Bitácora
CUBA-EE.UU: LA GUERRA DE PRINCIPIO A FIN
José Rodríguez Elizondo
Revista Realidad y Perspectivas
RyP N° 37
José Rodríguez Elizondo
En el Programa de Relaciones Internacionales de mi Facultad estimamos que, por razones bastante obvias, el XXV Aniversario de la caída del Muro de Berlín merece el mayor y el mejor despliegue informativo. No todo puede reducirse a la caída de un símbolo oprobioso, sin conocer ni comprender que, en algún momento de la Guerra Fría, la opción para el mundo estuvo entre la guerra caliente o el Muro. Con esa intención, presentamos la última edición de RyP como número ESPECIAL EL MURO
Bitácora
LO QUE NO DIJE SOBRE EL MURO DE BERLIN
José Rodríguez Elizondo
En reciente columna conté a los lectores cómo me convertí en un prófugo precoz de la República Democrática Alemana (RDA). Sin embargo, sobre el muro mismo no dije mucho pese a que, como toda realidad dramática, tiene una historia compleja y contradictoria. Esta vez trataré de contarla, para demostrar que no sólo fue una construcción carcelaria.
Goethe, el gran escritor y pensador de la vieja Alemania, lo dijo con claridad: "Alles ist einfacher als man denkt, zugleich verschränkter als zu begreifen ist." Por si algún lector no lo entiende a cabalidad, esto significa que todo es más simple de lo que se puede pensar, pero mucho más intrincado de lo que se puede comprender.
La reflexión se aplica, con provecho, al entendimiento contemporáneo del Muro de Berlín. En efecto, con su intempestivo derrumbe del 9 de noviembre de 1989, su historia quedó a oscuras y cualquiera hoy puede calificarlo como el Muro de la Vergüenza desde siempre. Corolario inevitable: ¡qué brutos los dirigentes de la RDA, cómo se les ocurrió tamaño estropicio político!
Sin embargo, cuando apareció el Muro, el 13 de agosto de 1961, el mundo no lo demonizó y, más bien, lanzó un suspiro de alivio. La Guerra Fría se estaba calentando y la explosividad de Berlín dividido tenía a todos al borde de la cornisa. Tres millones de alemanes orientales, mezclados con algunos miles de polacos y checoslovacos, habían huído hacia Berlín Occidental y la economía de la RDA se había convertido en un cubo de Rubik monocolor. Es decir, inajustable. Y, como el orden internacional funcionaba sobre la base de la disuasión nuclear, ese conflicto podía romper el “equilibrio del terror” entre Washington y Moscú, con muy mal pronóstico para el planeta.
KENNEDY Y JRUSCHOV UNIDOS
En tal emergencia, la construcción del muro fue una necesidad estratégica, tan compartida como urgente. Según el Presidente de los EE.UU John F. Kennedy, su homólogo soviético Nikita Jrushov tendría que hacer algo para controlar el río de refugiados que corría hacia Berlín Occidental. Para encorajinarlo, admitía que él no podría intervenir “si se limita a hacer algo en Berlín Este”. Compartiendo esa apreciación, el senador William Fullbright había declarado no entender “por qué los alemanes orientales no cierran su frontera (pues) tienen derecho a ello”.
Jrushov estuvo de acuerdo. Desde su exuberancia había profetizado la derrota del capitalismo en el corto plazo, pero veía como la sangría de mano de obra que sufría la RDA podía gatillar una confrontación militar. Tal confrontación, a su vez, podía escalar hacia lo que los expertos llamaban “destrucción mutua asegurada”, con cual no habría victoria con sentido práctico. El Gran Jefe comunista indujo, entonces, la construcción del muro, para asegurar el control de las fronteras en la RDA: “Los alemanes orientales se verían animados por la solidez y fortaleza de su Estado”, escribió en sus Memorias.
Alberto Baltra, mi profesor de Economía Política en la Escuela de Derecho, expuso esa justificación del muro en un libro coyuntural de 1963 y le añadió un empate ideológico que gustó mucho a los comunistas de la época: “¿Acaso no es una dura muralla la que millones de padres encuentran para que sus hijos puedan ingresar a las escuelas, al liceo, el instituto técnico o la Universidad?”
