EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores
"La acumulación egoísta de goces individuales nos mantiene en el nivel 1; no nos procura felicidad. La creación generosa de modos de encuentro nos sube al nivel 2 y nos otorga la forma de gozo que llamamos felicidad.
Para saber más puede consultar: Descubrir la grandeza de la vida (Desclée de Brouwer, Bilbao)."
Alfonso López Quintás
02/05/2013

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"La mejor garantía es que el amor sea auténtico. Es auténtico cuando no se reduce a mera apetencia o atracción (nivel 1), sino que constituye una auténtica forma de encuentro (nivel 2).
Para saber más puede consultar: El secreto de una vida lograda (Palabra, Madrid), El descubrimiento del amor auténtico (BAC, Madrid)."
Alfonso López Quintás
28/04/2013

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NIEBLA
de MIGUEL DE UNAMUNO (1864-1936)

A fin de penetrar en el mundo ambiguo y sugerente que nos describe Unamuno en esta obra, expresivamente denominada Niebla, dediquemos unos minutos de reflexión a plantearnos las siguientes preguntas:

1. ¿En qué nivel de realidad nos desarrollamos las personas: en el del dominio y manejo (nivel 1), o en el del respeto, la estima y la colaboración (nivel 2)?
2. ¿Por qué al movernos en el nivel 1 sentimos desconcierto y vacilación, como si camináramos entre la niebla?
3. ¿Cuál es la actitud que nos otorga autoestima, conciencia de vivir una vida responsable, segura, de contornos precisos?
4. ¿En qué sentido podemos afirmar que los personajes de las obras literarias se independizan del autor?


METODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
I. Contextualización

Niebla fue publicada en 1914. (Citaré, indicando las páginas en el texto, por la edición de Espasa-Calpe, de 1982). Su elaboración fue posterior a las conmovedoras experiencias espirituales que vivió Unamuno en 1897. El ambiente de la castellana y universitaria Salamanca y la preocupación por las cuestiones últimas de la existencia humana, que centran la atención del Unamuno del Diario íntimo (Alianza Editorial, Madrid 1970), constituyen los elementos básicos que estructuran esta densa novela.

Unamuno realizó esfuerzos denodados durante este período de su existencia por elevarse al nivel de la realidad que confiere sentido pleno a la vida del hombre (nivel 4). Debido, entre otras razones, a la falta de una metodología filosófica adecuada a dicho nivel, Unamuno adivinó la existencia del mismo pero no llegó a configurar una concepción precisa de su modo peculiar de realidad y sus características fundamentales. Tal modo de visión en claroscuro lo interpretó como una especie de caminar inquieto a través de la niebla.

Esta situación personal nebulosa adquirió un singular dramatismo al verse inmerso Unamuno, hacia 1931, en la “niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano”. El trauma espiritual del exilio -en Fuerteventura, París y Hendaya- confinó a Unamuno -tan arraigado en el hogar adoptivo de Castilla- en una especie de tierra de nadie en la que apenas lograba realizar un verdadero juego creador y, consiguientemente, alumbrar la luz necesaria para clarificar el sentido de las cosas y los acontecimientos. Esta situación oscilante, propia del exiliado político, creó en el ánimo de Unamuno un clima de confusión.

Tal sentimiento de vacilación e inseguridad se acrecentó al abordar un complejo tema estético que le hacía vibrar hondamente y que había ocupado su atención al recrear en 1905 la vida de Don Quijote y Sancho: la relación entre el autor y su obra, la independencia de ésta respecto a aquél, la realidad propia de los entes de ficción, la capacidad de iniciativa que éstos albergan en el proceso de gestación de la obra.

«Los Don Quijotes y Sanchos vivos en la eternidad -que está dentro del tiempo y no fuera de él; toda la eternidad en todo el tiempo y toda ella en cada momento de éste- no son exclusivamente de Cervantes ni míos, ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno les hace revivir. Y creo por mi parte que Don Quijote me ha revelado íntimos secretos suyos que no reveló a Cervantes, especialmente de su amor a Aldonza» (21).

Unamuno se inclina a pensar que la obra literaria no es una realidad opaca, hecha de una vez para siempre, sino más bien el fruto de la instauración de un campo de juego creador entre una persona y una vertiente especialmente valiosa de la realidad, vertiente que no se halla incrustada de modo rígido en un momento determinado del espacio y del tiempo. Ello le permite adoptar frente a su obra Niebla una actitud creadora en el momento de la reedición (1935) y rehacerla íntimamente, revivirla.

«Que el pasado revive; revive el recuerdo y se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será de seguro para aquellos de mis lectores que la hayan leído y la vuelvan a leer de nuevo»(19).

Para captar todo el alcance de Niebla será útil al lector leer el capítulo « Génesis del agonismo religioso de Unamuno» , en mi obra Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 2003, 4ª ed., págs.61-139.


II. Argumento

Augusto Pérez es un hombre lúcido, pero indeciso y poco creativo en sus actitudes. Se deja fascinar por una joven atractiva, Eugenia, que se convierte en una especie de faro, merced al cual logra entrever, a través de la “niebla espiritual”, una meta que dé sentido a su vida. Augusto, demasiado atenido a la tutela materna, carece de una personalidad definida y se siente indefenso al faltarle el apoyo de su madre. Desea encontrar seguridad. La busca en el amor a Eugenia, pero ésta no es una persona creativa: considera la práctica del arte musical como un mero medio de subsistencia. Tampoco es creativo, en principio, Víctor, el amigo a quien Augusto adopta como consejero en cuestiones de amor. Augusto adopta una actitud manipuladora en su trato con la planchadora, Rosarito, a la que toma como medio para desahogar su afectividad represada. Siente nostalgia por una vida auténticamente espiritual, pero no accede de hecho a ella. Intenta reducir a Eugenia a objeto de experimentación psicológica, y acaba viéndose burlado por ella y su verdadero novio, Mauricio. Esta prueba significa para Augusto un renacimiento. Víctor toma distancia y opina que nuestra vida es una comedia que representamos ante nosotros mismos. El autor de la obra, Unamuno, entra en juego para plantear de modo dramático el gran tema de la realidad propia de los entes de ficción. Para mostrar el tipo singular de autonomía que adquieren los personajes, vive la experiencia sorprendente de que una de sus criaturas, Augusto, se rebela contra él.


III. Tema

¿Qué tipo de realidad tenemos las personas? El ser que recibimos de nuestros padres no se desarrolla plenamente mediante principios internos de regulación, como sucede con el vegetal y el animal. En buena medida, debemos nosotros configurarlo. ¿Nos realizamos debidamente al dominar y manipular a las demás personas, o, más bien, al respetarlas y comprometernos con ellas en tareas valiosas? Solemos entrever que es lo segundo, pero la tendencia al egoísmo nos lleva a querer dominar a los demás como si fueran meros objetos.

La frustración que se deriva de esta actitud nos insta a reflexionar sobre nuestro modo de realidad. Tenemos la capacidad de ser libres -en la doble vertiente de “libertad de maniobra” y “libertad creativa”-, pero no somos dueños de nuestro ser. Si pensamos lo contrario, nos desorientamos, andamos a tientas en la oscuridad, y nuestra persona parece difuminarse y perder consistencia. Los hombres estamos llamados a tener iniciativa, pero no albergamos en nosotros el fundamento último de nuestro ser. Éste nos viene dado, y hemos de ajustar nuestra conducta a las leyes de su desarrollo. Al hacerlo, todo queda ajustado y bien ordenado, se pone en verdad, alcanza su máxima dignidad. Y se llena de luz, de una luz que disipa toda niebla de confusión y nos permite volver del exilio a nuestro verdadero hogar. El hogar verdadero del hombre es el encuentro.


IV. Trama de ámbitos que tejen la obra

Fascinación y niebla

Augusto Pérez, el protagonista, se nos muestra desde el primer momento como un hombre lúcido, que gusta de entregarse a frecuentes y largas cavilaciones, y logra intuir en alguna medida la necesidad de superar la actitud objetivista, manipuladora, interesada (nivel 1), pero carece de una meta en la vida que oriente su actividad y la impulse (nivel 3).

«Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento en suspenso y pensando: y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» (27).

Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida.

«Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome» (27).

Augusto prefiere la contemplación incomprometida (nivel 1) a la creación de juego, que es fuente de luz y de belleza (nivel 2). La forma de belleza que Augusto admiraba era la de las formas estáticas. Molesto por tener que abrir el paraguas para guarecerse de la lluvia, exclama:

«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas (...), tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de ser comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche, a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males» (27).

Esta falta de creatividad explica que Augusto se deje fascinar por la vista de una “garrida moza” que cruza ante él por la calle. «Tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse cuenta, Augusto» (27). La fascinación es una forma de vértigo que suele tener lugar cuando una persona adopta ante la vida una actitud poco creativa, afanosa de ganancias inmediatas, propia del nivel 1. A su vez, la experiencia de vértigo amengua peligrosamente la creatividad y, consiguientemente, la sensibilidad para los valores y la capacidad para captar el sentido de cosas y acontecimientos.

Nada ilógico que, para Augusto, la vida sea una nebulosa, “una inmensa niebla de pequeños incidentes” (31), trama de acontecimientos entrelazados cuyo sentido, cuando existe, no sale a plena luz y no organiza ni estructura la multitud de hechos que pueblan la existencia. Todo parece constituir un capricho del azar, impenetrable a una visión lógica, racionalizadora. Y de este océano de ambigüedad y azarosidad surge la figura de Eugenia.

Augusto, sensible a los fenómenos lúdicos y a los modos de realidad que se fundan en el juego de la vida, advierte enseguida que la figura de la joven que acaba de conocer no es algo que se halle del todo hecho; se irá fraguando a medida que se incremente el trato mutuo. Por falta de creatividad, Augusto expresa esta idea desde una perspectiva individualista:

«¡Mi Eugenia, sí, la mía -iba diciéndose-, ésta que me estoy forjando a solas, no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera!» (31).

Constantemente observamos en esta obra la oscilación de Unamuno entre diversos niveles de realidad y, por tanto, entre diversas actitudes humanas no conciliables. Esta imprecisión responde a la falta de una teoría precisa de las realidades ambitales o ámbitos, realidades abiertas que no se reducen a meros objetos.

Tal pendulación permite comprender que un hombre para quien la vida es una niebla tenga, sin embargo, lucidez suficiente para adivinar el profundo enigma del buscar y el hallar, enigma que late bajo la corriente transcendental, desde Platón, Plotino, San Agustín y Fichte hasta los pensadores contemporáneos preocupados por el tema del “preguntar” (M. Heidegger, K. Jaspers, G. Marcel, E. Coreth...).

«¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba, ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro?” (31-32).

Recuérdese la relación que se da entre el buscar y el encontrar en todas las experiencias humanas: la estética, la ética, la metafísica, la religiosa (1).

A pesar de que la relación de Augusto y Eugenia todavía no presentaba el menor carácter creador, el mero hecho de tener a alguien a quien seguir y buscar confería a la vida del joven una dirección, un norte, un esbozo, siquiera mínimo, de sentido.

«... ¡Gracias a Dios que sé a dónde voy y que tengo a dónde ir! Esta Eugenia es una bendición de Dios» (33).

Esta especie de imantación de la atención no significa todavía una auténtica “ambitalización”, la configuración de la personalidad de Augusto, desleída en la trama de actos inconexos, no polarizados en torno a una realidad personal vista y tratada como tal. Esa desvinculación convierte la vida bullente en una “niebla espiritual”, que no permite a Augusto advertir que Eugenia está pasando ante sus ojos.

«Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan»(33).

La multitud de ámbitos que se entrecruzan y potencian o anulan forman una tela confusa si falta ese principio organizador que es la voluntad creadora de juego. Esta circunstancia confiere al término “niebla” su sentido dramático. Augusto entrevé todo el poder creativo del hombre en su vida cotidiana, pero apenas adopta una actitud creadora y se mueve en una zona intermedia de duermevela, de atención difractada, a medio camino entre lo personal y lo infrapersonal. La red de ámbitos que el hombre va colaborando en su vida a fundar y en los cuales se ve inmerso constituyen un campo de juego y de iluminación para el que adopta una actitud creativa, y forman una maraña casi impenetrable, confusa y desconcertante para el que camina sin rumbo por falta de ímpetu creador.

