica de ambos países detectaban señales de un curso de colisión.
4) Humala no podía ignorar ese viejo juego según el cual los espías propios se niegan, pero se canjean si son capturados; los casos de traición militar se ven en sede institucional, con carácter reservado y las eventuales satisfacciones del gobierno acusado se gestionan por conducto diplomático, para que no se confundan con un ultimatum.
5) Vincular el tema con la suspensión de la ejecución del fallo de la Haya, era como un disparo de represalia a los pies propios. No fue Chile sino Perú el país que ganó 50 mil kilómetros cuadrados de océano gracias a esa sentencia.
PREGUNTAS A LA VENA
Al margen de algún mal modo eventual, por parte chilena, mi hipótesis es que Humala no trataba de crear un conflicto, sino de reposicionar uno que creíamos superado. Para procesarla, habría que investigar a la luz de siete preguntas clave:
-¿Se está produciendo en Humala una regresión desde la ética de la responsabilidad a lo que Max Weber llamaba “la ética de los fines últimos”?
-¿Cuál sería su reacción en caso de que la Corte de La Haya favorezca la aspiración de Bolivia?
-¿Se está colgando de la ofensiva de Evo Morales para promover su ideal etnocacerista de “una nación, dos repúblicas”?
-¿Quiere retirar del cauce diplomático el tema del “triángulo terrestre”?
-¿Está leyendo los recientes casos Dávalos, Penta y SQM como una señal de debilitamiento estratégico de Chile?
-¿Por qué no pudo Chile encauzar la relación bilateral hacia un “veranito de San Juan”, tras el fallo de La Haya?
-¿Cabe para Chile dar “satisfacciones”, debido a que el presunto espionaje se inició bajo un gobierno anterior?
Son interrogantes que no necesariamente calzan del todo con el diagnóstico que muchos ya adelantaron: la actual baja de popularidad de Humala lo induce a buscar la bronca con Chile. Es que nunca habrá una respuesta tan simple, para un problema tan lleno de aristas complejas, como el de la relación chileno-peruana.
Por eso, sin perjuicio de dejar mi hipótesis en barbecho, luce más urgente detectar el nivel de receptividad que el exabrupto presidencial tuvo en los expertos y en las élites peruanas ilustradas.
NO MÁS SORPRESAS
En un muestreo rápido, sólo he detectado un caso de aceptación clara. El del embajador Oswaldo de Rivero, para quien “el Perú debe prepararse para aplicar medidas de retorsión porque el gobierno chileno no investigará ni castigará a sus espías”. Más allá, hay señales de educado escepticismo o de crítica abierta, según las cuales no estamos ante un casus belli, debe respetarse el cauce diplomático y los intereses mutuos aconsejan la mejor relación posible. Algunos ejemplos:
Para el ex ministro del Interior Fernando Rospigliosi, la relación chileno-peruana no debiera enturbiarse “más allá del intercambio de notas y de alguna excitación momentánea”, pues los servicios de inteligencia, por inercia, están para obtener información de los países vecinos. El ex canciller José Antonio García Belaunde dijo que “si el espionaje rompiera relaciones, probablemente la Unión Soviética y EE.UU. no hubieran tenido nunca embajadores”. Según el ex canciller Luis Gonzales Posada, “debemos superar esta situación con velocidad y el compromiso de que el espionaje debe eliminarse del vocabulario peruano-chileno”. El vicecanciller Eduardo Ponce temió que, por sobredimensionar un caso de espionaje, “frenemos a la Alianza del Pacífico en nuestro propio perjuicio”. El gravitante diario El Comercio aludió a una “altisonante reacción presidencial” y a “agresivas rabietas”. Para la aguda periodista Cecilia Valenzuela “es difícil comprender a son de qué el presidente Humala continúa ventilando nuestra vergüenza de tener militares traidores en nuestras Fuerzas Armadas (...) si gracias al trabajo, de años, de nuestros diplomáticos hemos conseguido una victoria en una corte internacional”. El prestigiado periodista Gustavo Gorriti deseó que Perú y Chile “logren en el futuro cercano reemplazar la suspicacia por confianza y cercanía”, añadiendo que “hasta entonces haremos negocios y nos vigilaremos y sus espías y los nuestros tratarán de reclutar mandos medios desafectos”.