DE LA NECESIDAD AL OPROBIO
Ergo, el muro no se construyó para crear una situación ominosa, sino para controlarla. Fue, en su origen, un Muro de la Necesidad, pero la Vergüenza vino un rato después. Es que, a partir de la apreciación geopolítica y estratégica mencionada, comenzó a decodificarse políticamente, como el símbolo por excelencia de la superioridad de Occidente. Y es que la estaban dando: contra el optimismo retórico del tosco Jruschov, daba una ventaja visible como una pirámide al mundo capitalista. Su sola existencia decía que el efecto-demostración de los mercados de Berlín Occidental era más peligroso para los alemanes orientales, que las ideas marxista-leninistas para los alemanes occidentales.
A la vergüenza contribuyó mucho el perfeccionismo disciplinario de los alemanes del Este. En el corto plazo convirtieron el muro primigenio en una tecnologizada estructura de seguridad y sus protocolos de control asignaron la pena de muerte a quienes trataran de sobrepasarlo. Como esa pena se aplicó con rigor, la metáfora de la RDA como una cárcel se impuso como una realidad sin paliativos.
Medio siglo después de su fin, el muro, aparece no sólo como el símbolo histórico de la división de Berlín, la competencia de las dos Alemanias y la bipolaridad del mundo de la Guerra Fría. También luce como el punto inicial de la victoria de los Estados Unidos y de las economías libres, en esa guerra. Un fenómeno para analizar más allá de las simplezas ideológicas, poniendo distancia con nuestras emociones y aplicando la teutónica sabiduría de Goethe.
La reflexión se aplica, con provecho, al entendimiento contemporáneo del Muro de Berlín. En efecto, con su intempestivo derrumbe del 9 de noviembre de 1989, su historia quedó a oscuras y cualquiera hoy puede calificarlo como el Muro de la Vergüenza desde siempre. Corolario inevitable: ¡qué brutos los dirigentes de la RDA, cómo se les ocurrió tamaño estropicio político!
Sin embargo, cuando apareció el Muro, el 13 de agosto de 1961, el mundo no lo demonizó y, más bien, lanzó un suspiro de alivio. La Guerra Fría se estaba calentando y la explosividad de Berlín dividido tenía a todos al borde de la cornisa. Tres millones de alemanes orientales, mezclados con algunos miles de polacos y checoslovacos, habían huído hacia Berlín Occidental y la economía de la RDA se había convertido en un cubo de Rubik monocolor. Es decir, inajustable. Y, como el orden internacional funcionaba sobre la base de la disuasión nuclear, ese conflicto podía romper el “equilibrio del terror” entre Washington y Moscú, con muy mal pronóstico para el planeta.
KENNEDY Y JRUSCHOV UNIDOS
En tal emergencia, la construcción del muro fue una necesidad estratégica, tan compartida como urgente. Según el Presidente de los EE.UU John F. Kennedy, su homólogo soviético Nikita Jrushov tendría que hacer algo para controlar el río de refugiados que corría hacia Berlín Occidental. Para encorajinarlo, admitía que él no podría intervenir “si se limita a hacer algo en Berlín Este”. Compartiendo esa apreciación, el senador William Fullbright había declarado no entender “por qué los alemanes orientales no cierran su frontera (pues) tienen derecho a ello”.
Jrushov estuvo de acuerdo. Desde su exuberancia había profetizado la derrota del capitalismo en el corto plazo, pero veía como la sangría de mano de obra que sufría la RDA podía gatillar una confrontación militar. Tal confrontación, a su vez, podía escalar hacia lo que los expertos llamaban “destrucción mutua asegurada”, con cual no habría victoria con sentido práctico. El Gran Jefe comunista indujo, entonces, la construcción del muro, para asegurar el control de las fronteras en la RDA: “Los alemanes orientales se verían animados por la solidez y fortaleza de su Estado”, escribió en sus Memorias.
Alberto Baltra, mi profesor de Economía Política en la Escuela de Derecho, expuso esa justificación del muro en un libro coyuntural de 1963 y le añadió un empate ideológico que gustó mucho a los comunistas de la época: “¿Acaso no es una dura muralla la que millones de padres encuentran para que sus hijos puedan ingresar a las escuelas, al liceo, el instituto técnico o la Universidad?”