Alfonso López Quintás
04/04/2013

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Al querer resolver el problema de la soledad y la incomunicación en el nivel 1 y con los recursos propios de la actitud de dominio -intimidación, violencia, hostigación, chantaje, erotismo...-, todo intento de encontrarse de forma más acendrada se traduce inmediatamente en un modo más grave de ruptura.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
EL TÚNEL, de Ernesto Sábato, III

El vértigo arrastra al fracaso

Ante las súplicas angustiadas de Castel, María cede una vez más, y contesta a sus cartas con unas letras llenas de ternura. Castel, “como un loco” -según propia confesión (123)-, se apresura a visitarla en su casa de campo. Pero esta prontitud para recoger la mano tendida de María no significa una auténtica conversión hacia el amor y el encuentro, entendidos en sentido riguroso. Castel sigue anclado en su tendencia a desconfiar de todos y someterlos a juicios precipitados y duros. De Hunter piensa que “es un abúlico y un hipócrita”. A Mimí Allende la califica de “malvada y miope” (124). No se compromete con las personas que se adentran en su vida de alguna forma. Las toma deliberadamente como objeto de atención, cuando no de espionaje.

“Al darme cuenta de mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género”. “Me maldije mentalmente por distraerme; con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver, y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible” (124-125).

Lo primero que observa Castel mediante esta actitud de control es que María está rodeada de personas banales, frívolas, que no pueden producir en ella sino un sentimiento de soledad y están lejos de constituir para él posibles rivales. Este descubrimiento le produjo alegría “a la parte más superficial de su alma”, pero la capa más profunda de su ser se entristeció al sospechar que María podía presentar esas mismas características, que él fomentaba en ella al instigarla al vértigo. En ningún momento se preocupa por María, por su despliegue personal y su felicidad.

En principio, la consideró como algo indispensable para salvar el naufragio de la soledad absoluta; más tarde, la convirtió en un objeto de lujo para dar pábulo a la vanidad (133). Si llegara a demostrarse que tal objeto está envilecido, por ser una moneda que va de mano en mano, Castel se sentiría traicionado, ridiculizado, entendería toda la historia de su relación con María como un sarcasmo y transformaría toda su ansia de posesión en energía destructora. Que esta transformación sería posible lo muestra el lenguaje mismo de Castel al entreverar constantemente las expresiones de ternura con las de rabia y odio. En un mismo párrafo se leen estas dos expresiones, sólo conciliables y emparejables sin solución de continuidad en el nivel 1: “La miré con odio”, “la miré con ternura” (135).

María, por su parte, deja entrever en algún momento que comprende la insuficiencia de este nivel objetivista, caracterizado por la entrega insolidaria a la satisfacción de los propios deseos e instintos: “No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado”, dijo sombríamente a Castel cuando éste le propuso escaparse con ella (135). Al agregar, como explicación, que “la felicidad está rodeada de dolor”, Castel sintió más que nunca que jamás llegaría a unirse con ella en forma total y que “debía resignarse a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños o como la felicidad de algunos pasajes musicales” (135).

Estos momentos de unión fusional, no de comunión -si entendemos los términos con el debido rigor-, son precisamente los que se oponen a la unión personal, integradora de dos ámbitos de vida. Por querer mantener, al menos, esa unión sometida al fluir de los instantes fugitivos, Castel renuncia a una unión creadora de auténticos ámbitos de convivencia. Al sentirse desposeído de una forma total, perfecta, de unión, se exacerba y hace imposible toda forma de vecindad. El símbolo de esta ruptura radical será el asesinato.

María siente tristeza al pensar que no puede conceder a Castel la medida de amor que éste le exige, y se esfuerza por compartir con él la alegría del encuentro con el paisaje que ella tanto ama. Se muestra sorprendentemente entusiasmada al inmergirse activamente en las mil sensaciones que depara la naturaleza: el color de una hoja seca, la fragancia del eucalip¬to, el olor del mar... Ante esta viva sensibilidad de María para el color y el olor, Castel reacciona con tristeza y desesperanza porque se trata de una cualidad que él no había advertido y que ella, sin duda, ejercitaba en compañía de otros hombres. A medida que ambos van oyendo con más intensidad el rumor de las olas y se acercan al mar inmenso y claro, Castel siente incrementarse su tristeza, y confiesa que esta forma de abatimiento la siente ineludiblemente ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza (136-137). A un ser, como Castel, de “sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación” (136), es decir, cerrado al juego del diálogo con el mundo entorno -en el que brota la luz del sentido y hace eclosión la belleza-, la contemplación de un paisaje que invita clamorosamente a dar una respuesta creadora lo sume en la tristeza, sentimiento específico del vértigo. Nada ilógico que, cuando María, al oír el ronco bramido del mar, tan propicio a despertar sentimientos dormidos, intenta compartir sus recuerdos, ansiedades y temores con Castel, éste guarde silencio -un silencio de mudez, que es carencia de palabras creadoras de encuentro- y se entregue a una relación fusional con la naturaleza.

“Fui cayendo en una especie de encantamiento”. “(...) Empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo” (138). “El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción” (138).

Como se observa en La Náusea, de Sartre, la relación fusional con el entorno hace perder el mundo de las significaciones, convierte la realidad en algo informe, deforme, monstruoso, pasta amorfa que no apela a la creatividad en un campo de juego, cercano y distante al mismo tiempo, antes arrastra a la fusión disolvente. (Una amplia descripción de esta experiencia se halla en mi obra Estética de la creatividad, págs. 384-464). Recuérdese la atracción que ejercía el agua del Sena sobre Mathieu Delarue, el desertor de Le Sursis, de Sartre, que, al romper todos los vínculos con el entorno, se queda sumido en la soledad absoluta de una libertad sin sentido.

En el momento en que María empieza a recorrer el camino de la comunicación espiritual, que puede abocar a un auténtico encuentro, Castel sólo repara en los datos que parecen revelar doblez en la actitud de su amiga y hacen imposible la posesión absoluta que él necesita imperiosamente. Así, mientras María prosigue entusiasmada su confesión, Castel está acariciando el “sordo deseo de precipitarse sobre ella y destrozarla con las uñas y apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar”, con el fin de tomar posesión absoluta de ella en forma tal que nadie pueda compartir su existencia. Al faltarle un auténtico compañero de juego, María ve amenguarse su creatividad, cae en una especie de sopor y se siente definitivamente sola (138). En medio de esta soledad compartida, se deja llevar por su deseo de acariciar el rostro de Castel, y éste, incapaz de hablar, reclina la cabeza sobre su regazo, como hacía de niño con su madre, y así se queda durante “un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte” (138). Este retorno a la vinculación biológica con la madre es expresión de la nostalgia que el hombre que ha perdido la creatividad siente por el mundo infracreador, no responsable, infralúdico, en el cual perece por asfixia la personalidad humana.

El capítulo XXVII marca un momento de gran dramatismo y expresividad debido a la interferencia de dos ámbitos contrapuestos: la voluntad de ternura por parte de María y el deseo obsesivo de control por parte de Castel.


El frenesí del vértigo y la ruptura definitiva

El ritmo en los procesos de vértigo se acelera constantemente hasta convertirse en frenesí. A partir del capítulo XXVIII, el tempo de la descripción se acompasa a la actitud vertiginosa del protagonista y succiona al lector, que se ve urgido a continuar velozmente la lectura hasta el final.

Al regresar a casa, Castel vigila atentamente el comportamiento de Hunter y María, y saca la conclusión de que ambos son amantes (141). Se marcha precipitadamente. Espera que María acuda a la estación a despedirle. Al no hacerlo, Castel siente una infinita tristeza. Y, como no reacciona activando su capacidad creadora sino entregándose al vértigo con fiereza de animal herido, pierde la conciencia de la realidad, siente que su pensamiento flota como un corcho sobre un río desconocido y lo considera todo como algo fugaz, transitorio, inútil, impreciso (142). Escribe a María una carta hiriente. Instantes después se arrepiente y quiere recogerla del correo. Al no conseguirlo, se torna violento (niveles –1, -2). Llama a María por teléfono. Ésta no responde a sus preguntas inquisitivas, y él se enfurece progresivamente, hasta acabar insultándola, a pesar de que ansiaba reanudar el trato. Fuerza a María a venir a verle, con el chantaje de la amenaza de suicidio (151). En las horas que median hasta la visita de María, Castel siente odio hacia sí mismo, porque se ve absurdo e injusto, e intenta desahogar su rabia interna entregándose a diversas formas de vértigo: embriaguez, lucha, lujuria... Obsesionado por la cuestión de clarificar la vida oculta de María, identifica a ésta con una prostituta mediante un raciocinio expeditivo (152), que descalifica la tendencia a someter lo real a los esquemas de un entendimiento alicorto y presuntuoso.

Esta entrega al vértigo ensombrece el espíritu de Castel porque no le deja hacer juego y no le permite captar el profundo sentido de las realidades del entorno. Al no haber posibilidad de encuentro, el jardín se torna sombrío y helado, indiferente, absurdo. Aterrorizado ante la posibilidad de quedarse solo para siempre en la oscuridad que implica la falta absoluta de creatividad, de juego dialógico, Castel tiene por un momento la decisión, mientras espera la llegada inminente de María, de aceptar a ésta modestamente tal como es y renunciar a todo género de inquisiciones. El mero pensamiento de esta posibilidad de cambio hacia una vida nueva, creadora, hizo estallar su espíritu de alegría. Pero, al pasar media hora, llamar por teléfono y averiguar que María se había ido a la finca para permanecer allí una semana, se hundió en un abismo de amargura del que ya no lograría recuperarse. La idea de que María le había negado a él lo poco que ahora estaba decidido a pedirle, para concederle, en cambio, al despreciable Hunter el don de toda su persona lo llenó de feroz amargura.

Anulada la posibilidad de encuentro, todo queda despoblado de sentido. “El mundo parecía derrumbarse -escribe-, todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo” (156). Castel se lanza por el túnel del vértigo de la destrucción. “Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡Tal como lo había intuido! Me dominaba, a la vez, un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado” (257).

Castel destruye, llorando, el cuadro con la mujer solitaria en la playa. Este género de llanto responde al desmoronamiento de un mundo, el mundo de esperanza en la posibilidad de la comunicación. Aquella espera insensata jamás tendría respuesta.

Entregado al vértigo de la ira y la velocidad, Castel va desalado en pos de María y siente una rara voluptuosidad al tener la certeza de que ahora va a realizar, al fin, algo concreto con ella (158), va a poseerla como un objeto definitivamente dominado, reducido a algo suyo, no compartible con nadie. Al llegar a su casa, se aposta en posición de espía y alimenta su furor con ideas e imágenes que incrementan la convicción de la perversidad de su amada. Ve a ésta y a Hunter pasearse dulcemente por el jardín. Al caer la tarde, la tormenta los urge a volver a casa. Durante mucho tiempo sólo estuvo encendida la luz del dormitorio de Hunter. Castel creyó haber descubierto, con ello, el secreto abominable. “¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo” (162).

Castel sube a la habitación de María, y le dice lacónicamente: “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo” (163). Sollozando, le clava un cuchillo en el pecho, y, al contemplar la mirada “dolorosa y humilde” de María, se ve asaltado por un súbito furor que le lleva a ensañarse con ella.

El análisis lúdico de la obra nos permite observar que María no dejó solo a Castel, que vivía ya de por sí en una absoluta soledad. Éste planteó la vida de tal forma que, para poseer su libertad y su destino, su persona y su existencia entera, no le quedaba sino el recurso del asesinato, como forma suprema de reducción a objeto y toma de posesión (nivel –3). Este sádico reduccionismo constituye la etapa última del vértigo de poder y dominio. Castel lo deja entrever con estas palabras aceradas: “Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu” (163).