Ante ese claro vacío de entusiasmo, el propio Humala debió contenerse y reencauzar el tema hacia la vía diplomática. “Es la que corresponde”, reconoció. Mucho debió ayudar el que el canciller chileno Heraldo Muñoz, que ha mantenido un buen diálogo con su colega peruano Gonzalo Gutiérrez, no cayera en la trampa de la réplica airada ni del amurramiento. Todo indica que sus respuestas (reservadas) han sido consideradas “conciliatorias” en Torre Tagle. Por lo demás, nada debiera impedir que diera explicaciones en un marco diplomático distendido, si se llegara a la conclusión de que hubo algún comportamiento chileno realistamente reprochable. Los actores de los servicios de inteligencia saben que lo cortés no quita lo valiente.
Hay espacio, entonces, para reflotar el optimismo respecto a la imprescindible mejor relación chileno-peruana. En todo caso, es pertinente asumir lo que recuerda el analista chileno Fernando Thauby, respecto a un caso de 2001, cuando la embajada chilena en Lima se quejó de espionaje teléfónico. La respuesta del entonces canciller peruano Javier Pérez de Cuéllar, maestro de la diplomacia mundial, fue sencillísima: “La embajada de Chile debe mejorar la seguridad de sus instalaciones”.
Si fuéramos consecuentes con esa pachorra, fruto de la experiencia y sangre fría diplomáticas, podríamos privilegiar los cursos de cooperación sobre los cursos de colisión y así evitarnos –chilenos y peruanos- una tercera sorpresa del Presidente Humala.
De llegar al gobierno, voy a apoyar a los bolivianos.
Tienen todo el litoral peruano para que tengan su marina de Guerra.
Creo que hay un pueblo chileno valeroso donde hay hermandad,
pero también creo que han tenido una política de gobierno de prepotencia.
Ollanta Humala, 2006
Con susto enfrentaron los peruanos las dos candidaturas presidenciales sucesivas de Ollanta Humala. No era para menos: sospechaban que su padre político y financista era Hugo Chávez y sabían que don Isaac, su padre genético, le había inoculado el “etnocacerismo”, un mix ideológico de estalinismo, nacionalismo extremo y racismo indígena.
Los humalistas tampoco vendían tranquilizantes. Exigían la nacionalización de todas las empresas, la suspensión del pago de la deuda externa y el restablecimiento obligatorio de los idiomas nativos. Antauro, ex militar, hermano y activista de Ollanta, añadía la interesante idea de fusilar a la cúpula castrense y a los políticos, diplomáticos y ex presidentes corruptos. "Estamos contra el amariconamiento político y militar", proclamaba.
Aquí en el sur también nos pusimos nerviosos y con razón, pues la vertiente nacionalista de Humala nos apuntaba a la yugular. El TLC firmado con Perú en la época de Alejandro Toledo le parecía un “acto de traición a la patria” y acusaba a Alan García como “genuflexo” ante el gobierno de Michelle Bachelet. En 2009 incluso llamó a romper relaciones con Chile a propósito de un caso de presunto espionaje (los espías siempre son presuntos). Luego organizó un acto para ejercer soberanía en el “triángulo terrestre” que, si no lo frustra García, habría terminado demasiado mal.
SORPRESA NUMERO UNO
En 2010 –al filo de su victoria electoral- Humala dejó en claro que mantenía su talante belicoso, entregando en persona una carta al Presidente Sebastián Piñera. En ella planteaba su desconfianza respecto al cumplimiento chileno del fallo pendiente en La Haya y lo conminaba a dar diversas “satisfacciones” al Perú. Entre ellas, “reconocer la responsabilidad histórica de Chile” en la Guerra del Pacífico.
Por eso, cuando se instaló en Palacio Pizarro y en vez de darse gustitos comenzó a ejercer la ética de la responsabilidad, la sorpresa fue grata e internacional. El temible nuevo Presidente no sólo se abstuvo de fusilar malos peruanos, estatizarlo todo y pisarle el poncho a los chilenos. También dejó que Antauro siguiera cumpliendo una previa condena en la cárcel, entró en conflicto con su ideologizado padre y aceptó la buena relación con Chile que le aconsejaban los economistas y los sabios de Torre Tagle.