DE LA NECESIDAD AL OPROBIO
Ergo, el muro no se construyó para crear una situación ominosa, sino para controlarla. Fue, en su origen, un Muro de la Necesidad, pero la Vergüenza vino un rato después. Es que, a partir de la apreciación geopolítica y estratégica mencionada, comenzó a decodificarse políticamente, como el símbolo por excelencia de la superioridad de Occidente. Y es que la estaban dando: contra el optimismo retórico del tosco Jruschov, daba una ventaja visible como una pirámide al mundo capitalista. Su sola existencia decía que el efecto-demostración de los mercados de Berlín Occidental era más peligroso para los alemanes orientales, que las ideas marxista-leninistas para los alemanes occidentales.
A la vergüenza contribuyó mucho el perfeccionismo disciplinario de los alemanes del Este. En el corto plazo convirtieron el muro primigenio en una tecnologizada estructura de seguridad y sus protocolos de control asignaron la pena de muerte a quienes trataran de sobrepasarlo. Como esa pena se aplicó con rigor, la metáfora de la RDA como una cárcel se impuso como una realidad sin paliativos.
Medio siglo después de su fin, el muro, aparece no sólo como el símbolo histórico de la división de Berlín, la competencia de las dos Alemanias y la bipolaridad del mundo de la Guerra Fría. También luce como el punto inicial de la victoria de los Estados Unidos y de las economías libres, en esa guerra. Un fenómeno para analizar más allá de las simplezas ideológicas, poniendo distancia con nuestras emociones y aplicando la teutónica sabiduría de Goethe.
Bitácora
MEMORIAS DE UN PRÓFUGO (REVISITANDO EL MURO)
José Rodríguez Elizondo
Tras fugarme con familia y sin estrépito de la República Democrática Alemana (RDA), en 1977, aprendí que para contar ciertas verdades hay que esperar a que la realidad decante. Política y editorialmente, no es correcto tener la razón demasiado temprano.
Así lo experimenté cuando el testimonio de mis vivencias –plasmado en entrevistas, reportajes y libros- terminó fundiéndose, fuera de Chile, en el debate maniqueo de la guerra fría. Una voz perdida entre los eufemismos, cálculos y mentiras ideológicas. Por eso, hoy me resulta fascinante el despliegue de transparencia que se está produciendo en este XXV aniversario de la pulverización del muro de Berlín. O de “la frontera”, como debíamos decir en el país que ya no existe.
Así, a muro derribado, hoy todos reconocen la importancia escarmentadora que tuvo la RDA en el pensamiento y praxis de las izquierdas chilenas. Subiéndose por ese chorro, hasta pasan factura a quienes combatían contra la dictadura de Pinochet, por su violación de los derechos humanos, mientras ignoraban esa gran madre de las violaciones que fue la dictadura estealemana de Eric Honecker.
Sin embargo, excepto para quienes siguen callando, es una factura discutible. En lo fundamental, porque primum vivere, como enseñan los que saben. Tras el naufragio que significó nuestro 11-S no cabía mirar el diente al refugio regalado. Al menos mientras se recuperaba el habla.
El problema fue que, demasiado pronto, conspicuos dirigentes chilenos se acomodaron en ese refugio, dejando que los supremos sacerdotes del socialismo real interpretaran lo que nos había sucedido. Desde Moscú, con estación repetidora en Berlín Este, esos sabios dictaminaron que la responsabilidad del fracaso de la Unidad Popular se debió a no haber osado implantar la dictadura del proletariado. Tan simple como eso.
A partir de entonces, el tiempo de filosofar quedó bloqueado y peor, aún, militantes forjados en el acero de la novelística estaliniana optaron por ensuciarse el alma por “gratitud”. Víctimas de una variable del síndrome de Estocolmo, terminaron haciendo el elogio extravagante de la RDA y del tutorial poder soviético. Incluso fingían ignorar que el costo de acoger a los casi dos mil “chilenische patrioten” no salió del bolsillo de la familia Honecker, sino de las faltriqueras de un pueblo que soñaba con destruir el muro.
Por ello, mi explicación sobre el comportamiento de nuestros exiliados en la RDA es un pelín más compleja y, como lo he dicho en otras ocasiones, tiene que ver con sus tres grandes categorías: los Jefes, los Astutos y los Prófugos. Fue una trilogía abierta -admite grados y mezclas- cuyo contenido actualizo a continuación:
LOS JEFES tenían un poder vicario, pero muy real, sobre la masa de los exiliados, incluyendo sus vidas privadísimas (si trabajar o estudiar, si casarse o separarse, si parir o abortar). Tal poder contenía privilegios especiales como viajes, viáticos en divisas, oficinas, gastos operacionales, vehículos y atención médica superior. Sus límitaciones se expresaban en dos consignas interconectadas: “no molestar a los compañeros alemanes” y “no dar armas al enemigo”. Es decir, silenciar la realidad. Los pocos que osaron pasar esos límites lo hicieron (obvio) en calidad de Jefes marginados.