Impulsado por su afán demoledor, Castel se apresura a destruir el ámbito de convivencia formado por María y su marido, Allende. En plena noche, para ganar en espectacularidad y nerviosismo, le comunica violentamente a éste que María le era infiel (nivel –4). Ante su sorpresa y su reacción airada, Castel lo insulta y le comunica la noticia de la muerte de María del modo más agrio posible: “¡...Ahora ya no podrá engañar a nadie!” (164).

Allende, en su incapacidad de tomar revancha, se limita a pronunciar esta imprecación: “¡Insensato!” En efecto, el sinsentido, el absurdo integral, es la estación término del proceso de vértigo que Castel había recorrido hasta el final. “Me poseían el odio, el desprecio y la compasión”. “Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo” (164).

Cercano al grado cero de creatividad, Castel, ya en la cárcel, no logra adivinar el pleno sentido del calificativo “insensato” y la razón profunda por la que Allende se quitó la vida. En el nivel infracreador no se alumbra el sentido de los acontecimientos, y el lenguaje pierde su poder interno de clarificación. El hombre entregado al vértigo acaba sintiéndose ajeno y extraño al mundo normal de los hombres que llevan una vida creadora. En este pasaje queda de manifiesto la afinidad de El túnel con El extranjero, de Albert Camus.

Castel, recorriendo la vía tenebrosa de su túnel, se creó su propio cerco, se aisló, se hizo opaco, quebró todos los puentes que llevan al amor y la comunicación. Su reclusión en la cárcel es una imagen de este encapsulamiento en la actitud infracreadora del vértigo. Si no cambia la actitud básica, “los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos” (165).


Alfonso López Quintás
20/02/2013

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En el blog anterior observamos que Castel, protagonista de El túnel, entiende el amor como una forma de posesión. Este error primero lo lanza por el plano inclinado del vértigo del poseer, cuya articulación interna analizaremos en este blog y en el siguiente.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
EL TUNEL, de Ernesto Sábato, II

El afán de poseer no une, aleja

El presentimiento, por parte de Castel, de que María ha comprendido el mensaje de su cuadro titulado “Maternidad” lo impulsa a adentrarse en su vida. Al verla por primera vez, la observa “todo el tiempo con ansiedad” (65). Pero esta avidez no responde necesariamente a una actitud creadora. Castel, de hecho, renuncia a hacer algo positivo para ver de nuevo a María. Analiza en pormenor mil y una posibilidades de que se dé un encuentro casual y planea minuciosamente “la forma de aprovecharlo” (66). Esta actitud no creadora suscita los sentimientos correlativos a las experiencias de vértigo.

“Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí una especie de vértigo, de tristeza y desesperación” (72).

Para salir de esta situación, Castel no se entrega a forma alguna de actividad verdaderamente creadora; se consagra a imaginar variantes de la actitud que podría adoptar en caso de iniciar María el encuentro.

“Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo, para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes” (72-73).

Al fin, Castel aborda a María, pero lo hace de modo brusco, descontrolado, precipitado, ansioso, obsesionado por su problema personal, el problema de comprobar si esta joven había entendido su cuadro y el mensaje cifrado que encarna. Castel no intenta iniciar serenamente una relación de trato personal. Aborda a María bruscamente porque la necesita para solucionar un problema. Ella no se siente apelada, sino más bien sorprendida, casi acosada. Por eso se asusta (77), y no responde sino con asombro a la alusión que hace Castel a la ventanita del cuadro que muestra a una mujer contemplando la soledad del mar. Si se recuerda que Sábato había sentido en su niñez falta de comunicación y afecto, se descubre un profundo valor simbólico en este pormenor del cuadro. La ventana abierta es el lugar de entreveramiento de dos ámbitos: el interior y el exterior, que se hallaban escindidos.

Con la misma brusquedad con que había iniciado la conversación, Castel da ahora todo por perdido, se siente ridículo y grotesco, por haber imaginado que la joven había comprendido su cuadro, y se aleja apresuradamente. Pero María le da alcance y le indica que le perdone, porque estaba asustada. Bastaron estas palabras para levantar de nuevo el ánimo de Castel.

“El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles. Sentí que volvía a renacer y a obedecer a un orden. La escuché mudo” (77).

Ante el menor indicio de auténtica creatividad, se enciende en el espíritu de Castel la esperanza e incluso el entusiasmo. “Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas (...)” (78). Pero estos fugaces relámpagos -que parecen anunciar una actividad creadora- quedan inmediatamente sofocados por la actitud objetivista, manipuladora y controladora de Castel. Al entregarse al vértigo de la ambición posesiva, convierte el éxtasis amoroso en vértigo erótico, y la urgencia de encontrarse con María se ve defraudada una y otra vez hasta la desesperación. Sólo en las experiencias de éxtasis se fundan modos auténticos de unión. La unión que instaura el vértigo es meramente fusional, empastante; no permite tomar distancia de perspectiva y fundar un campo de libre juego con la persona fascinante; anula toda posibilidad de llevar la personalidad a plenitud. Al asomarse a la nada del propio ser, se experimenta la succión del vacío, el sentimiento de vértigo. La exaltación primera que produce el vértigo da lugar inmediata e ineludiblemente a un sentimiento de honda tristeza. Castel habla constantemente de vértigo y de tristeza; se manifiesta como un ser inmensamente desgraciado y abatido, abocado a la desesperación.

“Me sentí infinitamente desgraciado (...). Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin” (75). “Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas”. “Desesperado, salí a buscarla por todas partes” (118).

Esta búsqueda es vertiginosa, responde a la lógica del vértigo, y éste es violento porque reduce injustamente las personas a condición de objetos (nivel 1 d). De ahí la vecindad extrema entre la actitud de vértigo y el sadismo. No es ilógico que Castel, que dice interesarse por María, se manifieste violento hasta la crueldad incluso en los momentos de entrega a la ternura erótica.

“Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra; era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé del brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra” (82-83).

Castel se siente embriagado por esta sensación de poder. “(María) no ofrecía resistencia; yo me sentía como un río crecido que arrastra una rama”. María, por instinto de conservación, quiere huir para poner a salvo su condición personal. Castel la sujeta fuertemente por el brazo y le dice: “Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho” (83).

Para asegurar la unidad con María, Castel intenta dominarla a través de un conocimiento exhaustivo de su vida y su interioridad. Cuando se posee la ficha de una persona, se la tiene bajo control; se pueden prever sus reacciones posibles; se sabe cómo tratarla para evitar sorpresas. Por eso Castel somete una y otra vez a María a interrogatorios ansiosos, insaciables, llenos de la inquietud propia del vértigo del poder.

“¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Por qué no habla?
-Yo también, musitó.
-Yo también, ¿qué?, pregunté con ansiedad.
-Que yo también no he hecho más que pensar.
-¿Pero pensar en qué?, seguí preguntando, insaciable.
-En todo.
-¿Cómo en todo? ¿En qué?”
(89).

Ante esta actitud intimidativa de Castel, que revela una clara voluntad expeditiva de dominio, María reacciona primero con sorpresa, después con temor, al final con retraimiento; contesta con imprecisión o con dureza, o bien guarda silencio, o corta la conversación pretextando tener que irse. Ante la insistencia de Castel en volver a verla, María le dice con un tono especialmente grave: “Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan” (88).

Desde el nivel 1 en que constantemente se mueve, Castel no logra armonizar estas reacciones de María con las señales de cariño e interés hacia él que de cuando en cuando le da –nivel 2-. La figura de María se le antoja un tanto enigmática. El día en que ella se marcha apresuradamente a la finca en vez de esperar en casa su llamada, Castel siente invadido su espíritu por la duda acerca de la sinceridad de su amante y moviliza toda su capacidad de raciocinio para descubrir el transfondo de la vida de ésta. A partir de ese momento, la vida pasada de María, todos los pormenores de su relación mutua y los datos que de ella pueda ir coleccionando ávidamente en el futuro servirán a este fin escudriñador.

La primera experiencia que realiza es sumamente perturbadora. Acude a casa de María a recoger el mensaje que ésta le ha dejado. Se lo entrega un hombre ciego, que se presenta como su marido. El mensaje es telegramático y expresivo: “Yo también pienso en usted” (93). Esta confesión choca violentamente con el hecho de que actualmente la casa de campo en que habita María está en manos de Hunter, un “imbécil mujeriego y cínico”, a juicio de Castel. En el interior de éste se alza una inquietante pregunta: “¿Qué abominable comedia es ésta?” (95).

Al oponerse a su afán de poseer a María como algo suyo, exclusivamente suyo, esta situación provoca en Castel sentimientos de rabia, amargura, resentimiento, decepción angustiosa. Se siente grotesco -adjetivo utilizado repetidamente en diversos contextos (74, 75, 78, 81, 97, 159)-, zarandeado por un océano de dudas y temores en el que naufraga su refinado poder analítico, su arte de la disección racional. Intenta buscar una explicación coherente y tranquilizadora a todos los hechos inventariados. Ante el fracaso, escribe a María una “carta desesperada” (99). En la respuesta de la joven se deja traslucir la inmensa soledad y desesperanza de su espíritu. Pero Castel sólo repara en la actitud deferente que muestra hacia él, y se enardece al interpretarla como señal inequívoca de que su amada es suya y solamente suya (101). No se detiene un momento a pensar que este afán posesivo no hará sino cercarla en un círculo de asfixia lúdica. Se entrega apasionadamente al vértigo del amor erótico, y en “una especie de locura”, que crece de día en día, intenta apoderarse rápidamente del misterio personal de María (102-106). Sueña con los antiguos amores de la adolescencia, imprecisos, incomprometidos, temblorosamente aureolados de una “sensación de suave locura, de temor y de alegría” (100).

Incremento de la unión erótica y la tensión espiritual

Al fin, Castel logra realizar su sueño de ver a María con frecuencia. Para comunicarse más firmemente con ella (107), y cerciorarse de que el amor de ésta hacia él no era simple amor de madre o de hermana, provoca la unión física. Esta nueva experiencia -con su modo específico de unión fusional, propia de todo acontecimiento de vértigo- les produce a ambos un profundo desgarramiento interior, que se traduce inmediatamente en una escisión mutua. El capítulo XVII abunda en aparentes paradojas, tensiones que resultan eminentemente lógicas en el nivel del juego creativo –nivel 2 d- y desgarradoras en el nivel del manejo de objetos o de ámbitos tratados como objetos (nivel 1 d).

Castel manifiesta que este tiempo de convivencia fue “a la vez maravilloso y horrible” (106). Maravilloso, sin duda, por lo que tiene de sugestivo y admirable la convivencia humana. Horrible, debido a las consecuencias que acarrea la violenta reducción del amor a mero erotismo. El mismo Castel, nada sospechoso de querer ensombrecer la fecundidad de su trato con María, atestigua que la unión sexual, aun vivida con extrema pasión, no lo liberó de la soledad y no lo afirmó en el ámbito confiado de la convivencia amorosa. Más bien lo arrojó a una carrera de experimentos violentos, de crueles incomprensiones, de dudas atormentadoras. En el plano de la mera unión pasional no puede fundarse un modo de unión que supere la distensión temporal y la sobrevuele. No es sino perfectamente lógico que, tras agarrar brutalmente los brazos de María “como con tenazas” y retorcérselos y clavar la mirada en sus ojos para “forzarle garantías de amor, de verdadero amor”, Castel sienta la precariedad de la unidad fusional.

“Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño" (108).

María intuye que ambos se hallan lanzados por una vía falsa, y rehúye la unión sexual. Castel interpreta esta actitud como señal de que finge cuando muestra agrado en la unión física. No advierte que pueden darse al mismo tiempo y en perfecta lógica ambos sentimientos: el de agrado y el de profunda decepción. Este malentendido -provocado por la orientación objetivista de Castel- hace inútiles los esfuerzos de María por convencer a éste. “Sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios” (108).

En esta línea del vértigo de dominio se comprende que Castel oscile entre el odio y el amor -lo que él entiende por amor-, la crueldad y la ternura -su modo peculiar de ternura-. Por la condición reduccionista y violenta del vértigo, los momentos de ternura erótica fueron amenguando en favor de los sentimientos de hosquedad y desconfianza.

“Esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas e interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama” (109).

Al verse envuelta y como atrapada en esa atmósfera asfixiante, María guarda silencio, o contesta con voz acerada, o se retira bruscamente, o rompe a llorar, al tiempo que mira a Castel con mirada abatida, y lo acaricia. Este no logra entender el sentido de las formas diversas y aparentemente contradictorias de reaccionar María. Ello irrita su voluntad de dominio y humilla su prurito intelectualoide de someterlo todo a su poder inquisitivo y calculador. Por eso se muestra cada vez más irritado e incluso amenazador. “Si alguna vez sospecho que me has engañado -le decía con rabia-, te mataré como a un perro” (109).

María no sabía a punto cierto cómo responder a las ávidas preguntas de Castel y dar razón de sus reacciones ante las mismas. Al moverse en el mismo nivel objetivista que su impaciente interlocutor, no gana la luz necesaria para tomar distancia y clarificar el verdadero sentido de los acontecimientos. Pero intuye que en ese plano infracreador no conseguirán edificar una existencia con sentido y, por tanto, feliz. Cuando Castel la fuerza a explicarle por qué no se enamoró de Richard, ella anota: “Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa” (112).

El hombre creativo necesita de los demás como compañeros de juego, como centros de iniciativa creadora. Tiende a confiar en su poder de iniciativa, en su veracidad, y respeta en todo momento su misterio personal, la intimidad de la que brota la energía creadora. Al sentirse acogido por esa actitud de confianza, fe y fidelidad, el hombre abre su intimidad y hace confidencias, no para entregar su misterio personal a la otra persona, sino para fundar un campo de juego común y participar comunitariamente en la riqueza inagotable de la realidad. María observa con claridad creciente que Castel no se abre a su misterio personal, con el riesgo que ello implica; quiere sencillamente controlarla, poseerla, despojarla de toda ambigüedad. En vez de dejarse apelar por el misterio de María a la realización de modos cada vez más entrañables de encuentro, Castel lo considera como un obstáculo que hay que vencer a toda costa. Toda realidad misteriosa enriquece y nutre al que se deja “envolver” por ella -es decir, apelar por su capacidad de juego- y responde de modo creador. Al que sólo desea manipularlo todo, como si fuera un mero objeto, las realidades “misteriosas” –envolventes- lo ahogan, lo envaran y crispan, lo arrojan al abismo del vacío y la desesperación. Estas páginas de la novela están saturadas de palabras como rabia, violencia, irritación, enigma, tristeza, abatimiento, cansancio...

Las realidades “misteriosas” -en el sentido conferido a este vocablo por Gabriel Marcel- presentan una riqueza inagotable y, consiguientemente, una complejidad tal que no pueden ser sometidas a simplificaciones violentas. El término “problema” alude a algo desconocido que puede llegar a conocerse mediante la movilización de los medios adecuados. Una realidad “misteriosa” es aquella que, debido a su riqueza interna, compromete al mismo que se propone conocerla, y no tolera, en consecuencia, ser proyectada a distancia, es decir, ob-jetivada. Yo, que me pregunto por el ser, soy un ser, estoy inmerso comprometidamente en la realidad. Yo, que me planteo el tema del lenguaje, soy un ser locuente. Yo, que investigo el sentido de la institución familiar, estoy entramado ineludiblemente en la urdimbre afectiva que me vincula a mis progenitores.

El que desea dominar se ve forzado a simplificar, inventariar, reducir lo complejo-irreductible a la suma de datos recogidos en una ficha. María descubre, indignada, que Castel la quiere forzar a reducir algo tan complejo y rico de vertientes como es su relación personal con su marido a una calificación simple y expeditiva.

“María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria, sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
-¿Qué contestas a eso? -volví a interrogar.
-Hay muchas maneras de amar y de querer- respondió cansada-. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera.
-¿De qué manera?
-¿Cómo de qué manera? Sabes lo que quiero decir.
-No sé nada.
-Te lo he dicho muchas veces.
-Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
-¡Explicado! exclamó con amargura. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo (...)”
(114).

Castel sigue interrogando a María acerca de cuestiones sumamente delicadas que hieren su sensibilidad. Ella le advierte que es horrible ese modo de interrogarla, y él acentúa el tono inquisitivo con toda frialdad. “Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; lo hacía con mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones” (115). Tras una serie de recriminaciones violentas, María le advierte, llorando: “Sos increíblemente cruel” (116).

El grado mayor de crueldad, la crueldad sádica, se caracteriza por la voluntad de reducir una persona a mero objeto, o –dicho con mayor precisión- a “medio para los propios fines”. María se hace cargo de que para Castel ella no cuenta como persona, ni tiene valor alguno su misterio personal, sus ansiedades y temores, su soledad. No se siente aceptada y acogida como persona (nivel 2 d), sino investigada como objeto de estudio, todo lo privilegiado que se quiera suponer, pero objeto al fin (nivel 1 d). No importa que Castel le haya dicho apasionadamente días antes que, si no pudiera amarla, se mataría porque cada segundo que pasa sin verla es una “interminable tortura” (102). En verdad, se trata de un amor de vértigo pasional que no tiene madurez suficiente para tolerar la prueba de la ausencia física. Cuando el proceso de vértigo llega a un punto de máxima violencia, la débil forma de unión que significa la atracción erótica se rompe. Al separarse los amantes, es fácil que la voluntad de seguir poseyéndose haga brotar un sentimiento de odio en sus espíritus.

Ante el fracaso, un tipo de vértigo llama a otros en su ayuda, con la ilusión de que, amontonando experiencias de vértigo, se pueda lograr al menos una experiencia de éxtasis. Al verse extremadamente inútiles, los diversos modos de vértigo -soberbia, lujuria, embriaguez, lucha, masoquismo- excitan el vértigo de la destrucción, como una forma desesperada de solucionar el problema interrumpiendo bruscamente el proceso creciente de caída.

“Volví a casa con la sensación de absoluta soledad”. “En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean”. “El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación” (119).

Castel advierte, lúcidamente, una y otra vez que la entrega al vértigo destruye al hombre, e intenta a su modo volver a tender los puentes que la pasión había levantado o incluso hundido (117-118). Aun sospechando que era demasiado tarde para cerrar la herida abierta en el alma de María por las graves injurias que acaba de inferirle, Castel le pide perdón con desesperada energía, y María trueca su mirada dura en una mirada piadosa. Siente piedad por un hombre al que hubiera deseado amar y no puede porque se ha entregado al vértigo. La actividad de Castel discurre siempre en el plano objetivista (nivel 1). La búsqueda de María, al no florecer en encuentro (nivel 2 d), no hace sino lanzar a Castel hacia el vértigo de la destrucción (niveles -1, -2, -3, -4). El mero presentimiento de que tal vez se haya entregado “totalmente indefenso, como una criatura” a una persona que en el fondo le engañaba, colma su espíritu de amargura y de furor. Todas sus energías, en adelante, van a polarizarse en una tarea obsesiva: espiar a María y a quienes la rodean para descubrir si comparte su intimidad con otros amantes.

Alfonso López Quintás
22/01/2013

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1. Si alguien entiende el amor conyugal como una forma de posesión ¿en qué nivel de realidad y de conducta se mueve?
2. ¿Tienen algo que ver los celos con esa interpretación posesiva del amor?
3. Si los celos responden al vértigo de la ambición de dominio, ¿debemos temer que nos despeñen por las cinco fases de los niveles negativos?

Estas preguntas recibirán una contestación precisa a lo largo del análisis de la obra.


MÉTODO LÚDICO-AMBITAL DE ANÁLISIS LITERARIO
El túnel, de Ernesto Sábato (1911-2011)

I. Contextualización

Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires (Argentina) en 1911. Tras una infancia vivida sin comunicación afectiva suficiente en un hogar de inmigrantes italianos, se consagró al estudio de las ciencias físico-matemáticas con objeto de encontrar en el plano de las ideas platónicas el orden que, según confesión propia, echaba de menos en su vida. (1). Ya doctor en Física, consigue una beca para investigar sobre radiaciones atómicas en el laboratorio Curie de París. Cuando parecía que el camino de su vida había tomado un rumbo preciso y esperanzador, en el otoño previo a la Segunda Guerra Mundial descubre Sábato que su verdadera vocación es la literatura. Las matemáticas eran para él una especie de refugio en la tormenta, pero no le abrían un horizonte satisfactorio a su espíritu inquieto, desgarrado por la situación dramática del mundo y, en concreto, de su patria argentina.

No sé si el espíritu de todos o de algunos pocos es así, pero el mío parece regirse por una alternativa entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el desorden” (2).

Sábato vivió intensamente, desde joven, la escisión de la sociedad argentina en dos vertientes antagónicas: la de las clases postergadas y la de las minorías dominantes, la de los inmigrantes pobres y la de las grandes compañías extranjeras que decidían el proceso industrializador, la de la explosión demográfica debida al progreso industrial y la de las “villas miseria” o “chabolas”, la del movimiento literario de corte aristocrático denominado “Florida” y la del movimiento literario popular que lleva el nombre de “Boedo”.

Sobre este fondo de dramáticas contraposiciones, la sociedad argentina debió hacer frente, a partir de 1945, a los problemas suscitados por el régimen político de Juan Domingo Perón.

“Escritores como yo -confiesa Sábato- nos formamos espiritualmente en medio de semejante desbarajuste, y nuestras ficciones revelan, de una manera o de otra, el drama del argentino de hoy” (3).

Sábato pertenece a la llamada Generación intermedia o Generación del 40, en la cual figuran autores como Julio Cortázar, Mújica Laínez y Adolfo Bioy Casares. Estos autores, y de modo singular Sábato, ven en la obra literaria un lugar privilegiado de clarificación del enigma humano, del sentido de la vida del hombre, de su problemática metafísica, es decir, de la que atañe a la constitución de su realidad más profunda. Como esta realidad humana se instaura en el diálogo creador entre el hombre y su entorno, Sábato sostiene enérgicamente que “el novelista debe dar la descripción total de esa interacción entre la conciencia y el mundo que es peculiar de la existencia” (4). Para ser total, esta descripción ha de respetar cuanto implica el hombre y su entorno. De ahí la acerada crítica que hace Sábato al objetivismo reduccionista de Robbe-Grillet (5) y el esfuerzo que realiza por mostrar en sus obras la posibilidad de aunar las dos corrientes estéticas de la literatura argentina, exponiendo las grandes cuestiones metafísicas del hombre en un estilo de alta calidad.

Con este espíritu, Sábato renuncia a su carrera científica y se consagra en el retiro de Córdoba (Argentina), a la tarea de escribir. Tras la aparición de un libro de ensayos -Uno y el Universo-, publica en 1948 El túnel, al que seguirán más tarde Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón, el exterminador (1974). Se ha dicho que El túnel es una expresión hosca de la desesperanza, la incomunicación y la soledad del hombre instalado en las ciudades, incapaz de salvarse como persona en un mundo dominado por el caos y los objetos (6). El análisis lúdico-ambital de la obra nos va a permitir una comprensión más matizada del proceso que lleva al protagonista a la desesperación. La consideración psicológica y sociológica se muestra, una vez más, del todo insuficiente para penetrar en la lógica de los procesos creadores que Sábato, en un proyecto ambicioso, intenta descubrir y relatar.

“El auténtico arte de la rebelión contra esta cultura moribunda –escribe- (...) no puede ser ninguna clase de objetivismo, sino un arte integralista que permita describir la totalidad sujeto-objeto, la profunda e inexplicable relación que existe entre el yo y el mundo, entre la conciencia y el Universo de las cosas y los hombres” (7).

En medio de un mundo acosado de problemas angustiosos, el literato -según Sábato- no puede evadirse hacia regiones de mero goce estético, en el sentido depauperado del término. Debe contribuir a clarificar lúcidamente la realidad y ofrecer un diagnóstico certero de la situación, en la seguridad de que sólo la verdad libera y un problema bien planteado es un problema medio resuelto.