Así, no sólo reconoció la buena fe chilena en el juicio de La Haya. De la mano con Piñera y sus homólogos de México y Colombia lanzó al mundo la Alianza del Pacífico, un eficiente instrumento de integración y cooperación económica. En 2014 admitió, ante el legendario periodista Enrique Zileri, que “las relaciones que hemos venido construyendo con Chile son muy cordiales y francas”.
SORPRESA NUMERO DOS
Sin embargo, de repente en el verano, Humala produjo una segunda sorpresa. El 19 de febrero, sombrío el rostro, denunció ante los medios un caso de espionaje militar chileno en colusión con militares peruanos. Agregó que eso era “gravísimo para las relaciones bilaterales”, que “la dignidad del país no tiene precio” y que el tema “no puede quedar así no más”. En paralelo, anunció el envío de una nota de protesta, retiró a su embajador en Chile, exigió satisfacciones que no especificó y sugirió que el caso podía bloquear la implementación del fallo de la Haya.
En Chile se escuchó el onomatopéyico ¡plop! de Condorito. Aquello lucía disfuncional para los intereses nacionales de ambos países y cualquier analista acucioso podía discernir cinco razones de perplejidad:
1) La denuncia no surgía en el marco de un curso de colisión, donde el Jefe de Estado es la última ratio. Aquí la ratio primera era Humala, en un contexto reciente de relaciones “cordiales y francas”.
2) Los servicios de inteligencia existen en Chile, Perú y en todo el mundo y una de sus funciones es recopilar información sobre los vecinos, aunque se trate de una potencia aliada.
3) El tema lucía como secuela del “caso Ariza”, suboficial de la Fuerza Aérea peruana que habría vendido información a Chile durante los gobiernos de García y Bachelet, antes del fallo de La Haya. Es decir, cuando los profesionales de inteligencia estratégica de ambos países detectaban señales de un curso de colisión.
4) Humala no podía ignorar ese viejo juego según el cual los espías propios se niegan, pero se canjean si son capturados; los casos de traición militar se ven en sede institucional, con carácter reservado y las eventuales satisfacciones del gobierno acusado se gestionan por conducto diplomático, para que no se confundan con un ultimatum.
5) Vincular el tema con la suspensión de la ejecución del fallo de la Haya, era como un disparo de represalia a los pies propios. No fue Chile sino Perú el país que ganó 50 mil kilómetros cuadrados de océano gracias a esa sentencia.
PREGUNTAS A LA VENA
Al margen de algún mal modo eventual, por parte chilena, mi hipótesis es que Humala no trataba de crear un conflicto, sino de reposicionar uno que creíamos superado. Para procesarla, habría que investigar a la luz de siete preguntas clave:
-¿Se está produciendo en Humala una regresión desde la ética de la responsabilidad a lo que Max Weber llamaba “la ética de los fines últimos”?
-¿Cuál sería su reacción en caso de que la Corte de La Haya favorezca la aspiración de Bolivia?
-¿Se está colgando de la ofensiva de Evo Morales para promover su ideal etnocacerista de “una nación, dos repúblicas”?
-¿Quiere retirar del cauce diplomático el tema del “triángulo terrestre”?
-¿Está leyendo los recientes casos Dávalos, Penta y SQM como una señal de debilitamiento estratégico de Chile?
-¿Por qué no pudo Chile encauzar la relación bilateral hacia un “veranito de San Juan”, tras el fallo de La Haya?
-¿Cabe para Chile dar “satisfacciones”, debido a que el presunto espionaje se inició bajo un gobierno anterior?
Son interrogantes que no necesariamente calzan del todo con el diagnóstico que muchos ya adelantaron: la actual baja de popularidad de Humala lo induce a buscar la bronca con Chile. Es que nunca habrá una respuesta tan simple, para un problema tan lleno de aristas complejas, como el de la relación chileno-peruana.
Por eso, sin perjuicio de dejar mi hipótesis en barbecho, luce más urgente detectar el nivel de receptividad que el exabrupto presidencial tuvo en los expertos y en las élites peruanas ilustradas.
