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Método segundoAl querer resolver el problema de la soledad y la incomunicación en el nivel 1 y con los recursos propios de la actitud de dominio -intimidación, violencia, hostigación, chantaje, erotismo...-, todo intento de encontrarse de forma más acendrada se traduce inmediatamente en un modo más grave de ruptura.
EL TÚNEL, de Ernesto Sábato, III
El vértigo arrastra al fracaso Ante las súplicas angustiadas de Castel, María cede una vez más, y contesta a sus cartas con unas letras llenas de ternura. Castel, “como un loco” -según propia confesión (123)-, se apresura a visitarla en su casa de campo. Pero esta prontitud para recoger la mano tendida de María no significa una auténtica conversión hacia el amor y el encuentro, entendidos en sentido riguroso. Castel sigue anclado en su tendencia a desconfiar de todos y someterlos a juicios precipitados y duros. De Hunter piensa que “es un abúlico y un hipócrita”. A Mimí Allende la califica de “malvada y miope” (124). No se compromete con las personas que se adentran en su vida de alguna forma. Las toma deliberadamente como objeto de atención, cuando no de espionaje. “Al darme cuenta de mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género”. “Me maldije mentalmente por distraerme; con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver, y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible” (124-125). Lo primero que observa Castel mediante esta actitud de control es que María está rodeada de personas banales, frívolas, que no pueden producir en ella sino un sentimiento de soledad y están lejos de constituir para él posibles rivales. Este descubrimiento le produjo alegría “a la parte más superficial de su alma”, pero la capa más profunda de su ser se entristeció al sospechar que María podía presentar esas mismas características, que él fomentaba en ella al instigarla al vértigo. En ningún momento se preocupa por María, por su despliegue personal y su felicidad. En principio, la consideró como algo indispensable para salvar el naufragio de la soledad absoluta; más tarde, la convirtió en un objeto de lujo para dar pábulo a la vanidad (133). Si llegara a demostrarse que tal objeto está envilecido, por ser una moneda que va de mano en mano, Castel se sentiría traicionado, ridiculizado, entendería toda la historia de su relación con María como un sarcasmo y transformaría toda su ansia de posesión en energía destructora. Que esta transformación sería posible lo muestra el lenguaje mismo de Castel al entreverar constantemente las expresiones de ternura con las de rabia y odio. En un mismo párrafo se leen estas dos expresiones, sólo conciliables y emparejables sin solución de continuidad en el nivel 1: “La miré con odio”, “la miré con ternura” (135). María, por su parte, deja entrever en algún momento que comprende la insuficiencia de este nivel objetivista, caracterizado por la entrega insolidaria a la satisfacción de los propios deseos e instintos: “No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado”, dijo sombríamente a Castel cuando éste le propuso escaparse con ella (135). Al agregar, como explicación, que “la felicidad está rodeada de dolor”, Castel sintió más que nunca que jamás llegaría a unirse con ella en forma total y que “debía resignarse a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños o como la felicidad de algunos pasajes musicales” (135). Estos momentos de unión fusional, no de comunión -si entendemos los términos con el debido rigor-, son precisamente los que se oponen a la unión personal, integradora de dos ámbitos de vida. Por querer mantener, al menos, esa unión sometida al fluir de los instantes fugitivos, Castel renuncia a una unión creadora de auténticos ámbitos de convivencia. Al sentirse desposeído de una forma total, perfecta, de unión, se exacerba y hace imposible toda forma de vecindad. El símbolo de esta ruptura radical será el asesinato. María siente tristeza al pensar que no puede conceder a Castel la medida de amor que éste le exige, y se esfuerza por compartir con él la alegría del encuentro con el paisaje que ella tanto ama. Se muestra sorprendentemente entusiasmada al inmergirse activamente en las mil sensaciones que depara la naturaleza: el color de una hoja seca, la fragancia del