“La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada” (8).

Fiel a su convicción de que la literatura actual “no se propone la belleza como fin”, sino que “más bien es un intento de ahondar en el sentido general de la existencia” (9), Sábato adopta en El túnel un estilo directo, sobrio, acerado, fuertemente expresivo del dramatismo que impulsa la narración. Estructura la obra en forma de relato-confesión del protagonista, que, al expresarse en primera persona, atrae hacia sí la atención del lector y lo pone en buena medida de su parte. Este trato de favor queda equilibrado por la voluntad de Sábato de poner todos los recursos literarios al servicio de una clarificación decisiva: cómo un hombre sensible, un artista, puede quitar la vida a la única persona que podía comprenderlo y valorarlo.

En ningún momento se autonomiza en esta obra el virtuosismo literario: construcciones elegantes y bien ritmadas, metáforas sorprendentes... Los recursos generadores de belleza literaria quedan ensamblados en el tempo subyugante, gradualmente acelerado, de la obra, con vistas a lograr la belleza integral que radica en el esclarecimiento del mundo creado entre los protagonistas a impulsos de la lógica propia del proceso de vértigo. La mirada del novelista no se prende en pormenores indiferentes a la marcha de la acción principal. Atiende en exclusiva a la descripción pormenorizada de la trama de ámbitos o campos de juego que se van fundando en el interior de Castel y entre éste y María. Se trata de una actitud realista, atenida no a lo meramente “objetivo” -en sentido de asible, mensurable, delimitable, fáctico- , ni a lo fantástico-irreal, sino a lo ambital, lo que no es delimitable como los objetos porque constituye todo un campo de realidad. No se consagra esta obra al relato de estados subjetivos, psicológicos o de tramas detectivescas sorpresivas; intenta dejar constancia de un proceso espiritual de vértigo.

Al logro de esta forma eminente de realismo se dirige la utilización de la técnica novelística contemporánea (W. Faulkner, E. Hemingway, F. Kafka, J. P. Sartre, A. Camus), caracterizada por un lenguaje ceñido a la descripción de procesos interiores, lo que lleva a la utilización de técnicas como el monólogo interior, el lenguaje coloquial, la actitud testimonial, la valoración del tiempo subjetivo y el tiempo lúdico, el propio del juego realizado por los personajes y no mensurable, consiguientemente, por el reloj.

El túnel, novela primeriza de Sábato, acusa una clara influencia de los autores antes citados. La bella imagen del vidrio a través del cual se ve gesticular a los hombres pero no se les oye ni entiende es usada literalmente por Jean-Paul Sartre para caracterizar la actitud del protagonista de la obra de Camus El extranjero. (10). Sin embargo, Sábato supo imprimir a su breve y densa obra un aliento estrictamente personal y una profunda coherencia, lo que confiere al relato un indudable carácter originario.

II. Argumento

Desde la soledad de una celda carcelaria, el pintor Juan Pablo Castel da su versión del proceso que le llevó a asesinar a María, una mujer joven, casada con un ciego de apellido Allende. Desde el momento en que Castel ve a María ante su cuadro “Maternidad”, observando detenidamente la escena de la ventanita con la mujer al fondo frente a la soledad de la playa, la busca, la asedia, la interroga febrilmente una y otra vez para poseerla y asegurarse su amor. María rehúsa perder su intimidad personal y se muestra reservada. Esta actitud exacerba a Castel, aun después de saber que María está casada. La sospecha de que María no comparte la intimidad sólo con él lo lleva al borde de la amargura y la desesperación. Al comprobar que María no acudió a la cita que habían convenido porque fue a unirse en su casa de campo con Hunter, Castel se ve llevado por los celos al vértigo de la extrema violencia y, para hacer un acto de supremo dominio sobre ella, la mata y se apresura a comunicárselo a su marido, al tiempo que le descubre la doble vida de su esposa. Allende, el marido, se suicida, y Castel, encarcelado, medita sobre el término “insensato” con que aquél lo calificó en la noche del crimen.


III. Tema

Los clásicos españoles del Siglo de Oro solían poner en boca de los galanes que comentaban una aventura erótica esta frase: “¡La poseí!”. ¿Consiste el amor en posesión? De ningún modo, porque el amor verdadero implica creatividad, ya que supone la fundación de una relación profunda de amistad, y en el nivel de la creatividad nadie domina a nadie. El afán de poseer lleva al vértigo de la ambición, y éste aboca a la destrucción. Descubrir este proceso implacable de vértigo es el tema de esta obra.

En el retiro forzado de su lugar de condena, un hombre joven, Juan Pablo Castel, se atormenta preguntándose, día y noche, cómo es posible que haya matado a la única persona que podía entenderle en lo más íntimo, en su ansia de superar la soledad angustiosa que lo atormentaba. Castel reaviva sus recuerdos, los ordena y expone desde el momento en que encontró a María hasta que le clavó, llorando, un cuchillo en el pecho. Se trata de un relato lineal, en el que se entreveran dos vertientes de la vida de los protagonistas: la vertiente de los meros hechos y la de los acontecimientos, la de las anécdotas biográficas y la de las motivaciones espirituales. En apariencia, estamos ante un relato de género policíaco, denso de contenido, tensionado, animado por un tempo rápido que se exaspera en las últimas páginas.

Visto a la luz de la lógica de los procesos creadores, El túnel es la plasmación literaria de la lógica de la ambición y la destrucción, dos formas de vértigo que convierten la andadura vital del protagonista en un corredor insalvablemente oscuro, un túnel sin salida. Tras un sin fin de reflexiones realizadas al hilo de los recuerdos, Castel extrae una conclusión sombría: “(...) Había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida” (11).

Esta falta de luz responde a la falta de encuentro. Tras romper trágicamente con María, el protagonista no puede comprender por qué eliminó a la única persona que le prestaba atención. Si analizamos cuidadosamente los procesos de vértigo y éxtasis, todo queda al trasluz. El camino hacia la destrucción que siguió Castel comenzó al confundir amar con poseer, lo que supone un ataque a la realidad humana en una de sus actividades más significativas. Pero la realidad acaba vengándose siempre. La venganza consiste en que no puede uno desarrollarse cabalmente, antes se encamina a una soledad aniquiladora.

NOTAS

(1) Cf. E. Sábato: Itinerario, Sur, Buenos Aires 1969, p. 208.
(2) O. cit., p. 209.
(3) O. cit., p. 178.
(4) E. Sábato: Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, Robbe-Grillet, Borges, Sartre, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1968, p. 147.
(5) O. cit., p. 155.
(6) A. Leiva: Introducción a El túnel, de E. Sábato, Cátedra, Madrid 1982, p. 43.
(7) Cf. Itinerario, p. 178.
(8) El escritor y sus sombras, Aguilar, Buenos Aires 1963, p. 162.
(9) Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, p. 167.
(10) Cf. “Explicación de El extranjero”, en Critiques Litteraires -Situations I-, Gallimard, Paríis 1947, p. 139.
(11) El túnel, p. 160. Se citará por esta edición en el texto.
Alfonso López Quintás
26/12/2012

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En una tertulia radiofónica reciente, varios escritores afirmaron, con la contundencia del que dice algo obvio, que tiene más interés discutir, en los foros comunitarios, cuestiones económicas perentorias que “ciertas cuestiones teóricas que a nadie interesan, por ejemplo la necesidad de aludir a las raíces cristianas de Europa en la futura Constitución de la Unión Europea”. Si se analiza este tema con cuidado, se descubre que no es una cuestión meramente teórica, sino eminentemente práctica, ya que tiene una incidencia decisiva en la cultura europea.

Es ineludible tratar con hondura esta cuestión, pues sólo entonces veremos que reconocer en el Preámbulo de dicha Constitución el papel decisivo jugado por el cristianismo en la configuración del espíritu y las instituciones de Europa tiene un alcance muy superior al mero reconocimiento de un dato histórico sólo vigente en el pasado. Sabemos por la actual Filosofía de la Historia que pertenece a nuestra condición de seres humanos vivir históricamente, y esto no se reduce a llevar una existencia decurrente, circunstancia que también afecta a los animales. Vivir históricamente significa que los hombres de cada generación asumen las posibilidades creativas que les han trasmitido las generaciones anteriores, crean nuevas posibilidades y se las transmiten a las generaciones más jóvenes. Como sabemos, transmitir se dice en latín tradere, de donde procede tradición. Para abrirnos al futuro, debemos estar fecundamente vinculados a la tradición, es decir, al pasado histórico, visto rigurosamente, no como lo ya sido, sino como aquello que sigue ofreciéndonos posibilidades para vivir creativamente.

Hoy, los hispanos no podemos hablar sin estar conectados vivamente a los griegos, los latinos y los árabes, que nos transmiten su sabiduría a través de sus lenguas. Dices “entusiasmo”, y estás participando de la teoría griega del ascenso a lo divino, que para los griegos significaba lo perfecto. Un cúmulo de sabiduría nos viene dado en esa palabra, considerada en todo su alcance. Aceptar activamente el pasado histórico no es fruto de una nostalgia romántica, de un afán de conservar el legado de nuestros mayores. Es una medida indispensable para ser creativos en el presente.

Desde que San Pablo dio el salto de Asia a Europa, en su primer viaje a Grecia, la fe cristiana abrió a los europeos horizontes nuevos que decidieron su orientación cultural y espiritual. Por ejemplo, les inspiró un concepto claro, preciso y vivo, de la trascendencia, o, más exactamente, del Ser Supremo que trasciende todo lo creado y no presenta un carácter abstracto y difuso sino concreto, incluso personal. Este concepto de trascendencia dio lugar a un nuevo canon en estética y en ética, y determinó el sentido profundo de la vida religiosa. La idea de trascendencia, unida a la de infinitud, enriqueció la experiencia estética con el concepto de lo sublime, ajeno al mundo griego, atenido al canon de la proporción y la medida o mesura. El criterio de bondad ética ya no viene dado por el justo medio, sino por la perfección absoluta del Ser Infinito, considerada por el Señor como la medida de nuestra conducta: “¡Sed perfectos –dijo Jesús- como vuestro Padre celestial es perfecto!” De una forma o de otra, este nuevo horizonte abierto al hombre determinó la marcha de todas las vertientes culturales, entendiendo la cultura como el fruto de la relación creativa del ser humano con la realidad circundante.

El arte europeo no se entiende sin el influjo del Cristianismo, no sólo en cuanto a sus temas sino sobre todo en cuanto a su espíritu. Es sintomático lo que sucedió en el albor mismo de la arquitectura sacra, cuando los cristianos de Roma asumieron como base de la construcción de sus iglesias, no el Panteón romano –de planta circular y espíritu estático–, sino los salones nobles llamados basílicas, y los transformaron de modo que prevaleciera la directriz horizontal, que orienta la vista de los creyentes hacia el altar del sacrificio y les hace vivir dinámicamente su espíritu de peregrinos que marchan hacia la verdadera patria.

La música europea nace con el canto gregoriano, que recoge la técnica musical griega de los ocho modos y la pone al servicio de una mentalidad trascendente, heredada de la sinagoga hebrea y cultivada fervorosamente en el monacato cristiano. Del gregoriano se deriva el canto trovadoresco y la polifonía sacra, que –unida a otros elementos culturales– contribuirá decisivamente a la formación del estilo barroco, el clasicismo vienés, el romanticismo... Estudiemos las últimas raíces de las obras cumbre de Schütz, Bach, Beethoven, Mozart y Wagner, y veremos latiendo en ellas el espíritu cristiano. Se dice que el Don Giovanni mozartiano es la ópera más perfecta de todos los tiempos. Ciertamente, se da en ella una integración inigualable de fondo y forma. Pero la raíz última de su genialidad, lo que la torna sobrecogedora se da en su escena final cuando entran en confrontación los tres niveles de realidad y de conducta: el nivel de la entrega a las sensaciones placenteras (representado por Don Juan), el nivel ético de la creación de vínculos personales comprometidos y el nivel religioso del respeto incondicional al Ser Supremo (ambos encarnados en la figura de Don Gonzalo, el Comendador). Sin la versión profunda al Ser trascendente, esa escena cumbre perdería ese punto de grandeza que la eleva al plano de lo excepcional.

