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Blog de Tendencias21 sobre los problemas del mundo actual a través de los libros
05/11/2012
Alaa Al Aswani: Egipto: Las claves de una revolución inevitable. Barcelona: Galaxia Gutemberg & Círculo de Lectores, 2011 (251 páginas).
Una de las voces egipcias con mayor proyección internacional es la de Alaa Al Aswani. Odontólogo de profesión y activista de los derechos humanos por vocación o necesidad, su nombre saltó a la fama regional y mundial a raíz del éxito que tuvo su novela El Edificio Yacobián (Barcelona: Maeva, 2007), alcanzando la categoría de auténtico best-seller en el mundo árabe y obteniendo una buena acogida en Europa.
En esta obra de ficción retrata la estratificación social egipcia que, a semejanza de los diferentes pisos e inquilinos que integran el mencionado edificio, manifiesta la notable desigualdad, la injusticia social y el descontento sociopolítico existente en Egipto.
Conocido por su oposición a la autocracia presidida por Hosni Mubarak, Aswani no separa su trabajo de ficción del periodístico en su denuncia de un régimen dictatorial, petrificado y corrupto que, conviene recordar, no ha sido desmantelado del todo con la escenificada deposición de Mubarak, su reemplazo por la Junta Militar, ni tampoco por el triunfo electoral de las fuerzas islamistas.
Entre los temas que por su reiteración y contundencia argumental destacan, cabe reseñar la fuerte oposición a la sucesión de Mubarak por su hijo Gamal, el desprecio del régimen por los derechos de su ciudadanía, el abuso de poder, la violación sistemática de los derechos humanos, la constante humillación y vejación de sus hombres y mujeres; además de las prácticas de torturas, abusos sexuales y violaciones cometidas en los recintos de sus fuerzas de seguridad, en particular, de la policía.
El desprecio de sus recursos humanos y de su inteligencia ha sido una constante que ha llevado a muchísimos egipcios al exilio, produciéndose una sangrante fuga de cerebros en detrimento del desarrollo de su propio país.
Todos estos relatos son salpicados con casos concretos que ilustran, con todo tipo de detalles, la opresión y vejación a la que han sido (y siguen siendo) sometidos los egipcios de manera sistemática a lo largo de varias décadas.
El panorama socioeconómico no es mejor. La mitad de la población, unos 40 millones, viven por debajo del umbral de la pobreza, con menos de dos dólares al día. Paralelamente, sus anoréxicos servicios sociales (sanidad y educación) se han visto crecientemente deteriorados. Sin olvidar su servilismo en política exterior hacia Estados Unidos e Israel.
No menos importante es la denuncia que realiza Aswani de la falsa religiosidad, sufragada por los saudíes. De ahí que, en su opinión, se está librando dos batallas en Egipto: una por la democratización y otra por una interpretación abierta y civilizada del islam frente a la retrógrada y reaccionaria que bebe en las fuentes wahabíes.
Considera el autor que ambas son las dos caras de una misma moneda: “el extremismo religioso es la otra cara del autoritarismo político. No nos podemos deshacer del primero si antes no acabamos con el segundo”.
En suma, esta obra, prologada y traducida por Haizam Amirah Fernández, compila toda una serie de artículos de prensa que, publicados semanalmente, recoge el clima social, político, económico y regional previo a la revuelta egipcia de enero de 2011.
Su lectura es ineludible para quienes quieran comprender el profundo y prolongado malestar que, después del detonante tunecino, llevó a miles de mujeres y hombres egipcios a echarse a la calle, desafiando pacíficamente al poder con el riesgo que entrañaba para sus propias vidas.
Una de las voces egipcias con mayor proyección internacional es la de Alaa Al Aswani. Odontólogo de profesión y activista de los derechos humanos por vocación o necesidad, su nombre saltó a la fama regional y mundial a raíz del éxito que tuvo su novela El Edificio Yacobián (Barcelona: Maeva, 2007), alcanzando la categoría de auténtico best-seller en el mundo árabe y obteniendo una buena acogida en Europa.
En esta obra de ficción retrata la estratificación social egipcia que, a semejanza de los diferentes pisos e inquilinos que integran el mencionado edificio, manifiesta la notable desigualdad, la injusticia social y el descontento sociopolítico existente en Egipto.