LOS ASTUTOS, además de los privilegios generales del estado llano –vivienda y crédito fiscal para instalarse- tenían dos ventajas propias: alta calificación intelectual y notable frialdad emocional. Esto les permitió proyectarse hacia un mejor futuro individual, suspendiendo la emisión de verdades y perfeccionando tácticas de simulación, para no molestar a los compañeros alemanes ni alertar a los Jefes. El celo ortodoxo (la envidia) de los militantes rasos los caracterizaría como “oportunistas” o, más técnicamente, como “intelectuales pequeñoburgueses”, blandengues por definición.
LOS PROFUGOS son los que llegaron al refugio equivocado por ser poco astutos o menos inteligentes de lo que pensaban. En su choque con la realidad, percibieron (más temprano que tarde) que la salvación estealemana equivalía al pacto de un Mefistófeles rasca con un doctor Fausto de poco vuelo. A partir de entonces definieron que su objetivo categórico era fugarse y esta meta los dividió en dos subgrupos: los Drásticos, que huyeron mediante la locura y el suicidio y los Flexibles, que escaparon mediante una mezcla de estrategia con milagro.
¿Y qué sucedió después de la caída del muro, con ese trío emblemático?
Cualquier entendido lo entiende. Los Jefes siguieron siendo Jefes y callaron para siempre. Saben que en Chile el doble estándar la lleva, el empate es ley y siempre habrá un enemigo al cual negar las armas de la autocrítica.
Los Astutos, por su parte, dieron sus testimonios con exacto sentido del tiempo. Es decir, entre el día en que Gorbachov espantó a Honecker con la perestroika y el día en que los fragmentos del muro comenzaron a aparecer en los museos. Para desdicha de quienes los habían celado o aborrecido, produjeron obras de tanta calidad e impacto como Morir en Berlín (Carlos Cerda) y Detrás del muro (Roberto Ampuero).
En cuanto a los Prófugos del subgrupo Drásticos, tienen su paradigma en el entrañable historiador Lucho Moulian. Sometido a tratamiento en una clínica siquiátrica de Leipzig, terminó suicidándose en la Posta Central de Santiago, tras su retorno a la patria prohibida.
Finalmente, los Prófugos del subgrupo Flexibles, son los que gritaron la verdad precozmente, apenas ejecutaron sus estrategias de fuga. Pero, como la Guerra Fría seguía dominando, Pinochet seguía mandando y el muro seguía en pie, no hubo mercado que los inflara. Como ya lo adelanté –y perdonando la autorreferencia-, en este subgrupo clasifica este memorioso servidor.
Así lo experimenté cuando el testimonio de mis vivencias –plasmado en entrevistas, reportajes y libros- terminó fundiéndose, fuera de Chile, en el debate maniqueo de la guerra fría. Una voz perdida entre los eufemismos, cálculos y mentiras ideológicas. Por eso, hoy me resulta fascinante el despliegue de transparencia que se está produciendo en este XXV aniversario de la pulverización del muro de Berlín. O de “la frontera”, como debíamos decir en el país que ya no existe.
Así, a muro derribado, hoy todos reconocen la importancia escarmentadora que tuvo la RDA en el pensamiento y praxis de las izquierdas chilenas. Subiéndose por ese chorro, hasta pasan factura a quienes combatían contra la dictadura de Pinochet, por su violación de los derechos humanos, mientras ignoraban esa gran madre de las violaciones que fue la dictadura estealemana de Eric Honecker.
Sin embargo, excepto para quienes siguen callando, es una factura discutible. En lo fundamental, porque primum vivere, como enseñan los que saben. Tras el naufragio que significó nuestro 11-S no cabía mirar el diente al refugio regalado. Al menos mientras se recuperaba el habla.
El problema fue que, demasiado pronto, conspicuos dirigentes chilenos se acomodaron en ese refugio, dejando que los supremos sacerdotes del socialismo real interpretaran lo que nos había sucedido. Desde Moscú, con estación repetidora en Berlín Este, esos sabios dictaminaron que la responsabilidad del fracaso de la Unidad Popular se debió a no haber osado implantar la dictadura del proletariado. Tan simple como eso.