eucalip¬to, el olor del mar... Ante esta viva sensibilidad de María para el color y el olor, Castel reacciona con tristeza y desesperanza porque se trata de una cualidad que él no había advertido y que ella, sin duda, ejercitaba en compañía de otros hombres. A medida que ambos van oyendo con más intensidad el rumor de las olas y se acercan al mar inmenso y claro, Castel siente incrementarse su tristeza, y confiesa que esta forma de abatimiento la siente ineludiblemente ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza (136-137). A un ser, como Castel, de “sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación” (136), es decir, cerrado al juego del diálogo con el mundo entorno -en el que brota la luz del sentido y hace eclosión la belleza-, la contemplación de un paisaje que invita clamorosamente a dar una respuesta creadora lo sume en la tristeza, sentimiento específico del vértigo. Nada ilógico que, cuando María, al oír el ronco bramido del mar, tan propicio a despertar sentimientos dormidos, intenta compartir sus recuerdos, ansiedades y temores con Castel, éste guarde silencio -un silencio de mudez, que es carencia de palabras creadoras de encuentro- y se entregue a una relación fusional con la naturaleza. “Fui cayendo en una especie de encantamiento”. “(...) Empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo” (138). “El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción” (138). Como se observa en La Náusea, de Sartre, la relación fusional con el entorno hace perder el mundo de las significaciones, convierte la realidad en algo informe, deforme, monstruoso, pasta amorfa que no apela a la creatividad en un campo de juego, cercano y distante al mismo tiempo, antes arrastra a la fusión disolvente. (Una amplia descripción de esta experiencia se halla en mi obra Estética de la creatividad, págs. 384-464). Recuérdese la atracción que ejercía el agua del Sena sobre Mathieu Delarue, el desertor de Le Sursis, de Sartre, que, al romper todos los vínculos con el entorno, se queda sumido en la soledad absoluta de una libertad sin sentido. En el momento en que María empieza a recorrer el camino de la comunicación espiritual, que puede abocar a un auténtico encuentro, Castel sólo repara en los datos que parecen revelar doblez en la actitud de su amiga y hacen imposible la posesión absoluta que él necesita imperiosamente. Así, mientras María prosigue entusiasmada su confesión, Castel está acariciando el “sordo deseo de precipitarse sobre ella y destrozarla con las uñas y apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar”, con el fin de tomar posesión absoluta de ella en forma tal que nadie pueda compartir su existencia. Al faltarle un auténtico compañero de juego, María ve amenguarse su creatividad, cae en una especie de sopor y se siente definitivamente sola (138). En medio de esta soledad compartida, se deja llevar por su deseo de acariciar el rostro de Castel, y éste, incapaz de hablar, reclina la cabeza sobre su regazo, como hacía de niño con su madre, y así se queda durante “un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte” (138). Este retorno a la vinculación biológica con la madre es expresión de la nostalgia que el hombre que ha perdido la creatividad siente por el mundo infracreador, no responsable, infralúdico, en el cual perece por asfixia la personalidad humana. El capítulo XXVII marca un momento de gran dramatismo y expresividad debido a la interferencia de dos ámbitos contrapuestos: la voluntad de ternura por parte de María y el deseo obsesivo de control por parte de Castel. El frenesí del vértigo y la ruptura definitiva El ritmo en los procesos de vértigo se acelera constantemente hasta convertirse en frenesí. A partir del capítulo XXVIII, el tempo de la descripción se acompasa a la actitud vertiginosa del protagonista y succiona al lector, que se ve urgido a continuar velozmente la lectura hasta el final. Al regresar a casa, Castel vigila atentamente el comportamiento de Hunter y María, y saca la conclusión de que ambos son amantes (141). Se marcha precipitadamente. Espera que María acuda a la estación a despedirle. Al no hacerlo, Castel siente una infinita tristeza. Y, como no reacciona activando su capacidad creadora sino entregándose al vértigo con fiereza de animal herido, pierde la