NO MÁS SORPRESAS
En un muestreo rápido, sólo he detectado un caso de aceptación clara. El del embajador Oswaldo de Rivero, para quien “el Perú debe prepararse para aplicar medidas de retorsión porque el gobierno chileno no investigará ni castigará a sus espías”. Más allá, hay señales de educado escepticismo o de crítica abierta, según las cuales no estamos ante un casus belli, debe respetarse el cauce diplomático y los intereses mutuos aconsejan la mejor relación posible. Algunos ejemplos:
Para el ex ministro del Interior Fernando Rospigliosi, la relación chileno-peruana no debiera enturbiarse “más allá del intercambio de notas y de alguna excitación momentánea”, pues los servicios de inteligencia, por inercia, están para obtener información de los países vecinos. El ex canciller José Antonio García Belaunde dijo que “si el espionaje rompiera relaciones, probablemente la Unión Soviética y EE.UU. no hubieran tenido nunca embajadores”. Según el ex canciller Luis Gonzales Posada, “debemos superar esta situación con velocidad y el compromiso de que el espionaje debe eliminarse del vocabulario peruano-chileno”. El vicecanciller Eduardo Ponce temió que, por sobredimensionar un caso de espionaje, “frenemos a la Alianza del Pacífico en nuestro propio perjuicio”. El gravitante diario El Comercio aludió a una “altisonante reacción presidencial” y a “agresivas rabietas”. Para la aguda periodista Cecilia Valenzuela “es difícil comprender a son de qué el presidente Humala continúa ventilando nuestra vergüenza de tener militares traidores en nuestras Fuerzas Armadas (...) si gracias al trabajo, de años, de nuestros diplomáticos hemos conseguido una victoria en una corte internacional”. El prestigiado periodista Gustavo Gorriti deseó que Perú y Chile “logren en el futuro cercano reemplazar la suspicacia por confianza y cercanía”, añadiendo que “hasta entonces haremos negocios y nos vigilaremos y sus espías y los nuestros tratarán de reclutar mandos medios desafectos”.
Ante ese claro vacío de entusiasmo, el propio Humala debió contenerse y reencauzar el tema hacia la vía diplomática. “Es la que corresponde”, reconoció. Mucho debió ayudar el que el canciller chileno Heraldo Muñoz, que ha mantenido un buen diálogo con su colega peruano Gonzalo Gutiérrez, no cayera en la trampa de la réplica airada ni del amurramiento. Todo indica que sus respuestas (reservadas) han sido consideradas “conciliatorias” en Torre Tagle. Por lo demás, nada debiera impedir que diera explicaciones en un marco diplomático distendido, si se llegara a la conclusión de que hubo algún comportamiento chileno realistamente reprochable. Los actores de los servicios de inteligencia saben que lo cortés no quita lo valiente.
Hay espacio, entonces, para reflotar el optimismo respecto a la imprescindible mejor relación chileno-peruana. En todo caso, es pertinente asumir lo que recuerda el analista chileno Fernando Thauby, respecto a un caso de 2001, cuando la embajada chilena en Lima se quejó de espionaje teléfónico. La respuesta del entonces canciller peruano Javier Pérez de Cuéllar, maestro de la diplomacia mundial, fue sencillísima: “La embajada de Chile debe mejorar la seguridad de sus instalaciones”.
Si fuéramos consecuentes con esa pachorra, fruto de la experiencia y sangre fría diplomáticas, podríamos privilegiar los cursos de cooperación sobre los cursos de colisión y así evitarnos –chilenos y peruanos- una tercera sorpresa del Presidente Humala.
Bitácora
La corrupción como razón de Estado
José Rodríguez Elizondo
Publicado en El Mostrador, 2 de marzo de 2015
Donde vemos como la crisis de las izquierdas renovadas abre paso a la segunda crisis de la democracia.
En 1995 escribí un libraco titulado Crisis y renovación de las izquierdas, en el que analicé la trágica interacción entre los ultrarrevolucionarios castristas y los militaristas civiles de los años 60-70. Mi diagnóstico mostraba el tema como una crisis de la democracia representativa o de la política. Mi semipronóstico –o wishful thinking, como dicen los sajones–, fue que el escarmiento histórico brindaba una oportunidad estimulante para las izquierdas democráticas de la región.
Condición teórica del optimismo: asumir que la lucha a golpe de tesis entre capitalismo y socialismo fue un conflicto del siglo XX, con ideas del siglo XIX, que será visto como un combate escolástico en el siglo XXI. Condiciones prácticas: arrinconamiento de los extremismos, fortalecimiento de los sistemas democráticos “centrificados”, profesionalismo participativo de las Fuerzas Armadas y alternancias sin drama.
