Bitácora
La coyuntura latinoamericana está marcada por la nueva utopía de la plurinacionalidad, como Historia rectificada y revolución socialista sustituta. Es lo que me ha tentado a sentar las bases de su eventual teoría.
Las claves de una vida humana digna, rica, honorable y feliz, no está en la constitución o en el código penal.
Václav Havel
Hay distintos contextos para la plurinacionalidad, en las sucesivas versiones y armonizaciones del borrador constitucional. La principal está en la última versión de la definición de Chile: “Es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural y ecológico”. Anoto que en el camino desapareció el adjetivo “regional”.
Dado que tenemos más de 200 años como miembros de una sola nación y aprendimos desde niños que la genialidad de Portales fue haber impuesto el “Estado en forma” -un Estado nación en singular- exigir una aclaración habría sido lo más natural del mundo.
Sin embargo, ningún convencional ha dicho qué debe entenderse por “Chile plurinacional” ni por qué es conveniente que lo sea. Lo más cercano a una explicación es que se trataría de “un concepto en construcción”.
Por lo mismo, el tema estuvo pasando colado. Costó mucho que se captara la importancia y alcances de que Chile cambie su identidad y mute en un Estado de naciones. Y, ahora, cuando por fin el tema está en la agenda pública, sorprende que, en lugar de una explicación pormenorizada de quienes lo inventaron, haya soslayamientos, eufemismos. autocríticas vagas o, peor, recusaciones ideológicas.
Sobre parentescos
Por lo dicho, me permito algunos rellenos para mis análisis sobre el tema, comenzando con una “tesis en construcción”: la plurinacionalidad, concebida como la incorporación constitucional de comunidades y pueblos originarios al Estado nacional, es un pariente lejano de la utopía de Simón Bolívar, un pariente raro de la revolución continental castrista y un pariente subversivo de los proyectos integracionistas oficiales de los años 60. Esos que llenaron el paisaje con nuevos organismos internacionales.
Tanto empeño frustrado se debe a que no son las cosmovisiones jurídicas, ideológicas o antropológicas, las que definen a las naciones y a los Estados nacionales. Ortega y Gasset lo dijo hace un siglo en su España invertebrada: “La identidad de raza no trae consigo la incorporación en un organismo nacional (…) es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre”. En el Perú, José Carlos Mariátegui -reconocido teórico del marxismo indigenista-, advirtió contra la tendencia a pasar del prejuicio de la inferioridad de las etnias originarias, al ingenuo misticismo del “racismo inverso”. Esa idealización del pasado fue definida por el historiador peruano Jorge Basadre como nostalgia del “paraíso destruido”
Invención del nuevo Estado
Lo decisivo no es la constitucionalización, entonces, sino el proceso histórico que ha instalado a los pueblos indígenas en su situación actual y concreta. En el Perú, donde construyeron culturas y hasta civilizaciones, la Constitución es enfática en declarar la singularidad de la nación y el carácter unitario e indivisible del Estado. En Bolivia y Ecuador, donde tienen amplia densidad demográfica, pudo ser plausible incorporarlos como naciones del Estado. Pero, esa invención -que algunos tildan como “retórica”- se hizo con muchos resguardos y no está claro que haya contribuido a un mejor desarrollo para todos.
Por eso en Chile, donde la densidad demográfica de los originarios es comparativamente mínima, la plurinacionalidad emerge como una rareza mayor. Todo indica que surge desde grupos antisistémicos, durante el gobierno Sebastián Piñera, con base en cinco macrofenómenos: el colapso de la clase política; la clásica “cuestión social”, potenciada por desigualdades y corrupciones; la exasperación de la “cuestión mapuche”, tras largas décadas de administración de su problemática; la desconfiada relación político-militar-policial, incrementada por un déficit de políticas específicas, y el “estallido social” o “de la revuelta”, de 2019.
En ese contexto, políticos juveniles, influidos por ideólogos neomarxistas -entre los cuales el boliviano Álvaro García Linera-, comenzaron a construir una estrategia “refundacional”, con proyección regional, motivación en la impopularidad del gobernante y confianza en la seducción de líderes mapuches. Sincerando términos, apuntaban en lo inmediato al desborde revolucionario del Estado vigente, concebido como la nación jurídicamente organizada.
El mismo Estado chileno que -bien o mal- ha venido encuadrando la diversidad social interna, compatible con la multiculturalidad.
Revisionismo marxista
La Historia dice que el desborde del imperio-plurinacional de los zares estuvo en la agenda estratégica de los revolucionarios bolcheviques. Sinópticamente, lo apoyaban o rechazaban según fuera “el interés de la clase obrera”. En 1914, Stalin trató el tema como una contraposición simple entre el internacionalismo proletario y “la ofuscación nacionalista” de la burguesía, que se debía solucionar “según las circunstancias históricas concretas que rodeen a la nación de que se trate”. Lenin pulió esa tesis un año después, planteando que a) “Estados abigarrados” son los que contienen más de una nación, b) que autodeterminación significa “el derecho a la separación” y c) que “sin jugar a las definiciones jurídicas” (…) separación es la formación de un Estado nacional independiente”.