Los grandes monumentos literarios europeos nacieron en un clima abierto activamente al horizonte sobrenatural. No podemos entender a fondo esas cimas literarias que son La divina comedia del Dante, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, El Quijote de Cervantes, el Fausto de Goethe, Los hermanos Karamazof de Dostoievski sin la orientación de las gentes hacia un mundo superior, trascendente y cercano al mismo tiempo, tal como se nos revela en la figura del Verbo Encarnado.

Incluso la gran ciencia cultivada por Europa con éxito espectacular se hizo posible, en buena medida, gracias a la idea que nos transmitió el Cristianismo –bien apoyado aquí en la tradición judaica– de que el mundo fue creado por un Dios personal trascendente, una Inteligencia Suprema que lo modeló conforme a leyes y lo dotó de una admirable racionalidad. El mundo finito está muy vinculado a su Creador pero es distinto de él; merece inmenso respeto pero no es algo sacro que resulte profanado si lo sometemos a algún tipo de análisis o experimentación. Más bien, el hombre tiene el encargo del Creador de poblar el mundo y dominarlo, es decir, convertirlo en un lugar de habitación y encuentro. El hombre, en consecuencia, se distancia del mundo para conocerlo y perfeccionarlo, no para alejarse de él y destruirlo.

El conocimiento de las leyes del universo viene posibilitado en principio por la creencia de que el mundo fue creado de forma ordenada, sometida a leyes, y por eso expresable en lenguaje matemático. Lo indica el gran científico y humanista Albert Einstein en este sugestivo párrafo:

«Aunque es cierto que los resultados científicos son enteramente independientes de cualquier tipo de consideraciones morales o religiosas, también es cierto que justamente aquellos hombres a quienes la ciencia debe sus logros más significativamente creativos fueron individuos impregnados de la convicción auténticamente religiosa de que este universo es algo perfecto y susceptible de ser conocido por medio del esfuerzo humano de comprensión racional. (...) De no haber estado inspirados en su búsqueda por el amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente hubieran podido dedicarse a su tarea con esa infatigable devoción, la única que permite al hombre llegar a las más encumbradas metas» (1).

Obviamente, quien mantuvo viva en Europa esa conciencia lúcida del carácter finito-creatural del universo fue el Cristianismo. Basta recordar la figura señera de Kepler.

Descubrir ese nexo profundo del Cristianismo y la historia del proceso de constitución del espíritu europeo requiere una voluntad firme de penetrar en los estratos donde se fraguan las grandes corrientes culturales. Por eso resulta penoso que el Presidente de la Comisión encargada de redactar la Constitución de la Unión Europea sólo cite como fuentes de nuestra cultura a Grecia, Roma y la Ilustración. Deja de lado nada menos que toda la Patrística y la Edad Media, a quienes debemos –entre otros muchos dones– la transmisión viva y creadora de la mejor cultura grecolatina y árabe. Suele decirse que Descartes es el padre de la modernidad. Pero el auténtico Descartes no puede ser entendido sin conocer a fondo la Edad Media y el nexo de la razón humana con la trascendencia divina. Recuérdese su obra básica: Meditationes de prima philosophia. De ese Descartes abierto a la trascendencia religiosa dependerá después el mejor Fichte y otros eximios pensadores europeos. Cuanto más se estudia el pensamiento europeo, más claramente se advierte que es suicida prescindir del pensamiento cristiano.

Lo que procede hoy día no es olvidar ese pensamiento, sino purificarlo de malentendidos, incrementarlo hasta desarrollar todas sus virtualidades. No acabamos de lamentar las desventuras que provocó en Europa el hecho de que algunas figuras determinantes de su destino hayan tenido una idea precaria de lo que es y significa la vida religiosa cristiana. Basta pensar en Hegel y Marx. Un rumbo bien distinto hubiera tomado Europa si esas mentes privilegiadas hubieran dispuesto de un conocimiento aquilatado del Cristianismo. La renovación de Europa habrá de venir por vía de ahondamiento en sus raíces cristianas, no a través de un ataque a las mismas. Es hora de movilizar la inteligencia y purificar la voluntad para ver y reconocer esto con la debida lucidez y decisión.

Resulta, por ello, difícilmente creíble que ciertos grupos sigan empeñándose en privar a los escolares de un estudio serio de la vida religiosa. A veces se achaca esta tendencia a un espíritu sectario. Tal vez sea más bien cuestión de ignorancia, unida a cierta indiferencia respecto al futuro de niños y jóvenes. Si éstos desconocen la religión cristiana y su historia, no podrán adentrarse en el maravilloso mundo de las artes plásticas, la arquitectura, la música, la literatura, la Historia, incluso la ciencia, radicalmente entendida. Esta penosa exclusión del mundo cultural supone una regresión calamitosa. A ella se debe, en no pequeña medida, la llamada “catástrofe antropológica” que muy lúcidos pensadores están delatando en la actualidad.

El vendaval ideológico que vació en buena medida a Occidente de grandes valores, sobre todo el valor supremo encarnado por el Creador, explica la amarga decepción de lúcidos intelectuales de Europa oriental.

«Nos unimos a los países libres, los países de Europa occidental –escribe uno de ellos-, y vemos una civilización sometida a la divisa: “Vivamos como si Dios no existiera”. Y se nos anima a aceptar ese estilo de vida como pasaporte para Europa» (2).

A veces se intenta justificar esa actitud ante la religión afirmando que ésta es un asunto privado, interno, de cada persona. Parece ignorarse que lo externo y lo interno se vinculan estrechamente cuando se vive de modo creativo. Un saludo, una interpretación musical, una comida de amigos... son actos internos y externos a la vez. Hoy nos enseña la mejor Antropología filosófica que la persona humana crece comunitariamente, participando en estructuras comunitarias. No tiene sentido afirmar que la Religión se vive en la interioridad, y la política en la exterioridad. Tal distinción tiene valor cuando se aplica a realidades materiales, sometidas al espacio: O estoy dentro de la sala o estoy fuera. Esta frase es, efectivamente, un dilema. Pero, cuando oigo activamente una obra musical ¿puedo decir con sentido que estoy fuera de ella? De ningún modo, pues, en el nivel de la creatividad, lo interior y lo exterior se integran.

Nada más importante que reconocer en el pórtico de la Constitución europea que tenemos un pasado cristiano, entendido el término “pasado” en el sentido de fuente inagotable de energía para configurar en el presente una forma de vida auténticamente creativa. En este momento decisivo de la configuración de una nueva Europa, necesitamos tener una idea clara sobre el tipo de hombre que deseamos configurar. Pues bien. Tal configuración estuvo durante siglos determinada por la vinculación efectiva y fecunda de los europeos con el Ser trascendente. No se trata, pues, de aludir a los orígenes cristianos de Europa para hacer una concesión amable a las Iglesias cristianas. Lo decisivo es aclarar si nos decidimos a asumir todas las posibilidades que nos vienen del pasado cristiano en orden a orientar la vida europea hacia la trascendencia divina. Bien sabido que no se trata de cualquier tipo de ascenso a lo sobrenatural, sino justamente del modo concreto y preciso de ascenso que proclama y vive el cristianismo.

Podemos decidir los europeos lo que deseemos en orden a incluir a Dios en la Carta Magna que ha de configurar nuestra vida, en todas sus vertientes. Pero hemos de estar bien seguros de que la apertura cristiana a la trascendencia divina no es una gracia que hayamos de hacer al Cristianismo y a las Iglesias cristianas. Es una herencia excelsa que hemos recibido de la tradición cristiana y que bien haremos en no rechazar si queremos mantener incólume nuestra capacidad creadora en todos los órdenes. A ello alude el eminente científico y humanista Werner Heisenberg en este inspirado párrafo:

“Nadie sabe lo que el futuro encierra, ni cuáles serán las fuerzas espirituales que regirán el universo, pero está fuera de duda que no lograremos sobrevivir si no sabemos creer en algo y querer algo. Y desde luego queremos que la vida espiritual reflorezca en nuestro alrededor. (...) Queremos que nuestros jóvenes, a pesar del confuso torbellino de los hechos externos, se sientan iluminados por la luz espiritual del Occidente, y que ella les permita hallar de nuevo las fuentes de vitalidad que han nutrido a nuestro continente a lo largo de dos milenios” (3).

NOTAS

(1) Cf. Heisenberg y otros: Cuestiones cuánticas, Kairós, Barcelona 1987, p. 170.
(2) Cf. El horizonte de la libertad. En camino hacia la nueva Europa, Ciudad Nueva, Madrid 1994, p. 31.
(3) Cf. La imagen de la naturaleza en la física actual, Ariel, Barcelona 1976, p. 56


Alfonso López Quintás
26/12/2012

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Cuaderno de Bitácora

No hace mucho, en una encuesta realizada entre 1.800.000 estudiantes franceses y 124 profesores, la mayoría manifestaron su deseo de que se incremente en los centros escolares el conocimiento del arte y, en general, de las áreas de conocimiento que les ayudan a descubrir el sentido de la vida (1). Sobrada razón tienen estos jóvenes y sus profesores, y bien haríamos los educadores y, sobre todo, los responsables de los planes educativos en tomar nota de esa nostalgia por un conocimiento riguroso y penetrante de las Humanidades.


Conveniencia e importancia de saber latín y griego

Hace algún tiempo acudí en Madrid a las oficinas de la sociedad médica “Sanitas”, y, al decir que pertenecía a Sánitas -acentuando, naturalmente, la primera a-, la gentil señorita de la ventanilla se acercó amablemente hacia mí, para hablar bajo y no sonrojarme ante el público, y me indicó con tono maternal: «Sanítas, señor, se dice sanítas», y acentuaba la í con la firmeza de quien dice algo obvio. Yo no pude evitar el sonreírme, y ella, muy digna, quiso saber la causa de mi reacción. «Es que me hace gracia -le indiqué-, que me haya matado durante media vida a aprender latín y ahora no sepa decir a derechas el nombre de algo tan elemental como salud».

Cuando uno oye y lee a brillantes periodistas y sesudos varones de la política y la ciencia decir y escribir, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y pide al cielo que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo, y no se lo utilice para darle a los escritos o discursos un realce que de hecho viene a convertirse en un auténtico precipicio por el que se despeña el prestigio del que comete tales desafueros.

Puede, tal vez, alguien pensar -y así ha ocurrido incluso en las esferas dotadas de poder sobre los planes de estudio nacionales- que el latín es una lengua muerta y debe ceder el paso al estudio de lenguas vivas de amplia circulación mundial y, por tanto, más útiles desde el punto de vista práctico. Esta opinión es muy discutible. De hecho, la reducción del estudio de las lenguas clásicas no se tradujo en un mayor conocimiento de las lenguas modernas. Todo hace sospechar que se trataba de simplificar a toda costa, en virtud de criterios alicortos. Por vía de orientación, no está de más recordar que las naciones europeas más florecientes en materias científicas y técnicas son las que dedican más atención al estudio de las lenguas clásicas.

Somos un pueblo de origen latino, y el desconocimiento del latín nos aleja de nuestras raíces. Preocupados por la dificultad que experimentan los extranjeros para aprender su endiablada fonética, los ingleses trataron seriamente en un congreso la cuestión de la conveniencia de simplificar su lengua, sintonizándola con la escritura. Al final, decidieron no alterar el estado actual de cosas, a fin de conservar la cercanía de la lengua a sus fuentes, que, como sabemos, son muy diversas.

Los españoles tendemos por principio a simplificar, sin reparar en las consecuencias de tal recurso facilón. Como la p de Psicología apenas la pronunciamos en el habla cotidiana, surgen a veces voces que proponen suprimirla de la escritura porque les parece un elemento superfluo. No se detienen a pensar que Psicología significa «tratado de la psique», de todo lo relativo al «alma» humana, y Sicología, en cambio, equivale a «tratado de los higos». No es precisamente lo mismo. La p de Psicología es uno de los puentes que unen a las generaciones actuales con los antiguos griegos que pusieron las bases de nuestro conocimiento del hombre.