Caso modélico: la transición chilena (obviamente). Con una centroderecha consensualista y pivoteando sobre socialistas renovados y democratacristianos –enemigos al momento del Golpe–, el sistema expresaba bien esa línea de unidad en la diversidad. Era la ecuación pragmática entre el liberalismo político, la regulación económica y la sensibilidad social.
LA TRANSICIÓN TAMBIÉN CAMBIA
Desde entonces han pasado veinte años, durante los cuales la Historia regional siguió escapando de los determinismos. Sinópticamente, el fin de la Guerra Fría minimizó la “amenaza comunista”, redujo el interés estratégico de los Estados Unidos en el progreso democrático de la región, el fin de las ideologías totalitarias comenzó a identificarse con el fin de las ideas políticas y el diálogo civil-militar tendió a retroceder a la época de los “compartimentos estancos”.
Como efecto directo, el escarmiento de las izquierdas fue de baja intensidad y corta duración. No llegó a cuajar en un nuevo pacto social, con gobiernos prudentemente tecnificados, partidos políticos democratizados, funcionariado austero, intelectuales orgánicos de verdad y líderes que valoraran (o se resignaran) a la alternancia. Ayudó a atornillar al revés el que, con pocas excepciones, las derechas siguieron dependiendo de líderes coyunturales y hasta de outsiders golpistas.
Huérfanas de referentes ideológicos válidos, las izquierdas de este segundo milenio abrieron paso a una crisis bifurcada. Unas se acomodaron a los privilegios del poder y al discreto encanto del dinero, optando por los “empates” con las derechas e instalándose como partes de una clase política informal. Otras modificaron ventajistamente los estatutos constitucionales e indujeron la polarización social. A ese efecto, sintetizaron el ultrismo castrista y el democratismo electoral, instalando dictaduras que convocaban a elecciones (no siempre limpias).
Los ciudadanos comenzaron a chocar, entonces, con un escenario público degradado, en el cual se obtienen curules con técnicas de mercadeo, los grupos económicos financian a políticos de todo el espectro, los partidos se convierten en centros clientelares, los militantes mutan en operadores profesionales, los militares estudian lo que está pasando o cogobiernan (como en Venezuela), los intelectuales genuinos desertan de los partidos, el crimen se organiza, la teoría de los derechos humanos se sectariza y la meritocracia es arrollada por el nepotismo.
En ese marco, Perú produjo el caso emblemático del outsider Alberto Fujimori, quien llegó al Gobierno con los votos de las izquierdas, cuyo objetivo central era atajar a Mario Vargas Llosa y sus posiciones. Desde el poder, Fujimori se declaró admirador de Pinochet, aplicó sesgadamente la misma doctrina que representaba Vargas Llosa y dio un autogolpe de Estado que corrompió a todas las instituciones, Fuerzas Armadas comprendidas. Para ese efecto impuso aparatos, cómplices y procedimientos criminales. Hoy es un raro caso de responsable político encarcelado.
Mientras se escriben estas líneas, jefes de Estado autorreconocidos como “de izquierda” están sufriendo el impacto de la degradación política mencionada. El presidente priísta de México, Enrique Peña Nieto, es desafiado por el crimen organizado con base en el narcotráfico; la presidenta petista de Brasil, Dilma Roussef, sufre los embates de la corrupción crónica en Petrobras; el presidente chavista de Venezuela, Nicolás Maduro, sigue encarcelando a opositores al margen de un debido proceso; el peronista vicepresidente argentino, Amado Boudou, está procesado por cohecho y otras negociaciones incompatibles con la función pública, y la peronista presidenta, Cristina Fernández Kirchner (CFK), es imputada judicialmente por encubrir a los responsables de un conmocionante atentado terrorista. Cabe añadir que el fiscal de ese caso, Alberto Nisman, fue asesinado o inducido al suicidio un día antes de presentar esa imputación ante el Congreso.
Desmintiendo el excepcionalismo chilensis, nuestro país no es una excepción en un mal barrio. Entre los casos Penta y SQM medra lo que he llamado “clase política ABC1”. En ese contexto de relaciones espurias con el dinero, la Presidenta socialista Michelle Bachelet experimentó el oprobio de un caso de enriquecimiento escandaloso, protagonizado por su hijo Sebastián.