Conocido por su oposición a la autocracia presidida por Hosni Mubarak, Aswani no separa su trabajo de ficción del periodístico en su denuncia de un régimen dictatorial, petrificado y corrupto que, conviene recordar, no ha sido desmantelado del todo con la escenificada deposición de Mubarak, su reemplazo por la Junta Militar, ni tampoco por el triunfo electoral de las fuerzas islamistas.
Entre los temas que por su reiteración y contundencia argumental destacan, cabe reseñar la fuerte oposición a la sucesión de Mubarak por su hijo Gamal, el desprecio del régimen por los derechos de su ciudadanía, el abuso de poder, la violación sistemática de los derechos humanos, la constante humillación y vejación de sus hombres y mujeres; además de las prácticas de torturas, abusos sexuales y violaciones cometidas en los recintos de sus fuerzas de seguridad, en particular, de la policía.
El desprecio de sus recursos humanos y de su inteligencia ha sido una constante que ha llevado a muchísimos egipcios al exilio, produciéndose una sangrante fuga de cerebros en detrimento del desarrollo de su propio país.
Todos estos relatos son salpicados con casos concretos que ilustran, con todo tipo de detalles, la opresión y vejación a la que han sido (y siguen siendo) sometidos los egipcios de manera sistemática a lo largo de varias décadas.
El panorama socioeconómico no es mejor. La mitad de la población, unos 40 millones, viven por debajo del umbral de la pobreza, con menos de dos dólares al día. Paralelamente, sus anoréxicos servicios sociales (sanidad y educación) se han visto crecientemente deteriorados. Sin olvidar su servilismo en política exterior hacia Estados Unidos e Israel.
No menos importante es la denuncia que realiza Aswani de la falsa religiosidad, sufragada por los saudíes. De ahí que, en su opinión, se está librando dos batallas en Egipto: una por la democratización y otra por una interpretación abierta y civilizada del islam frente a la retrógrada y reaccionaria que bebe en las fuentes wahabíes.
Considera el autor que ambas son las dos caras de una misma moneda: “el extremismo religioso es la otra cara del autoritarismo político. No nos podemos deshacer del primero si antes no acabamos con el segundo”.
En suma, esta obra, prologada y traducida por Haizam Amirah Fernández, compila toda una serie de artículos de prensa que, publicados semanalmente, recoge el clima social, político, económico y regional previo a la revuelta egipcia de enero de 2011.
Su lectura es ineludible para quienes quieran comprender el profundo y prolongado malestar que, después del detonante tunecino, llevó a miles de mujeres y hombres egipcios a echarse a la calle, desafiando pacíficamente al poder con el riesgo que entrañaba para sus propias vidas.
31/10/2012
Rafael Díaz-Salazar: Desigualdades internacionales. ¡Justicia Ya! Barcelona: Icaria, 2011 (96 páginas).
En este breve texto, el profesor Rafael Díaz-Salazar expone la siguiente paradoja: “a pesar de la crisis económica, en el mundo hay una gran riqueza acumulada por una minoría de millonarios y empresas transnacionales”. En consecuencia, el problema no es la escasez de “bienes económicos, sino su injusta distribución”.
Con datos extraídos de un importante y variado elenco de instituciones internacionales, el autor ilustra la enorme desigualdad reinante en la sociedad internacional. Por ejemplo, la desigual distribución de la riqueza de los hogares muestra que los más ricos constituyen sólo el 10%, pero poseen el 85% de los activos mundiales (en dólares); los más pobres ascienden al 50%, pero sólo disponen del 1% de esos activos; y el 40% restante se tiene que conformar con el 14%.
La tendencia a la polarización socioeconómica es una de las características que más llama la atención del momento actual. Los que más tienen, tienen más; y los que menos tienen, tienen menos.
De manera que, pese a la crisis, el número de las personas más ricas del mundo ―con una fortuna por encima de 1.000 millones de dólares― se ha incrementado. Estos 1.210 multimillonarios poseen 4,5 billones de dólares, cifra superior “al PIB de Alemania y cuatro veces el de España”.
La concentración de la riqueza se advierte también en una serie de empresas transnacionales que, como denominador común, operan en el sector energético: petróleo y electricidad, principalmente. Su estructuración en red está diseñada para sortear los controles fiscales, de manera que sus beneficios no se reinvierten ni redistribuyen en forma de riqueza, ni se emplean para reducir la desigualdad ni la pobreza.