A partir de entonces, el tiempo de filosofar quedó bloqueado y peor, aún, militantes forjados en el acero de la novelística estaliniana optaron por ensuciarse el alma por “gratitud”. Víctimas de una variable del síndrome de Estocolmo, terminaron haciendo el elogio extravagante de la RDA y del tutorial poder soviético. Incluso fingían ignorar que el costo de acoger a los casi dos mil “chilenische patrioten” no salió del bolsillo de la familia Honecker, sino de las faltriqueras de un pueblo que soñaba con destruir el muro.
Por ello, mi explicación sobre el comportamiento de nuestros exiliados en la RDA es un pelín más compleja y, como lo he dicho en otras ocasiones, tiene que ver con sus tres grandes categorías: los Jefes, los Astutos y los Prófugos. Fue una trilogía abierta -admite grados y mezclas- cuyo contenido actualizo a continuación:
LOS JEFES tenían un poder vicario, pero muy real, sobre la masa de los exiliados, incluyendo sus vidas privadísimas (si trabajar o estudiar, si casarse o separarse, si parir o abortar). Tal poder contenía privilegios especiales como viajes, viáticos en divisas, oficinas, gastos operacionales, vehículos y atención médica superior. Sus límitaciones se expresaban en dos consignas interconectadas: “no molestar a los compañeros alemanes” y “no dar armas al enemigo”. Es decir, silenciar la realidad. Los pocos que osaron pasar esos límites lo hicieron (obvio) en calidad de Jefes marginados.
LOS ASTUTOS, además de los privilegios generales del estado llano –vivienda y crédito fiscal para instalarse- tenían dos ventajas propias: alta calificación intelectual y notable frialdad emocional. Esto les permitió proyectarse hacia un mejor futuro individual, suspendiendo la emisión de verdades y perfeccionando tácticas de simulación, para no molestar a los compañeros alemanes ni alertar a los Jefes. El celo ortodoxo (la envidia) de los militantes rasos los caracterizaría como “oportunistas” o, más técnicamente, como “intelectuales pequeñoburgueses”, blandengues por definición.
LOS PROFUGOS son los que llegaron al refugio equivocado por ser poco astutos o menos inteligentes de lo que pensaban. En su choque con la realidad, percibieron (más temprano que tarde) que la salvación estealemana equivalía al pacto de un Mefistófeles rasca con un doctor Fausto de poco vuelo. A partir de entonces definieron que su objetivo categórico era fugarse y esta meta los dividió en dos subgrupos: los Drásticos, que huyeron mediante la locura y el suicidio y los Flexibles, que escaparon mediante una mezcla de estrategia con milagro.
¿Y qué sucedió después de la caída del muro, con ese trío emblemático?
Cualquier entendido lo entiende. Los Jefes siguieron siendo Jefes y callaron para siempre. Saben que en Chile el doble estándar la lleva, el empate es ley y siempre habrá un enemigo al cual negar las armas de la autocrítica.
Los Astutos, por su parte, dieron sus testimonios con exacto sentido del tiempo. Es decir, entre el día en que Gorbachov espantó a Honecker con la perestroika y el día en que los fragmentos del muro comenzaron a aparecer en los museos. Para desdicha de quienes los habían celado o aborrecido, produjeron obras de tanta calidad e impacto como Morir en Berlín (Carlos Cerda) y Detrás del muro (Roberto Ampuero).
En cuanto a los Prófugos del subgrupo Drásticos, tienen su paradigma en el entrañable historiador Lucho Moulian. Sometido a tratamiento en una clínica siquiátrica de Leipzig, terminó suicidándose en la Posta Central de Santiago, tras su retorno a la patria prohibida.
Finalmente, los Prófugos del subgrupo Flexibles, son los que gritaron la verdad precozmente, apenas ejecutaron sus estrategias de fuga. Pero, como la Guerra Fría seguía dominando, Pinochet seguía mandando y el muro seguía en pie, no hubo mercado que los inflara. Como ya lo adelanté –y perdonando la autorreferencia-, en este subgrupo clasifica este memorioso servidor.
Revista Realidad y Perspectivas
Artículo n°357
José Rodríguez Elizondo
Apareció el número de octubre, con el análisis de la coyuntura internacional
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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