conciencia de la realidad, siente que su pensamiento flota como un corcho sobre un río desconocido y lo considera todo como algo fugaz, transitorio, inútil, impreciso (142). Escribe a María una carta hiriente. Instantes después se arrepiente y quiere recogerla del correo. Al no conseguirlo, se torna violento (niveles –1, -2). Llama a María por teléfono. Ésta no responde a sus preguntas inquisitivas, y él se enfurece progresivamente, hasta acabar insultándola, a pesar de que ansiaba reanudar el trato. Fuerza a María a venir a verle, con el chantaje de la amenaza de suicidio (151). En las horas que median hasta la visita de María, Castel siente odio hacia sí mismo, porque se ve absurdo e injusto, e intenta desahogar su rabia interna entregándose a diversas formas de vértigo: embriaguez, lucha, lujuria... Obsesionado por la cuestión de clarificar la vida oculta de María, identifica a ésta con una prostituta mediante un raciocinio expeditivo (152), que descalifica la tendencia a someter lo real a los esquemas de un entendimiento alicorto y presuntuoso. Esta entrega al vértigo ensombrece el espíritu de Castel porque no le deja hacer juego y no le permite captar el profundo sentido de las realidades del entorno. Al no haber posibilidad de encuentro, el jardín se torna sombrío y helado, indiferente, absurdo. Aterrorizado ante la posibilidad de quedarse solo para siempre en la oscuridad que implica la falta absoluta de creatividad, de juego dialógico, Castel tiene por un momento la decisión, mientras espera la llegada inminente de María, de aceptar a ésta modestamente tal como es y renunciar a todo género de inquisiciones. El mero pensamiento de esta posibilidad de cambio hacia una vida nueva, creadora, hizo estallar su espíritu de alegría. Pero, al pasar media hora, llamar por teléfono y averiguar que María se había ido a la finca para permanecer allí una semana, se hundió en un abismo de amargura del que ya no lograría recuperarse. La idea de que María le había negado a él lo poco que ahora estaba decidido a pedirle, para concederle, en cambio, al despreciable Hunter el don de toda su persona lo llenó de feroz amargura. Anulada la posibilidad de encuentro, todo queda despoblado de sentido. “El mundo parecía derrumbarse -escribe-, todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo” (156). Castel se lanza por el túnel del vértigo de la destrucción. “Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡Tal como lo había intuido! Me dominaba, a la vez, un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado” (257). Castel destruye, llorando, el cuadro con la mujer solitaria en la playa. Este género de llanto responde al desmoronamiento de un mundo, el mundo de esperanza en la posibilidad de la comunicación. Aquella espera insensata jamás tendría respuesta. Entregado al vértigo de la ira y la velocidad, Castel va desalado en pos de María y siente una rara voluptuosidad al tener la certeza de que ahora va a realizar, al fin, algo concreto con ella (158), va a poseerla como un objeto definitivamente dominado, reducido a algo suyo, no compartible con nadie. Al llegar a su casa, se aposta en posición de espía y alimenta su furor con ideas e imágenes que incrementan la convicción de la perversidad de su amada. Ve a ésta y a Hunter pasearse dulcemente por el jardín. Al caer la tarde, la tormenta los urge a volver a casa. Durante mucho tiempo sólo estuvo encendida la luz del dormitorio de Hunter. Castel creyó haber descubierto, con ello, el secreto abominable. “¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo” (162). Castel sube a la habitación de María, y le dice lacónicamente: “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo” (163). Sollozando, le clava un cuchillo en el pecho, y, al contemplar la mirada “dolorosa y humilde” de María, se ve asaltado por un súbito furor que le lleva a ensañarse con ella. El análisis lúdico de la obra nos permite observar que María no dejó solo a Castel, que vivía ya de por sí en una absoluta soledad. Éste planteó la vida de tal forma que, para poseer su libertad y su destino, su persona y su existencia entera, no le quedaba sino el recurso del asesinato, como forma suprema de reducción a objeto y toma de posesión (nivel –3). Este sádico reduccionismo constituye la etapa última del vértigo de