Esta información permite decodificar las tesis marxista-indigenistas que hoy se están implementando. Vistas en su propio mérito, nacieron como “revisionistas” pues, tras convertir a los pueblos indígenas en naciones, dictaminaron que éstas eran la fuerza motriz de un proyecto de revolución continental, en reemplazo de la ortodoxa clase obrera industrial. Vistas desde la realpolitik, ignoran las especificidades de cada país, con una lógica similar a la del fracasado “foco guerrillero” que impulsara Fidel Castro el siglo pasado. Vistas desde la geopolítica, contienen un paradójico interés mononacional y hasta personal. La denuncia peruana de Runasur -ya comentada en columnas anteriores- sugiere que son una vía para cambiar la configuración de los países andinos, mejorando la condición marítima de Bolivia y revitalizando el liderazgo del expresidente Evo Morales.
Problema bicentenario
En Chile es muy difícil que el marxismo-indigenista-regionalista pueda encarnar, de manera ecuánime, en los pueblos originarios. Primero, porque igualarlos es una ficción jurídica, que no consigue ocultar la hegemonía demográfica del pueblo mapuche. Además, porque contradice el ethos histórico de los mapuches, épicamente descrito por los conquistadores españoles. En La Araucana, Alonso de Ercilla contó que “a ningún rey obedecen” y que jefes guerreros como Lautaro instrumentalizaron a quienes presumían ser sus protectores.
Coherentes con su historia, los mapuches siempre plantearon sus demandas como de autonomía respecto a Chile republicano y no como afán de asimilarse a la nacionalidad ni, menos, a la estadidad. Ese talante hoy se manifiesta en las diferencias que muestran sus comunidades -en especial las de acción armada- entre ellas y respecto a los constituyentes mapuches.
Por lo dicho, no es realista pensar que la concreta “cuestión indígena” pueda resolverse mediante la simple dación de normas constitucionales. En 1818, Bernardo O’Higgins dispuso, por decreto, que respecto a los indígenas “no debe hacerse diferencia alguna, sino denominarlos chilenos”. En 1819, en su discurso ante el Congreso de Angostura, Simón Bolívar dijo que “disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer” era el tema “más extraordinario y complicado”.
Cuesta mucho asumir que ese conflicto bicentenario pueda resolverse por la magia de una plurinacionalidad indefinida, inserta en una Constitución sin consenso.
Aliados inseguros
Las historias y leyendas de líderes indígenas como Lautaro y Caupolicán dan cuenta del dilema básico de los conquistadores: hasta qué punto podían contar con los autóctonos para asimilarlos al criollaje en formación. Correlato, por cierto, del dilema de esos autóctonos: hasta qué punto podían colaborar con los españoles, sin ser asimilados por su imperio.
Siglos después, como en una narrativa de García Márquez, el dilema se reproduce en lo fundamental. En el Perú, ya hay señales de que la estrategia constitucionalista está en la agenda del presidente Pedro Castillo. En Chile, gobernantes, convencionales e ideólogos dan todo tipo de señales cariñosas a los mapuches, para incorporarlos a su proyecto político. Por otra parte, jefes, convencionales y machis de las distintas comunidades mapuches, fieles a su tradición, rechazan los símbolos nacionales de Chile y algunos hasta recurren a acciones terroristas
En resumidas cuentas, “abigarrar” de naciones nuestro Estado unitario hoy luce como una mezcla de utopismo, indigenismo desinformado y revolucionarismo contrafactual. Un constructo que, al parecer, pretende instalarnos en una variable inédita del socialismo comunitario.
La pregunta pertinente, en este contexto, es ¿quién está tratando de instrumentalizar a quién?
Colofón
A esta altura, creo que está empíricamente claro que la plurinacionalidad es el concepto eje del borrador constitucional. A su alrededor giran una nueva configuración de los poderes clásicos, una justicia diferenciada por etnias, sistemas especiales de propiedad, modificaciones drásticas del sistema electoral, cambio en la estatura estratégica del país y la posibilidad de introducir elementos de la “diplomacia de los pueblos” en la diplomacia institucional.
Al margen de ideologismos y voluntarismos, dicho eje tiene como plataforma el tradicional idealismo jurídico chileno. En su virtud, los convencionales mayoritarios han creado sinonimias arbitrarias entre conceptos sociológicamente tan complejos como “pueblo”, “nación” y “Estado-nación”, que son el fruto de evoluciones históricas de larga o larguísima duración.
Aquello significa que no son los hechos los que están creando el nuevo derecho, sino al revés. Es el derecho -las normas de una nueva Constitución- el que crea pueblos donde había pequeñas comunidades étnicas y muta pueblos en naciones. Y no sólo eso, también deja abierta la posibilidad de crear nuevos pueblos o naciones por ley. Todo lo cual sobrepasa, con largueza, el rol funcional del sistema de ficciones propio del derecho: dar certezas respecto a su conocimiento y aplicación.
Con el mérito de lo señalado, el tardío reconocimiento de la importancia estratégica de la plurinacionalidad hoy está incidiendo en el destino del borrador. Si se aprueba o se rechaza. Para muchos de quienes aprobaron el proceso constituyente, el peligro existe pero ya no cabe retroceder. Otros se consuelan penando que en el camino de las leyes se puede aliviar la carga. Para un tercer sector, aprobar un texto con tamaña carga explosiva sería como dispararse a los pies.
Esas son las opciones básicas, a juicio de este servidor. Y, si no fuera utópico plantearlo, debieran ser abordadas no como planteos ideológicos ni generacionales, sino desde el propósito de recuperar la promesa de un Estado democrático y social de derecho.
Un Estado cuyo “mínimo común” sea el interés nacional del Chile en que nacimos.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850