Es igualmente significativo que tanto la minoría de multimillonarios como la mayoría de estas empresas residan en los principales países del Norte; y también en los denominados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que poseen sistemas fiscales muy débiles en coexistencia con una enorme desigualdad social.
En suma, la desigualdad se ha ensanchado, afectando a los sectores sociales más vulnerables, entre los que destaca el autor a los parados, mujeres, hambrientos y las personas atrapadas en la “pobreza absoluta”. Ante este desolador diagnóstico, el profesor Rafael Díaz-Salazar considera que no se puede vencer la pobreza “luchando directamente contra ella, sino interviniendo en los factores desigualitarios que la producen”.
Más allá de los tradicionales instrumentos de la cooperación internacional al desarrollo, se debe ―en su opinión― establecer un programa de justicia social global, con una economía orientada hacia un “nuevo orden más justo e igualitario”.
En esta misma línea, aboga por un nuevo paradigma cultural, recogiendo numerosas iniciativas y alternativas: comercio justo, condonación y reinversión de la deuda externa, fiscalidad internacional orientada a la redistribución mundial de la riqueza, reconocimiento y restitución de la deuda ecológica, desarme para el desarrollo y ecodesarrollo.
En definitiva, frente a la política de la globalización neoliberal, propone una política de la civilización, con nuevas fuentes éticas ―e incluso religiosas― anticapitalistas y emancipatorias.
En este breve texto, el profesor Rafael Díaz-Salazar expone la siguiente paradoja: “a pesar de la crisis económica, en el mundo hay una gran riqueza acumulada por una minoría de millonarios y empresas transnacionales”. En consecuencia, el problema no es la escasez de “bienes económicos, sino su injusta distribución”.
Con datos extraídos de un importante y variado elenco de instituciones internacionales, el autor ilustra la enorme desigualdad reinante en la sociedad internacional. Por ejemplo, la desigual distribución de la riqueza de los hogares muestra que los más ricos constituyen sólo el 10%, pero poseen el 85% de los activos mundiales (en dólares); los más pobres ascienden al 50%, pero sólo disponen del 1% de esos activos; y el 40% restante se tiene que conformar con el 14%.
La tendencia a la polarización socioeconómica es una de las características que más llama la atención del momento actual. Los que más tienen, tienen más; y los que menos tienen, tienen menos.
De manera que, pese a la crisis, el número de las personas más ricas del mundo ―con una fortuna por encima de 1.000 millones de dólares― se ha incrementado. Estos 1.210 multimillonarios poseen 4,5 billones de dólares, cifra superior “al PIB de Alemania y cuatro veces el de España”.
La concentración de la riqueza se advierte también en una serie de empresas transnacionales que, como denominador común, operan en el sector energético: petróleo y electricidad, principalmente. Su estructuración en red está diseñada para sortear los controles fiscales, de manera que sus beneficios no se reinvierten ni redistribuyen en forma de riqueza, ni se emplean para reducir la desigualdad ni la pobreza.
Es igualmente significativo que tanto la minoría de multimillonarios como la mayoría de estas empresas residan en los principales países del Norte; y también en los denominados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que poseen sistemas fiscales muy débiles en coexistencia con una enorme desigualdad social.
En suma, la desigualdad se ha ensanchado, afectando a los sectores sociales más vulnerables, entre los que destaca el autor a los parados, mujeres, hambrientos y las personas atrapadas en la “pobreza absoluta”. Ante este desolador diagnóstico, el profesor Rafael Díaz-Salazar considera que no se puede vencer la pobreza “luchando directamente contra ella, sino interviniendo en los factores desigualitarios que la producen”.
Más allá de los tradicionales instrumentos de la cooperación internacional al desarrollo, se debe ―en su opinión― establecer un programa de justicia social global, con una economía orientada hacia un “nuevo orden más justo e igualitario”.
En esta misma línea, aboga por un nuevo paradigma cultural, recogiendo numerosas iniciativas y alternativas: comercio justo, condonación y reinversión de la deuda externa, fiscalidad internacional orientada a la redistribución mundial de la riqueza, reconocimiento y restitución de la deuda ecológica, desarme para el desarrollo y ecodesarrollo.
En definitiva, frente a la política de la globalización neoliberal, propone una política de la civilización, con nuevas fuentes éticas ―e incluso religiosas― anticapitalistas y emancipatorias.
29/10/2012
Jorge I. Domínguez: La política exterior de Cuba (1962-2009). Madrid: Colibrí, 2009 (603 páginas).