RENOVACION DE LA CRÍTICA
El síndrome regional expuesto está revelando una transición encadenada: del escarmiento de los renovados al sectarismo de nuevo tipo, de éste a la corruptela con delincuencia y de ésta a la corrupción como razón de Estado.
Las encuestas, por lo general, muestran cómo las instituciones castrenses y policiales –que configuraron la base de las dictaduras superadas–, tienen mejores niveles de aceptación que las instituciones políticas. Consecuentemente, está sucediendo lo que tenía que suceder: los ciudadanos abusados han dejado de valorar los eventos electorales y comienzan a abstenerse o a reaccionar contra todos los representantes políticos. Como perversa contrapartida –corsi e ricorsi–, gobernantes como CFK y Maduro tratan de refugiarse tras la polarización social inducida, hablando de “nosotros” (los ungidos que deben mandar) y “ellos” (los disidentes que deben ser reprimidos). Otros, tratan de legitimar sus liberticidios, mientras se autocalifican para la reelección permanente, por sí o por interpósito pariente.
Esos afanes, que recuerdan el refrán chino sobre el peligro de descabalgar de un tigre, cierran un ciclo de pavores. De la crisis de las izquierdas sesentistas pasamos a la crisis de las izquierdas renovadas y de ésta a la segunda crisis de la democracia representativa (o de la política).
Esta es la dolorosa verificación que, sumada al estímulo de lectores generosos, me está impulsando a superar mi escepticismo sobre las posibilidades de los textos de más de 100 páginas. Esto significa (anuncio) que hoy comienzo a reescribir mi libro de hace veinte años, abrigado con una esperanza humilde: creer que es posible revertir la desdemocratización en proceso, con soporte en la autocrítica, la mostración de los hechos y los lectores capaces de ir más allá de los 140 caracteres de un tuiteo.
Quienes no conocieron la versión del 95, tal vez lo apreciarán como un nuevo tipo de historia contemporánea o como el alegato romántico de un demócrata latinoamericano.
Condición teórica del optimismo: asumir que la lucha a golpe de tesis entre capitalismo y socialismo fue un conflicto del siglo XX, con ideas del siglo XIX, que será visto como un combate escolástico en el siglo XXI. Condiciones prácticas: arrinconamiento de los extremismos, fortalecimiento de los sistemas democráticos “centrificados”, profesionalismo participativo de las Fuerzas Armadas y alternancias sin drama.
Caso modélico: la transición chilena (obviamente). Con una centroderecha consensualista y pivoteando sobre socialistas renovados y democratacristianos –enemigos al momento del Golpe–, el sistema expresaba bien esa línea de unidad en la diversidad. Era la ecuación pragmática entre el liberalismo político, la regulación económica y la sensibilidad social.
LA TRANSICIÓN TAMBIÉN CAMBIA
Desde entonces han pasado veinte años, durante los cuales la Historia regional siguió escapando de los determinismos. Sinópticamente, el fin de la Guerra Fría minimizó la “amenaza comunista”, redujo el interés estratégico de los Estados Unidos en el progreso democrático de la región, el fin de las ideologías totalitarias comenzó a identificarse con el fin de las ideas políticas y el diálogo civil-militar tendió a retroceder a la época de los “compartimentos estancos”.
Como efecto directo, el escarmiento de las izquierdas fue de baja intensidad y corta duración. No llegó a cuajar en un nuevo pacto social, con gobiernos prudentemente tecnificados, partidos políticos democratizados, funcionariado austero, intelectuales orgánicos de verdad y líderes que valoraran (o se resignaran) a la alternancia. Ayudó a atornillar al revés el que, con pocas excepciones, las derechas siguieron dependiendo de líderes coyunturales y hasta de outsiders golpistas.
Huérfanas de referentes ideológicos válidos, las izquierdas de este segundo milenio abrieron paso a una crisis bifurcada. Unas se acomodaron a los privilegios del poder y al discreto encanto del dinero, optando por los “empates” con las derechas e instalándose como partes de una clase política informal. Otras modificaron ventajistamente los estatutos constitucionales e indujeron la polarización social. A ese efecto, sintetizaron el ultrismo castrista y el democratismo electoral, instalando dictaduras que convocaban a elecciones (no siempre limpias).