Si desgajamos nuestro modo de hablar -que es, no se olvide, el vehículo viviente de nuestra creatividad personal- de los orígenes de nuestra cultura -que implica cuanto el hombre realiza para vincularse a lo real y desarrollar su personalidad-, nuestra vida cultural queda seriamente perjudicada. Poco tendrán que agradecernos las generaciones que reciban una lengua errática, desarraigada, entregada a todos los vaivenes y adulteraciones que provoca la falta de identidad propia de un apátrida.

Al no saber latín y griego, se desconocen las raíces de buen número de palabras castellanas de uso corriente, y se empobrece rápidamente el léxico. Si se conocen las fuentes de nuestra lengua, muchas palabras se iluminan al sólo oírlas. Hace días se indicó en un programa de televisión que los españoles somos los más «ichtiófagos» del mundo. Aunque no se haya oído nunca tal palabra, resulta obvia si se sabe cómo se dice en griego pez y comer.

La ignorancia del latín y del griego deja a los hispanohablantes desvalidos a la hora de crear neologismos, porque el castellano no cuenta entre sus muchas y excelentes cualidades con la de ser flexible en orden a la creación de nuevos vocablos. Este desvalimiento va a obligar -ya lo está haciendo- a los hispanoblantes a acudir en tropel a las lenguas extranjeras en busca de préstamos difícilmente integrables en nuestra lengua. La asimilación de elementos extraños realizada por falta de conocimiento de la propia lengua no puede sino dar lugar a un resultado híbrido y a la pérdida consiguiente de identidad.

En todos los rincones de la cultura -arte, historia, derecho, filosofía, teología...- tropezamos constantemente los hispanos con el latín. No es fácil adivinar cómo podemos realizar una investigación medianamente seria en cualquier campo del conocimiento sin contar con cierto conocimiento de nuestra lengua madre. Pero no sólo en la altiplanicie de la cultura se echa de menos este conocimiento; también en la vida diaria se camina a ciegas, en buena medida, cuando se ignora el latín. «Siste viator» (Párate, caminante); así comienza una inscripción grabada en la puerta de entrada a la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Su mensaje es profundamente emotivo, pero, al estar expresado en latín, permanece mudo para todos cuantos, debido a planes de estudio poco afortunados, ven reducido su horizonte cultural. Monumentos, sepulcros, monedas..., multitud de elementos de nuestra cultura pierden su carácter expresivo y elocuente ante quienes se han alejado de sus raíces. Vas al puente de Alcántara, cerca de Portugal, y, si no sabes latín, no te enteras de lo que allí plasmaron en lenguaje bien preciso quienes erigieron una de las obras más impresionantes de la humanidad: “Ars ubi natura vincitur ipsa sua”.

El latín no sólo dio origen al castellano; está incrustado en sus estructuras como algo natural. Un hispanohablante que ignora el latín navega por un mar cuyo fondo desconoce. En cualquier campo que se mueva tendrá que mantenerse a menudo en un plano superficial y su labor carecerá de la radicalidad que hubiera podido tener. Saber tocar un instrumento musical es algo magnífico, pero carecer de tal arte no disminuye nuestra talla de españoles en cuanto tales. El no saber latín afecta, en cambio, a nuestra base cultural, nos desvincula de nuestro humus nutricio y nos desnutre.

Las etimologías, una fuente de luz

Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales.

• Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” -es decir, traer de nuevo a la existencia-, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo.
• Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud.
• Basta saber que “fidelidad” es una palabra emparentada estrechamente con “fe”, “confianza”, “fiabilidad” y “confidencia” para adivinar que no se reduce a mero “aguante”, antes implica la capacidad de crear una relación estable y fecunda de convivencia.
• Cuando nos enteramos de que la palabra “entusiasmo” significaba para los griegos antiguos estar inmerso en “lo divino”, que para ellos equivalía a “lo perfecto”, aprendemos a distinguir debidamente la euforia –propia del proceso de fascinación- y el entusiasmo –característico del proceso de creatividad-. Con ello ganamos luz para comprender que la entrega a las diversas formas de fascinación no supone ascender en la vida a una alta cota sino despeñarse por una vía de destrucción. Al hablar del “entusiasmo”, nos sumergimos en la concepción griega del amor y el ascenso a lo divino. Si uno es incapaz de descomponer esta palabra y adivinar su articulación interna, ¿puede captar su inmensa riqueza y su correlativa hermosura? Lamentablemente, no.

De lo antedicho se desprende que desconocer el latín y el griego deja a las personas de lengua hispana sobre un penoso vacío cultural. Hay en la vida humana muchas desgracias posibles. Una de ellas -no la mayor, tampoco la más pequeña- es no saber latín y griego. Buen tema éste para meditar a la hora de planificar la enseñanza.

NOTA
(1) En el informe de la comisión presidida por Philippe Meirieu para analizar dicha encuesta se dice que “esa demanda de una cultura menos instrumental y técnica se inscribe dentro de otra demanda más global de un saber que dé sentido al mundo”. Cf. Rafael Gómez Pérez: Ni de letras ni de ciencias. Una educación humana, Rialp, Madrid 1999, p. 78.
Alfonso López Quintás
10/10/2012

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"El principito" de Antoine de Saint-Exupéry", III

Recordemos que el piloto y el principito son peregrinos de la amistad, van en busca de amigos verdaderos. Ante el espectáculo de las gentes que van y vienen deprisa, como si no tuvieran arraigo en ninguna parte, el principito advierte que sólo los niños -las personas con alma de niño- saben lo que buscan. Seguidamente, ante la oferta de ahorrar tiempo tomando pastillas para calmar la sed, confiesa que "si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente...” (90,90). Una fuente que mana de lo hondo de la tierra presenta un alto poder simbólico porque es el lugar de confluencia de diversos campos de realidad: el océano, el sol, las nubes, el viento, la lluvia, las capas terrestres que la albergan, las circunstancias que la impulsan a aflorar a superficie, el caminante exhausto, la escasez de agua en el entorno... Caminar hacia la fuente es una actividad que colabora a que surja el fenómeno "fuente", visto en su condición relacional. Encaminarse hacia lugares donde acontecen fenómenos de encuentro confiere sentido al carácter itinerante de la vida humana. Este alumbramiento de sentido da plenitud al hombre y lo eleva a un estado de exultación festiva.


Método lúdico-ambital de análisis literario.  Segunda parte.
4. Cuarta etapa del encuentro:
La plenitud de la amistad y la vuelta al hogar

Nada ilógico que Saint-Exupéry vincule con frecuencia los términos sed, fuente, corazón: "(El niño), cuando te abraza, te hace sentir alrededor del cuello algo que es fuente para el corazón y de lo cual tienes sed" (Ciudadela, p. 274; Citadelle, p. 296). Este nudo de conceptos nos permite comprender el pasaje más enigmático, profundo y bello de la obra.

Tras ocho días de agotadora estancia en el desierto, el piloto se muestra angustiado por la falta absoluta de agua y el temor a una muerte inminente. El principito, como sobrevolando la vida desde una región superior, comenta: "Es bueno haber tenido un amigo, aun si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro..." (91, 91). El piloto pensó que el pequeño no era capaz de medir el peligro en que se hallaban. Pero, como adivinando su pensamiento, le dijo: "Yo también tengo sed... Busquemos un pozo" (Ibid.). Aunque sabía que "es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto", el piloto comprendió de golpe que la búsqueda en común, comprometida y solidaria, alberga tesoros más valiosos que el agua que apaga la sed física.

En esta línea se movía el principito cuando, después de mucho caminar, el piloto le preguntó si también tenía sed, y el contestó sencillamente: "El agua puede también ser buena para el corazón" (92,92). El piloto no entendió el sentido de estas palabras. Y el principito agregó en el mismo plano de elevación: "Las estrellas son bellas por una flor que no se ve...". "Lo que embellece el desierto (...) es que esconde un pozo en cualquier parte..." (92, 92-93). Contagiado por estos pensamientos, el piloto, al contemplar al principito dormido en sus brazos, exclama: "Lo que veo aquí es sólo una corteza. Lo más importante es invisible...". "Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aún cuando duerme..." (93,93).

Con ese espíritu de elevación y esa voluntad de tutela ("Es necesario proteger a las lámparas") caminó el piloto durante la noche. El fruto de esta actitud generosa no se hizo esperar: "Descubrí el pozo al nacer el día" (93,94). Con el alba había aparecido el principito en el desierto, en busca de amistad. Ahora, ambos amigos encuentran el agua al nacer el día. ¿De qué tipo de agua se trata? El autor vuelve aquí a recordarnos la observación del principito de que "los hombres se encierran en los expresos pero no saben lo que buscan" (94,94). ¿Qué agua buscó el principito en esta ocasión?

Es significativo que el pozo encontrado no se parezca a los del Sahara, sino a los de las aldeas europeas, con su roldana, su balde y su cuerda. "Pero ahí no había ninguna aldea -anota el piloto- y yo creía soñar" (Ibid.). El principito le dice: "Tengo sed de esta agua. Dame de beber..." El piloto añade: "Y comprendí lo que él había buscado. Levanté el balde hasta sus labios. Bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. El agua no era un alimento. Había nacido de la marcha bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón como un regalo" (96, 96).

La fiesta, con su luz, su alegría y su belleza, brota siempre en el encuentro. El encuentro nutre el espíritu humano, le hace bien como el afecto que inspira un obsequio. Obviamente, lo que había buscado el principito no era tanto el agua que es medio para saciar la sed corporal cuanto el agua que es medio en el cual se unen dos personas con voluntad de compromiso. Lo que, en definitiva, perseguía el principito era el encuentro personal a través de una marcha compartida en el estrecho pasillo que separaba en aquel momento la vida de la muerte.


Alfonso López Quintás
10/10/2012

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"El Principito", de A. de Saint-Exupéry, II


En "El Principito" se alude a veces a la soledad: "Viví, así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente" (13,5). "Sed amigos míos, estoy solo -dijo el principito-" (76,76).
¿A qué tipo de soledad se alude en estos textos?
¿A qué se debe que el principito califique de "extrañas" a las personas que encontró en su viaje sideral?. ¿A qué son extrañas?
¿Cuándo se convierte en "única" para nosotros una realidad que es una entre muchas iguales o incluso superiores en cualidades?


LAS CINCO ETAPAS DEL ENCUENTRO

1. Primera etapa del proceso de encuentro
El brotar de la generosidad y la confianza

El principito y el piloto acaban de entrar en contacto, pero esto no es sino el comienzo del proceso que lleva al encuentro. Se hallan cerca físicamente, mas todavía no han creado una verdadera vecindad espiritual. Para lograrla, el piloto quiere conocer datos sobre la vida del principito, empezando por su lugar de origen. Descubre que viene de muy lejos cuando el principito, al enterarse de que es piloto y vuela, le indica: "Entonces, ¡tú también vienes del cielo! ¿De qué planeta eres?" (19,11). El piloto entrevé "una luz en el misterio de su presencia" y le pregunta si procede de otro planeta. Pero el principito no contesta.

Al piloto le sorprende que el pequeño no dude en acosarle a preguntas pero desoiga las suyas (18,11). Una lectura psicológica intentaría, tal vez, explicar este hecho como un rasgo de carácter. El método que propugno considera esta posible interpretación como irrelevante en el plano estético. Relevancia tiene, en cambio, advertir que el principito, por encarnar al hombre que siente nostalgia por la creación de amistad -que tiene lugar en el nivel de los ámbitos, nivel 2-, haga caso omiso de las preguntas que se refieren a cuestiones propias del plano infracreativo. Estas no afectan al sentido de su vida y no vale la pena prender la atención en ellas. No contestar a tal género de preguntas no obedece a una actitud de descortesía, sino a la voluntad de orientar la vida hacia las cuestiones esenciales. Y "lo esencial no radica en las cosas sino en el sentido de las cosas (...)" (Ciudadela, p. 295; Citadelle, págs. 319).