“Cuba es un país pequeño, pero con una política exterior de país grande”, así comienza el autor esta compilación de ensayos escritos a lo largo de varias décadas. En efecto, Cuba ocupa una posición modesta en las relaciones internacionales. Es un Estado pequeño; y con limitados recursos humanos, materiales y económicos. Sin embargo, no se ha ceñido a mantener meras relaciones exteriores; por el contrario, ha desarrollado una política exterior propia.
En algunos momentos su proyección internacional llegó a asemejarse a la de una potencia mundial. Muestra de ello ha sido su apoyo político y material a otros movimientos revolucionarios e insurgentes tanto en América Latina como en otras partes del Tercer Mundo; además de su intervención militar en África (el caso de Angola es el más conocido, a los que se suma el de Etiopía y también el de Argelia frente a Marruecos durante la denominada guerra de las arenas en 1963). Sin olvidar, por último, su asesoramiento militar y asistencia social (en sanidad y educación, principalmente) a otros tantos países.
No es ningún secreto que su política exterior ha estado muy marcada por la posición geopolítica que ocupa, fronteriza con Estados Unidos. No se puede entender la política cubana, toda su política, tanto exterior como interior, sin este condicionante. De hecho, Washington ha representado, desde los primeros días de la revolución, la principal amenaza para la supervivencia del régimen. Recuérdese la invasión de Bahía de Cochinos en 1961. De ahí que, como afirma el autor, profesor en la universidad de Harvard, la supervivencia del régimen haya sido la prioridad de su política exterior, muy centrada en mantener su soberanía frente al coloso estadounidense.
Durante la Guerra Fría, Washington consideró a la Habana como una amenaza a sus intereses en América Latina. Era un ejemplo a imitar y, en particular, una tentación a exportar. Pero, sobre todo, vio en Cuba una baza estratégica de la Unión Soviética. La crisis de los misiles en 1962-63 es el mejor ejemplo que ilustra ese momento. A su vez, Cuba buscó protección bajo el paraguas de seguridad soviético ante la amenaza que representaba Estados Unidos y, así, contrarrestar su vulnerabilidad.
Jorge I. Domínguez sostiene que, lejos de ser un títere de la Unión Soviética, Cuba mostró una gran autonomía frente a Moscú. Incluso mantuvo algunas políticas en América Latina y en otras partes del Tercer Mundo que no estaban del todo en sintonía con el pensamiento internacional soviético. Durante los primeros años de la revolución existieron importantes discrepancias. El propio Che Guevara se sintió defraudado con la Unión Soviética en materia de ayuda económica. Su concepción desarrollista, muy propia de la época, de industrialización pesada, no fue secundada por el Kremlin, que se reservaba la prerrogativa de la división internacional del trabajo dentro del bloque socialista.
La presión ejercida por Moscú sobre la Habana para que reconsiderara su posición no se hizo esperar: redujo drásticamente el suministro de petróleo y las adquisiciones de materia prima cubana. Finalmente Castro dio el brazo a torcer con su apoyo a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Era el precio que adoptaba la reconciliación entre Moscú y la Habana hasta recomponerse del todo las relaciones bilaterales en la década siguiente. Entonces Cuba demostró ser el aliado más fiable de Moscú en el Tercer Mundo, sobre todo en África, donde ganó algunos importantes aliados como Angola y Etiopía.
A pesar de las peculiaridades de la política exterior cubana, su rol geopolítico no fue muy diferente al de otros países del Tercer Mundo, atrapados en medio de la controversia bipolar. El recrudecimiento de la Guerra Fría otorgaba mayor importancia a los actores locales que, a cambio de su apoyo, obtenían mayores contrapartidas. A la inversa, ante una mayor distensión entre ambas superpotencias, los Estados aliados en la periferia del sistema internacional perdían su atractivo y, por tanto, su capacidad para obtener beneficios derivados de su apoyo.
Con Cuba pasó algo parecido, pues en tiempos de mayor confrontación bipolar gozó de mayor ayuda, protección y, también, autonomía de la Unión Soviética. Pero la distensión entre Moscú y Washington situaba a Cuba en un lugar más periférico y menos influyente. Proceso que culminó con el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la protección soviética. En esta misma dinámica, el carácter fuertemente ideológico de su política exterior no ha sido un obstáculo para realizar concesiones al pragmatismo.