poder y dominio. Castel lo deja entrever con estas palabras aceradas: “Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu” (163). Impulsado por su afán demoledor, Castel se apresura a destruir el ámbito de convivencia formado por María y su marido, Allende. En plena noche, para ganar en espectacularidad y nerviosismo, le comunica violentamente a éste que María le era infiel (nivel –4). Ante su sorpresa y su reacción airada, Castel lo insulta y le comunica la noticia de la muerte de María del modo más agrio posible: “¡...Ahora ya no podrá engañar a nadie!” (164). Allende, en su incapacidad de tomar revancha, se limita a pronunciar esta imprecación: “¡Insensato!” En efecto, el sinsentido, el absurdo integral, es la estación término del proceso de vértigo que Castel había recorrido hasta el final. “Me poseían el odio, el desprecio y la compasión”. “Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo” (164). Cercano al grado cero de creatividad, Castel, ya en la cárcel, no logra adivinar el pleno sentido del calificativo “insensato” y la razón profunda por la que Allende se quitó la vida. En el nivel infracreador no se alumbra el sentido de los acontecimientos, y el lenguaje pierde su poder interno de clarificación. El hombre entregado al vértigo acaba sintiéndose ajeno y extraño al mundo normal de los hombres que llevan una vida creadora. En este pasaje queda de manifiesto la afinidad de El túnel con El extranjero, de Albert Camus. Castel, recorriendo la vía tenebrosa de su túnel, se creó su propio cerco, se aisló, se hizo opaco, quebró todos los puentes que llevan al amor y la comunicación. Su reclusión en la cárcel es una imagen de este encapsulamiento en la actitud infracreadora del vértigo. Si no cambia la actitud básica, “los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos” (165).
Valoración de la obra
Diversos críticos consideran esta obra como el relato de un asesinato cometido por un “maníaco homicida”, “un neurótico nacido para matar”. Matizando un poco más, otros comentaristas ven en Sábato una intención descriptiva de estados psicológicos y procesos interiores. Parece dar pie a esta interpretación psicológica la declaración hecha por el autor de que las ideas metafísicas deben convertirse, si han de ser expresadas, en problemas psicológicos. “La soledad metafísica se transforma en el aislamiento de un hombre determinado, la desesperación metafísica se transforma en celos, y la novela o relato que estaba destinado a ilustrar aquel problema termina siendo el relato de una pasión y de un crimen”. (Cf. Páginas vivas, Kapelusz, Buenos Aires 1974, p. 173). Ciertamente, toda obra de arte se expresa a través de realidades concretas, sensibles, pero lo que intenta expresar afecta a la quintaesencia de la realidad; tiene, por tanto, una condición “metafísica”, entendido este vocablo en un sentido muy amplio. Para plasmar en una novela el drama del hombre contemporáneo, perdido, desorientado y aislado en medio de las megalópolis actuales, debe tomarse un ejemplo concreto, con personajes y procesos determinados, y a su través dejar al descubierto los procesos que configuran la realidad personal del hombre y las comunidades humanas o las destruyen. Estos procesos tienen un carácter “metafísico”, no meramente psicológico; no son algo consecutivo a la realidad ya constituida de ciertas personas; son algo constitutivo de la realidad personal de tales seres. Lo decisivo en todo análisis literario es descubrir los ámbitos que se fundan o se anulan en el juego de la existencia humana. Es la meta del método lúdico-ambital. No basta, por ello, constatar y subrayar que el protagonista siente celos, que está internamente desgarrado –fenómeno susceptible de ser calificado con nombres precisos de la actual Psicología y Psiquiatría-; que siente nostalgia por la infancia; que se porta de modo obsesivo con la mujer a la que dice amar... Hay que determinar en pormenor la lógica que rige internamente esta conducta y explicar que un mismo acto, realizado con actitudes distintas, provoca consecuencias muy diversas y que los errores básicos acerca de la concepción de la vida llevan ineludiblemente al fracaso, pese a la buena voluntad de quienes los cometen. Para entender, por ejemplo, que Castel, cuanto más intenta unirse a María, más se separa de