Esto explica que el principito dirija la conversación hacia temas que suscitan la cuestión del sentido. ¿Qué sentido y qué importancia tiene que los corderos coman arbustos, y que los baobads hayan de ser exterminados no bien surgen, y que las flores tengan espinas? (26-34, 19-27). Cuando el piloto se halla más preocupado porque la avería del motor del avión es grave y la reserva de agua se está agotando peligrosamente, el principito -preocupado por el sentido de la vida personal- le pregunta con toda seriedad para qué sirven las espinas de las flores (34,27). El piloto, irritado porque ve en peligro su vida biológica, le contesta precipitadamente: "Las espinas no sirven para nada. Son pura maldad de las flores" (35,28). El principito, como siempre, insiste en su pregunta, a fin de elevar al piloto al nivel en que se alumbra el sentido. Pero el piloto, más ocupado en lo urgente para la salud corpórea que en lo importante para la salud espiritual, toma la invitación del principito como una impertinencia que le impide concentrarse en su trabajo, y quiere zanjar el asunto con una afirmación que cree contundente: "¡Yo me ocupo de cosas serias!" (36,28). El principito oye esta frase al tiempo que ve al piloto concentrado en un mero objeto, carente de toda belleza, y le reprocha que lo confunda y mezcle todo, como suelen hacer las "personas mayores". Mezcla y confunde lo útil para la vida biológica con lo que tiene verdadera importancia para la vida personal.

Pero pasarse la vida ocupado en resolver problemas referentes a cosas manipulables, con las que no se pueden crear verdaderas relaciones personales, significa para el principito descender a un nivel meramente biológico, perder la vida auténtica, malograrse como ser humano. Por eso agrega, profundamente conmovido:

"Conozco un planeta donde hay un Señor carmesí. Jamás ha aspirado una flor. Jamás ha mirado a una estrella. Jamás ha querido a nadie. No ha hecho más que sumas y restas. Y todo el día repite como tú: ´¡Soy un hombre serio! ¡Soy un hombre serio!´. Se infla de orgullo. Pero no es un hombre; ¡es un hongo!" (36, 28-29).

Hacer sumas y restas es, en este contexto, imagen de la consagración a actividades que implican dominio de lo que es manipulable, controlable, reducible a medio para poseer bienes y disfrutar de bienestar. De modo semejante a como, en Tierra de los hombres, escribe Saint-Exupéry que el avión nos permite alejarnos de los "contables" (Cf. O. cit., p. 158; Terre des hommes, p. 205).

Por el contrario, aspirar el perfume de una flor, mirar una estrella, amar a otras personas son ejemplos de actividad creativa, si les concedemos todo su alcance y su valor. El que no se empasta con el agrado del perfume sino que lo considera como la expresión más lograda de la flor, y a ésta como la culminación del desarrollo vital de la planta, y a la planta como la expansión plena de la semilla, y a la semilla la ve en vinculación con la tierra nutricia, que se halla en relación con el conjunto del universo en el que todo está mutuamente imbricado... se une agradecidamente a todo lo existente en el acto cotidiano de oler una flor. De modo semejante, la contemplación de las estrellas debe ir inspirada por un sentimiento de asombro ante la majestuosidad y la belleza del firmamento. El amor a los demás ha de implicar la adhesión a las personas y no reducirse al halago que suscitan ciertas cualidades de las mismas.
El principito quiso dejar claro que no sólo debemos valorar lo que es útil para resolver problemas biológicos sino lo que colma los anhelos del espíritu. Por eso agregó:

"Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas. Se dice: ´Mi flor está allí, en alguna parte...´. Y, si el cordero come la flor, para él es como si, bruscamente, todas las estrellas se apagaran. Y esto, ¿no es importante?" (37,29).

A medida que hablaba, el principito se fue acalorando hasta enrojecer, y al final rompió a llorar. He aquí una experiencia básica en esta obra: el llanto. Cuando uno, al hilo de la lectura, entrevé que se halla ante una experiencia que juega un papel singular en la obra, debe detener la marcha, no limitarse a tomar nota de lo que sucede, sino adentrarse en el verdadero sentido de tal acontecimiento humano. No se trata de repetir la experiencia del llanto sino de comprender por qué una persona adulta rompe a llorar en determinados momentos. Como sabemos, existen obras filosóficas consagradas a explicar este fenómeno, así como el de la risa (Véase, por ejemplo, H. Plessner: La risa y el llanto, Revista de Occidente, Madrid 1960). El llanto, en una persona normal, responde al desmoronamiento de un mundo interior. Te haces mil ilusiones con un proyecto, pones el mayor empeño en él, y un día observas que todo ha fracasado. Es muy posible que tu ánimo se derrumbe y rompas a llorar.

En el espíritu del principito se desplomó la esperanza de encontrar en la tierra personas sensibles a los grandes valores –niveles 2 y 3-, a las realidades y acciones que parecen inútiles e irreales cuando se las ve desde el nivel 1 -el plano de los objetos- y con la actitud manipuladora propia de quien desea ante todo poseer cosas y tenerlas bajo control. El piloto -que desde niño sabía ver a través de las apariencias- comprendió de súbito que algo muy importante estaba aquí en juego porque una persona adulta con alma de niño acababa de entregarse al llanto. No sabía quién era ese pequeño de porte elegante y digno; ignoraba la causa de su abatimiento, pero sabía que se hallaba interiormente desolado. Lo dejó todo y se apresuró a acogerlo:

"Yo había dejado mis herramientas. Me importaban un comino mi martillo, mi perno, la sed y la muerte. ¡En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que consolar! Lo tomé en mis brazos. Lo acuné (...)" (37, 30-31).

Cuando más parecía haberse agrandado el abismo entre la actitud del piloto y la del principito, el llanto de éste le reveló de pronto a aquél el valor de la vida personal: Una persona se hallaba en desconsuelo, y había que abandonar las tareas más urgentes para atenderla. Sin conocer apenas al pequeño, el piloto lo acoge y tutela. Para tratar a una persona como tal, no se requiere tener un conocimiento exhaustivo de ella. En todo momento, cada persona se nos muestra toda ella, si bien no del todo. "No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarle... Es tan misterioso el país de las lágrimas...!" (38-31).

Esta opción generosa del piloto a favor de la vida personal lo elevó de golpe al nivel de los ámbitos y lo dispuso para crear una relación de encuentro con el principito (nivel 2).

2. Segunda etapa del encuentro: las confidencias

La generosidad del piloto suscita en el principito un sentimiento de confianza. Tener confianza en alguien supone tener fe en él, en su fidelidad hacia uno. Esta fe confiada nos impulsa a hacer confidencias. El principito le revela al piloto la extraña y aleccionadora historia de su viaje sideral. Vivía en un asteroide diminuto. Su compañía era una flor, tan bella como vanidosa y exigente. El no supo comprenderla y decidió marcharse en busca de verdaderos amigos. Ahora sospecha que este abandono fue un error:

"No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla" (41-42, 36-37).

Desde ahora, la flor abandonada va a constituir para el principito el punto de referencia constante en su aprendizaje de lo que es la amistad y el encuentro. Todo cuanto va a aprender en la escuela de buen amar que es su viaje -y que constituye el núcleo del relato- le servirá para plantear de forma auténtica su relación con su flor, que representa aquí a "los suyos", las gentes del entorno íntimo. Antes de marcharse, se despide de la flor y entre ambos se crea un clima de ternura. Sin embargo, el principito no desiste del viaje, pues se siente impulsado a descubrir el secreto de la verdadera amistad. Es también, como el piloto, un ser en camino hacia el encuentro.

Entra en contacto con personas que encarnan diferentes papeles y actitudes: un rey, un vanidoso, un bebedor, un hombre de negocios, un farolero, un geógrafo... El farolero, fiel a la consigna de encender y apagar el farol con agotadora frecuencia, despierta la simpatía del principito por entregarse generosamente a algo distinto de sí mismo, un trabajo aparentemente inútil pero bello.

"Es el único que no me parece ridículo. Quizá porque se ocupa de una cosa ajena a sí mismo". "Este es el único de quien pude haberme hecho amigo" (64,61).

Ridículo se opone a serio, digno. Uno hace el ridículo, es decir, es objeto de risa cuando cae de un nivel de dignidad a un nivel inferior. La dignidad que le es propia la adquiere el hombre cuando despliega su ser personal abriéndose creadoramente a las realidades del entorno. Para ello debe respetarlas, no reducirlas de valor. Los otros personajes le parecen ridículos porque no cumplen esta condición.

• El rey reduce los hombres a súbditos, a medios para poder gobernar y mandar (46,42).
• El vanidoso considera a los demás tan sólo como posibles admiradores (52,48).
• El bebedor es un hombre entregado al silencio de mudez, a la reclusión provocada por el vértigo de la gula (55,52).
El hombre de negocios sólo considera serio aquello que conduce a la posesión de bienes. Esta atenencia fascinada a lo poseíble le impide elevarse al nivel de las realidades que no son objeto de posesión (55-60, 52-57).
• El geógrafo toma el mundo como objeto de cómputo y registro. Es insensible a lo efímero, lo que se agosta -como las flores- en breve tiempo (64-69, 62-66).

El principito, afanoso de nuevas luces sobre los "ámbitos", realidades que sólo a una mirada generosa ofrecen su cabal sentido, les hizo a esos personajes diversas preguntas muy pertinentes. Pero no recibió ninguna respuesta atinada. Estas "personas mayores" le parecieron muy "extrañas", ajenas a cuanto otorga a la vida humana su auténtico sentido. Y partió para la tierra, a pesar de que volvió a recordar pesaroso a su flor:

"Mi flor es efímera, se dijo el principito, ¡y sólo tiene cuatro espinas para defenderse contra el mundo! ¡Y la he dejado totalmente sola en mi casa! Éste fue su primer impulso de nostalgia. Pero tomó coraje" (68-69, 66).

Viene a la tierra en busca de amistad. Y parte de cero, desde la soledad del "desierto", es decir, de una situación de carencia total de posibilidades. "Una vez en tierra, el principito quedó bien sorprendido al no ver a nadie" (72,70). Y miró a las estrellas con nostalgia. En una de ellas está su flor, pero él se ha disgustado con ella. En esa incomunicación absoluta advierte la presencia de una serpiente, que no le ofrece compañía sino el poder de devolverlo a su país de origen.

El principito no se descorazona y sale en busca de los hombres. En esa búsqueda va a cometer errores en cadena, pero su opción básica en favor de la amistad le permitirá superarlos. El primer error consistió en subir a una colina e intentar hacerse amigos de golpe y masivamente. "Sed amigos míos, estoy solo", gritó. Pero únicamente le contestó el eco: "Estoy solo... estoy solo... estoy solo...". El eco no constituye una respuesta, sino la devolución de la pregunta. Una pregunta mal planteada no merece respuesta. El principito se apresura a pensar que "los hombres no tienen imaginación" y "repiten lo que se les dice". Agrava, así, su error primero atribuyendo a los demás la culpa del propio fracaso. Pronto habrá quien le indique dónde se halla la verdadera causa de que haya fallado en su primer intento de buscar amigos. Pero antes tendrá que pasar por una gran prueba que le servirá para ganar madurez espiritual.

En ruta hacia la morada de los hombres, encuentra un jardín florido de rosas, iguales a la flor de su asteroide. Esta abundancia de flores semejantes parece reducir cada una a un mero individuo de una especie. Al pensar que su flor no era única en el mundo, el principito sintió una profunda decepción, que le provocó el llanto. De nuevo, el desmoronamiento interior da lugar a ese fenómeno humano enigmático que es el llorar.

"... Se sintió muy desdichado. Su flor le había contado que era la única de su especie en el universo. Y he aquí que había cinco mil, todas semejantes, en un solo jardín. ‘Se sentiría bien vejada si viera esto, se dijo; tosería enormemente y aparentaría morir para escapar al ridículo’. (...) Me creía rico con una flor única y no poseo más que una rosa ordinaria" (79, 77-78).

3. Tercera etapa del encuentro: El esclarecimiento de lo que son las relaciones humanas
Alfonso López Quintás
19/07/2012

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Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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