“Cuba es un país pequeño, pero con una política exterior de país grande”, así comienza el autor esta compilación de ensayos escritos a lo largo de varias décadas. En efecto, Cuba ocupa una posición modesta en las relaciones internacionales. Es un Estado pequeño; y con limitados recursos humanos, materiales y económicos. Sin embargo, no se ha ceñido a mantener meras relaciones exteriores; por el contrario, ha desarrollado una política exterior propia.
En algunos momentos su proyección internacional llegó a asemejarse a la de una potencia mundial. Muestra de ello ha sido su apoyo político y material a otros movimientos revolucionarios e insurgentes tanto en América Latina como en otras partes del Tercer Mundo; además de su intervención militar en África (el caso de Angola es el más conocido, a los que se suma el de Etiopía y también el de Argelia frente a Marruecos durante la denominada guerra de las arenas en 1963). Sin olvidar, por último, su asesoramiento militar y asistencia social (en sanidad y educación, principalmente) a otros tantos países.
No es ningún secreto que su política exterior ha estado muy marcada por la posición geopolítica que ocupa, fronteriza con Estados Unidos. No se puede entender la política cubana, toda su política, tanto exterior como interior, sin este condicionante. De hecho, Washington ha representado, desde los primeros días de la revolución, la principal amenaza para la supervivencia del régimen. Recuérdese la invasión de Bahía de Cochinos en 1961. De ahí que, como afirma el autor, profesor en la universidad de Harvard, la supervivencia del régimen haya sido la prioridad de su política exterior, muy centrada en mantener su soberanía frente al coloso estadounidense.
Durante la Guerra Fría, Washington consideró a la Habana como una amenaza a sus intereses en América Latina. Era un ejemplo a imitar y, en particular, una tentación a exportar. Pero, sobre todo, vio en Cuba una baza estratégica de la Unión Soviética. La crisis de los misiles en 1962-63 es el mejor ejemplo que ilustra ese momento. A su vez, Cuba buscó protección bajo el paraguas de seguridad soviético ante la amenaza que representaba Estados Unidos y, así, contrarrestar su vulnerabilidad.
Jorge I. Domínguez sostiene que, lejos de ser un títere de la Unión Soviética, Cuba mostró una gran autonomía frente a Moscú. Incluso mantuvo algunas políticas en América Latina y en otras partes del Tercer Mundo que no estaban del todo en sintonía con el pensamiento internacional soviético. Durante los primeros años de la revolución existieron importantes discrepancias. El propio Che Guevara se sintió defraudado con la Unión Soviética en materia de ayuda económica. Su concepción desarrollista, muy propia de la época, de industrialización pesada, no fue secundada por el Kremlin, que se reservaba la prerrogativa de la división internacional del trabajo dentro del bloque socialista.
La presión ejercida por Moscú sobre la Habana para que reconsiderara su posición no se hizo esperar: redujo drásticamente el suministro de petróleo y las adquisiciones de materia prima cubana. Finalmente Castro dio el brazo a torcer con su apoyo a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Era el precio que adoptaba la reconciliación entre Moscú y la Habana hasta recomponerse del todo las relaciones bilaterales en la década siguiente. Entonces Cuba demostró ser el aliado más fiable de Moscú en el Tercer Mundo, sobre todo en África, donde ganó algunos importantes aliados como Angola y Etiopía.
A pesar de las peculiaridades de la política exterior cubana, su rol geopolítico no fue muy diferente al de otros países del Tercer Mundo, atrapados en medio de la controversia bipolar. El recrudecimiento de la Guerra Fría otorgaba mayor importancia a los actores locales que, a cambio de su apoyo, obtenían mayores contrapartidas. A la inversa, ante una mayor distensión entre ambas superpotencias, los Estados aliados en la periferia del sistema internacional perdían su atractivo y, por tanto, su capacidad para obtener beneficios derivados de su apoyo.
Con Cuba pasó algo parecido, pues en tiempos de mayor confrontación bipolar gozó de mayor ayuda, protección y, también, autonomía de la Unión Soviética. Pero la distensión entre Moscú y Washington situaba a Cuba en un lugar más periférico y menos influyente. Proceso que culminó con el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la protección soviética. En esta misma dinámica, el carácter fuertemente ideológico de su política exterior no ha sido un obstáculo para realizar concesiones al pragmatismo.
Editado por
José Abu-Tarbush
José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en Oriente Medio y el Norte de África, con especial seguimiento de la cuestión de Palestina.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850