ella, debe tenerse en cuenta la trama de relaciones que median entre los diferentes modos posibles de inmediatez, distancia y presencia. (Cf. Inteligencia creativa, págs. 163-165). De modo semejante, si queremos saber por qué un hombre, sin ser un “borracho” o un “pendenciero”, se entrega en un momento dado a la bebida o provoca luchas callejeras, debemos elaborar una teoría de las diversas formas de vértigo que muestre cómo unos vértigos suscitan otros con una lógica implacable y siniestra. Es cierto que el texto mismo nos ofrece datos sobre Castel que pueden reflejar cierta anormalidad psicológica. Es obsesivo y cambiante a la vez, se siente internamente escindido y capaz de actitudes muy diversas, cultiva de modo desequilibrado su facultad analítica y diseccionadora, al tiempo que descuida la capacidad creativa. Tiende a retorcerlo todo, con espíritu desconfiado y, a veces, cruel. Presenta cierta proclividad al sadismo y al masoquismo. Pero estos rasgos sólo ofrecen interés estético cuando se los ve desempeñando una función en un proceso lúdico de fundación o anulación de ámbitos. Por importante que sea para el hombre en su vida cotidiana, un dato psicológico no presenta de por sí valor estético alguno. El análisis estético debe mostrar el papel que tal dato desempeña en el juego creador de ámbitos. Desde la perspectiva lúdico-ambital, es fácil penetrar hasta el centro o polo imantador de la obra, ese núcleo que -como subraya M. Blanchot en L'espace littéraire-, polariza cada obra literaria y la impulsa desde dentro. La experiencia nuclear de Sábato es la de fascinación. Castel se siente atraído por María y se entrega a la seducción que le produce la idea de poseerla. Bien analizada la lógica del vértigo, se comprenden en todos sus pormenores las diversas fases del proceso que lleva al crimen y a la actitud posterior del protagonista. Castel reduce a María a objeto, a medio para sus fines (nivel 1 d). Este objeto puede ser conside¬rado en unos casos como adorable y en otros como despreciable. Si en un momento se convierte en obstáculo para el logro de los fines que uno se ha marcado, la lógica de la ambición exige que tal obstáculo sea eliminado. Castel, amante de María, tiene ya el camino expedito para matar a la única persona que lo había comprendido. Sólo a la luz de la teoría de los ámbitos y de los niveles de realidad puede esta obra adquirir un carácter aleccionador y servir de espejo a una humanidad que desea alzarse del abismo de la incomprensión y la soledad. Si se tiene ante la vista la relación que media entre la actitud reduccionista y la violencia, la manipulación y el envilecimiento personal, el afán de dominio y la quiebra del diálogo, la obsesión de seguridad y la inquietud del espíritu, la entrega al vértigo y la destrucción de la personalidad, la desconfianza y la incomunicación, se puede hacer una lectura radiográfica de El túnel, rehacer la génesis de los acontecimientos que narra, poner al descubierto las causas que determinan las diversas actitudes y convertir, así, en una verdadera lección constructiva de ética una historia que no ofrece el menor aspecto edificante, configurador de la personalidad, por tratarse de una trama encadenada de rupturas. Este modo de lectura genética fomenta en los lectores el espíritu de discernimiento crítico. Resulta, por ello, muy instructivo confrontar el espíritu de sombrío pesimismo que alienta en El túnel con la melancólica confianza en la bondad última del ser humano que inspira una de las últimas obras de Sábato: La resistencia: “Siento con entusiasmo esta posibilidad de recomenzar otra manera de vivir”. “No podemos olvidar que en estos viejos tiempos, ya gastados en sus valores, hay quienes nada creen, pero también hay multitudes de seres humanos que trabajan y siguen a la espera, como centinelas”. “¡Si en vez de alimentar los caldos de la desesperación y de la angustia, nos volcáramos apasionados, revelando un entusiasmo por lo nuevo que exprese la confianza que el hombre puede tener en la vida misma, todo lo contrario de la indiferencia! Dejar de amurallarnos, anhelar un mundo humano y ya estar en camino” (O. cit., Seix Barral, Barcelona 2000, págs. 120-121). |
Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.
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