Los ciudadanos comenzaron a chocar, entonces, con un escenario público degradado, en el cual se obtienen curules con técnicas de mercadeo, los grupos económicos financian a políticos de todo el espectro, los partidos se convierten en centros clientelares, los militantes mutan en operadores profesionales, los militares estudian lo que está pasando o cogobiernan (como en Venezuela), los intelectuales genuinos desertan de los partidos, el crimen se organiza, la teoría de los derechos humanos se sectariza y la meritocracia es arrollada por el nepotismo.
En ese marco, Perú produjo el caso emblemático del outsider Alberto Fujimori, quien llegó al Gobierno con los votos de las izquierdas, cuyo objetivo central era atajar a Mario Vargas Llosa y sus posiciones. Desde el poder, Fujimori se declaró admirador de Pinochet, aplicó sesgadamente la misma doctrina que representaba Vargas Llosa y dio un autogolpe de Estado que corrompió a todas las instituciones, Fuerzas Armadas comprendidas. Para ese efecto impuso aparatos, cómplices y procedimientos criminales. Hoy es un raro caso de responsable político encarcelado.
Mientras se escriben estas líneas, jefes de Estado autorreconocidos como “de izquierda” están sufriendo el impacto de la degradación política mencionada. El presidente priísta de México, Enrique Peña Nieto, es desafiado por el crimen organizado con base en el narcotráfico; la presidenta petista de Brasil, Dilma Roussef, sufre los embates de la corrupción crónica en Petrobras; el presidente chavista de Venezuela, Nicolás Maduro, sigue encarcelando a opositores al margen de un debido proceso; el peronista vicepresidente argentino, Amado Boudou, está procesado por cohecho y otras negociaciones incompatibles con la función pública, y la peronista presidenta, Cristina Fernández Kirchner (CFK), es imputada judicialmente por encubrir a los responsables de un conmocionante atentado terrorista. Cabe añadir que el fiscal de ese caso, Alberto Nisman, fue asesinado o inducido al suicidio un día antes de presentar esa imputación ante el Congreso.
Desmintiendo el excepcionalismo chilensis, nuestro país no es una excepción en un mal barrio. Entre los casos Penta y SQM medra lo que he llamado “clase política ABC1”. En ese contexto de relaciones espurias con el dinero, la Presidenta socialista Michelle Bachelet experimentó el oprobio de un caso de enriquecimiento escandaloso, protagonizado por su hijo Sebastián.
RENOVACION DE LA CRÍTICA
El síndrome regional expuesto está revelando una transición encadenada: del escarmiento de los renovados al sectarismo de nuevo tipo, de éste a la corruptela con delincuencia y de ésta a la corrupción como razón de Estado.
Las encuestas, por lo general, muestran cómo las instituciones castrenses y policiales –que configuraron la base de las dictaduras superadas–, tienen mejores niveles de aceptación que las instituciones políticas. Consecuentemente, está sucediendo lo que tenía que suceder: los ciudadanos abusados han dejado de valorar los eventos electorales y comienzan a abstenerse o a reaccionar contra todos los representantes políticos. Como perversa contrapartida –corsi e ricorsi–, gobernantes como CFK y Maduro tratan de refugiarse tras la polarización social inducida, hablando de “nosotros” (los ungidos que deben mandar) y “ellos” (los disidentes que deben ser reprimidos). Otros, tratan de legitimar sus liberticidios, mientras se autocalifican para la reelección permanente, por sí o por interpósito pariente.
Esos afanes, que recuerdan el refrán chino sobre el peligro de descabalgar de un tigre, cierran un ciclo de pavores. De la crisis de las izquierdas sesentistas pasamos a la crisis de las izquierdas renovadas y de ésta a la segunda crisis de la democracia representativa (o de la política).
Esta es la dolorosa verificación que, sumada al estímulo de lectores generosos, me está impulsando a superar mi escepticismo sobre las posibilidades de los textos de más de 100 páginas. Esto significa (anuncio) que hoy comienzo a reescribir mi libro de hace veinte años, abrigado con una esperanza humilde: creer que es posible revertir la desdemocratización en proceso, con soporte en la autocrítica, la mostración de los hechos y los lectores capaces de ir más allá de los 140 caracteres de un tuiteo.
Quienes no conocieron la versión del 95, tal vez lo apreciarán como un nuevo tipo de historia contemporánea o como el alegato romántico de un demócrata latinoamericano.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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